Capítulo I
1
Aquella mañana me desperté llorando. Como siempre. Ni siquiera sabía si estaba triste. Junto con las lágrimas, mis emociones se habían ido deslizando hacia alguna parte. Absorto, permanecí un rato en el futón hasta que se acercó mi madre y me dijo: «Es hora de levantarse».
No nevaba, pero el camino estaba helado, blanco. La mitad de los coches circulaba con cadenas. En el asiento del copiloto, al lado de papá, que era quien conducía el automóvil, se sentó el padre de Aki. Su madre y yo ocupamos los asientos traseros. El coche arrancó. Delante, los dos hombres sólo hablaban de la nieve. Que si lograríamos, o no, llegar al aeropuerto para el embarque. Que si el avión saldría a la hora prevista. Detrás, nosotros apenas hablábamos. Distraído, miraba por la ventanilla el paisaje que dejábamos atrás. A ambos lados de la carretera se extendían, en todo lo que alcanzaba la vista, campos cubiertos de nieve. A lo lejos, la cresta de las montañas refulgía bañada por los rayos de un sol que brillaba a través de las nubes. La madre de Aki llevaba en el regazo una pequeña urna de cenizas.
Al aproximarnos al desfiladero, la capa de nieve se hizo más espesa. Mi padre y el padre de Aki bajaron del coche en el aparcamiento de un parador y empezaron a ajustar las cadenas a las ruedas. Mientras, decidí dar un paseo por los alrededores. Más allá del aparcamiento había un bosquecillo. Una capa de nieve impoluta cubría el sotobosque; la que se acumulaba en las copas de los árboles iba cayendo al suelo con un quejido seco. Al volverme, vi cómo al otro lado del guardarraíl se extendía un océano invernal. Sereno y tranquilo, un mar de un color azul brillante. Todo cuanto veía me llenaba de nostalgia. Cerré con firmeza la tapa de mi corazón y le di la espalda al mar.
La nieve del bosque se hizo más profunda. Las ramas quebradas y los duros tocones hacían que andar me resultara más difícil de lo que había supuesto. De repente, un pájaro levantó el vuelo de entre los árboles con un chillido agudo. Me detuve y agucé el oído. No oí nada más. Era como si no quedara nadie en este mundo. Al cerrar los ojos, percibí, como cascabeles, el sonido de las cadenas de los coches que circulaban por la carretera. Empecé a no saber dónde estaba, a no saber quién era yo. Entonces oí la voz de papá que me llamaba desde el aparcamiento.
Una vez cruzamos el desfiladero, todo marchó tal como estaba previsto. Llegamos al aeropuerto a la hora fijada y, tras facturar, nos dirigimos a la puerta de embarque.
—Se lo agradezco mucho —les dijo papá a los padres de Aki.
—No, al contrario —repuso el padre de Aki sonriendo—. Seguro que Aki se siente feliz de que Sakutarô nos acompañe.
Dirigí los ojos hacia la pequeña urna que la madre de Aki llevaba entre los brazos. Dentro de aquella urna envuelta en un precioso brocado, ¿estaba realmente Aki?
Poco después de que despegara el avión, me dormí. Y tuve un sueño. Soñé con Aki, cuando todavía estaba bien. En el sueño, ella me sonreía. Con su sonrisa de siempre, un poco cohibida. «¡Saku-chan!»[1], me llamaba. Su voz permanece claramente en mis oídos. «¡Ojalá el sueño fuera realidad y la realidad fuese un sueño!», pienso. Pero es imposible. Por eso, al despertarme, siempre estoy llorando. No es porque esté triste. Es que, cuando regreso a la realidad desde un sueño feliz, me topo con una fisura que me es imposible franquear sin verter lágrimas. Y eso, por más veces que me ocurra, siempre es así.
A pesar de que habíamos despegado en la nieve, aterrizamos en una ciudad turística bañada por un sol de pleno verano. Cairns. Una hermosa ciudad a orillas del Pacífico. Un paseo de frondosas palmeras. El asfixiante verdor de las plantas tropicales desbordándose alrededor de los hoteles de lujo que se alzaban frente a la bahía, cruceros de diversos tamaños amarrados en el embarcadero. Camino del hotel, el taxi circuló junto a la franja de césped que bordeaba la costa. Mucha gente disfrutaba de un paseo al atardecer.
—Parece Hawai —dijo la madre de Aki.
A mí me parecía una ciudad maldita. Todo estaba igual que cuatro meses atrás. Durante aquellos cuatro meses, una estación había sucedido a otra estación y, en Australia, la primavera incipiente había dado paso al pleno verano. Pero nada más. Sólo eso.
Íbamos a pasar una noche en el hotel y a regresar en el vuelo de la mañana siguiente. La diferencia horaria con Japón es muy pequeña, de modo que, desde nuestra salida, el tiempo había transcurrido tal cual. Después de cenar, me tendí en la cama y me quedé absorto con la mirada clavada en el techo. Y me dije a mí mismo: «Aki no está».
Tampoco estaba cuatro meses atrás. La dejamos en Japón cuando vinimos de viaje de estudios, los de la clase de bachillerato. Desde una ciudad japonesa cerca de Australia hasta una ciudad australiana cerca de Japón. En una ruta así, no hay que hacer escala a medio camino para repostar combustible. Por esa curiosa razón aquella ciudad había entrado en mi vida. La había encontrado hermosa. Todo cuanto veía me parecía diferente, exótico, fresco. Aki existía. Aki lo estaba viendo a través de mis ojos. Pero ahora, vea lo que vea, no siento nada. ¿Qué diablos debería mirar yo aquí?
Eso es porque Aki se ha ido. Porque la he perdido. Ya no hay nada que desee ver. Ni en Australia, ni en Alaska, ni en el Mediterráneo, ni en la Antártida. En este mundo, vaya a donde vaya, siempre me sucederá lo mismo. Por más maravilloso que sea el paisaje que tenga ante los ojos, nunca me emocionaré; la más hermosa de las vistas no me gustará. Ha desaparecido la persona que me hacía desear ver, saber y sentir..., incluso vivir. Ella ya no volverá a estar jamás a mi lado.
Sólo cuatro meses. Sucedió en el tiempo en que una estación da paso a la otra. Una chica se fue sin más de este mundo. Un hecho insignificante, sin duda, si a ella la consideras uno entre seis mil millones de seres humanos. Pero yo no estoy con esos seis mil millones. A mí, una sola muerte me ha despojado de todas mis emociones. Aquí es donde estoy yo. Donde me encuentro sin ver nada, sin oír nada, sin sentir nada. Pero ¿estoy aquí realmente? Y si no, ¿dónde estoy, entonces?
2
Aki y yo fuimos a clase juntos por primera vez en segundo de enseñanza media. Hasta entonces, no sabía cómo se llamaba, ni siquiera la había visto nunca. La casualidad hizo que fuésemos a parar, de entre los nueve grupos que había de segundo, al mismo y que el tutor nos eligiera delegada y delegado de la clase. Nuestra primera tarea como representantes de los alumnos fue ir a visitar a un compañero llamado Ôki, que había sido ingresado en el hospital tras haberse roto una pierna justo al empezar el curso. Por el camino, con el dinero que habíamos recaudado entre los compañeros y el profesor, le compramos unas flores y unas galletas.
Ôki estaba tumbado en la cama con una aparatosa escayola en la pierna. Había sido hospitalizado al día siguiente de la ceremonia de inauguración del curso y yo apenas lo conocía. Así que dejé que el peso de la conversación recayera en Aki, que había ido a su misma clase en primero, y yo me quedé contemplando la calle por la ventana de aquella habitación de la tercera planta. A lo largo del carril del autobús se alineaban una floristería, una frutería, una pastelería y otras tiendas que, juntas, conformaban una bonita calle comercial. Luego, más allá de las hileras de casas, se veía el castillo de la colina. Su torreón blanco asomaba entre el fresco follaje de los árboles.
—Oye, Matsumoto, tú, de nombre, te llamas Sakutarô, ¿verdad? —me preguntó de repente Ôki, que había estado todo el rato hablando con Aki.
—Pues sí —dije yo, volviéndome desde donde estaba, junto a la ventana.
—No pasa mucho, ¿eh? —dijo.
—¿No pasa mucho el qué?
—Quiero decir que a ti lo de Sakutarô te viene por Sakutarô Hagiwara[2], ¿no es verdad?
No respondí.
—¿Sabes cómo me llamo yo, de nombre?
—Sí. Ryûnosuke.
—Pues eso. Por Ryûnosuke Akutagawa[3].
Por fin comprendí de qué me estaba hablando.
—Quiero decir que tanto tus padres como los míos están chalados por la literatura —afirmó con aire satisfecho.
—Mi abuelo, en mi caso —dije.
—O sea, ¿que fue tu abuelo quien te lo puso?
—Sí.
—¡Uf! ¡Qué faena!
—Pues, Ryûnosuke todavía. Podría ser peor.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te imaginas que te hubieran llamado Kinnosuke?
—¿¡Qué!?
—Ése es el verdadero nombre de Natsume Sôseki.
—¡No fastidies!
—Vamos, que si el libro preferido de tus padres llega a ser Kokoro[4], tú ahora te llamarías Kinnosuke.
—¡Anda ya! —dijo él riéndose, atónito—. ¿Quién iba a ponerle eso a un hijo?
—Sólo era un ejemplo —dije yo—. Tú suponte que te llamaras Kinnosuke Ôki. Serías el hazmerreír de la escuela.
El rostro de Ôki se ensombreció un poco.
—Y estarías tan resentido con tus padres por haberte puesto eso, que te largarías de casa. Y te convertirías en un luchador profesional de lucha libre.
—¿Y eso por qué?
—Porque a un tipo que se llama así no le queda más remedio.
—¡Uf!
Aki dispuso en un jarrón las flores que habíamos llevado. Ôki y yo abrimos la caja de galletas y mordisqueamos unas cuantas mientras charlábamos de nuestros padres amantes de la literatura. Al marcharnos, Ôki nos dijo:
—Volved otra vez, ¿vale? Es que me aburro, todo el santo día tumbado en la cama.
—Pronto van a empezar a venir los de la clase, por turnos, a explicarte las lecciones.
—Para eso no hace falta que vengan.
—Sasaki dijo que se apuntaba —dijo Aki, mencionando a la guapa oficial de la clase.
—¡Qué suerte tienes, chaval! —me burlé yo.
—¡Qué va! Pero si tengo muy mala pata, ya lo ves —dijo, y se rió él solo del pésimo chiste que acababa de hacer.
Al salir del hospital, se me ocurrió de pronto proponerle a Aki que subiéramos juntos al castillo. Era ya demasiado tarde para participar en las actividades escolares del club y, si regresábamos directamente a casa, faltaba aún mucho tiempo para la cena. Ella me dijo: «¡Vale!», y me siguió despreocupada. Había dos rutas de acceso al castillo, una por la ladera norte de la montaña y la otra por la ladera sur. Nosotros empezamos a subir por la ladera sur. El sendero de la ladera norte conducía al portón principal, y el de la sur, a una entrada trasera. Este último era, por lo tanto, estrecho y abrupto, muy poco transitado por quienes se dirigían al castillo. A medio camino había un parque donde confluían las dos sendas. Fuimos avanzando por la cuesta, despacio, sin mantener lo que se puede llamar una conversación propiamente dicha.
—Tú escuchas rock, ¿verdad, Matsumoto? —me preguntó Aki, que andaba a mi lado.
—Sí —respondí, dirigiéndole una mirada rápida—. ¿Por qué?
—Es que, desde primero, he visto cómo te pasas cedés con tus amigos.
—¿Y tú, Hirose?
—No, yo no. A mí eso me machaca los sesos.
—¿El rock?
—Sí. Me queda el cerebro como esas legumbres con curry que a veces nos dan en el comedor.
—¡Vaya!
—Tú estás en el club de kendo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y hoy no vas a ir?
—Ya le he pedido permiso al profe.
Aki se quedó reflexionando unos instantes.
—Es raro, ¿no? —dijo—. Que alguien que practica kendo escuche rock. No sé, es que las dos cosas dan una imagen tan distinta.
—En kendo, cuando le arreas un porrazo en la careta al contrario, te sientes bien. Te quedas como muy relajado. Y lo mismo te pasa cuando escuchas rock, ¿sabes?
—¿Y tú no te sientes bien siempre?
—¿Tú sí?
—Es que yo eso de quedarse bien no lo acabo de entender.
Lo cierto era que yo tampoco.
Al andar manteníamos entre ambos una discreta distancia, como correspondía a dos alumnos de secundaria de distinto sexo. Con todo, podía percibir el olor ligeramente dulzón que desprendía el pelo de Aki, un olor que tanto podía ser del champú como del acondicionador. Un olor completamente distinto al de la careta protectora de kendo, que apestaba. Posiblemente, a alguien que viviera, año tras año, envuelto en el olor que desprendía Aki se le quitaran las ganas de escuchar rock o de atizar a la gente con una espada de bambú.
La escalera por la que ascendíamos tenía los cantos redondeados y aparecía, aquí y allá, moteada de musgo. Las piedras se hundían en una tierra rojiza, húmeda, al parecer, todo el año. De pronto, Aki se detuvo:
—¡Hortensias!
Dirigí la mirada hacia una frondosa mata de hortensias que crecía entre el camino y el barranco de la derecha. Ella ya tenía en la mano un montón de florecitas no más grandes que una moneda de diez yenes.
—Me encantan las hortensias —dijo ella con arrobo—. ¿Vendremos a verlas juntos cuando florezcan?
—Vale —dije con impaciencia—. Pero ahora subamos.
3
Mi casa estaba dentro del recinto de una biblioteca municipal. El pabellón, de dos plantas, de estilo occidental, anexo al edificio principal, databa de la época Rokumeikan, o de Taishô, o por ahí. El hecho, y no es broma, es que lo habían catalogado como edificio de interés histórico y que sus moradores no podían hacer obras a su antojo. Que tu casa forme parte del patrimonio cultural de una ciudad puede parecer fabuloso, pero lo cierto es que, para quien la habita, no lo es tanto. De hecho, mi abuelo acabó diciendo que aquél no era sitio apropiado para un viejo y se mudó, él solo, a un apartamento reformado. Y una casa incómoda para un anciano lo es para cualquiera, independientemente de su sexo y edad. Con todo, mi padre sentía una inexplicable pasión por el edificio, pasión que, a mi parecer, había acabado transmitiendo en gran medida a mi madre. Un gran fastidio para un niño, la verdad.
Desconozco en qué circunstancias mi familia había empezado a vivir allí. Dejando aparte la excentricidad de mi padre, seguro que algo tuvo que ver el hecho de que mi madre trabajara en la biblioteca. O tal vez se debió a los buenos oficios de mi abuelo, que en el pasado había sido diputado. En todo caso, a mí jamás me interesaron los pormenores de nuestros aciagos orígenes en aquel lugar, así que nunca me tomé la molestia de preguntárselo a nadie. En el punto más cercano, mi casa distaba de la biblioteca unos escasos tres metros. Por lo tanto, desde la ventana de mi habitación, en el primer piso, podía leer el libro que estaba leyendo la persona sentada junto a la ventana. Bueno, esto es una exageración.
Con todo, yo era un buen hijo y, en la época de mi ingreso en secundaria, solía ayudar a mi madre en las horas que me dejaba libre mi actividad escolar del club. Los sábados por la tarde, domingos y demás festivos, días de gran afluencia de lectores, yo me sentaba en recepción e introducía en el ordenador el código de barras de los libros, o cargaba en el carrito las devoluciones y las colocaba de nuevo en las estanterías con la diligencia propia del Giovanni de Tren nocturno de la Vía Láctea[5]. Claro que, como la nuestra no era una familia necesitada, sin padre, a cambio de mi trabajo yo recibía una paga. Y casi todo el dinero que me daban me lo gastaba en cedés.
Después de aquel día, Aki y yo mantuvimos un trato continuo. Aunque eran muchas las ocasiones en que estaba con ella, no tenía conciencia de que perteneciera al sexo opuesto. Es posible que, justamente por tenerla tan cerca, perdiera de vista su encanto. Aki era bonita, muy agradable, y sacaba buenas notas, así que tenía en la clase un montón de admiradores. Y yo acabé despertando muy pronto sus celos y su animadversión. En clase de gimnasia, cuando jugábamos al baloncesto o al fútbol, no había ocasión en que alguien no chocara conmigo aposta o me pegara un puntapié en la espinilla. No eran ataques abiertos, pero la mala fe era evidente. Al principio, yo no sabía a qué se debía todo aquello. Sólo me daba cuenta de que me detestaban. Y me sentía herido al pensar que, por una razón u otra, me odiaban.
Arrastré esta preocupación durante largo tiempo hasta que un día, a causa de un incidente estúpido, ésta se desvaneció sin más. Para la Fiesta de la Cultura del segundo trimestre, los grupos ya teníamos que representar una obra teatral. En la clase de discusión de actividades, como resultado del voto conjunto de las chicas, nuestro grupo se decantó por Romeo y Julieta. Por propuesta unánime de ellas, el papel de Julieta recayó en Aki y el de Romeo, por esa ley no escrita según la cual lo que nadie quiere hacer lo acaba haciendo el delegado de curso, recayó en mí.
Bajo la batuta de las chicas, los ensayos se sucedieron en perfecta armonía. La escena del balcón, donde Julieta declara: «¡Oh, Romeo, Romeo! ¡Si otro fuese tu nombre! ¡Reniega de él! ¡Reniega de tu padre! O jura al menos que me amas...», era hilarante porque Aki, muy formalita de por sí, la interpretaba con toda seriedad y, encima, cuando la directora de la escuela, que tenía una aparición estelar como nodriza, decía: «Ya la llamé, lo juro por mi virginidad de doceañera», tal como reza el texto, todo el mundo reventaba de risa. En la escena del dormitorio de Julieta, al amanecer, cuando Romeo, antes de partir, susurra: «Luz, más y más luz..., más y más negro es nuestro pesar», los dos tienen que besarse. Julieta, que intenta retenerlo, y Romeo, que no acaba de marcharse, se dan un beso separados por la baranda del balcón.
—¡Oye, tú! ¡No te pegues tanto a Hirose! —soltó uno un día.
—Ése, como saca buenas notas, se lo tiene muy creído —añadió otro.
—Pero ¿qué decís? —pregunté yo.
—¡Cállate!
De improviso, uno de ellos me asestó un puñetazo en el estómago.
No fue más que un golpe intimidatorio que yo, en un acto reflejo, logré encajar bien, así que apenas me hizo daño. Acto seguido, ya satisfechos, al parecer, se dieron la vuelta y se alejaron muy erguidos. Yo, por mi parte, más que humillación, sentí cómo una ráfaga de aire fresco barría de mi corazón todas las inseguridades que me habían asaltado durante los últimos tiempos. Cuando añades una dosis de ácido a la fenolftaleína que está de color rojo producto de una reacción alcalina, ésta se neutraliza y se obtiene una solución acuosa transparente.
De modo similar, mi mundo se volvió, de pronto, puro y claro. Reflexioné sobre aquella respuesta que había obtenido de una manera tan inesperada: «Sí. Ellos están celosos. Me odian porque yo siempre estoy con Aki».
De Aki se rumoreaba que salía con un estudiante de bachillerato. Yo no había comprobado si aquello era cierto, tampoco ella me lo había dicho nunca. Me había limitado a oír, de pasada, lo que decían las chicas de la clase. Que si él jugaba al voleibol, que si era alto y guapo. «¡Kendo, tío!», me burlé yo en mi fuero interno. «¡Kendo es lo que debe hacer un hombre!»
En aquella época, Aki tenía la costumbre de oír la radio mientras estudiaba. Yo sabía cuál era su programa favorito. Lo había