EPÍLOGO PRIMERO
El 25 de setiembre de 1973, algunas horas después de que reventaran al secretario de la Confederación General del Trabajo, José Rucci, Cristóbal decidió reaparecer por la oficina de Rosqueta; hacía algo más de tres meses que había desaparecido del ambiente. Para ser exacto, desde el suicidio de Willy. Subía la destartalada escalera que lo conducía al segundo piso alto, recordando que Rosqueta había alquilado esa oficina por él, para hacer rosquetas en combinación, y lo abandonó para asociarse con Willy; golpeó.
—Qué hacés, Cristóbal, pasá —era Vitaca.
—Vos acá, hermano —se saludaron fervorosamente.
Cristóbal se tiró en el sofá; Vitaca lo miraba sonriente, apoyado en el escritorio.
—Tanto tiempo, Cristóbal, te hacía en Venezuela.
—No, al final, viste, no se dio.
Sin embargo no mencionaron a Willy; desde el velorio que no se veían.
—¿Y el negrito? —preguntó Vitaca.
—Eso mismo te quería preguntar. ¿No lo ves?
—Desapareció también.
—A mí me batieron que para ahora en un boliche de Libertad, antes de llegar a Lavalle. En el lujoso no, el de al lado, viste, uno que tiene siempre olor a bifes, no sé si lo conocés.
Vitaca caminó unos pasos; el parquet crujía.
—¿En qué bicicleta andará?
Permanecieron un instante en silencio; después, Vitaca dijo que lo habían enganchado para quedarse en la oficina, había venido y Porque Rosqueta tuvo que salir por otra rosqueta, y la Esperpento, te acordás, la Esperpento Mayor también tuvo que salir, me pidió por favor que me quedara quince minutos, por un llamado, porque tenía que estar sin falta en una inmobiliaria.
—¿Estás trabajando con Rosqueta? —preguntó Cristóbal.
—Y sí, algunas rosquetas hacemos.
Sonrieron.
—Trepaste, eh —dijo Cristóbal, pero sin reprochar.
Vitaca sacó cigarrillos; fumaron.
—¿Y la Esperpento qué hace acá?
—Qué sé yo, vos sabés que yo no me meto —hizo un gesto con la cara Vitaca, pidiéndole que lo siguiera. Cristóbal lo siguió hasta el balcón de la oficina: dos bombachas rojas, una a lunares negra y blanca, un corpiño, dos pulóveres.
—Son de la Esperpento —dijo Vitaca.
Abrió un cajón del escritorio de Rosqueta: tres pares de medias, otra bombacha color lila, esmaltes, pañuelos.
—Decí que yo no me quiero meter —dijo Vitaca; Cristóbal reía. Lo llevó hacia el baño: cinco pares de zapatos, dos con plataforma, ropa blanca para lavar, ruleros.
—Pero esta mina ahora vive acá —asombrado Cristóbal.
—Yo soy prudente, jamás pregunto, no sé. Sé apenas que pone avisos en los diarios, en Clarín y La Nación, ahora además de inmobiliaria también pone avisos de azulejista, empapelador, pulidor, alfombrera, de todo. Vos conocerás el yeite. Por ejemplo la llaman para plastificar unos pisos, la Esperpento llama a cualquier plastificador y se lo manda, el plastificador pasa en el presupuesto un quince por ciento de rosqueta para ella.
—Hace la suya la flaca, está bien —Cristóbal.
De repente sonó el teléfono; era para Rosqueta. Lo llamaban de la imprenta para decirle que eso marchaba, nada más, gracias.
—¿Qué me decís de Rucci? —Cristóbal.
—Lo reventaron; como veinte tiros.
—Qué te parece, ¿habrá sido el ERP?
—Si encontrás un solo tipo en todo Buenos Aires que se trague ésa, te doy un beso. Nadie se la traga, hermano, es grupo.
Mencionaron después el paro anunciado para el otro día por la Cegeté, ma qué para el otro día, desde hoy, después de las seis de la tarde ni hay colectivos, si afuera es un quilombo, no viste la cantidad de canas que hay por la calle.
—Se la tenían jurada. A Rucci no lo quería nadie, está bien —dijo Vitaca; agregó—: che, cambiando de tema, ¿dónde estás laburando?
—En el Congreso, en la imprenta del Congreso, viste. Soy tipógrafo; es un laburo muy aburrido, hacemos los diarios de sesiones, los de la Cámara de Diputados y Senadores, hicimos los padrones para las elecciones. Boludeces, Vitaca —se sonó la nariz Cristóbal—. ¿No sabés a qué hora vuelve Rosqueta?
—Mirá, no creo que venga —respondió Vitaca, con ganas de que Cristóbal no se fuera, de que lo aguantase hasta que volviera la Esperpento.
—¿No sabés si Rosqueta saca algo de Rucci?
Vitaca no sabía si responderle, porque Rosqueta le había anticipado que si quería hacer rosquetas con él, no tenía que ser ningún bocote. Pero a Cristóbal podía decírselo, si total era de la rosca.
—Sí, ya lo tiene cocinado. Recién me llamaron de la imprenta. Era para que le diga a Rosqueta que eso caminaba, que la imprenta trabajaba igual, con huelga y todo.
—¿Consiguió fotos?
—A patadas. Muchas de Rucci con la familia, Rucci dándole un besito a la nena el día del cumpleaños, muchas de Rucci al lado de Perón, en Madrid, en el balcón de la Cegeté el 31 de agosto, la de Rucci con el paraguas, ésa del 17 de noviembre del año pasado, cuando Perón bajaba del avión. La revista ya está en marcha, y le va a sacar a Así dos días de ventaja, por lo menos.
—¿Y el texto? —con ganas de ser útil Cristóbal.
—Ya está levantado de los diarios, pero vos sabés, va a ser pura foto.
—Y claro, hay un hambre de fotos increíble, Rosqueta lo sabe, la gente quiere ver fotos, está desesperada por ver fotos, y mañana para colmo no salen los diarios. Rosqueta las pega todas. ¿Del cadáver consiguieron?
—Puff, Cristóbal. A Rucci lo mataron, qué sé yo, ponele a las doce y media. Rosqueta a las dos de la tarde ya tenía las fotos del cadáver, de toda clase, de cerca, de costado, la cara, el cuerpo entero. Hay una que es hermosa para la tapa, está el cadáver de Rucci de cuerpo entero, va a ser una linda portada, estoy seguro.
—Yo no sé de dónde le vienen las rosquetas, che. Es ligero Rosqueta, no hay nada que hacerle, hay que sacarle el sombrero.
—Las conoce de memoria —reflexivo Vitaca.
Cristóbal se paró, dijo se iba para su casa porque podía quedarse sin colectivos, y hasta Lanús, sabés; dijo yo venía por si quería sacar algo, pero si ya se anotó solo mala suerte, otra vez será.
—Por lo menos se revienta ciento cincuenta mil ejemplares —le brillaban los ojos a Vitaca.
—¡Valiente!
—Mañana a la noche ya están los ejemplares en la playa, y a la tarde salen en avión para el interior —ya contando demasiado Vitaca.
Se sentían pasos en la escalera; probablemente la Esperpento Mayor. Cristóbal quería irse.
—Chau, saludá a Rosqueta.
Un saludo menos fervoroso que el anterior, en el pasillo destartalado del piso; los pasos pertenecían efectivamente a la Esperpento Mayor. Ella venía agitada, diciendo que estaba todo convulsionado, no sé, diosmío, no comprendo adónde iremos a parar, nos mataremos unos a otros, ah, están todos los individuos alterados. Cuando se calló y miró bien, saludó a Cristóbal.
—Tanto tiempo, señor Cristóbal, nos tenía abandonados, estaba perdido, qué satisfacción inmensa para mí volver a estrechar su mano.
Cristóbal y Vitaca se miraban mientras la Esperpento Mayor decía sus pavadas referentes a la alteración de los individuos y dónde iremos a parar, dónde.
—Esperate que bajo con vos —le dijo Vitaca a Cristóbal; le entregó a la Esperpento (cosa que la hizo callar) un papel en donde había anotado las llamadas.
—Eres un amor, mi hijo —dijo la Esperpento Mayor dándole un beso—, cuánto te lo agradezco, si todos los individuos que habitan este mal mundo fueran como tú, jamás ocurrirían perversidades como ésta.
Bajaban.
LOS REVENTADOS
Reventados (sin un solo peso en las faltriqueras, sin siquiera poder salir a la calle, eternamente en la oficina fumando los cigarrillos que la noviecita de Willy les había obsequiado la noche anterior, mirándose, deletreando ocasionalmente algunas palabras tal vez salvadoras, algunas ideas que los rescataran del precipicio, esbozando alguna posibilidad de salvación, las posibilidades más delirantes, una revista sobre magia, algo sobre el prode, una campaña de publicidad), Willy y Cristóbal pasaban las horas. Pero un ring ring de ese teléfono que todavía no podían explicarse cómo seguía funcionando, teléfono que hacía varios meses no se pagaba, un ring ring de ese teléfono que a lo mejor había pagado la noviecita de Willy, nada más que para llamarlo, ah un llamado de alguien salvador, mesiánico, alguien sobre todo amigo. Sobre todo amigo, pero de los pocos, de esos que siempre uno encuentra cuando está en la ruina más final, de esos escasos amigos que saben o suponen que uno vive siempre a la deriva, dispuesto, preparado para salvarse. Sobre todo ese ring ring hizo que cambiaran repentinamente las petrificaciones de sus rostros, ese ring ring hizo que sonrieran aunque nerviosamente, se entusiasmaran. Era Mieres el del sindicato, un tipo posta de verdad, hará la suya, a mí no me interesa, está bien, se salva, lo único que tiene que hacer es seguirlos a los puntos por todos lados, pero gana bien, quizá algún día lo revienten pero es difícil, y si lo revientan quévacer, n’importa, en todo caso que se jorobe, cosa de él, además que no la pasa mal, viajó a España y todo, ligó viajes de garrón por todas las provincias cuando la campaña electoral, come y chupa bien, de primera, está en la suya. Sí, era Mieres el del sindicato que los llamaba para salvarlos, Mieres que les decía tengo un negocio para que se salven, Mieres que nunca se iba a enterar que los muchachos estaban reventados, Mieres que permanentemente iba a creer que “los muchachos andan bien”, que los llamaba apenas para que hicieran un extra porque nunca estaba de más.
Cuando Willy escuchó: Willy, tengo un negocio para que te salves, ya estaba plenamente seguro de que se iba a salvar, de manera que le respondía haciéndose el salvado, hay que comportarse así, Cristóbal, aunque estés con la pata haciendo fuerza para salir nadie debe saberte reventado, únicamente que tenés problemas de banco, un cheque te rebotó, tenés que cobrar una guita grande y dulce y te tienen esperando, nunca, Cristóbal, atendeme, nunca hay que decir que no se tiene nada, nunca lo olvides, es el abecé del pedal.
Willy entonces alzó la voz, habló —digamos— con cierta agresividad, utilizó un tono neutro, seco, cortante y lapidario, atendió como si no le interesara el negocio, como si ya estuviera hecho, cubierto, atendiendo cinco o seis negocios al mismo tiempo, atendió como si Mieres estuviera robándole minutos trascendentales, como si estuviera salvándolo a Mieres. Cristóbal se mordía los dedos; sacó otro kent del paquete adquirido por la noviecita de Willy: después de la primera pitada no pudo sacar sus ojos de los ojos de Willy, del rostro de Willy ya transformado, estirado, un rostro con probabilidades, un rostro que permitía una sonrisa larga y natural, como si pudiera, diciendo ah sí, ajá, correcto, puede ser, pero escuchame, Mieres, si vos tenés en tu poder las transparencias traelas y chau, las examino, si me interesan hecho, viejo, no vamos a andar con vueltas, porque sos vos y a vos te creo que las transparencias son inéditas, ya sé, ya sé, independientemente de la amistad que nos une, te aclaro, si vos decís que son inéditas hecho, ni una palabra más, son inéditas, no me hagas poner el capital y después, no, te digo, en otras circunstancias te digo directamente que sí sin mirarlas, pero ocurre que estoy esperando unos valores que no llegan y estoy anclado con una documentación jugosa, entendeme, querido, pero venite y lo charlamos. Willy sonreía, hablaba muy bajito ahora, seguro, canchero, ya casi era aquel millonario que sólo comía lomo de jabalí, le decía a Mieres por favor, hermanito, venite, haceme la gauchada; encendió otro cigarrillo, le guiñó un ojo a Cristóbal, le decía a Mieres: sabés qué ocurre, no puedo salir de la oficina, tengo un toletole largo hoy, no puedo salir. En realidad no mentía, pero no podían salir ni a la esquina, porque en la puerta o en el bar estaban haciendo celosa guardia los cobradores y el portero del edificio y el petiso cuervo y el impresor, etcétera, esperándolos ansiosamente esa colección ridícula de fotocromistas, impresores, actrices de fotonovelas y modelos, escribidores, fotógrafos y diagramadores que ya les parecían cuervos. Y en el caso de salir tendría que ser apenas para dar una vuelta manzana, porque entre los dos no juntaban ni para un café, y además tendrían que inventarle la historia a los acreedores, que todavía no se habían acreditado los valores del exterior, como yo le debo a usté me tienen colgado a mí, esto es una rueda, todos giramos.
Pero les quedaba la posibilidad de que apareciera el negrito Rocamora o cualquier otro pedalero de la misma clase, el Cohete o el Muñeco, para que les tirasen un huesito, un miserable huesito en forma de papel moneda banco de la nación argentina con la cara de Manuel Belgrano o de San Martín. Cuando Willy terminó de hablar con Mieres, miró a Cristóbal con una gran sonrisa, sopló, se estiró, levantó los brazos como desperezándose; al bajarlos se rascó la cabeza, juntó las manos, las entrelazó.
—Mieres trae unas transparencias inéditas de Perón. Para el 20 de junio es un golazo de media cancha.
Asombrados, los ojos de Cristóbal se podían caer.
—Vamos a ver qué se hace —agregó Willy.
Los ojos de Cristóbal ya no se caían.
—¿Son inéditas?
—Dice que las sacó él, en Madrid, cuando fueron a ver al viejo con el sindicato —respondió Willy, y puso las patas sobre el escritorio.
Antes de que llegara Mieres el del sindicato entró lentamente el negrito Rocamora, y antes de saludar a los muchachos puso porque sí un billete de quinientos pesos sobre el escritorio, cerca de los zapatos de Willy.
—¿Qué tal, negrito? —con una sonrisa Willy.
—Pedaleando —respondió Rocamora.
—¿Tus cosas bien?
—Se bicicletea, se hace lo que se puede.
Además es fundamental destacar en estos casos la sonrisa del negrito, una sonrisa solidaria, es todo un cuerpo el que sonríe: Willy y Cristóbal lo saben; ocurre que cuando uno está totalmente empatado, quinientos pesos, un simple billete azul gastado, arrugado, un tonto billete de quinientos pesos puede representar una fortuna y esto cualquier reventado lo puede asegurar. Con quinientos pesos se pueden comprar quizá hasta dos paquetes de cigarrillos, o un paquete de yerba y bizcochitos con grasa, pueden comprarse cafiaspirinas, tomar dos cafés. Willy, increíblemente Willy, que hasta hacía pocos meses gastaba quinientos pesos casi cada diez minutos, dejá, pago yo, qué tomás, Willy que era cierto que comía continuamente lomo de jabalí, Willy que viajaba y prestaba y hacía gauchadas y se prendía en todas, decía que no había aprendido a bailar el tango por no reculear, ganaba veinte millones en un negocio y perdía cinco millones en otro negocio (otra rosqueta, diría Rosqueta), o ganaba cinco y perdía quince, hasta que vino despiadada la marea.
Vino despiadada la marea y arrastró en su furia a los lomos de jabalí; desde que vino mal la perra esa no triunfaba en ninguno, perdía y nada le salía bien, puro desprestigio, cuervos en la puerta asediándolo, reprochándole.
—Muchachos —les decía a los cuervos Willy—, si la guita la tuviera yo. Si les debiera y me la hubiese jugado en el casino, pero miren, miren —y sacaba los bolsillos afuera.
Ah, pero igualmente a Willy los cuervos debían seguir fiándole, porque sabían que en cualquier momento se podría levantar, pasar al frente, volver a ser ganador y comer de nuevo el lomo de jabalí. Es que cuando Willy comía lomo de jabalí era peligroso, tenía los ases en la mano, reventaba.
Pero qué te pasa, Willy, no pegás una, hace meses que no embocás una, pero ya se te va a dar, estate seguro, es la malaria, la racha negra, las manos que vienen desviadas, pero ya va a cambiar, tranquilizate.
Muy pocos confiaban ciegamente en que se iba a levantar e iba a sacar la cabeza del pozo negro, e iba a ser poderoso de nuevo. Claro, los cuervos temían que se levantara y al mismo tiempo querían que se levantara para cobrarle de una buena vez. ¿Y si se levantaba sin ellos?, o sea, ¿si no lo ayudaban a levantarse y se levantaba solo, si le protestaban los documentos o le iniciaban j