Capítulo 1
La decisión
El mendocino Daniel Vila dice que esa fue la noche en que Sergio Massa decidió lanzarse a la batalla contra el gobierno de Cristina Fernández. Fue en el chalet que el dueño de América TV tiene a media cuadra del balneario CR, en Pinamar, a principios de enero de 2013, el año bisagra en que el candidato dejó de dudar y rompió con el kirchnerismo.
Parecía una reunión como tantas otras, pero Massa había decidido empezar la cuenta regresiva y ni siquiera se dio el tiempo para chistes o una conversación casual. Esa noche, el ex jefe de Gabinete de Cristina Fernández de Kirchner quiso hablar enseguida del tema que consideraba más importante para su vertiginosa carrera política.
Massa y Vila veranean juntos en Pinamar desde hace una década, y mantienen una amistad muy estrecha, por encima de las especulaciones y de la coyuntura. El empresario de medios no es sólo un contacto influyente con capacidad de instalar con virulencia —en radio y televisión— las aspiraciones de su amigo como si fueran preocupaciones sociales; es además una de las tres personas que el líder del Frente Renovador más escucha, fuera de la política. Comparte ese privilegio con Jorge Brito, dueño del Banco Macro y presidente de ADEBA, la asociación de bancos más poderosa de la Argentina, y con Alberto Pierri, ex presidente de la Cámara de Diputados durante la presidencia de Carlos Menem, que se recicló en cableoperador y empresario de medios sin perder su astucia para leer la realidad política.
Cuando, en 2002, el mendocino conoció al entonces titular de la Anses, quedó fascinado y empezó a referirse a él con un elogio importante: “Es un mini Manzano”. José Luis “Chupete” Manzano, el ex ministro del Interior de Menem, asciende entre funcionarios, empresarios y políticos a la categoría de un mito viviente, por las historias que protagonizó, por la inteligencia que le atribuyen, por los vínculos que estableció dentro y fuera del país.
Manzano —que integra con Vila una sociedad bifronte para los negocios— era una de las cuatro personas que se habían reunido esa noche en la que se produjo el salto impensado en la coyuntura de un país en el que nadie se le plantaba al gobierno, con chances de doblegarlo en las urnas. Las otras eran Massa, Vila y el intendente de San Miguel, Joaquín de la Torre, uno de los protagonistas de un inédito operativo para tomar el poder central desde los municipios.
Fue Massa el que anunció que estaba pensando seriamente en cumplir con un anhelo que era viejo aunque él fuera muy joven: ser candidato de un nuevo espacio, el suyo.
—Creo que me voy a largar a jugar —les dijo.
Hasta ese momento, competir en la provincia de Buenos Aires por fuera del tinglado del Frente para la Victoria era una posibilidad riesgosa para un pequeño grupo de intendentes y un deseo intenso para un río de heridos que había acumulado el kirchnerismo dentro del peronismo.
Como si el lanzamiento de Massa no lo sorprendiera, Manzano eligió avanzar con una propuesta de su estilo. Sugirió que para una cruzada de ese tipo haría falta un asesoramiento de nivel internacional que les permitiera captar enseguida la atención en los Estados Unidos.
—Tenés que hablar con Juan Verde —refiriéndose al jefe de la campaña para la reelección de Barack Obama en 2012.
En 2009, Verde había desembarcado en Tigre junto al ex vicepresidente de los Estados Unidos Al Gore, invitado por el dúo mendocino. Fue él quien le recomendó a Massa que sumara a su equipo de asesores a Sergio Bendixen, un consultor peruano que trabajaba para los demócratas estadounidenses desde hacía tres décadas en gran parte de América Latina y en 2008 había sido clave para Obama en la pelea por el voto latino. Un experto en sobrevender aciertos y disimular papelones, como los que había protagonizado en Nicaragua y en la República Dominicana1.
Vila, en cambio, tomó nota del desafío, como si se tratara de una apuesta a todo o nada.
—Jugate, dale, no hay problema. Estamos con vos —lo alentó—. Si te va bien, en dos años vamos a gobernar el país. Si te va mal, nos vamos a vivir a Miami.
“A Sergio le encantó la idea, porque Miami es su debilidad”, dice Vila, sentado en su despacho del tercer piso de América TV, mientras mira de reojo en dos pantallas LED el programa de su esposa, Pamela David.
Esa noche de enero de 2013, Massa dejó de ser una promesa de amenaza para el gobierno y se transformó en un riesgo que, al principio, todos sus adversarios coincidirían en subestimar.
“Los titulares”
La buena predisposición de Vila y Manzano contrastó con la postura de un hombre de negocios que había acompañado a Massa en todos sus emprendimientos. El salteño Jorge Brito —“el banquero de Néstor Kirchner”, según los cables de la embajada norteamericana que difundió WikiLeaks— fue uno de los que se lo dijo, incluso de mala manera.
—¿Para qué te apurás? ¿No ves que nos generás un quilombo a todos?
Pero Sergio ya estaba convencido de que su momento había llegado. Brito era el representante de la corporación que más ganancias había cosechado durante la década del matrimonio Kirchner en el poder. Dueño de un capital de 500 millones de dólares, acumulado sobre la base de adquirir bancos provinciales, había incrementado sus activos 863 por ciento, y sus ganancias, 650 por ciento2. Aunque su relación con el gobierno era tensa y había perdido el trato directo con la Presidenta, le parecía prematuro plantar una alternativa al oficialismo desde esa cercanía difusa que representaba el entonces intendente de Tigre.
Pese a las diferencias y los cortocircuitos, Massa todavía formaba parte del precario andamiaje de poder del kirchnerismo. Había llegado a involucrarse profundamente y nunca se había ido del todo.
El dueño del Macro, en cambio, conservaba —y conserva— su óptima relación con Amado Boudou, al que había conocido por intermedio de Massa cuando el actual vicepresidente era apenas un gerente de la Anses. Aunque Brito figuraba en los primeros puestos de la lista de culpables y conspiradores que armaba Guillermo Moreno para la Presidenta, el banquero no quería romper con Cristina. Por el bien del país y el suyo. O al revés. Creía, todavía, que había que salvar a la gallina de los huevos de oro. Por eso, el titular de ADEBA se preocupó por hacerle saber al gobierno que él no alentaba el lanzamiento del más ambicioso de los intendentes. Lo hizo por medio de Boudou, de su primer contacto en el universo pingüino, el extenuado Julio De Vido, y del empresario de medios oficialista Sergio Szpolski, que oficiaba de abogado de Brito ante lo más alto del gobierno. Pero no pudo convencer a todos. Y no convenció a Cristina, que era lo más importante.
Como Brito, el camaleón José Luis Manzano también era habitué de la Casa Rosada y formaba parte de la platea cautiva que aplaudía los anuncios de la Presidenta. Comenzó a seguirla en busca de un acercamiento, hasta que en 2008 sorprendió a todos cuando asistió al almuerzo que la presidenta y CEO de la Sociedad Americana/Consejo de las Américas Susan Segal organizaba en Nueva York para endulzar a Cristina todos los años, a través de Endeavor.
El vínculo histórico de Manzano con el operador del PJ Juan Carlos “Chueco” Mazzón, su feeling con Juan Manuel Abal Medina, sus primeras recorridas sigilosas por los pasillos de la Casa Rosada, todo tenía un impacto acotado hasta que, en mayo de 2012, “Chupete” volvió a ver a Cristina. Fue en la playa de estacionamiento subterránea del edificio central de YPF. Ese día, cuando terminaba el acto en el que se había anunciado la expropiación parcial de las acciones de Repsol, Manzano tuvo la dicha de cruzarse con la Presidenta. Fueron unos segundos que bastaron para darle un sentido abrazo de condolencias —tardías— por la muerte de su esposo.
A partir de entonces, “Chupete” ganó el privilegio de hablar directamente con aquella mujer que, en los años de la primera renovación peronista, había sido diputada del bloque del PJ que él conducía. Aunque Manzano ahora alienta la segunda renovación, con Massa como mascarón de proa, su relación con Cristina es muy fluida. Más que la de muchos ministros y dirigentes del oficialismo. A diferencia de Daniel Vila, que suele presentarse como un cruzado contra las líneas directrices del modelo kirchnerista, Manzano es el “policía bueno”, que antes de ser un hombre de negocios fue un hombre del justicialismo, y entiende el poder en sus diferentes acepciones.
Eso explica, quizás, el crecimiento de sus inversiones junto a Vila en áreas petroleras con la compañía Andes Energía. Eso explica, quizás, que las cámaras de la productora La Corte —dueña de las imágenes del gobierno— hayan decidido enfocarlo más de una vez sentado en el Salón del Bicentenario aplaudiendo y sonriendo de una manera que envidiaría Lucifer. Eso explica que visite a Cristina en la residencia de Olivos para hablarle —mal— del Grupo Clarín. Que vaya y vuelva mil veces de Nueva York para negociar una salida decorosa en la lucha contra los “buitres” que se quedaron con bonos de la deuda argentina. O que, un mes antes del cierre de listas para las elecciones de 2013, haya llamado a uno de los jóvenes funcionarios que responde a Máximo Kirchner para alertarlo: “¡Boludo, párenlo a Sergio, porque se presenta!”.
Sin embargo, Manzano es un recién llegado al mundo de los negocios. Brito y Paolo Rocca, el CEO de la multinacional Techint —que había examinado las aptitudes de Massa unas semanas antes de que anunciara su candidatura—, son representantes emblemáticos de esa casta que la Presidenta denominó “los titulares”, en aquella tarde de furia en Tecnópolis, tres días después de haber perdido en las elecciones primarias a manos de Massa. Esa tarde, Cristina hizo un balance autocomplaciente mientras los invocaba: “Es bueno discutir, es una buena etapa para discutir, pero en serio, un modelo de país, pero quiero discutir con los titulares, no con los suplentes”. Según su concepción, los millones de bonaerenses que habían votado a su ex jefe de Gabinete habían sido engañados por esos “titulares”, los dueños de la pelota, que, después de haber cosechado excelentes ganancias con el kirchnerismo, se mudaban al campamento de un imberbe posduhaldista con pretensiones de renovador.
Ese día, mientras ella reclamaba despechada escuchar cara a cara las demandas de los dueños de la Argentina, Massa la miraba entre sorprendido y extasiado en las pantallas gigantes de su despacho en la avenida Cazón junto a Jorge Rendo, el director de Relaciones Institucionales del Grupo Clarín al que había conocido cuando el ex jefe de Gabinete tenía su despacho al lado del de Cristina.
En esa tarde gris, la Presidenta mencionó únicamente a Brito, pero en su discurso aludió también a otros como Sebastián Eskenazi, el vecino en Nordelta que, después de haberse creído dueño de YPF y empresario petrolero, ahora apuesta a un retorno prematuro de la mano del ex intendente de Tigre. Tras haber elevado el tono de voz incluso frente a la viuda de Néstor Kirchner, el ex socio de Repsol entendió que de nada vale andar a los gritos desafiando a políticos de peso. Con la expropiación parcial de YPF, Eskenazi volvió a ser un banquero, como había sido hasta 2008, cuando el kirchnerismo pretendió convertirlo en el representante de la burguesía nacional que iba a salvar a la Argentina del déficit energético. Ahora es otro de los que conspira en favor de Massa y oficia de anfitrión para reuniones importantes, como la que el líder del Frente Renovador tuvo con Hugo Moyano después de ganar las elecciones de 20133.
Esa tarde en Tecnópolis, Cristina también tenía en mente una extensa lista de desagradecidos, como Marcelo Mindlin —primo del devaluado Héctor Timerman—, el creador de Pampa Holding que De Vido nunca toleró y quien contribuyó, a su manera, en la campaña del Frente Renovador. O como Gerardo Werthein, el accionista de Telecom y presidente del Comité Olímpico Argentino que aparece mencionado en las conversaciones que alumbran hacia 2015, incluso en aquellas en las cuales preferiría estar ausente. Amigo de Daniel Scioli y de Daniel Hadad, el heredero de Los W va y viene entre La Plata y Tigre. O como Paolo Rocca, que le implora a su segundo Luis Betnaza que acepte de una vez que la Argentina siempre será gobernada por el peronismo y deje de apostar —iluso y voluntarista— a su amigo radical Ernesto Sanz.
En la ruleta de la política, el gran empresariado juega a Sergio Massa todas las fichas que una historia de imprevistos le permite jugar. Son pocas, es cierto, pese a que el candidato se desvive con gestos. Pero son más que las que ningún otro candidato recibe, salvo quizás el hombre que mejor mide todavía bajo el paraguas del Frente para la Victoria, Daniel Scioli, ese vecino de Tigre que nunca se inunda ante la marea que provoca Massa.
El establishment ya no quiere oír las apelaciones públicas de la Presidenta —a veces casi ruegos— para que inviertan en lo que a ella le queda de mandato. Buscan otro fusible. Creen que puede haber un cambio favorable, que nos aleje del River-Boca y que abra las puertas a la década de la inversión, con el apellido Kirchner en la cuneta del pasado.
Los candidatos
La creación del Frente Renovador también entusiasmaba a otros empresarios, como José de Mendiguren, el favorito de Cristina durante casi todo su gobierno. El industrial de las acrobacias mágicas y fulminantes, que apenas seis meses antes había logrado reunir en el hotel Sofitel de Los Cardales a la Presidenta con Dilma Rousseff y con los empresarios más influyentes de la Argentina y el Brasil para pensar los próximos treinta años de integración bilateral.
Cinco días antes del cierre de listas para las elecciones de 2013, fue De Mendiguren el encargado de avisarle al ministro de Trabajo Carlos Tomada —que estaba en Ginebra, en la Asamblea Anual de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)— que Massa se presentaba como candidato. Y de avisarle que él también se presentaba con Massa. Cuando Sergio lo llamó para ofrecerle la candidatura, el “Vasco” estaba reunido con el CEO de Repsol, Antonio Brufau. Fue una de las sorpresas de la lista, junto con el joven Adrián Pérez, que se vio de pronto conviviendo con Graciela Camaño y el espectro de Luis Barrionuevo. Y con Héctor Daer, el primer sindicalista de la CGT oficial que armó las valijas para mudarse al massismo.
Pero la base de la construcción del Frente Renovador eran los intendentes, que debían prepararse para atravesar dos años de confrontación y “ninguneo” de la Casa Rosada. El creyente Joaquín De la Torre (San Miguel), el progresista Gabriel Katopodis (San Martín), el radical José Eseverri (Olavarría), el duhaldista sanguíneo Jesús Cariglino (Malvinas Argentinas), el macrista de última hora Gustavo Posse (San Isidro), el ansioso Darío Giustozzi (Almirante Brown), el ruralista Gilberto Alegre (General Villegas). En palabras de Massa, “los únicos que nos dan sangre”, porque todos los demás parecen vampiros.
Massa compartió con ellos la decisión de romper y mantuvo durante seis meses a todo el arco político y mediático pendiente de sus movimientos. Que sí. Que no. Que arma un espacio propio pero no es candidato. Que la candidata es su esposa, Malena Galmarini. Que presenta sólo legisladores provinciales. Hasta que, finalmente, imposibilitado ya de frenar la caravana que había formado, tuvo que ser él.
Durante esos meses, Massa evaluó posibilidades y coqueteó con todos los sectores. Se reunió con Scioli, habló con Macri y recibió a emisarios de Cristina, que lo visitaban con y sin la venia de su jefa. Algunos creen que fingió dudas para darle al kirchnerismo un mazazo que lo encontrara inerme y azorado, como sucedió. Otros opinan que caminó por una cornisa y buscó despejar cualquier obstáculo hasta encontrar un lugar propio. Pero estas disquisiciones ya perdieron sentido. Ese año, Massa jugó, ganó y logró un objetivo que compartían toda la oposición, gran parte del empresariado y un sector mayoritario de la sociedad: ponerle fecha de vencimiento al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y a las fantasías reeleccionistas. Además, consiguió instalarse a los 41 años como el presidenciable precoz que se autoconstruyó, cuando pocos creían en él. Obligó a todos a mirarlo de otro modo. Aquellos que en el gobierno lo tildaban de cagón, quizá juzgándolo como a ellos mismos o como a otros ex kirchneristas, tuvieron que revisar su taxonomía. A partir de entonces, Massa dejaría de ser sólo un fanfarrón improvisado y pasaría a convertirse en un tipo peligroso. Dispuesto a todo.
Notas:
1 Bendixen se enorgullece de haber sido uno de los pocos que anticipó el NO a Pinochet en el plebiscito de 1988 en Chile, pero reconoce que después tuvo tropiezos importantes, en Nicaragua en 1990, trabajando para la candidatura de Daniel Ortega, que perdió pese a que el asesor pronosticaba que iba a tener 15 puntos de ventaja; en 2011, con su compatriota Alejandro Toledo, y en República Dominicana en 2012, con similares resultados. Véase el perfil de Bendixen que redacté para el suplemento Enfoques del diario La Nación el 25 de agosto de 2013.
2 Los patrones de la Argentina, Esteban Rafele y Pablo Fernández Blanco, Buenos Aires, Planeta, 2013.
3 El principal nexo entre Massa y Hugo Moyano es el diputado nacional y líder del Sindicato Único de los Trabajdores de Peajes y Afines (SUTPA), Facundo Moyano, que apuesta al proyecto del Frente Renovador para 2015. Aún con ciertas indefiniciones y todavía muy atado a la suerte de su padre, el menor de los Moyano en el mundo de la política es el que más proyección tiene. El 12 de diciembre de 2014, después de casi un año de indiferencia y cortocircuitos recíprocos, Facundo logró que Massa invitara a Hugo Moyano al escenario en la cena de fin de año del SUTPA que se realizó en Costa Salguero. “Dicen que yo tengo mala relación; miren lo buena que será mi relación que lo mejor que puede poner un padre es un hijo a trabajar en un espacio”, dijo Massa antes de repetir su consigna de la campaña de 2013 y prometer que si ganaba las presidenciales de 2015 su “compromiso de fuego” era eliminar el Impuesto a las Ganancias y gravar la renta financiera.
Capítulo 2
Los inicios
La prehistoria de Sergio Massa no figura en su plataforma electoral. Como muchos dirigentes que se adaptaron al kirchnerismo sin mayores traumas, el líder del Frente Renovador acredita su formación y su militancia inicial en las usinas del liberalismo argentino. Comparte esa condición con una camada de políticos que incluye a funcionarios de relevancia como Amado Boudou, Ricardo Echegaray o Diego Bossio, intendentes kirchneristas como Fernando Gray y Francisco Durañona y Vedia y ex senadores como el dueño de Aceitera General Deheza, Roberto Urquía, por citar algunos. También, con colaboradores que llevan media vida a su lado, como su secretario privado Ezequiel Melaraña, su contador Alejandro “Chipi” Decuzzi y su secretario de Gobierno Eduardo “Yugo” Cergnul.
Hay que bucear en la memoria selectiva de la política para saber cómo era Massa en sus inicios. Algunos, que lo quieren bien, dicen que militaba en la Unión del Centro Democrático (Ucedé) de Álvaro Alsogaray como podría haberlo hecho en el Partido Comunista. Eso afirma, por ejemplo y sin despeinarse, su suegro Fernando “Pato” Galmarini, con el aval de una vida surfeando en el peronismo. “Cuando vos sos pendejo y querés militar, te prendés de lo primero que pasa”, explica. Otros que compartieron aquellos comienzos sostienen que su caso podría ser comparable a los de Diego Santilli o Cristian Ritondo, que hoy integran el espacio del PRO pero se ubican siempre en la franja del peronismo ortodoxo. Se trata de ejemplos distintos que apuntan a lo mismo. Según estas hipótesis, Massa se habría dejado llevar por una especie de emoción violenta que lo impulsó a la arena del compromiso político sin medir consecuencias ni reparar en opciones ideológicas. Un ADN que, de ser así, no haría más que tornarlo impredecible de cara al futuro.
Por su condición social, podría haberse enamorado de la primavera radical, como su madre. Por haber nacido en San Martín, podría haberse incorporado al peronismo bonaerense. Pero no: siempre fue distinto.
Sergio hoy ni siquiera se detiene a hablar de eso, porque tiene todo por delante y considera esa experiencia apenas como un pecado de juventud que sus detractores buscan magnificar. Es cierto que era muy chico cuando se acercó al partido que orientaba Álvaro Alsogaray, el capitán ingeniero que fue funcionario de la Revolución Libertadora, ministro de Economía de Arturo Frondizi y José María Guido y embajador de la dictadura del general Juan Carlos Onganía en los Estados Unidos. Massa se convirtió en uno de sus seguidores hace un cuarto de siglo, en los años finales del alfonsinismo, cuando tenía 15 o 16 años.
Pero también es preciso señalar que militó intensamente en la Ucedé durante seis años, por lo menos; un período comparable al que permaneció luego dentro de las filas del kirchnerismo. En ese tiempo, fue cumpliendo metas a gran velocidad. Fue presidente de la Juventud Secundaria Liberal de San Martín en 1988 y 1989, y vicepresidente de la Juventud Liberal de la provincia de Buenos Aires entre 1991 y 1993. Según testimonios, ese último año, cuando el desbande en el partido que nutrió de cuadros al menemismo se había tornado irreversible, Massa asumió incluso como presidente de una Juventud Liberal bonaerense que agonizaba. Ese período aparece hoy brumoso porque, como afirma otro ex liberal que también se incorporó al peronismo, Sergio borró todo vestigio de su pasado ucedeísta, pese a que en esa sociabilidad inicial entre los ochenta y los noventa encontró incluso a una de sus primeras novias, Lorena Martos, por entonces vicepresidenta de la Juventud Secundaria Liberal de San Martín.
Alejandro Keck, el hombre clave que puede contar los primeros pasos políticos del candidato del Frente Renovador, evoca: “A Sergio lo conocí un día que fui a dar una charla al Colegio Agustiniano con representantes de distintos partidos políticos. Sería el año ’87. Yo tenía 23. Ahora cumplí 50”.
Massa cursó su secundario en esa institución católica tradicional, a la que asistían sólo hombres. Era un establecimiento privado que, sin embargo, resultaba accesible para la clase media de San Andrés y que —como muchas durante el alfonsinismo— abría las puertas a la política.
La Ucedé había salido cuarta en las elecciones presidenciales que ganó Raúl Alfonsín y se había ubicado tercera en las legislativas de 1985. Llegó a tener trece diputados nacionales. En 1987, aquella juventud era una de las novedades que había parido el regreso de la democracia. La Unión Para la Apertura Universitaria (UPAU), brazo universitario de la Ucedé, había alcanzado el pico de su poderío con triunfos en los centros de estudiantes de Derecho, Arquitectura, Veterinaria e Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires. Dentro de esa geografía política, que intentaba trazar nuevas coordenadas, la Ucedé de la Capital gozaba de un signo distintivo que sólo se repetía en algunos municipios acomodados de la provincia de Buenos Aires. En la ciudad, el partido estaba dominado por figuras que marcarían una época, como Adelina Dalesio de Viola y María Julia Alsogaray. Pero además libraba una dura interna entre la juventud —Unión Liberal—, que entonces presidía Pedro Benegas, y la avanzada liberal de Carlos Maslatón, Juan Curuchet, Guillermo Riera y Oscar Jiménez Peña. En la provincia, en cambio, los jóvenes que se acercaban a la Ucedé no necesitaban acreditar portación de apellido: se toleraba una militancia de clase media que tenía más que ver con aquel conurbano.
En ese pelotón se incorporó a fines de 1987 un chico de San Martín —hijo de un empresario constructor que siempre había hecho obras para el municipio— que ya entonces decía que quería ser presidente. Sergio no tenía historia de conservador, como su padre, Alfonso (“Fofó”), sino que ya había repartido volantes por Raúl Alfonsín, el candidato que le gustaba a su mamá, Lucy Cherti. No había tenido la formación ideológica que constituía a las generaciones anteriores de la Ucedé ni tampoco la instrucción que, a criterio de los mayores, era necesaria para integrar un partido que venía a redimir a la derecha vernácula de su pasado y a clausurar, por lo menos por un tiempo, el atajo golpista para llegar al poder.
Cuatro años le bastaron para pasar a formar parte del triunvirato que presidía la Juventud de la Ucedé en la provincia. Massa sabe que si el ex concejal Keck y algunos otros memoriosos no existieran todavía por fuera de su estructura —si no hubieran tenido las diferencias que tuvieron—, nadie estaría dispuesto a reparar en aquellos días en los que el menemismo aparecía en el horizonte con la fuerza de la transformación. Su debut en las huestes de Alsogaray sería algo apenas distinguible de un rumor.
“Cuando terminó la charla, se acercó un grupo de chicos entre los que estaba él. Era un discurso bastante ideológico el mío. Los jóvenes éramos liberales, hablábamos de libertad política y libertad económica y nos quejábamos de los mayores de la Ucedé que simpatizaban con el gobierno militar. La mayoría de nosotros pertenecíamos a la clase media y nos preocupaba lo social”, dice Keck, sentado en la oficina de su pequeño despacho del Ministerio de Desarrollo Social porteño, con vista a la avenida Entre Ríos. Un edificio pintado de amarillo por el PRO, que pudo haber sido un hospital y que está a años luz del piso 17 de la Torre de las Naciones, en Tigre, donde atiende Massa.
La nueva derecha en el horizonte
Todo fue vertiginoso. A fines de 1989, cuando egresó del Colegio Agustiniano con el título de bachiller, Sergio ya era un joven liberal que trabajaba para el concejal Keck —recién electo— y buscaba un perfil propio para trascender. Con 17 años, ya cobraba un sueldo por su militancia partidaria, mostraba su vocación de parricida en la política y disputaba espacios con la generación de los que por entonces tenían 25 años. Como corriente interna de la Ucedé, Keck, Massa y Eduardo Cergnul —por entonces jefe de prensa del concejal y actualmente secretario de Gobierno de Tigre— se presentaban contra sus mayores en elecciones internas y pretendían enrolarse en lo que aparecía como una nueva derecha, exenta de complicidad con la dictadura militar y de la recurrente tentación autoritaria. “Los más grandes empezaron a mirar la situación de Sergio con un poco de recelo, porque iba ocupando espacio. Siempre tuvo mucha ambición y enseguida demostró su pasta de liderazgo. Tenía facilidad, aprendía rápido y terminó desplazando a todos y quedándose con el manejo de mi oficina”, recuerda Keck.
Keck y Massa no eran una excepción. En esos años, la Ucedé logró congregar una cantidad de jóvenes con ciertas características que los llevarían después —y todavía hoy— a figurar en la primera línea del poder. Un seleccionado en el que aparecen viejos amigos de Massa como Guillermo Viñuales, la mano derecha de Martín Insaurralde en Lomas de Zamora, jefe de Gabinete y heredero potencial de la intendencia, que por aquel tiempo ya militaba en la Ucedé de Lomas. O como Guillermo Gabella, el ex ucedeísta de Morón —fanático del horóscopo chino— que primero fue consejero vecinal porteño de la mano del poderoso Jorge Pirra y después llegó a ser el hombre fuerte de la empresa Boldt en la provincia de Buenos Aires, señalado casi como la personificación del demonio por Amado Boudou en el expediente Ciccone. El vicepresidente de la Nación dice que Gabella opera para Daniel Scioli, con quien trabajó en 1997 en la Cámara de Diputados. Viñuales y Gabella no sólo coinciden en el nombre de pila, en su amistad añeja con el líder del Frente Renovador y en su formación ideológica: además fueron estrechos colaboradores de Martín Redrado, el economista que la embajada de los Estados Unidos considera fuente de información privilegiada y a quien —algunos todavía apuestan— Sergio Massa le tiene reservado un destino más generoso en un eventual gobierno.
En esos años, sin embargo, todos ellos conformaban todavía una “cooperativa de perdedores”, como dice uno de los protagonistas, porque ninguno ganaba en sus distritos. El propio Massa experimentó su primera derrota en 1988. Ya había logrado convertirse en presidente de la Juventud Secundaria Liberal en San Martín, un partido en el que el liberalismo no tenía el mismo peso que en San Isidro o Vicente López. Entonces, organizó una reunión en su casa para elegir al presidente de la Juventud Secundaria Liberal de la primera sección electoral y perdió a manos de Eduardo Bevacqua, que ostentaba el mismo cargo que Massa en San Isidro.
Massa y Bevacqua —hoy también funcionario del macrismo en la ciudad— eran siameses del conurbano. Los dos presidían las juventudes secundarias en sus municipios y, a partir de 1989, comenzarían a trabajar como asesores con los referentes de las juventudes en sus distritos que ese año fueron electos concejales, Alejandro Keck en San Martín, y Claudio Fryda en San Isidro. La tercera figura de la Ucedé en la zona norte era Marcelo Bomrad, egresado del Liceo Naval Militar Almirante Brown y líder de la Juventud Liberal de Vicente López. Para adolescentes que tenían apenas 17 años, cobrar un sueldo por hacer política era una novedad que causaba cierta fascinación. Keck y Fryda eran además colaboradores de José María Ibarbia, quien, con 32 años, se había convertido en el diputado nacional más joven de la Ucedé.
Aunque en 1995 se retiró de la política para dedicarse al negocio agropecuario, Ibarbia es un nombre fundamental para una camada de imberbes que ahora, un cuarto de siglo después, se preparan para dar el gran salto. Miembro de una familia acomodada de San Isidro, abogado con estudios de Economía en los Estados Unidos, era líder de Nueva Generación, la corriente del sector denominado Integración Liberal. En 1987, triunfó en una elección interna y consumó el asalto al poder de la Ucedé, que hasta entonces era gobernado por dirigentes que habían acompañado a la dictadura, con más o menos fervor. Igual que el PJ, la UCR, el PS, el MID, el PDP, pero con más convicción, los dirigentes que después fundaron la Ucedé habían ocupado cargos importantes durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional y, como el propio Alsogaray, en las dictaduras anteriores.
En San Isidro, sin ir más lejos, estaba el coronel José María Noguer, que había sido intendente durante el “Proceso” y compañero de promoción del general Santiago Riveros, uno de los jerarcas que encabezó el genocidio argentino y fue condenado a cadena perpetua en 2013. En Mar del Plata, el que conducía era Mario Roberto Russak intendente “procesista” que volvería a gobernar el municipio en 1991, como candidato de la Ucedé.
En 1987, Ibarbia le ganó la candidatura a diputado nacional a Francisco Durañona y Vedia (padre), un exponente cabal de la gerontocracia, que entonces tenía como mano derecha al futuro ministro de Mauricio Macri, Emilio Monzó. Durañona fue ministro de Gobierno de Jorge Aguado en la provincia de Buenos Aires durante los dos últimos años de la dictadura. Recordemos que poco antes, Aguado había sido ministro de Agricultura durante la presidencia de facto del general Roberto Viola. Ibarbia, en cambio, encabezaba la corriente que tomaba su nombre de la agrupación juvenil del Partido Popular español, Nuevas Generaciones. En contacto con esa fauna, se crió el animal político que ahora quiere ser presidente.
En aquel momento, los referente de la Ucedé en la provincia eran Durañona y Vedia, Federico Clérici y Federico Zamora, todos diputados nacionales. Ex empresario y representante de Helen Curtis en Argentina, electo en 1985, Clérici era el liberal moderno que recorría la provincia sin chofer. Todavía hoy algunos creen que podría haber sido algo similar a lo que fue Carlos “Chacho” Álvarez para el progresismo. Fue él quien dio libertad de acción y habilitó el salto de Ibarbia, proceso que abrió un canal en el que se enrolaron jóvenes impetuosos como Marcelo Elizondo, Alejandro Keck, Marcelo Daletto, Fernando Gray, Emilio Monzó, Sergio Massa, Santiago López Medra