Cleopatra lo sabía

Norma Huidobro

Fragmento

1
Si te vas, me mato

“Decoración de tortas, pastillaje y fondant”, decía el cartelito pegado en la vidriera de la panadería; más abajo, el número de un teléfono celular y el nombre de la profesora.

Aquella mañana de agosto, mientras caminaba hacia la parada del colectivo, Rocío Samperio se detuvo un instante frente a la panadería y anotó los datos en la factura del gas que debía pagar ese mismo día. Hacía rato que el cartelito la venía tentando, y siempre seguía de largo. Pero esa mañana de viernes se había levantado distinta, algo eufórica al darse cuenta de que, efectivamente, era viernes y luego sábado y después domingo, y nada más, porque pensar que a continuación del domingo llegaba —inexorable— el lunes, y la oficina, y el trabajo aburrido y a la vez desesperante que día a día la agobiaba más… No, mejor no pensarlo, mejor detenerse en el fin de semana. Después se verá, se había consolado mientras desayunaba en la cocina de su casa, frente a la ventana entreabierta por la que ya se colaba —mínimo aleteo, como recién nacida— la primavera, perfumando apenas el aire frío de agosto.

Rocío tenía un sueño: un proyecto para un futuro que día a día sentía más cercano, aunque no vislumbrara nada demasiado concreto como para llevarlo a la práctica. ¿Se engañaría a sí misma?, solía pensar, sobre todo los lunes. ¿Alguna vez lograría realizar su sueño? ¿Cuándo? ¿A los cuarenta, cuando fuera casi una vieja? Acababa de cumplir treinta años, y ya hacía más de diez que trabajaba en una compañía de seguros. ¿Y…? ¿Cuánto más iba a aguantar?

Lo que ella quería era abrir una casa de té en algún lugar del sur; no en Bariloche, donde la competencia le resultaría imposible para sus escasos recursos, pero tal vez en algún pueblo un poco más alejado. Tendría que vender el departamento —su única posesión, la herencia que le habían dejado sus padres— y comprar una casita que funcionara como vivienda y casa de té. Era todo un riesgo, pero ¿no era eso la vida? ¿Vivir no era, acaso, un riesgo constante? Su abuela lo decía siempre. Cómo la extrañaba; había vivido con ella desde la muerte de sus padres, cuando tenía diez años, y ya hacía tres que la abuela había muerto también, dejándola definitivamente huérfana de familia, pero llena de recuerdos gratos y cálidos, como el sonido de su voz y su olor a cocina, a bizcochuelo tibio, a canela y vainilla y limón dulce.

La única que conocía su proyecto era Ángela, su vecina, que la alentaba a seguir adelante. A ninguno de sus compañeros de oficina se lo había contado: no eran gente de andar soñando cosas así, seguramente se habrían burlado de ella.

Ahora Rocío volvía a casa. Apenas había pasado un mes desde aquel viernes de los datos del cartelito anotados en la factura del gas. El curso de repostería le encantaba; siempre le había gustado cocinar, sobre todo, postres y tortas —eso se lo debía a su abuela, lo sabía muy bien—, pero si la meta era la casa de té, cuanto más aprendiera, mejor, y estas clases colmaban sus expectativas. Al principio había pensado que dos clases por semana, de dos horas cada una, sería demasiado. Lunes y miércoles, de seis y media a ocho y media, un montón. Pero apenas empezó, se dio cuenta de que no. Todo lo contrario: esas dos horas modelando flores y muñequitos de azúcar, de pie ante una mesa de mármol, se le pasaban volando y las disfrutaba como loca, al punto de olvidar por completo que antes de llegar a la casa de la profesora había trabajado ocho horas en la compañía de seguros, y que al día siguiente debería volver, como cada mañana. El cansancio le llegaba todo junto cuando abría la puerta de calle del edificio donde vivía. Y también la conciencia de que, si bien tenía un proyecto, aún faltaba mucho para realizarlo. ¿Cuánto…? Y además, se moría de hambre…

No hizo más que apretar el botón del ascensor cuando oyó los gritos. Otra vez, pensó. ¿La última había sido el lunes…? El lunes, sí; y la semana anterior, casi todos los días, incluyendo el sábado. Pararon el domingo, lunes otra vez, descanso el martes y ahora de nuevo. Linda manera de recibir la primavera, dijo para sí, y entonces recordó la flor de papel que esa mañana le habían regalado en el restaurante donde había almorzado con sus compañeras como festejo del 21 de septiembre: una rosa roja de papel crepé con tallo de plástico, que había colocado en el portalápices de su escritorio. “Qué bien”, había dicho una de las chicas, “por lo menos no tiene espinas”.

A medida que el ascensor se acercaba al quinto piso, la voz de la vecina crecía y, como un látigo, azotaba paredes, puertas, ventanas. El edificio entero se conmovía por el grito desgarrado de la mujer: “¡Si te vas, me mato!”.

Rocío salió del ascensor y el latigazo le dio en pleno rostro. Mientras abría la puerta de su departamento, le llegó, perdida y cansada, suplicante, la voz de él: “Basta, basta, por favor… ¿hasta cuándo…?”.

2
Cleopatra, te acogoto

Rocío cerró la puerta, pero los gritos no menguaron; tampoco lo esperaba, porque vivir en el mismo piso que la loca —o los locos, mejor dicho, ya que él, si fuera medianamente cuerdo, no podría soportar a una mujer así— significaba tener que compartir sus peleas, los gritos y los lamentos que atravesaban las paredes como si fueran de papel. Todos los vecinos oían, pero ella, más. La ventana de su cocina hacía ángulo con la del lavadero de los locos. Ellos ocupaban el departamento del frente y ella, el del atrás. En nueve pisos, a dos departamentos por piso, ningún oído quedaba libre de las discusiones de la pareja, que se escuchaban con toda claridad tanto desde la terraza, como desde la planta baja.

Lo primero que hacía Rocío al entrar a su casa era mirar hacia el sillón que estaba frente al televisor: ahí solía encontrar a Cleopatra hecha un ovillo, la cola rozándole la nariz. Últimamente, sin embargo, la descubría en el dormitorio. Desde que había empezado el curso de repostería, la gata se vengaba durmiendo en su cama, indiferente a su llegada. Lo hacía a propósito, la muy sinvergüenza. Entonces ella, en vez de ir a buscarla, se iba directamente a preparar la cena. Al ver que no la reclamaban, Cleopatra aparecía en la cocina como si nada y le refregaba el lomo entre las piernas, de un lado para el otro, a modo de saludo.

Sacó dos milanesas de pollo de la heladera y encendió el horno. Los gritos continuaban. Ella, borracha como siempre, gritaba con esa voz ronca, pastosa, “la voz del alcohol”, como decía Ángela. Él, no. Su voz era normal, y tampoco gritaba tan alto como ella, salvo cuando se iba, ahí sí, un portazo y el “me tenés harto” con el que acostumbraba despedirse. Una casita en un pueblo, con vecinos amables, eso quería Rocío. Ángela decía que vecinos hay en todas partes y que todos son más o menos lo mismo, que no se creyera que era peor en un edificio de departamentos que en un barrio de casas.

—¡Si te vas me matooo…!

La amenaza de la mujer la inmovilizó con un tomate en una mano y el cuchillo en la otra. Ahora viene el “¡me tenés harto!”, casi murmuró Rocío, los ojos fijos en la ventana entreabierta.

—¡Me tenés harto!

—Y ahora el portazo… —dijo Rocío, bajito, a modo de respuesta.

El golpe de la puerta atronó a su derecha. Enseguida, el ruido del ascensor. Y después, de nuevo ella:

—¡Me mato, me mato…!

Silencio. Él ya estaría en la calle, y ella, llorando en la cama. Final de capítulo. Continuará.

Rocío recuperó su capacidad de movimiento y cortó una rodaja de tomate, que cayó suavemente en el fondo de la ensaladera. Cuando estaba por cortar la segunda rodaja, volvió a inmovilizarse. Un maullido lastimero le llegó a través de la ventana.

—No, Cleopatra, otra vez, no… Justo ahora… En cuanto te agarre, te acogoto —dijo, en voz alta, mientras abría del todo la ventana y asomaba la cabeza hacia la otra ventana, la del lavadero de los vecinos, en ángulo con la suya.

3
Se me hizo tarde

Cuando Ángela Parisi entró al edificio de departamentos de la calle Piedras al 1800, lo primero que escuchó fue el portazo del quinto piso; esto no quiere decir que, por el sonido particular del golpe, Ángela pudiera deducir de qué piso provenía, sino que, simplemente, sabía que no podía ser más que de ese piso y, para mayor exactitud, del departamento del frente, el 5° A. La amenaza de suicidio llegó a continuación del portazo. Después, el ruido del ascensor que bajaba; de modo que no tuvo que apretar el botón, solamente esperó junto a la puerta.

Él se sorprendió al verla. Estaba colorado, con los pelos revueltos, los anteojos algo caídos. Volvió a escucharse la voz de la mujer: “¡Me mato, me mato…!”. Él, seguramente avergonzado (no era para menos), apenas movió un poco la cabeza, como intentando un saludo, y se fue.

Para Ángela, el hombre era una víctima; no podía entender por qué no se iba de una vez. La esposa, a juzgar por las pocas veces que la había tratado, le había parecido una mujer agradable, educada, aunque, claro, en la intimidad de su casa, con su marido, las cosas evidentemente seguían otro curso. ¿Cómo podía ese hombre vivir con una mujer así? ¿Por miedo a que se matara? No, las personas que amenazaban con suicidarse una y otra vez nunca lo hacían. La portera le había contado que él era pintor o escultor y que tenía un estudio, no muy lejos del barrio, un departamentito, y parece que después de cada pelea el hombre se refugiaba ahí. Pero al final volvía y las cosas seguían igual. Y las discusiones se hacían más y más frecuentes. Qué locura, vivir de esa manera. Sufrían los dos, sin duda.

Ángela bajó del ascensor en el octavo piso y lo primero que vio fue a su marido, junto a la puerta abierta del departamento.

—Angelita, me muero de hambre. ¿Por qué tardaste tanto?

—Te dije, Pepe, que pasaba por lo de mi prima —y a continuación, sin pausa—: me crucé con el del quinto, tenía una cara…

—Sí, los escuché, y eso que cerré todas las ventanas. Ya sabés que no soporto la violencia. ¿Qué comemos, Angelita?

4
No entiendo a mi vecina

tamaraopina.blogspot.com.ar

Puntos de vista, modos de ver.

Las opiniones de Tamara también cuentan. Y las tuyas, desde luego.

 

Miércoles 14 de septiembre

Queridísimas mías: A veces no entiendo a las mujeres. No me lo tomen al pie de la letra, plis. Ya saben que yo me entiendo bastante. Al menos, eso trato. Pero otra vez mi vecina. No quiero aburrirlas, chicas, pero sigue la cosa.

¡¡¡¡¡Si te vas, me matooooo…!!!!!

Hace tiempo que se pelean, pero ahora, cada vez más seguido. Yo me pregunto: ¿no se quiere ni un poquito esta mujer? ¿Puede ser que su vida dependa hasta tal punto del tipo que tiene al lado? “Pobre hombre”, dice la portera. “Pobre mujer”, digo yo. Qué vida desperdiciada.

Mejor solas, amigas, ¿no?

¿Y qué me cuentan de esta primavera que acaba de empezar? Falta una semanita, ya lo sé, pero aquí está, se adelantó, huelan, si no. Abran las ventanas, dejen entrar el airecito tibio y esos perfumitos dulces que nos ablandan el corazón. Cómo no disfrutar la primavera... Les cuento que esta tarde salí del trabajo y caminé por ahí, feliz de la vida. Feliz porque sí, porque se me da la gana, qué tanto. Me senté en el banco de una plaza y no sé, a lo mejor se me notaba la alegría, vaya a saber, estaba radiante yo, ahí, solita y sola. Y qué les digo que se me sienta un tipo al lado, mayorcito, pasados los cuarenta (bastante pasados), pero en muy buenas condiciones, me mira, lo miro, me sonríe y empieza a hablar. Ni idea de qué dijo, movía las manos, entusiasmado, explicando no sé qué del aire y el perfume de los árboles, y yo le miraba la alianza. ¡Descarado!, diría la tía Virginia. Ni siquiera se tomó el trabajo de sacársela, como hacían antes (cuando la gente se casaba más que ahora, lo vi en tantas películas). Lindo tipo, pero de repente me pareció estúpido. ¿Por qué hay tantos tipos estúpidos dando vueltas por ahí?

Sí, ya sé, ya sé lo que están pensando: “Ojo, Tamara, que también hay mujeres estúpidas”. Por supuesto, eso ya lo sabemos, pero me gusta protestar un poquito, ustedes ya me conocen.

Tengo una compañera de laburo medio jovatona que dice que los tipos de entre treinta y treinta y cinco (hasta cuarenta, digamos), si no están en pareja, están divorciados. Según ella, solteros de esa edad no existen. Con los del primer grupo, sigue dictaminando la veterana, nada que hacer, y con los del segundo, peor, porque lo que menos quieren es volver a meterse en una relación seria. Yo no creo en esas categorizaciones, pero... por si las moscas, como dice la tía Virginia cuando se pone precavida, previsora, cauta y sagaz, disfrutemos de la vida tal como se presenta, plis, plis, muchos plises. ¡Nada de sentarse a esperar al príncipe azul! ¿Miren si en lugar del príncipe aparece el lobo?

5 comentarios:

Selena dijo...

Hiciste bien, Tamara. A los tipos casados, ni bola.

Lola Despiste dijo...

Puras amenazas. Vas a ver que no se mata nunca la mina. Y menos en primavera. Mi prima está leyendo en el cole un libro que se llama Prohibido suicidarse en primavera. Yo no lo leí, pero el título lo dice todo. Para mí que el chabón que lo escribió estuvo a punto de suicidarse de verdad en primavera, y seguro que a último momento lo salvó una minita enamorada.

Agostina dijo...

Lo del príncipe azul ya fue. Pero un tipo como la gente, me gustaría.

Sole dijo...

¿A quién no, Agostina? Pero andá a encontrarlo.

Frutillita dijo…

Tengo re claro que no hay que esperar al príncipe azul, ¿pero no quedará por ahí algún tipo común y corriente que quiera algo serio con una mina? Digo yo, no sé…

5
Igual, pero diferente

¿Cuántos días habían pasado de la última vez que Cleopatra había saltado al lavadero de los vecinos y ella había tenido que rescatarla? La muy zonza se iba, pero no sabía volver. Seguro que se había subido al lavarropas, como acostumbraba. Rocío sacó casi medio cuerpo por la ventana, pero no la vio. Estaba demasiado oscuro; si al menos tuvieran encendida la luz de la cocina, seguro que podría verla, pero así, imposible… “Quién sabe cuánto hace que estás ahí, ¿eh, chusma?, escuchando la pelea en primera fila. Y ahora me llamás para que vaya a buscarte…”. La ventana de su cocina siempre quedaba abierta, no mucho, apenas un espacio de unos pocos centímetros como para que entrara algo de aire. Rocío odiaba el olor a encierro. Y Cleopatra se las ingeniaba para escabullirse por esa mínima abertura y saltar al departamento vecino.

Recordó la primera vez que había tocado el timbre del 5° A para rescatar a Cleopatra, unos cuantos meses atrás. Había sido después de la pelea del día, cuando él ya se había marchado dando el portazo. Cleopatra maullaba bajito, en un tono que daba lástima, la desgraciada, y ella, que no se animaba, pero al fin había ido, con temor, con vergüenza, sí, aunque Ángela, después, cuando se lo contó, le había dicho: “¿Vergüenza de qué, nena?, vergüenza es robar, tontita”. Sí, pero a Rocío le daba no sé qué, un pudor que no podía explicar. ¿Quién era ella para interrumpir a la vecina en un momento en el que seguramente estaría llorando, desesperada porque el hombre que amaba se había ido, dejándola sola? “Esos no se aman, se odian”, había dicho también Ángela, tan segura siempre de sus apreciaciones. Pero Rocío pensaba que a lo mejor sí se amaban, de una manera retorcida, obviamente; si no, ¿por qué seguían juntos? Aquella noche había tocado el timbre del 5° A tratando de no pensar, como quien cumple con un deber ineludible y nada más. La vecina abrió después de unos minutos, cuando ella estaba por tocar el timbre por segunda vez. Tenía los ojos hinchados y olía a alcohol y cigarrillo. “Perdón que te moleste, pero Cleopatra saltó a tu lavadero”, dijo de un tirón, y la mujer la dejó ahí, con la puerta abierta, y volvió enseguida trayendo a la gata en brazos. “Le gusta mi lavarropas”, dijo con una mueca parecida a una sonrisa. Y eso fue todo. Después hubo otras veces y Rocío term

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