—¡Olympia! ¡Vamos!
La voz de Mina salió del salón, torció a la izquierda, recorrió el pasillo y se coló en tromba en la cocina, donde Oly terminaba de lavarse las manos.
—¡Un segundo! —gritó ella antes de cerrar el grifo y, a falta de un paño cerca, secarse las palmas en el pantalón de pijama que llevaba puesto.
—¡Y trae las uvas! —escuchó a su hermano Israel.
Sobre la encimera, un total de sesenta uvas de la suerte en cinco cuencos de cristal que solo se sacaban en las ocasiones especiales. Esta lo era. Iban a dar las doce de la noche y en la casa de Vitoria todo estaba listo para recibir el Año Nuevo. Y no era un año cualquiera: un año olímpico.
—Siempre lo deja para el final —dijo Tomás, ya con resignación.
Olympia odiaba pelar las uvas con tiempo y que la oxidación las volviese de un color tirando a marrón antes de la medianoche. Quería comerlas recién peladas, como nuevas, para no empezar el año «oxidada».
¿Quién de la familia iba a tener que levantar la pierna?
Ella.
Pues ella decidía cómo y cuándo hacerlo y no quería a nadie por medio.
Decía que no tenía manías, pero estaba claro que esa era una. Otra era tomárselas de pie sobre una silla. Y otra más, comenzar el día 1 atravesando el bosque de Armentia rumbo a la cumbre del Zaldiaran para comer una naranja con su padre y ver Álava entera a sus pies. «Empiezo a parecerme a Laura», pensó mientras se colocaba un cuenco sobre la cabeza, cogía dos más en cada mano y echaba a correr con pasitos cortos, descalza y en relevé por el pasillo.
—Hija, ¿quieres venir ya? —Mina asomó la cabeza por la puerta del salón—. ¡Pero dónde vas así! Anda, trae, trae.
—¿Ya la estaba liando? —preguntó su hermano mayor, Miguel, sentado en una punta del sillón. Iba a salir y estaba muy guapo con su pantalón negro de traje, pajarita desanudada y camisa blanca remangada hasta los codos.
—No estaba liando nada.
—Chsst —chistó Tomás desde su sillón al lado del sofá y sin quitar ojo a la pantalla, donde los presentadores de cada año estaban elegantísimos pero helados de frío. Sujetaba la primera uva a tres centímetros de la boca, listo y en tensión como los atletas cuando van a dar el pistoletazo de salida.
Mina se hizo un hueco entre Isra y Miguel, y negó con la cabeza al ver que su hija se encaramaba a la silla. Iba a sonar la primera campanada y recordó a todos:
—Ahora son los cuartos. ¡No hagas como el año pasado, Olympia!
Y es que hacía años que se confundía. En la rítmica los ejercicios se separan en cuartos, mitades y enteros, así que cuando sonaban los cuartos se quedaba quieta esperando los medios, y el año anterior con el desajuste acabó atragantándose en la tercera uva y casi termina en urgencias del hospital Txagorritxu. Aunque el «caos de la uva» no había sido solo por eso.
—Empiezan —avisó Isra.
Y empezaron.
¡Una!... ¡Dos!... ¡Tres!...
A Olympia, la cuenta de los presentadores de la tele le recordaba la cuenta atrás de Serena a la batería. Mientras comía las uvas, le retumbaba en la cabeza la frase que Mina le había dicho: No hagas como el año pasado, Olympia. Y, así sin más, cada nueva campanada le fue trayendo un trocito del año anterior.
Lo primero, la imagen de Marc, porque justo hacía un año, unos días antes de Nochevieja, se había inclinado sobre ella para besarla a la salida del Liberty. Y atado a ese recuerdo llegó otro en el que ella le devolvía el beso y Liebre, que acababa de asomarse a la puerta a ver dónde se habían metido, los silbaba sin cortarse lo más mínimo porque resulta que no era medio ciego, sino que veía de sobra. Lo veía todo.
Aquella noche, Laura salió detrás de Liebre a la puerta del Liberty, a avisar de que ya había empezado el concierto de Serena. «Déjalos, que están liados», le había dicho Liebre, muy oportuno. «No, ya vamos, ya vamos», había zanjado Olympia, y Laura, tan despistada como siempre, se había dado por satisfecha. Menos mal que su amiga había decidido quedarse en Madrid y no dejar el equipo como hizo Ardilla después del Mundial de Bulgaria. ¿Cómo le iría por Extremadura?
En Vitoria, las uvas habían ido pasando todas, una tras otra, del cuenco de cristal a la boca y ya iban por la nueve.
Olympia se olvidó del Liberty y regresó al presente, porque, aunque había pelado las uvas, se le estaban haciendo bola. Miró el cuenco de su hermano Isra: a él le quedaban tres y era el Excel de la casa, así que tragó y se metió dos uvas más de golpe para igualar la cuenta. Entre sus dos hijos, Mina se las comía como si fueran pipas peladas, hasta le sobraba tiempo.
—¡Diez! —gritaban en la tele.
El número de la perfección, y eso quería Oly: un año perfecto. Aunque quedaban nueve meses y medio para los Juegos y aún podía ocurrir de todo. A fin de cuentas, Belén se había afianzado como gimnasta individual y venía pisando fuerte... ¿Y si pasaba a ser la primera del equipo español? ¿Y si ella se lesionaba o si...?
Sacudió la cabeza.
De pie sobre la silla del salón, Olympia se estaba poniendo nerviosa, aunque seguía masticando y masticando y masticando. Era una sensación parecida a la de la gimnasta cuando está llegando al final del ejercicio y hace el último lanzamiento con la pelota. Para recogerla, en un momento de tanta tensión, necesita tener todos los sentidos puestos en esa décima de segundo. Si no, el fallo está garantizado... Y ella, ahora, con una uva camino de la boca y otra más en el cuenco, tenía la cabeza a pájaros.
Justo cuando en la tele contaron «¡Once!», Oly saltó de la silla al suelo.
—¿Dónde vas? —Tomás la miraba intrigado.
A Olympia se le había escurrido entre los dedos la uva número once y había rodado hasta colarse debajo de un mueble.
—¡Doce! —gritaron los presentadores de la tele.
—Urte berri on! —gritaron todos.
Oly, que ni estirada en el suelo llegaba a la uva fugada, cogió la del cuenco, la partió en dos mitades, se las metió en la boca y las tragó sin masticarlas.
—Urte berri on! —gritó a su vez.
—Olympia empieza el año haciendo trampas —la pinchó Miguel.
—No, hermanito —replicó ella—, lo empiezo buscando soluciones.
Todos reían, se abrazaban y se felicitaban y en un rato se juntarían para estrenar el nuevo año tirando por la ventana del sexto los trocitos del calendario del previo, mientras pedían un deseo. O varios.
—Hija, yo lo que deseo es que tu sueño se cumpla —le dijo Mina mientras le daba un beso en la frente y la miraba emocionada.
Oly había terminado diciembre rodando por el suelo detrás de la uva perdida. Ahora mismo solo esperaba no empezar el año olímpico corriendo detrás de una pelota fuera del 13x13. Pegó un salto, se subió otra vez a la silla y se cogió la pierna.
—¡Quiero llegar a lo más alto!
«Dar es el inicio de una bella amistad». Debía de haber leído esas palabras más de mil veces porque llevaban años en la pared que había a los pies de su cama. Era un cuadro con el dibujo de una niña que recibe un ramo de flores, y debajo esa frase: «Dar es el inicio de una bella amistad». Siempre la leía antes de dormir, pero era la primera vez que se paraba a pensar en su significado. Tal vez, porque la leía después de todo lo que había pasado con sus amigas, tanto las nuevas como las antiguas.
Según se iba haciendo mayor, iba viendo mensajes nuevos o lecturas distintas en frases o en escenarios que daba por conocidos. Cuanto más cambiaba ella, cuanto más crecía, más cambiaba su mirada. Y no podía negarse que estaba creciendo... Su cama era una de esas que se levantan para ocupar lo mínimo y dejar el cuarto como si fuera una sala de juegos, y acababa de darse cuenta de que, tumbada como estaba, si estiraba mucho las puntas de los pies, casi llegaba a tocar el cuadro.
Su habitación también había ido cambiando. Cada vez estaba llena de más cosas: peluches que le habían lanzado en las competiciones, medallas enmarcadas, fotos con otras gimnastas y de sus ejercicios más importantes, rollos de carteles en distintos idiomas que le habían dedicado... Para Olympia era extraño dormir con todo eso, aunque tenía un porqué: Mina había redecorado su cuarto para tapar un poquito del vacío que dejó su hija cuando se fue a Madrid.
Un ruido la hizo dar un salto en la cama.
Habían pasado casi cincuenta minutos desde las uvas y fuera aún se oían los petardos y los cláxones de los coches, pero en casa todo estaba tranquilo y el timbrazo sonó como la sirena de una ambulancia. Era el Skype en el portátil. Pulsó en «aceptar videollamada».
—¿Me-o-es? To-qui.
—¿Serena?
—No-no-no-veo-tu-mi.
—¡Te oigo fatal! —gritó Olympia.
La malagueña parecía un robot, se iba moviendo con gestos secos, se quedaba congelada, soltaba sílabas e iba y venía en la pantalla.
—Llam-da-tre —trataba de explicarse desde su mundo en clave.
—¿Qué? —Oly acercó la oreja al portátil, a ver si así entendía algo. Y entendió:
—¿Esa es la oreja de Olympia?
Miró corriendo la pantalla.
—¡Laura!
La tercera que faltaba en esa llamada a tres acababa de conectar y ahora Serena y ella se dividían la pantalla. Las veía de hombros para arriba. Una, con un gorro muy a la moda sobre el pelo azul revuelto, llamando desde la Provenza francesa. La otra, en camiseta y con el pelo recogido, desde Valladolid.
—Un-min-to —escucharon a Serena antes de que su ventana se cerrase.
—A este paso vamos a tomar las uvas en mayo —dijo Oly. Habían conectado para «recelebrar» juntas el Año Nuevo en el horario canario—. Va a trompicones.
—Pues como sea igual la temporada... —se puso en plan cenizo Laura.
—Oly, ¿no te vas con tus hermanos?
Olympia levantó la mirada hacia la puerta, que Mina había abierto sin llamar.
—Ama, ¿desde cuándo sale una de marcha en pijama? —le dijo mientras abría los brazos y dejaba ver el oso de su camiseta de manga larga—. Estoy hablando con...
Sin nada que añadir, su madre le tiró un beso y cerró la puerta del cuarto.
—Ya estoy aquí. —Serena volvió a asomarse a su minipantalla—. Le he cogido el móvil a mi padre, problema resuelto. ¡Feliz año! —gritó al teléfono.
—Error. Quedan cuatro minutos —le recordó Laura, que, cuando se ponía, no aceptaba medias tintas, y precisamente habían quedado en verse en horario de las islas.
—No sé si me van a entrar las uvas —dijo Serena mientras se desabrochaba el botón del pantalón fuera de pantalla.
—Veo que te has cuidado, ¿eh?
—¿Para qué están las Navidades? P