Cuaderno del acostado

Jorge Asís

Fragmento

18. RESCATE EN EL GIJÓN

Y muy pronto voy a hablar de España, antes de que me arrepienta o simplemente la olvide. Y viene a cuento de este asunto del pozo, mi estado prácticamente natural. Quería decir que, sin embargo, a las perdidas, siempre aparece algo (o alguien) providencial, que me rescata de un precipicio en el fondo hasta confortable, provisoriamente, “pero vale, pues, chaval”, como decían los gallegos que en un momento llegaron, debo admitirlo, a cansarme. (Sin embargo, estudiaba sus giros y modales con atención, y como soy de oído rápido inmediatamente los imitaba, y ya me veía reemplazando la ce por la zeta, o paseando con mis hijos las mañanas de los domingos por el Retiro, o gozando del cercano sol de Valencia, o llevando a mi madre hacia las afueras de Madrid, unas pocas decenas de kilómetros para que se sorprenda con El Escorial. Pensándolo bien, España puede merecer otro intento.) Pero sigamos mejor con el recuerdo de aquella experiencia trunca, por ejemplo de esa tarde muy fría cuando debía cargar con la placidez estoica de mi depresión, y de mis dudas, y de mi soledad en aquel fatídico invierno de Madrid. Había almorzado en un sitio que distaba de ser desagradable, olvidé su nombre pero sé que estaba en la calle Preciados, cerca de las grandes galerías, y había bebido de más, un vino común espeso y rosado. En la calle hacía un frío mortífero para los solitarios, y no tenía ganas de meterme de nuevo en el cine de la Gran Vía para ver Revolución, una espantosa película con Al Pacino, realizada con esa visión tan trivial para la grandeza que tienen los americanos del Norte. Pero tampoco tenía deseos de regresar a mi cuarto del Hostal Lauría, encontraba algo absurdo el oficio de mirar el techo o de esperar que alguno de los tantos contactos desplegados me llamara por teléfono. Caminé entonces por la Gran Vía, a pesar del frío y de la lluvia y en dirección a Cibeles, sabía que iba al Gijón, pero antes de llegar a Alcalá miré hacia adentro del Chicote, aquel café legendario que frecuentaba Hemingway (y donde transcurren algunos de sus cuentos peores, como aquel de La máquina de flit, aunque debo aceptar que el clima que logra en La delación es por lo menos interesante). Miré hacia adentro pero no estaban ni las huellas del viejo zorro Ernie, solamente estaban las putarracas pintarrajeadas de siempre, viejas que no se follaba nadie y tomaban copitas de jerez en la barra, mientras aguardaban a un gil que de ninguna manera iba a ser yo. Antes de llegar a Cibeles el frío se intensificaba, doblé hacia la izquierda y parecía ser el único gilipollas que caminaba por Madrid, que no tenía dónde encontrar tibieza y estaba con los pies casi congelados. Otras tres cuadras y por fin llegué al Gijón, un sitio decadente que me fascinaba. Me había hecho amigo de un poeta gaditano de larga barba, que se llama Lolo, y de Toro, que es un pintor, y de un novelista que se encerraba a escribir en El Escorial. Estaban, sí, el poeta y el pintor, pero en distintos grupos, y no tenía confianza como para acercarme a cualquiera de los dos y decirles permítanme estar con ustedes, estoy solo, aguanten a este “sudaca” que no tiene adónde ir. Todo lo contrario, los saludé desaprensivamente, a la distancia, como si estuviese buscando a alguien, una chavala a lo mejor, y me senté solo pero apretujado entre gallegos innumerables que no me conocían ni me prestaban la menor importancia. Pedí, en cuanto pude, un té a un camarero viejo y fatigado, pero tenía tal desbarajuste el pobre que me lo trajo casi a la media hora, y frío. Lo bebí igual, conste que era un sudaca y no tenía mucho derecho al pataleo, y así habrá pasado una hora mientras fingía escribir en el cuaderno, hasta que comprendí que estaba harto y que no aguantaba más sin hablar con nadie. ¿Y si mato a un gallego?, me pregunté. Preferí mejor llamar de nuevo al viejo camarero, pero haciéndome el apurado, y como a los quince minutos apareció el gallego y le pagué mi té, le dejé dos duros de propina, me enfundé el abrigo y saludé de lejos y con el brazo en alto a Toro, y a Lolo (no podía acercarme a saludarlos porque llevaba prisa) y atravesé el salón, dispuesto ya a enfrentar el hostigamiento gélido de la calle cuando de pronto escuché: “¡Zalim!”. ¡Joder!, había alguien que me conocía en España; me di vuelta y era un joven de barbita y mirada candorosa y rutilante. Se presentó, era irreparablemente porteño y me admiraba mucho, su nombre era Guillermo y probablemente me lo había mandado Dios. Me invitó a su mesa, también estaba anclado en Madrid, mal, pero con la diferencia de que él lo asumía abiertamente y no se hacía el hombre apurado como yo. Su angustia era también potente, pero natural; a la mía había que anexarle, en cambio, el esfuerzo de la simulación. Lo de Guillermo sí que era algo patético, tenía una pronunciada tendencia al papelón y no solamente por admirarme. Hacía cuarenta días que naufragaba en Madrid, arrepentido ya de su determinación de radicarse, pero tenía inconvenientes mayores que los míos. En primer lugar, porque había arrancado con su mujer y con su bebito de meses, los tenía en un departamento de Salamanca donde le cobraban un dineral. Su desesperación en cierto modo incitaba a la carcajada, habían ido como setenta personas a despedirlos al aeropuerto de Ezeiza, había llorado toda la familia, y ahora quería volverse, España no era como había calculado. Pobre, en su equipaje había cargado hasta las fotografías de cuando era chico, de la comunión y del casamiento y hasta vestido de conscripto. Y también se había llevado todos los objetos que más quería, entre ellos tres o cuatro libros de un tal Rodolfo Zalim, porque temía, con grandes razones, que no se vendieran en Madrid. Me invitó a comer, para él sería una noche inolvidable, me dijo que si aceptaba llamaba de inmediato a su mujer, para decirle que iba a volver más tarde, se había encontrado con Rodolfo Zalim y ella iba a entenderlo. Por mi parte, le dije que tenía un compromiso, pero al fin y al cabo podía postergarlo. Guillermo se alegró notablemente, y fuimos en metro hasta el Rey del Jamón.

19. LIBERTAD

¡Esto es libertad! Puedo hacer lo que quiero... ¡pero por qué no se van a la puta madre que los parió! Puedo ir al café, leer el diario, puedo mirar; puedo por ejemplo dejarme crecer la barba, afeitármela en un mes y volvérmela a dejar. Puedo, si quiero, hacer régimen, darle a la sacarina, suprimir el pan y las pastas, entregarme a una conducta de churrasco y ensalada. Puedo también fumar, abandonar el cigarrillo si se me antoja. Puedo quedarme tirado en el sillón azul de Yrigoyen, si a nadie le importa; puedo hacerme —con lentitud— la paja, puedo suicidarme o llorar, o volver caminando hasta mi casa, desde el Once hasta Palermo, o hasta Florida y Paraguay, porque necesito imperiosamente cansarme. Puedo mentir que me aventuro en una novela compleja e interminable, pero cada vez son más contados los interesados por mis palabras. Puedo, mejor, callarme. Y también puedo ir al cine a ver la película más larga a la hora de los valijeros, y encerrarme con cualquier mujer que me levante inútilmente, y puedo sorprenderme de pronto leyendo un libro que arrojo invariablemente a las cuatro páginas, así sea Fitzgerald, Bukowski o María Esther de Miguel. Puedo hacer el circuito de Florida, el de Santa Fe, el de Recoleta, pero el que más me bajonea es el circuito de Corrientes, donde perdí respeto hasta en los cafés de sabios.

¡Esto es libertad! No tengo nada que hacer, ningún compromiso pendiente, me buscan apenas los amigos de siempre, muy pocos, y como sé que saben de mi drama no tengo ganas de verlos. Ni siquiera tiene sentido que me ponga a garabatear estas líneas extrañas en el cuaderno.

20. PERSONAJE QUE NIEGA A SU AUTOR

¡Otra vergüenza!, es inadmisible, el Gitano Cuevas me negó, hizo lo mismo que el tontuelo de Deval (que apenas hace de extra en mi novela) y el cordial mediocrón de Natalidad Infantil. A estos dos me los banco, a Deval porque (aparte de ser tontuelo) nunca fue mi amigo, y a Natalidad Infantil porque quedó ridiculizado y tiene su derecho, si ambos se sintieron ofendidos con mi literatura que se joroben; sin embargo, la reacción del Gitano sí que no la esperaba, y me dolió profundamente. Me quedé perplejo, helado, casi sin poderlo creer, si yo no tengo la culpa de que se haya divorciado de su esposa, y mucho menos de que ella, para demostrar algún aspecto de la personalidad de su ex marido, remitiera un ejemplar de mi libro al juez, es fantástico dentro de todo; casi tan pintoresco como las explicaciones que Moretti debió darle al marido de una correctora. O la planificación de mi asesinato, juntamente con la entrevista mantenida con un asesino que estaba dispuesto a liquidarme por cinco mil dólares. ¿Cierto, Papito, que a último momento reculaste por arrepentido? ¿O tuviste apenas un rapto de sensatez?

Pero quiero contar lo del Gitano; él estaba en el Tortoni con una mujer bastante fea, como fue siempre su costumbre, y yo salía con mi amigo Eduardo y de repente lo vi, me le acerqué e incluso le dije con cierta alegría: cómo te va, Gitano. Y como si fuera un equívoco me preguntó: ¿a mí me dice, señor? Muy serio, además, le preguntó a la mujer: ¿vos lo conocés? Y me dio vuelta la cara, la verdad que la hizo muy bien. Pobre, no bromeaba, la suya era una manera de humillarme, pero a esa altura yo no tenía sitio para más humillaciones. Y me fui, con la mano colgando aunque aún gráficamente no la había extendido. Eduardo se tomaba la cabeza y decía “no puede ser, si hasta yo por tu intermedio le tuve que hacer favores”. Ocurre que Eduardo es abogado, y el Gitano lo fue a consultar de mi parte. En fin, en la novela moderna, los personajes no solamente se rebelan contra sus autores. Ahora llegaron al extremo de ignorarlos, como hizo el Gitano conmigo. Fuera de literatura, aunque me sea imposible, los últimos tres años que pasé en ese Diario fueron principalmente invertidos en bancar las dilatadas pálidas del Gitano, que era obsesivo hasta la exageración, y la mía, sobre todo a la hora del buffet, era una tarea heroica. El suyo era un té con leche que dejaba enfriar mientras exponía extraviado en sus interminables argumentaciones, en sus tácitos pedidos de admiración pero sobre todo de misericordia, que hacían vanos todos los intentos míos y de Milutinovich por animarlo. ¡Qué reverendo hinchapelotas que era el Gitano Cuevas! Sin embargo, a pesar de todo, lo aprecio, y me lo imagino ahora, en el Diario, contando la anécdota a todos pero como si se tratara de una hazaña, en el buffet y en las distintas secciones, como si hiciera méritos y como si estuviera pasando por su mejor momento, aunque sé que está postergado como siempre y aunque no lo banque, me llegan noticias de sus perpetuas lamentaciones. Me lo imagino marcando el interno de Papito para decirle: “Tengo que contarte algo muy importante”. Tan importante, que hasta lo recibiría. Y le va a decir a Papito, moviendo la cola, lamiéndole las manos: “Lo dejé pagando, con el saludo en la boca y la mano tendida, al hijo de mil putas traidor de Rivarola”. Y conforme, acariciándole tal vez el cuellito, rascándoselo, Papito Aizenberg, aunque con tono imperativo, sugeriría: “La próxima vez que te lo encuentres, agarrás y le pegás una trompada”. No obstante, Papito aprobaría lo actuado por su hombre: “Estuviste muy bien, Gitano, me gustó mucho lo que hiciste”. Tanto, que hasta lo llevaría, después del cierre, a comer.

Buen provecho, querido Gitano.

21. DECLARADO INNECESARIO

Me acuerdo de aquellos lejanos pero fundamentales días de trajinado vendedor domiciliario, cuando idealizaba acerca de la posibilidad de disponer del ocio, tiempo libre que seguramente sería destinado a la creación. Y hoy, en cambio, prisionero de este ocio tan perjudicial, que me imposibilita escribir, extraño aquella etapa en la que tenía fuerzas y recursos como para golpear las puertas de cualquier casa, e imponerme, y vender. Vibraciones perdidas que evoco con melancolía sobre todo porque no tengo el menor estímulo para crear, se me esfumó la emoción y creo que a mí la literatura ya no me sirve, hace tiempo que lo dije todo, y solamente me resta repetirme, y lo peor, mal.

Persisto con una despreciable sensación de transitoriedad, abrumado por la medianía de lo cotidiano y esperando no sé qué. Algo que me salve, probablemente. O que por lo menos me conmueva, me dé un poco de cuerda o motivos. Por ejemplo, espero novedades de España, no sé cuáles en realidad, tal vez en el fondo alguna perspectiva que me aliente a irme definitivamente. O espero que se me encargue el guión de una película basada en una de mis novelas; tuve ya dos charlas y apenas falta que pongan algún mango, pero es muy difícil que se dé porque el que pone el dinero teme enfrentarse con el Diario, o con el gobierno, o con cualquier otro representante de mi terrible background de enfrentamientos. Tiré redes también para componer una miniserie, en todo caso que me paguen la idea y la firmo con un seudónimo, pero es una fantasía más porque se van a dar cuenta de que estoy yo. También espero que algún empresario periodístico se atreva a no anotarse en el pedido de congelamiento efectuado por las altas autoridades del Diario, y me dé, simplemente, trabajo, podría reinventar mis crónicas de Bartolomé Rivarola y asegurarles de alguna forma que no redactaré más una novela sobre los hombres intachables que me dan de comer. Volver al periodismo, mi ilusión obstinada; en esto más que redes tiré mediomundos; no puede ser que hablen tantos imbéciles por radio y no haya ni un segundo para mí, aunque en puestos gerenciales de emisoras abundan los que dicen ser amigos míos. Que tal vez me quieren, pero no muy cerca. ¡La puta madre!, no pueden declararme tan innecesario, alguien tiene que rescatarme de este opio que amenaza con volverse insoportable. ¡No puedo más! Y creo que escribí “¡No puedo más!” para avergonzarme por haberlo escrito y para seguir, como sea, pudiendo.

22. UN SER PEQUEÑO Y MISERABLE

Siento que me convertí en un ser pequeño, miserable. Peleo con Silvia por cuestiones de dinero, injustamente le reprocho porque digo que gasta de más, como si estuviéramos todavía en los tiempos del “fenómeno Zalim”. Es que la guita que tengo tiene que durarme el tiempo de la espera, y en cuanto se me acabe van a amasijarme con más odio, voy a tener que buscar trabajo como guardaespaldas, y por qué no, lomo tengo, también pelotas, y puedo aprender a manejar los fierros. Fuera de joda, aplico mi propio Plan Austral, un ajuste del ajuste, me achico. Vendí un auto y junté tres mil quinientos dólares más, y espero firmar la escritura de Yrigoyen para liquidarlo también. Mi único proyecto consiste en vender el departamento, para aguantar otro año más de ética de la solidaridad. Pero por qué no se van a... Hasta hace un año, por lo menos comíamos en restaurantes con Silvia y los chicos dos veces por semana. Ahora se acabó, como el taxi, y los vinos finos, y la ropa, con lo que me gusta comprarla. Ando en subte, y si me animo en cualquier momento subo también al colectivo, lo que pasa es que me reconocen y en general no tengo ganas de hablar como si estuviera en la Feria del Libro. Para ajustarme, también, compro pan y fiambre y como en Yrigoyen. Y como dice el cuento: con coger ni hablar, si no es en casa. Hijos de puta, la mishiadura hasta me convirtió en un hombre fiel, ahora para la trampa tengo que conseguir minas que cuenten con su propia infraestructura, qué mal. Me cuesta ser gasolero, porque no tiene nada que ver conmigo la miseria, a mí me encanta ponerme la mano en el bolsillo y levantar mesas de amigos, incluso creo que la costumbre de “la romana” tiene mucho que ver con la decadencia. Y para colmo me encanta tener guita pero para dilapidarla, y al tener que medirme entonces me siento como puse al principio, pequeño y miserable. Iba a poner aquí punto final pero debo desagraviar a Silvia, que hace equilibrio con los mangos, y decir que mis hijos —y eso que los acostumbré mal— son magníficos. Me acuerdo de que cuando cobraba buena guita al llegar a casa les decía: “Hoy somos ricos”. Y les daba un billete grande a cada uno para que se compraran lo que quisieran. Ahora hace tiempo que les doy casi monedas contadas, saben que no hay y entonces no piden; sospecho que ellos también esperan. Después de haberlo contado creo que me siento menos pequeño y miserable que antes, de manera que este texto se justifica solo.

23. LA ALUCINACIÓN DEL “CAMPO POPULAR”

Me sinceré con Claudio y creo que no me voy a arrepentir, él tiene mucha calle y sabe de qué se trata, fue durante una charla ocasional y me pareció inútil mentirle. Con lo que me cuesta, le dije que estaba en la lona y que solamente hacía “huevo”, ni periodismo ni literatura ni guiones. Me contó que su padre, don Madanes, una vez le dijo: “Lo más difícil es no hacer nada, cuando lo aconsejable es quedarse quieto”.

Y sigo en el huevo de la nada, y acumulo un vital aprendizaje despreciable, que desconozco, en rigor a la verdad, si alguna vez me será útil para algo. Lo dudo, aunque quiero creer que sí, sobre todo para cuan

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