Cómo y por qué escribí este libro
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En el libro Montoneros, soldados de Massera introduje la cuestión de la logia italiana Propaganda Due y su influencia en la Argentina, pero limitada estrictamente a las motivaciones de la Contraofensiva Montonera y estudiada con el material del que disponía en aquel momento. Sin embargo, resultaba evidente que la acción de Licio Gelli, jefe de la P2, no había comenzado en los 70, sino antes, y también que había continuado después del fracaso del gobierno militar.
Era necesario, entonces, hacer un estudio más profundo de la logia, sus orígenes, sus fines y su desarrollo en Italia y en la Argentina. Resulta muy difícil comprender por qué y cómo sucedió todo si no se analiza el fenómeno en los dos países simultáneamente, ya que hay una permanente interacción entre las operaciones de la logia en Italia y en la Argentina que procuré hacer visible en todos los capítulos.
La relativamente reciente apertura de los archivos de la investigación del Parlamento Italiano sobre Propaganda Due llegó en el momento más oportuno para ese objetivo. El gobierno de Italia puso a disposición del público ciento treinta archivos de lo que se llamó la Commissione Parlamentare d’Inchiesta Sulla Loggia Massonica P2, guardados todos bajo el número de documento parlamentario “XXIII”, además de los anexos de investigaciones colaterales; como por ejemplo, la del secuestro y asesinato de Aldo Moro, que muestra una gran similitud con el secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu. Se trata de más de cien mil páginas ordenadas en documentos PDF, con las posibilidades limitadas que ese formato ofrece para la búsqueda digital. Por tanto, y aunque los hallazgos fueron realmente sorprendentes, confío en que otros investigadores podrán hacer muchos otros libros con ese rico material.
Los parlamentarios italianos intuyeron que la logia había tenido un papel tanto o más importante en la Argentina que en Italia, tal como lo dejaron escrito; pero como estaban abocados a la tarea de investigar las acciones y efectos de la P2 en Italia, sus informes se centraron, como es lógico, en su propio país, y sólo rozaron a la Argentina. Sin embargo, ellos tuvieron la precaución de archivar en sus carpetas miles de documentos que no necesariamente citan en sus informes al Parlamento y que están a disposición. Por tanto, si bien leí y cité profusamente los informes parlamentarios —tanto el mayoritario del grupo encabezado por la diputada Tina Anselmi, como también los informes de minoría—, los descubrimientos más importantes procedieron de aquellos documentos que estaban desperdigados en los archivos y que los diputados y senadores no mencionaron.
Por cierto, los datos de la comisión parlamentaria fueron enriquecidos con otros que en todos los casos están citados al pie de página —libros y testimonios de protagonistas—, ya que de acuerdo con nuestra costumbre, empleamos muy pocas fuentes anónimas. Hay más de ochocientas citas de fuentes en la obra. Y además, después de la publicación de Montoneros, soldados de Massera, varios testigos de la época me escribieron y se acercaron con el deseo de hacer nuevos aportes.
Desde los años sesenta hasta la guerra de las Malvinas, con una proyección que llega hasta nuestros días, los grandes acontecimientos de la vida política y muchos de sus personajes, a uno y otro lado de la supuesta confrontación ideológica, fueron manipulados por la logia Propaganda Due, casi en un espejo de lo que sucedía en Italia.
El desprecio absoluto por el papel de las conspiraciones en la historia es tan irreal como la convicción de que todo procede de una conspiración. Y los hechos prueban que, casi siempre, quienes desprecian lo que peyorativamente denominan tesis conspirativas no tienen inconvenientes en atribuir el armado de conspiraciones a sus adversarios ideológicos. La exclusión de la conspiración en el análisis histórico actúa así como una herramienta de descalificación de lo que no conviene que se conozca.
La ventaja y, a la vez, el riesgo que tiene este trabajo es que la conspiración armada por la logia Propaganda Due abarcó a todos: izquierdas y derechas; guerrilleros y militares; masones y clérigos; comunistas y fascistas. El beneficio de esa amplitud consiste en el ejercicio de objetividad que debe hacerse para incluir a todas las partes de la historia. Debo confesar que, como católico practicante, me costó escudriñar en las maniobras en las que se involucró el banco del Vaticano y exponerlas aquí, pero decidí que si quería hacer una obra que valiera la pena debía asumir que únicamente la verdad nos liberaría de la ideología, pero por sobre todo, de la creencia en que se pueden alcanzar buenos fines con malos medios. El peligro, como siempre, deriva de la posible disconformidad de todos; pero creo que ese es el mejor riesgo que puede correr un autor.
En la Historia Universal, desde la Antigüedad hasta nuestros días, existieron muchas conspiraciones y ésta es sólo una de ellas.
El estilo de novela que procuré dar a la redacción persigue únicamente el objetivo de hacer más ameno un escrito voluminoso; pero quiero aclarar que todo lo que se narra aquí es real hasta en sus detalles. No hay algo agregado con el fin de amenizar la lectura, sino simplemente el intento de imprimir un estilo entretenido a la descripción de episodios que sucedieron tal como aparecen en el texto. Afortunadamente, la documentación fue suficientemente rica como para abrir esa posibilidad.
Finalmente, este libro no es una mera narración cronológica. Se trata de episodios que se suceden, como en los capítulos de una serie, todos los cuales son representativos de la tremenda influencia que la logia Propaganda Due ejerció sobre la realidad de fines de los 60 y su proyección hasta nuestros días.
Mi conclusión se refiere, como siempre, a la moralidad de los medios, que es lo único que define la moral de las personas, ya que en los fines todos parecemos buenos.
EL AUTOR
Noviembre de 2015
Capítulo 1
El periodista
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Montoneros: un descubrimiento italiano
Cristina Nosella estaba sentada frente a la máquina de escribir, no del lado del teclado, como todos los días, sino junto a la parte posterior, observando con paciencia los movimientos rutinarios del oficial. El carabinero tomó una hoja en blanco, colocó detrás un papel carbónico, otra hoja en blanco y comenzó la redacción con la redundante formalidad con la que en todo el mundo las diligencias judiciales castigan el lenguaje: “En el año 1979, el día 22 de marzo, en Roma, en las oficinas del Reparto Operativo de los Carabineros, a la hora 10:15…”.
Cristina tenía veinte años en aquella primavera que acababa de comenzar en el hemisferio norte. A pesar de su juventud, había visto otras investigaciones; pero ahora, ella era protagonista: “Desde el mes de octubre de 1978, soy colaboradora externa del semanario O.P., mi trabajo consiste en efectuar entrevistas de varios géneros a personajes diversos, pero siempre a pedido del director, el señor Pecorelli…” —la joven reportera comenzó a dictar una breve declaración.
El semanario O.P., como se lo conocía en Roma, era el periódico Osservatore Politico, que se vendía por suscripción y era dirigido por Carmine Pecorelli, a quienes todos llamaban “Mino Pecorelli”. Había comenzado como una pequeña agencia de noticias, pero la calidad y la importancia de la información que su director conseguía, además de la velocidad con la que obtenía las novedades, generalmente antes que cualquier otra agencia, impulsaron pronto a Pecorelli a lanzar O.P., un medio al que todos leían y temían en el ambiente político italiano. Nadie —o, al menos, casi nadie, al comienzo— sabía cómo Mino Pecorelli llegaba a la información, pero él parecía cumplir con la máxima del mejor periodismo americano: publicar aquello que el poder no quiere que se sepa. Un día, debe haber publicado o haber estado a punto de publicar algo que molestó demasiado a algún sector del poder, o tal vez al verdadero poder, al que suele moverse detrás del telón, y por eso Cristina Nosella estaba allí, declarando como testigo.
“La última vez que vi a Pecorelli fue el 20 del corriente, alrededor de las 17:30, en las oficinas del diario […] El señor Pecorelli era un individuo muy tenso y parecía siempre preocupado, pero no sé precisar cuáles eran los motivos de su preocupación […] No me consta que el señor Pecorelli hubiera recibido amenazas en el pasado y, por otro lado, si las hubiese recibido, ciertamente no lo hubiera hablado conmigo”. La periodista dejaba ver la distancia que la separaba del enigmático director, con quien pocas veces trataba, porque normalmente entregaba su trabajo al jefe de redacción, Paolo Patrizi.
Los carabineros habían iniciado el caso dos días antes —justamente el 20 de marzo—, cuando un llamado de la central operativa, a las 20:50, les avisó que en la via Orazio había sido encontrado un cadáver en un automóvil estacionado y con el vidrio de la puerta izquierda roto. Un médico de la Cruz Roja había certificado la muerte, provocada por cuatro disparos de arma de fuego, y la víctima fue inmediatamente identificada como Carmine Pecorelli, el director del semanario Osservatore Politico, con oficinas en via Tacito 50.
Sólo habían transcurrido diez minutos desde que Mino había salido de su oficina, junto con su secretaria, Franca Mangiavacca, y con Paolo Patrizi. Mientras la secretaria y el jefe de redacción subieron al auto de Franca, estacionado a pocos metros del periódico, el director había seguido a buscar su Citroën 2000, que había dejado a una cuadra y media, sobre via Orazio, paralela a la calle del semanario. Nadie escuchó los disparos.
Los carabineros, de acuerdo con las órdenes del juez, allanaron la redacción y encontraron allí muchos apuntes y borradores de impresión que llevaron a la seccional a fin de poder analizarlos con detenimiento. También recogieron, en el auto, el portafolios de la víctima con los documentos que tenía adentro. Era importante saber si alguno de esos papeles revelaba algo que pudiera vincularse con las motivaciones del crimen. A medida que los documentos hablaran, los testigos también serían llamados a hacerlo y a explicar su contenido.
La declaración de Cristina Nosella finalizaba con una corta descripción de sus dos últimos trabajos para O.P.: una entrevista sobre problemas sociales y sanitarios y, por encargo del director, una nota sobre el proceso llevado a cabo en Roma por el hallazgo del refugio de los montoneros, descubierto en la Avenida de Circunvalación Ostiense, artículo que no llegó a publicarse antes de la muerte de Pecorelli. El acta con el testimonio de la cronista no aclaraba que Montoneros era la organización guerrillera más grande de la Argentina. En el mundo —y, especialmente, en países como Italia, Francia y España—, esas cosas se sabían en los 70. Por otro lado, el hallazgo del refugio montonero no era una primicia. La propia Cristina entregó al juez, para que se agregaran al expediente judicial del homicidio de su director, fotocopias de una columna del diario Avanti, el histórico periódico del Partido Socialista Italiano, y de otra publicada por el diario Il Tempo. Ambos artículos, uno del 23 y otro del 28 de febrero de 1979, hablaban del juicio y la inminente sentencia por el hallazgo de una “guarida” (covo) de Montoneros por parte de la policía, el 27 de febrero de 1977; algo que, aparentemente, no había trascendido hasta ese momento.

Declaración de Cristina Nosella ante la Legione Carabinieri di Roma.
El refugio había sido descubierto casualmente cuando el portero del edificio de avenida Ostiense 146 vio abierta la puerta del departamento donde paraban unos extranjeros, supuso que se trataba de un robo y llamó a la policía. Cuando los policías llegaron, encontraron tres pistolas de distinto calibre, numerosos documentos y material de propaganda que revelaba una actividad internacional del grupo clandestino, y pasaportes robados a la comuna de Roeulx, en Francia. El estado de la casa mostraba que los ocupantes habían huido rápidamente. Las cuatro personas que vivían allí eran nada menos que Fernando Vaca Narvaja, María José Fleming, Eduardo y Teresa Sling Gerl, todos miembros de Montoneros. Vaca Narvaja actuaba, aun en el exilio, como uno de los cuatro líderes máximos de la organización.

BANFI, Enrico. “Scomparsi i ‘montoneros’, alla sbarra soltando sedie vuote”; en Avanti, 23 de febrero de 1979.
Mientras la policía revisaba el departamento, apareció María José Fleming, la mujer de Vaca Narvaja.

Il Tempo. “Covo ‘montonero’:
sentenza il 14 marzo”; 28 de febrero de 1979.
El diario Il Tempo conjeturó que Fleming “quizás no sabía de la fuga precipitada de sus cómplices, y el comisario de zona, doctor De Santis, no consideró oportuno arrestarla, no obstante ella era la que figuraba en el contrato de alquiler”. La militante —que entonces tenía treinta y tres años— dijo que era una turista que se hospedaba allí con sus amigos, que eran los inquilinos del departamento; “creyeron en su palabra y la liberaron”, publicó el periodista Enrico Banfi, con ironía, en la nota de Avanti.
Ni Il Tempo ni Avanti se privaron de criticar severamente la actuación de la policía. “¿Quién advirtió a los guerrilleros?”, se preguntó Il Tempo, una sospecha que también dejó asentada en el expediente la juez a cargo, Margherita Gerunda, famosa por haber intervenido en casos resonantes en Italia. “Suscita perplejidad la forma en la que se llegó al hallazgo del refugio de los cuatro exponentes de la organización guerrillera y, además, las condiciones en las que fue encontrada la vivienda hacen pensar en una fuga precipitada, tanto que Fleming, fuera de la casa con su hija, no pudo ser advertida”; dijo la juez, quien interrogó al comisario y a todos los agentes que participaron de la operación.
Ninguno de los cuatro ocupantes del departamento fue encontrado en los años siguientes, a pesar de que se libró contra ellos una orden de captura internacional. Sin embargo, se dieron el lujo de organizar, el 23 de noviembre de 1977, poco después de la huida, una reunión en el Círculo Cultural Levi, de Roma, convocada por Vaca Narvaja y de la que participaron cinco parlamentarios italianos, miembros del Partido Comunista y del Partido Socialista Italiano, como fue informado por los mismos periódicos, incluyendo Avanti, a pesar de su raíz socialista.
El 3 de enero de 1978, el procurador en jefe de la República, Giovanni De Matteo, requirió al procurador general una investigación sobre la actividad internacional del grupo Montoneros, pero nunca tuvo respuesta.
¿Qué tenía de novedosa la nota que estaba preparando Cristina Nosella para Osservattore Politico, justo antes de que asesinaran a Mino Pecorelli? ¿Qué agregaba a lo que ya habían publicado los diarios Il Tempo y Avanti, como para que justificara que se incluyera ese frustrado artículo entre las muchas hipótesis del homicidio? Aparentemente, el tema de su nota no tenía por qué inquietar a alguien. Sin embargo, el artículo sobre Montoneros fue el único dato que Cristina proporcionó a los carabineros en su corta declaración, aparte de sus antecedentes personales, y no pasaron tres horas antes de que ella padeciera algunos inconvenientes.
Entre la una y la una y media de la tarde, mientras Cristina hablaba desde el teléfono de su departamento con su madre, fue interrumpida por el sistema de “llamada urbana urgente”, un servicio que hasta hace no mucho tiempo funcionaba en Italia con el número 197. Una voz metálica de la central telefónica irrumpía en las conversaciones y avisaba que había una llamada urgente para la línea ocupada. Eso sucedió en esta oportunidad y a Cristina le extrañó el aviso, ya que su teléfono no figuraba en guía y únicamente tenían el número unos pocos compañeros de trabajo, sus amigos más cercanos y sus familiares directos. Su madre liberó la línea enseguida y ella escuchó una voz marcial, de tono profundo, de una persona de mediana edad, que pronunció la frase: “¿Avete visto?” (“¿Has visto?”). El misterioso interlocutor le dijo entonces: “cattiva” (“mala”) y lanzó una carcajada, antes de colgar. Veinte o treinta minutos después, mientras la periodista estaba llamando a un compañero para tener alguna noticia sobre la redacción, fue nuevamente cortada por el servicio de llamada urbana urgente y escuchó otra voz, diferente a la anterior, pero con las mismas palabras.
Aquellos acosos contra Nosella no habían sido, sin embargo, los primeros ni los peores que la cronista había sufrido en los últimos días. Esa misma tarde, a las 18:00, Cristina amplió ante el juez la declaración que había hecho en la oficina de los carabineros, denunció las llamadas intimidatorias y relató otro extraño episodio que ya había denunciado.
El lunes 12 de marzo, ocho días antes del asesinato de Pecorelli, ella faltó a la reunión nacional del periódico porque había tenido que ir al centro de la ciudad por asuntos personales. Salió de su casa después de las 10:00 y dejó su automóvil Renault STL en la via Rizzo, a la vuelta del Banco de Roma. Cuando regresó a su auto, vio que faltaban algunas cosas, entre ellas, su grabador a casete, que era un aparato viejo y algo deteriorado, a pesar de que las puertas estaban cerradas. Ya preocupada, levantó el capó y comprobó que le habían robado también la rueda de auxilio. Cuando trató de poner en marcha el motor, no funcionó el sistema de encendido. Buscó entonces en la misma calle Rizzo a un electricista, que se acercó hasta el vehículo y comprobó que había dos cables de la batería sueltos. El electricista los conectó enseguida y el auto arrancó. Cuando había avanzado unos cien metros, Cristina quiso detenerse junto a un semáforo que estaba antes de una escuela, pero no pudo; los frenos no respondían. Intentó parar el vehículo con el freno de mano, pero tampoco funcionaba. Finalmente, pudo detenerlo en una salida de la calle e hizo examinar el auto por un mecánico. La campana del freno estaba abierta, había perdido completamente el líquido y el freno de mano había sido desarticulado. Apenas el mecánico reparó el Renault, Nosella se dirigió rápidamente al puesto de carabineros y denunció lo que había ocurrido. Ahora, estaba repitiendo la denuncia frente al juez, con el agregado de las llamadas de esa misma tarde.
Inmediatamente después de haber dado los detalles de las amenazas, Cristina comenzó a hablar al juez de la nota sobre Montoneros. Evidentemente, ella intuía un vínculo entre esa investigación y lo que le había sucedido. ¿Qué significado podía tener la pregunta: “avete visto”, a una periodista contra la cual habían atentado y a cuyo jefe acababan de asesinar? El artículo tenía prevista su salida para el 27 de marzo, con el título: “Onerevoli Fiancheggiatori” (algo así como “honorables militantes”, “honorables simpatizantes” u “honorables correligionarios”). Se trataba de un título irónico, en alusión a los diputados que habían participado de la reunión convocada por Vaca Narvaja. En Italia, a los diputados se los llama “honorables”, así que la ironía era, a la vez, un juego de palabras.

Denuncia de Cristina Nosella ante el juez, del 22 de marzo de 1979, en letra manuscrita.
El 14 de marzo —seis días antes del asesinato de Pecorelli—, Cristina había hablado por teléfono con el conocido abogado italiano Antonino Marazzita, defensor del grupo Montoneros, quien también asistía a Eleonora Moro en el proceso legal por el homicidio de su esposo —el ex primer ministro de Italia Aldo Moro— y antes había intervenido en el juicio civil derivado del asesinato del famoso escritor y cineasta Pier Paolo Pasolini. Los montoneros podían, por cierto, pagar abogados caros, ya que vivían en Europa con el dinero de rescates millonarios que procedían de secuestros que ellos habían ejecutado en la Argentina.
Pecorelli mismo había corregido el artículo de Nosella, tachado algunas cosas y agregado otras. Las enmiendas que escribió a mano el director hablaban por sí mismas. A diferencia de las noticias de los otros periódicos, la colaboración de Cristina era posterior a la sentencia dictada contra los cuatro montoneros en ausencia, ya que ellos seguían prófugos de la justicia italiana. La resolución los condenaba a tres años y cuatro meses de prisión, de los cuales dos habían sido “condonados”, según el artículo, que repite muchos datos que habían publicado Il Tempo y Avanti. Pero uno de los datos que agregaba la nota proyectada era el nombre de los parlamentarios que habían participado de la reunión de Montoneros, el 23 de noviembre de 1977: el senador Lelio Basso (ya entonces fallecido); el diputado Vetrano (PCI), el diputado Bottarelli (PCI), el diputado Avolio (PSI) y el diputado Maggi (PSI). Sin embargo, al referirse al grupo montonero, Pecorelli había tachado del original los nombres de Sling Gerl y Fernando Vaca Narvaja y dejado sólo el de Fleming. También había suprimido un párrafo en el que la autora señalaba que, después de la reunión del 23 de noviembre de 1977, se habían sucedido una serie de hechos en Italia, entre los cuales figuraba el secuestro y posterior homicidio de Aldo Moro y el asesinato de su escolta durante el secuestro, una operación ejecutada por las Brigadas Rojas, que —según la joven periodista— tenían estrechos vínculos con Montoneros. En cambio, el director había dejado, con mínimas correcciones, el párrafo en el que Cristina Nosella aseveraba que “el secuestro y asesinato de Aldo Moro presentaba en sus particularidades una fuerte analogía con el secuestro de Aramburu, efectuado por obra de Montoneros”. “Extrañamente —continuaba el párrafo— la coincidencia de los hechos y del tiempo fue omitida”; omitida en la investigación judicial, debe entenderse. Y finalizaba, por tanto, diciendo que la pista que hubiera conducido a la red internacional fue dejada a un lado.
La crítica final del artículo se refería al requerimiento que el procurador en jefe de la República había hecho al procurador general para que se investigaran los vínculos internacionales de Montoneros; algo que nunca fue respondido.
Cualquier hipótesis era un riesgo para sus destinatarios cuando la publicaba un semanario de investigación que solía llegar al fondo de los hechos, a lo largo de sucesivas ediciones. Los vínculos internacionales de Montoneros y la semejanza con el secuestro y asesinato del ex presidente argentino Pedro Eugenio Aramburu insinuaban más de lo que decían; quizá, más aún de lo que imaginaban la propia autora del artículo y su director.

Facsímil del borrador del artículo de Cristina Nosella, enmendado a mano por Mino Pecorelli.
¿Por qué Pecorelli había tachado la frase sobre los vínculos de Montoneros con las Brigadas Rojas —el grupo terrorista italiano— pero había dejado aquel insinuante párrafo sobre la red internacional y la similitud con las modalidades del secuestro de Aramburu? ¿Si Montoneros no se vinculaba en Italia con las Brigadas Rojas, con qué otro grupo podía estar ligado? Era muy difícil saber por qué el director había tachado aquella parte. Esto no significaba, necesariamente, que Pecorelli negara el vínculo de Montoneros con las Brigadas Rojas; simplemente, podía haber querido estar más seguro antes de publicar algo así. Pero, por otro lado, en julio de 1979 —cuatro meses después de la muerte del periodista—, el juez Luigi Gennaro envió una nota al procurador de la República por la que le hacía saber que algunas noticias que habían salido recientemente a la luz adjudicaban a Mino Pecorelli el descubrimiento de un “movimiento revolucionario de tipo justicialista” que se estaba gestando en Europa con financiamiento de países de América latina y ligado a organizaciones europeas de extrema derecha. ¿Sabía Pecorelli más de lo que decía acerca de los lazos de Montoneros en Europa?

Nota del juez Luigi Gennaro sobre los vínculos presuntamente denunciados por Mino Pecorelli entre un incipiente movimiento justicialista, financiado por países de América latina, y organizaciones europeas de extrema derecha.
La vinculación de Montoneros con elementos de la derecha europea no era una idea tan loca, aunque pudiera entonces parecerlo para un grupo que admiraba a Ernesto Che Guevara, había secuestrado a empresarios, asesinado a civiles y militares en la Argentina, cooperaba con otras organizaciones clandestinas de extrema izquierda y mantenía un estrecho intercambio con Cuba. Un cable de la Embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires, remitido al Departamento de Estado, en noviembre de 1979, informaba que la “Casa del Pueblo”, que ocupaban los montoneros en Madrid, estaba protegida por la Guardia Civil Española, que además patrullaba la zona. La comunicación había tomado nota, asimismo, de las buenas relaciones de Montoneros con el Ministerio del Interior de España, que por entonces estaba gobernada por el franquista Adolfo Suárez. Difícilmente podría habérseles escapado este dato a personajes como Stefano Delle Chiaie, un terrorista italiano de extrema derecha que había trabajado años atrás en España para la Policía Secreta y mantenía una red de contactos en Italia, España y Francia, entre muchos otros países.1 Y eso por no hablar de las relaciones de la cúpula de Montoneros con militares argentinos influyentes en Roma.

Fragmentos del cable de la Embajada de los Estados Unidos en la Argentina, de noviembre de 1979, que informa que la casa que ocupaban los montoneros en Madrid estaba protegida por la Guardia Civil Española.
Sin duda, en la agenda inmediata de Pecorelli figuraba el asunto del secuestro y asesinato de Aldo Moro, sobre el cual él había anticipado, el día anterior al de su muerte, que revelaría nuevos misterios y aportaría sensacionales descubrimientos.2 El director de O.P. se había presentado, once horas antes de ser asesinado, ante el magistrado que llevaba el “caso Moro”, Luciano Infelisi, y le había prometido aportar documentos explosivos sobre el homicidio del ex primer ministro.3
No era poca cosa aquella promesa. En Italia se ha dicho que el caso Moro representa una piedra angular en la historia del terrorismo de ese país; una línea respecto de la cual hay un antes y un después, a tal punto que, cuanto más se investigan los diversos acontecimientos de aquellos años, todo gira en torno de Aldo Moro.4
Es cierto que un director que publicaba todas las semanas noticias explosivas que podían desestabilizar políticamente a funcionarios y empresarios estaba siempre amenazado a causa de muchos de sus artículos, algunos de los cuales revelaron escándalos de enorme magnitud. Sin embargo, parece que los criminales, en los días inmediatamente anteriores y posteriores al atentado contra Pecorelli, sólo se tomaron la molestia de amedrentar a una chica de veinte años, que estaba haciendo sus primeras armas en el periodismo y que en aquel momento únicamente tenía entre manos su proyecto de artículo sobre Montoneros, en el que mencionaba la semejanza entre el secuestro y asesinato de Aldo Moro y el del general Pedro Eugenio Aramburu. Al año siguiente, sin embargo, las amenazas apuntaban hacia otros objetivos.
¡Con Khadafi, no!
El 12 de noviembre de 1980, a las dos de la tarde, la secretaria de redacción del diario La Repubblica recibió un llamado de un lector que no quiso decir su nombre pero que quería saber quién había sido el autor de un artículo que ocupaba toda la cuarta página del periódico de ese día.
La secretaria le dijo que ella no lo sabía y que debía llamar más tarde a la sección de política interna del diario, porque en ese momento nadie estaba trabajando todavía allí. A las 16:30, el interesado volvió a llamar a la secretaria de redacción, quien nuevamente le dijo que tenía que hablar con el área de política interna, donde fue derivado mediante la central del periódico. Allí lo atendió el periodista Giorgio Rossi, que no era el autor del artículo ni sabía quién lo había escrito, de modo que pasó la llamada al jefe de la sección, Giorgio Dell’Arti, a quien previamente advirtió que quien hablaba era una persona extraña y que sería mejor que no le diera su verdadero nombre. Dell’Arti tomó la comunicación con el nombre supuesto de Mario Abbate y, apenas se presentó, su interlocutor le preguntó si él había escrito el artículo de página cuatro. El jefe asumió la responsabilidad, asintió a la pregunta y entonces la voz anónima se transformó en una cascada de amenazas de muerte contra él y su familia si no paraba de dar ese tipo de noticias. Dell’Arti le respondió que, si pensaba hacerlo callar de esa manera, estaba completamente equivocado. El personaje interpretó mal el sentido de aquella respuesta y le ofreció entonces dinero para hacer lo que le pedía. Giorgio le siguió entonces el juego y le preguntó cuánto le daría. “Entre cincuenta y doscientos millones de liras” fue la respuesta. El periodista le dijo entonces que no podía hablar en ese momento porque la sala de redacción estaba llena de gente, y le dio un número directo para que le llamara de nuevo, pero esta vez Dell’Arti conectó un grabador al teléfono.
—Hola.
—¿El señor Abbate?
—Sí, soy yo.
—Entonces ¿qué ha decidido?
—Bueno… yo estoy de acuerdo en hacer esto, pero usted debe precisar un poco mejor.
—¿Mejor qué?
—Por ejemplo, en este momento, saber qué quiere exactamente.
—De hecho, la suspensión de los trabajos que ha iniciado, porque imagino que habrá una saga.
—Está bien, pero usted diga de qué quiere exactamente que yo no hable; porque usted comprenderá que el diario no va a dejar de hablar de repente de todo el escándalo del petróleo.
—Yo estoy dispuesto a brindarle… eso que usted informó de O.P. es nada comparado con lo que quedó sin decir.
—Bah… eso lo imagino.
—Yo puedo traerle un sobre con documentos que harían que Forlani salga esposado.
Arnaldo Forlani era el primer ministro de Italia, quien había asumido en el cargo el mes anterior y procedía del ala derecha de la Democracia Cristiana. El diálogo continuaba y el jefe de Política Interna trataba de saber cuáles eran los intereses que se estaban moviendo detrás de las presiones.

Fragmento de la denuncia de Giorgio Dell’Arti ante la Legione Carabinieri di Roma. Nucleo di Polizia Giudiziaria; el 14 de noviembre de 1980, a las 10:00.
—Uhm… Está bien ¿pero yo cómo hago para estar seguro de que… es decir… entendámonos bien… yo… espere un momento, espere un momentito, que nosotros estamos hablando de cómo el diario La Repubblica se está ocupando de este asunto. Ahora, hay alguna cosa que a usted no le gusta que salga publicada. Esto me parece que… me dice si estoy equivocado en lo que entiendo…
—No, perfectamente, perfectamente.
—Por otro lado, usted se da cuenta de que el diar…, en definitiva, que yo no puedo dejar de escribir del escándalo del petróleo por completo. Entonces, por tanto, usted dígame qué cosa no quiere que yo escriba.
—Subimos un peldaño importante.
—Sí.
—El pobre general Giudice ahora es poco más que un obstáculo. Por tanto, el hecho de que usted lo ataque no quiere decir nada.
—Esto no le importa. Esto yo puedo continuar haciéndolo.
—Así que estamos interesados en…
—Muy bien, usted, disculpe, perdone si lo interrumpo. Usted cuando dice “estamos”, qué cosa, cuando dice “nosotros”. Este “nosotros” a qué se refiere exactamente. Yo…
—Escuche. Si me permite, el interrogatorio debe apuntar a algo diferente. Si usted espera que yo le diga quién está aquí, comprende que es una pregunta un poco…
—Está bien; está bien. Ahora, el general Giudice…
—Pero, yo siento rumores de fondo.
—No. Probablemente las paredes son… Estoy solo en una habitación. Quédese tranquilo.
—Ahora. Que no se hable más de Khadafi ni de la embajada de Libia en Roma.
—Sí, está bien.
—Que no se involucre a Casardi y a Maletti, porque no entraron, no entraron, repito.
—Sí.
—Entonces, usted ha escrito que informando aquello que escribía ese pisa-barro (pestafango) de Pecorelli,5 que ha involucrado a un cierto Andrea, una cosa muy banal… esto no es así; no levanten polvo sobre personas que no se implicaron. Si apunta hacia otra pista tal vez podremos darle satisfacciones.
—¿Sí, y cuál es esa pista que usted me estaba diciendo antes que estaba en posición de darme material?
—¿Por qué no va a revisar un poco las relaciones que tenía Miceli con la embajada de Libia en primera persona?
—¿Usted me dice, sin embargo, que de la embajada de Libia no debo hablar?
—Pero ahora sin citar ni a Maletti ni a Casardi.
—A usted le interesa que yo no hable de la vinculación de Maletti y Casardi con la embajada de Libia.
—Exacto.
—Pero yo puedo hablar de la embajada de Libia por lo que se refiere a los vínculos de Miceli.
—¡Exacto, exacto!
Maletti era el general Gianadelio Maletti, jefe de la Oficina D, el sector operativo más importante del Servicio de Informaciones para la Defensa, más comúnmente llamado SID, como se lo conoció en Italia hasta 1977. Casardi era el almirante Mario Casardi, nada menos que el director del SID, en la misma época. Parecía evidente que las presiones procedían de los propios servicios de inteligencia italianos.
—¡Oh! Usted me decía que podía darme un paquete —continuó fingiendo el periodista.
—Si usted suspende por algunos días las publicaciones sobre este fascículo de Pecorelli que todos conocen, pero es importante que no se publiquen los hechos, existe la posibilidad, por supuesto en forma anónima, de este paquete.
—Sí, entonces en los documentos de los que me habla, en ese paquete… es decir, los documentos…
—Yo le explico una cosa que me parece importante. Yo, lamentablemente, tomo decisiones en un ámbito muy restringido, porque esta es una cuestión de nivel nacional; por tanto, no espere que yo dirija las cosas personalmente. Está claro que yo debo consultar con los que están arriba; es una responsabilidad que no puedo asumir en primera persona.
—Sí; está bien, pero quiero decirle que nosotros estamos abriendo una tratativa y, en consecuencia, yo quiero que usted me confirme que de parte suya se abre un flujo de informaciones.
—No; esto, desafortunadamente, no lo puedo garantizar al ciento por ciento, porque…, no sé con precisión hasta qué punto yo puedo disponer…
—¿Cómo quiere hacer entonces?
—Si usted suspende por algún día estos informes será un buen sistema para…
—Mire, yo también debo hablar con mis superiores, porque yo no soy el director de La Repubblica.
—Mire. Scalfari hay ciertas cosas que debe comprender. No es la persona que no entiende ciertas cosas.
Eugenio Scalfari, un ex miembro del Parlamento italiano, era en ese momento el director del diario La Repubblica y siguió siéndolo hasta 1996.
—Me parece necesario que nos veamos ¡eh! —insistió el supuesto Abbate.
—Está bien. Sin embargo, llamaré siempre a este número.
—Usted llámeme siempre a este número, si responde otro, pregunte por Abbate y, entonces…
—Y después, piense en la familia. Yo voy a decirle sólo una cosa: me disgusta porque pienso que sobre esto, lamentablemente, no puedo jugar y actúo con extrema seriedad y dureza muchas veces. A mí me disgusta dar órdenes que pueden cortar la carrera de personas respetables y queridas. Pienso que usted no será un héroe; que usted mantiene a su familia con su trabajo. Por tanto, no sirve a nadie… Desafortunadamente, el escándalo superó nuestra competencia e intentaremos arreglarlo, si podemos. Entonces, si usted está de acuerdo, colabore, con todo lo que pueda parecerle útil. Si usted no colabora está claro que la responsabilidad final, después, será suya. Yo no tengo problemas de conciencia si la cosa le interesa. A estas cosas estoy habituado desde hace mucho tiempo, así que usted haga sus cuentas.
—¿Usted es joven?
—Digamos que hice la academia militar hace algunos años.
—Escuche ¿me puede decir cuándo me vuelve a llamar?
—Yo le digo también esto. Tengo la posibilidad de controlar si su teléfono está filtrado y si en ese momento usted está usando el grabador. Como amigo, si así me considera, no se lo aconsejaría. ¿Estamos de acuerdo sobre esto?
—Está bien. ¿Me dice cuándo me vuelve a llamar, por favor?
—Yo ahora dejo pasar algunos días, así le doy la posibilidad de que yo pueda constatar si usted tiene intenciones de colaborar, después de lo cual veremos qué se puede hacer.
—¿Ahora, digamos, lunes por la mañana?
—Exacto, me parece el día ideal.
—Mañana, eh, ahora, por favor, me llama antes de las 10:30