Vivir sin permiso y otras historias de Oeste

Manuel Rivas

Fragmento

libro-6

 

Antón Santacruz siempre había sido un valiente.

Recuerdo el día en que nos paró el sargento Moreno, a quien nosotros llamábamos Ben-Hur. Le tenía muchas ganas a Antón. Muchas. Y esta vez Antón se había descuidado. Iba muy confiado. Con la hierba en la guantera del Dos Caballos, el coche en el que nos movíamos la cuadrilla de los Erizos. El Dos Caballos era una especie de patrimonio histórico de Oeste. Había pasado por muchas manos, la mayoría destartaladas como el coche, y Antón lo heredó de la madre, Saleta, que desde niña andaba a las algas y a los erizos. Cuando tuvo el hijo, ella era soltera, no se conocía al padre, y se puede decir, y se decía, que el Dos Caballos había sido la cuna de Antón Santacruz. El mecánico de Oeste, Gonzalo, admiraba aquella máquina: «Este coche anda porque recuerda». En la fachada del taller había un rótulo, DOCTOR FUTURO, al que el viento, cuando se ensañaba, conseguía arrancar un gemido rencoroso y un parpadeo de luz averiada. Gonzalo, Gonz, Doctor Futuro, se pasaba el día leyendo novelas de ciencia ficción, siempre que fueran de segunda mano, ocultándose de improbables clientes en la cámara de alguna furgoneta megalítica, y cuando al fin dabas con él, saludaba con resignación: «Aquí, esperando que llegue el año pasado». Vestía un mono de trabajo blanco jaspeado de óxidos, y siempre que salía al exterior se ponía unas antiguas gafas de soldador con montura de aluminio.

—Son para ver lo menos posible.

Pero Doctor Futuro atendía con interés personal el Dos Caballos de Santacruz, encariñado con su «motor memorioso». También se contaba que cuando nació, Antón Santacruz ya vino con memoria, y que Saleta exclamó cuando lo trajo en su canasta de pescadera: «¡Se me apareció!». Y tenía razón. Antón siempre aparecía. Basculante como una chalana en tierra, el Dos Caballos se movía muy despacio, pero las ruedas nunca desistían de andar. Y allí aparecía Antón Santacruz. Donde tenía que estar. Y donde no tenía.

—¡Abre la guantera!

—Hace años que no la abro, sargento. ¿Quién sabe lo que hay ahí?

—Ábrela.

—Puede ser peligroso. Ratones, avispas asiáticas…

—Abre de una vez. Así. ¿Qué llevas ahí?

—¿Dónde?

—En la caja.

—¿Qué caja?

—La única caja que hay. Trae aquí.

—Medicina. Ya se ve lo que dice. Ibuprofeno.

Dentro del paquete, sin más camuflaje, una pequeña bolsa plástica con hierba.

—Ibuprofeno de berza —dice con sorna Ben-Hur, después de abrir y oler la bolsa.

Y él, en vez de callar, todo elocuencia.

—Yo qué sé, sargento. Es cosa de la industria farmacéutica. Yo no comí mierda de adivino para saber lo que te dan cuando pides Ibuprofeno.

—¡Salid del coche! —ordenó el sargento.

—¿Y la Olinda también?

—¡No, la perra no!

Olinda había estado todo el tiempo en silencio, como yo. Pero cuando nos ordenaron salir para el cacheo, se puso a ladrar con la furia de quien tiene que saldar todas las cuentas de la historia en un control de tráfico. Era otra herencia de la madre. Olinda no tenía propiedad que vigilar, excepto al propio Santacruz. Y lo hacía como si fuese su último cachorro.

Yo había resistido en posición ausente. Al contrario de Antón, mi estrategia era huir. Contaba mis victorias por el número de huidas. Admiraba a aquel general romano que vencía al enemigo a fuerza de escapar de él. Pero esta vez iba con Antón Santacruz, y la huida no era una opción. ¿De quién y por qué iba a tener que escapar él en Oeste? De nadie. Nunca. Con razón o sin ella.

Las manos apoyadas en el coche y las piernas abiertas.

—A ese mírale bien en el moño —dice el sargento al guardia por mis trenzas rastafari—. Puede llevar ahí escondido un kilo de mierda.

—Quisiera preguntarle algo, sargento —dice, de repente, Antón.

No, por favor, que no pregunte.

Pero allá va:

—Si yo fuese un narco, todo un señor capo, quiero decir, ¿cuánto tendría que pagarle para que mirase para otro lado?

Siento en mi cuerpo el miedo de un seísmo en el que el epicentro siempre es Antón Santacruz. Pero en esta ocasión, no hay golpe. No hay temblor.

—¡Eres un bocazas! Algún día vas a tener que destocar esos himnos —le dice Ben-Hur.

Esa frase algo tenía que ver con la memoria de Oeste. La banda de música siempre tuvo mucha fama. Había una tradición, los instrumentos se heredaban, y también parecía que había un sendero en el aire que atravesaba el tiempo por donde iba y venía el solfeo. Y la gente de este mar también tenía otra fama. La de ir contra el mundo. Era algo muy antiguo. Como si Oeste ya se hubiese fundado así, contra el mundo. No sé explicarlo, no es algo que te enseñen en la escuela, pero la gente sabe lo que eso significa. El caso es que la banda de música de Oeste tenía fama de tocar bien, y en especial, con mucho espíritu, los aires revolucionarios. Ya desde La Marsellesa y el Himno de Riego. Y bordaba A las barricadas o La internacional. La banda era muy solicitada en los tiempos de la República. Era un reclamo para la gente. Mi abuela Herminia contaba que hacían de la protesta una romería. Ella empezaba el relato alegre, pero al final se ponía amarilla, como en un mal viaje. Cuando el golpe militar acabó con la República, llegaron los falangistas a ocupar Oeste y meter más que miedo. Lo primero que hicieron fue reunir a la banda de música. Un gerifalte gritó: «¡Ahora vais a destocar lo que habéis tocado!». Y tuvieron que interpretar las partituras del revés, del final al principio, como un derrumbamiento del aire.

Así que el sargento sabe bien lo que le está diciendo. Y Antón Santacruz entiende el mensaje. Pero él, que nunca se acobarda, todavía tiene el valor de contestar:

—El monstruo que todos llevamos dentro, alguno lo lleva por fuera.

—¡No empieces con indirectas! —dice el sargento.

No, miedo no tenía ninguno. Y en realidad, le daba poco a la hierba. Para echar unas risas alguna noche en el dique, al lado del faro. No era el sitio más discreto. La cuadrilla de los Erizos, colocándose en el faro. Supongo que desde el ventanal del bar Morcego nos miraban como al videoclip de la generación perdida de Oeste. A veces creo que nos reuníamos allí porque nos colocaba más la luz giratoria del faro que la maría.

También nosotros mirábamos hacia el ventanal del Morcego como a una pantalla. Más que nada, por si aparecía Nor. El verdadero combustible de Antón Santacruz era el café de máquina. No cualquier café. El café de máquina. Y más en concreto: el café de máquina del Morcego. El café de Nor.

—¡Tu café me hace inmortal!

—Eso será porque no tienes dónde caer muerto.

—Tengo el mar entero. Además, la funeraria se llama Paraíso. En Oeste, tenemos que ir al Paraíso en coche fúnebre. ¡Qué buena pareja haríamos, Nor! Todos los montescos y capuletos del Morcego detrás, en la comitiva. Y el viejo Charrúa, en el Minauto, con la gran plañidera, conduciendo sin carnet hacia la eternidad.

—De mi padre no hables, ¡ni aunque sea para bien! —espetó Nor, muy enojada—. Toma el café y vete.

—¡Voy a embarcarme hacia el más allá!

—Eso. Vete a vender pérdidas.

Ella regentaba el Morcego. El viejo Charrúa estaba en su propiedad habitual, una mesa esquinada, con la cabeza oculta entre las páginas del periódico. En la versión de Santacruz, las lápidas del periódico. Era costumbre de los clientes de más edad el demorar la lectura en la sección de esquelas. Solo se movía de allí durante el día para algún mandado de Nor y manejaba, sí, el Minauto, un cochecito de los que se conducen sin carnet. Ella había emigrado de joven, como otra mucha gente en Oeste, a trabajar en Suiza. Había encontrado un lugar donde se sentía bien, un hotel en la orilla del lago Thun. Después de un año limpiando habitaciones, consiguió un empleo de jardinera. Demostró pronto que sabía tratar con la tierra y que se llevaba bien con las plantas y con las herramientas. Para Nor fue un contratiempo tener que volver a casa, y todavía más tener que quedarse. Había regresado por la enfermedad de la madre, a quien guadañó muy pronto un cáncer de páncreas, y cuando Nor pudo levantar algo la cabeza se encontró con un padre desatornillado. Esa fue la expresión que él utilizó, «estoy desatornillado», y resultó acertada. Se había desatornillado de la vida. Así que ella decidió quedarse. Encargarse del bar Morcego. Había días en que se arrepentía de haber asumido aquella atadura familiar, poseída por un rencor cada vez más pegajoso, como una clase de bruma que parecía venir del Inframundo con la intención hostil de borrar Oeste. No era soledad lo que sentía, ya le gustaría estar sola, sino la presencia desagradable de una especie de doble, de otra Nor afeada, desaliñada, irascible. Cuando se liberaba de la abducción de esa enemiga, volvía la Nor animosa y sonriente. Quería transformar el viejo local del Morcego y convertirlo en un pequeño hotel «con encanto», un comentario que le valió la chanza de la cuadrilla de los Erizos. Había comenzado por arreglar para alojamiento dos de los cuartos. En la desadornada y austera Oeste, los vecinos vieron florecer la casa Morcego, con jardineras de begonias, geranios y alegrías en los balcones. Y los rosales de la terraza. Pero esa Nor no tardaba en decaer y en su lugar tomaba el mando la Nor huraña. Ojalá la niebla borrase todo de una vez. También al padre esquinado, entre las páginas lapidarias. Ojalá borrase a la cuadrilla de los Erizos, con su tufo a mar y marihuana. Ojalá callase para siempre ese bocazas llamado Antón Santacruz.

—Ah, yo sé que si difunto, Dios no lo quiera, Dios sea bueno y el Demonio también, y el forense abriese mi corazón, allí aparecería impreso tu nombre, Nor, rosa de los rosales polares. Todo está ahí indicado…

—¿Dónde está indicado?

—En la borra del café.

—¡Anda, vete a por los erizos! Toda Francia está a la espera.

—También yo sé esperar, Nor. Nos amaremos como insólitos espectros en el espacioso camposanto de Brañas Verdes.

—¿Pero tú no eras inmortal?

—Insólito. Me equivoqué en la metáfora. ¡Ser soy insólito! Y tú también.

El viejo Charrúa asomó, sombrío, detrás de las lápidas de papel.

—En Brañas Verdes, en lugar sagrado, algún vándalo, que no andará muy lejos, pintó con brea la injuria de ¡Furtivos! En la mismísima tapia del cementerio. No respetáis nada, ni a los muertos.

No esperábamos aquella acusación de profanación y ofensa a los difuntos. Me pareció un buen momento para una estratégica escapada, pero Antón miró al viejo Charrúa como a un rezagado de la Santa Compaña.

—¿Y quién sabe si los muertos quieren estar en paz? Todavía hay algunos que votan desde La Chacarita, el gran camposanto de Buenos Aires. Y no se equivocan de partido, no. Además, llamar furtivos a los difuntos no es un insulto.

De repente, se desentendió del viejo, se acercó al ventanal orientado hacia el mar, y habló con un inesperado pesar:

—Además, todas las almas son furtivas.

Su voz sonó por una vez extrañamente seria. Él mismo pareció sorprendido de sus propias palabras. En el aire del Morcego aquel decir, alado e inquieto, fue saltando de cabeza en cabeza, como uno de esos pensamientos que hace pensar. El viejo Charrúa notó ese zumbido de extraño insecto hasta que lo aplastó con la mano y él desapareció otra vez entre las lápidas de papel. Nor miró a Antón con curiosidad. Como a un forastero. Uno de esos navegantes solitarios que fondean en Oeste o el caminante de la ruta de los faros que carga la mochila histórica como un saco lleno de estrellas fugaces. Durante un tiempo, son nuevas verticales en marcha por la Línea del Horizonte, en la ruta de los faros. Hasta que un día se van. Se despiden. O no.

Que Nor lo mirase así, como a un desconocido, era más de lo que Antón podía desear. Así que pidió otro café de máquina.

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