Nota del editor
Los noventa y seis artículos reunidos en este volumen se publicaron en el suplemento dominical El País Semanal entre el 5 de febrero de 2017 y el 27 de enero de 2019. Para la recopilación de los dos últimos años de labor columnística, en esta ocasión, Javier Marías ha elegido la pieza «Cuando la sociedad es el tirano» como título del libro. En ella, tirando del hilo de una cita del pensador del siglo XIX John Stuart Mill, el autor se pregunta qué es hoy realmente la «opinión pública» representada por las redes sociales, a priori tan democráticas, puesto que cualquiera de nosotros puede acceder y participar; unas redes muy cuestionadas en los últimos tiempos por la existencia de bots y la fabricación interesada a nivel local y global de fake news. Esta es una de sus conclusiones: «En suma, detrás de lo que hoy se considera la sacrosanta “opinión pública”, a menudo no hay casi nadie real ni reflexivo, sólo unos cuantos activistas que saben multiplicarse, invadir el espacio […]. Cualquier sociedad es por definición manipulable, y en muy poco tiempo se le crean e inoculan ideas inamovibles».
Marías, que sí es alguien real, se esfuerza incansablemente por reflexionar acerca de toda clase de asuntos y por que los lectores, a su vez, también lo hagan, como se comprueba en cada artículo de Cuando la sociedad es el tirano. Sin duda, es muy consciente de los males que nos acechan: la demagogia, los extremismos, el peligro siempre latente de los sistemas totalitarios y los tics dictatoriales; al revelarlos, nos previene de los «vientos de autoritarismo», por decirlo con sus palabras, y de su contagio. No se engaña sobre las dificultades que conlleva su propósito, consistente en «intentar pensar lo no tan pensado», tal como escribe en la columna «También uno se harta». Y se lamenta: «Pero el pensamiento individual está hoy mal visto, se exigen ortodoxia y unanimidad».
Se lamenta, sí, aunque no se rinde ni da la batalla por perdida; no renuncia a su libertad personal, «la libertad de expresión y de creación», como expone en la pieza titulada «Contra el arte». Tampoco renuncia a su proverbial sentido del humor, a la guasa y, cuando lo considera oportuno, a la exageración, pues como él mismo reconoce en uno de los artículos de este libro, «bueno, si uno no exagera un poco no se divierte».
Hay diversión en Cuando la sociedad es el tirano, por ejemplo en el texto «Andanadas contra el diccionario», que relata una sesión de trabajo en la Academia. Además, hay en el libro todo un desfile de personajes: Trump y sus dislates, al poco de haber sido elegido presidente de Estados Unidos, y lo que ha venido después; la «incompetente y confusa» Theresa May, en las secuelas tras la votación del Brexit; la historia singular de Hugh Oloff De Wet, y muchos más. Javier Marías también le dedica una columna a su abuela Lola, nos habla de su madre Lolita y, en el artículo que cierra este volumen, titulado «Lo que nos hacen creer que nos pasa», deslumbrante en tantos sentidos, aborda la relectura de un ensayo de su padre, el filósofo Julián Marías, sobre la Guerra Civil.
Los asuntos que el escritor trata en sus columnas dominicales son asimismo muy variados, pues no siempre se ocupa de cuestiones estrictamente políticas; así, entre otros, hay artículos sobre los indudables beneficios de las vacunas, el fútbol, el movimiento MeToo, las películas clásicas de romanos (y algún abominable remake), los terribles asesinatos machistas, y que se haya dejado de hablar de las consecuencias sociales de la crisis económica mientras el problema de Cataluña se enquista y muchos han sacado las banderas al balcón.
¡Oigan!
Como quien oye llover. Dios te oiga. Oye tú, ¿qué te crees? Oiga, ¿me permite una pregunta? Oído (es decir, enterado). Oyó las campanadas del reloj, eran las dos. No quiero oír una queja más. Oí un ruido espantoso. He oído que tienes novia. Oír, ver y callar. Se oyeron disparos. Como lo oyes. No oigo bien con este oído. ¡Oiga usted!
Todas estas expresiones están a punto de desaparecer o van desapareciendo de nuestra lengua. El porqué es un misterio. Resulta difícil determinar cuándo los cursis horteras (no son términos excluyentes, sino que con frecuencia van juntos) decidieron que el verbo «oír» era «malsonante» o por lo menos no «fino», algo tan absurdo como dictaminar lo mismo respecto al verbo «ver». A diferencia de cien mil otras aberraciones, esta no procede del inglés mal traducido: en esa lengua aún se distingue perfectamente entre «to hear» y «to listen», «oír» y «escuchar» respectivamente. Tampoco es un catalanismo contagiado por los muchísimos catalanes con protagonismo en la radio y en la televisión nacionales. Ellos, en su lengua, diferencian y no confunden «sentir» y «escoltar». ¿Qué ha sucedido para que en el español de hoy todo se «escuche», hasta las cosas más grotescas y menos escuchables? Si me ocupo de la cuestión es, lo confieso, porque me saca especialmente de quicio. La suplantación se da por doquier: en los telediarios, en las películas y series (teóricamente escritas por guionistas que deberían conocer mínimamente su lengua), en el habla de la gente, hasta en novelas y en este diario, que en tiempos remotos presumía de estar escrito correctamente. (Hace poco leí en un titular que no sé cuántas personas «atenderán a la toma de posesión de Trump», en vez de «asistirán», que es lo que significa «to attend» en el inglés que ya pocos traducen; la mayoría se limita a trasponerlo tal cual, aunque incurra en disparates.)
Oigo o leo continuamente incongruencias de este calibre: «Escuché disparos». «Se escuchó una explosión tremenda.» «El teléfono va mal, no te escucho.» «Me seguían, o al menos escuché pasos a mi espalda.» «Se escucharon las campanas de la iglesia.» «No te he escuchado llegar.» «Sin querer, escuché lo que le decías.» «Se escucha un gran alboroto.» Y quizá mi favorita: «Llego tarde porque no he escuchado el despertador» (oída, lo juro, en una veterana serie de televisión). Da vergüenza explicar cosas obvias, pero es el signo de nuestros tiempos. (Tiempos inútiles, sin interés y sin avance, si hay que repasar el abecedario continuamente y en todos los ámbitos.) «Oír» y «escuchar» se pueden usar indistintamente en algunas —pocas— ocasiones. Se puede oír o escuchar música, la radio, una conferencia, un discurso. Pero ni siquiera en esos casos los dos verbos son absolutos sinónimos. «Escuchar» implica siempre duración y deliberación. Es decir, que lo escuchado no sea efímero y que por parte del oyente haya voluntad de atender, de prestar cierta atención, aunque sea distraída. «Oír» no implica por fuerza ninguna de esas dos cosas, más bien presupone involuntariedad. Las explosiones, los tiros, los ruidos inesperados, los alaridos, el despertador, así pues, no se escuchan, sino que se oyen. Su sonido alcanza los oídos, independientemente de que éstos quieran o no oírlo. La distancia entre los verbos es parecida (no idéntica) a la existente entre «ver» y «mirar». Nadie diría (aún): «Ayer miré a Jacinto entrar en un bar de putas», sino «Ayer vi…». La acción de entrar es muy breve, no puede «mirarse». Tampoco es que estuviéramos apostados a la puerta del bar para controlar quiénes entraban, sino que por casualidad —no intencionadamente— vimos a Jacinto en mal momento. De la misma forma, asegurar que se «escucharon» petardos, o pasos, o voces, es una sandez y una cursilería.
Hace ya unos veinte años escribí un artículo titulado «Breve y arbitraria guía estilística para detectar farsantes».[1] Mencionaba expresiones o latiguillos que a mí —reconocía que mi subjetividad mandaba— me servían para saber en seguida si quien escribía o hablaba era un impostor, un mentecato, un cantamañanas o incluso un hipócrita. Al cabo de tanto tiempo, quizá debería actualizar esa «guía» algún domingo. Vaya hoy por delante mi desconfianza hacia cuantos utilizan «estar en sus zapatos», que han copiado literalmente de las novelas y series americanas porque les parece más «cool» —como se dice hoy en castellano— que sus equivalentes españoles más certeros, «ponerse en la piel del otro» o «no me gustaría estar en su pellejo». También veo farsantes en cuantos utilizan el adjetivo «emocional», que ha desterrado «sentimental» o «emotivo», según los casos y las circunstancias. De lo que no me cabe duda es de que son pretenciosos catetos los que lo «escuchan» todo, hasta el grito de una persona o el ladrido de un perro en mitad de la noche. O viceversa, que todo puede llegar a ser, al paso que vamos.
5-II-17
Obras y alardes
No sé si fue así, me lo han contado: al parecer, según el programa de la SER de Gemma Nierga, hace unas semanas se me instó a «aclarar las palabras» de mi columna «Ese idiota de Shakespeare» (22-I-17) en presencia de la excelente actriz Blanca Portillo, y «mi equipo» declinó la invitación. Como no se refirieran al Real Madrid, ignoro de qué «equipo» hablaban, pues no tengo de eso. Nadie me llamó en todo caso, ni a nadie a mí cercano. Vaya este preámbulo para que Blanca Portillo no me crea tan descortés con ella como desabrida ha sido ella conmigo. Otras colegas suyas han sido agresivas o groseras, soliviantadas ante dicha columna. No sé si vale la pena explicar algo, dado cómo lee hoy mucha gente, o cómo decide leer, y atribuirle a uno lo que no ha escrito en absoluto. Pero que por mí no quede.
Dije que hacía años que no iba al teatro para no exponerme a sobresaltos. Eso no significa que no haya ido mucho ni que no pueda regresar mañana. Numerosas veces he protestado del IVA punitivo con que lo grava este Gobierno, y en cuanto a los sueldos de las mujeres, véase mi artículo «Trabajo equitativo, talento azaroso»,[2] de no hace ni tres meses, para saber mi postura ante esa injusticia. De lo que hablé fue de un tipo de teatro, que abunda desde hace ya lustros, en el que el texto es lo secundario. Soy un espectador —y un lector— a la vez ingenuo y resabiado. Resabiado porque he visto y leído no poco, y sobre todo porque me dedico a escribir ficciones y el primer obstáculo con que me encuentro es que en principio me cuesta vencer mi incredulidad ante lo que invento y narro. Así que me exijo (seguramente no lo bastante). Fue el poeta y crítico Coleridge quien en 1817 acuñó la expresión «voluntaria suspensión de la incredulidad», que desde entonces se ha aplicado a lo que todos necesitamos para adentrarnos en casi cualquier obra ficticia, sea fantástica o realista. Cuando uno va al teatro, sabe que está en el teatro; no ha olvidado que viene de la calle y que ha dejado a los niños con la canguro. Cuando la función empieza —y aquí entra el espectador ingenuo que soy—, uno precisa algo de ayuda por parte de quienes la llevan a cabo, no lo contrario. Si uno se propone contemplar una obra, claro está, y no un «alarde» escénico, interpretativo o circense. Hay quienes van a ver esto último precisamente, y son muy dueños. Pero si a mí se me anuncia un clásico, Shakespeare de nuevo, confío en que el montaje no vaya contra él, o que no lo tome como mero pretexto para lucimientos diversos.
Si Glenda Jackson hace de Rey Lear, dije, me resulta imposible creérmelo: estaré viendo a Jackson todo el rato, por magnífica que sea su interpretación, lo que no pongo en duda. Mencioné un montaje inglés de Julio César en una cárcel de mujeres y con elenco exclusivamente femenino, y añadí: «La verdad, para mí no, gracias». No sostuve que eso no debiera hacerse ni critiqué a los que van a verlo. Allá cada cual, faltaría más que no pudiéramos elegir espectáculo. Ahora se da esta moda, pero la contraria me impide suspender mi incredulidad igualmente, y por eso me referí a la Celestina del admirable José Luis Gómez. Hace décadas Ismael Merlo interpretó a Bernarda Alba, y lo lamento, no podía dejar de reconocer a Merlo, esforzándose. Si a Laurence Olivier se le hubiera antojado encarnar a la Reina Gertrudis en vez de a Hamlet, por bien que hubiera hecho su trabajo, habría visto a Olivier haciendo un alarde y no me habría creído su personaje. Como si a John Wayne le hubiera dado por hacer de Pocahontas o Clark Gable se hubiera empeñado en ser Escarlata O’Hara, afeitado el bigote y cuanto ustedes quieran.
A quienes escribimos ficciones nos acechan las inverosimilitudes por todas partes. Dejó de interesarme la celebrada House of Cards cuando el Vicepresidente estadounidense (Kevin Spacey) mata con sus propias manos a una periodista en el metro… y nadie lo ve, ni lo capta una cámara. Lo siento, pero un Vicepresidente no está para esos menesteres. Se los encarga a un sicario, a través de intermediarios; como mínimo, a su esbirro de mayor confianza. Uno recobra la incredulidad muy fácilmente, por un detalle o una vuelta forzada del argumento, por falta de ayuda. Hablé de la costumbre de convertir en nazis o gangsters a los personajes shakespeareanos. Aparte de vetusta (el primero en vestirlos como a Goebbels fue Orson Welles hacia 1940), se hace arduo situar en esas épocas a un Macbeth que cree en profecías de brujas. Es lícito «recrear» o «reinterpretar» a los clásicos, pero prefiero que se me advierta que voy a contemplar algo «inspirado» en ellos, y no Fuenteovejuna de Lope o Enrique V de Shakespeare. Hablo por mí —hay que insistir, cielo santo—, como espectador resabiado e ingenuo. Se me ha reprochado, por último, opinar lo que opiné desde El País y siendo miembro de la Real Academia, una «irresponsabilidad». Veamos, ¿por escribir en este diario debo limitar mi libertad de opinión? ¿Por pertenecer a la RAE debo inhibirme y domesticarme? Pues ni lo sueñen. Menuda ganancia.
12-II-17
Hugo Trump o Donald Chávez
Cuando escribo esto, Trump lleva dos semanas como Presidente efectivo. Cuando ustedes lo lean, llevará cuatro, así que los estropicios se habrán duplicado como mínimo. A mí no me da la impresión de que ese individuo con un dedo de frente quiera cumplir a toda velocidad sus promesas electorales, o hacer como que las cumple, o demostrar que lo intenta (hoy, un sensato juez de Seattle le ha paralizado momentáneamente su veto a la entrada de ciudadanos de siete países musulmanes). La sensación que me invade es de aún mayor peligro, a saber: se trata de un sujeto muy enfermo que debería ser curado de sus adicciones, la mayor de las cuales es sin duda su necesidad de hiperactividad pública, de tener las miradas puestas en él permanentemente, de no dejar pasar una hora sin proporcionar sobresaltos y titulares, provocar acogotamientos y enfados, crisis diplomáticas y tambaleos del mundo. Su incontinencia con Twitter es la prueba palmaria. Quienes tuitean sin cesar, es sabido, son personas megalomaniacas y narcisistas, es decir, gravemente acomplejadas. No soportan el vacío, ni siquiera la quietud o la pausa. Un minuto sin la ilusión de que el universo les presta atención es uno de depresión o de ira. Precisan estar en el candelero a cada instante, y los instantes en que no lo están se les hacen eternos, luego vuelven a la carga. Hay millones de desgraciados que, por mucho que se esfuercen y tuiteen, siguen siendo tan invisibles e inaudibles como si carecieran de cuenta en esa red (si es que esa es la palabra: lo ignoro porque no he puesto un tuit en mi vida).
Pero claro, si uno se ha convertido misteriosamente en el hombre más poderoso de la tierra, tiene asegurada la atención planetaria a las sandeces que suelte cada poco rato. El eco garantizado es una invitación a continuar, a aumentar la frecuencia, a elevar el tono, a largar más improperios, a dar más sustos a la población aterrada. Es el sueño de todo chiflado: que se esté pendiente de él, y no sólo: que se obedezcan sus órdenes. Ya han surgido comparaciones entre Trump y Hitler. Por fortuna, son prematuras. A quien más se parece el Presidente cuyo incomprensible pelo va a la vez hacia atrás y hacia adelante; a quien ha adoptado como modelo; a quien copia descaradamente, es a Hugo Chávez. Éste se procuró a sí mismo un programa de televisión elefantiásico (Aló Presidente, creo que se llamaba), obligatorio para todas las cadenas o casi, en el que peroraba durante horas, sometiendo a martirio a los venezolanos. Era faltón, no se cortaba en sus insultos («¡Bush, asesino, demonio!», le gritaba al nefasto Bush II que ahora nos empieza a parecer tolerable, por contraste), le traían sin cuidado las relaciones con los demás países y los incidentes diplomáticos, gobernaba a su antojo y cambiaba leyes a su conveniencia, y sobre todo no paraba, no paraba, no paraba. Recuerden que la desesperación llevó al Rey Juan Carlos, por lo general discreto y afable, a soltarle «Pero ¿por qué no te callas?», ante un montón de testigos y cámaras. Trump es un imitador de Chávez, sólo que con tuits (de momento). Es su gran admirador y su verdadero heredero, porque Maduro es sólo una servil caricatura fallida.
Pero detrás de Trump hay más gente, aparte de los 62 millones de estadounidenses suicidas que lo votaron (hay que consolarse pensando que 65 votaron a Clinton), bastantes de los cuales deben de estar ya arrepentidos. Detrás están Le Pen y Theresa May y Boris Johnson y Farage, están Orbán y la títere polaca del gemelo Kaczynski superviviente, está sobre todo Putin. Está el Vicepresidente Pence, un beato fanático, tanto que en Nueva York se me dijo que había que rezar por la salud de Trump, paradójicamente, para que su segundo no lo sustituyera en el cargo. Y está Steve Bannon, su consejero principal, un talibán de la extrema derecha en cuya web Breitbart News se ha escrito que abolir la esclavitud no fue buena idea, que las mujeres que usan anticonceptivos enloquecen y dejan de ser atractivas, que «padecer» feminismo puede ser peor que padecer cáncer… Este comedido sabio va a estar presente en las reuniones del Consejo de Seguridad Nacional por imposición de Trump, contraviniendo la inveterada costumbre de que a ellas no asistan asesores ideológicos del Presidente, que le puedan persuadir de tirar bombas donde y cuando no conviene.
Ha llegado ya, muy pronto, el momento de hacer algo. Pero ¿qué? Los Gobiernos están semiatados, las sociedades no tanto. Antes o después a alguien se le ocurrirá un boicot a los productos estadounidenses. Según Trump, todos los países se han aprovechado del suyo. Pero a todos el suyo les vende infinidad de cosas (desde cine hasta hamburguesas), y de eso depende en gran medida el éxito o el fracaso de su economía. Si la economía falla, los empresarios y las multinacionales se enfadan mucho. Y se enfadarán con Trump, Pence y Bannon, quizá hasta el punto de querer que se vayan, o de obligarlos a cambiar de estilo y de ideas. El estilo Chávez es ruinoso, eso ya está comprobado.
19-II-17
¿A quién podemos cargarnos hoy?
Una noticia en verdad nimia me llamó la atención, en la sección de Estilo. Por representativa, por significativa, por sintomática, por enfermiza, por demente. Era nimia, pero este diario le dedicaba casi media página, con foto incluida. Pero a eso iré luego. «Vogue USA cumple 125 años en medio de la polémica», rezaba el titular, y el subtitular: «Avalancha de críticas a la portada del aniversario», que era lo que la imagen reproducía. En ella se ve a siete jóvenes modelos formando grupo, enlazándose unas a otras por la cintura. Van vestidas con recato: jersey negro de cuello alto y pantaloncitos de estampados semejantes (culottes es el término). Los pies descalzos en la arena y todas con el pelo recogido. Como no podía ser menos, son de razas diversas, o con mezcla. Bien, miré unos segundos la foto y no vi motivo para polémica alguna, lo cual despertó mi curiosidad: «¿Qué diablos habrá visto aquí la gente para cabrearse y lanzar una “avalancha”?», me pregunté, y leí el texto: «La lluvia de críticas ha resultado torrencial», se insistía en él. Torrencial, nada menos. Debo estar ciego.
Dos eran los pecados. Por un lado, la mano y el brazo de una modelo estaban retocados, siendo más largos de lo normal, y, casualmente o no, esa mano es la que coge por la cintura a la modelo «de talla grande, Ashley Graham». Pero lo imperdonable es que la susodicha Ashley Graham posa de manera levemente distinta que el resto: es la única que, en vez de apoyar una mano en una compañera, la tiene caída, «reposa sobre el muslo y le tapa la cintura». Ergo: se la obligó a posar así para que pareciera más delgada; ergo: la revista es falaz, discriminatoria e hipócrita, y, lejos de «reivindicar la diversidad de cuerpos», finge hacerlo y disimula las curvas de Graham. De nada sirvió que ésta asegurara que fue ella quien eligió posar así y que nadie le indicó qué hacer. Twitter siguió vomitando sus vómitos.
En esta nimiedad hay factores muy raros: a) ¿Cómo hay tanta gente en el mundo a la que le importe la portada de una revista? b) ¿Cómo hay tanta tan desocupada como para molestarse en criticarla? c) ¿Por qué se ha dedicado a mirarla con lupa y lentes de aumento? (Hay que fijarse mucho para advertir la mano larga, y ser muy susceptible para percibir algo maligno en el brazo sobre el muslo de Graham; de hecho, salta a la vista que el suyo es más grueso que el de sus colegas, luego ella no parece «más delgada»; por lo demás, no desentona en absoluto y resulta tan atractiva o más que las otras.) Respecto al primer factor, la respuesta es la consabida: parte del mundo lleva tiempo idiotizado, como comprobamos aquí hace unos meses cuando fue noticia de Telediario algo llamado «cobra» que al parecer le había hecho un cantante a una cantante en una gala. En cuanto al segundo y al tercero, sólo cabe concluir que hay masas de gentes cuyo único aliciente en la vida es enfurecerse y criticarlo todo, sea lo que sea. Parecen levantarse de la cama con una idea fija: ¿A quién o qué podemos cargarnos hoy? ¿A quiénes hacer la vida imposible, aunque sea durante un rato? ¿Qué víctimas escogeremos? Algo habrán hecho mal, y si no, nos lo inventamos. ¿Que Ashley Graham desmiente que la instruyeran para bajar el brazo? Da lo mismo, la cuestión es desfogarnos, poner a caldo y hacer algo de daño.
Recibo cartas reveladoras, pero hace poco me llegó una de Holanda asombrosa. El remitente me decía que el adjetivo «agradable» con que había calificado a Obama (supongo que contraponiéndolo al muy desagradable Trump) le parecía «despreciativo», porque era mucho más que eso. Me eché a reír y me quedé perplejo. Sin duda Obama es más, pero ¿desde cuándo es despreciativo «agradable»? Hay personas que ya no saben de qué protestar, de qué quejarse. A este paso, pronto veremos a artistas indignados porque se haya dicho de su libro o su película que son una obra maestra. «¿Una obra maestra?», se revolverán. «Eso es denigrante.» O —más probablemente— «Eso es paternalista. ¿Quién es nadie para opinar sobre lo que he hecho?». No crean, ya hay movimientos —críticos profesionales incluidos— que abogan por una «crítica acrítica», como lo leen. Todo es bueno y nadie tiene derecho a establecer distinciones. Es hora de admitir que lo que está en marcha es una continua presión sobre cuantos dicen, escriben, opinan algo, un intento de acallarlo y censurarlo todo (menos lo propio). Una vez sabido esto y aceptado, lo sensato sería no hacer ni caso. Pero luego, hasta los diarios dedican media página a los tiquis miquis de turno, o a los furibundos vocacionales, y les confieren dimensión. En vista de eso, la mayoría de los que dicen, escriben y opinan van tentándose la ropa antes de darle a una tecla, temiendo ser tildados de machistas o racistas o elitistas, temiendo las «avalanchas». A todos ellos les diría: «Den por hecha esa avalancha; no cuenta, si la damos por descontada. Escriban lo que escriban, les caerá encima». Sólo a partir de ahí se recobrará un poco de la mucha libertad ya perdida.
26-II-17
De quién fiarse
Con motivo de la preciosa edición conmemorativa que Alfaguara ha tenido la gentileza de hacer de Corazón tan blanco, quizá mi novela más conocida, al cumplir ésta veinticinco años, me ha sido inevitable recordar un poco aquellos tiempos. Ignacio Echevarría habla con frecuencia de los peligros de la relectura: libros que uno leyó con entusiasmo a los veinte o treinta años, lo defraudan o se le caen de las manos a los cincuenta o sesenta, y lo cierto es que no hay manera de saber de quién es la culpa: si del lector antiguo e ingenuo, si del lector actual y resabiado, si del libro mismo que era excelente cuando apareció y una birria cuando mal ha envejecido. Uno se encuentra, así, con que en realidad ignora no ya el valor intrínseco de una obra, sino su propia opinión al respecto. Por eso tiendo a rehuir las relecturas, con excepciones. A veces prefiero guardar un buen recuerdo difuso, y tal vez equivocado, antes que someterlo a la revisión de unos ojos más experimentados, impacientes y cansados. La más famosa novela en español de la segunda mitad del siglo XX, Cien años de soledad, no me he atrevido a echármela a la vista desde que la leí muy joven: temo que ahora me decepcione, temo encontrarla increíble, pinturera, exagerada; o irritarme cuando me cuente que no sé qué personaje levita, algo que ya no le perdonaba en vida Cabrera Infante. Es un ejemplo.
Sé que puedo volver a Conrad, Flaubert, Melville y Dickens sin miedo, porque he corrido el riesgo con ellos y he salido reafirmado. Ya no estoy tan seguro con Faulkner, que leí con devoción, no digamos con Joyce y Virginia Woolf, que nunca me sedujeron mucho (con salvedades). No sé si se aguantan todo Valle-Inclán ni todo Beckett, ni las novelas largas de Henry James (sí los cuentos), ni todos los puntillosos arabescos de Borges. No desconfío de los relatos de Horacio Quiroga. Si Rayuela me pareció una tontada en su día, no quiero imaginarme ahora. No regresaría a las novelas de Fitzgerald ni Hemingway (sí a algunos cuentos de éste). Por supuesto pueden revisitarse sin fin Shakespeare, Cervantes, Proust y Lampedusa.
No he querido releer Corazón tan blanco, pero aquí —puesto que el autor nunca puede juzgar con objetividad sus libros— no por temor a un desencanto, sino más bien a comprobar que «antes» escribía mejor que «ahora», como pienso siempre, sean cuales sean el «antes» y el «ahora». Lo ya concluido y aposentado suele parecerme más logrado que lo que aún me traigo entre manos; quizá erróneamente, no lo sabré nunca. En la conversación que mantuve con Juan Cruz para este diario, surgió algo, lateralmente, que me ha hecho reflexionar más tarde. Al preguntarme por qué la opinión de Juan Benet me era decisiva, le contesté: «Era una época en la que los escritores se permitían opinar con mayor libertad que hoy. Creo que cada vez tenemos menos libertad y procuramos no decir cosas muy negativas de ningún contemporáneo. Él sí lo hacía. Que en esas circunstancias me diera el nihil obstat para mí era mucho». Y en efecto, algo extraño ha ocurrido en los últimos tiempos. A la vez que desde el anonimato de las redes se pone verde a cualquiera, por lo general sin más base que la irascibilidad, la fobia o motivos espurios de índole política (sufrimos partidos que no toleran las críticas y castigan organizadamente a quienes se las hacen; o bien los represalian económicamente cambiando o saltándose sus leyes a conveniencia: algo gravísimo de lo que apenas se habla), la sociedad literaria se ha convertido en un kindergarten. Hay alguna escaramuza, de los novelistas de una generación contra los de las precedentes —lo esperable, lo tópico—, pero ya casi nadie juzgamos a nadie, así nos parezcan sus obras inanes o detestables, y así sean invariablemente jaleadas por la crítica y los colegas amistosos. Por suerte no hemos llegado al nivel de los «luvvies», término del argot inglés para calificar, sobre todo, a las gentes del cine y el teatro que se rigen por la mutua admiración aspaventosa y a menudo insincera. (Su equivalente sería el apelativo «cariñitos».)
Pero está mal visto criticar hoy la obra de un colega, como si eso fuera a achacarse, sin falta, a la envidia o a los celos, como si sólo hubiera razones «innobles» para los juicios negativos. También las hay para los positivos, no les quepa duda: la adulación recíproca es buen negocio, para las dos o más partes. En su día lo demostraron Cela y Umbral, o Carlos Fuentes y Juan Goytisolo: las dos parejas se elogiaban sistemáticamente y todos se beneficiaban. Lo cierto es que la creciente falta de libertad ha conseguido que no sepamos qué opinamos los escritores de nuestros contemporáneos. Aunque no seamos los mejores jueces, tampoco los peores, y es una pérdida. Antes solíamos saberlo: qué pensaba Nabokov de Faulkner, Faulkner de Hemingway, Valle-Inclán de Azorín, Juan Ramón de Guillén y Salinas. Por no remontarnos a lo que opinaban Lope de Cervantes o Quevedo de Góngora. Cuando menos, eso orientaba y servía, y no dejaba los veredictos en las porosas manos de los críticos y en las sudorosas de los internautas. Aunque hoy acaso nos gusten todos, los que no podían leerse sin soltar maldiciones.
5-III-17
Atribulados
Por azar, la elección de Trump me coincidió con un periodo de entrevistas a medios estadounidenses, y me encontré con que varios entrevistadores —sobre todo si eran jóvenes— me preguntaban más por cuestiones políticas que literarias. Al ser yo español, y haber vivido bajo una dictadura y bajo el «fascismo» (Franco murió cuando yo contaba veinticuatro años), me consideraban poco menos que «un experto» y pretendían que los orientara: cómo reconocer la tiranía, consejos para hacerle frente, guías de conducta, etc. Notaba en esos jóvenes un gran desconcierto. Nunca habían previsto encontrarse en una situación como la actual, es decir, con un Presidente brutal que ni siquiera disimula. Intenté no resultar alarmista ni asustarlos en demasía. Al periodista de Los Angeles Review of Books, por ejemplo, vine a decirle: «De una cosa tened certeza: con Trump y Pence el fascismo llegaría a América si pudieran obrar a su antojo. Ese sería su deseo y su meta. Mi esperanza es que no serán capaces de instaurarlo plenamente, en parte por la clara separación de poderes en los Estados Unidos, en parte porque habría una fortísima oposición a ello. Vuestra esperanza es que una candidata tan poco atractiva como Clinton obtuvo más votos populares que Trump, casi tres millones. Una dictadura sólo es posible si: a) se establece un régimen de terror y se elimina a los críticos y disidentes, como fue el caso en Chile y en la Argentina en los años setenta, o en Alemania, Italia, España y la URSS en los treinta y cuarenta; b) la mayoría de la población, sea por convencimiento (Hitler) o por miedo, apoya al dictador. Eso, sin embargo, puede ocurrir con más facilidad de la que imagináis. Pero, mientras no ocurra, hay esperanza. Y, al menos de momento, no creo que pueda suceder en vuestro país. Tenemos que aceptar la democracia aunque nos desagrade lo que votan nuestros compatriotas. Pero debemos estar en permanente guardia, luchar contra lo abusivo, injusto o anticonstitucional. Por desgracia, puede que no estéis empleando la palabra equivocada —fascismo—, pero quizá sea prematuro emplearla ya».
Por su parte, el joven e interesante novelista Garth Risk Hallberg me inquirió: «¿Cómo se huele el fascismo? ¿Cuál es su hedor? ¿Cómo lo reconoceremos?». Al ser más poética, esta cuestión tiene más difícil respuesta. En cada sitio ese olor varía. Pero hay una peste que comparten todas las tiranías, aunque sean de distinto grado: del nazismo al comunismo y del franquismo al putinismo, del Daesh al chavismo y del pinochetismo al castrismo, de la dictadura argentina al maoísmo y el erdoganismo. Es la que emiten la intolerancia y el odio a la crítica, la persecución de la opinión independiente y de la prensa libre, el pánico a la verdad y el deseo de aniquilar a los «desobedientes». Y Trump ha lanzado esa hediondez bien pronto. Su principal consejero, Steve Bannon, ha dicho sin tapujos que la obligación de la prensa es «cerrar el pico», nada menos. Y el propio Trump ha calificado a los medios más serios y prestigiosos, como el New York Times, el Washington Post, Politico, el New Yorker, la CNN, la NBC y el Los Angeles Times, de «enemigos del pueblo», exactamente la misma acusación de cuantos tiranos ha habido contra quienes iban a purgar o suprimir, si podían. Por mucho que la prensa haya declinado, por mucho que demasiada gente prefiera informarse a través de las nada fiables redes sociales, sin ella estaríamos perdidos e indefensos. A esa prensa estadounidense, además, el mayor muñidor de mentiras —Trump— la acusa justamente de eso, de propalar noticias falsas. También es una táctica viejísima de los dictadores: acusar al contrario de lo que uno hace, presentarse como el defensor de lo que uno intenta derribar. Véase el uso que hoy hacen tantos de los referéndums y los plebiscitos: los ofrecen como lo más democrático del mundo quienes en realidad aspiran a acabar con la democracia. Nada tan fácil de manipular, teledirigir y tergiversar como un plebiscito o un referéndum.
El atribulado periodista de la LARB volvió al final a la carga: «¿Qué nos aconsejaría leer en este momento crítico?». Le contesté que mejor leer obras no políticas, porque las pausas son necesarias incluso en los peores tiempos. Pero, por si acaso, también le recomendé Diario de un hombre desesperado, de Friedrich Reck-Malleczewen, que he encomiado aquí otras veces. «Murió, como tantos», le dije, «en un campo de concentración. Pero no era judío, si mal no recuerdo, y ni siquiera izquierdista. Vio muy pronto lo que significaba Hitler, cuando Hitler aún no era “Hitler”. Hay una escena increíble en la que recuerda haber tenido la oportunidad de matarlo entonces, en un restaurante. Bien que no lo hiciera. Uno no puede llamar a alguien fascista hasta que haya demostrado serlo». Y aquí viene la pregunta ardua: ¿cuándo se demuestra eso? ¿A partir de qué acción, o basta con las declaraciones, los síntomas? ¿Ha de iniciar una guerra o una persecución injustas, una matanza? No conviene apresurarse. Pero tampoco percatarse demasiado tarde.
12-III-17