En el contexto de la celebración del VII Congreso Internacional de la Lengua Española en la ciudad argentina de Córdoba el próximo mes de marzo, la Real Academia Española (RAE), la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) y la Academia Argentina de Letras (AAL) han querido rendir homenaje a uno de los autores en español más importantes de todos los tiempos y a su obra más emblemática, Rayuela, que conmocionó el panorama cultural de su tiempo.
Se une este nuevo título a los ya publicados en la colección de ediciones conmemorativas de la Real Academia Española y de la Asociación de Academias de la Lengua Española: El Quijote (2004 y 2015), Cien años de soledad (2007), La región más transparente (2008), Pablo Neruda. Antología general (2010), Gabriela Mistral en verso y prosa (2010), La ciudad y los perros (2012), Rubén Darío. Del símbolo a la realidad (2016), La colmena (2016), Borges esencial (2017) y Yo el supremo (2017).
Más de medio siglo después de la publicación de Rayuela (1963) —o Mandala, como también se pudo llamar—, la obra continúa siendo un hito fundamental en la narrativa contemporánea, una verdadera revolución para la literatura en español. Considerada por gran parte de la crítica como el prólogo del boom latinoamericano, esta considerada por el mismo Cortázar como «contranovela» se convirtió rápidamente, pese a las críticas, en un gran éxito editorial.
Su lectura, un desafío para el lector, que debe hacerla de salto en salto, como el juego de la rayuela, se plantea casi como una reescritura de la obra en el sentido de que él debe tomar parte activa asumiendo, por ejemplo, el orden en que la plantea: secuencial, de principio a fin; desde el capítulo 1 al 56, omitiendo los «Capítulos prescindibles»; según un orden aleatorio elegido por el propio lector, o bien siguiendo el «Tablero de dirección» propuesto por el autor. Curiosamente, este tablero deja fuera el capítulo 55, quizás otro guiño estructural al hilo mismo del juego, en el que se debe pasar por todas las casillas a excepción de aquella en la que se encuentra el tejo, que hay que saltarla.
Este es el verdadero origen de la novela, el intento de Cortázar por crear una estructura que «modificara las leyes del juego de la lectura» y que trascendiese el mero orden de los capítulos para instalarse en el propio texto, rompiendo así los esquemas tradicionales de la narrativa.
Nuestra edición incluye, además, la reproducción facsimilar y transcripción del Cuaderno de bitácora, manuscrito autógrafo de Cortázar que permite hacernos una idea del proceso de construcción de la obra, su primer esbozo. Se trata de un conjunto de más de cien páginas que pueden convertirse, en cierto modo, en una nueva guía de lectura y que nos proporcionan datos de todo tipo, desde los títulos que barajó el autor —«pero creo que esto debe llamarse Rayuela (Mandala es pedante)», p. 117; «Novela Los juegos», p. 43— hasta sus apuntes sobre técnica narrativa, el carácter de los personajes, o una serie de interesantes dibujos —pp. 33, 35, 119—. Editado por Ana María Barrenechea en la editorial Sudamericana en 1983, veinte años después de la aparición de Rayuela lo recuperamos de nuevo, gracias a la gentileza de la Biblioteca Nacional de Argentina, como complemento de la edición.
Asimismo, se han considerado para nuestra cubierta las precisas indicaciones que dio Cortázar al editor Porrúa para la primera edición, conscientes de su interés por las artes plásticas y el empeño que puso, concretamente, en su diseño —«Yo he sido siempre sensible a las tapas de los libros, y a veces he descubierto en ellas cosas extrañamente asociadas al texto»—, tanto en la disposición de la representación de la rayuela como de los colores que debían utilizarse —«los colores tienen que ser todo lo brillantes que se pueda, para contrastar con el fondo negro»—.
Coordinada por José Luis Moure, presidente de la Academia Argentina de Letras, la edición recupera, como complemento a la novela, tres textos magistrales de Gabriel García Márquez, Adolfo Bioy Casares y Carlos Fuentes, autores contemporáneos de Julio Cortázar, que dan cuenta de la dimensión del autor y de la recepción que tuvo la novela en su tiempo. Además, incluye trabajos de los escritores Mario Vargas Llosa y Sergio Ramírez, y de los críticos Julio Ortega, Andrés Amorós, Eduardo Romano y Graciela Montaldo, que muestran la intemporalidad de la propuesta narrativa cortazariana.
Completan el volumen una biobibliografía, compilada por la profesora María Alejandra Atadía, una bibliografía básica, y un glosario de voces utilizadas en la novela y un índice onomástico elaborados en estrecha colaboración entre la Academia Argentina de Letras y la Real Academia Española.
© Herederos de Julio Cortázar
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
EL ARGENTINO
QUE SE HIZO QUERER DE TODOS[1]
Fui a Praga por última vez hace unos quince años, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar. Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.
A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolonga hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas de perro con papas heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk. No solo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni Carlos Fuentes ni yo olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche irrepetible.
Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles: «La noche de Mantequilla». Es la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ese el cuento que el propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y albañiles cesantes hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aun para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.
Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público, a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más impresionante que he tenido la suerte de conocer.
Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del rincón, como Jean-Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta centavos, entre peloteros mal pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquel era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande. Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del Boulevard Saint-Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón.
Años después, cuando ya éramos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día, pues me parece que se recreó a sí mismo en uno de sus cuentos mejor acabados —«El otro cielo»—, en el personaje de un latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente a un espejo, Cortázar lo describió así: «Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia». Su personaje andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera recibido una interpelación semejante. Lo raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el escolar más alto y más flaco del mundo. En las muchas veces que nos vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez.
Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estarse muriendo otra vez de vergüenza por la consternación mundial que ha causado su muerte. Nadie le temía más que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente. En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y elegías por Julio Cortázar. Prefiero seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e indestructible como su recuerdo.
ADOLFO BIOY CASARES
[SEMBLANZA][2]
«Una vez, Cortázar salió en una revista de Buenos Aires. El caso es que él ya era bastante conocido, pero yo no lo sabía y pensando que le iba a dar un placer le mandé el recorte y unas líneas afectuosas. Quiso ser un gesto de amistad y así lo interpretó él, que me lo agradeció. Yo lo admiraba muchísimo y me di cuenta de repente que todo el mundo lo admiraba».
«Yo creo que es uno de los mejores escritores argentinos y con eso estoy diciendo que es uno de los mejores de la literatura universal. Asombrosamente, este país es un país de buena literatura. Digo asombrosamente porque es un grado anormal de este país, pero debo reconocer que desde los tiempos de Ascasubi o Hernández, siempre fue buena».
«Una de las cosas que más nos unía era el sentido lúdico, no tomarnos en serio para nada. Y ese es un secreto para la vida. Compartíamos con él una mirada escéptica en relación con el mundo, aunque un escepticismo esperanzado, no de rechazo».
Cortázar y Bioy escribieron casi el mismo cuento («La puerta condenada» y «Un viaje o El mago inmortal», respectivamente). Bioy dice sobre eso: «Fue una cosa extrañísima. [...] Creo que Cortázar y yo lo sentimos como una prueba del destino, de que éramos amigos».
MARIO VARGAS LLOSA
LA TROMPETA DE DEYÁ[3]
A Aurora Bernárdez
Aquel domingo de 1984 acababa de instalarme en mi escritorio para escribir un artículo, cuando sonó el teléfono. Hice algo que ya entonces no hacía nunca: levantar el auricular. «Julio Cortázar ha muerto —dijo la voz del periodista—. Dícteme su comentario».
Pensé en un verso de Vallejo —«Español de puro bestia»— y, balbuceando, le obedecí. Pero aquel domingo, en vez de escribir el artículo, me quedé hojeando y releyendo algunos de sus cuentos y páginas de sus novelas que mi memoria conservaba muy vivos. Hacía tiempo que no sabía nada de él. No sospechaba ni su larga enfermedad ni su dolorosa agonía. Pero me alegró saber que Aurora había estado a su lado en esos últimos meses y que, gracias a ella, tuvo un entierro sobrio, sin las previsibles payasadas de los cuervos revolucionarios, que tanto se habían aprovechado de él en los últimos años.
Los había conocido a ambos un cuarto de siglo atrás, en casa de un amigo común, en París, y desde entonces hasta la última vez que los vi juntos, en 1967, en Grecia —donde oficiábamos los tres de traductores, en una conferencia internacional sobre algodón—, nunca dejó de maravillarme el espectáculo que significaba ver y oír conversar a Aurora y Julio, en tándem. Todos los demás parecíamos sobrar. Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: «No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan, en su casa, para deslumbrar luego a los interlocutores con las anécdotas inusitadas, las citas brillantísimas y esas bromas que, en el momento oportuno, descargan el clima intelectual».
Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto como su simpatía, su compromiso con la literatura —que daba la impresión de ser excluyente y total— y su generosidad para con todo el mundo, sobre todo con los aprendices como yo.
Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores. Que Julio escribiera y Aurora solo tradujera (en su caso ese «solo» quiere decir todo lo contrario de lo que parece) es algo que yo siempre supuse provisional, un transitorio sacrificio de Aurora para que, en la familia, hubiera de momento nada más que un escritor. Ahora, que vuelvo a verla, después de tantos años, me muerdo la lengua las dos o tres veces que estoy a punto de preguntarle si tiene muchas cosas escritas, si va a decidirse por fin a publicar... Luce los cabellos grises, pero, en lo demás, es la misma. Pequeña, menuda, con esos grandes ojos azules llenos de inteligencia y la abrumadora vitalidad de antaño. Baja y sube las peñas mallorquinas de Deyá con una agilidad que a mí me deja todo el tiempo rezagado y con palpitaciones. También ella, a su modo, luce aquella virtud cortazariana por excelencia: ser un Dorian Gray.
Aquella noche de fines de 1958 me sentaron junto a un muchacho muy alto y delgado, de cabellos cortísimos, lampiño, de grandes manos que movía al hablar. Había publicado ya un librito de cuentos y estaba por reeditar una segunda recopilación, en una pequeña colección que dirigía Juan José Arreola, en México. Yo estaba por sacar, también, un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como dos jovencitos que hacen su vela de armas literaria. Solo al despedirnos me enteré —pasmado— que era el autor de Bestiario y de tantos textos leídos en la revista de Borges y de Victoria Ocampo, Sur, y el admirable traductor de las obras completas de Poe que yo había devorado en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto Rico. Parecía mi contemporáneo y, en realidad, era veintidós años mayor que yo.
Durante los años sesenta, y, en especial, los siete que viví en París, fue uno de mis mejores amigos, y, también, algo así como mi modelo y mi mentor. A él di a leer en manuscrito mi primera novela y esperé su veredicto con la ilusión de un catecúmeno. Y cuando recibí su carta, generosa, con aprobación y consejos, me sentí feliz. Creo que por mucho tiempo me acostumbré a escribir presuponiendo su vigilancia, sus ojos alentadores o críticos encima de mi hombro. Yo admiraba su vida, sus ritos, sus manías y sus costumbres tanto como la facilidad y la limpieza de su prosa y esa apariencia cotidiana, doméstica y risueña, que en sus cuentos y novelas adoptaban los temas fantásticos. Cada vez que él y Aurora llamaban para invitarme a cenar —al pequeño apartamento vecino a la Rue de Sèvres, primero, y luego a la casita en espiral de la Rue du Général Beuret— era la fiesta y la felicidad. Me fascinaba ese tablero de recortes de noticias insólitas y los objetos inverosímiles que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso, que, según la leyenda, existía en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a divertirse como un niño: el cuarto de los juguetes. Conocía un París secreto y mágico, que no figuraba en guía alguna, y de cada encuentro con él yo salía cargado de tesoros: películas que ver, exposiciones que visitar, rincones por los que merodear, poetas que descubrir y hasta un congreso de brujas en la Mutualité que a mí me aburrió sobremanera pero que él evocaría después, maravillosamente, como un jocoso apocalipsis.
Con ese Julio Cortázar era posible ser amigo pero imposible intimar. La distancia que él sabía imponer, gracias a un sistema de cortesías y de reglas a las que había que someterse para conservar su amistad, era uno de los encantos del personaje: lo nimbaba de cierto misterio, daba a su vida una dimensión secreta que parecía ser la fuente de ese fondo inquietante, irracional y violento, que transparecía a veces en sus textos, aun los más mataperros y risueños. Era un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte al que probablemente solo Aurora tenía acceso, y para el que nada, fuera de la literatura, parecía importar, acaso existir.
Esto no significa que fuera libresco, erudito, intelectual, a la manera de un Borges, por ejemplo, que con toda justicia escribió: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido». En Julio la literatura parecía disolverse en la experiencia cotidiana e impregnar toda la vida, animándola y enriqueciéndola con un fulgor particular sin privarla de savia, de instinto, de espontaneidad. Probablemente ningún otro escritor dio al juego la dignidad literaria que Cortázar ni hizo del juego un instrumento de creación y exploración artística tan dúctil y provechoso. Pero diciéndolo de este modo tan serio, altero la verdad: porque Julio no jugaba para hacer literatura. Para él escribir era jugar, divertirse, organizar la vida —las palabras, las ideas— con la arbitrariedad, la libertad, la fantasía y la irresponsabilidad con que lo hacen los niños o los locos. Pero jugando de este modo la obra de Cortázar abrió puertas inéditas, llegó a mostrar unos fondos desconocidos de la condición humana y a rozar lo trascendente, algo que seguramente nunca se propuso. No es casual —o, más bien sí lo es, pero en ese sentido de orden de lo casual que él describió en 62 Modelo para armar— que la más ambiciosa de sus novelas llevara como título Rayuela, un juego de niños.
Como la novela, como el teatro, el juego es una forma de ficción, un orden artificial impuesto sobre el mundo, una representación de algo ilusorio, que reemplaza a la vida. Sirve al hombre para distraerse, olvidarse de la verdadera realidad y de sí mismo, viviendo, mientras dura aquella sustitución, una vida aparte, de reglas estrictas, creadas por él. Distracción, divertimento, fabulación, el juego es también un recurso mágico para conjurar el miedo atávico del ser humano a la anarquía secreta del mundo, al enigma de su origen, condición y destino. Johan Huizinga, en su célebre Homo Ludens, sostuvo que el juego es la columna vertebral de la civilización y que la sociedad evolucionó hasta la modernidad lúdicamente, construyendo sus instituciones, sistemas, prácticas y credos a partir de esas formas elementales de la ceremonia y el rito que son los juegos infantiles.
En el mundo de Cortázar el juego recobra esa virtualidad perdida, de actividad seria y de adultos, que se valen de ella para escapar a la inseguridad, a su pánico ante un mundo incomprensible, absurdo y lleno de peligros. Es verdad que sus personajes se divierten jugando, pero muchas veces se trata de diversiones peligrosas, que les dejarán, además de un pasajero olvido de sus circunstancias, algún conocimiento atroz, o la enajenación o la muerte.
En otros casos, el juego cortazariano es un refugio para la sensibilidad y la imaginación, la manera como seres delicados, ingenuos, se defienden contra las aplanadoras sociales o, como escribió en el más travieso de sus libros —Historias de cronopios y de famas—, «para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles». Sus juegos son alegatos contra lo prefabricado, las ideas congeladas por el uso y el abuso, los prejuicios y, sobre todo, la solemnidad, bestia negra de Cortázar cuando criticaba la cultura y la idiosincrasia de su país.
Pero hablo del juego y, en verdad, debería usar el plural. Porque en los libros de Cortázar juega el autor, juega el narrador, juegan los personajes y juega el lector, obligado a ello por las endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de la página menos pensada. Y no hay duda que es enormemente liberador y refrescante encontrarse de pronto, entre las prestidigitaciones de Cortázar, sin saber cómo, parodiando a las estatuas, repescando palabras del cementerio (los diccionarios académicos) para inflarles vida a soplidos de humor, o saltando entre el cielo y el infierno de la rayuela.
El efecto de Rayuela cuando apareció, en 1963, en el mundo de lengua española, fue sísmico. Removió hasta los cimientos las convicciones o prejuicios que escritores y lectores teníamos sobre los medios y los fines del arte de narrar y extendió las fronteras del género hasta límites impensables. Gracias a Rayuela aprendimos que escribir era una manera genial de divertirse, que era posible explorar los secretos del mundo y del lenguaje pasándola muy bien y que, jugando, se podían sondear misteriosos estratos de la vida vedados al conocimiento racional, a la inteligencia lógica, simas de la experiencia a las que nadie puede asomarse sin riesgos graves, como la muerte y la locura. En Rayuela razón y sinrazón, sueño y vigilia, objetividad y subjetividad, historia y fantasía perdían su condición excluyente, sus fronteras se eclipsaban, dejaban de ser antinomias para confundirse en una sola realidad, por la que ciertos seres privilegiados, como la Maga y Oliveira, y los célebres piantados de sus futuros libros, podían discurrir libremente. (Como muchas parejas lectoras de Rayuela, en los sesenta, Patricia y yo empezamos también a hablar en glíglico, a inventar una jerigonza privada y a traducir a sus restallantes vocablos esotéricos nuestros tiernos secretos).
Junto con la noción de juego, la de libertad es imprescindible cuando se habla de Rayuela y de todas las ficciones de Cortázar. Libertad para violentar las normas establecidas de la escritura y la estructura narrativas, para reemplazar el orden convencional del relato por un orden soterrado que tiene el semblante del desorden, para revolucionar el punto de vista del narrador, el tiempo narrativo, la psicología de los personajes, la organización espacial de la historia, su ilación. La tremenda inseguridad que, a lo largo de la novela, va apoderándose de Horacio Oliveira frente al mundo (y confinándolo más y más en un refugio mental) es la sensación que acompaña al lector de Rayuela a medida que se adentra en ese laberinto y se deja ir extraviando por el maquiavélico narrador en los vericuetos y ramificaciones de la anécdota. Nada es allí reconocible y seguro: ni el rumbo, ni los significados, ni los símbolos, ni el suelo que se pisa. ¿Qué me están contando? ¿Por qué no acabo de comprenderlo del todo? ¿Se trata de algo tan misterioso y complejo que es inaprensible o de una monumental tomadura de pelo? Se trata de ambas cosas. En Rayuela y en muchos relatos de Cortázar la burla, la broma y el ilusionismo de salón, como las figuritas de animales que ciertos virtuosos arman con sus manos o las monedas que desaparecen entre los dedos y reaparecen en las orejas o la nariz, están a menudo presentes, pero, a menudo, también, como en esos famosos episodios absurdos de Rayuela que protagonizan la pianista Berthe Trépat, en París, y el tablón sobre el vacío en el que hace equilibrio Talita, en Buenos Aires, sutilmente se transmutan en una bajada a los sótanos del comportamiento, a sus remotas fuentes irracionales, a un fondo inmutable —mágico, bárbaro, ceremonial— de la experiencia humana, que subyace a la civilización racional y, en ciertas circunstancias, reflota en ella, desbaratándola. (Este es el tema de algunos de los mejores cuentos de Cortázar, como «El ídolo de las cícladas» y «La noche boca arriba», en los que vemos irrumpir de pronto, en el seno de la vida moderna y sin solución de continuidad, un pasado remoto y feroz de dioses sangrientos que deben ser saciados con víctimas humanas).
Rayuela estimuló las audacias formales en los nuevos escritores hispanoamericanos como pocos libros anteriores o posteriores, pero sería injusto llamarla una novela experimental. Esta calificación despide un tufillo abstracto y pretencioso, sugiere un mundo de probetas, retortas y pizarras con cálculos algebraicos, algo desencarnado, disociado de la vida inmediata, del deseo y el placer. Rayuela rebosa vida por todos sus poros, es una explosión de frescura y movimiento, de exaltación e irreverencia juveniles, una resonante carcajada frente a aquellos escritores que, como solía decir Cortázar, se ponen cuello y corbata para escribir. Él escribió siempre en mangas de camisa, con la informalidad y la alegría con que uno se sienta a la mesa a disfrutar de una comida casera o escucha un disco favorito en la intimidad del hogar. Rayuela nos enseñó que la risa no era enemiga de la gravedad y todo lo que de ilusorio y ridículo puede anidar en el afán experimental cuando se toma demasiado en serio. Así como, en cierta forma, el marqués de Sade agotó de antemano todos los posibles excesos de la crueldad sexual, llevándola en sus novelas a extremos irrepetibles, Rayuela constituyó una suerte de apoteosis del juego formal luego de lo cual cualquier novela experimental nacía vieja y repetida. Por eso, como Borges, Cortázar ha tenido incontables imitadores, pero ningún discípulo.
Desescribir la novela, destruir la literatura, quebrar los hábitos al «lector-hembra», desadornar las palabras, escribir mal, etcétera, en lo que insistía tanto el Morelli de Rayuela, son metáforas de algo muy simple: la literatura se asfixia por exceso de convencionalismos y de seriedad. Hay que purgarla de retórica y lugares comunes, devolverle novedad, gracia, insolencia, libertad. El estilo de Cortázar tiene todo eso, sobre todo cuando se distancia de la pomposa prosopopeya taumatúrgica con que su alter ego Morelli pontifica sobre literatura, es decir en sus cuentos, los que, de manera general, son más diáfanos y creativos que sus novelas, aunque no luzcan la vistosa cohetería que aureola a estas últimas.
Los cuentos de Cortázar no son menos ambiciosos ni iconoclastas que sus textos narrativos de aliento. Pero lo que hay en ellos de original y de ruptura suele estar más metabolizado en las historias, rara vez se exhibe con el virtuosismo impúdico con que lo hace en Rayuela, 62 Modelo para armar y El libro de Manuel, donde el lector tiene a veces la sensación de ser sometido a ciertas pruebas de eficiencia intelectual. Esas novelas son manifiestos revolucionarios, pero la verdadera revolución de Cortázar está en sus cuentos. Más discreta pero más profunda y permanente, porque soliviantó la naturaleza misma de la ficción, esa entraña indisociable de forma-fondo, medio-fin, arte-técnica que ella se vuelve en los creadores más logrados. En sus cuentos, Cortázar no experimentó: encontró, descubrió, creó algo imperecedero.
Así como el rótulo de escritor experimental le queda corto, sería insuficiente llamarlo escritor fantástico, aunque, sin duda, puestos a jugar a las definiciones, esta le hubiera gustado más que la primera. Julio amaba la literatura fantástica y la conocía al dedillo y escribió algunos maravillosos relatos de ese sesgo, en los que ocurren hechos extraordinarios, como la imposible mudanza de un hombre en una bestezuela acuática, en «Axolotl», pequeña obra maestra, o la voltereta, gracias a la intensificación del entusiasmo, de un concierto baladí en una desmesurada masacre en que un público enfervorizado salta al escenario a devorar al maestro y a los músicos («Las Ménades»). Pero también escribió egregios relatos del realismo más ortodoxo. Como la maravilla que es «Torito», la historia de la decadencia de un boxeador contada por él mismo, que es, en verdad, la historia de su manera de hablar, una fiesta lingüística de gracia, musicalidad y humor, la invención de un estilo con sabor a barrio, a idiosincrasia y mitología de pueblo. O como «El perseguidor», narrado desde un sutil pretérito perfecto que se disuelve en el presente del lector, evocando de este modo subliminalmente la gradual disolución de Johnny, el jazzman genial cuya alucinada búsqueda del absoluto, a través de la trompeta, llega a nosotros mediante la reducción «realista» (racional y pragmática) que de ella lleva a cabo un crítico y biógrafo de Johnny, el narrador Bruno.
En verdad, Cortázar era un escritor realista y fantástico al mismo tiempo. El mundo que inventó tiene de inconfundible precisamente ser esa extraña simbiosis, que Roger Caillois consideraba la única con títulos para llamarse fantástica. En su prólogo a la Antología del cuento fantástico que él mismo preparó, Caillois sostuvo que el arte de veras fantástico no nace de la deliberación de su creador sino escurriéndose entre sus intenciones, por obra del azar o de más misteriosas fuerzas. Así, según él, lo fantástico no resulta de una técnica, no es un simulacro literario, sino un imponderable, una realidad que, sin premeditación, sucede de pronto en un texto literario. Recuerdo una larga y apasionada conversación con Cortázar, en un bistrot de Montparnasse, sobre esta tesis de Caillois, el entusiasmo de Julio con ella y su sorpresa cuando yo le aseguré que aquella teoría me parecía calzar como un anillo a lo que ocurría en sus ficciones.
En el mundo cortazariano la realidad banal comienza insensiblemente a resquebrajarse y a ceder a unas presiones recónditas, que la empujan hacia lo prodigioso, pero sin precipitarla de lleno en él, manteniéndola en una suerte de intermedio, tenso y desconcertante territorio en el que lo real y lo fantástico se solapan sin integrarse. Este es el mundo de «Las babas del diablo», de «Cartas de mamá», de «Las armas secretas», de «La puerta condenada» y de tantos otros cuentos de ambigua solución, que pueden ser igualmente interpretados como realistas o fantásticos, pues lo extraordinario en ellos es, acaso, fantasía de los personajes o, acaso, milagro.
Esta es la famosa ambigüedad que caracteriza a cierta literatura fantástica clásica, ejemplificada en Otra vuelta de tuerca, de Henry James, delicada historia que el maestro de lo incierto se las arregló para contar de tal manera que no haya posibilidad de saber si lo fantástico que ocurre en ella —la aparición de fantasmas— realmente ocurre o es alucinación de un personaje. Lo que diferencia a Cortázar de un James, de un Poe, de un Borges o de un Kafka no es la ambigüedad ni el intelectualismo, que en aquel son propensiones tan frecuentes como en estos, sino que en las ficciones de Cortázar las más elaboradas y cultas historias nunca se desencarnan y trasladan a lo abstracto, siguen plantadas en lo cotidiano y lo concreto y tienen la vitalidad de un partido de fútbol o una parrillada. Los surrealistas inventaron la expresión «lo maravilloso-cotidiano» para aquella realidad poética, misteriosa, desasida de la contingencia y las leyes científicas, que el poeta puede percibir por debajo de las apariencias, a través del sueño o el delirio, y que evocan libros como El campesino de París, de Aragón, o la Nadja, de Breton. Pero creo que a ningún otro escritor de nuestro tiempo define tan bien como a Cortázar, vidente que detectaba lo insólito en lo sólito, lo absurdo en lo lógico, la excepción en la regla y lo prodigioso en lo banal. Nadie dignificó tan literariamente lo previsible, lo convencional y lo pedestre de la vida humana, que, en los juegos malabares de su pluma, denotaban una recóndita ternura o exhibían una faz desmesurada, sublime u horripilante. Al extremo de que, pasadas por sus manos, unas instrucciones para dar cuerda al reloj o para subir una escalera podían ser, a la vez, angustiosos poemas en prosa y carcajeantes textos de patafísica.
La explicación de esa alquimia que funde en las ficciones de Cortázar la fantasía más irreal con la vida jocunda del cuerpo y de la calle, la vida libérrima, sin cortapisas, de la imaginación con la vida restringida del cuerpo y de la historia, es el estilo. Un estilo que maravillosamente finge la oralidad, la soltura fluyente del habla cotidiana, el expresarse espontáneo, sin afeites ni petulancias del hombre común. Se trata de una ilusión, desde luego, porque el hombre común se expresa con complicaciones, repeticiones y confusiones que serían irresistibles trasladadas a la escritura. La lengua de Cortázar es también una ficción primorosamente fabricada, un artificio tan eficaz que parecía natural, un habla reproducida de la vida, que manaba al lector directamente de esas bocas y lenguas animadas de los hombres y mujeres de carne y hueso, una lengua tan transparente y llana que se confundía con lo que nombraba, las situaciones, las cosas, los seres, los paisajes, los pensamientos, para mostrarlos mejor, como un discreto resplandor que los iluminaría desde adentro, en su autenticidad y verdad. A ese estilo deben las ficciones de Cortázar su poderosa verosimilitud, el hálito de humanidad que late en todas ellas, aun las más intricadas. La funcionalidad de su estilo es tal, que los mejores textos de Cortázar parecen hablados.
Sin embargo, la limpidez del estilo nos engaña a menudo, haciéndonos creer que el contenido de esas historias es también diáfano, un mundo sin sombras. Se trata de otra prestidigitación porque, en verdad, ese mundo está cargado de violencia; el sufrimiento, la angustia, el miedo acosan sin tregua a sus habitantes, que, a menudo, para escapar a lo insoportable de su condición se refugian (como Horacio Oliveira) en la locura o algo que se le parece mucho. Desde Rayuela los locos ocupan un lugar central en la obra de Cortázar. Pero la locura asoma en ella de manera engañosa, sin las acostumbradas reverberaciones de amenaza o tragedia, más bien como un disfuerzo risueño y algo tierno, manifestación de la absurdidad esencial que anida en el mundo detrás de sus máscaras de racionalidad y sensatez. Los piantados de Cortázar son entrañables y casi siempre benignos, seres obsesionados con desconcertantes proyectos lingüísticos, literarios, sociales, políticos, éticos, para —como Ceferino Piriz— reordenar y reclasificar la existencia de acuerdo a delirantes nomenclaturas. Entre los resquicios de sus extravagancias, siempre dejan entrever algo que los redime y justifica: una insatisfacción con lo existente, una confusa búsqueda de otra vida, más imprevisible y poética (a veces pesadillesca) que aquella en la que estamos confinados. Algo niños, algo soñadores, algo bromistas, algo actores, los piantados de Cortázar lucen una indefensión y una suerte de integridad moral que, a la vez que despiertan una inexplicable solidaridad de nuestra parte, nos hacen sentir acusados.
Juego, locura, poesía, humor se alían como mezclas alquímicas, en esas misceláneas, La vuelta al día en ochenta mundos, Último round y el testimonio de ese disparatado peregrinaje final por una autopista francesa, Los autonautas de la cosmopista, en los que volcó sus aficiones, manías, obsesiones, simpatías y fobias con un alegre impudor de adolescente. Estos tres libros son otros tantos jalones de una autobiografía espiritual y parecen marcar una continuidad en la vida y la obra de Cortázar, en su manera de concebir y practicar la literatura, como un permanente disfuerzo, como una jocosa irreverencia. Pero se trata también de un espejismo. Porque, a finales de los sesenta, Cortázar protagonizó una de esas transformaciones que, como lo diría él, solo-ocurren-en-la-literatura. También en esto fue Julio un imprevisible cronopio.
El cambio de Cortázar, el más extraordinario que me haya tocado ver nunca en ser alguno, una mutación que muchas veces se me ocurrió comparar con la que experimenta el narrador de «Axolotl», tuvo lugar, según la versión oficial —que él mismo consagró— en el mayo francés del 68. Se le vio entonces, en esos días tumultuosos, en las barricadas de París, repartiendo hojas volanderas de su invención, y confundido con los estudiantes que querían llevar «la imaginación al poder». Tenía cincuenta y cuatro años. Los dieciséis que le faltaba vivir sería el escritor comprometido con el socialismo, el defensor de Cuba y Nicaragua, el firmante de manifiestos y el habitué de congresos revolucionarios que fue hasta su muerte.
En su caso, a diferencia de tantos colegas nuestros que optaron por una militancia semejante pero por esnobismo u oportunismo —un modus vivendi y una manera de escalar posiciones en el establecimiento intelectual, que era y en cierta forma sigue siendo monopolio de la izquierda en el mundo de lengua española—, esta mudanza fue genuina, más dictada por la ética que por la ideología (a la que siguió siendo alérgico) y de una coherencia total. Su vida se organizó en función de ella, y se volvió pública, casi promiscua, y buena parte de su obra se dispersó en la circunstancia y en la actualidad hasta parecer escrita por otra persona, muy distinta de aquella que, antes, percibía la política como algo lejano y con irónico desdén. (Recuerdo la vez que quise presentarle a Juan Goytisolo: «Me abstengo —bromeó—. Es demasiado político para mí»). Como en la primera, aunque de una manera distinta, en esta segunda etapa de su vida dio más de lo que recibió, y aunque creo que se equivocó muchas veces —como aquella en que afirmó que todos los crímenes del estalinismo eran un mero «accident de parcours» del comunismo—, incluso en esas equivocaciones había tan manifiesta inocencia e ingenuidad que era difícil perderle el respeto. Yo no se lo perdí nunca, ni tampoco el cariño y la amistad, que —aunque a la distancia— sobrevivieron a todas nuestras discrepancias políticas.
Pero el cambio de Julio fue mucho más profundo y abarcador que el de la acción política. Yo estoy seguro de que empezó un año antes del 68, al separarse de Aurora. En 1967, ya lo dije, estuvimos los tres en Grecia, trabajando juntos como traductores. Pasábamos la mañana y la tarde sentados a la misma mesa, en la sala de conferencias del Hilton, y las noches en los restaurantes de Plaka, al pie de la Acrópolis, donde infaliblemente íbamos a cenar. Y juntos recorrimos museos, iglesias ortodoxas, templos, y, en un fin de semana, la islita de Hidra. Cuando regresé a Londres, le dije a Patricia: «La pareja perfecta existe. Aurora y Julio han sabido realizar ese milagro: un matrimonio feliz». Pocos días después recibí carta de Julio anunciándome su separación. Creo que nunca me he sentido tan despistado.
La próxima vez que lo volví a ver, en Londres, con su nueva pareja, era otra persona. Se había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes, de profeta bíblico. Me hizo llevarlo a comprar revistas eróticas y hablaba de marihuana, de mujeres, de revolución, como antes de jazz y de fantasmas. Había siempre en él esa simpatía cálida, esa falta total de la pretensión y de las poses que casi inevitablemente vuelven insoportables a los escritores de éxito a partir de los cincuenta años, e incluso cabía decir que se había vuelto más fresco y juvenil, pero me costaba trabajo relacionarlo con el de antes. Todas las veces que lo vi después —en Barcelona, en Cuba, en Londres o en París, en congresos o mesas redondas, en reuniones sociales o conspiratorias— me quedé cada vez más perplejo que la vez anterior: ¿era él? ¿Era Julio Cortázar? Desde luego que lo era, pero como el gusanito que se volvió mariposa o el faquir del cuento que luego de soñar con maharajás abrió los ojos y estaba sentado en un trono, rodeado de cortesanos que le rendían pleitesía.
Este otro Julio Cortázar, me parece, fue menos personal y creador como escritor que el primigenio. Pero tengo la sospecha de que, compensatoriamente, tuvo una vida más intensa y, acaso, más feliz que aquella de antes en la que, como escribió, la existencia se resumía para él en un libro. Por lo menos, todas las veces que lo vi me pareció joven, exaltado, dispuesto.
Si alguien lo sabe, debe ser Aurora, por supuesto. Yo no cometo la impertinencia de preguntárselo. Ni siquiera hablamos mucho de Julio, en estos días calientes del verano de Deyá, aunque él está siempre allí, detrás de todas las conversaciones, llevando el contrapunto con la destreza de entonces. La casita, medio escondida entre los olivos, los cipreses, las buganvilias, los limoneros y las hortensias, tiene el orden y la limpieza mental de Aurora, naturalmente, y es un inmenso placer sentir, en la pequeña terraza junto a la quebrada, la decadencia del día, la brisa del anochecer, y ver aparecer el cuerno de la luna en lo alto del cerro. De rato en rato, oigo desafinar una trompeta. No hay nadie por los alrededores. El sonido sale, pues, de ese cartel del fondo de la sala, donde un chiquillo larguirucho y lampiño, con el pelo cortado a lo alemán y una camisita de mangas cortas —el Julio Cortázar que yo conocí— juega a su juego favorito.
CARLOS FUENTES
JULIO CORTÁZAR
Y LA SONRISA DE ERASMO[4]
1
Abundan en la obra de Cortázar lo que el autor argentino gustaba de llamar «los locos serenos». Esta es la genealogía de Erasmo. Los hombres, escribe Erasmo en el Elogio de la locura, son los seres que exceden sus límites. «Todos los demás animales se contentan con sus limitaciones naturales. Solo el hombre trata de dar el paso de más». Por ello, está loco. Tan loco como don Quijote tratando de vivir puntualmente cuanto ha leído, o Pierre Menard, en el cuento de Borges, intentando re-escribir, con la misma fidelidad, el texto de Cervantes. Tan locos como los Buendía, re-inventando la alquimia en Cien años de soledad, o como Talita y Traveler caminando por los tablones del manicomio en Rayuela.
Pues hay muchas maneras de estar loco y no todas ellas son una calamidad. He recordado la locura serena de un griego evocado por Horacio en una de sus epístolas y por Erasmo en Moriae Encomium. Este hombre estaba tan loco que se pasaba los días dentro de un teatro, riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía que una obra se estaba representando en el escenario vacío. Cuando el teatro fue cerrado y el loco expulsado, este reclamó: «No me habéis curado de mi locura; pero habéis destruido mi placer y la ilusión de mi felicidad».
Un loco se ríe de otro loco, dice Erasmo, y cada uno le da placer al otro. Pero si observamos de cerca, veremos que el más loco es el que ríe más. Y quizás, el que ríe el último.
Los hijos de Erasmo van, así, del Don Quijote de Cervantes a «Pierre Menard, autor del Quijote», de Borges. En el camino, reconocemos a otras víctimas de una locura fascinante que acaban por engañar a un mundo fascinado. El tío Toby de Tristram Shandy, que en la novela de Laurence Sterne reproduce las campañas del duque de Marlborough en Flandes en su huerta de hortalizas, como si solo la miniatura de dos hileras de coliflor pudiese contener una locura política y militar que, de otra manera, sería insoportable. Jacques, el fatalista de Diderot, y su Amo, empeñados en recorrer las hosterías de Francia sin poder nunca iniciar o terminar una historia, condenados a ofrecerse y ofrecernos un repertorio de posibilidades infinitas para cada evento evocado, y siendo, por ello, más libres que la conciencia de su fatalidad. Encontramos a las nietas de don Quijote, la Catherine Morland de Jane Austen y la Emma Bovary de Gustave Flaubert, condenadas a creer, como don Quijote, en lo que leen: novelas de caballerías en la Mancha, novelas góticas en Bath, novelas románticas en Yonville. Reconocemos al Mister Micawber de Dickens, que confunde sus grandes esperanzas con las realidades de su vida manirrota; al príncipe Myshkin de Dostoievski, un idiota porque le da crédito a la parte buena del hombre; y al cura itinerante de Pérez Galdós, Nazarín, loco porque cree que cada ser humano puede ser Cristo en su vida diaria y que, en realidad, es el loco de San Pablo: «Dejad que aquel que parece sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente se vuelva sabio», dice el apóstol en una de las epístolas a los corintios. Pues la locura de Dios es más sabia que toda la sabiduría de los hombres. ¿Es Dios el loco que ríe más y ríe el último?
Los hijos de Erasmo se convierten, en España y la América española, en los hijos de la Mancha, los hijos de un mundo sincrético, barroco, corrupto, animados por el deseo de manchar con tal de ser, de contagiar con tal de asimilar, de multiplicar las apariencias y las realidades, de duplicar las verdades e impedir que se instale un mundo ortodoxo, de la fe o de la razón, o un mundo puro, excluyente de la variedad cultural o nacional. Las armas de la ironía, el humor y la imaginación fueron, son y serán las del erasmismo en el contrapunto al mundo mítico, épico y utópico de la tradición hispanoamericana.
2
Dualidad de la verdad, ilusión de las apariencias, elogio de la locura. Este correctivo renacentista a la ortodoxia de la fe y la unidad del lenguaje, pero también a la dictadura de la razón y su lenguaje lógico, contribuyó, en la tradición novelística de Europa, a mantener vivos los valores del humanismo crítico de Erasmo de Rotterdam. Pero esta crítica humanista coincidió, naturalmente, con un apogeo de la afirmación del personaje de la novela, caracterizado hasta la minucia por Dickens, explorado hasta la entraña por Flaubert, descrito hasta el último pagaré por Balzac y hasta la última copa por Zola. El problema que se plantea, radicalmente, a partir de Kafka, es el de la muerte del personaje tradicional de novela, agotado por el sociologismo, el naturalismo, el psicologismo y otras virulencias realistas. Pero agotado, sobre todo, por la historia de nuestro tiempo: historia de crímenes cometidos en nombre de la felicidad y el progreso, que vació de contenido las promesas del humanismo renacentista, del optimismo dieciochesco y del progreso material de los siglos industrial y postindustrial.
Dickens sabe hasta el último detalle quién es Micawber. Flaubert sabe que él es Madame Bovary —y suponemos que Madame Bovary no sabe que ella es Flaubert—. Pero Samsa solo sabe que un día amanece convertido en insecto. El hombre de Kafka se ve en el espejo y descubre que ha perdido su cara. Nadie lo recuerda. Pero puede ser ejecutado porque es desconocido: porque es otro. Es la víctima de la dialéctica de la felicidad, de la perfectibilidad y el progreso, que fue la razón de ser de la modernidad.
Desde el corazón de la modernidad europea, un gran novelista poskafkiano, el checoslovaco Milan Kundera, asume lúcidamente la herencia de su compatriota, preguntándose: «¿Cuáles son aún las posibilidades del hombre en un mundo en el que las determinaciones externas se han vuelto tan aplastantes que los móviles interiores han dejado de tener peso alguno?». En Proust todavía, se trata, dice Kundera, de dar «el máximo de información sobre un personaje», conocer su pasado y otorgarle «una total independencia respecto al autor». Nada de esto es válido después de Kafka. En El castillo o El proceso, el mundo no se asemeja a ninguna realidad conocida; es solo «una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano»; esto es lo que importa, no el pasado, el aspecto físico o las motivaciones psicológicas de los múltiples K de Kafka, que carecen de todos esos atributos de la novela realista del pasado.
Hay, sin embargo, una frase particularmente llamativa de Kundera en su El arte de la novela, en la que nos dice que «don Quijote es casi inimaginable como ser viviente». No obstante, pregunta Kundera: ¿existe un personaje más vivo que él? Tiene razón. Lo que pasa es que, con el tiempo, la figura de don Quijote se convirtió en arquetipo, portador, en el sentido junguiano, de la memoria y la imaginación tribales; encarnación imaginaria del subconsciente colectivo. Pero no siempre fue así. Ser inimaginable, dice Kundera: ¿qué era don Quijote antes de convertirse en arquetipo? Era una figura, como lo son hoy los antihéroes de Kafka o los no-personajes de Beckett; era un desamparo sorprendido, una empresa, una posibilidad. Los «innombrables», los llama Beckett. Las «figuras» las llamó ya Novalis: «Los hombres viajan por senderos distintos. Quienquiera que les siga y compare esta diversidad de caminos verá la aparición de maravillosas imágenes; son las figuras que parecen pertenecer al gran manuscrito del diseño».
Tenemos el sentimiento de haber agotado al personaje como carácter psicológico y descriptivo. Anhelamos nuevos arquetipos para nuestro mundo que ha perdido las máximas ilusiones del progreso, quedándose en la condena del crimen, aunque sin la salvación de la tragedia. Y nos enfrentamos, en todas las artes, a lo que hemos olvidado o todavía no sabríamos nombrar; las figuras de ese «gran manuscrito del diseño», que nadie ha leído por completo: el revés de la trama, la figura —Henry James— en el tapete.
Este sentimiento de la figura misteriosa, inacabada, nacida de la ruptura del personaje tradicional y sus signos; esta figura en estado de génesis o metamorfosis, es una de las realidades de la literatura contemporánea. Voy a limitarme a mirarla en la obra del escritor hispanoamericano que, de manera más explícita, une su obra a la exploración del personaje exhausto y de la figura evasiva. Me refiero a Julio Cortázar, en cuyas ficciones observamos constantemente la manera en que los arquetipos traducen a las figuras mediante nuevas formas de la memoria y de la imaginación.
3
Entre todas las maravillosas historias de Julio Cortázar —donde las casas son tomadas, paulatina aunque inexorablemente, por figuras olvidadas o inanimadas; donde la gente olvida su destino apenas se presenta a comprar sus boletos en las estaciones de ferrocarril; donde una galería comercial en Buenos Aires conduce a una galería comercial en París, con circulación en doble sentido; donde una figura sufre un accidente automovilístico en una ciudad europea y se encuentra enseguida sobre una mesa de operaciones que en realidad es una piedra de sacrificios en México; y donde una víctima de los aztecas se descubre a sí misma como una figura nueva en un inimaginable espacio blanco rodeado de hombres enmascarados con brillantes navajas blancas en las manos—; entre todas estas historias, quiero escoger la llamada Instrucciones para John Howell.
En ella, un inocente espectador en Londres descubre que no existen espectadores inocentes. Howell es compelido a entrar en la obra de teatro que está mirando porque la heroína de la pieza le murmura secretamente: «Ayúdame; van a matarme». Howell entiende estas palabras como una súplica para entrar en la vida de la mujer. Pero esto solo es posible si entra al escenario de la mujer.
La súplica de la mujer se convierte de esta manera en una instrucción —en una dirección de escena que decide la vida y la muerte de John Howell.
Escojo esta historia porque me parece la más precisa contraparte de la historia del loco en el teatro contada por Horacio y recogida por Erasmo. Pero ahora, nadie se atrevería a llamar «loco» a John Howell. Olvidado, separado, fuera del texto tradicional; desamparado, eso sí: figura naciente, no personaje concluido ni arquetipo asimilado. Figura nueva que, como todas las de Julio Cortázar, nos advierte, igual que Erasmo en el umbral de su modernidad, sobre las insuficiencias, peligros y comicidades de la nuestra.
El profesor mexicano Frank Loveland ha comentado que, irónicamente, los proyectos para el mundo de la naturaleza iberoamericana, el mundo rural, la pampa, la selva, la montaña, han venido de la ciudad. Le han sido impuestos por el mundo urbano moderno a un mundo rural visto como un universo primitivo. Esto es cierto del escritor-estadista argentino Domingo F. Sarmiento, pero también de novelistas contemporáneos como Rómulo Gallegos, Alejo Carpentier y Mariano Azuela, todos ellos portadores, convencidos como el venezolano, escépticos como el cubano, desolados como el mexicano, de proyectos de modernización. Como dije de Gallegos, todos son, empero, escritores —no solo ideólogos— que admiten la operación dialógica mediante la cual sus tesis son derrotadas. Esto es aún más cierto de Rulfo y García Márquez, puesto que sus visiones del «interior» nacieron de la empatía poética. En Cortázar, en cambio, no hay que establecer distancia alguna, pues se trata de un escritor plenamente urbano sorprendido criticando, desde adentro, a nuestras sociedades modernas.
Lo que Cortázar comparte con todos los escritores que acabo de citar es la necesidad de nombrar y de dar voz. Es una necesidad que se inicia con la relación entre el poder y el lenguaje, con la necesidad de arrancarle la palabra al poder (el Tlatoani, el Dueño de la Gran Voz: Moctezuma) y otorgársela a la mujer, la madre de sus hijos (Malinche y sus descendientes). Es una necesidad impuesta por los límites con que la épica, portadora del poder, pone sitio al mito, portador del lenguaje. En la época colonial, los poemas barrocos de Sor Juana y las crónicas del Inca Garcilaso recobraron las voces del silencio. Pero la revolución en la literatura moderna, especialmente en la novela del siglo XX, también permitió a los escritores de la América española y portuguesa descubrir y aplicar técnicas de lenguaje que aceleraron el proceso de darle más nombre y más voz al continente en gran parte anónimo y silencioso. No es necesario añadir que, lejos de ser una imitación gratuita de las técnicas de la ficción contemporánea, son estas las que, al explorar más de un tiempo, más de una cultura y más de un mito subyacente en Europa y Estados Unidos, descubrieron lo que los pueblos de la América ibérica supieron siempre, pero que sus escritores, orientados (occidentalizados) a las formas del realismo narrativo, no habían descubierto como nuestra realidad universal: el mito, la epopeya, el barroco, y la ironía, el humor, la sonrisa erasmiana frente a la posibilidad humana. Culturas múltiples portadoras de tiempos diferentes.
Esta imaginación crítica de la modernidad no tiene mejor representante en nuestra novela que el argentino Julio Cortázar.
La conjunción de textos tradicionales (los mitos prehispánicos, las crónicas de Indias) y novedades técnicas posrrealistas del Occidente (Joyce, Faulkner, Kafka, Broch, Woolf) ha permitido potenciar como nunca antes el discurso narrativo de Iberoamérica, dando cabida a su pasado, su presente, sus aspiraciones, su multitud de tradiciones, su heteroglosia: los lenguajes en conflicto —europeos, indígenas, negros, mestizos— del continente. Todo ello nos permitió ensanchar y sacar a luz una multitud de realidades que no cabían en el estrecho túnel del realismo, e insertarlas en una visión histórica inseparable de los usos del lenguaje. La novela del Occidente pasó de la narrativa lineal, disparada al futuro y dicha en primera persona (la novela como la crónica del Yo, del Ego incluso: Stendhal; y no solo del Nombre sino del Re-Nombre: Montaigne; la narrativa de la Confesión personal: de San Agustín a Rousseau) a una perspectiva más colectiva, más plural, por vía de James Joyce y su recuperación, en Ulises y Finnegan’s Wake, de la filosofía de Vico, con su amplia visión del lenguaje como una empresa popular, común, que se origina con las civilizaciones mismas. Civilización significa ante todo lenguaje, y el lenguaje es una creación social.
Por la naturaleza misma de su hipérbole física y de su carga histórica, la novela moderna de Iberoamérica incluye la voz única pero la trasciende constantemente. La conflación de voces es un procedimiento constante en García Márquez y en Vargas Llosa; las dimensiones colectivas de la memoria y la muerte son los verdaderos protagonistas de muchas narraciones de Rulfo; la dimensión cultural de los personajes es esencial en Paradiso de Lezama Lima, como lo es la fuerza épica, histórica, en Azuela, o la vasta impersonalidad de la selva y del río en toda una nómina de novelistas, de Rivera a Gallegos o a Carpentier.
Pero los dos argentinos, Borges y Cortázar, son quienes mejor señalan la universalidad del dilema. Borges lo trasciende dándole a sus relatos los rostros de civilizaciones enteras, vastas sumas de saber y pasajes instantáneos en el tiempo y el espacio. Pero Cortázar le da su dimensión más humana y dinámica. Cortázar se da perfecta cuenta de que el psicopersonaje del realismo ha muerto, pero se rehúsa a darle muerte al personaje sin rostro al que ahora contemplamos con una mezcla de horror y piedad. Cortázar maneja figuras, no personajes ni arquetipos, pero a sus figuras les da su verdadero poder, que es el poder de devenir, de estar siendo, de no acabar. Esta es la definición misma de la figura, en proceso de metamorfosis, siendo, estando, privada de su conformación tradicional. Cortázar, como ningún otro narrador contemporáneo en nuestra lengua, insufla a las figuras con una veneración incomparable, como la que requieren, para crecer, los frágiles retoños de un jardín.
Las casas, en las narraciones míticas de Cortázar, son tomadas; hay escaleras por las que solo se puede subir, y otras por las que solo se puede bajar, ventanas para mirar hacia fuera y otras, exclusivamente, para mirar hacia adentro; podemos, en un cuento de Cortázar, mirar nuestro propio rostro en un acuario, poseído de nuevo por la naturaleza, burlándose de nosotros, o podemos asistir a un teatro londinense, ver el primer acto arrellanados en la butaca, pasearnos durante el intermedio y entrar con desenfado al segundo acto, preguntándonos cuáles serán las palabras de nuestro diálogo...
Todo esto requiere, para ser narrado, un lenguaje extraordinariamente creativo y flexible. Cortázar tiene conciencia de ello, como lo demuestra en la novela que es, quizás, el repertorio más crítico e incitante de la modernidad urbana de la América española, porque se funda en la necesidad de inventar un lenguaje para nuestras vidas actuales. Un lenguaje que sea fiel a la premisa cortazariana, tal y como la enuncia Lezama Lima en su gran ensayo sobre Rayuela: el hombre es creado incesantemente y es creador incesantemente.
4
La estructura literaria de Rayuela, dividida entre un allá, París, y un acá, Buenos Aires, diseña un juego de utopías que está en el origen de nuestra cultura. Si en el siglo XVI América fue la utopía de Europa, en el siglo XIX América devolvió el favor, convirtiendo a Europa en nuestra Utopía. No cualquier Europa, sin embargo, sino la Europa progresista, democrática, liberal que ya era, según nuestras ilusiones, lo que nosotros, a partir de la Independencia, íbamos a ser. Esto, como lo hicieron bien explícito Domingo Faustino Sarmiento, Esteban Echeverría y Victorino Lastarria, excluía a España, representante de un pasado oscurantista. La Europa moderna, en cambio, era la utopía que muchos iberoamericanos oponen a la «barbarie» campesina (Sarmiento) o al «negro invierno» colonial (Lastarria). Y aunque el repudio del pasado indio, agrario y español se extienda de México a Buenos Aires, es la Argentina el país que con más entusiasmo abraza la identificación salvadora con la utopía europea.
Concurren a ello el hecho de que en el Cono Sur los gobiernos republicanos independientes niegan la carga indígena y alimentan la inmigración europea. Las campañas de los generales Bulnes en Chile y Roca en Argentina tienen el propósito de exterminar o aislar a los indios. Son paralelas a las campañas contra los indios del Far West norteamericano. «Gobernar es poblar», dijo famosamente el ideólogo liberal argentino Juan Bautista Alberdi. Pero primero hay que despoblar las regiones indígenas, abriéndolas, en cambio, a la inmigración blanca. En 1869, la población de Argentina era de apenas dos millones de habitantes. Entre 1880 y 1905, casi tres millones de inmigrantes llegaron al país.
Estos ires y venires de la utopía americana y europea constituyen el trasfondo humorístico de Rayuela. Dos movimientos se encuentran en sus páginas, comentándose entre sí con ironía. Uno es el movimiento de la novela definida como desplazamiento, abandono del hogar, orfandad mítica, salida épica al mundo y regreso trágico al hogar. El comentario y los matices en torno a este viaje clásico son, lo hemos visto, el periplo inevitable de la novela moderna, en busca de la circularidad perdida, rebelándose contra la asimilación al tiempo futurizable y progresista de la modernidad: orinándose en su cuna. De Ulises a Ulises, de Don Quijote a Lolita, la novela desplaza, muda de lugar, se mueve en busca de otra cosa: del vellocino de oro de Jasón al vellocino sexual de la ninfeta de Nabokov. Novela es insatisfacción; la búsqueda de lo que no está allí (el oro de Stevenson y Dumas, la sociedad y la fama de Stendhal, el absoluto de Balzac, el tiempo de Proust, el reconocimiento de Kafka, los espacios de Borges, la novela de Faulkner, el lenguaje de Joyce). A fin de alcanzar lo que se busca, la novela da a su desplazamiento todos los giros imaginables: distorsión, cambio del objeto del deseo, reagrupamiento de la materia, sustitución de satisfactores, disfraz del sueño erótico convertido en sueño social, triunfo de la alusión reemplazada, traslación de la inmediatez a la mediatez. Desplazamiento: abandonar la plaza, alejarse del hogar, en busca de otra realidad: invención de América por Europa pero también de Europa por América.
Rayuela se inscribe con particular goce destructivo en la misma tradición de la cual proviene. Es una épica decidida a burlarse de la imposible circularidad trágica, sustituyéndola por una circularidad cómica.
Épica burlesca de unos argentinos que buscan su utopía en Europa, la circularidad de Rayuela se diseña como un juego infantil, que es una búsqueda del cielo lúdico pero, más allá del juego, aunque sin abandonarlo, es la búsqueda de una utopía: la Isla final, el kibutz del deseo, como las designa el autor. La conductora del juego es una mujer, la Maga. Pero ella misma es una ausencia; la novela se inicia con la pregunta de esa ausencia: «¿Encontraría a la Maga?». La mujer deseada, buscada, ausente, justifica tanto la peregrinación novelesca como la erótica. La Maga conduce el espíritu del desplazamiento, literal y metafórico, sobre los puentes del Sena (estando ella presente) o sobre unos tablones entre dos ventanas en un manicomio en Buenos Aires (estando ella ausente). Ausencia y presencia del personaje conductor. Lezama Lima ha hecho notar que, en Rayuela, Cortázar hace visible la manera como dos personajes, sin conocerse, pueden establecer el contrapunto —es decir, la dinámica— de una novela. Esta dinámica es la de una serie de idas y venidas, actuadas por dos series de expatriados: Oliveira y la Maga, argentinos exiliados en París, y en Buenos Aires, Talita y Traveler (a quien le daba rabia llamarse así, él que nunca viajaba), guardianes de manicomio, exiliados interiores y dobles de la Maga y Oliveira, a los que desconocen. Pero, cuando se conocen, se rebelan contra la novela que los contiene: se niegan a formar parte de ella.
Esta rebelión a partir de la coincidencia de los personajes es, en cierto modo, una celebración de su desconocimiento anterior; pero también un reconocimiento de su pertenencia a un universo verbal y su rechazo del mismo. La esencia cultural, social, histórica, digamos, de Rayuela, es la historia de un fracaso. Ni Oliveira y la Maga, en París, ni Traveler y Talita, en Buenos Aires, van a encontrar la utopía, el cielo de la rayuela.
En Buenos Aires, la utopía del inmigrante, la paradoja revelada por la literatura, es que la autenticidad de la Argentina es la falta de autenticidad; la realidad de la Argentina es una ficción y la esencia nacional de la Argentina es la imitación de Europa. Pero si Europa es la utopía, entonces, en Cortázar, el Occidente aparece como un baratillo de ideas usadas; la razón europea es un burdel de vírgenes, si esto fuese posible; la sociedad europea es «un callejón sin salida al servicio de la Gran-Infatuación-Idealista-Realista-Espiritualista-Materialista del Occidente, S. R. L.». De la historia, Oliveira dice que quizás haya un reino milenario, pero si alguna vez llegamos a él, ya no lo podremos llamar así; de la inteligencia, dice que el solo hecho de hablar sobre algo en vez de hacerlo demuestra que está mal; del amor, Oliveira dice que no puede ser vivido porque debe ser nombrado.
Historia, razón, inteligencia, amor son todos ellos no solo realidades, sino realidades verbales, dichas, en primer lugar, por el protagonista de una novela, Oliveira. ¿Quién querrá unirse a él en tan despiadada negación de una realidad que es imposible porque también lo es en el lenguaje del cual depende para manifestarse? Hacer visible de otra manera: quizá este es el objeto del desplazamiento de Rayuela, pero su autor está capturado en el mismo círculo vicioso que denuncia, en el mismo callejón sin salida del lenguaje correspondiente a una civilización en quiebra. ¿Qué puede hacer el narrador de Rayuela sino declararse, como lo hace, «en guerra con la palabra, en guerra, todo lo que sea necesario aunque haya que renunciar a la inteligencia»?
Renuncia, primero, al basurero de las palabras, a favor de los actos. Pero, escribir, ¿no es también una acción? ¿Dejar de escribir dejaría de ser para Oliveira una in-acción? Y como escribe Italo Calvino, ¿no es el culto de la acción, en primerísimo lugar, un viejísimo mito literario? Concedido: Oliveira deberá escribir a fin de que sus acciones sean descritas. Pero él lleva muy lejos la des-cripción para convertirla en des-escritura. Si no puede renunciar a la dicha y desdicha de decir, al menos lo hará des-escribiendo, ante nuestras miradas, una nueva novela que sea portadora de un contralenguaje y de una contrautopía. ¿Cómo? Llevando el lenguaje más allá de los personajes psicológicos, el realismo, el verismo psicológico, la fidelidad histórica y todas las otras convenciones de una tradición exhausta, la de la realidad denunciada en Rayuela. ¿Cómo? Permitiendo que en una novela, en vez de contar con todos los satisfactores del realismo social y del psicologismo compensatorio, nos contemplemos en el desamparo radical de las figuras en proceso de constituirse.
De allí, para volver al punto inicial de mi argumento, la brillante división formal de Rayuela. La primera parte, «Del lado de allá», París, es la verdadera patria, el modelo original, ¡ay!, pero sin los defectos del original argentino; la segunda parte, «Del lado de acá», es Buenos Aires, la patria falsa, ¡ay!, pero sin las perfecciones del original francés. Entre las dos orillas del puente, entre las dos ventanas del manicomio unidas por los tablones, hay un destierro, no solo como exclusión del espacio, sino también de tiempos. Poco tiempo en Europa, que ha tenido tanto. Todo el tiempo del mundo en Argentina, que tiene tan poca historia y en cambio es rica en «horarios generosos, casa abierta, tiempo para tirar por el techo, todo el futuro por delante, todísimo, vuf, vuf, vuf...».
Tener todo el tiempo del mundo es la más pobre de las riquezas; pero no tener tiempo porque ya lo gastamos, ya lo perdimos, es también un desamparo.
En este doble destierro, que también es un doble destiempo, comienzan a dibujarse las figuras desconocidas de Rayuela. Su presencia en la novela va acumulando cuanto han sido y llevan dicho. Pero, al cabo, solo serán viables —Oliveira, la Maga, Talita, Traveler— si se dan cuenta de que, como quiere Cortázar, aparte de nuestros destinos, formamos parte de figuras que aún desconocemos. Cortázar, en las palabras de Lezama Lima, destruye un espacio para construir un espacio; decapita el tiempo para que el tiempo salga con otra cabeza. Habiéndolo hecho, quizás ha cumplido con su parte y puede incitar a sus dos parejas, la de acá y la de allá, a entrar en la novela a condición de que no sean personajes tradicionales, sino parte de las figuras «que aún desconocemos».
¿Cómo formamos parte de las figuras desconocidas, que aún se están haciendo, nosotros, capturados en la historia, la razón, el amor, la acción y la pasividad, el lenguaje de las dos utopías enfermas? ¿Cómo, capturados, de este lado o de aquel, aquí o allá? ¿Cómo, sin embargo, hermanados al cabo en nuestro destierro —esta es la conciencia trágica de la comedia de Rayuela—, en esa misma historia, esa misma razón, ese amor...? ¿Cómo?
Cortázar propone dos caminos. El primero es más triste que el otro, pues es la avenida verbal: el reconocimiento de que solo con el lenguaje, burlado, criticado, insuficiente, mentiroso, podremos crear otro lenguaje, un antilenguaje, un contralenguaje. He hablado, citando a Lezama, del encuentro creador de las dos orillas, el lado de allá y el lado de acá, Europa y América, que siguió a la conquista. Lezama lo llama la contraconquista. Sobre Rayuela, el escritor cubano, tan cercano a Cortázar, nos hace ver, asimismo, que la novela está recorrida por «un idioma ancestral, donde están los balbuceos del jefe de la tribu». Este lenguaje tribal solemniza, abueliza, pertenece a la otra familia, la que aprieta desde abajo el tubo dentífrico. Pero la intuición de Lezama es que este lenguaje de la tradición, consagrado, honrado, acaso ceñido a la perfección del mármol que el propio Lezama invoca para identificar perfección, fijeza, inmovilidad, muerte, debe, como en Paradiso, precipitarse en la vida como en una alberca, y revelarse como un mero «balbuceo» frente al otro lenguaje, el de la nueva familia, la que se da cuenta de su espantoso desamparo filológico y responde a las leyes de la tribu con el lenguaje de la burla destemplada y de lo grotesco, desacralizando cualquier situación o diálogo.
Dos familias verbales, la solemne y la burlona, la ancestral y la gestante. Lezama tiene razón al decir que Cortázar posee el pulso necesario para regir las conversaciones en los dos idiomas, «entre el jefe de la tribu y el almirante náufrago». Marinero en tierra, Alberti, pero esta vez en una tierra singular entre todas: la pampa, retrato del horizonte, rostro sin rostro, ausencia de facciones, espacio en receso continuo ante la mirada, espacio-Tántalo de la Argentina. Allí cae de narices, con su gran cara de palo, Oliveira, Buster Keaton de la pampa, Colón sin océano, boca abajo sobre la más plana de las tierras, loco sereno de la tradición erasmista. ¿Qué piensa allí el loco sereno? ¿Cómo elogiará, a finales del segundo milenio, a la locura?
Quizás Oliveira, portador del primer lenguaje que lo dejó remando en tierra firme, inunda ahora la pampa con el océano verbal del segundo lenguaje. Su drama es que no puede renunciar a las palabras aun cuando se dispone a des-escribir, a ser des-escritor. No es el primer «escritor» en tal predicamento. En su famoso ensayo sobre Rabelais, Bajtín describe al segundo lenguaje como un lenguaje cómico, paródico, carnavalesco, una forma de mascarada verbal, un reprocesamiento cómico de todos los niveles del lenguaje. Pero la aparición de este segundo lenguaje cómico requería, como escribió Víktor Shklovski sobre el Tristram Shandy de Sterne, que su propio artificio sea revelado, que la técnica misma, la armazón, el esqueleto, la maquinaria de la novela se vuelvan evidentes. Al hacer patente la técnica misma de la novela, en contra de todos los buenos consejos de las abuelitas literarias, el novelista desampara su texto: lo revela como un texto sin refugio, tan a la intemperie como las figuras o su lenguaje balbuceante: «Almirantes náufragos». Pero solo de este desamparo radical pueden surgir, al cabo, las nuevas figuras, su nuevo lenguaje y su nuevo texto.
La lección de Shklovski es la de Cortázar en Rayuela. Su lenguaje de ritmos, onomatopeyas, retruécanos, neologismos y heteroglosia radical se opone a todas las formas del «buen gusto» literario. Lo motiva un hambre múltiple, pulsante. Cortázar creía que para desafiar a la sociedad, primero había que desafiar a la realidad. Y esto solo se hacía revelando las insatisfacciones desautorizadas, proyectando los deseos no dichos, admitiendo las bromas más escandalosas, retirando los tablones, re-escribiendo y re-ordenando el mundo, re-presentándolo en su esqueleto funcional, haciendo gala de la indiferencia a la ficción abuelizante del buen decir y el esconder la tramoya y el embelesar narrando. A la Sara García del buen gusto abuelesco, Cortázar le suelta una Scheherezade desnuda, fascinante, narrando desesperadamente para salvarse de la muerte. Primera novelista, contadora púbica, la he llamado en Cristóbal Nonato, Scherezade es la Maga y encuentra en Rayuela a su califa sin parné, su almirante en tierra, Oliveira. Entre los dos, para salvarse de la muerte común que les acecha, de esa vida que «se agazapa como una bestia de interminable lomo para la caricia» (Lezama), de ese dinosaurio que al despertar sigue allí, según la brevísima ficción de Augusto Monterroso, inventan esta novela y la ofrecen al mundo desnuda, desamparada, la materia de múltiples lecturas, no solo una: un texto que puede leerse, como lo indica su «Tablero de dirección», de mil maneras.
Oliveira, estando allí y acá, desamparado, gana su texto revelando que es un texto, una ficción, la urdimbre verbal de la cual acaso nazcan nuevas figuras, alargando la mano para tocar emociones y palabras aún no registradas. Pero haciendo todo esto en colaboración con el Lector. La cualidad elíptica de las narraciones de Cortázar es su manera de indicar que somos dueños de la posibilidad de reordenar la historia, invitando al lector, como la actriz de Instrucciones para John Howell, a entrar en la historia, crearla conmigo, ser corresponsable de la historia. Entrar, finalmente, al tiempo, invitar a los demás a entrar en mi tiempo. Entrar al tiempo del otro, más que a su espacio, es la mejor manera de conocer realmente al otro. Quizás la casa está tomada; pero fuera de ella podemos, sin refugio, compartir el tiempo en la calle. Solo conociendo al otro podemos todos —europeos e iberoamericanos— finalmente conocernos a nosotros mismos. Podemos ser nosotros solamente con los demás. Ganamos a la rayuela: vencemos a la utopía.
Pues si Rayuela es una invitación a re-crear el lenguaje de nuestra modernidad, detrás de su texto, empero, se levanta el espectro de cuanto hemos sido. Texto del contralenguaje de la América española, desciende de la contraconquista que a su vez responde a la conquista, desde la primera generación americana, con arquitectos, pintores, poetas, artesanos, memorialistas y utopistas; cocineros, bailarinas, cantantes, amantes...
Cortázar culmina, en cierto modo, el proyecto de la contraconquista creando este contralenguaje capaz de escribir, re-escribir y aun des-escribir nuestra historia. Su concepto ferozmente exigente de una modernidad iberoamericana se basa en el lenguaje porque fuimos fundados y luego corrompidos por el lenguaje del siglo XVI —América como utopía sin lugar o tiempo primero, como hacienda, fundo, estancia enseguida— y ahora deberemos expandir nuestro lenguaje, liberarlo de las ortodoxias y convertirlo en tiempo y espacio de una metáfora inclusivista, que dé admisión a todas las formas verbales, porque nosotros tampoco sabemos, como don Quijote, dónde se encuentra la verdad.
Pero si esta empresa de la modernidad ha de ser más verdadera, al cabo, que las anteriores de nuestra historia, ello solo será posible si, de nueva cuenta, admitimos en su seno la tradición erasmista, a fin de que el proyecto modernizante no se convierta en un nuevo absoluto, totalitarismo de izquierda o de derecha, beatería del Estado o de la empresa, modelo servil de una u otra «gran potencia», sino surtidor relativista, atento a la presencia de múltiples culturas en un nuevo mundo multipolar.
5
Erasmo sigue siendo, en muchos sentidos, el padre intelectual de la democracia en España y en Hispanoamérica. Es la liga entre el idealismo de Moro y el realismo de Maquiavelo. Admite, con Maquiavelo, que lo real y lo ideal rara vez coinciden sino que, más bien, constantemente difieren. Para la utopía, esta divergencia es insoportable. Pero Erasmo no es un utopista. Admite la divergencia, y solo quiere angostarla un poco, a fin de que la vida sea más vivible. Los escritores entienden bien a Erasmo. No es posible lograr una identidad total entre las palabras y las cosas. Y, acaso, semejante identidad no sea, ni siquiera, deseable. Pero el esfuerzo vale la pena. El intento de reunir las palabras y las cosas, aun cuando fracase siempre, crea una nueva y maravillosa realidad en el mundo: la obra de literatura.
Por todo ello asimilo a Julio Cortázar a la tercera gran tradición fundadora de nuestra cultura: la de Erasmo de Rotterdam. Lezama nota enseguida el divorcio que Cortázar hace suyo: la «grotesca e irreparable escisión entre lo dicho y lo que se quiso decir, entre el aliento insuflado en la palabra y su configuración en la visibilidad». Es la diferencia entre Maquiavelo y Moro, entre Topía y Utopía. Para evitar las trampas de los absolutos —esto es, esto debe ser— Cortázar nos presenta a un testigo de su operación intelectual: el loco sereno, un narrador irónico, el observador de la locura de Topía y Utopía, pero él mismo visto como un loco por ambas. Erasmo/Cortázar invita al lector, como dice Lezama, a saltar sobre el autor, formando un nuevo centauro. El lector, «castigado y favorecido por dos dioses a la vez, se queda ciego, pero se le otorga la visión profética». Los narradores (y las narraciones) de Cortázar, los más radicalmente modernos de la América española, se conectan sin embargo, por el atajo erasmista, a las prosas de nuestra fundación. Ajenos a la épica, participan de y enriquecen esa «visión profética» que se expresó, desde el origen, como un «bestiario de Indias». Bestiario, en efecto, se llama uno de los hermosos libros de cuentos de Cortázar, y en él encontramos la descendencia más reciente de lo que vieron, oyeron o soñaron Fernández de Oviedo, Pedro Mártir, Juan de Cárdenas, Gutiérrez de Santa Clara, López de Gomara y otros cronistas de Indias: leviatanes y sirenas, lobos marinos, manatíes con tetas de mujer y tiburones con dos vergas...
El bestiario fantástico de Cortázar incluye conejitos blancos vomitados a deshoras; ajolotes que nos miran, con nuestro propio rostro, desde los acuarios municipales; y aun animaciones bestiales como un suéter del que nunca jamás podemos desprendernos; o un acompañante inmencionable que lo mismo puede ser persona, cosa o animal...
Lo notable de este bestiario es que sabemos que nos está mirando. Nos observa y en esto se asemeja a las presencias más significativas de la narrativa cortazariana: los locos serenos, de estirpe erasmiana, que están allí para poner en tela de juicio todos los proyectos de la razón, de la historia y sobre todo del lenguaje apenas se sientan satisfechos de sí mismos y picados por el deseo de imponerse como la Verdad a los demás.
El licenciado Juan Cuevas, don Ceferino Piriz el célebre orate uruguayo, la pianista y pudibunda ninfómana Berthe Trépat, ese viejo temible que acaricia una paloma en el descenso a la morgue... Todos estos locos solitarios y serenos miran las aventuras de la lógica y de su portador, el lenguaje, y hacen signos de advertencia. Interrumpen la acción, la multiplican con su sinrazón irónica, su elogio de la locura, su insatisfacción permanente, su búsqueda de lo que no está allí, conduciéndonos al aparente desenlace de Rayuela, la odisea de la búsqueda de la Maga por Oliveira y el encuentro con Talita, la doble de la Maga, en Buenos Aires. Pero la doble de la Maga —«lógicamente»— está acompañada del doble de Oliveira, el sedentario Traveler, que solo se había movido de la Argentina «para cruzar a Montevideo». Las figuras que antes no se conocían se conocen y ponen en jaque la existencia misma del libro que las contiene: Rayuela. Ignorándose, promovieron la dinámica inicial de la novela. Al conocerse, amenazan con precipitarla hacia lo que la niega, es decir: la conclusión, inaceptable para la novela abierta que Cortázar está escribiendo ante nuestros ojos. Al conocer a su doble, Oliveira tiene que actuar, sus opciones son el asesinato o la locura. De otra manera, habría que aceptar que nuestra vida, al no ser singular, carece de valor y de sentido; que otro, que soy yo, piensa, ama y muere por mí y que acaso soy yo el doble de mi doble y solo vivo su vida.
Oliveira intenta el asesinato por el terror. No un verdadero asesinato, pues matar al doble sería suicidarse, sino un atentado que abra las puertas de la locura. O, por lo menos, que haga creer a los demás que uno se volvió loco y queda, por ello, dispensado de actuar, incluso de esa acción disfrazada que es la escritura. Muertos para los demás, dejamos de ser el doble de nadie o de tener duplicación alguna. La locura, en la medida en que es una des-aparición, una in-visibilidad, mata también al doble, privado de su modelo. Allí, en el manicomio, se puede creer que los locos serenos, Juan Cuevas o Ceferino Piriz, son tan dignos de atención intelectual como Aristóteles o Heidegger: ¿qué hacen, al cabo, sino multiplicar la realidad inventando cuanto les parece que falta en el mundo? ¿Y qué ha hecho la novela? ¿Y qué ha hecho el novelista que ha hecho la novela que ha hecho a Oliveira que ha hecho a su doble que ha hecho un loco de Oliveira?
¿Encontraría a la Maga? Oliveira, convencido de que «un encuentro casual era lo menos casual de nuestras vidas», ha decidido recorrer este inmenso periplo, de París a Buenos Aires, de una rayuela a otra, en busca de lo que, al cabo, él mismo llama «una concreción de nebulosa»: la Maga. La nebulosa concreta, claro está, es la novela misma, la niebla, la nivola o nubela de Unamuno: «¿Encontraría a la Maga?»: la magia de la nube, la Maga de la nebulosa, es la búsqueda de la Maga, o sea, la búsqueda de la novela. Incapaz de cerrarla, porque no ha encontrado a la Maga y no hay novela sin la Maga. Oliveira, desde su manicomio rioplatense, nos refiere al «Tablero de dirección» que nos remite, a su vez, a una reiniciación de la novela, búsqueda, multiplicación de la realidad e insatisfacción perpetua, por el atajo de un capítulo 62 donde el alter ego de Cortázar, Morelli, teoriza sobre la novela y abre dos caminos: uno, el de acompañar para siempre a Oliveira en su búsqueda de la Maga; otro, el de escribir la siguiente novela abierta: 62, modelo para armar.
Y en medio, solo unos momentos de ternura leve, escuchando con los ojos cerrados un disco de jazz, oyendo «el fragor de la luna apoyando contra su oreja la palma de una pequeña mano un poco húmeda por el amor o por una taza de té». Il faut tenter de vivre.
Julio Cortázar y Rayuela colocan a la novela hispanoamericana en el umbral mismo de la novela potencial: la novela por venir de un mundo culturalmente insatisfecho y diverso.
SERGIO RAMÍREZ
EL QUE NUNCA DEJA DE CRECER
1
Mi primer encuentro con Julio Cortázar ocurrió en abril de 1976, en San José de Costa Rica, donde yo vivía por entonces. Llegaba él para dictar un ciclo de conferencias en la sala mayor del Teatro Nacional, invitado por el recién fundado Colegio de Costa Rica, una iniciativa de la entonces ministra de Cultura Carmen Naranjo. Ernesto Cardenal, que también se hallaba allá, lo invitó a visitar Solentiname, el archipiélago del Gran Lago de Nicaragua donde Ernesto tenía su comunidad religiosa.
En su cuento «Apocalipsis en Solentiname» Julio relata ese viaje: «Sergio y Óscar y Ernesto y yo colmábamos la demasiado colmable capacidad de una avioneta Piper Aztec, cuyo nombre será siempre un enigma para mí pero que volaba entre hipos y borborigmos ominosos mientras el rubio piloto sintonizaba unos calipsos contrarrestantes y parecía por completo indiferente a mi noción de que el azteca nos llevaba derecho a la pirámide del sacrificio. No fue así, como puede verse, bajamos en Los Chiles y de ahí un jeep igualmente tambaleante nos puso en la finca del poeta José Coronel Urtecho, a quien más gente haría bien en leer...» [Cortázar: 1997, 96-97].
Óscar es el cineasta costarricense Óscar Castillo. En la pista aérea de Los Chiles nos recibió el coronel Urtecho, que vivía en retiro en la finca Las Brisas, junto al río San Juan, y de allí fuimos por lancha, navegando las aguas del lago, hasta Mancarrón, la mayor de las islas del archipiélago, donde estaba establecida la comunidad. Era un sábado. Fue un viaje clandestino, porque pasamos de lejos el control militar del puerto de San Carlos, un poblado en la confluencia del río San Juan con el lago. Nunca se enteró Somoza de aquella visita de Julio Cortázar a Nicaragua, en perpetuo estado de sitio.
Como eran tiempos ya de conspiraciones, Julio conoció ese rumor subterráneo de rebeldía que empezaba a crecer desde lo hondo del país, cansado ya de una dictadura dinástica de medio siglo, una rebeldía que tres años después barrería esa dictadura y pondría en marcha una revolución, la última revolución triunfante del siglo XX en América Latina.
Al día siguiente, Ernesto celebró su misa dominical a la que acudían en bote los campesinos de todo el archipiélago. Era una misa dialogada. Después de la lectura del evangelio se abría una plática entre todos los asistentes para comentarlo. Ese domingo tocaba el prendimiento de Jesús en el huerto (Mateo 26, 36-56). La conversación está transcrita en el libro El Evangelio en Solentiname, que reúne el registro de los diálogos de las misas a lo largo de varios años.
Quienes tomaron la palabra esa mañana eran en su mayor parte muchachos que luego se hicieron guerrilleros, y cayeron en la lucha casi todos. Las construcciones de la comunidad, aun la iglesia, fueron más tarde incendiadas y arrasadas por el ejército de Somoza.
Cuando Ernesto lee el pasaje de las treinta monedas que recibe Judas por entregar a Jesús, Julio comenta: «El evangelista estaría usando una metáfora; como nosotros también la usamos cuando alguien se vende al enemigo, y decimos que se vendió por treinta monedas». Luego de que doña Olivia, una campesina, dice que el dinero es la sangre de los pobres, Ernesto agrega que Somoza es dueño de una compañía llamada Plasmaféresis S. A. que compra la sangre a los menesterosos para vender luego el plasma en el extranjero, y que a la compañía le quedan varios millones de ganancia cada año. «De ganancia líquida», comenta Julio, «es un negocio vampiresco».
Después viene el pasaje en que Pedro desenvaina su espada y corta la oreja a uno de los sicarios, y Jesús le dice que quienes pelean con la espada morirán por la espada. Un mandamiento que resulta comprometido, en tiempos en que se gesta la rebelión contra Somoza. Yo digo entonces que Jesús ha elegido un método de lucha que es su propia muerte. No quiere que otros se interpongan impidiéndole convertir su muerte en un símbolo. Oscar Castillo opina que no tenía objeto pelear porque estaban de todos modos perdidos. Entonces dice Cortázar: «Sí, yo estoy de acuerdo con lo que dice Oscar, que fue una decisión táctica que había que tomar en ese momento para que sobrevivieran los discípulos, si no, los hubieran matado a todos. Si los discípulos no hubieran huido, hoy día no existiría esto», y al decir «esto» recorre con la mirada la humilde iglesia rural de blancas paredes desnudas, piso de tierra y techo de tejas de barro.
A continuación lee Ernesto: «¿No sabes que podría pedirle a mi Padre, y él me enviaría ahora mismo más de doce legiones de ángeles? Pero, en ese caso, ¿cómo se cumplirían las escrituras, que dicen que tiene que suceder así?». Y Julio: «Es un pasaje muy, muy oscuro, que habría que analizar en relación con el resto del evangelio. Pero es evidente que toda la vida de Jesús va cumpliendo una tras otra las profecías que se han hecho de él; digamos que él es fiel a las profecías, a un plan preconcebido; entonces no puede dejar de cumplir la última, que es su muerte. Sería un contrasentido de su parte pedir que vengan doce divisiones de ángeles, no lo puede hacer, no quiere hacerlo».
Yo digo que Jesús está advirtiendo que no se puede confiar todo a los ángeles, que los ángeles no tienen nada que ver con las luchas terrenas, como la del pueblo de Nicaragua contra Somoza. Entonces dice Julio: «Una interpretación sumamente tendenciosa, me parece». Y yo: «Ni él mismo creía que pudieran venir doce divisiones de ángeles a ayudarlo». Cortázar: «Quién sabe, en aquella época los ángeles eran muy eficaces, porque intervienen frecuentemente en la Biblia». Yo: «En el Antiguo Testamento, no en el Nuevo». Y Cortázar: «Del Nuevo no estoy tan seguro, pero en el Antiguo su eficacia está comprobada».
En ese mismo cuento, «Apocalipsis de Solentiname», Julio habla de las fotos que tomó a los cuadros primitivos pintados por los campesinos: las islas nutridas de verdura, las aguas azules del lago surcadas por barquitos. Luego, haciendo ese sesgo peculiar de sus cuentos, donde la realidad cede de manera imprevista, y natural, el paso a lo extraordinario, cuenta que ya de regreso en París, cuando tras revelar los rollos proyecta una noche en su apartamento las diapositivas a colores, en la pantalla, en lugar de aquellos cuadros inocentes empiezan a aparecer escenas del horror diario de la América Latina, el cono sur y Centroamérica igualados en barbarie, un coche que estalla, prisioneros encapuchados, torturados, cadáveres mutilados.
Pero hay algo aún más singular. Julio está entrando entonces por primera vez a Nicaragua, y a Centroamérica. Y el horror narrado no queda, como pudiera esperarse de un cuento que al fin de cuentas tiene un sentido político, en denunciar nada más la represión brutal de las dictaduras militares, sino, y he aquí lo singular, denuncia, episodio principal de la trama, el asesinato del poeta salvadoreño Roque Dalton, ejecutado en la clandestinidad por sus propios compañeros de armas tras un juicio sumario, acusado de ser agente de la CIA. La acusación de ser agente de la CIA iba más allá de la ejecución física. Pretendía también la ejecución moral.
Este es un punto crucial en lo que se refiere a la conducta de Julio frente a los nuevos movimientos revolucionarios en Centroamérica, que es el escenario del continente donde se libraba entonces la lucha armada. Comienza a ser una conducta de antemano crítica, y no está dispuesto a dejar pasar desapercibido un crimen que muchos años más tarde pretendió justificarse como un «error de juicio».
Después, tras el triunfo de la revolución, sus visitas a Nicaragua, hasta antes de su muerte, fueron constantes. En su retiro del balneario de El Velero, en la costa del Pacífico, estaba con Carol Dunlop cuando recibieron los resultados de los exámenes médicos que marcaban la suerte irremediable de Carol. En la mesa de noche del hospital en París donde Julio murió, había un tomo de poesías de Rubén Darío, tal como lo atestiguó otro poeta salvadoreño, Roberto Armijo. Julio escribió todo un libro sobre su relación con Nicaragua, Nicaragua tan violentamente dulce, y Carol publicó un libro de fotos sobre Nicaragua, Llenos de niños los árboles.
Estuvimos juntos en el acto de nacionalización de las minas celebrado en Siuna en octubre de 1979, un acto histórico de proclamación de soberanía. Fue su primera visita pública, digamos oficial, a Nicaragua. Les habían robado en Panamá los pasaportes, a él y a Carol, y entraron en Managua con pasaportes nicaragüenses en el avión que hasta hacía pocos meses había pertenecido a Somoza. Julio se sentó en el asiento que solía ocupar Somoza, un asiento que según sus recuerdos olía al cuero de que estaba forrado.
A Siuna fuimos en un avión militar de la desaparecida fuerza aérea de Somoza, un avión de bancas transversales y que parecía más bien un autobús destartalado. En un pedazo de una bolsa de mareo, entre los sobresaltos del vuelo de regreso, me escribió:
Sergio: nunca dejaré de agradecerte que me hayas permitido la oportunidad de volar en un avión con una escoba. Por si no lo creés, la escoba está junto al asiento de Carol.
Estuvieron ambos en la vigilia de Bismuna junto con otros escritores, entre ellos su amiga de toda la vida Claribel Alegría, una vigilia destinada a mostrar respaldo en contra de las amenazas de agresión militar que el gobierno de Reagan lanzaba todos los días.
Y fuimos juntos, también, a actos de entrega de títulos de reforma agraria en varias comarcas del departamento de Rivas, y a la inauguración de una microempresa. Eso fue en octubre de 1983. Julio lo recuerda en un «Minidiario» recogido en Papeles inesperados:
Si al marqués de Sade le hubieran gustado las microempresas —y esto se prestaría a muchos juegos de palabras—, merecería ser el dueño de la de Güiscoyol, porque han instalado la tribuna de frente al sol de las tres de la tarde, nos sientan en una fila de sillas como que fueran a fusilarnos (¿ustedes sabían que en alguno de nuestros países se tenía esta delicada atención para que el condenado estuviera más cómodo?) y ahora los discursos me parecen maratones, las obras completas de Balzac, las arengas de Fidel, con el sol empujándome la cara, juro que es cierto, moriré convencido que la teoría corpuscular de la luz es la única verdadera, qué ondas ni qué ocho cuartos, son piedras, hermano. Y otra vez tragos pero al sol, y yo agarro mi cerveza y encuentro un árbol perdido por allí y le digo que es mi árbol, que lo amo apasionadamente, no sea cosa que se me vaya de golpe, puede pasar en este país de locos. Y la cerveza está caliente, para decirlo todo..., cambio delicioso y merecido una hora más tarde: Sergio inspecciona una fábrica para procesamiento de langostinos y camarones, donde los enormes hangares tienen por lo menos el aire de ser frescos..., vuelvo a subir al horrendo jeep un poco menos muerto que antes, pero el turco me espera con el palo encebado y mi único consuelo es Vlad V, el príncipe rumano que se vengó de los turcos empalando a diez mil de ellos y de paso originó la leyenda de Drácula...» [Cortázar: 2009, 344].
Y fuera de Nicaragua, desde París, fue un defensor oficioso de la revolución en artículos de prensa, en comparecencias de televisión donde quiera que fuese necesario, en Barcelona, o en Londres. Tengo la impresión de que las causas se tomaban más en serio que ahora, o es que las causas han cambiado de naturaleza. Julio, como Carlos Fuentes, o como José Saramago, fue defensor de causas muy a la manera de Voltaire, el primer defensor ciudadano de la historia. Y ya no quedan muchos de esa especie en extinción.
2
Para los escritores de mi generación en América Latina, la década de los sesenta abrió más de una perspectiva, porque fue una década de retos, desafíos e interrogantes como ninguna otra del siglo XX. Entrar en el universo de la escritura precisaba de héroes literarios, como siempre ha ocurrido, y de íconos envejecidos a los que destronar, como siempre ha ocurrido también. Pero más allá de ese ámbito de preferencias y rechazos en la literatura, campeaba la rebeldía frente al orden establecido y frente a los modos imperantes de vida, y el hecho de escribir no se separaba de la idea de acción para trastocar el mundo.
Es obvio que teníamos frente a nosotros la realidad de nuestros países marginados donde todo estaba por cambiar, pero aspirábamos no solo a un cambio de la realidad, sino también de todos aquellos usos de conducta social e individual que eran parte de la realidad de miseria y atraso. Un solo frente de rebeldía.
Los años sesenta fueron vertiginosos. Los roaring twenties, esos años veinte que ensalzó José Coronel Urtecho, se le quedaron cortos. La muerte del Che Guevara en Bolivia en 1967 le dio un resplandor ético a la ansiedad por un mundo nuevo que debía levantarse sobre los escombros del otro que creíamos despedirnos, al que los Beatles habían puesto la primera carga de profundidad con su primer álbum en 1962.
Era a ese mismo mundo nuevo abierto en el horizonte al que Julio Cortázar venía a dar las reglas de juego con la publicación de Rayuela un año después, en 1963. Esas reglas consistían, antes que nada, en no aceptar ninguno de los preceptos de lo establecido, y poner al mundo patas arriba de la manera más irreverente posible, y sin ninguna clase de escrúpulos o concesiones.
Hablando con la nostalgia de toda edad pasada que siempre fue mejor, a menos que aceptemos la petición de principios del filósofo nicaragüense Alejandro Serrano, de que todo futuro fue mejor, diría que entonces las causas, aquellas por las que manifestarse y luchar eran reales, podían tocarse con la mano. Se vivía en una atmósfera radical, en el mejor sentido de la palabra, un radicalismo implacable que compartían viejos como Bertrand Russell. Los principios eran entonces letra viva y no como hoy, reliquias a exhumar. La palabra causa tenía un aura sagrada.
En los sesenta estaba de por medio la lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, la guerra de Vietnam, las dictaduras en Grecia, en América Latina, o en España y Portugal, la lucha por la descolonización en Asia y en África. Un solo gran concierto de rock como el de Woodstock podía interpretar toda esa rebeldía espiritual. Y aun el envejecimiento de las universidades, que se habían vuelto momias crepusculares, era una causa por la cual salir a las calles.
Las jornadas de rebeldía en las calles de París en la primavera de 1968, y la masacre de estudiantes en la plaza de Tlatelolco en México en octubre de ese mismo año tuvieron como detonante la obsolescencia académica, para transformarse después en reclamos por el cambio a fondo de la sociedad anquilosada y mentirosa.
El espíritu de Julio Cortázar flotaba sobre esas aguas revueltas de la historia que los cronopios querían tomar por asalto, porque los seres humanos quedaban implacablemente divididos en cronopios, esperanzas y famas.
La rebeldía juvenil se encarnizaba contra los modos de ser, y también contra los modos de andar por la vida, porque se trataba de un cuestionamiento a fondo, no de doble fondo. El mundo anterior no servía, se había agotado. Sistemas arcaicos, verdades inmutables. Patria, familia, orden, la buena conducta, los buenos modales, las maneras de vestir. Y no era solamente un asunto de nada más cambiar la moda, melenas largas, alpargatas, y boinas de fieltro con una estrella solitaria. Todos queríamos ser cronopios, nos burlábamos de los esperanzas y repudiábamos a los famas.
Rayuela planteaba antes de nada la destrucción sistemática de todo el catálogo de valores de Occidente, sin hacer propuestas. Se quedaba en una operación de demolición, y no aspiraba a más, porque en las respuestas estaba ya el error. Las propuestas políticas de Julio Cortázar vinieron después, frente a Cuba primero, luego frente a Nicaragua, y casi nunca estuvieron contenidas en sus escritos literarios, salvo en Libro de Manuel, o en los cuentos de Alguien que anda por ahí, pero sí en su conducta ciudadana. La conducta, hoy tan extraña también, de un escritor con creencias, y capaz de defenderlas.
Y mucho tuvo Julio que enseñarnos sobre ese viaje en el filo de la navaja, cuando el escritor que se compromete no debe comprometer su propia escritura de invención. La libertad de escribir era como la de los pájaros que vuelan largas distancias en perfecta formación, dijo en Managua en febrero de 1983, al recibir la Orden de la Independencia Cultural «Rubén Darío» que le otorgaba la revolución. Cambian de lugar constantemente en la formación, aunque son siempre los mismos pájaros. Un símil de la libertad del escritor.
A lo mejor, en los tiempos de Rayuela, su propuesta verdadera más valiosa se quedó siendo el terrorismo verbal, que conducía de la mano a la inconformidad perpetua. Pero eso es algo con lo que al fin y al cabo no pueden compadecerse las revoluciones una vez en el poder, porque, ley inexorable, la rebeldía que dio vida al ideal absoluto de libertad termina no pocas veces en esclerosis y los héroes convertidos en caudillos, y así la salamandra del pasado termina mordiéndose la cola, diría Morelli. Las utopías reglamentadas se vuelven siempre pesadillas. Un viaje, a veces rápido, desde los sueños a los malos sueños, y de allí a los pésimos sueños.
Viéndolo bien, la rebeldía perpetua del Che, huyendo de todo aparato de poder terrenal y buscando siempre un teatro nuevo de lucha, venía a parecerse mucho a la persecución que de sí mismo hace con todo virtuosismo Horacio Oliveira en Rayuela. La rebeldía inagotable como propuesta ontológica.
No en balde estos íconos de los años sesenta de que hablo se quedaron jóvenes en la memoria, como sucede siempre con los héroes verdaderos, que nunca envejecen. Jóvenes necesariamente según la más estricta de las reglas de canonización de los héroes, la de Joseph Campbell. No hay héroes decrépitos. Los Beatles, ya se sabe que nunca envejecieron y siempre los veremos lo mismo en las carátulas de sus discos, sobre todo después del asesinato de John Lennon, que lo arrebató a esa categoría imperecedera del olimpo juvenil. Los dioses, que siempre mueren jóvenes. Y junto con los Beatles, el Che mirando en lontananza, el héroe al que el poder ya no puede nunca contaminar, ni disminuir.
Por eso Julio es también un joven que no envejece, como tampoco, según la leyenda, dejó nunca de crecer. Y es que, en realidad, no ha dejado nunca de crecer. Ni de hacerse más joven. Viene de atrás hacia delante, botando años por el camino hasta quedarse en una figura de adolescente que se va haciendo niño, como aquel personaje, Isaac McCaslin, en la novela de William Faulkner Desciende, Moisés.
3
Cuando Rayuela fue publicada en Buenos Aires en 1963, Julio Cortázar tenía entonces cincuenta años, con lo que podemos decir que la novela más experimental, novedosa y provocadora que se escribió en los tiempos del boom fue la obra de alguien que a los ojos adolescentes de mi generación era ya mayor. La novela juvenil de un señor que aparentaba ser joven. O no dejaba de ser joven.
Lo experimental, lo que parece desmedido porque rompe las reglas o se burla de ellas, se vuelve corriente un día porque ya es clásico, y viene a convertirse en un modelo que se cuela de manera imperceptible en la escritura del futuro. Esa es mi sensación al abrir otra vez las tapas negras de mi vieja edición de Rayuela. Apagado el ruido de la novedad de los capítulos intercambiables, o suprimibles, el léala como quiera y pueda, lo que permanece es la majestad de la prosa, única capaz de hacer sobrevivir un libro a través de las edades.
«¿Encontraría a la Maga...?». De los libros inolvidables uno aprende de memoria al menos el primer párrafo, o esa lectura nunca existió, se la llevó el agua del tiempo en su fluir incesante. Y el comienzo de Rayuela puede leerse ya, pasado más de medio siglo, como el de cualquier otro de los libros clásicos que vuelven siempre a la memoria envueltos en su propio resplandor, esas felices epifanías de la lectura que nos reencuentran con el milagro.
Podíamos, podemos, leerla como mejor nos viniera, nos venga, en gana. Como una elegía porque desde la primera página la Maga es evocada de manera tan doliente igual que Neruda evoca a la Maligna en el «Tango del viudo»; como la saga épica de un viaje urbano incesante, Horacio Oliveira perdido en los meandros de París como Leopoldo Bloom en los de Dublín; oírla correr como un río metafísico que arrastra aforismos filosóficos vueltos al revés; un tratado de jazz con lo que también es una novela de fantasmas impenitentes; o la desaforada roman comique de partirse de risa que propone Morelli, uno de los alter egos de Cortázar, porque allí en ese mundo peripatético todos los personajes son alter egos suyos, novela de mamadera de gallo, catálogo crítico de esperpentos y cursilerías, antinovela, desnovela, contranovela, metanovela, paranovela, quién no iba a sentirse entonces seducido al ver las piezas del juguete dispersas por el suelo y al niño cejijunto aquel tan grande con las manos llenas de grasa tratando de colocar bielas y manivelas en el sitio que no era, igual que una vez lo había hecho muerto de risa aquel viejo clérigo Laurence Sterne en las páginas de Tristam Shandy.
Para los nostálgicos que aprendimos en las páginas de Rayuela a despreciar el orden establecido y a cuidarnos de la trasgresión de escribir en papel rayado y apretar el tubo de pasta dentífrica desde abajo, cabe una pregunta: ¿habrá envejecido Rayuela junto con todos nosotros? Es una pregunta generacional y hay que tomarla así.
He indagado entre los escritores jóvenes que se abren camino en este siglo XXI de tan pocas certezas y demasiadas incertidumbres, si reconocen en ella su atrevido sentido de ruptura, la narración siempre al borde del abismo, el lector que atraviesa la cuerda floja en persecución del novelista que va por delante balanceando la pértiga en busca de esa alternancia perturbadora entre lo cómico, la inefable Berthe Trépat, y lo trágico, la muerte del niño Rocamadour en el sórdido amanecer de París mientras sesiona en el Club de la Serpiente.
Algunos coinciden plenamente conmigo, otros me han dicho que lo que pasa es que Rayuela fue a mi generación lo que Los detectives salvajes de Bolaño es a las nuevas, una biblia laica de enseñanzas acerca de cómo romper todos los platos de la alacena con el mayor escándalo posible, pero a fin de cuentas se trata de dos generaciones distintas. Puede ser, aunque en la literatura que no perece hay necesariamente bastante más. Hay literatura, querido paremiológico y apodíctico Perogrullo.
No eran tiempos de sosiego cuando apareció Rayuela, y tampoco era una novela tranquila para leer en un fin de semana y luego ponerla en su lugar del estante y olvidarla. Era, en cambio, un animal extraño que se quedaba rondando por los libreros, meneaba inquieto la cola y te enseñaba los dientes, se masturbaba delante de las visitas y se meaba en la vajilla. Un libro poco inocente que a manera de epígrafe anuncia máximas, consejos y preceptos particularmente útiles a la juventud en busca de contribuir a la reforma de