Capítulo uno
—Quiero que siga su rastro, dé con ella, averigüe su historia, me la cuente y después la olvide —dijo.
Era un hombre de edad indeterminada, una de esas personas que han dejado de ser jóvenes pero resulta difícil calcular desde hace cuánto tiempo. Todo en él, de su manera de hablar a su forma de mover las manos igual que si dirigiese una coreografía o una orquesta, daba una impresión de elegancia y teatralidad, creaba a su alrededor un ambiente que envolvía y alteraba de algún modo los lugares en los que se encontrase y a las personas con quienes estaba, como los caballos de la policía montada parecen cambiar de siglo la calle por la que pasan. Los clientes del restaurante en el que me había citado lo miraban con curiosidad, tal vez porque tenía esa forma de llamar la atención que consiste en mostrarse indiferente a todo lo que te rodea, de modo que los demás reparen en ti por lo que no haces o no dices, lo mismo que alguien que no se despierta a causa de un ruido, sino porque hay demasiado silencio en la habitación.
Sus rasgos principales eran unos ojos de color ámbar, un corte de pelo estilo galán de cine de los años cincuenta y unos pómulos muy marcados que añadían a su cara un ligero toque asiático. Su expresión era, por lo general, de contrariedad, daba a entender que siempre había algo que le molestaba o le parecía fuera de lugar, y aunque de vez en cuando tratase de parecer amable, lo cierto es que entre una sonrisa y su modo de enseñar los dientes había las mismas similitudes que entre un corte de pelo y una decapitación. Debía de pasar tiempo en su casa de la costa o ser aficionado a las lámparas de rayos uva, porque estaba tan moreno como si fuese una versión en bronce de sí mismo. Lo cual, por cierto, no era nada raro en alguien cuya mirada de ave rapaz, llameante y a la vez fría, tan difícil de sostener como de esquivar, dejaba claro que él era su modelo a seguir y que sus propias convicciones eran su único sistema de medida. Para completar el efecto, hablaba despacio, dando a entender que no era buena idea perderse una palabra de lo que decía, en un tono de voz muy bajo que te obligaba a aguzar el oído, y con una locuacidad jaspeada de pausas estratégicas que le daban a su conversación un aroma de discurso y convertían a sus interlocutores en sus espectadores.
Naturalmente, emanaba el perfume del poder y el dinero, un aroma a cotos de caza, balnearios y estaciones de esquí. Sus cuentas bancarias estarían llenas de números de ocho cifras y su pasaporte de visados de países exóticos. Y era fácil que mientras hablábamos le esperasen en la puerta del local su chófer y un guardaespaldas, un individuo de dos metros, cien kilos y cara de boxeador retirado que lo acompañaría a todas partes, tan pegado a él como si fuesen dos tiras de velcro. Pero la verdad es que tampoco le hacía falta tener ningún lugarteniente junto a él para dejar claro que las dos cosas que más le gustaban en este mundo eran dar órdenes y ser obedecido. Era un pez gordo, la viva imagen del triunfador, y estaba tan acostumbrado a mirar el mundo por encima del hombro, que el resto de las personas debían de ser para él parecidas a latas de refresco: las compraba, las consumía, las aplastaba y, finalmente, jugaba a encestarlas en una papelera.
Ni que decir tiene que él no me gustaba en absoluto; pero, a cambio, me volvía loco la cifra que me había ofrecido, que era casi tres veces lo que suelo cobrar por mis servicios. La única condición que ponía, y que dejó clara desde el momento en que me había llamado por teléfono al instituto donde doy clases de Lengua y Literatura, era que no tardase más de un mes en hacer aquel trabajo, para el que me había elegido «tras recibir un informe favorable» sobre mi empresa de biografías a la carta, el negocio que puse en marcha cuando estuve varios años de excedencia y me busqué la ruina por causas que «ni las entendería el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello», como dice Cervantes, y que ahora me proporciona unos ingresos esporádicos que me ayudan a cuadrar mis números y a pagar las facturas, algo nada sencillo cuando eres profesor en un país donde existe un proverbio que dice: «Pasas más hambre que un maestro de escuela». Nuestro sueldo no da para muchas fiestas, pero no puedo quejarme, porque entre eso y lo que he sacado con las cuatro novelas que llevo publicadas me mantengo a flote, logro la cuota de éxito que necesita mi vanidad y ahora mismo puedo permitirme, hasta cierto punto, ser independiente y selectivo, ambicioso pero no avaricioso, porque con lo que tengo me basta, aunque no me sobre.
Esta vez, sin embargo, la cantidad de dinero que aquel engreído había puesto sobre la mesa a la que nos sentábamos era lo suficientemente grande como para pensárselo dos veces antes de rechazarla. Entre otras cosas, porque si la cifra que me había ofrecido llegaba a mi cuenta del banco, podría tomarme con calma el resto del año, no aceptar más proposiciones hasta nuevo aviso y dedicar las tardes a escribir sólo lo que quisiese. Además, que me exigiera acabar el manuscrito con tanta prisa, en el fondo era una ventaja: lo haría con profesionalidad y sin implicarme más allá de lo estrictamente necesario; y después, como hubiese dicho mi madre, aquí paz y después gloria. Así que puse sobre la mesa el contrato-tipo que firmo con todos mis clientes y lo empujé hacia él, al tiempo que él deslizaba hacia mí otro en el que, por supuesto, había una cláusula de confidencialidad. Me dio la impresión de que los documentos se cruzaban sobre aquella superficie de madera pulida igual que dos coches por una carretera comarcal y en el suyo iba gente armada. O tal vez sólo eran imaginaciones mías y aquel individuo no era más que otra persona en busca de sus raíces y con ganas de dejar alguna señal de su paso y el de los suyos por esta tierra hermosa y fatal donde existen toda clase de caminos excepto los de regreso, porque nada tiene vuelta atrás.
Lo cierto es que el asunto que se traía entre manos no se diferenciaba gran cosa, a primera vista, de los que me solían proponer mis clientes: la persona cuya vida quería que investigase era su madre, algo muy común: la gente recurre a mí para ese tipo de cosas, con la intención de preservar las huellas de los que más quieren o quisieron y así evitar que además de desaparecer caigan en el olvido. Algunos lo hacen en vida del protagonista y otros después; los hay que quieren regalárselo a la familia por navidad, para celebrar un aniversario o unas bodas de platino; y hasta hubo quien me dijo que su plan era repartir la publicación en el entierro de la protagonista, una mujer casi centenaria pero que, por fortuna, aún estaba entre nosotros. Esa fue una de las veces en que no acepté, ya les he dicho que tengo mis metas, pero también mis límites. En el mundo de las finanzas se dice que nunca hay que recoger billetes del suelo delante de una apisonadora en marcha; bueno, pues delante de un coche fúnebre, tampoco.
No todas las historias merecen ser contadas, pero la de Caridad Santafé sí. Bastó que su hijo me dejara saber tres o cuatro detalles para estar seguro de que no había sido una mujer cualquiera. Y ahora que lo sé todo de ella, puedo asegurarles que no sólo es extraordinario lo que hizo, cuándo lo hizo y dónde, sino también lo que hicieron con ella en el momento en que ese lugar cambió para lo que, por desgracia, suele cambiar casi todo: para empeorar. En cuanto a él, cuando leyera lo que yo iba a escribir por orden suya, entendería sin duda muchas más cosas, sobre ella y sobre sí mismo, de las que pudo imaginar al hacerme su encargo. Suele ocurrir: todos sabemos la verdad, hasta que la descubrimos.
Pero será mejor no adelantarnos y empezar desde el principio, con el informe preliminar que me dio aquella tarde Diego Raúl González, aquel hombre categórico que me hablaba de su madre lo mismo que si enunciase en la pizarra de un aula un problema matemático que yo tendría que resolver para aprobar su asignatura. Supe de ella que había nacido en 1913 y fue en su juventud una deportista muy notable, una de las primeras mujeres españolas que participaron en unas olimpiadas, siguiendo la estela de Rosa Torras y la famosa Lilí Álvarez en París, en 1924, y compitiendo en 100 metros vallas, esquí y lanzamiento de jabalina y de disco, porque en aquella época era así, cada atleta se batía el cobre en varios terrenos: la propia Álvarez, además de una tenista célebre, que ganó Roland Garros en dobles y llegó a tres finales de Wimbledon, fue además esquiadora, piloto de carreras, patinadora, jinete, alpinista y jugadora de billar.
La joven Caridad Santafé había formado parte de la representación española en los Juegos de Invierno de Garmisch-Partenkirchen, en 1936, aunque fuera como suplente de las pioneras Ernestina Maenza y Margot Moles, a quienes le unía una amistad que, en el caso de la segunda, había empezado cuando las dos eran alumnas del Instituto-Escuela de Madrid, donde no coincidieron en las aulas por la diferencia de edad que las separaba, que era de tres años, pero sí en las pistas de entrenamiento. Con los años, y tras ser campeonas de España en varias disciplinas, una y otra continuaron llevando una vida paralela y acabaron trabajando de profesoras en aquel centro que tenía mucho que ver con los mismos planes educativos que habían dado o darían lugar a aventuras como la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes o las Misiones Pedagógicas y que propiciaron que surgiera la Generación del 27.
—Tras la Guerra Civil, abandonaron la docencia y se dedicaron a cuidar de sus familias —me dijo, dando por acabada, sin más explicaciones, aquella época—. Lo que quiero descubrir es por qué ella no siguió su ejemplo.
Yo sabía que lo que acababa de contarme no era cierto o, como mucho, era sólo una parte de la verdad: había investigado durante años la época de la dictadura que siguió al golpe de Estado de 1936 y no ignoraba que el nuevo régimen borró prácticamente del mapa a las mujeres, en el mundo de la política, las ciencias y las letras, la universidad, el ámbito académico y también el deportivo, puesto que encontraba desvergonzado el ejercicio y provocativa la ropa necesaria para practicarlo, de manera que toda la actividad en este terreno se había limitado a las tablas gimnásticas que se hacían en las reuniones de la Sección Femenina, por supuesto con las alumnas tapadas hasta los dientes y supervisadas por monjas o por severas damas falangistas que cuidasen de que las líneas rojas de la decencia no fueran sobrepasadas. Con ese fin, su jefa, Pilar Primo de Rivera, había creado ya en 1938 la Regiduría Central de Educación Física, que no tuvo mucha tarea: las competiciones femeninas no volvieron hasta 1962.
Tampoco ignoraba que con el nacionalsindicalismo se había pasado del impulso renovador de la Institución Libre de Enseñanza a los juramentos reaccionarios de las señoras de Acción Católica, que se comprometían «a no asistir a espectáculos de cualquier tipo sin haberse previamente informado de su absoluta decencia; ni a cafés, clubes y demás lugares de recreo tradicionalmente reservados a los caballeros; a no tomar parte en excursiones y deportes a los que concurran hombres y a no usar en ninguna de esas actividades, ya sean hockey, tenis, equitación o caza, pantalón ni falda pantalón, sino trajes eminentemente femeninos».
Y también conocía algo del asunto por haber estudiado en su momento los casos de dos novelistas que me interesaban, María Ginestà y Carmen Laforet. La primera, menos conocida como narradora, aunque había publicado algunos libros muy interesantes en el exilio, en Francia y en el Santo Domingo del dictador Trujillo, era un icono de la República gracias a una fotografía en la que posó en la terraza del hotel Colón, en Barcelona, con un fusil al hombro. La segunda es uno de mis mitos literarios, la autora de Nada, sobre la que, de hecho, estaba investigando cuando escribí Mala gente que camina, tras descubrir, gracias a ella, a la escritora oculta Dolores Serma. Ginestà, militante del PSUC, traductora y reportera durante la Guerra Civil, y por un breve espacio de tiempo pareja sentimental de Ramón Mercader, el asesino de Leon Trotsky, había practicado los 80 y 600 metros lisos y el salto de longitud. Y Laforet fue íntima amiga de Lilí Álvarez, que a su categoría como tenista sumaba una solidez intelectual que la llevó a publicar varios volúmenes sobre religión, feminismo y deporte, y numerosos artículos en La Nación, el Daily Mail, La Vanguardia o Blanco y Negro. La correspondencia entre ellas, que yo había consultado en aquel entonces, revelaba tanto la profundidad de su relación —«antes pensaba que esta confianza espiritual se debería tener sólo con el marido; ahora estoy totalmente segura de que ningún hombre la merece, ni la quiere, ni sabe qué hacer con ella», dice la narradora— como la influencia espiritual que Álvarez tuvo en Laforet, quien tras conocerla adquirió una dosis de misticismo que se refleja, desde el título, en su obra La mujer nueva; y también deja ver lo traumática que fue su ruptura, forzada por las obligaciones como esposa y madre de cinco hijos de la autora de La insolación. «Me tienes que seguir queriendo, aunque siga mi camino de Cristo, con todos sus inconvenientes, con todas sus espinas, con todos sus tormentos físicos...Te espero con los brazos tendidos... Tengo que esperarte. O marcharnos camino del infierno, cosa que tú eres la primera en prohibir...», dice Laforet. Y Álvarez le responde: «No me verás más. Adiós».
—Así que lo dejó todos por ustedes, ¿o no? ¿Qué quiere decir con que no siguió ese ejemplo? ¿Qué ocurrió después? —dije, para animarle a continuar y para que dejasen de distraerme mis pensamientos.
—Ya sabrá cada cosa a su tiempo si no me interrumpe —contestó, soltando las palabras como una ráfaga de metralleta. No me hubiera extrañado que su apellido le diese nombre a un arma, como los de Mijaíl Kaláshnikov, Wilhelm Mauser, Oliver Winchester o John Browning. Había algo incandescente en su mirada, un núcleo al rojo vivo, y por unos segundos me pareció que sus ojos ocupaban un tanto por ciento desproporcionado de su cara. En cualquier caso, de pronto daba la impresión de sentirse ofendido, víctima de una afrenta y al borde de un ataque de cólera. Guardó silencio, probablemente a la espera de una disculpa, replegado en sí mismo, inabordable como un pueblo aislado por la nieve. No supe entender a ciencia cierta qué era lo que le había irritado, pero tampoco me importó. Me pregunté si quizá el problema era que le violentaba compartir su intimidad con un desconocido que, visto desde su posición, era un subalterno, y pretendía quitarme de su vista cuanto antes. Podía ser así o no, pero, en cualquier caso, decidí bajarle los humos.
—Muy bien, de modo que eso es lo que ya sabemos. Ahora dígame qué es lo que quiere que yo descubra. Cuando lo haya hecho, decidiré si finalmente me interesa o no ocuparme de usted y de su familia. Tenga presente que aún no hemos firmado nada y no venda la piel del oso antes de cazarlo.
Pareció sorprenderse y no dar crédito a lo que acababa de ocurrir. Observé que endurecía el gesto y cerraba el puño, aunque supuse que lo hacía más para contenerse que para golpearme, porque ese tipo de gente no admite impertinencias, pero tampoco se ocupa de castigarlas en persona, sino que manda hacer a otros el trabajo sucio y, si hace falta, cargar con las culpas. Su religión no necesita diez mandamientos, les basta con uno: que paguen justos por pecadores.
En aquella ocasión, sin embargo, González Santafé pudo dominarse, tamborileó con los dedos sobre la mesa igual que si contara las sílabas de lo que estaba pensando decir, contuvo su furia, se quedó mirando fijamente los vasos que tenía ante él lo mismo que si pretendiera moverlos con la mente y, por fin, volvió a encararme y hasta quiso esbozar una sonrisa, tal vez irónica, que le hizo parecer una estatua que se resquebrajaba.
—Tiene razón —dijo, en un tono de voz neutral, equidistante—, todavía no hemos rubricado nuestro acuerdo. Hágalo y le diré lo que tiene que encontrar.
Me crucé de brazos, dejé sobre la mesa el bolígrafo que tenía en la mano y nos medimos con los ojos. Luego miré mi reloj, para que entendiera que estaba a punto de levantarme e irme. Le vi pensárselo dos veces, pero al final abrió su caja de Pandora, aunque entonces no lo sabía, ni podía imaginar que lo que me ocultaba era infinitamente más pequeño que lo que yo iba a hacerle saber. Tenía una buena disculpa: él no me lo contaba todo, pero a él le habían contado cosas que no eran verdad.
—Mi madre nos abandonó, cuando yo era un adolescente. Se fue a vivir a Estados Unidos y no volvimos a saber nada de ella. Quiero saber por qué se marchó, con quién y qué hizo allí —dijo Diego Raúl González, casi entre dientes y con una mueca de sufrimiento, igual que si esas palabras le quemaran los labios. «Pues amarga es la verdad, / quiero echarla de la boca», escribió Francisco de Quevedo, cuya poesía tanto me gusta hacerles leer a los estudiantes a quienes doy clase. Y entonces supuse que se trataba justo de eso, que aquel hombre que me contrataba tan sólo quería resolver sus dudas, conocer las razones que lo convirtieron a él en huérfano funcional y a su padre en un marido abandonado y lleno de odio hacia su esposa infiel, si es que eso había sido realmente Caridad Santafé.
Tardé dos años en reunir todos los datos, las pruebas y los testimonios que necesitaba para llevar a cabo aquella misión y otro en convertirlos en esta novela, porque no es fácil reconstruir la vida de alguien cuya identidad ha sido tachada, proscrita, se ha tergiversado de mil modos distintos y poco a poco ha sido sustituida por leyendas, calumnias y murmuraciones, de forma que el lugar de lo que realmente hizo o dijo lo ocupan una catarata de engaños y habladurías. Para desandar ese laberinto, tuve que romper pactos de silencio, quitar caretas y levantar alfombras pesadas como sepulturas, intentando no dejarme confundir por unos y otros y no perder nunca de vista al personaje real, porque si ella se me escapaba yo sería el culpable: si los ojos de un retrato no te siguen, es que eres tú quien no lo está mirando.
El resultado de todo ese esfuerzo es el libro que ahora tienen ante ustedes. Me alegra que estén aquí, a punto de pasar esta página y ser arrastrados por el río turbulento que formaron las vidas a la vez maravillosas y dramáticas de Caridad Santafé, Ernestina Maenza y Margot Moles. Al principio, sus aguas eran dulces y pacíficas; luego, se llenaron de tiburones. Yo empecé a caminar en línea recta hacia ellas la misma tarde en que Diego Raúl González, después de formalizar nuestro acuerdo y pagarme, por adelantado y en efectivo, la mitad del dinero que me había ofrecido, se levantó de su silla en aquel restaurante de cinco tenedores al que me había invitado a comer, dio las buenas tardes a los camareros en el mismo tono con que un coronel de artillería habría mandado a la tropa romper filas, me estrechó la mano con un movimiento seco que también habría servido para cortar leña con un hacha y salió del local como alma que lleva el diablo, sin mirar atrás y envuelto en una prisa de hombre importante, de esos que siempre dan la impresión de saber adónde ir. Me pregunté quién era exactamente Diego Raúl González, qué quería de mí y por qué percibía en sus palabras el tintineo de la mentira.
No supe contestarme, pero cuando se marchó me sentí a salvo, aunque aún no sabía de qué.
Capítulo dos
Cuando el padre de Lucinda y Margot Moles decidió trasladarse con su familia a Madrid, en el verano de 1927, dejaba atrás una licenciatura en Filosofía y Letras y una tarea notable como pedagogo y animador cultural en Cataluña, donde había sido docente de la escuela Mont d’Or, una institución que simbolizaba los nuevos aires del sistema educativo de nuestro país, y colaborador de la revista Pèl i Ploma, junto a personalidades como Eugenio d’Ors, Miguel de Unamuno o Eduardo Marquina, entre otros muchos. La literatura y la política siempre habían estado presentes en su casa y se vivían con pasión desde los tiempos en que el abuelo de las futuras campeonas defendió públicamente a su amigo Jacint Verdaguer, que había oficiado su boda, cuando la jerarquía eclesiástica quiso recluir al poeta en un manicomio para sacerdotes de Vic, acusado de pertenecer a una secta de visionarios que practicaba exorcismos y otros rituales blasfemos. El autor de L’Atlàntida y Flors del Calvari se negó a aceptar la orden de confinamiento y se rebeló contra el obispo de su diócesis, lo que causó un escándalo público que dividió a la sociedad de la época y que se ha comparado con el célebre affaire Dreyfus.
La mujer de Pedro Moles se llamó Carolina Piña de Rubies, y había recibido una formación artística muy completa, que incluyó clases de dibujo con el pintor Joaquím Torres-García, el cual acabó casándose con su hermana. Las dos hijas del matrimonio, Lucinda y Margot, nacieron en Barcelona, en 1907, y en 1910 en Terrassa, donde su padre dirigía ya el colegio Mont d’Or. Poco después se trasladaron a una masía de la provincia de Lleida, y desde allí emprendieron la aventura de mudarse a Madrid, cuando el maestro tuvo una oferta de trabajo para incorporarse a la plantilla del Instituto-Escuela, dependiente de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que dirigía el premio nobel de medicina Santiago Ramón y Cajal. Le dieron una plaza de profesor de Geografía e Historia y una vivienda en la calle Pinar, donde estaba otro de los centros de la organización, la Residencia de Estudiantes, el lugar en el que se encontraron Luis Buñuel, Salvador Dalí y Federico García Lorca, quien cuando llegaron los Moles llevaba casi una década viviendo allí, todavía lo iba a hacer un año más y regresaría a partir de entonces de forma esporádica. Ninguno de ellos sospechaba que, con el tiempo, además de un código postal y una dirección, también iban a compartir un destino trágico.
Otras personalidades que se alojaban o lo habían hecho, de forma continua o eventual, en aquella colina rodeada de almendros, plátanos, acacias y chopos, eran los futuros premios nobel de literatura y medicina Juan Ramón Jiménez y Severo Ochoa, o Miguel de Unamuno y Antonio Machado cuando iban a Madrid desde Salamanca y Segovia. Cualquiera puede hacerse una idea del magnetismo de aquel lugar con sólo ver la nómina de conferenciantes que pasaron por su sala de actos y que incluye a Albert Einstein, H. G. Wells, G. K. Chesterton, Marie Curie, Igor Stravinski, Maurice Ravel, Le Corbusier, Paul Valéry, Louis Aragon, Henri Bergson o el descubridor, en el Valle de los Faraones de El Cairo, de la momia de Tutankamón, el arqueólogo Howard Carter. La flor y nata de Europa.
El Instituto-Escuela para mujeres estaba en dos edificios vecinos de las calles de Fortuny y Miguel Ángel, comunicados por un jardín, y las hermanas se formaron en él siguiendo la recomendación del poeta latino Juvenal, orandum est ut sit mens sana in corpore sano, que era uno de los principios de aquel método renovador que se extendía por todo el continente, según el cual lo que se hacía en los laboratorios, los talleres de dibujo, música o teatro; lo que se leía en la biblioteca, se veía desde el observatorio astronómico de la azotea y se experimentaba durante las visitas a museos, tiendas, oficinas o fábricas; y la actividad física que se llevaba a cabo en las pistas de atletismo, el gimnasio y los campos de juego, donde se practicaban el tenis, el voleibol, el baloncesto y el atletismo, eran tan importantes como lo que se aprendía y memorizaba en las clases tradicionales. Nada raro, si recordamos que la palabra escuela deriva del griego σχολή, que significa ocio, tiempo libre, como le gustaba hacer ver a una de las profesoras más ilustres del colegio y de la Residencia de Señoritas, la filósofa María Zambrano. También lo fueron otras eminencias como la filóloga María Goyri, la escenógrafa y diseñadora de vestuario Victorina Durán o la artista Maruja Mallo.
Otra regla básica en aquel procedimiento era el aprendizaje de idiomas y, especialmente, del inglés, dado que la inspiradora de gran parte de todo aquello era una dama norteamericana, la hispanista Susan Huntington Vernon, y muchas de las docentes llegaban desde las universidades femeninas más prestigiosas de Estados Unidos. Margot no podía siquiera imaginar hasta qué grado el dominio de esa lengua iba a marcar su vida, para lo bueno y para lo malo.
Margot y Lucinda se aficionaron a competir en aquellos años en que las instalaciones del centro se hicieron aún más amplias, gracias al alquiler de unas tierras contiguas a la Residencia de Estudiantes, donde se construyeron un campo de fútbol y otros espacios habilitados para jugar al hockey o entrenar el lanzamiento de peso, jabalina y disco. Allí se celebraban cada curso unas Olimpiadas Escolares que tuvieron una enorme aceptación entre el alumnado y sus familias y bastante eco en la prensa, aunque de distinto signo: mientras la liberal aplaudía, la más conservadora ponía el grito en el cielo, escandalizada por el carácter mixto de la exhibición, algo que consideraba inmoral y pernicioso, utilizando como aval unos supuestos informes médicos según los cuales la práctica habitual del atletismo dañaba los órganos reproductores de la mujer. El médico Luis Agosti, que había sido atleta republicano y estuvo en las Olimpiadas Obreras de Amberes, en 1937, pero que tras la sublevación se pasó al bando golpista, sostenía que «educar físicamente a la mujer para equipararla al hombre es contrario a la ley biológica universal» y que «el deporte intenso amenaza la misión asignada a la mujer por Dios: la concepción».
Ni a él ni a los suyos, sin embargo, les había parecido contraproducente o nocivo, antes del golpe de Estado, que muchas niñas trabajasen de criadas o sombrereras, como la novelista Luisa Carnés; ayudantes de modista o pulidoras en una fábrica de materiales eléctricos, como la extraordinaria Faustina Valladolid, una ciclista a quien, tras ganar varias competiciones de aficionados, se le impidió participar en la Vuelta a Madrid, a causa de su género, aunque no lograron que dejase de pedalear... Todas ellas hacían jornadas de doce horas diarias, a cambio de un jornal miserable que, aun así, hacía mucha falta en muchas casas, en aquellos tiempos de penuria y desigualdad.
Al padre y la madre de Lucinda y Margot, sin embargo, les iba bien. Sus superiores estaban contentos con ellos y poco a poco les fueron dando mayores responsabilidades en el Instituto-Escuela, una de ellas dirigir el campamento de verano que se celebraba en un monasterio benedictino de la localidad asturiana de Posada de Llanes, donde sus hijas actuaron de monitoras y coordinaron algunas de las excursiones que se hacían a lugares como el santuario de Covadonga, Santillana del Mar o las cuevas de Altamira.
Al regresar a Madrid, la buena racha siguió su curso, a él le dieron un puesto en las nuevas dependencias de la organización, en el Olivar de Atocha, y a ella otro en la propia Residencia de Señoritas. Por su parte, Lucinda fue contratada como auxiliar de Juegos y Deportes. Todo eran noticias positivas. Se respiraba optimismo, como dice esa frase hecha que sirve para describir los momentos en los que impera la ingenuidad y tal vez para prevenirnos de sus efectos narcóticos: mientras eres feliz, bajas la guardia y no ves venir el golpe de quienes conspiran en las sombras.
Pero de momento, todo iba sobre ruedas y las hermanas Moles pronto entraron en contacto con los impulsores de la Federación Universitaria Escolar y participaron en los partidos de baloncesto que se montaban en el campo de fútbol del Unión Sporting, a la vez que su amigo y compañero de trabajo Manuel Robles, campeón de España de triple salto y longitud, las animaba a probar la marcha alpina, la natación y el esquí, y a ingresar en la Sociedad Atlética, de la que él había sido uno de los fundadores y entre cuyos planes estaba la celebración de mítines en barrios deprimidos de la ciudad, los mismos escenarios marginales y con fama de peligrosos que se recreaban en La busca, de Pío Baroja, o La horda, de Vicente Blasco Ibáñez, y que las autoridades republicanas pretendían rehabilitar. En la primera exhibición de ese tipo que pudo celebrarse en Madrid, y que despertó el interés que atrae lo nunca visto, lo que en aquellos años debía de considerarse exótico, una muchedumbre las vio competir a ambas en 60 metros lisos, salto de altura y de longitud, en el que se impuso Lucinda, y lanzamiento de jabalina, peso y disco. En los dos últimos, la victoria fue para Margot.
Y allí estuvo también Caridad Santafé, cuarta en salto de altura, donde superó el listón a 1,26 metros, tres centímetros por debajo de Aurora Villa, otra de las compañeras en el Instituto-Escuela, íntima de las hermanas Moles —con las que terminaría fundando el club de natación y remo Canoe—, nadadora y plusmarquista mundial de lanzamiento de martillo, licenciada en Medicina y, con el transcurrir del tiempo, la primera mujer oftalmóloga de España. Ese largo, brillante y variado currículo ejemplifica la clase de mujer que fomentó la Institución Libre de Enseñanza, algo que sirve también para las demás rivales de aquel día en el que se puede afirmar que nació el atletismo femenino en nuestro país: una era Carmen Herrero Ayllón, lanzadora de jabalina y luego colaboradora de los teatros de las Misiones Pedagógicas, profesora de Física y Química del Instituto-Escuela e investigadora contratada por la Fundación Rockefeller; otra, Carmen Caamaño, licenciada en Historia, miembro por oposición de la plantilla nacional de Archiveros y Bibliotecarios, asidua del Lyceum Club Femenino, el Ateneo y la Residencia de Estudiantes y también voluntaria en las Misiones Pedagógicas, a quien esperaba un porvenir dramático; o la más joven de ellas, Carola de Ribed y Nieulant, que tras la Guerra Civil se doctoró en Farmacia y ya en la dictadura fue jefa de deportes del SEU.
Entre todas aquellas jóvenes emprendedoras, la más notable fue, sin ninguna duda, Margot Moles, competitiva en los terrenos de juego y combativa fuera de ellos, una suma que pronto la transformó en un símbolo de los nuevos tiempos, en la encarnación de las jóvenes que luchaban por romper moldes y prejuicios: la deportista que consiguió la primera medalla internacional del deporte femenino español, bronce en las Olimpiadas Obreras de Amberes, en 1937; que sin abandonar sus estudios de bachillerato pulverizaba récords —entre 1929 y 1934 batió en cinco ocasiones el de España de lanzamiento de disco, logrando una marca de 35,84 metros que no fue superada hasta treinta y ocho años más tarde, en 1972, y en 1932 consiguió el mejor registro mundial en martillo, con 22,85 metros, que estuvo vigente hasta 1975 y en España no se mejoró hasta 1988— y que en su tiempo libre conducía una moto de gran cilindrada por las calles de Madrid; la adolescente a quien las revistas y periódicos dedicaban reportajes y artículos o las principales cadenas de radio hacían entrevistas en las que no dejaba de defender el divorcio y reivindicar con orgullo los valores y los derechos de las mujeres: «Nosotras no aceptamos la superioridad del varón y luchamos contra un atraso de siglos que ha cohibido y mermado nuestro espíritu para convencernos de que la mujer no puede desempeñar en nuestras sociedades un papel idéntico al del hombre».
En un abrir y cerrar de ojos, se transformó en una heroína contemporánea, en un modelo a seguir, y muchas la tomaron como referencia. Entre otras, Caridad Santafé.
Capítulo tres
Hay personas a quienes la vida no les regala nada, y Ernestina Maenza fue una de ellas. Nació en Lucena, Córdoba, la gran ciudad judía de Al-Ándalus conocida como la Perla de Sefarad, en diciembre de 1909. En aquella joya del barroco, cuyo nombre en hebreo significa Dios nos salve, las malas lenguas hablaban día y noche de su madre, a quien habían colgado el sambenito de libertina y de la que, entre otras cosas, se rumoreaba que sus cinco hijos eran de tres padres diferentes. Y ya sabemos que las insidias son como las plantas, fáciles de sembrar y difíciles de arrancar. Las historias más humillantes que corrían sobre ella las contaban los mismos que le habían prometido la luna y después la habían abandonado a su suerte, y su leyenda negra corría como la pólvora por los bares y las tiendas, donde la costumbre, en esos asuntos, era aplaudir al diablo y despreciar a quien hubiese mordido su manzana envenenada. A los seductores les ponían una medalla; a las seducidas se les ponía una cruz.
Aparte de las desdichas personales, era un mal momento para la región, una época de crisis donde sólo les iba bien a los dueños de los mayorazgos, que vivían de la explotación de sus viñedos y olivares, mientras que los demás, quienes trabajaban principalmente en la agricultura, la ebanistería y la metalurgia del bronce, pasaban enormes dificultades. En el resto del país, crecían las protestas por la guerra de Marruecos, sobre todo después del desastre del Barranco del Lobo, en Melilla, donde murieron cientos de soldados, muchos de ellos reservistas y en su mayor parte gente llana, puesto que los ricos se podían librar de ir al frente con el pago de una cuota que resultaba inalcanzable para los más humildes. Esos sucesos dieron lugar a una serie de huelgas y manifestaciones en toda España y provocaron los acontecimientos de la Semana Trágica de Barcelona, con decenas de conventos quemados, multitud de víctimas mortales y una represión que incluyó varios fusilamientos en el castillo de Montjuïc, entre ellos el del anarquista Francisco Ferrer Guardia, creador de la Escuela Moderna, un sistema pedagógico similar al que representaba la Institución Libre de Enseñanza, y que fue acusado de idear la revuelta, sometido a un proceso en el que no pudo defenderse y condenado, de forma arbitraria y sin pruebas, a la pena capital. El Dreyfus español, como lo llamaría la prensa, despertó más solidaridad fuera que dentro: Miguel de Unamuno llegó a calificarlo de «mezcla de loco, mamarracho y asesino cobarde», mientras que el premio nobel francés Anatole France escribía que «su único crimen fue ser republicano, socialista y librepensador, promover la enseñanza laica en Barcelona y haber fundado escuelas».
Cansada de todo, de las miradas letales, de los bisbiseos a sus espaldas y de las vecinas que al entrar a una tienda de ultramarinos se apartaban y le hacían el vacío, y resuelta a librarse del escándalo que la perseguía, aquella mujer desdichada y valiente hizo las maletas, dejó atrás las sombras de las torres del castillo del Moral y la iglesia de San Mateo, y escapó a Madrid, donde tendría que hacer milagros, trabajar de sol a sol y pasar las de Caín para alimentar tantas bocas. Y también morderse la lengua y tragarse el orgullo, una vez más, cuando en algunas de las casas donde trabajó como sirvienta tuvo que soportar toda clase de abusos. Al concluir sus agotadoras jornadas laborales de doce horas, repartidas en tres domicilios donde hacía la limpieza, planchaba y cocinaba, por las noches, antes de acostarse, cosía para un sastre del barrio, y entre unas cosas y otras, al final reunía, aunque fuese a duras penas, un modesto jornal que les permitía salir a flote.
Por supuesto, sus hijas también estaban obligadas a colaborar en el sustento de la casa donde malvivían, y cuando se daba la oportunidad trataban de ganar unas monedas en algún comercio o taller textil donde se necesitasen recaderos o aprendices. Las ausencias de la escuela eran inevitables y eso las encerraba, desde el primer momento, en un círculo vicioso del que resultaba prácticamente imposible salir: como no recibían la educación necesaria para aspirar a convertirse, pongamos por caso, en abogadas, maestras o doctoras, sus únicas dos opciones eran un mal trabajo o un buen marido. «Los hijos del pobre aprenden antes a llorar que a reír, a ganarse el pan que a pedir un beso, y a los catorce años ya saben que el mundo es sólo miseria y dolor», dice Luisa Carnés, a quien una de las hermanas mayores de Ernestina conoció en un taller doméstico de sombrerería, donde ocupaba el puesto de oficiala. Más adelante, la autora de Natacha y Tea Rooms intercedió ante los propietarios de una repostería en la que despachaba tartas y, según la época, rosquillas de San Isidro o huesos de santo, para que le dieran el puesto que ella iba a dejar vacante, porque había encontrado otra colocación como mecanógrafa en la Compañía Iberoamericana de Publicaciones y aspiraba a salir adelante entre eso y los artículos que colocaba en diferentes periódicos y semanarios.
La joven Maenza era hermosa, alegre, resuelta e incluso arrogante en ocasiones. La escasez y los problemas la habían hecho batalladora. Tenía una personalidad fuerte, que en alguna ocasión la hizo enfrentarse a los señoritos y los obreros que solían esperar a las modistas a la puerta del trabajo para acosarlas y que pronto la llevó a interesarse por el ejercicio físico: corriendo al atardecer por los pinares de la Dehesa de la Villa se sentía feliz, se desfogaba practicando «el exorcismo del deporte y la acción», como escribiera el escritor Rafael Cansinos-Assens en un texto sobre la campeona de lanzamiento de jabalina y poeta Ana María Martínez Sagi, a quien conocería por ser parte de la selección catalana que disputó en Madrid los campeonatos nacionales o por alguna conferencia que dio en el Lyceum Club Femenino. Su primera gran heroína, sin embargo, fue la inglesa Madge Syers, una patinadora artística que había logrado vencer todos los obstáculos que le ponían delante cuando se apuntó a los campeonatos mundiales de 1902 y exigió a los jueces, que querían expulsarla, leer en su presencia el reglamento y comprobar si incluía alguna norma que prohibiese competir a las mujeres. No la había, así que tuvieron que darle un dorsal. Quedó en segunda posición. Después, cuando ya existía, en gran parte gracias a ella, una categoría femenina, ganó ese mismo título en dos ocasiones, y más adelante, la medalla de oro individual en las Olimpiadas de 1908 y la de bronce en la modalidad de parejas. Ernestina hablaba de ella a todas horas, la tomó como referencia y empezó a soñar con hacer algo parecido en España.
También adquirió la costumbre de ir con sus compañeras, algunos fines de semana, a practicar el alpinismo en la sierra de Guadarrama, y fue allí donde conoció a un joven al que había visto antes en las pistas de atletismo del Racing Club y en la Dehesa de la Villa, participando en carreras de relevos, con el que pronto sintonizó: era ingenioso, romántico, seductor, «más rápido con la lengua que con las piernas, pero menos que con las manos», como le previno una amiga mordaz. Se llamaba Enrique Herreros y era también aficionado a la natación al aire libre, el salto de potro y la lucha grecorromana, un tipo de combate que por entonces era muy popular y congregaba a gran número de espectadores en las peleas que se montaban en el Club de Recreos El Paraíso. Aquel muchacho, al que su padre había recomendado para que ocupase un puesto en la oficina catastral de Toledo, lo único que quería era hacer deporte y, sobre todo, pintar. Le habían suspendido en la Escuela de Artes y Oficios, por considerar que no se atenía a las reglas de la geometría y la proporción, pero eso no sólo no iba a detenerlo, porque más pronto que tarde iba a convertirse en uno de los humoristas y dibujantes más conocidos del país. El flechazo fue certero, fulminante. Ella tenía dieciséis años y él casi veintitrés.
Se pasaban las horas juntos, yendo de un lado a otro en la espectacular motocicleta Harley-Davidson que él había conseguido a muy buen precio, tras diseñar varios anuncios para esa marca y también para la General Motors, haciendo carteles publicitarios de los automóviles y camiones Chevrolet. Y por las noches recorrían los locales de moda, donde la pareja llamaba la atención por la belleza de la mujer y por la forma desinhibida en que los dos pregonaban su relación a los cuatro vientos, en ocasiones conduciéndose de un modo que para algunos resultaba escandaloso. Las lenguas de víbora comenzaron a hablar a sus espaldas. Decían que aquella joven había hipnotizado al culto e ingenuo Enrique «con su melena negra y su figura gimnástica, sinuosa, ondulante», como la describió una crónica de la época, y se burlaban de sus limitaciones intelectuales.
Es cierto que Ernestina y Enrique eran personas con intereses muy distintos; ella, por ejemplo, no compartía el entusiasmo de su novio por la lectura y, en especial, por las novelas de Julio Verne o Emilio Salgari, ni tampoco por el cine mudo, que él adoraba, sobre todo cuando el protagonista era Buster Keaton —a quien trataría cuarenta años más tarde, cuando el actor llegó a Madrid como parte del elenco de Golfus de Roma, rodada en España con el fin de aprovechar los decorados construidos por Samuel Bronston para La caída del imperio romano—, pero les unían su atracción mutua y su entusiasmo por el alpinismo y el esquí. En el resto de las cosas, eran igual que cualquier pareja al principio de su relación, en ese momento en que a los enamorados les fascina lo que les separa y les atrae justo lo que luego los hará incompatibles.
Pero de momento, congeniaban a las mil maravillas, cada uno embrujado por el otro. Quienes los trataron en ese tiempo dicen que eran igual que una isla, rodeados de gente y a la vez solos, aparte de los demás, seguros de que todo lo que se confesaban, fuese lo que fuese, dejaba claro que estaban hechos el uno para el otro. «¡Cómo no iba a querer escalar, si crecí entre torres!», decía ella, y le hablaba de las que se veían en Lucena, mirases donde mirases: «La iglesia de San Martín, la de Santo Domingo, la de San Pedro Mártir, la de la Purísima Concepción, la ermita de Nuestra Señora de la Aurora, el hospital de San Juan de Dios, la capilla de Nuestro Padre Jesús Nazareno, el monasterio de San José, el convento de la Madre de Dios, el santuario de Nuestra Señora de Araceli...». Él le hacía retratos a vuelapluma, transformándola en sirena o en arcángel; le contaba el aburrimiento que había pasado en las oficinas de la Casa de la Moneda, donde también entró por intercesión de su padre, y pasaba ahora en el catastro de Toledo; o la divertía recordando la costumbre de su madre de vestirlo alternativamente de niño y de niña, haciendo que en una sesión fotográfica lo retratasen disfrazado de marinero y a continuación con un traje lleno de lazos y vainicas. Ella, a cambio, le hacía reír al enumerar los nombres con ecos árabes de los pueblos de su comarca: Benamejí, Cabra, Iznájar, Rute, Carcabuey, Zuheros... Una mañana, sin embargo, justo cuando acababa de cumplir los diecisiete años, tuvo que ponerse seria para informarle de que se había quedado embarazada.
Se fueron a vivir a una casa junto al asilo de la Paloma y, tras nacer el niño, al que llamaron igual que su padre, se casaron, el 12 de octubre de 1927, en la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles, en la calle de Bravo Murillo. El disgusto de la madre de Herreros, que con esa boda veía evaporarse de golpe las esperanzas, algo grandilocuentes, que había depositado en su hijo, fue monumental, y aparte de no asistir a la ceremonia se negó a verlos a los dos, a él y a su nieto. No le duró mucho la indignación, porque cuando Enrique se lo llevó por fin a su casa y se lo puso en los brazos, tuvo que rendirse a sus sentimientos y dar su brazo a torcer; aunque, eso sí, con la condición de ir inmediatamente a bautizarlo. Con su nuera, jamás tuvo un detalle cariñoso, fue siempre de hierro.
El matrimonio siguió adelante, contra viento y marea, lastrado por el modo en que se tuvo que celebrar aquella boda, que obedecía más al sentido del deber que a los sentimientos, y también por la forma en que se habían convertido en padre y madre, de manera tan irreflexiva, tan accidental. En los primeros meses, de hecho, a Ernestina le hacía sentirse enjaulada el tener que ocuparse del bebé día y noche, era como si las paredes de su casa se fuesen juntando para atraparla. Enrique, al menos, pisaba la calle mientras buscaba nuevas fuentes de ingresos, algunas relacionadas con su vocación, como ser cartelista del cine Callao, y otras obligado por las circunstancias, como transformarse en jefe del departamento de publicidad de la empresa Calzados Segarra. Pero era un hombre con buena estrella y no tardó mucho en tener un golpe de suerte que sería decisivo para él, al cruzarse, en algún momento de 1929, con otro joven sportman, llamado Ricardo Urgoiti, campeón de España de esquí y de motonáutica, hijo del creador de Espasa-Calpe y del diario El Sol; que en 1924, con el apoyo de Telefunken y Philips, había fundado Unión Radio y en 1935 pondría en marcha, junto al realizador Luis Buñuel, la productora Filmófono, dedicada a la sonorización y distribución de películas. Ese era el mundo al que quería pertenecer Enrique Herreros, junto con el del humor gráfico, donde también empezó a abrirse camino el día en que se dejó caer por las oficinas de la revista Buen humor, para ofrecer sus caricaturas. Lo aceptaron y allí entró en relación con otros colaboradores que, además, ya serían amigos suyos para siempre, como el dramaturgo Miguel Mihura, el dibujante Tono o Edgar Neville, diplomático, novelista, director antes de la Guerra Civil de largometrajes como El malvado Carabel o La señorita de Trévelez, y posteriormente de La torre de los siete jorobados, Domingo de carnaval o la adaptación a la pantalla de Nada, de Carmen Laforet, y hasta guionista de cine en Hollywood, donde Charles Chaplin le abrió muchas puertas y le dio un papel de guardia en Luces de la ciudad, que había sido estrenada en 1931. Con esos antecedentes, Enrique Herreros vio en él un ídolo y, sobre todo, un modelo a seguir.
Sin embargo, ese mundo glamuroso, donde el talento y el esnobismo iban con frecuencia de la mano, aburría a su esposa; y también lo hacía el de la política, que monopolizaba todas las conversaciones en aquellos tiempos convulsos en que la monarquía fue derrocada, se proclamó la república, el rey Alfonso XIII tuvo que partir al exilio igual que antes lo había hecho el general Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella, para ponerse a salvo y que otros se condenaran, porque la sangre azul casi nunca llega al río; y mientras la gente celebraba en las calles la victoria de la democracia, los sediciosos empezaban a conspirar contra ella en los bancos, las sacristías y los cuarteles. Antes de eso, las ideologías aún no eran más fuertes que las personas, ni transformaban a los amigos en enemigos feroces; después, el miedo, el odio y la violencia lo devorarían todo. Y cuando eso ocurriese, aquel grupo en el que acababa de entrar