Informe de taller
La irreflexión de mis diecinueve años hizo posible que, en el invierno de 1946/1947, aquel invierno sin par en el que los que se helaban pasaban hambre y los que pasaban hambre se helaban en la cama, lo apostara todo a una carta: sería escultor; pero la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf había cerrado por falta de carbón. De modo que, de momento, decidí formarme como cantero y tallista en dos empresas de lápidas sepulcrales. Con mis trabajos en piedra arenisca, mármol y caliza, que han desaparecido, y dibujos de ancianos hechos en el asilo de Cáritas de Düsseldorf-Rath, en donde dormía en un dormitorio de diez camas, conseguí ser admitido en la Academia para el semestre de invierno de 1948/1949. Como esos dibujos se perdieron igualmente en alguna de mis mudanzas posteriores, sólo queda el fundido en bronce de una escultura modelada y moldeada en yeso como trabajo del primer semestre, una «Muchacha» de noventa centímetros de altura, además de fotos de trabajos comenzados y del modelado en yeso de un pequeño relieve: «Crucifixión», tema que, a principios de los setenta, recogería en un grabado («Caracol en la cruz») y a mediados de los ochenta me llevaría a dibujos y grabados de ratas crucificadas («Gólgota»).

Fotoarchiv Günter Grass
Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, 1948/1949.

Del Cuaderno de bosquejos italiano, 1951.
La Academia de Bellas Artes de Düsseldorf estaba dominada en aquellos años por profesores artistas como Ewald Mataré y Otto Pankok. Después de un primer semestre con Sepp Mages, me cambié a Pankok, que, con su postura política consecuente —Pankok era hasta en sus grabados en madera claramente pacifista—, me marcó más de lo que entonces quería admitir.
Los comienzos de los cincuenta trajeron los primeros pasaportes. De forma que, como otros miles de mi edad, me dirigí hacia el sur. Siguiendo el trillado sendero alemán tradicional, mi viaje me llevó a Florencia, Perugia, Roma, Palermo... De las vacaciones del semestre de 1951 se ha salvado mi Cuaderno de bosquejos italiano. Yo viajaba en autoestop, vivía no sé de qué, dibujaba y escribía poemas que, nunca publicados, sólo ahora aparecen en mi mesa con los bosquejos y me resultan ajenos.
Baile de los cactus.
El mortero sujeta blanco
la pardusca toba.
Al mediodía, todos los mendigos
son de piedra.
En las fuentes se refrescan
madres ardientes
las manos morenas.
Caminan poderosas,
coronadas de cántaros.
Ahí, el rey sin sombra
se echa sobre el tejado,
respira por la ventana,
ya está en el jardín,
y hasta el grillo calla.
A los bosquejos siguieron dibujos a tinta china en papel de embalar rasgado irregularmente y tratados con pincel seco, que recogían una y otra vez motivos del viaje italiano y que, como los poemas escritos después, resultaron demasiado pronto idílicos.
Sólo el viaje en autoestop del año siguiente a Francia me llevó a otro trazo o, mejor dicho, tuvo como consecuencia otro estilo. Salvo excepciones de dibujos espontáneos, en mi cuaderno de bosquejos utilicé ese trazo que rara vez se cortaba y que lo anudaba todo. A diferencia de las acuarelas, que se alimentaban del encuentro directo con un naturalismo parisién entretanto de museo. (A veces, después de cuatro decenios, quisiera poder manejar hoy tan despreocupadamente los pinceles de acuarela.) Los poemas surgidos durante el viaje a Francia seguían distintas influencias, se alimentaban de lo patético del existencialismo reinterpretado con humor, y permitían reconocer al posterior tamborilero de hojalata Oskar Matzerath, aunque con la polaridad cambiada, como totalmente opuesto a los santones estilitas.


Fotoarchiv Günter Grass

Foto Rama
Después del viaje a Italia, 1951/1952 (arriba a la izquierda). Torso, yeso, 1951 (arriba a la derecha). Italia, 1951 (abajo).

Del Cuaderno de bosquejos del viaje a Francia, 1952.
Para que la luz
no me disparase a medias
me puse en pie,
ofreciendo un blanco alegre
cuando las flechas
pululantes de la mañana
trataron de adornarme.
Ningún gallo ríe más vulgar.
Mi sombrero es un colador.
Mi rodilla, la bala de quién.
Arriba, en la columna,
cambio en silencio de pie.



Dibujo de gallina, 1951/1952 (arriba a la izquierda). Bosquejo, Düsseldorf/Berlín, 1952/1953 (arriba a la derecha). Del Cuaderno de bosquejos del viaje a Francia, 1952 (abajo).
Todavía más clara es la alusión a El tambor de hojalata en un poema llamado «Primavera», perteneciente al inacabable y nunca acabado ciclo de santones estilitas, pero escrito después de volver de Francia, y que se refiere a la realidad dulcemente nostálgica de Düsseldorf a principios de los cincuenta.
Primavera
Ay, sólo un chaval picado de viruelas
golpeaba en el borde de su tambor.
Un árbol y otro más
retumban de nuevo: amarillos achaques.
Mirad a mi amada.
Su cuerpo suda azúcar y sal.
Sus pechos: cebollas horribles.
Y así fue como lloré.
Fuera, en caja de vidrio
la boda vociferante de los monos.
Incansable, ante la tienda de campaña
oscila una malhumorada canción de moda
que se tienta con la mano en el bolsillo.
Gruñón, el tirano se cepilla los dientes.
No hay nada ya que morder.
Un pudding pacífico.
Tras los cristales emplomados
se sientan él y su dolor de muelas.
El hambre caza tres moscas.
Saben
a pimienta y sal.
¿Primavera?
Ay, sólo un chaval picado de viruelas
escupió multicolor en la hierba.
Ese trazo traído de Francia, que no toleraba interrupciones y en los poemas de aquella época correspondía quizá a un desfile de metáforas que se pisaban mutuamente los talones, siguió estando en uso, como demuestran una multitud de retratos; y también las primeras gallinas —tema que traerá consecuencias— se alimentan sin duda de la contemplación, pero con preferencia de ese trazo casi interminable. No así los bosquejos de escenas callejeras: mujeres vestidas o la mujer del cochecito de niños, que hubieran podido inducir a esculturas, pero no lo hicieron; seguí modelando muchachas desnudas, con sus piernas libres o de apoyo.
Ganaba lo más indispensable como miembro de un trío de jazz, al que contribuía con ritmo de dedales sobre una tabla de lavar de hojalata. Cuando cerraba el local del casco antiguo de Düsseldorf en el que tocábamos tres veces por semana, con frecuencia estaba ya amaneciendo. En el camino a casa habrá surgido este poema:
En el Hofgarten
De madrugada.
Resuenan sin pausa las sienes.
¿Busca él en el parque su