Legado real (Sangre de dioses y reyes 1)

Fragmento

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Capítulo 1

Katerina cruza corriendo la pradera, atenta a cualquier raíz o roca del camino. El corazón le late con tanta fuerza que para salírsele del pecho. Le duelen las piernas. La gacela salta unos pasos delante de ella, sus pezuñas apenas pisan la hierba. Es una mancha canela y blanca, con largos cuernos anillados y negros; una criatura no del todo terrenal, más bien celestial.

Ante ella, se vislumbra el bosque, y más allá de este sabe que se extienden todos los pueblos y arboledas existentes entre Erisa y la capital. Una brisa repentina le atraviesa su enmarañado cabello castaño. Le arden los pulmones. De forma instintiva sabe que la gacela no le tiene miedo; que, de hecho, la está retando. Puede notar sus latidos, su calor, su vitalidad en su propio pecho. El animal desea que ella lo alcance.

Cuando Kat era una niña, su madre siempre le decía que mantuviera en secreto su extraordinaria capacidad para comprender los pensamientos y sentimientos de los animales: un conocimiento así era peligroso. Pero eso fue antes de que…

En su mente flota la imagen de los brillantes ojos azules de su madre, su velo de color crema resbalándole sobre el cabello dorado. Puede oír su voz: profunda, ronca, con un rastro de acento cario. Y, por un momento, Kat se siente arropada por un consuelo dulce, familiar. Pero, entonces, nota la áspera punzada en la garganta que siempre aparece a continuación, a medida que sus recuerdos se disuelven en gritos reiterados.

Kat tropieza y la gacela se le escapa, impulsándose con sus patas delanteras y traseras al mismo tiempo. Una rabia pura, visceral, la consume, empujándola a correr más rápido, a través de un soto de hierba afilada que rasga y corta sus piernas desnudas.

El sol resbala introduciéndose tras el horizonte. La gacela le dedica una breve mirada con sus enormes ojos acuosos. «Ha llegado el momento. Ha llegado el momento, ha llegado el momento, ha llegado el momento».

El animal sale disparado hacia la arboleda que bordea la pradera. Kat se lanza hacia delante, apenas unas pulgadas detrás de la criatura, concentrada en sus cuernos, perfectamente rectos, como si fueran antorchas apagadas que la llamaran, incluso cuando la gacela se escabulle entre los árboles. Con tanta destreza como puede, Kat la sigue, esquivando troncos y agachándose por debajo de las ramas bajas.

En pocas zancadas estará a punto de tocar…

Pero se estrella contra algo duro.

Desequilibrada, se tambalea hacia el suelo, mientras ve el azul celeste y las ramas verdes sobre su cabeza, la hierba y el barro, y el cielo de nuevo, y entonces… la oscuridad. Kat se da cuenta de que su mejilla izquierda se encuentra pegada a la tierra. Abre los ojos, hasta que estos van enfocando lentamente.

—¡Kat! —es la voz de Jacob—. ¿Estás bien? Lo siento mucho. Pensé que me habías visto.

Lentamente, se incorpora, frotándose la cabeza, recuperando la respiración en jadeos entrecortados. Un par de piernas fuertes, morenas, se levantan delante de ella, soportando el ancho e imponente cuerpo de su viejo amigo. Ese chico al que Kat conoce desde hace más tiempo y mejor, según parece a menudo, de lo que se conoce a sí misma. Ese chico al que, hasta hace poco, consideraba a veces compañero de juegos y a veces un pelmazo. Pero ahora ha crecido, se ha vuelto más guapo, y de algún modo se resiste a encajar en ninguna de esas dos categorías de la forma en la que lo hacía antes.

Kat estira el cuello para mirar detrás de él, pero ya no puede ver la elegante figura de la gacela. La ha perdido.

—Toma —dice Jacob, ofreciéndole la mano.

Kat aún no ha recobrado tanto aliento como para hablar, y la cabeza todavía le da vueltas, pero agarra su mano y le permite que la levante.

Jacob alza una ceja, provocando que su rostro, amplio y moreno, resulte algo cómico.

—Estás hecha un desastre —señala, de forma poco amable—. Y te has arañado las piernas, Kat —añade, sacudiendo la cabeza hacia ella, como si Kat fuera un potrillo rebelde que se saliera una y otra vez del redil.

Ella se limpia la suciedad, mofándose.

—Estoy bien, Jacob. Al menos, estaba bien hasta que te pusiste en mi camino.

—No puedo creerme que persiguieras esa gacela a pie. Estás loca —opina sacudiendo la cabeza.

—Y tú eres un patoso —le contesta ella.

—Eso es cierto —concede él sonriendo.

Ella no puede evitar reírse un poco, al tiempo que lo aparta de su camino.

—Bueno, pues dado que has arruinado mi diversión, lo menos que podrías hacer es llevarme a casa los pertrechos. Venga —dice ella. Se quita la bolsa de caza llena de cuchillos y redes, y se la lanza.

—Pero, por todos los dioses, ¿qué llevas aquí? —pregunta, al agarrar la bolsa contra el pecho.

—Solo aparejos de tramperos —contesta ella, encogiéndose de hombros.

—Espera un momento, Kat. No puedes volver…, volver así.

Ella se gira para mirarlo, aún incapaz de asumir al «nuevo» Jacob, al Jacob que existe desde hace unos meses, quizás algo más…, al Jacob que es más que un cómplice divertido…, cuyos anchos y musculosos hombros y cuya sonrisa ladeada siguen provocando que se le altere el pulso.

—Así…, ¿cómo? —le pregunta, sabiendo de sobra que probablemente en estos momentos parezca una planta rodadora arrastrada por una fuerte racha de viento.

Él entorna los ojos.

—Al menos lávate en el estanque antes de la cena. En cierto modo es… importante.

Ella ladea la cabeza hacia él, preguntándose qué estará ocultando: siempre sabe distinguir cuándo le guarda algún secreto. Una vez que le ha quedado claro que él no va a añadir nada, suspira y le sigue hacia el estanque, ancho y profundo, que se encuentra en el extremo oeste de la pradera; hacia ese lugar al que, según sabe, al anochecer se arriesgan a acercarse los lobos y los zorros, saliendo del bosque, para lamer sus cristalinas aguas. En las noches más calurosas del verano ha llegado a ver incluso a algún oso con su cría, bañándose y flotando, dos bultos oscuros que podrían haberse confundido con grandes troncos caídos si no fuera por las burbujas que se les escapaban de los hocicos.

Se quita los zapatos y el cinturón de cuero y se sumerge en el agua helada vistiendo tan solo su túnica, levantada hasta la cintura. La respiración se le ralentiza, la cabeza le deja de dar vueltas. Cierra los ojos y suspira.

Entonces oye un murmullo. Es Jacob entrando en el agua a su lado.

—Venga, cuéntame, ¿por qué ibas detrás de esa gacela? —pregunta, riéndose—. Sé que no pretendías matarla.

—Corría con ella, no la perseguía —afirma, antes de sumergirse en el estanque completamente, permitiendo que su cabello flote a su alrededor en ese espeso silencio.

Aunque él conoce prácticamente cada mínimo detalle de Kat —cómo le gusta la carne de ganso, casi carbonizada; cómo se mordisquea el pulgar cuando está preocupada por algo; cómo desaparece en los bosques cuando le embarga la tristeza—, esto es lo único que no conoce, lo único que no es capaz de entender: este sentimiento tan hondo en su interior, esta «percepción» que otros no comparten. El modo en el que los animales le susurran su extraño lenguaje de hambre, necesidad e instinto. Sus objetivos. Su sabiduría.

Y, a veces, sus advertencias.

Ella emerge, inspira profundamente y se seca el agua de los ojos.

—Por primera vez en mi vida, iba a alcanzarla. Y tú lo has echado a perder —concluye, salpicándole agua.

Jacob aparta la cabeza demasiado tarde, y después se echa a reír. Contraataca rociándola todavía más. Ella chilla, corre hacia la hierba del borde del estanque, notando la resistencia del agua en sus piernas cansadas. Él la sigue, mojándola tanto como puede. Ella se vuelve para salpicarlo y, de repente, Jacob se detiene, con la boca abierta por la sorpresa.

—¿Qué ocurre? ¿Te asusto? —pregunta ella, antes de advertir que él no le está mirando la cara sino el cuerpo. Kat baja la vista y jadea. Su túnica, sin blanquear, está empapada… y resulta perfectamente transparente. Con lo que él puede ver…, bueno, puede verlo casi todo. Siente cómo se ruboriza y se cubre rápidamente con los brazos.

Moviéndose a través de esa agua densa que le llega hasta la cintura, Jacob la alcanza y le coloca las manos sobre los hombros, a pesar de que ella ya comienza a retirarse. La mira de forma tan intensa, tan llena de sentimiento, que Kat no consigue moverse.

El pecho de Jacob sube y baja como si le costara respirar.

—Kat, me gustaría decirte…, yo… —Pero cierra la boca, claramente incapaz de pronunciar aquello que encierra dentro de sí.

Kat no logra recordar cuándo fue la última vez que ella y Jacob no supieron qué decirse el uno al otro. La forma en la que él la mira ahora, mientras su cabello gotea agua del estanque haciéndola resbalar sobre su rostro y sus hombros, grandes, fuertes y robustos…, es como si fueran dos extraños.

Él separa de nuevo los labios y ella nota que todo su cuerpo comienza a temblar ligeramente.

Y, entonces, él se inclina hacia ella, tanto que Kat puede oler ese aroma familiar y terrenal a polvo de arcilla que acumula su pelo, tanto que los labios de él tocan los de ella. De repente, él la atrae con fuerza hacia sí y los brazos de ella apartan la túnica mojada para agarrarle la espalda mientras él la besa, abriéndole la boca suavemente con la lengua.

El beso es lento y titubeante al principio, pero después, al no apartarse ella, se hace más profundo y Kat se descubre colgándose de Jacob. Puede sentir su cuerpo, fuerte y duro, contra sus ropas húmedas, provocándole hormigueos por toda la piel.

«¿Cómo puede estar ocurriendo algo así?», le grita su cerebro. Jacob es como su hermano…, no, como su hermano, no. Como su hermano de leche. Es el hijo de Cleón el alfarero y Sotiria, la pareja que la educó a ella desde que tenía seis años, después de que…, después de que…

Sus pensamientos se mezclan con los sentimientos de forma tan abrumadora que la aturden. Él le besa los ojos, el cuello, pegándose a su túnica húmeda.

—¡Jacob! ¡Kat!

Se separan tan rápidamente que ella cae al agua salpicando mucho. Cuando se incorpora, con los brazos cruzados sobre el pecho de nuevo, ve a Calas, el hermano pequeño de Jacob, corriendo hacia ellos.

—¡Aquí estáis! —exclama Cal retirándose los rizos de delante de los ojos—. Madre quiere que vayáis los dos a casa ahora mismo para que ayudéis con la cena. ¡Es estofado de conejo!

«¿Estofado de conejo?». Es el plato preferido de Jacob. Ahora ya está segura de que ocurre algo.

Jacob y ella salen del estanque chapoteando y escurren el agua de sus túnicas y cabellos. Kat saca de su bolsa una tela de reserva que habitualmente utiliza para envolver las piezas cobradas y se la echa alrededor de los hombros. Se sientan en la hierba para atarse el calzado y colocarse los cinturones. Entonces comienzan a seguir a Calas, que ya corre y brinca algo más adelante, golpeando la hierba alta con una vara.

Entre ellos se produce un silencio tenso. Kat aún no logra comprender del todo lo que acaba de ocurrir. Las manos de Jacob. Su aroma. Sus labios… Todo parece un sueño irreal, pero ella sabe que ha sido muy real. Y algo, una vocecita en su interior, le dice que esto viene de lejos, incluso aunque en el momento le haya sorprendido.

Pero ¿qué significa? ¿Será todo diferente a partir de ahora? Niega con la cabeza, incapaz de procesarlo, tratando de concentrarse en cuál será el motivo de la misteriosa cena.

—¿Entonces? ¿Qué me estoy perdiendo? ¿A qué se debe la celebración?

Jacob también sacude la cabeza.

—Es…, bueno, algo inesperado —contesta él lentamente, y por segunda vez ese día Kat es consciente de que le está ocultando algo importante.

—¿Le han concedido un buen contrato a Cleón?

—No —responde Jacob, sonriendo avergonzado.

—Como no me digas ahora mismo de qué se trata, te voy a… —exclama levantándole una mano juguetona, a modo de falsa amenaza.

Él le sujeta la muñeca.

—¿Qué es lo que me vas a hacer? —susurra.

De repente, ella se sonroja, y se da la vuelta.

Siguen caminando. Finalmente, da la impresión de que el silencio es demasiado abrumador incluso para Jacob.

—Quería esperar a contártelo —comienza—. Doros y Cicno participaron en una reunión de los ancianos de la aldea, y, lo creas o no, he sido el elegido para representar a Erisa en el torneo. Voy a participar en el torneo —repite, como si apenas se lo creyera.

Kat se detiene en seco. El Torneo Sangriento. Su mero nombre conjura imágenes de cuchillos blandiendo, gargantas cortadas, brazos y piernas arrancados, ojos fuera de sus órbitas.

—¿Te han escogido… a ti?

—No sé por qué te sorprende tanto —por un segundo, parece herido. Se aclara la garganta—. Voy a participar. Me marcho mañana.

—No puedes irte —responde ella rápidamente—. Te van a matar. Solo tienes diecisiete años. Algunos de los contendientes son atletas olímpicos, luchadores profesionales o soldados. ¡Piensa en Bendis! —hace cuatro años la aldea lo envió al torneo; nunca regresó—. Tenía veinticinco años —le sigue presionando—, era más grande que tú y…

—He entrenado con la milicia del pueblo —le corta Jacob.

Kat no puede evitar poner los ojos en blanco.

—Con espadas oxidadas y flechas dobladas. Ese entrenamiento es una broma.

«Te van a matar». No puede quitarse de la cabeza ese horrible pensamiento, pero tampoco puede decírselo. «No puedo perderte a ti también».

Jacob arranca un trozo de hoja del cabello húmedo de Kat y suspira.

—Kat…, yo no sirvo para alfarero. Ya lo dice mi padre: solo tengo pulgares. Incluso Cal puede moldear una pieza mejor que yo. Debo encontrar mi propio futuro, lejos de aquí. Por si acaso no te has dado cuenta, ya soy un hombre, y tengo que hacer algo con mi vida —las palabras le salen duras, resueltas…; es un aspecto de él que ella no acostumbra a ver—. Constituye un gran honor —continúa, ahora en un tono más bajo—. Los mejores contendientes del Torneo Sangriento pasan a formar parte de la guardia de élite del rey, los hipaspistas.

—Entonces, vas a dejarnos —concluye ella. Es la cruda realidad. Alguien tendrá que decirla. Incluso a pesar de que se le irrite la garganta al hacerlo—. No volverás.

Él pasa la palma de la mano por la mejilla de ella, sobresaltándola.

—Volveré —afirma con suavidad— cuando tenga algo que ofrecer…, algo que ofrecerte —Kat nota cómo se sonroja su rostro moreno—. Simplemente no…, no hagas nada en mi ausencia.

Han vuelto a detenerse; Cal desciende por un camino sucio delante de ellos.

«Algo que ofrecerte». Ella sabe lo que quiere decir, de repente y de forma tan seria, y es como si eso la hundiera en el estanque de nuevo.

El beso —todo lo que ocurrió entre ellos hace apenas unos momentos— la conmovió. La sorprendió. No tenía ni idea de que algo así pudiera sucederle… con él. No tenía ni idea de cuánto lo había deseado hasta entonces. No podía creer lo bien que la hizo sentirse. Pero, aun así, lo que está diciendo ahora…

Es mucho más que eso, ¿verdad? Él la desea. Desea estar con ella, quererla. Pero no como a una hermana o a una amiga. Como a una esposa.

Y aunque su cuerpo todavía vibre por su roce, y a pesar de que a ella le tiente apartarlo del camino y besarlo de nuevo, la idea de ser su «esposa» la detiene, la congela. Kat lo desea. Nunca lo había sabido, pero ahora lo tiene claro.

Sin embargo, aún no está preparada. Todavía hay algo —algo terrible, desesperado y secreto— que Kat debe llevar a cabo. En lo más profundo de ella, dentro de sus huesos, en su propia sangre, sabe que de lo contrario no podrá ser feliz nunca.

Así que traga saliva.

—No haré… nada en tu ausencia —afirma. Porque al menos eso es cierto. Los chicos del pueblo que intentan acercársele no significan nada para ella—. Aunque no puedo…, no… —se detiene, sin encontrar las palabras.

Pero él advierte sus dudas, ve la mirada afligida en sus ojos, porque una ola de dolor le recorre la cara. Y Jacob da un paso atrás.

—Por supuesto. Lo entiendo.

Después se gira y con paso enérgico se aleja de ella.

—No lo comprendes —le grita ella, pero él no se da la vuelta. ¿Cómo puede explicarle que debe acabar lo inacabado? La acusaría de estar loca, de arriesgar su vida en pos de un imposible. Trataría de detenerla, lo arruinaría todo.

Kat arrastra los pies penosamente detrás de él, pasando junto a los olivos jóvenes que Cleón y Sotiria plantaron cuando ella se unió a la familia, una futura dote para la nueva hija, y después al lado del redil de las cabras, donde Hécuba y Afrodita, dos ejemplares marrones, los observan mientras rumian hojas con diligencia y espantan las moscas con el rabo. Podría jurar que Hécuba sacude la cabeza cuando la agacha para mordisquear la hierba. Es como si el animal pudiera sentir lo que ha hecho Kat, como si pudiera notar su error. Ella resopla. Ahora mismo no es capaz de soportar el juicio silencioso de nadie… ni siquiera de una cabra.

Jacob abre con energía la gran puerta de madera que da acceso al jardín, pero se detiene de forma tan brusca que Kat choca con él.

—Si no saliera de la arena con vida —dice de repente—, quiero que sepas… que siempre te he amado. Incluso cuando tenía seis años… y tú… ¿cinco?, y jugábamos a las canicas detrás del telar.

Kat contiene la respiración. Le encantaba sentarse detrás del telar de su madre y observar cómo sus delicadas manos pasaban la trama entre las largas líneas de urdimbre, para después prensar cada nuevo hilo contra los otros.

Sin embargo, ahora se siente muda, perdida, frente a esos ojos brillantes que ha llegado a conocer tan bien. Desea decirle que ella también le ama, pero las palabras se detienen antes de que pueda pronunciarlas. En lugar de ello, se suelta el largo alfiler de hierro que lleva en el hombro. Sujeta en su centro está la piedra que Jacob encontró hace dos años cerca de un arroyo; suave, plana y oblonga, de un verde aceituna con motas doradas. Recuerda el día en que él la encontró, su júbilo ante la perfección moldeada por miles de años soportando el agua helada que bajaba de las montañas y borboteaba a través de los bosques. La levantó impresionado, como si se tratara de un reluciente obsequio de los dioses. Después convenció a Fineas, el herrero, para que la convirtiera en un broche y se la regaló a ella.

Ahora ella la sujeta entre ambos.

—Llévatelo. Para que te proteja en los juegos.

Y se lo pone en la mano, evitando su mirada. Nota la mano de él fuerte y cálida, y algo se le remueve dentro, algo delicioso, como el aroma de las ciruelas cociéndose y filtrando su jugo sobre un fuego.

Jacob. «Su» Jacob.

En cuanto atraviesan la puerta principal les rodean saludos que resuenan por encima del reconfortante estrépito de los cacharros de cocina. El lugar huele a pan recién horneado y a un suculento estofado de conejo. Las lámparas de aceite están encendidas, otorgando al pequeño espacio un acogedor resplandor dorado y ocre. Esta noche, advierte Kat, el altar presente en un lateral de la habitación está repleto de ofrendas: un enócoe de vino, una guirnalda de flores y un tarro de higos con miel.

Se le endurece el estómago. Son plegarias para que Jacob siga vivo.

Kat permanece en silencio durante la cena. Una vez terminada, cuando los miembros de la familia se turnan para leer en voz alta los desgastados rollos de las obras de Homero, sale al jardín a sacar agua del pozo para fregar los platos. Está cayendo la noche, y no se oye ningún ruido, salvo por el chirrido de la polea con la que sube el pesado cubo de madera y el suave murmullo del viento.

Y, entonces, en la oscuridad, siente que alguien la está mirando.

Levanta la vista.

Allí, esperando justo al otro lado de la verja, está la gacela.

«Ahora», le incitan sus ojos brillantes. «Ahora».

Alza la mirada a la radiante media luna que emerge por encima de los árboles distantes, sintiendo un escalofrío de la cabeza a los pies. Laertes, el astrónomo del pueblo, ha anunciado que en el plazo de dos semanas, cuando la luna esté llena, se producirá un eclipse total que pondrá fin al ciclo de mil años de la Era de los Dioses, inaugurándose una época nueva. Es un período en el que la magia —la buena y la mala— entra en el mundo con la facilidad de quien cruza una puerta. Kat nota que toda la naturaleza —incluida ella misma— se estremece de expectación, preparándose conscientemente para el evento. Quizás todo esté empezando con esta gacela.

Descuelga el cubo rebosante de la cuerda y lo coloca junto al pozo. Rápidamente abre la verja y sale al camino. La gacela está esperándola, hasta que, tras un breve asentimiento, echa a correr.

«Ahora. Ahora».

Ambas vuelan por el camino a través de ese ambiente plateado, y en esta ocasión corren sin apenas esfuerzo. Kat no compite con la gacela; es una con ella, parte de ella. No son entidades separadas, sino una sola en dos cuerpos. No siente dolor, no respira con dificultad, tan solo nota una ligereza exquisita y exultante al tiempo que sus pies apenas tocan el suelo.

Su paso alcanza al de la gacela, y juntas flotan mientras la noche se les echa encima. Desearía poder seguir corriendo siempre entre praderas y montañas, a través de bosques y valles, sobre océanos, incluso, y que sus pies rebotaran ligeros sobre la espejada superficie del agua mientras el sol sale y se pone y vuelve a salir. Alarga el brazo para tocar a la gacela y nota por un momento su gruesa piel erizada. Con un gruñido de satisfacción, el animal vira a la derecha y se adentra en la pradera en dirección a un bosquecillo, y la magia se va con ella. Kat se detiene, extrañada y asombrada, viendo cómo la criatura desaparece.

Entonces se dobla por la cintura, con las manos en las rodillas, para recuperar la respiración. Y nota lo rápido que le late el corazón, el opresivo calambre en el costado, el punzante dolor en la rodilla. Las piernas le duelen de forma insoportable, y apenas puede creer que haya sido capaz de correr tanto y tan rápido hace solo unos instantes: es como si por un momento su mente hubiera abandonado su cuerpo.

Pero, ahora que ha regresado, vuelve a preocuparse repentinamente por Jacob, por la tarea imposible que tiene por delante si quiere conservarlo. Claro que ella también lo desea. Más que a nada. Pero ¿cómo puede pensar que será su esposa? ¿Cómo puede hacerlo cuando ni siquiera es capaz de asegurar que sobrevivirá a la tarea que ha anhelado y temido durante años?

Vuelve cojeando hacia la casa. Un cernícalo solitario pasa flotando junto a ella, empujado por la brisa —apenas un rayo en la oscuridad—, dirigiéndose a su hogar, en las ramas. Y Kat sabe que, incluso dormido, soñara con una presa, con una pieza de carne.

Es cruel.

Vengativo.

El viento de la noche le arrastra el cabello hacia los ojos y hace que le envuelva el cuello como si fuera un pañuelo. Como ese tan bello y diáfano que aún conserva como recuerdo de su verdadera madre.

Aún con la vista levantada hacia el cielo, mientras contempla cómo desaparece el cernícalo en la oscuridad, paladea el amargo y añejo sabor de la ira y el anhelo, y se vuelve consciente de lo que debe hacer. «Ahora».

«Ahora».

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Capítulo 2

Él es todo sudor, y calor, y movimiento. La arena se le mete en los ojos cuando Hefestión lo tira al suelo, pero se recompone, con la grava pegándosele en las palmas. Alejandro se levanta rápidamente. Sentados en balas de heno, sus amigos Telecles y Frixos animan con fuerza.

Mientras ambos muchachos se rodean mutuamente en la pista de entrenamiento, redonda y arenosa, Álex observa a Hef atentamente: su mandíbula prieta, la anchura de sus hombros, la ligera inclinación de su postura. Detrás de él ve borrosas unas dianas pintadas sobre lienzo que utilizan para probar puntería con las lanzas y el arco. Con el corazón desbocado, Álex da un par de pasos hacia su derecha, pero ahora el sol le da en los ojos, destellando en la pesada y sudorosa pechera que los chicos usan cuando entrenan con armas y realizan carreras de larga distancia. Entornando los ojos, sigue girando, advirtiendo la tensión en el brazo de Hef, vigilando cualquier repentino cambio de postura.

Álex y Hef cargan el uno contra el otro de frente. Hef toma rápidamente ventaja, rodeando con sus brazos la espalda de Álex y apretándolo con fuerza. Entonces, le sacude hacia la izquierda, y luego hacia la derecha, intentando que su rival pierda el control. Hef conoce mejor que nadie el punto débil de Álex, su pierna izquierda. Este lleva años entrenándola más que la derecha, saltando sobre ella hasta que grita de dolor, atándole pesos con los que camina durante millas.

De forma instintiva, Álex hace una finta hacia la derecha, maldiciéndose por ello inmediatamente, al darse cuenta de que eso es justo lo que Hef deseaba. Cuando este lo lanza hacia la arena, se muerde la lengua y el cobrizo sabor de la sangre le llena la boca. «Demasiado rápido», se reprende. «Reacciono demasiado rápido». La debilidad, ya lo sabe, no se encuentra en la pierna, en el brazo o en la espalda. La debilidad está en la mente.

Pero, a pesar de que Álex se haya precipitado en la lucha, él también conoce el punto débil de Hef…

Este sonríe, obviamente paladeando su triunfo. Sus ojos oscuros —casi tan negros como su espeso cabello ondulante— están entornados, como los de un gato que acabara de cazar un ratón.

Ahí está, ese es el gran error de Hefestión: el orgullo. A punto estuvo de ser la causa de su muerte el verano pasado cuando ambos se unieron a la campaña del rey Filipo contra los ladrones de ganado molosos. Hef, cabalgando un corcel blanco en una armadura dorada, dio por sentado que unos hombres descalzos y andrajosos de frondosas barbas no podían ser peligrosos. Se enfrentó a tres de ellos, y casi lo ensartan vivo. Álex tuvo que rescatarlo.

En un único movimiento fluido, Álex se levanta de un salto, agarra la cabeza de Hef y le hace una llave. Forcejean y finalmente Hef logra escapar de su abrazo.

—Venga, señoritas —ruge Diodoto, cuya nariz torcida le proyecta una sombra desigual sobre el rostro, lleno de cicatrices—. El rey quiere que os enseñe lucha, no baile. —Sus hombros peludos resaltan por debajo de su coraza de cuero, asemejándole más a un oso de las montañas que a un veterano soldado canoso.

—¡Hef, nos vas a avergonzar en la arena! ¡Deja de hacer piruetas! —grita Telecles levantándose de un salto al tiempo que gira.

Frixos coloca una de sus grandes manos sobre el hombro de Telecles haciéndole sentarse de nuevo.

Con el rostro lleno de decisión, Hef agarra los hombros de Álex. Pero luego duda.

—Ha llegado un mensaj…

Álex aprovecha la distracción momentánea de Hef para girar de repente, cargando todo su peso en el movimiento. Uno de sus brazos apresa el codo izquierdo de Hef; pasa el otro sobre el hombro opuesto de su contrincante, para entonces levantarlo del suelo y girarlo en un semicírculo, dejándole caer bocabajo contra la arena. Después salta sobre la espalda de su amigo y lo sujeta allí ante las ruidosas carcajadas de sus amigos.

—Tú ganas —confirma una voz amortiguada por la arena.

Álex sonríe. Pasa junto a Hef, que se medio incorpora hasta quedarse sentado, se sacude la arena del rostro y señala la espalda de Álex.

—Estaba intentando contarte que ha llegado un mensajero —dice, escupiendo una mezcla de arena y saliva, claramente enfadado por su derrota.

Álex se vuelve, apartándose el cabello, rubio y despeinado, de los ojos —tendría que cortárselo—, y ve a un paje de unos catorce años que lo observa con algo de repulsa. No, no le está mirando a él; lo que capta su atención es la marca de su pierna izquierda, esa larga huella púrpura que lleva rodeando el muslo de Alejandro desde su nacimiento como si fuera una serpiente. Nota cómo el escozor cálido y familiar de la vergüenza se le extiende por el pecho, inundándole el rostro, quemándole la nuca. Se coloca la parte baja de su túnica, que había quedado enganchada debajo del cinturón durante la lucha. Aún encendido por la adrenalina, siente el impulso de golpear la estrecha cara del muchacho.

Pero, antes de que pueda reprenderlo, Álex cruza su mirada con la del mensajero… Y entonces todos los sonidos quedan silenciados, toda luz y color se apaga.

Le está ocurriendo de nuevo. Esa emoción. Esa conciencia. Ese poder que no es capaz de controlar.

De repente, se nota incorpóreo, congelado en el tiempo, viajando por un túnel de luz blanca, arrastrado por una fuerza invisible. Es como si hubiera salido de su cuerpo completamente. En el otro extremo del túnel blanco, emerge una pequeña habitación…, algún lugar de palacio. Ve una fogata y huele el humo que se escapa hacia arriba, a través de un agujero en el techo. Una mujer remueve una cazuela. Es la madre del chico, por supuesto. El padre debe de haber muerto recientemente. Álex lo aprecia en la afligida postura y el ceño fruncido de la mujer.

Un bebé hace gorgoritos en la cuna: es la hermanita del muchacho.

Y, entonces, algo saca violentamente a Álex de la habitación oscura y lo hace regresar a una velocidad de vértigo al presente. Se encuentra de nuevo en su cuerpo, notando ese insoportable zumbido en los oídos. El paje lo mira con extrañeza.

Álex mira a su alrededor, a Hef, a Diodoto, al bello Telecles y al rollizo Frixos, a las tejas bañadas por el sol que cubren los cobertizos, como si nunca los hubiera visto antes. Todo le parece pequeño, oscuro y quebradizo: una elaborada ilusión.

Se frota la frente, frustrado, y entonces alza los ojos, uno marrón oscuro, otro azul grisáceo —una llamativa combinación que siempre provoca que la gente se sienta incómoda—, y observa con dureza al paje.

—¿Qué es lo que deseáis? —como el chico no responde en el momento, insiste—: ¿A… qué… habéis… venido?

—Mil disculpas, señor. Vuestro padre quiere veros inmediatamente —responde el muchacho con voz aguda.

Álex asiente.

—Vamos, Hef —se le ha evaporado la ira, y con ella, su energía. De repente, se encuentra exhausto.

Telecles y Frixos saltan a la arena, ansiosos por combatir. El primero, que imita a Aquiles, el héroe de la guerra de Troya, lleva su cabello rubio mucho más largo de lo que dicta la moda y tiene un cuerpo perfectamente esculpido. Baila y gira alrededor de sus oponentes, confundiéndolos. Frixos es más pesado, más fuerte y más lento. Habitualmente, Álex se habría quedado a presenciar este entretenido lance, que le recuerda al de una mangosta contra un buey, pero ahora debe escuchar lo que su padre tenga que decirle.

Al lado de la pista de lucha, Hef recoge su brazalete de plata y se lo fija alrededor de la muñeca. Después, se coloca con cuidado su collar de plata labrada en el cuello, mientras Alejandro intenta reprimir su impaciencia.

En el camino de vuelta desde el campo de entrenamiento, Álex y Hef pasan junto a los establos, los gallineros y los rediles de las cabras. Rodean los barracones, una sencilla estructura de madera de dos pisos con ventanas pequeñas donde duermen los guardias de palacio. Un humo negro se levanta desde la forja del herrero, una puerta más allá, donde este da forma a las armas con energía. Suben por una escalera de caracol y cruzan los estrechos pasillos apenas iluminados del ala de servicio para aparecer en las murallas con vistas a Macedonia, el reino de Filipo —el reino que algún día pertenecerá a Álex—, lugar donde se detienen, apoyándose en un muro bajo.

A los pies de palacio se extiende la arenosa ciudad de Pela, una red de caminos rectos que tan solo quiebran algunas plazas con templos. Gruesas murallas y torres elevadas rodean la ciudad en un abrazo de piedra. Aquellos muros grises, los tejados de color coral y el paisaje de un marrón oliváceo solían ser todo el mundo que Álex conocía, pero ahora la vista le parece seca y desmoronada en comparación con las exuberantes grutas y lagos de Mieza.

El santuario de las Ninfas de Mieza, lugar donde Aristóteles había instruido a Álex y Hef en cuestiones de lógica y estrategia durante los últimos tres años, era tan distinto…; el paisaje, de un verde vivo, casi brillante; el cielo, lleno de matices azules y púrpuras. Unas dos docenas de muchachos privilegiados de trece a dieciséis años —entre los que estaban Frixos y Telecles— pasaban allí sus mañanas y tardes luchando, cabalgando y cazando. Por las noches mantenían animadas conversaciones de poesía, filosofía e historia.

Entonces, hacía dos semanas, poco después del decimosexto cumpleaños de Alejandro, llegó el mensajero del rey Filipo para ordenarle que regresara a casa. En ese momento, al igual que ahora, exigía que Álex corriera como un niño en cuanto el rey chasqueara los dedos.

En el camino, un poco más adelante, un hombre que lleva un carro vacío maldice de forma amarga mientras intenta empujar a su burro y la carreta para dejar paso a otro vehículo. «Así son las cosas», piensa Álex. «Alguien tiene que ceder siempre».

Pero no será así durante mucho tiempo.

Él fragua otros planes, proyectos que su padre no conoce. Y si los culmina con éxito, se convertirá en el líder más poderoso que el mundo haya conocido.

Cuando Álex llega al despacho de su padre, los guardias —con los rostros ocultos en cascos de crestas rojas, larga protección nasal y grandes carrilleras— bajan sus lanzas y se apartan hacia los lados. Entonces, llama a la puerta.

—Padre —se anuncia, aún ante la puerta—, deseabais verme.

—¡Entra! —truena una voz profunda. Lentamente, Álex empuja la puerta y pasa. Hef se queda fuera hasta que oye decir—: ¡Y trae al presumido de tu amigo, si lo deseas!

Álex nota —más que ve— cómo Hef se cuela en la habitación y se coloca a su lado, aunque algo detrás. Con el rabillo del ojo, advierte que Hef se alisa la túnica y se ajusta el cinturón, y sonríe para sí al notar el fastidio de su amigo. Saber que Hef está a su lado le transmite la fuerza para encarar a su padre.

La estancia no se parece a ninguno de los aposentos reales, la mayoría de los cuales ha decorado su madre. Aquí no hay cojines de seda con borlas, ni cupidos regordetes y bellas doncellas en los frescos de la pared, ni rastro de esas cortinas vaporosas que a la reina Olimpia le gusta ver ondear con la brisa, o de las labradas sillas de ébano con incrustaciones de marfil y madreperla.

El despacho del rey Filipo se asemeja a un campamento militar. Hay un camastro con una manta áspera en el que habitualmente duerme, un puñado de taburetes lisos y algunas sillas de tijera y mesas. De las paredes desnudas cuelgan trofeos de guerra: espadas, hachas, lanzas y banderas ensangrentadas.

Ataviado con una túnica azul gastada y un cinturón de cuero raído, Filipo observa de pie una mesa cubierta de papeles mientras uno de sus consejeros, Eufranor, un hombre menudo de barba gris, permanece a su lado para leerle las palabras que él no distinga. Aunque la carta que tiene Filipo delante está del revés para Álex, incluso desde una distancia de un par de metros, es capaz de leer el gran encabezamiento: «Del Gran Señor Aesario Mardoqueo al rey Filipo II de Macedonia, con sus mejores deseos. Llegaremos mañana a Pela para participar en los juegos y seguir conversando sobre ese asunto urgente que confiamos que…».

Álex desvía la mirada de la carta al notar que el único ojo del rey —de un marrón rojizo brillante— se fija en él. Tiempo atrás, antes de que Álex naciera, Filipo perdió el otro frente a una espada enemiga.

«Un cíclope», piensa Álex. Es como una de esas criaturas de un ojo, con una fuerza extraordinaria y una inteligencia brutal, que habían desaparecido hacía siglos, al igual que lo hicieron tantos otros seres extraños: los pegasos, las medusas de serpientes en el pelo, las hadas de las fuentes y los bosques, las sirenas de pecho desnudo que se peinaban sus dorados cabellos sobre las rocas para conducir a los marineros a la muerte… Olimpia insiste en que Filipo lleve un parche de seda negra en sus apariciones públicas, pero cuando se queda solo se lo quita con impaciencia. En estos momentos, la cuenca vacía y la rugosa cicatriz que cruza su ceja como si fuera un rayo están perfectamente a la vista.

Filipo deja caer todo su peso de forma violenta sobre una silla de tijera de cuero y apoya de golpe su jarra favorita sobre la mesa. Tiempo atrás, esta fue el cráneo del enemigo que hirió en el ojo a Filipo. Un año después del incidente, el rey volvió, mató al hombre, le cortó la cabeza, separó su piel hirviéndola, sacó los sesos e hizo que bañaran en plata el cráneo. En las cuencas de los ojos relucen brillantes unas amatistas.

Un joven esclavo se acerca veloz con un cántaro de vino y se lo sirve en la jarra. El rey bebe con ansia, estampa la jarra de nuevo en la mesa y se seca la barba gris con el dorso de la mano.

—Aunque ha pasado ya más de una década desde que los Señores Aesarios visitaron Pela, han aumentado su poder. Los he invitado para que hagan una exhibición de su fuerza. Es nuestra oportunidad para demostrarles que no tememos sus arrogantes amenazas ni sus intentos de asustar a quien tenga relación con la magia —el rey resopla disgustado—. Poco después, partiré con mi ejército hacia Bizancio. Allí, los oligarcas no están cumpliendo los términos de nuestra alianza. Se están dejando querer por Persia. Tendrán que decidirse por uno u otro. Durante mi ausencia, tú serás el regente.

Con el rabillo del ojo, Álex ve el asentimiento de Hef. Esto era lo que ambos esperaban cuando los llamaron para que regresaran de Mieza.

—Como deseéis —asiente Álex.

—Claro que es como deseo. Sin embargo, no debes preocuparte —Filipo ondea su gran mano como si quisiera matar un mosquito—. Mi Consejo tendrá el control, como siempre hace cuando estoy en combate. Es solo que el pueblo se sentirá más seguro con mi hijo en el trono. Pero, Alejandro —afirma, fijando su ojo en él—, no me decepciones.

Álex nota cómo aumenta su irritación a pesar de los esfuerzos que realiza para mantenerse calmado. Es exactamente lo que temía. Nada de responsabilidad. Un honor vacío. Un engaño. Peor que no disfrutar de honor en absoluto. Ha completado sus tres años de formación recibiendo las mayores alabanzas de sus profesores —que fueron completamente imparciales, a pesar de que se tratara del hijo del rey—, pero su padre sigue tratándolo como a un niño. Mientras Filipo se va una vez más a enmendar alianzas y a seducir a sus amantes, Álex será su marioneta en el trono. Y desde esa posición, en realidad, nunca podría hacer nada que decepcionara a su padre.

Seguro que es por culpa de su pierna débil, tiene que ser por eso. Una cosa es que un soldado veterano luzca cicatrices, y otra que un joven, aún inexperto en cuestiones militares, cargue con una tara tan evidente. Se ha esforzado cuanto ha podido en disimularla, la mayoría de los macedonios ni siquiera conocen su existencia. Pero a Filipo debe de preocuparle que su pueblo descubra que el heredero es un lisiado; todo el mundo sabe que la deformidad física es un castigo enviado por dioses furiosos. Nadie quiere un regente —o, que el cielo lo impida, un rey— despreciado por los inmortales.

Álex abre la boca para hacer una objeción, pero repentinamente su madre irrumpe en la estancia entre un aroma de perfume y el frufrú de sedas púrpuras. El nuevo regente observa que sus esbeltos pies calzan unas sandalias de cuero plateado en forma de serpiente con amatistas incrustadas.

—Mi hijo nunca fracasará en nada —dice con dulzura—, aunque eso sea lo que hagan otros hijos del rey.

Olimpia apenas es capaz de tolerar el gran número de hijos de esclavas de palacio, cocineras o lavanderas que manifiestan un sorprendente parecido al rey Filipo.

Los flirteos de Filipo siempre han desconcertado a Alejandro, dada la belleza de Olimpia. Viendo su cabello rubio platino, sus grandes ojos de color esmeralda y su perfecta e inmaculada dentadura, entiende perfectamente que su padre se casara con ella, a pesar de ser la hija sin dote del arruinado rey de la agreste Epiro. ¿Cuántos años tendrá ahora? ¿Treinta y seis? La mayoría de las mujeres a esa edad han engordado, se han llenado de arrugas, han perdido dientes y muestran mechones grises en el cabello.

Estirándose —Álex tiene la impresión de que ella ha encogido mientras él ha estado fuera—, Olimpia pasa una mano enjoyada por la cabeza de su hijo y le dice:

—¿Sabías que daremos una fiesta hoy para celebrar tu regencia? Es un gran honor.

Álex permanece en silencio. ¿Un honor? A él se le parece más a un insulto. Debería marcharse antes de decirles a ambos lo que opina sobre el tema.

—Vamos a asar dos vacas y tres corderos —le comunica a Filipo—. Lo he arreglado todo para que vengan el mago, el flautista y las acróbatas. Abriremos las mejores ánforas de vino de Quíos —concluye.

Álex necesita salir de la estancia de inmediato. Es como si las paredes le oprimieran.

—Con vuestro permiso —murmura, y se gira para irse.

—¡Espera! —ordena Filipo, y Álex se vuelve con desgana—. Tengo otras noticias. Tengo planes para ti, hijo mío —su amplia sonrisa revela dientes rotos y la ausencia de alguno.

Olimpia se gira para mirar a su marido.

—Todavía no —susurra—. Aún no es el momento.

El rey alza una ceja.

—¿Me estás contradiciendo?

Ella bate sus largas pestañas negras, cubiertas de kohl.

—Por favor, Filipo.

El rey se detiene y se gira hacia su hijo.

—Muy bien, puedes marcharte —brama, haciéndole un gesto desdeñoso con la mano.

Álex y Hef recorren en silencio pasillos de mármol negro para dirigirse a su ala del palacio. Álex no puede evitar sentir en las venas una fuerte urgencia: Hef y él deben madurar sus planes. Ahora.

En el pasillo de sus dormitorios, Álex duda. Odia su dormitorio, ampliado y redecorado por su madre durante su ausencia. Su cama dorada es tan alta que casi podría saltar con pértiga hacia ella, y tan ancha que podría descansar allí una familia entera. Detesta especialmente las estatuas de tamaño natural presentes por toda la habitación, vulgarmente pintadas con la piel en rosa chillón, el cabello dorado y los ropajes azules, y que no dejan de mirarlo con esos ojos ciegos.

—En tu habitación —le dice a Hef.

Acceden por una entrada pequeña, cercana a las grandes puertas dobles de la estancia de Álex. En cuanto pasa, Álex se siente reconfortado por lo acogedor del cuarto, por su sencillez. La habitación de Hef es pequeña, de baldosas marrones y cuenta con una única ventana cuadrada. Las paredes están pintadas de color ocre; la cama baja de la esquina tiene un mullido colchón relleno de paja. Su único lujo es el espejo de bronce de la pared.

Hef se sienta a la pequeña mesa de olivo que hay frente a la ventana.

—Así que… —dice— regente.

—Es un cargo vacío —suelta Álex, reuniéndose con él a la mesa—. Me ha dejado bien claro que no tendré poder. Además, se me viene encima algo peor, Hef. Eso otro que tiene planeado para mí… —Hef mira a Álex con curiosidad—. Creo que me ha buscado una esposa —añade el príncipe. Su amigo suelta una carcajada—. En serio. Van a dejarme a alguna princesa fea en la cama como parte de una alianza militar. Y me he dado cuenta de que a mi madre le incomoda tener competencia dentro de palacio.

—¿Crees que habrán escogido a esa dama de Creta? —pregunta Hef, intentando mantener el semblante serio pero sin conseguirlo.

—Claro, la princesa Demetria, esculpida como una roca y con ese encantador bigotito…

Hef suelta una carcajada de nuevo.

—O la princesa Tétima…

—Sí, la de Corinto, claro. Esa que apesta como una cabra y que padece el peor caso de acné que nunca haya visto —Álex no puede evitar empezar a reírse también.

—Pero quizás sea Artemisia —sugiere Hef con esperanza, saboreando el nombre en sus labios.

Álex recuerda a la princesa alta y rubia de Samos, la simetría de su rostro, las suaves curvas de su cuerpo. Que le tocara ella no estaría tan mal. Pero Álex sabe cómo son las mujeres bellas: peligrosas. La rivalidad y los celos con su madre harían la vida en palacio completamente insoportable. Sabe que algunos países han ido a la guerra solo para que sus reyes y nobles descansen de la convivencia con sus mujeres.

Se aclara la garganta. A Hef le hace gracia… porque no están bromeando sobre su vida.

—Sea quien sea —dice, inclinándose hacia adelante—, no tengo intención de quedarme en palacio para que se rían de mí, ni por la falsa regencia, ni por un ridículo matrimonio. Iremos al este, como hemos planeado —y según lo dice, sabe que eso es lo que debe hacer—. Pero antes de lo que habíamos pensado. En cuanto reunamos todo lo que necesitamos para el viaje. ¿Dónde has puesto el mapa?

Hef recupera de inmediato la seriedad y se acerca a la cama, se arrodilla y cuenta cuatro baldosas desde la pata de esta. Levanta la pieza de cerámica, aventura su mano en la oscuridad que hay debajo y saca un rollo frágil, que desenvuelve con cuidado sobre la mesa.

Ambos se inclinan sobre el documento, desvaído, quebradizo, dibujado sobre una antigua piel animal. Álex alarga el brazo para tocarlo, recordando la primera vez que lo vio, meses antes, cuando él y Hef estaban explorando una cueva cercana a Mieza. No era la primera en la que entraban; pasaban gran parte de su tiempo libre a los pies de las montañas cazando y acampando. Encontraron templos antiguos con columnas en ruinas, pueblos abandonados cubiertos de enredaderas y polvo, y otras cuevas repletas de huesos, cerámica rota y cenizas de fogatas frías desde tiempo atrás.

Esta cueva, sin embargo, era diferente. Cuando entraron, con las antorchas en alto, vieron una especie de altar del más allá, y sobre él un ojo gigante pintado, almendrado, delineado con kohl, con el iris de un azul impactante. En la parte superior del altar había una vasija tan antigua que no lucía guerreros barbudos ni ágiles doncellas con faldas ondulantes, sino tan solo dentadas líneas primitivas. Se trataba —Álex lo supo de inmediato— de un recipiente de la época en la que los dioses aún caminaban sobre la tierra. Había encontrado el rollo dentro de él. Tras llevarlo con cuidado hasta la luz del sol, Hef y él lo desplegaron, frunciendo el ceño ante aquel arcaico lenguaje. Aunque les llevó algo de tiempo, finalmente lograron descifrarlo.

Ahora, Álex pone un dedo sobre la escritura antigua que indica la capital de Macedonia, y traza la ruta. Desde Pela tomarían un barco para cruzar el mar y atracarían en Apasa. A partir de ahí, un camino de pocos días les llevaría a Sardes, el comienzo del Camino Real. Irían por él hasta alcanzar la Capadocia, donde lo abandonarían para dirigirse hacia las Montañas Orientales. Detiene el dedo sobre una marca deslucida: la Fuente.

Álex observa la descripción: «Fuente de la Juventud, Pozo de los Dioses, que proporciona curación física y poder espiritual a todo aquel que beba de ella».

Hef apoya su propio dedo sobre otra línea de la desvaída escritura.

—Y allí, guardando la fuente, están los Devoradores de Espíritus, quienesquiera que sean —Hef mira a Álex—. Quienesquiera que sean.

—Hef, nadie dijo que fuera fácil —señala Álex—. Es una búsqueda —incluso la palabra es excitante—. Si fuera sencillo, no tendría sentido —le da un codazo a su amigo—. Y los poetas nunca escribirían canciones sobre nosotros.

Hef se mueve hacia la ventana y mira por encima de las tejas naranjas y vidriadas.

—¿Quién reinará Macedonia si desaparece el regente?

—Los mismos que lo hacen cuando mi padre se va de forma irresponsable a matar gente: el Consejo de Estado y Leónidas, con mi madre interfiriendo cuanto le sea posible.

Hef se pasa una mano por su cabello negro y se vuelve para encarar a Álex.

—Dos griegos en medio del Imperio persa.

—Sabemos hablar persa —apunta Álex, acordándose de todos los años que han pasado con tutores aprendiendo el extraño idioma bárbaro.

—Con un fuerte acento —matiza Hef—. ¿Y de dónde sacaremos el dinero para el viaje? Creo que yo tengo dos dracmas en total, y dudo que tú tengas más de veinte.

Álex siente una punzada de amargura. Por supuesto que no ha olvidado su carencia de fondos, y lamenta que su amigo crea que él sí que tiene dinero. ¿Cómo podría olvidar la tacaña regulación

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