1. Él era un adulto y yo seguía siendo una niña
En la última pausa para el almuerzo antes de Navidad en mi tercer y penúltimo año de instituto, cuando llegué a la clase del señor Graves, él se encontraba lleno de una jovialidad festiva y mucho más sonriente de lo habitual. Llevábamos meses comiendo juntos y a solas. Aquel día, su mujer me había preparado un plato de galletas pizzelle; eso me hizo preguntarme qué le habría estado contando sobre mí. Las galletas parecían unos copos de nieve gigantes y sabían a regaliz negro. Nos tomamos una cada uno y, a continuación, el señor Graves me entregó una cajita envuelta en un papel azul salpicado con las siluetas de unos renos que lucían unas cornamentas enormes. No había recibido nunca un regalo de un profesor. Parecía importante.
—Solo una bobada de parte de alguien que evita la cafetería para otra persona que hace lo mismo.
Rasgué el envoltorio.
Dentro había una novela titulada La parca de chicle, escrita por Nigel Booker, encuadernada en rústica. La tapa estaba pegada al lomo del libro con papel celo, y las páginas se habían puesto amarillas. Olía como una tienda de campaña vieja que se hubiera tirado húmeda cincuenta años. Sobre la cubierta blanca había una de esas guadañas largas que lleva la muerte encapuchada, con la hoja curva en lo alto, salvo que estaba hecha entera de bolas irisadas de chicle, como si alguien las hubiera dispuesto así sobre un mármol blanco. La imagen era de lo más rara. Daba miedo y atraía al mismo tiempo.
Abrí el libro por la primera página.
La dedicatoria decía: «Para el foso de los arqueros».
«Estrafalario», pensé.
Pasé rápidamente aquellas hojas que tenían las esquinas dobladas y vi que alguien había subrayado muchísimos párrafos por todo el libro.
—Yo lo leí cuando tenía tu edad, y me cambió la vida —dijo el señor Graves—. Está descatalogado. Tal vez valga un dinero, pero no es el típico libro que uno vendería. Hace un tiempo lo escaneé entero y creé un archivo digital, y me prometí a mí mismo que le pasaría mi ejemplar al alumno apropiado cuando él o ella apareciese. Seguramente no será la obra más elevada de la literatura universal, quizá se haya quedado un poco anticuado, pero es un clásico de culto, y tengo la sensación de que podría ser la lectura perfecta para ti. Quizá, incluso, un rito de paso para gente como nosotros. Sea como sea, feliz Navidad, Nanette O’Hare.
Cuando le di un abrazo de agradecimiento al señor Graves, se quedó muy rígido y dijo:
—No es necesario todo eso —luego soltó una risa nerviosa mientras me apartaba con delicadeza.
En aquel momento me irritó que lo hiciese, pero después comprendí, más o menos, el motivo de sus precauciones. Vio antes que yo lo que se avecinaba, porque él era un adulto, y yo seguía siendo una niña.
Esa noche empecé a leer.
2. La historia estaba sin terminar
La parca de chicle trata de un chico que se hace llamar Wrigley porque es adicto a los chicles Wrigley, los dobles de menta. Dice que le calman los nervios, y los masca con tal furia (y tanta frecuencia) que los dolores de mandíbula son para él habituales e incluso sufre algún ataque ocasional de «mandíbula rígida». Nunca llega a decirte su verdadero nombre mientras lo sigues a lo largo de un año de instituto.
Wrigley se dedica sobre todo a observar a sus compañeros, de cuya compañía él no disfruta, y habla de «abandonar» constantemente, salvo que no sabes qué es lo que quiere «abandonar» a fin de cuentas. Busqué el libro en Google, y encontré teorías, páginas web enteras dedicadas a responder a esa pregunta. Hay quien piensa que Wrigley quiere suicidarse, y así «abandonar» la humanidad. Algunos creen que solo quiere dejar los estudios. Otros piensan que Wrigley está hablando de Dios y que en realidad quiere dejar de creer en un poder superior; creo que eso no lo pillo, porque el narrador no menciona a Dios ni una sola vez. Hay otros que especulan que Wrigley quiere abandonar Estados Unidos y que todo el libro trata del comunismo, pero, vuelvo a decir, no estoy segura de creer eso tampoco.
El problema es que Wrigley se enamora de una de las dos hermanas gemelas idénticas que se llaman Lena y Stella Thatch, salvo que no sabe a cuál de las dos ama. Esto sucede porque a una de ellas le gusta hablar con su tortuga, un macho que toma el sol en una piedra que asoma del agua del arroyo cerca del instituto al que asisten. Wrigley llama a esta tortuga Ted el Improductivo, porque se pasa todo el día plantado en la piedra sin hacer nada más que tomar el sol (cuánto me gusta ese apodo, me encanta: Ted el Improductivo). Oculto tras un roble, Wrigley escucha cómo una gemela le habla a la tortuga sobre sus temores y preocupaciones al respecto de algo horrible que ha hecho su padre, pero nunca llegas a saber con certeza de qué se trata. Lo que sí es seguro es que esta chica se pasa todo el rato al borde de las lágrimas. Wrigley escucha con paciencia todo cuanto la chica necesita expresar, y después, una vez se deja ver y ella se da cuenta de que ha oído hasta la última palabra, de inmediato intenta tranquilizar a la gemela: «Eso que acabas de decir. Todo. Lo comprendo. De verdad que sí. A mí también se me ocurren las mismas cosas… bueno, la mayoría». En un principio, ella se enfada por «el espionaje». Pero luego, Wrigley y ella tienen una charla increíble sobre la vida, sobre el instituto, sobre cómo no pueden ser sinceros «fuera del bosque» y sobre «abandonar sin más».
La tragedia se pone de manifiesto cuando Wrigley se marcha y la deja. De camino a casa, para su horror, se percata de que no le ha preguntado su nombre a la chica y que, por tanto, no sabe si ha tenido aquella experiencia tan íntima con Stella Thatch o con Lena Thatch. Eso le provoca una agobiante crisis de ansiedad que le da náuseas —vomita, realmente— porque la gemela no paraba de decirle, una y otra vez: «Por favor, no le hables a mi hermana de esto. ¡Por favor!». Se da cuenta de que no le puede preguntar a una de las gemelas si era ella la que estaba en el arroyo sin arriesgarse a traicionar su confianza, porque si se lo pregunta a la gemela incorrecta, lo «estropearía todo». Resulta obvio que Wrigley es incapaz de cambiar, pero te sientes mal por él de todas formas, porque en su cabeza se trata de un problema irresoluble que lo está torturando.
Se pasa meses tratando de averiguar con cuál de las dos gemelas habló exactamente, esperando a que ella le diga algo en el instituto, preocupado porque tal vez ella esté esperando a que sea él quien dé el primer paso, y le preocupa todavía más que ella se arrepienta de su conversación íntima en el bosque y no vuelva a querer hablar con Wrigley en la vida.
Por fin, después de meses de observar a las dos gemelas en el comedor, decide que Lena es la suya, sobre todo porque ella a veces da unos golpecitos nerviosos con el pie en el suelo cuando habla sentada en una mesa llena de las chicas más populares, pero no es que esté seguro precisamente. Además, Lena ha empezado a llevar un bolso con una L bordada, lo que también parece una buena señal. Quizá le esté enviando un mensaje sobre su identidad, dándole pistas, piensa él.
Wrigley decide pedirle a Lena que vaya con él al baile de fin de curso, convencido de que si le dice que sí, sabrá con seguridad que fue ella la que se confesó ante Ted el Improductivo. Y Lena le dice que sí, pero tampoco parece muy entusiasmada con la propuesta, así que le deja todavía más confundido.
El chico alquila un esmoquin y compra un arreglo floral para la muñeca con una rosa amarilla, y aun así, justo antes de llamar a la puerta de la casa de las gemelas, repara en que la gemela con la que se vio en el bosque jamás querría ir al baile, y lo sabe porque él mismo en realidad tampoco quiere ir, y solo lleva puesto un esmoquin para enterarse de si ha escogido a la hermana correcta. No podría importarle menos nada de todo lo demás, o lo que él llama «pompa». La gemela que habla con una tortuga a solas junto al arroyo no querría al Wrigley que va al baile de fin de curso, porque va disfrazado y no está siendo fiel a quien realmente es: el «Wrigley del bosque vestido normal y corriente». Es tan evidente, piensa él, y yo coincido. Wrigley no puede ir al baile. Eso estropearía cualquier oportunidad que tenga de una verdadera relación con la gemela correcta.
Decide que ha fracasado antes siquiera de haber empezado, así que no llama a la puerta, sino que se marcha al lugar donde la gemela y él hablaron por primera vez, con la idea de que la verdadera hermana podría estar allí esperando y que quizá hablasen y acabaran besándose como al final de un cuento de hadas moderno. En cambio, se encuentra a un grupo de chavales de primaria que se valen de unos palos para hacer que Ted el Improductivo dé vueltas boca arriba sobre el caparazón «con las cuatro patas en el aire, que trazan un círculo cruel como si fuera una tortuga-peonza». Wrigley se pone hecho una furia, agarra al más grandote de los críos y le grita «¿POR QUÉ? ¿POR QUÉ? ¿POR QUÉ?» una y otra vez.
El cabecilla de los chavales dice que solo estaba pasando el rato y que en realidad no iban a matar a la tortuga, de modo que Wrigley le pega su chicle en el pelo al niño, lo echa al arroyo y le dice: «Solo estoy pasando el rato yo también, pero en realidad no te voy a dejar la cabeza metida debajo del agua hasta que te pongas azul y te ahogues». Acto seguido le agarra la cabeza y la hunde en el agua hasta que los demás chicos empiezan a suplicar por la vida de su amigo y le ruegan a Wrigley que le permita volver a respirar. Cuando el crío medio ahogado y empapado vuelve a salir a la superficie, boquea en busca de aire y suplica que no se lo vuelva a hacer. Wrigley lo suelta, y los chavales huyen corriendo.
Ted el Improductivo muerde a Wrigley en la mano y le arranca un triángulo de piel cuando nuestro protagonista deja a la tortuga al derecho.
Mientras Ted el Improductivo escapa, Wrigley sangra, se retuerce, maldice y espera a que la gemela correcta aparezca, pero ella nunca vendrá.
Los que sí llegan, en cambio, son los padres del niño al que casi ahoga en el arroyo, y el padre tira a Wrigley al río y comienza a echarle agua a la cara mientras le dice: «¿Qué, te gusta ser un matón ahora? Mi hijo tiene once años y la mitad de tu tamaño. Eres un cerdo, una absoluta y completa vergüenza para el vecindario. ¿Y por qué no estás en el baile, eh? ¡Si ya tienes puesto el esmoquin! Saltarse el baile de fin de curso es antiamericano. ¿Eres un rojeras comunista, o qué?».
En lugar de explicarse, Wrigley se quita su disfraz del baile y nada hasta el centro del río contaminado, donde sabe que «no vendrá nadie», flota desnudo boca arriba y dice: «Ahora lo entiendo, Ted el Improductivo, por qué te quedas ahí solo en la piedra todo el día sin hacer nada. Abandono. Me voy a quedar aquí flotando para toda la eternidad eterna». Y entonces acaba la novela con Wrigley que se parte con una risa de loco, y las estrellas comienzan a aparecer en el cielo de la noche.
En internet hay diferentes teorías sobre el final, pero la idea predominante es que Wrigley está rechazando la sociedad convencional —la familia, el instituto público, incluso su sexualidad— para vivir aquel preciso instante, flotando desnudo en el arroyo.
Algunos dicen que el libro es una lección de budismo zen, y que Wrigley quizá hasta vea la luz.
Me dio la sensación de que la historia estaba sin terminar, lo cual me irritó, porque quería saber qué le había pasado a Wrigley después de salir del agua. Llegué incluso a leerme tres veces el libro durante las vacaciones de Navidad, convencida de que se me había escapado algo.
3. Tienes que conocerlo tú misma
Cuando volvieron a empezar las clases en enero, estaba esperando en el pasillo con la espalda apoyada en la puerta del aula del señor Graves.
—¿Has dormido aquí esta noche, Nanette? Ni siquiera ha amanecido aún —se rio al llegar.
—¿Qué le sucede a Wrigley? —le pregunté—. Tengo que saberlo. Porque Wrigley soy yo. Y no puede acabar así. No puede. Y punto.
—¿Por qué no?
—Porque necesito más.
—Déjalos siempre con ganas de más. Esa es una de las grandes reglas del mundo del espectáculo.
—Esto no es el mundo del espectáculo. Es literatura. Y también es mi vida —le dije—. Este libro soy yo. Yo. Es muchísimo más que una historia. El autor tiene la responsabilidad de proporcionar respuestas. ¡Todas las respuestas!
El señor Graves sonrió, se echó a reír y dijo:
—Creí que te gustaría La parca de chicle. Como te dije, un rito de paso para raritos como nosotros.
El señor Graves siempre utilizaba la palabra «rarito» para describirse a sí mismo y a la gente que le gustaba. Decía que todos los grandes escritores eran también «raritos», que a nuestros mejores artistas, músicos y pensadores les colgaron al principio la etiqueta de «rarito» en el instituto o «cuando eran jóvenes». Aquel era el precio de ser admitido.
—¿Y por qué se titula La parca de chicle, por cierto? —le dije.
—¿Por qué crees tú?
—No tengo ni idea. ¡Por eso se lo pregunto!
Se rio.
—Bueno, hay muchas teorías.
—Ya he buscado en internet, y no me trago nada de lo que sale ahí.
—Entonces, quizá deberías preguntárselo tú misma al autor.
—¿Y cómo puedo hacer eso?
—Resulta que el señor Booker vive a un paseo de distancia de este instituto. ¿Lo sabías?
—¿Lo dice en serio?
El señor Graves me sonrió como si me hubiera estado llevando al huerto sin que yo me enterase.
—Y me han dicho que si te ofreces a invitarle a un café en The House, hablará contigo. Aunque debería advertirte de que él nunca, jamás, da una respuesta directa. Y me parece que en realidad ya odia La parca de chicle.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque le escribí muchas cartas en mi adolescencia, hasta que por fin me recibió con mis dieciséis años de entonces.
—¿Y qué le dijo él?
—Ah, esa historia no te la voy a adelantar yo. Tienes que conocerlo tú misma, en persona. Es toda una experiencia, sin duda. Y estoy bastante seguro de poder conseguírtela. Es decir… si te animas.
4. Un himno al noble arte de abandonar
Yo estaba absoluta y decididamente animada.
El señor Graves lo arregló todo, y no tardé en verme sentada frente a Nigel Booker, el autor de mi nuevo libro favorito. The House es el café local, y solo está a seis manzanas de mi propia casa. Allí te encuentras, sobre todo, con gente mayor, algo que no me molesta lo más mínimo, porque tampoco es que le tenga demasiado cariño a mi generación, la verdad sea dicha.
—¿Señorita O’Hare? —me dijo al llegar. Cuando asentí, extendió la mano y se la estreche—: Llámame Booker. Lo de «señor» no va conmigo.
Le sacaba al señor Graves unas cuantas décadas. Unos mechones de pelo blanco le salían de las gigantescas orejas. Pantalones de cuadros escoceses demasiado cortos por abajo y un poquito sueltos de más en la cintura. Su jersey de lana tejida en ochos y excesivamente grande estaba desgastado y un pelín sucio. Y llevaba el pelo engominado hacia atrás en ambos lados y cardado por arriba igual que Elvis, pero gris.
—¿De verdad quieres invitar a este viejo a un café? —me dijo mientras se señalaba el rostro con el pulgar—. ¿Cómo es que he tenido tanta suerte?
Asentí, y después pedimos, pagué y nos sentamos.
—¿Y bien?
Respiré hondo.
—La parca de chicle es mi nuevo manifiesto personal —dije—. No sabía que había otra gente como yo, pero es obvio que la hay. Y usted lo comprende, también. Y ese es el motivo de…
—Vale —se rio entre dientes—. No más de eso.
No sabía si solo estaba siendo modesto, así que insistí con mis preguntas.
—¿Por qué ya no se imprime?
—Probablemente porque no es muy bueno —me dijo y se echó a reír—. No recibí ningún tipo de formación como autor literario. Solo tenía esa historia metida en la cabeza y la tenía que soltar. Fue como si me diese una fiebre un verano y escribir fuera la medicación. No me podía creer que lo publicasen, y no tengo la menor idea de por qué lo envié a Nueva York siquiera. Tal vez fuese un doble caso de locura transitoria, el mío y el de esa editorial desconocida que cerró poco después de que saliera el libro a la venta. Imagínate. Solo les dio tiempo de hacer una tirada mediana en tapa blanda. Gracias a Dios.
Yo no tenía ni idea de lo que me estaba contando, así que me ceñí a las preguntas que traía preparadas de antemano.
—¿Es verdad que compra por internet todos los ejemplares de segunda mano y los quema?
Se rio y dijo:
—Yo ni siquiera tengo una internet en casa.
Aquello que dijo de «una internet» me dejó claro que estaba diciendo la verdad. Siempre te das cuenta de cuándo una persona mayor no tiene ni idea de lo que le estás hablando, porque lían las palabras casi como si, al negarse a nombrarlo correctamente, tratasen de derrotar eso de lo que tú hablas. A esta técnica la llamo vudú sintáctico de la tercera edad.
Pasé a mi tercera pregunta:
—¿Qué le ocurre a Wrigley después de salir del arroyo?
—¿Quién ha dicho que llega a salir?
—¿Entonces se ahoga?
—No lo podemos saber con certeza.
—¿Por qué?
—Se acaba la historia.
—Pero usted podría escribir más.
—No, no puedo. No hay más que escribir.
—¿Por qué?
—Así son las cosas. La historia termina donde termina.
—No lo entiendo.
—¿Ves a esa mujer tan agradable que nos ha servido el café?
Volví la cabeza por encima del hombro hacia la cajera alta de la coleta morena y la permanente sonrisa en la boca, y asentí.
—Se llama Ruth —dijo Booker—. ¿La habías visto antes?
Los chicos de mi edad no iban nunca a aquella cafetería, así que le dije:
—No.
—Puede que no la vuelvas a ver nunca.
—¿Y?
—Solo consigues ver cinco minutos de la historia de Ruth, y así son las cosas. Pero Ruth, claro, sigue adelante ahora la veas tú o no. Hace todo tipo de cosas que cierta gente ve y otra no. Sin embargo, tu versión de la historia de Ruth serán los cinco minutos que has pasado pidiéndole el café. Así son las cosas, sin más.
—Muy bien —le dije—. Pero ¿qué tiene eso que ver con La parca de chicle? Ruth es real. Wrigley es un personaje de ficción.
—No existe eso de la ficción.
—¿Qué?
Le dio un sorbo al café, puso una sonrisa burlona y dijo:
—Escribí ese libro hace mucho tiempo. Antes de que tú nacieras, incluso. Cuesta recordar qué estaba pensando por aquel entonces. Apenas soy capaz de acordarme de lo que estaba pensando esta mañana. Pareces una joven inteligente. No necesitas que yo te explique nada.
La cabeza me daba vueltas, así que regresé a mi lista de preguntas preparadas.
—¿A qué se refería cuando dijo que Wrigley quería abandonar? En el libro. No dejaba de decir que quería abandonar. ¿Abandonar qué?
Arqueó una ceja y dijo:
—¿Nunca tienes la sensación de querer dejar de hacer algo que todo el mundo te hace sentir que se supone que debes seguir haciendo? ¿Nunca has querido simplemente… dejarlo?
—No lo sé, o sea, supongo que sí —le dije, aunque sabía perfectamente a qué se refería.
Se hizo un silencio entre los dos, como cuando te fijas de repente en las motas de polvo que danzan a tu alrededor en el sol del atardecer y te preguntas cómo demonios no te habrás fijado antes.
—¿Por qué no hablamos menos sobre mi fracasado intento de ser novelista y un poco más sobre ti? —dijo por fin—. ¿Eres una persona feliz?
No estoy segura de que alguien se hubiera molestado nunca en preguntarme eso antes, así que dije «¿A qué se refiere?», con la intención de ganar tiempo para dar con una respuesta inteligente.
Lo que quiero decir es, ¿cuándo fue la última vez que alguien te preguntó si eras feliz y después te miró a los ojos como si de verdad le importase más que una mierda tu respuesta?
—¿Disfrutas en todo aquello en lo que participas? —me preguntó.
—Como… ¿si quiero abandonar algo?
—No es un delito admitir esas cosas. No tenemos a la Gestapo de la Participación escondida detrás de esa planta. Ni tampoco a la KGB. Esto es América. Puedes hacer libre uso de la libertad de expresión… libertad, punto. Y yo ya sé que quieres dejar algo, o no te interesaría tanto mi bobada de librito, que, al fin y al cabo y si no recuerdo mal, es un himno al noble arte de abandonar. Así que aceptémoslo. ¿Qué es lo que tienes ganas de dejar más que nada en el mundo?
—El fútbol —dije, y me quedé sorprendida, aunque era absolutamente cierto. Hacía mucho tiempo que odiaba jugar al fútbol.
—El fútbol. Vale. Ahora sí que vamos a alguna parte. Siguiente pregunta: ¿por qué?
—No lo sé.
—Ah, seguro que sí. ¿Estás en el equipo del instituto?
Bajé la vista a la barra y me fijé en los granos blancos de azúcar que había esparcidos por allí.
—Soy la capitana y la máxima goleadora.
—¿Se te da bien, entonces?
—Más o menos —dije, por mucho que en mi segundo año me eligiesen para la selección de South Jersey, que las universidades me quisieran fichar y que los ojeadores vinieran a ver mis partidos. Pero la verdad es que a mí me daba igual todo eso. Tanta atención me avergonzaba. Me hacía sentir todavía más como una mentira.
—Apuesto a que nadie te ha dicho antes esta verdad, así que, aquí la tienes por el precio de un café —tomó un sorbo y me miró fijamente a los ojos antes de decir—: Solo porque se te dé bien algo, eso no significa que tengas que hacerlo.
Nos quedamos mirándonos un segundo.
Sonrió como si me estuviera ofreciendo el secreto de la vida.
«Prueba a decirle eso a mi entrenador y a mi padre», pensé, hice un gesto negativo con la cabeza y dije:
—Tenía ganas de matar a esos críos que le estaban dando vueltas a Ted el Improductivo. Y después me entraron ganas de matar al padre del niño, el que tira a Wrigley al arroyo. Y no soy una persona violenta para nada. Ni siquiera dejo que mi madre ponga trampas para los ratones. No me han sacado una sola tarjeta en toda mi carrera futbolística. Ninguna roja. Ni amarilla. Nunca me habían entrado ganas de matar a alguien antes. Ni siquiera un hierbajo o una araña. Pero usted me provocó esos sentimientos tan intensos. El final de su libro me enfadó muchísimo.
Booker puso una sonrisa terriblemente triste y miró por la ventana, a nada en concreto.
—Ah, por favor, no me eches a mí la culpa de tu odio. Ya estaba ahí antes de que levantases la tapa de mi libro del Chicle. Eso te lo puedo asegurar. Todos lo llevamos dentro. Lo mínimo que podemos hacer es responsabilizarnos de la parte que nos toca… en especial de lo que sea que dejamos que se nos escape.
—No estoy tratando de… —dije, pero me detuve porque me di cuenta de que sí estaba tratando de hacerlo.
—Deberías leer «El genio de la multitud», de Bukowski —me dijo, al tiempo que me volvía a mirar a los ojos—. Ese poema tiene un par de cosillas que decir sobre el odio.
—¿De quién?
—El gran Charles Bukowski. Héroe de los inconformistas y los poetas obreros de todo el mundo.
Mi familia desde luego no era obrera, pero me gustó cómo sonaba «inconformista».
Le pedí que me deletrease el apellido y lo escribí en el móvil. Después escribí también «El genio de la multitud», que leí más tarde y me encantó. Leer aquel poema fue como ponerme las gafas graduadas correctas después de haber estado toda mi