PRÓLOGO
En la Tierra de las Misiones, Año del Señor de 1631
L
a noche envolvía el campamento junto al río. El fragor del agua ahogaba los sonidos provenientes del monte. La oscuridad era completa, pese a que las estrellas se derramaban sobre balsas y canoas, hombres y animales.
Muchos habían quedado en el camino, perdidos en los remolinos traidores o carcomidos por la peste. Hubo un día en que contaron cuarenta cadáveres. Los habían metido en urnas de barro y sepultado en pozos poco profundos. Algunos, con la compañía de sus arcos, sus flechas y sus macanas; otros, sin nada que llevar al otro mundo, nada que atestiguase su valor o contase su linaje de bravos caciques. Desnudos y solos, quedaron allí, a medio camino entre la aldea que antes poblaron, más al norte, y el destino que los karai guasu les señalaban, más al sur. Iban camino a la Tierra Sin Mal de la que siempre supieron, a la que todo hombre debía llegar algún día.
Entre saltos y cascadas, orillando el agua a través de espesos montes donde los ojos ambarinos del yaguareté los acechaban, vadeando pantanos custodiados por yacarés, hacia donde el río se agigantaba, turbulento, y nunca se atisbaba la otra orilla, rumbo a la Tierra donde el hombre se libera del trabajo y de las reglas, el maíz crece sin que lo cultiven y las flechas cazan solas. Sólo los que viajaron “por dentro y por fuera” pueden arribar, los que alcanzaron el aguyje, la plenitud.
De eso les hablaba, en susurros, Avandu. Con su tocado de plumas azules, su collar de semillas y su rostro tatuado, hechizaba la atención de los chiquillos que seguían, con sus ojos negros y oblicuos, el tintineo de los brazaletes. La fogata chispeaba en las caritas morenas, iluminando su sorpresa al escuchar las palabras del paje:
—Cuando llegue el amanecer —les dijo en la lengua de sus padres y la de los padres de ellos, que a su vez era de la sus abuelos y los abuelos de ellos— nos dirá si estamos sobre el rumbo verdadero, y cómo haremos para entrar. Y si falta mucho, y el camino es difícil, haremos puentes con las lianas y los troncos, y lucharemos contra los guerreros que pretendan cortarnos el paso.
—¿Quién, Avandu? ¿Quién es el karai guasu que nos dirá eso?
La respuesta interesaba a toda la ronda de pequeños guaraníes que escuchaban con atención al chamán. Avandu desvió la mirada reluciente bajo la luz de las llamas y la clavó en una figura alta y delgada, envuelta en un sayo oscuro, que avanzaba con lentitud sobre las piedras húmedas, inclinándose para apoyar su mano sobre alguna cabeza afiebrada o bendiciendo con la cruz a un pequeño que tosía a causa del frío que traían las lluvias.
El Padre Antonio se detenía ante cada uno, procurando brindar consuelo e insuflar ánimo en ese éxodo infernal al que los empujaba la codicia de los bandeirantes de San Pablo y la indiferencia de algunos españoles encomenderos, resentidos porque los indios de las misiones no podían ser tocados y los padres jesuitas respondían de sus acciones sólo ante la Corona. Atrás quedaban las selvas del Guayra donde se habían establecido. Dejaron todo cuanto construyeron: casas, sementeras, talleres… Sólo cargaron con las semillas, los animales que pudieron —los que no, los dejaron pastoreando a su antojo—, la imagen de la Conquistadora y el madero con el Jesús pintado. Sobre balsas y canoas emprendieron el camino del río abajo, buscando nuevos asentamientos para continuar con el Reino de Dios en la Tierra.
“Dios proveerá”, había dicho el Padre Antonio, y todos acataron la sentencia del Superior de la Orden.
Avandu meditó la respuesta unos segundos. No había otro Karai Guasu tan poderoso, aunque luciera más pobre que los mismos indios, con los zapatos remendados con trozos de su manto raído. El Padre Antonio Ruiz de Montoya les hablaba en avañe’e, lengua que habían aprendido todos aquellos hombres que un buen día penetraron en la selva y los buscaron, mostrándoles cruces de madera y arrancando música de unas pipas enceradas. Tenía que ser él el profeta que les enseñara el rumbo, el que los arengó para que abandonaran sus ranchos y emprendieran esa penosa marcha que padecían desde hacía tantas lunas.
Los paje guasu solían llevar vidas errantes, difundiendo sus milagros y su sabiduría de una aldea a otra; podían resucitar a los muertos, hacerse invisibles, acelerar el crecimiento del maíz y también comunicarse con los espíritus, algo que un paje de menor categoría, como era él, no podía lograr. A él sólo le era posible curar chupando el mal de los cuerpos enfermos, nada más. Él era un “chupador”.
El Padre Antonio, en cambio, había intercedido muchas veces entre los hombres y Ñandejara, Origen y Principio de todo. Hasta lo habían visto curar a los moribundos.
Él era el sabio hechicero entonces, el jefe espiritual de los guaraníes del Guayra, no cabía duda.
—Él es Karai Guasu —dijo Avandu a los niños—. El que nos va a llevar a la Tierra Sin Mal.
CAPÍTULO 1: El rumor que trajo el río
Provincia de Corrientes, Argentina, marzo de 1865
—“K
rrrrrííííí… Krrrrrííííí…”
El graznido detuvo el hachazo que el hombre estaba a punto de asestar al tronco. Se quitó la boina, dejando al descubierto el cabello negro, y elevó al cielo su rostro de pómulos vigorosos.
—Baja ya, Violeta, o tu madre te dará una tunda.
Del ramaje se desprendió una silueta menuda que cayó entre los pastos. La niña rondaba los seis años, y aunque su cuerpecito delgado aparentaba menor edad, las rodillas prominentes y las manos alargadas prometían un desarrollo interesante.
Bautista contempló a su sobrina con orgullo.
—Te vas a romper la crisma —se obligó a decir, pese a que sus travesuras lo divertían.
—Estoy aprendiendo a cantar como la urraca, Batú.
—Si eso es cantar, yo soy un cisne.
Violeta prorrumpió en carcajadas, rodando entre los tocones donde su tío cortaba la leña que vendería río arriba, convertida en gráciles canoas.
—Vamos —ordenó Bautista, sólo por decir algo, ya que el uso del nombre con que su sobrina lo llamaba cuando era un bebé lo había desarmado por completo.
La niña y su madre, la dulce Rosa, eran su único tesoro. Por ellas había regresado del obraje, para hacerse cargo de la difícil situación en que Rosa se había puesto al quedar encinta de un soldado raso que ni siquiera debía de saber que tenía una preciosa hija. Los ojos de matiz violáceo habían dado razón al nombre con que bautizaron a la pequeña. Su tío la amó desde el primer día, la custodiaba con celo y vigilaba como halcón los progresos de su crecimiento. Temía que Violeta pudiese correr la misma suerte y devenir madre soltera en aquellas soledades ribereñas.
La pequeña lo observaba desde el suelo, con su cabellera oscura desparramada en torno al rostro delicado. Poseía una seriedad extraña, como si comprendiese, más allá de su normal entendimiento, cosas que nadie le había explicado. El tío Batú se veía poderoso desde allí, con las copas de los sauces meciéndose a sus espaldas. La brisa le revolvía el pelo duro, de carpincho. Ella deseaba ser fuerte como él, remontar el Paraná llevando la jangada, jugar a los naipes con los hombres del pueblo y beber caña. Había nacido mujer, sin embargo, y esa condición le pesaba. “Violeta, no subas a los árboles, que no es propio”; “péinate, niña, que pareces un nido de caranchos”; “¿acaso no tienes zapatos? Se te formarán callos en las plantas, como a las indias”. Si tan sólo fuese india… nadie objetaría que vistiese con trapos sueltos y no se peinase. Su madre la reprendía por todo. Y ella odiaba parecerse a la mujer sumisa y triste que era Rosa.
Escondió la sonrisa entre sus dedos finos y silbó como un zorzal.
—Ése está mejor, pero cuidado, no vaya a escucharte el jasyjatere. ¡Vamos, arriba! Tengo que terminar la pila para cuando venga Anselmo.
La mención del jasyjatere puso seria a Violeta. Se decía del mítico personaje que tomaba la forma de un ave y silbaba con tan perfecto canto que las niñas, hechizadas, lo seguían hasta el fondo del monte, donde él recuperaba su fisonomía de enano rubio y abusaba de ellas. Nadie lo atrapaba nunca, ya que se tornaba invisible gracias a un poderoso paje.
El negrito Anselmo apareció de pronto, como si lo hubiesen convocado al nombrarlo, abriendo surcos con su balsa entre los camalotes de la orilla y agitando el remo al ver a Bautista. La embarcación iba cargada de naranjas y, a juzgar por su aire satisfecho, Anselmo debía de haberse comido varias. Afirmó el remo en los pajonales y se aproximó la distancia justa para saltar a tierra firme.
—Gurisa… —dijo con solemnidad, mientras ensayaba una cómica reverencia dedicada a Violeta.
La chanza dio resultado, pues ella echó a correr hacia la casa muerta de risa, levantando terrones a su paso. Bautista sacudió la cabeza con resignación y soltó, por fin, el hachazo suspendido minutos antes. Enderezó los trozos del tronco partido para asestarles otro golpe, mientras que Anselmo silbaba una tonadita.
El muchacho acudía cada semana a ese rincón oculto de la ribera, llevando frutos de las soleadas tierras del interior, para recoger la nueva barca que Bautista Garmendia guardaba en su patio. Hacían un intercambio simple: lo que sobraba en un lado por lo que faltaba en el otro, y todos contentos. Las casas solariegas que ribeteaban la costa río arriba precisaban de las fuertes piraguas que lograba aquel “maestro de ribera”, en tanto que los pobladores dispersos Paraná abajo, anhelaban las prendas finas de las hilanderas guaraníes. La balsa transportaba a veces sólo leña, rollos de hojas del preciado tabaco de Goya, y preciosas filigranas que los enamorados solían regalar a sus queridas cuando se comprometían. Anselmo se preguntaba si alguna vez Bautista le encargaría alguna de esas joyitas del Paraguay. No le conocía novia, siempre lo veía junto a su hermana y a la sabandija de su sobrina. Sabía, al igual que todos, que la bella Rosa criaba una hija que le habían sembrado en el vientre mientras el hermano se hallaba en la región de las cascadas, trabajando para sostener la casa. Aquella desgracia lo obligó a volver antes de juntar el dinero suficiente, de modo que los Garmendia vivían del intercambio y las artesanías sencillas de la región. Una vida austera en la que nada les faltaba.
—Tenés suerte de vivir acá, en el monte. Hay naranjas, mucha leña, pájaros… —y Anselmo tensó su honda para apuntarle a un mirlo de agua que pasaba.
Bautista desvió el tiro de un manotazo.
—Cuidado, mi sobrina anda trepada a los árboles. Además, no me gusta matar porque sí.
—Qué, ¿te has convertido en santo, ahora? Allá, en la selva…
—Allá era distinto, había que comer. Eran tiempos de pobre.
Anselmo se encogió de hombros para disimular la desazón que le producía el recuerdo.
—Y cazábamos carayá, ¿te recuerdas? Como tu sobrina, que parece un mono. Le falta aullar, nomás.
—Ayúdame con esto, Anselmo. ¿Aguantará la balsa? —lo interrumpió Bautista, pues sabía que el negrito enlazaba un tema con otro y no había quién lo parara una vez que empezaba.
Apurado por demostrar su eficiencia, el muchacho cargó dos brazadas de troncos y arremetió hacia la orilla, encorvando su cuerpo bajo el peso desmedido. Bautista lo secundó, tratando de llevar la mayor parte sobre sus espaldas. Una vez terminada la faena, ambos se dispusieron a fumar, echados sobre la balsa que los mecía con cadencia perezosa. Las golondrinas surcaban el cielo diáfano y sólo se escuchaba el lamido de las olas entre los troncos. Bautista permaneció adormilado de cara al sol, disfrutando la sensación de perderse flotando en el río.
El río. Inmenso, devorador, traicionero. Todos, hombres y bestias, se rendían ante su fuerza colosal. El río obraba su voluntad, despedazando la de aquellos que osaban desafiarlo. Signado por el fatalismo de su sangre, Bautista estaba moldeado por la violencia de la naturaleza indómita: los esteros, el monte, habían fraguado su carácter sufrido. A pesar de eso, una pasión turbulenta corría bajo el temple callado, como las aguas que en torbellino corren bajo la superficie. Su vida en la costa, tan apacible para él, escondía una veta trágica de la que no era consciente. Le gustaba recorrer el monte con su hacha y respirar el perfume de los azahares al atardecer, mientras Rosa amasaba las tortas de maíz que cocinaría en el horno de barro. En otros tiempos había soñado con tener mujer, hijos, construir un ranchito y conchabarse para ganar más dinero; las circunstancias lo habían obligado a recluirse en aquel recodo sembrado de naranjales y surcado por riachos serpenteantes. Algunas mañanas salía de pesca y regresaba con dos o tres surubíes resplandecientes que su hermana preparaba sobre piedras, envueltos en hojas de plátano. Otras veces, Violeta lo acompañaba a recoger huevos de codorniz entre las matas, y siempre dejaban alguno en el nido, por respeto a la madre que con tanto esfuerzo los empollaba. Esos días solían terminar con un chapuzón, mientras el ocaso encendía de rojo la ribera y las aves alborotaban. Al anochecer, Bautista tomaba la guitarra y tocaba polkas y valsecitos aprendidos en los fogones de las estancias.
Si existía la felicidad sobre la tierra se hallaba allí, en la costa dulce del Paraná.
—Corren rumores —dijo de pronto Anselmo.
Bautista aguardó, paciente, a que finalizara la frase.
—Dicen por allá que Karai Guasu quiere armar la guerra.
No necesitaba preguntar a quién se refería, pues era sabido el apodo que los paraguayos daban a su presidente, Francisco Solano López.
Hacía mucho que el Paraguay se hallaba gobernado por una dinastía de hombres fuertes: los jesuitas con su férrea disciplina en tiempos de la colonia, José Gaspar Rodríguez de Francia, el solitario y temido dictador Carlos Antonio López y por fin su hijo, Francisco.
Para Bautista, eran sólo nombres. De la otra orilla conocía sólo los palmares y las islas, pues había navegado hasta Tuyutí y se había extasiado con los lapachos florecidos, y en especial con la flor violeta del jacarandá, que le recordaba los ojos de su sobrina. No le interesaba la política, y cada vez que en el poblado surgía el tema, él se apartaba para degustar su caña. Era un hombre manso, incapaz de soliviantarse hasta el punto de golpear a alguien, y no entendía que otros hombres demostrasen su valía con la fuerza de sus puños. Mucho menos comprendía la necesidad de declarar la guerra cuando los pueblos solían ser pacíficos. Los gobernantes obraban movidos por sus propios intereses y resolvían sus asuntos comprometiendo a la pobre gente que sólo buscaba sustentarse y, de paso, disfrutar un poco de la vida.
Él también había escuchado los rumores que corrían río abajo con la velocidad de los caimanes.
—¿Y por qué ha de ser?
Anselmo se regocijó de haberlo interesado con las noticias que traía.
—¡Pues porque los kamba nos quieren robar la tierra, por eso!
Bautista chupó su cigarro y dejó que el humo le calentase la garganta.
—No es bueno alimentar el odio entre los pueblos.
—¡Es que ellos nos odian, chamigo! Desde que los padrecitos educaban a los indios en las misiones, los chuceaban para tomarlos como esclavos. Mirá lo que pasó entonces, diz el patrón que los jesuitas tuvieron que bajar por el río en jangadas enormes, con todo lo que poseían, para salvarlo de los bandeirantes. Y los indios los defendieron, que si no…
—Eso pasó hace mucho, en tiempos de la colonia.
—Sí, pero queda grabado acá —y Anselmo se tocó el pecho.
Era comprensible que la idea de la esclavitud horrorizara tanto a Anselmo, descendiente de los antiguos esclavos de la región. Bautista no creía que semejante anacronismo perdurase en los tiempos que corrían, cuando las naciones liberadas se afanaban por seguir las modernas tendencias. Sin embargo, conocía las apetencias esclavistas del Imperio del Brasil, que tenían a maltraer sobre todo a los nativos.
También había sabido del ataque al Uruguay el año anterior. Todo el litoral se horrorizó ante la masacre de Paysandú. La heroica defensa de la ciudad era una herida abierta, así como la brutalidad de los asesinatos cometidos por los soldados brasileños.
—¿Y qué se dice, Anselmo?
—Que le pidieron a tu presidente dejar pasar las tropas para el Uruguay. Y Mitre dijo que no.
—¿Entonces?
Anselmo se sentó en la balsa para gesticular mejor cuando hablaba.
—¡Que Karai Guasu va a pasar igual, carajo! ¡Naides lo va a detener!
—Pero eso es lo mismo que declarar la guerra, negro bruto, ¿no te das cuenta?
—Ya estamos en guerra, mi amigo. Sos vos el que no se da cuenta.
Con su filosofía sencilla, Anselmo expresaba tanto coraje como resignación ante lo inevitable. Bautista pensaba que las cosas no llegarían a ese extremo. ¿Una guerra entre los pueblos del litoral? ¡Imposible! ¡Si vivían hermanados, navegando aguas arriba y aguas abajo, comerciando sus bienes! ¡Si hasta compartían la lengua y la sangre guaraní! El negrito era exagerado e impresionable, le gustaba alardear ante todos con las novedades que iba recogiendo en su jangada a lo largo de los días. Además, Anselmo había nacido en el Paraguay, y aunque viviese en el país de más abajo, como llamaban al litoral argentino, su corazón sangraba por su tierra.
Acabados los cigarros y las ganas de holgazanear, los amigos comenzaron el trámite de la despedida, que les llevaría varias horas.
—¿No habrá unos mates? —propuso Anselmo.
—Rosa ya debe tener la pava lista. Vamos.
Amarraron la balsa para que las corrientes no la zarandeasen y se encaminaron hacia la casa de los Garmendia.
La vivienda, como todas las de la zona ribereña, era chata y alargada, con galería en el frente. Un alero sostenido por pilares de ñandubay la protegía del sol y daba cobijo a una hamaca que se mecía indolente, acusando la presencia de una persona menuda en su interior. Sobre la vereda de ladrillos Rosa aguardaba a su hermano, mate en mano, mientras vigilaba el horno de barro. Anselmo sintió que sus tripas se revolucionaban al percibir el aroma de las empanadas dorándose. Ella le sonrió apenas, con los ojos bajos, y regresó a su tarea. El rezongo de la bombilla acompañó el arrullo de dos torcacitas instaladas en la techumbre de hojas de palmera. De la tierra húmeda emanaba un vapor denso que enturbiaba el aire, pues muy cerca de allí se extendía un bañado y más lejos, la misteriosa laguna del Diamante.
¿Quién podía creer en una guerra, reinando aquella paz aletargada y deliciosa?
Anselmo aludiría sólo a escaramuzas, pues el general López era amigo de Urquiza, había ayudado a disolver los enfrentamientos entre Buenos Aires y las provincias del interior tiempo atrás, ofreciéndose como mediador.
Bautista se tranquilizó con ese pensamiento y, con ayuda de la pala, extrajo del horno la bandeja de empanadas. Anselmo aguardó el convite con ojos desorbitados. Rosa cocinaba como nadie, y él estaba siempre dispuesto a hacerle los honores.
Violeta saltó de la hamaca y reclamó su parte. La madre la miró con severidad. En su pecho latía un presentimiento con respecto a esa hija, una sensación que no se atrevía a confesar a su hermano.
Rosa había consultado, en secreto, a un brujo que le vaticinó desgracias. ¡Ay, si el tiempo pudiese retroceder, no iría jamás a la laguna del Diamante para buscar la confirmación de la desdicha! Había acudido aquella tarde con la pequeña en brazos, envuelta en un paño que la ocultaba a los ojos de los espíritus del monte. Tuvo que atravesar pajonales y surcar los esteros en una piragüita, soportando el calor y los mosquitos que a su paso se desprendían de las matas de las orillas. Por fin, la laguna del Diamante se ofreció a su vista, reluciente bajo el sol impiadoso. Un caminito sembrado de cruces la guió hasta la choza del paje José que, como buen adivino, la esperaba en la puerta. El anciano patizambo, que ostentaba los rasgos de los mbya, aquellos indios que los españoles llamaron “montaraces”, pues se habían refugiado en la selva y jamás aceptaron la vida en las reducciones, poseía en su esmirriado cuerpo más energía que muchos jóvenes, y con sus piernas torcidas recorría, incansable, los alrededores de la laguna, día y noche.
—¿Querés karaguatay? —le había dicho, y Rosa retrocedió, espantada.
Jamás se le hubiese ocurrido preparar un maleficio semejante al padre de su hijita, aunque la hubiese abandonado en la vergüenza. Otras mujeres despechadas solicitaban brebajes fabricados con esa planta venenosa, pero ella saldría adelante con la ayuda de su hermano y la protección de la Virgen. Apenas supo de su preñez, Rosa había suplicado el perdón, diciendo en su defensa:
—¿Qué culpa tengo yo, si él tenía paje de bermellón y caburé?
Bautista había levantado la mano, obligándola a callar en medio de su queja.
—El niño nacerá y será bautizado. Jamás se mencionará al padre. Con la ayuda de la Virgen serás la madre más cariñosa y si no, yo mismo te pondré en una balsa, te mandaré a la otra orilla con las malas hembras y me quedaré con el bebé.
Después, sin que su hermana advirtiera que tenía los ojos anegados en lágrimas, Bautista se había internado en el monte, donde pasó la noche entera, para aparecer al día siguiente con el semblante despejado y una férrea determinación: vivirían en la ribera, para que el niño creciese protegido y Rosa no se expusiese a la maledicencia del poblado.
Un mes después del nacimiento de Violeta, ella la había llevado ante José para que le vaticinase su suerte. Y lo que el hombre le había dicho laceraba su corazón desde entonces.
—Veo mucha desgracia —murmuró él en un trance, mientras aspiraba el humo de la yerba canchada quemándose—, mucho sufrir, por culpa de la espada.
A Rosa le vino a la mente la imagen de su rubio soldado dejando a un lado la espada para tomarla en sus brazos. Había sido tan tierno, con tanta delicadeza había susurrado elogios a su piel tersa y sus ojos de gacela que ella, indefensa ante la viril prestancia, se dejó embaucar. Qué tonta. Lo único que buscaba aquel galán era seducirla, para luego esfumarse en el amanecer, sin decirle siquiera su nombre completo. Sólo recordaba el brillo de sus ojos celestes y la sonrisa encantadora cuando se presentó pidiendo agua.
En aquel entonces aún vivía la mamá, doña Cristiana, que tampoco intuyó la intención del joven soldado tras el pedido. Ambas se descuidaron, una por buena y la otra por zonza.
Rosa temía que su hijita hubiese nacido bajo un mal signo, por la manera en que había sido concebida. Esa duda la carcomió desde el principio. Y José no había ayudado mucho, al confirmar sus sospechas.
—Te voy a dar este rosario, para que lo lleve el padrino de la criatura. Con él, quedarán todos protegidos de la mala señal. Cuidado, no debe quitárselo nunca —aseveró.
Desde entonces, a pedido de Rosa, Bautista llevaba colgado al cuello un rosario hecho con huesitos del urutaú, el pájaro que llora, y no se lo quitaba ni para bañarse en el río.
Aquella prenda bendita los había mantenido al margen de cualquier desgracia, después del sufrimiento de quedar huérfanos. Doña Cristiana enfermó de gravedad a poco de conocer el estado de su hija, y cuando el joven regresó del obraje con la noticia de la muerte del padre a causa de la picadura de una yarará, los Garmendia, que habitaban entonces una sencilla casa en el pueblo, se recluyeron en la región de los bañados, donde apenas veían a nadie. Sólo la misa y algunas festividades los convocaban, de tanto en tanto, junto a la gente de la zona. Al poco tiempo, doña Cristiana falleció también, de pena y de tormento. Rosa se culpaba de la reclusión y a la vez, no deseaba otra cosa que dedicarse a su pequeña familia y a ofrendar velas y flores a la Virgen, en su nicho de la pared del patio. Ella misma le lavaba la mantilla blanca y la túnica azul, y rezaba cada día pidiendo protección para los suyos. Nada para ella, que apenas podía, desde lo ocurrido, mirar de frente a un hombre que no fuese su hermano. Sólo resistía los ojos de Bautista, bondadosos como los de doña Cristiana, a quien tanto se parecía.
Despidieron a Anselmo cuando el sol teñía de rosa las plumas de las garzas en la orilla. La balsa se deslizó, llevándose el silbido del negrito y dejando un silencio interrumpido sólo por el grito de los teros.
Bautista permaneció un rato frente al Paraná, contemplando las corrientes que arrastraban juncos y camalotes hacia otro recodo, donde otros sauces besarían las aguas y otras gentes vivirían como ellos, pescando y hachando, tejiendo cestos o cocinando tortas. Un colibrí aleteó delante de su vista y se lanzó como saeta hacia el alero, cubierto por una enredadera florida. Bautista miró, hipnotizado, cómo se llevaba el último destello de sol en su plumaje esmeralda. Un atisbo de inquietud lo invadió. En la creencia popular, la presencia del colibrí junto a la casa significaba novedades. De modo inconsciente, palpó el rosario bajo la camisa.
“Buenas nuevas han de ser”, se dijo, “tienen que ser”.
Permaneció junto a la orilla hasta que el río se tragó el último resplandor y entonces, siguiendo un impulso, se despojó de sus ropas y se zambulló. El agua fresca reanimó su espíritu, y nadó hacia donde las corrientes formaban peligrosos remolinos. Allí midió su fuerza con el Paraná, luchando a brazo partido hasta llegar a un terraplén donde solían trepar los lobitos de río para asolearse. Trepó también y se tendió, desnudo como un fauno, sobre la alfombra musgosa, de cara al cielo. Despuntaban las primeras estrellas. Descansó la cabeza sobre sus brazos y trató de encontrar aquellas que de niño consideraba suyas. Había tenido una infancia dichosa, sintiéndose seguro del amor de sus padres y orgulloso de su apellido. La rama paterna, aunque empobrecida a lo largo de las generaciones, se remontaba hasta el mismísimo Juan Torre de Vera y Aragón, fundador de la ciudad de San Juan de Vera de las Siete Corrientes, como la llamaron en aquel entonces. Ángel Enrique Garmendia, lugarteniente del Gobernador, había integrado la cohorte de colonizadores que bautizaron la tierra guaraní con nombres hispanos. Los años transcurridos oscurecieron las pompas del linaje y en el presente, Bautista se sentía tan orgulloso de esa prosapia castellana como de la sangre guaraní que doña Cristiana le había aportado. De ella heredaba sus pómulos altos, la tez morena y los ojos renegridos de mirada dulce. El padre, Clemente Garmendia, le había legado cierto aire señorial que Bautista no podía disimular bajo las rústicas ropas de campesino.
Encontró bien pronto a las Siete Cabritas y las contó con entusiasmo infantil. Luego, su ojos hurgaron la negrura en busca de “la otra”, la estrella que había elegido siendo ya mayor, cuando tuvo su primer amor entre los juncos, una noche de verano. Ella se llamaba Dionisia y era una muchachita tímida y encantadora. Se conocieron durante un baile de carnaval, en el club del poblado, y desde entonces habían recorrido todos los rincones de la laguna del Diamante en procura de intimidad para sus encuentros. Hasta que la familia de Dionisia viajó a la capital y se llevó de allí a su novia, sin reparar en el desgarro de los jóvenes. La pena coincidió con la necesidad de don Clemente de conchabarse en los yerbatales y hacia allá fue Bautista, tratando de olvidarla.
Luego sucedió la desgracia de Rosa y ya nada volvió a ser igual.
—Dionisia —murmuró, al distinguir la brillante luz del astro—. Ahí estás.
Ya no recordaba con nitidez el rostro de la amada, sólo su pálida piel y sus ojos agrandados por el temor al descubrir su placer bajo las manos de Bautista. Habían disfrutado de un amor puro en medio de la salvaje naturaleza de los esteros. Ambos creían que su vínculo era sagrado, pues los espíritus del monte los habían visto acariciarse y prometerse fidelidad, sin demostrar enojo. Pensaban casarse cuando el padre de Dionisia diera su aprobación, y soñaban con un ranchito cerca del sitio donde se habían amado por primera vez. El sueño se deshizo como la espuma, y Bautista sufrió en corto tiempo la pérdida de su novia, la de sus padres, y la carga de la hermana preñada por un desconocido. El nacimiento de Violeta suavizó su vida, pues la pequeña era su fuente de alegría aunque, a medida que crecía, esa felicidad se opacaba por el temor a perderla de algún modo.
La brisa del río se tornó más fresca y lo despabiló de su ensoñación. Había que nadar de regreso, lidiar otra vez con las aguas oscuras y desafiar a las víboras que ondulaban bajo la superficie. El frío reanimó su sangre y le permitió llegar a la costa en menos brazadas que antes. Se quedó de pie, contemplando el anochecer, y luego se vistió, más relajado después del esfuerzo.
A lo lejos, bordeando una de las curvas caprichosas de la costa, parpadeaba una luz rosada: La Loba Roja, el lupanar de la zona. La vista de aquel sitio le produjo disgusto. Se trataba de la casa de las malas hembras, aquellas cuya presencia era tan necesaria como la de los sapos o las lechuzas. Él las había frecuentado también, sin poder evitar que el contacto con las mujeres de vida alegre le recordase la situación en la que se había puesto su propia hermana, que ni siquiera recordaba el nombre del padre de su hija. Odiaba que la gente pudiese pensar en Rosa como en una de las mujeres de La Loba Roja y, sobre todo, odiaba el íntimo reconocimiento de que, en el fondo de su ser, jamás le había perdonado su desliz.
Regresó a la casa, donde un zorzal acababa de posarse en el patio de tierra. La presencia de Bautista no lo espantó, sino que lo animó a avanzar a los brincos. Henchido su pecho rojizo, soltó el último silbo melodioso para despedir al día. El hombre lo contempló unos momentos, embargada su alma por las emociones.
Rosa ya había tendido el mantel floreado y estaba llenando los tazones con la sopa de mandioca. Bautista se detuvo ante el altarcito de la Virgen, rodeada de flores silvestres, y murmuró una oración de arrepentimiento por su corazón mal dispuesto.
Si tanto le costaba perdonar, no era un hombre bueno como suponía. Lo único que lograba hacer para compensar su mezquindad era amar a su sobrina con toda su alma.
Entró, por fin, y Violeta lo recibió con una sonrisa deslumbrante.
“Qué linda se está poniendo”, pensó Bautista, y el resquemor volvió a latir en su pecho.
Ciudad de la Asunción del Paraguay, marzo de 1865
Muriel se abanicaba frente a la ventana por donde el perfume de magnolias se colaba, sin permiso ni decencia, inundando la alcoba de la casa colonial. El calor agobiante, y aquel vestido de pechera labrada y cuello alto, amenazaban con quitarle el aliento. Pensar en su nueva situación la turbaba. Tres meses de casada, una eternidad.
Entregó el abanico a Dalila, la mulata que la atendía, y acomodó el espejo del tocador mientras la muchacha continuaba dándole aire. El óvalo enmarcado en pan de oro le devolvió la imagen de su rostro pequeño, aureolado de bucles, en el que se destacaban los ojos grandes y acaramelados, y la boca de comisuras risueñas. Muriel frunció los labios en un mohín y contempló el hoyuelo que se formaba en su barbilla. Luego, deslizó el cepillo de mango de marfil por la cabellera enrulada. Una, dos, tres… veinte… cincuenta… cien cepilladas era la receta infalible para lucir el cabello lustroso y suelto, listo para ser acariciado por los dedos de un hombre. Su esposo.
Se removió, incómoda, y de reojo observó a la mulatita que la miraba con embeleso. Dalila tenía los rizos tan prietos, que su cabecita morena parecía una mazorca. De nada valía que ella le regalase cintas o peinetas, pues desaparecían entre sus motas.
—Toma, pásame el cepillo por la parte de atrás —le ordenó.
La muchacha se detuvo, con el abanico en una mano y el cepillo en la otra, sin saber qué hacer. Sus ojos se agrandaron ante el dilema. Muriel la miró con aire reprobatorio.
—¿Y bien?
Dalila parecía una estatua en oración, con los brazos en cruz sosteniendo ambos objetos, y la mirada fija.
—Pero bueno, ¿qué te pasa? Dije que me cepillaras el pelo, zonza.
—Es que… se mueven distinto.
—¿Qué es lo que se mueve?
—El abanico, amita, y el peine. ¿Ve? Así —y simuló el movimiento de peinar con el abanico, a la vez que sacudía el cepillo provocando viento—. Se mezclan.
Muriel no daba crédito a lo que oía. Le arrebató el abanico y le colocó el cepillo bien firme en una de las manos.
—Ya está. Ahora péiname. ¡Y no me arranques ni un pelo!
Dalila se esmeró en estirar los bucles con cuidado, divirtiéndose al ver que, cada vez que llegaba al final, volvían a enroscarse como tirabuzones.
—Usté tiene la pelambre muy parecida a la mía, amita.
Muriel la clavó con la mirada en el espejo.
—La boca se te haga a un lado.
Dalila apretó los labios y continuó, concentrada en la tarea. Al cabo de un buen rato, el cabello de la patrona lucía brillante, sedoso y …enrulado. Tomó una de las cintas que pendían del tocador y ensayó un moño flojo en la nuca. Luego, siguiendo la rutina a la que estaba acostumbrada, ayudó a Muriel a quitarse las zapatillas de raso y a desabrocharse el vestido. La señorita gustaba de tomar siestas con la ventana abierta y la ropa ligera, algo que ella nunca había visto entre las damas de la familia Vallejo Flores. Claro que las otras señoras de la casa eran mucho más viejas y no poseían el cuerpo esbelto de la señorita Muriel. Le costaba llamarla “señora”, pues era muy joven y, por momentos, actuaba como una niña, bailando frente al espejo o pateando el suelo con sus tacones para expresar su disgusto.
—¿Suelto las cortinas, amita?
—No, déjalas así, me gusta ver el jardín mientras descanso.
Muriel se recostó sobre la colcha de ganchillo de hilo y remetió los pies descalzos bajo la falda. Apoyó la mejilla en las manos y cerró los ojos, esperando a que la mulata se retirase. La muchachita anduvo de puntillas por un rato, ordenando las ropas y los enseres, hasta que por fin se escuchó el cerrojo de la puerta. Sólo entonces Muriel dejó de simular que dormía y se sentó en el borde del lecho, de cara a la ventana.
La casa de los Vallejo Flores se encontraba edificada sobre un terreno elevado desde el que podía verse el río y más allá, adivinarse la costa argentina. Muriel disfrutaba de los privilegios de recién casada: tenía la alcoba principal en el primer piso, con una balconada circular en cuyas rejas de hierro forjado se entrelazaban las petunias y los geranios. Esa guirnalda de azules y rosados era su visión preferida de cada mañana, y solía pedir el desayuno en la habitación con el pretexto de encontrarse indispuesta, cuando lo que en realidad deseaba era disfrutar de sus fantasías en soledad. Se había imaginado casada, dueña de una elegante mansión y centro de reuniones donde desplegaría su gracia y sus encantos; toda la sociedad la mencionaría como la más hermosa de las jóvenes matronas de la Asunción, y los artistas le rogarían pintarla en sus lienzos, para inmortalizar su belleza. Esos sueños, acunados desde la infancia, fueron apuntalados con cuidado por su madre y cristalizados gracias a los buenos oficios de su padre. Muriel anhelaba un matrimonio perfecto, con un heredero de la flor de la sociedad asuncena. En lugar de eso, se casó con un coronel viudo, de ilustre apellido, que le llevaba más de veinte años: Eladio Vallejo Flores, amigo personal del general López. A los ojos de todo el mundo que contaba, aquél era un excelente matrimonio. Para Muriel, una fuente inagotable de desilusión. El coronel Vallejo Flores era un hombre elegante en sus modales, discreto en sus amores clandestinos, y dotado de riqueza. Esa casa de muebles imponentes y mármoles antiguos, añadida a sus carruajes y sus caballos, daba muestra de ello. Muriel no objetaba tampoco el porte de su esposo: delgado, alto y de cabellos canos que le otorgaban hidalguía, el coronel podía seducir a cualquier dama que quisiera con su galantería innata y sus penetrantes ojos grises. En el uniforme del ejército lucía inmaculado e imponente, con su espalda recta y su cintura fina, de la que pendía una espada con empuñadura de plata. Era, de todos los oficiales, el único que competía con el general en la riqueza de sus armas. López lo apreciaba y, en secreto, admiraba su impecable aspecto, que a él le costaba lograr con su estatura mediana y su abdomen algo prominente. La gentileza y la fidelidad del coronel impedían que esa admiración se trocase en envidia y se tornase peligrosa.
Pese a tales cualidades, aquélla era una unión desgraciada, al menos para Muriel.
Una de las razones de su desdicha residía en tener que compartir la casa con las mujeres Vallejo Flores. La madre y la hermana del coronel debieron de haber causado la muerte de la primera esposa, sin dudas. Una dama sensible no podía soportar durante tanto tiempo a semejantes esperpentos entrometidos en el lecho nupcial. Aunque poco sabía de la “delicada Anabela”, como la mentaban todos, Muriel suponía que aquellas brujas habrían minado, poco a poco, la frágil salud de la esposa. Les plantó pie de guerra desde el primer día. Con ella no usarían sus argucias monjiles ni sus empalagosas palabras, que escondían el desprecio con que la miraban.
Suegra y cuñada coincidían en una sola cosa: consideraban que Muriel Núñez Balboa era poco para el hijo y hermano consentido. Recordaba sus gestos agrios durante el compromiso y la displicencia con que saludaron a su familia después de la boda.
—A partir de ahora, ustedes allá y nosotros acá —había dicho la madre.
—Y después, Dios dirá —añadió la hija.
Con esa profecía, Muriel rara vez veía a su propia familia, ya que su madre se había retirado muy ofendida al recibir tal desplante.
En esa tarde de marzo, el calor de la siesta y el aroma de los naranjos entraban a raudales por la ventana, invitándola a correr descalza sobre el césped. El sol arrancaba destellos al río Paraguay y la brisa traía el bullicio de los niños correteando en la orilla. A menudo las corrientes se llevaban pedazos de tierra húmeda, como trofeos sobre las aguas, pequeñas islas rebosantes de hierbajos y mariposas. Muriel se acercó a la reja y dejó que el vestido resbalase de sus hombros y se amontonase a sus pies. Por fin podía respirar. La cubría apenas una camisa de satén de finos breteles y debajo del viso no acusaba crinolina, lo que dejaba su cuerpo holgado.
“Cuerpo holgado, mujer holgada”, había sentenciado su suegra cuando ella apareció sin corsé a la hora de la cena. Por un momento, la anciana sospechó que podía deberse a un incipiente embarazo, pero al recibir la rotunda negativa de Muriel, se erizó como un cardo y soltó aquella sentencia.
—Querida.
La voz modulada del esposo la sacó del ensimismamiento. Por instinto, se cubrió con los brazos, aunque en el espejo el coronel gozaba de una vista privilegiada de su cuello fino y sus senos erguidos. El hombre avanzó y sus botas crujieron sobre el piso de madera cuando se inclinó para recoger una prenda. Se la tendió en la mano abierta, en un gesto de ofrenda y súplica.
—Se te ha caído.
Muriel miró la cinta que Dalila le había colocado con descuido y la enrolló en su muñeca sin mirar los ojos del esposo.
—Gracias.
—¿Tomaste tu siesta?
La joven maldijo su distracción al no echar llave en la puerta que comunicaba ambos cuartos. Lo último que deseaba era ver interrumpidas sus fantasías por la insistencia de aquel hombre. Se preparó para mentir, una vez más.
—Quise recostarme un rato, me dolía la cabeza… —y se tocó la frente, como si estuviese afiebrada.
El coronel debía de padecer otro tipo de fiebre, pues no acusó la indirecta y en cambio, rodeó la cintura de su esposa con ambas manos.
—Eres tan delicada —murmuró.
—No lo soy —se empacó ella—. La delicada era Anabela. Recuérdelo, señor.
¿De dónde sacaba las agallas para contradecirlo, a él, un coronel del ejército del Paraguay, respetado por todos, empezando por el mismísimo general López?
Sin embargo, a Eladio le divertía el desparpajo de la joven con la que se había casado. La veía fresca y original, mucho más estimulante que Anabela, que lloraba en silencio si la tocaba. Muriel era una piedra preciosa en bruto, llena de aristas difíciles que presagiaban un fulgor interno.
—Pobrecita. Ven, recuéstate de nuevo.
La obligó a regresar al lecho y se sentó a su lado, contemplándola con amor. Ensayó tenues caricias, desde las sienes hasta los hombros, rozando la clavícula y deteniéndose en el nacimiento de los senos. Las manos del coronel eran tibias y algo temblorosas. Muriel cerró los ojos. Comenzó a imaginar que la acariciaba Álvaro del Cerro, un oficialito de la guardia de su esposo, un joven fornido que de seguro no tendría las manos suaves sino ásperas y más torpes que las del coronel. Al sentir que aquellas manos indiscretas la tocaban en sus partes más sensibles, Muriel apretó los ojos e insistió en convocar la imagen de Del Cerro. Entreabrió las piernas y dejó que los dedos se detuviesen en su centro de mujer, a través del satén. Una humedad que no le era desconocida fluyó, incontenible, y sus ansias se precipitaron.
—Así, vente hacia mí.
La voz enronquecida detuvo al principio su ímpetu, pues le recordó quién la estaba tocando, pero enseguida retomó la sensación ante la insistencia con que el coronel frotaba su pubis. De nuevo construyó en su mente la figura del oficial y deseó, en un arrebato, que la besara para completar el goce con el contacto de sus labios, que ella imaginaba agrietados por la vida al aire libre. De modo inconsciente, frunció los suyos a la espera del beso. Loco de alegría, el coronel apretó su boca contra la de Muriel, intentando que le dejase sitio para hurgar en su interior. Ella se sobresaltó, aunque un sentido interno le advirtió que no era buen momento para fingir desmayos.
—Querida, déjate llevar.
Y Muriel obedeció, a pesar suyo. La ola de excitación creció hasta hacerse insoportable, y entre gemidos y espasmos, dejó correr su sensual juventud entre los dedos del coronel.
Él se mostró satisfecho.
—Muy bien, así me gusta.
Recorrió su rostro con pequeños besos que llegaron hasta el cuello y lamió sus párpados, aún cerrados.
—Eres hermosa. Y sólo para mí.
Muriel entreabrió los ojos velados por el placer que había sentido y miró los de su esposo, fijos en ella. ¿Estaba advirtiéndola de algo? Aquel hombre era enigmático. Podía manipularlo sólo hasta cierto punto, se daba cuenta, y jugaba con fuego al mantenerlo a raya todo ese tiempo. Él se mostraba indulgente en beneficio de su juventud, aunque sus avances eran cada vez más audaces, y ella no sabía por qué no se resignaba por fin a ese matrimonio desparejo que su padre le había forjado sin consultarla.
—Tendrás que vestirte —la amonestó mientras acomodaba su chaqueta—. Esta noche tendremos visita importante.
Se mantuvo de espaldas a ella, con la vista fija en el espejo de óvalo. Desde allí Muriel se veía gloriosa, las piernas abiertas bajo el recogido viso y los senos desbordantes.
—Vendrá el mismísimo Presidente, con Madame y algunos oficiales más. Espero que te comportes como buena anfitriona, querida. Un esposo necesita de una mujer que lo secunde en su carrera.
Muriel sintió derrumbarse el ánimo. Detestaba esas reuniones donde el rango de los invitados le impedía destacarse con su locuacidad y su coquetería. Ella prefería las tertulias de la alta sociedad; allí sí valoraban sus dotes y la halagaban con piropos.
De nuevo el recordatorio del papel que debía desempeñar como esposa de un coronel del ejército imperial.
—Ponte el vestido que te regalé la semana pasada —siguió diciendo Eladio—. El gris plateado sienta bien a una dama.
Muriel torció el gesto para que no se notara su desilusión. Era un vestido demasiado sobrio para su gusto, elegido por un hombre mayor que no aprobaba los escotes ni los drapeados. Ella deseaba bajar las escaleras con el vestido de terciopelo borgoña, el que su suegra calificaba “de baja estofa”, más apropiado para los burdeles.
—A las siete en punto —anunció el coronel con la mano en el pomo de la puerta—. Le diré a Vicenta que te ayude.
Muriel alzó una mano, espantada.
—No hace falta, me las arreglo con Dalila, que conoce mis gustos. Deje que su hermana se ocupe de su propio atuendo.
—Ella no vendrá a la cena, tampoco mi madre. Esta noche se reza el rosario en la catedral para pedir por nuestros soldados, y ambas están encargadas de ayudar al obispo. Les dije que te necesitaba a mi lado para impedir que te llevaran con ellas. ¿Hice bien?
Como si esperase la recompensa por una buena acción, el coronel inclinó su rostro sobre el de Muriel y ella, adivinando de qué modo sacárselo de encima, depositó un beso suave como pluma sobre los labios sonrientes.
—Muy sabio, señor.
Orgulloso, Eladio abandonó la estancia, dejando a la joven sumida en la turbación y la rabia. Odiaba ceder a sus requerimientos amorosos, detestaba la sonrisa complaciente que bailaba en el rostro del coronel cuando la vencía en esas lides, y lloraba en su interior la desgracia de pertenecer a una familia venida a menos, que había visto en el matrimonio con un oficial del ejército la respuesta a su endeble situación.
Sobre todo se odiaba a sí misma, por no haber tenido la entereza de oponerse a los designios de su padre, tentada, a su pesar, por los lujos y comodidades que los Vallejo Flores ofrecían. Merecido lo tenía. Y las cosas podían resultar aún peor, cuando el coronel perdiera la paciencia con ella. Su única esperanza era que los rumores de guerra lo mantuviesen ocupado y se retirase a los cuarteles por largo tiempo. A juzgar por lo que oía entre la servidumbre, era probable que ocurriese.
Muriel se asomó a la ventana y contempló una bandada de cormoranes que volaba rumbo al sur, hacia la costa extranjera. Se marchaban lejos, como sus sueños juveniles de amores y riquezas. Estaba segura de no verlos regresar jamás.
CAPÍTULO 2: La princesa de Ultramar
Algunos años antes…
L
a mujer contempla las calles desde su recinto en sombras. La ciudad duerme su larga siesta provinciana y ella se resiste a caer en su letargo.
Se halla enterrada en aquel rincón salvaje adonde el amor y la codicia la llevaron, quizá empujada por la desesperación. Julie, su doncella, el único lujo parisino que pudo traer en ese viaje alocado, le ofrece una jarra con té que ella rechaza. No siente deseos de beber ni de comer. Hace tanto calor… Ahora entiende la razón de que las mujeres del país vayan descalzas, aun las damas, cuando están en sus casas. Es inhumano ese clima húmedo y enervante. Piensa en las calles lluviosas de la ciudad que dejó atrás y le parecen un paraíso comparadas con aquellas de Asunción del Paraguay, yermas bajo el sol del verano. La única vida está representada por los soldados que van y vienen, llevando informes. Chismes, más bien. Elisa jamás conoció gente más aficionada al chisme que ésa. El gobierno mismo es el principal chismoso.
Don Carlos, el padre de su amante, qué hombre grosero y vil. ¡Atreverse a llamarla “la hembra de mi hijo” en su propia cara! Se le frunce el ceño al recordar esa desafortunada entrevista. Sabe que no puede enfrentarlo, es el Presidente de ese país extraño donde las personas actúan como si él fuese un rey o algo así. Todos se quitan el sombrero a su paso, o desmontan si van a caballo. Menos mal que ella sale a cabalgar al atardecer y junto al río, para no verlo. Por el momento, nada puede hacer. Sería un suicidio arriesgarse a enemistar a su Pancho con el padre, sabiendo que él será el heredero. Podría causar una ruptura que acabaría por desplazar a Francisco de la sucesión. Y Dios la librara de que alguno de sus odiosos hermanos fuese el próximo presidente. Todos la detestan, empezando por Benigno, el menor. Claro que él fue quien la conoció allá, en Francia, cuando ella y Francisco se encontraron. Tiene mala opinión de ella, la considera una cocotte. ¿Es que no hay cocottes allí también? ¿Quiénes son, si no, esas mujeres que viven en casitas burguesas en las afueras, llenas de hijos, a quienes los oficiales y autoridades visitan a diario? Elisa no tiene un pelo de tonta. Conoce mejor que nadie la naturaleza humana, sobre todo la masculina.
Pancho la ama. Él le construirá una nueva casa, mucho más lujosa que ésta donde mora, prestada por un orfebre y su esposa, la pobre, que apenas puede hacerse entender. Nadie habla francés, ni siquiera inglés. Elisa tendrá una casa a tono con su pasado parisino, más céntrica, cerca del Palacio de Gobierno, con muebles de estilo y salones para recibir. Las damas de Asunción no reciben ni organizan tertulias en sus casas oscuras, no entienden que los hombres de posición necesitan armar sus negocios políticos a través del encanto de sus mujeres. Allí, en el Paraguay, no hay teatros, ni salones de té, ni conciertos al aire libre, ni jardines de placer, ni nada. Ella sólo puede salir a cabalgar acompañada por un guardia. Y sola, siempre sola.
Le han cerrado puertas y ventanas, las muy santurronas… ¿Ignoran, acaso, que sus maridos tienen amantes entre las mismas damas de su escala social? ¿Por qué le hacen pagar a ella su condición de mantenida? ¿Es por ser extranjera?
Elisa se queda meditando unos momentos. Sí, es por eso. “La inglesa”, la llaman, cuando no cosas peores. La culpa la tiene doña Pura, que mal puesto tiene el nombre.
Ella fue la que hizo correr las primeras calumnias, y esa sociedad aburrida no encontró mejor diversión que creerlas y divulgarlas. ¿Que si tuvo un esposo francés? Sí, lo tuvo. Quatrefages no era un mal marido, aunque la vida con él en Argelia se le tornó insoportable. ¿Que se fugó con un ruso, hombre de negocios y fortuna? Sí, también es cierto. ¿Y qué podía hacer ella? Joven y hermosa, casada con un médico del ejército, en un país desierto y feroz. Lástima que su ruso duró poco, tuvo que huir cuando Francia declaró la guerra. Así es la vida, hoy se tiene, mañana se pierde. ¿Qué le pueden reprochar? Hizo lo que cualquier mujer hace para sobrevivir. En ese sentido, París era un sitio mucho más solidario, aceptaba el demi monde. Ese concepto no existía en Paraguay, donde ni siquiera comprendían la idea de maîtresse en tître.
Cuando tomó la decisión de seguir a su Pancho a través del mar, creyó que llegaría al puerto como una princesa, llevando en su regazo al hijo del heredero. No imaginó que sería soslayada de la vida pública del país donde el padre de su amante gobernaba como amo y señor. Tuvo que declarar en la aduana como cualquier pasajero, qué oprobio. Menos mal que se le ocurrió decir que llevaba quinientas onzas de oro, pues supo más tarde que no se podía salir del país con más dinero del que se entraba. Por lo menos, si regresaba, no lo haría desamparada y mientras tanto, tomaría de Pancho lo que le diese. Él la amaba y ella también a él. Era, a su modo, un hombre cautivante. Ni muy alto ni muy apuesto, pero encantador. Y dotado de gran fortuna, según pudo ver ella en París. Sus costosos regalos, sus carruajes, su delegación, el orgullo con que portaba el uniforme, todo hablaba de riqueza y condición. Además, si había ido a Europa en misión diplomática, algo estaría tramando, porque ella escuchó decir de boca del mismo Francisco que su meta era transformar el Paraguay. Y sabía que, después de haber residido en París, la transformación no podría tener otro modelo que el de la ciudad brillante. Todos los extranjeros regresaban embelesados de París, y las grandes ciudades europeas seguían el ejemplo de la urbanización parisina.
—Señora, ¿quiere cargar al niño?
Elisa mira el bulto que Julie le ofrece envuelto en un lienzo fino. Su Panchito, nacido en Buenos Aires cuando iban camino de la Asunción. Es un lazo que ancla a Francisco, lo compromete con ella. Un hijo, un heredero, no se ignora. Toma al pequeño y lo acuna entre sus brazos.
—C’est mignon, n’est-ce pas?
Julie sonríe. Es tan bonita su señora…y cuando suaviza el semblante, como en ese momento mirando a su hijo, se la ve más joven todavía. La pobre, tan sola en ese lugar infernal. Están solos los tres, pues el general los visita sin intención de llevarlos a su casa. Julie piensa que tal vez el general esté casado y su señora no lo sepa, o que deba ablandar a su familia para que la reciba. Hace mucho que residen en esa casa despojada, sin otra compañía que una mujer amable y aturdida, que sólo sabe decirle “Madama” a Elisa.
—Julie, alcánzame mi diario, el que está sobre el tocador. Voy a sentarme aquí, al fresco de la galería, donde pueda mirar por la ventana. ¡Qué ventanas estrechas, mon Dieu! —se lamenta Elisa, mientras se acomoda sobre una tumbona.
Julie toma al niño y corre a satisfacer el pedido. Desde que llegaron, su señora escribe lo que sucede cada día, lo que ve o lo que piensa. “Poco será”, supone Julie, “en un sitio tan aburrido como éste”.
Elisa toma la pluma y escribe sobre su regazo:
Hoy descubrí que existen espías en toda la ciudad. Los llaman pyrague, o “pies de pluma”, pues se deslizan en silencio por doquier. En mi casa también están, los que envía don Carlos y los que envía el propio Pancho, aunque no sé si para espiarme o para espiar a los espías de su padre. Si no fuera patético, me resultaría cómico.
Descubrí también la fuente de los infundios que circulan sobre mí. Una cierta dama de sangre española, a la que llaman con respeto doña Purificación, me odió desde el instante en que bajé del bote, sin que yo supiese nada de ella; al parecer, es la prometida de un hombre de letras muy apreciado también, que convive con ella en la casa misma de mi amado. ¡Quelle audace! Criticarme por lo que ella hace a la vista de todo el mundo. ¡Qué gente atrasada!
Muy bellas las mujeres que veo pasar por mi ventana, aunque no sepan usar zapatos y vistan como bolsas, con unas túnicas sueltas que dejan ver mucho más de lo que mostraríamos allá en París, en los bailes de medianoche. Tampoco saben peinarse.
Fue providencial que viajase con mi fiel Henri, pues aquí no se encuentran peluqueros, y las mujeres sólo enrollan sus trenzas en la nuca; las de baja condición usan los cabellos sobre la espalda, a lo sumo, adornados con alguna flor.
Las flores son hermosas en este país, están por todas partes. A pesar de que no me invitan a ninguna casa, sé que es costumbre enviar flores o llegar con ellas en la mano. Mi Pancho me manda bellos ramos a través del capitán Aguiar. Pobre hombre, se ruboriza cuando me ve, como si creyese que yo me avergüenzo de mi posición. Otro que no entiende cómo son las cosas entre hombres y mujeres.
Debo admitir que muchos de los extraños hábitos que observo se atribuyen al calor espantoso, que oprime las sienes y espesa la sangre en las venas. Imposible salir a la hora de la siesta, hay que aguardar el atardecer.
Soy una mujer fuerte y sobreviviré a esto, así como al desprecio de todos, pero a veces me encuentro tan sola…
Recuerdo mis sentimientos a bordo del Ville de Marseille, sabiendo que atrás venía Francisco en su nuevo barco, cargado de ingleses contratados para trabajar en su tierra. Podíamos ver el Tacuarí a la distancia, balanceándose como leal custodio, y hasta me parecía percibir el brillo de un catalejo. Me gustaba imaginar que era mi Pancho, intentando verme desde la proa.
En Buenos Aires sostuve mi cobertura de esposa de un francés con toda naturalidad. ¡Es que lo soy! Y nadie objetó que viajase sola, puesto que Buenos Aires es una ciudad a la europea, entienden que una mujer pueda tener medios como para moverse de manera independiente. Además, inventamos el pretexto de que mi esposo era uno de los extranjeros contratados, y que vendría más tarde.
Aquí ya no sirvió esa excusa, todos saben que soy la maîtresse de Francisco.
Me gustó remontar ese inmenso río que el oficial que me acompañaba llamó con un nombre dulce que no recuerdo. El hombre hablaba francés, aunque por momentos sostenía conversaciones con la tripulación en un lenguaje que jamás escuché antes. Parecía cantar en lugar de hablar, qué curioso. Iba descalzo, por supuesto, como todos los demás en el barco, y daba las órdenes en ese idioma extraño, sentado en la bita de proa.
Mi doncella se asustó al ver que en ambas riberas había guarniciones con cañones apuntando a la costa. Sospecho que hay intrigas entre los países que nos rodean. Por algo Pancho compró armamento antes de venir.
Llegamos a un cruce de ríos y tomamos el que nos llevaba hacia el norte. Allí, las aguas se tornaron amarillas y nos cruzamos con islas repletas de flores, con penachos de plumas. Julie, que tiene arte para el dibujo, hizo algunos bosquejos interesantes. Imposible recordar todos los nombres que me decía el amable oficial. Algunos, sin embargo, me quedaron grabados, como el ibis (qué palabra tan suave), que se parece a la cigüeña, más delicado aún. También me mostró unos monos pequeños que chillaban en lo alto de las palmeras, y una especie de tigre con manchas, que apenas pude ver, pues su piel se confundía con la vegetación. Jaguar, lo llamó. Las plantas y los animales son una versión fantástica de los que se conocen en Europa, como salidos de un cuento, o de una pesadilla.
Me disgustó adentrarme en la costa fangosa, cuando el río se volvió tortuoso y aparecieron aldeas miserables, puñados de casas blancas entre los árboles, y siempre los cañones… Creo que pude ver una fortaleza, si bien el oficial trató de disuadirme. ¡Ni que yo fuese una espía! Hasta recuerdo el nombre, bien sonoro: Humaitá.
El paisaje perdió su encanto al llegar a Asunción. El puerto estaba repleto de barcos y redes de pesca, muchos botes con techo y un astillero. El oficial se puso algo nervioso cuando le pregunté si era un astillero. Todos los puertos son iguales, abarrotados de gente, pero en éste llaman la atención las calles rojas que suben hacia las casas que miran al río, con escalinatas y pórticos. Los hombres estaban tirados sobre los escalones, bebiendo siempre de un vaso con una pajuela. Todos aquí beben ese líquido de manera incesante. Y las mujeres, cargando canastos en la cabeza y ¡fumando! Cigarros como los cubanos, tan apreciados por los señores, colgando de sus labios sin ningún pudor. En los boudoirs he fumado cigarrillos turcos, pero esto… jamás.
Todos visten de blanco, hombres y mujeres, y se mueven con lentitud, como si tuviesen el tiempo del mundo. Y quizá lo tengan en este sitio tan antiguo, tan aislado.
No soporto la soldadesca, desparramada por todas partes: en las plazas, en las calles, asomados a los balcones del Palacio de Gobierno, a las puertas de la Catedral, en los umbrales de las casas… Llevan uniformes chillones y casi todos van descalzos.
Francisco les ha dado los colores de Francia y resaltan como antorchas en medio del verde que los rodea. Se los ve orgullosos, y son gentiles cuando se dirigen a mi persona. Saben que tengo el respaldo del general. Es lo que no debo perder nunca, es mi salvoconducto en este mundo incivilizado. Es mucha tarea la que le aguarda a mi Pancho…
—Señora, llegó el general.
Elisa cierra el libro de tapas nacaradas y se pone de pie. Sabe que Julie ofrecerá a su amado un refresco mientras ella se prepara para recibirlo. Se dirige a su cuarto, después de echar un vistazo sobre la cuna de Panchito, y se acomoda el cabello frente al espejo, ensartando alguna de las flores que cada mañana encuentra en un jarro de porcelana. Perfuma el valle entre sus pechos y el hueco cálido tras las orejas. Desliza el borde del vestido bajo los hombros y, en un arranque de pasión, mete un dedo en un bote de crema y dibuja la línea de sus labios con color rojo, como una cereza.
Satisfecha con el resultado, se vuelve, dispuesta a acoger a su Francisco, el general de la República del Paraguay, el padre de su hijo, el hombre que eligió para compartir su destino.
Su salvador.
CAPÍTULO 3: Juego de damas
E
l recodo donde vivían los Garmendia era conocido como la Punta del Tigre, debido sin duda a que en otros tiempos había sido dominio de algún yaguareté. Desde allí la costa, siempre a merced de los caprichos del río, serpenteaba hacia los terrenos de la capilla del Diablo, y más al norte, hacia el mismísimo lupanar de la Loba, que se erigía sobre un médano cubierto de pastizales, de modo que su luz rosada pudiera verse desde el camino de las carretas. Era una construcción sencilla, con pretensiones de fino burdel. Su dueña y administradora había cubierto las ventanas con cortinas de raso y tapizado los sillones con brocato, todo en subido tono coral, a juego con el nombre del lugar. Edelmira Guzmán, la del pelo en llamas, que por delirios de refinamiento se hacía llamar Delia Guzmán, era la Loba Roja. Su establecimiento abastecía las necesidades de los gauchos de la zona y también las de los viajeros ocasionales. Presumía de higiene y de buenos modales, y ostentaba el dudoso prestigio de ofrecer las mujeres más jóvenes de toda la región. Delia era muy estricta con sus “discípulas”, no permitía que difamasen con groserías la casa de citas que tanto le había costado edificar. A su modo, era sincera. Cuidaba de las muchachas que contrataba, les enseñaba a protegerse del maltrato y también a saber cuándo sus carreras se hallaban en el cenit, a fin de proveerse para no sufrir una vejez de oprobio y padecimientos.
—Nuestra carrera es corta —les decía—, y no podemos descuidar los años futuros, que serán más largos que éstos. Ésta es su familia y acá tendrán siempre un techo, pero si por desgracia yo les falto, ustedes tienen que poder salir a flote, como el irupé. ¿Me entienden?
Ninguna entendía, pues a sus pocos años, aquellas muchachitas soñaban con pescar algún viajero de buen ver y bolsillo pesado que las convirtiese en verdaderas damas. La Loba era más realista; su principal temor era que cayesen en manos de algún inescrupuloso que viviese a costa de ellas.
Esa noche de marzo del único día de descanso de La Loba Roja, se encontraban en el patio trasero, donde Delia solía sentarse en un sillón de mimbre cubierto de almohadones, como una reina rodeada de súbditos, y las muchachas se echaban a sus pies, cebando mate y repartiendo bizcochos dulces, mientras salpicaban la charla con chismes jugosos. Todas se veían frescas e inocentes en esa ocasión, pues los artificios para seducir hombres eran una herramienta de trabajo y no los necesitaban cuando se hallaban en confianza, libres para mostrar su naturaleza femenina sin tapujos.
La “chuequita” Lily las divertía imitando el hablar pomposo de un caudillo de la región, antiguo juez del crimen que las visitaba con puntualidad los miércoles; sabía también remedar la rigidez de los milicos o la falsa arrogancia de los iniciados, jovencitos que llegaban empujados por sus propios padres o por sus superiores, si se hallaban conchabados en el ejército. Esos días, las chicas de La Loba Roja se volvían maternales y no reparaban en horarios ni en servicios. Lily jamás se burlaba de aquellos que padecían algún mal físico; bien sabía ella lo triste que resultaba ser el blanco de las burlas por haber nacido con estigmas. Morena, una joven espigada de ojos de cierva y cabello matizado de amarillo como barbas de choclo, reía sin cuidarse de mostrar sus dientes manchados. Alicia, la tímida, que deseaba parecerse a la Loba imitando su color de pelo y sus modales de princesa, se tapaba la boca con una mano para disimular la gracia que le causaba la actuación de Lily. Clotilde y Lavinia, que habían ingresado juntas a la casa de citas y se mantenían unidas hasta en el momento de atender a los clientes, acompañaban con palmas las ocurrencias y engullían bizcochos mientras vigilaban que se cumpliese la ronda del mate. Araceli, la más codiciada, abrió la caja de cigarros y convidó a todas con el aromático tabaco. Pronto estuvieron envueltas en una nube perfumada, paladeando ese vicio que las unificaba a todas, damas y putas, en una misma condición, pues hasta en las casas de más rancia estirpe, las mujeres acostumbraban a fumar cuando estaban solas compartiendo confidencias, como esa noche en el burdel de la Loba.
Una silueta apareció de improviso, doblando la esquina de la casa.
Delia y las muchachas soltaron un gritito de sorpresa. No esperaban a ningún cliente y la Loba era estricta en eso: cuando se descansaba, se descansaba.
—Está cerrado, señor.
El hombre avanzó hasta quedar bajo el arco de luz de la farola, y todas reconocieron a Rete Iriarte, dueño de El Aguapé. Al comprobar su identidad, Delia lamentó haberse precipitado a negarle la entrada. El hacendado jamás visitaba su establecimiento, y si pensaba hacerlo esa noche, ella no podía desaprovechar la oportunidad de recibirlo con todos los honores. Se levantó, ajustando su bata sobre el pecho voluptuoso, y con una seña ordenó a sus empleadas que se retirasen. Las jóvenes recogieron los restos del improvisado tentempié y desaparecieron con premura. Permanecerían atentas, en caso de que el recién llegado requiriese a alguna en particular, aunque, a juzgar por la expresión de la Loba, sería ella la encargada de hacer gozar al estanciero más poderoso de la región de los esteros. Cuchichearon en la oscuridad, excitadas por la presencia de aquel hombre, anhelando en secreto ser elegidas por su recia mirada. Araceli se acercó a la ventana, procurando que la luz de la luna resaltase la blancura de su seno, rebosante sobre el escote de su bata floreada.
—No vino solo —anunció, al ver que un muchacho flaco acompañaba al hacendado.
Le calculó unos catorce años, tal vez quince. Supuso que se trataría de un caso de bautismo de hombría y sonrió, segura de que la Loba la llamaría, pues Araceli ofrecía un aspecto dulce y aniñado, muy a propósito para los jovencitos sin experiencia.
La dueña permaneció hablando con Rete Iriarte sin ademán de invitarlo a pasar, y eso aguijoneó la curiosidad, ya exaltada, de las cachorras de La Loba Roja.
La misma curiosidad que en Delia Guzmán dio paso a la desilusión, al escuchar de boca del hacendado las razones de su presencia.
Rete Iriarte preguntaba por su peón de confianza, que aún no había regresado. Díscolo como era, el negrito Anselmo jamás faltaba sin una buena razón. Y en esos tiempos revueltos, no sólo llevaba y traía productos a lo largo de la ribera, sino preciosa información que Iriarte aguardaba en su hacienda.
El Aguapé se extendía a lo largo de cientos de hectáreas surcadas por riachos y pastizales, buena tierra para el cultivo del arroz y generosa en árboles frutales, cubierta en parte por un monte impenetrable y por aguadas donde bajaban a beber los carpinchos. El camalotal que le daba nombre era tan grande, que muchos se habían extraviado en el laberinto de canales que formaba, y esa dificultad, unida a la existencia de traicioneros pantanos, hacían de la casa principal una verdadera fortaleza.
La Loba también calculaba, mientras contemplaba al hombre que tenía enfrente.
En Rete Iriarte se combinaban dosis parejas de civilización y salvajismo de modo inquietante. Esas cualidades le habían permitido sobrevivir en una tierra bárbara, donde la naturaleza era un enemigo más.
Había llegado entre los mil vascos franceses que convocó Francisco Solano López cuando todavía era un joven general, imitando los proyectos colonizadores de Argentina y Uruguay. Aquel proyecto sudamericano para civilizar la ribera del Chaco se había visto frustrado por el propio padre de Francisco, don Carlos, que no soportaba la presencia extranjera, como no fuese la de quienes contribuían al armamento paraguayo.
Iriarte comprendió, a poco de llegar, que las promesas de combustible, ayuda médica y herramientas no serían satisfechas, y que de nada valdría quejarse ante el cónsul francés, puesto que el contrato los obligaba a permanecer y aún a pagar al gobierno un porcentaje de las cosechas, más el precio del pasaje y de cualquier beneficio alcanzado, antes de volver al país de origen. El Chaco era un territorio hostil, plagado de indios feroces que al gobierno no le interesaba controlar, y de alimañas ponzoñosas.
Rete Iriarte huyó. Acostumbrado a valerse por sí mismo, partió aguas abajo hacia otra tierra donde el gobierno, si bien no colaboraba, tampoco interfería.
Se instaló en Corrientes.
—Le digo que no vino por acá. Mis chicas me lo habrían dicho. Además, si usted dice que estaba trabajando…
Delia procuraba vengarse con el comentario malicioso; se sentía algo tonta por haberse decepcionado, justo ella, que no tenía edad para los remilgos ni las ilusiones.
Iriarte se tocó el ala ancha del sombrero, echándolo hacia atrás. Tenía un rostro cetrino y enjuto, de nariz afilada y ojos oscuros y penetrantes. A pesar de haberse educado con los jesuitas franceses y dominar idiomas, hasta el latín, Rete jamás abandonaba las ropas de paisano: usaba chiripá tanto en verano como en invierno, rastra, botas de potro y chaqueta corta con pañuelo al cuello. Delia se preguntaba si ese hijo que lo acompañaba sería de alguna de las chinas que trabajaban en su hacienda, pues ella no le había conocido esposa. El muchacho alcanzaba casi la misma altura que el padre, aunque era menos fornido. Se les notaba la sangre vasca, no sólo en el apellido sino en la fortaleza y la postura altiva. “Capaces de todo”, pensó Delia, y sintió un escalofrío.
—Me dice entonces que no ha venido.
Parecía que intentaba sacarle de mentira verdad.
—Puede pasar, si quiere —replicó, haciéndose la ofendida.
Ya le gustaría verlo en su redil, pisando con sus botas la alfombra de flecos o subiendo los peldaños de la tarima donde estaba el piano. Se lo imaginaba quitándose el sombrero con parsimonia mientras la miraba reflejada en el espejo de pie, de arriba abajo; ella abriría el escote de su bata y se rociaría el nacimiento de los pechos con perfume, para que él se embriagase cuando se los chupara. La fantasía le hizo perder noción de lo que estaba diciendo y se sobresaltó cuando Iriarte habló.
—Nos vamos, pues. Se lo recomiendo, por si lo ve mañana o pasado. Dígale que lo estoy esperando.
Delia no deseaba encontrarse en el pellejo del negrito cuando le tocase presentarse ante su patrón. Conocía bien a Anselmo, era asiduo visitante de La Loba Roja; de tanto ir y venir por esos pagos hasta dos veces por día pasaba, y las chicas se turnaban para atenderlo, pues siempre les llevaba algún regalo: naranjas dulces, puntillas, o chucherías brillantes que ellas tanto amaban.
—Yo lo que sé —le dijo, procurando retenerlo un instante— es que acostumbra a quedarse largo rato en lo de Rosa Garmendia.
Al hombre le resultó extraño que aquella madama mencionase a la hermana de Bautista, pues por lo general se mencionaba al jefe de familia. Le dedicó una inclinación de cabeza que a Delia le resultó ofensiva y partió con su muchacho, sumiéndose en la oscuridad sin decir palabra. Recién entonces Delia advirtió la presencia de dos gigantescos perros que flanqueaban a los hombres como escoltas. Los mastines se fundían con la noche, y su aspecto feroz impresionó a la mujer, sobre todo sabiendo que habían estado a su lado sin que ella se diera cuenta.
Se apresuró a entrar en la casa, no sin antes persignarse.
Rosa acababa de acostar a Violeta y de rezar junto a ella las oraciones cuando escuchó las palmas en la puerta. Le había parecido oír el retumbar de los cascos de caballo, aunque a esas horas tardías era mejor ignorar cualquier sonido que proviniese del monte. Desde su ventana, observó a su hermano saludar a un hombre que se acercaba a la galería con el sombrero entre las manos, acompañado de un muchacho y dos perros. Aunque no hubiese visto a los perros, Rosa habría reconocido la figura de Rete Iriarte.
Aquel hombre la intimidaba. Jamás le había dirigido la palabra y sin embargo, ella sentía que estaba pendiente de sus movimientos: cuando iba a la misa, si la cruzaba en el camino de tierra roja, o en las pocas veces que había navegado. Hasta en ese momento, mientras conversaba con Bautista, ella percibió que el hacendado la había descubierto espiando por la ventana. Rosa evitaba la compañía de los hombres, sobre todo de hombres como aquél, que parecía de frío pedernal y a la vez, echaba fuego por los ojos. Tan diferente a Bautista, que apaciguaba sus temores con sólo mirarla, como diciéndole: “Todo va a andar bien, che reindy, acá estoy yo”.
Después de despedirse y antes de perderse en la espesura, Iriarte echó una mirada hacia la ventana de Rosa. Ella se sintió desfallecer y se deslizó bajo la sábana con la sensación de que había cometido un pecado al espiarlo. Como no podía salir al patio a rezarle a la Virgen, abrió el cajón de su mesita y sacó una ajada estampa donde un ángel aplastaba a la serpiente de la tentación con sus sandalias y ahuyentaba a los demonios con su espada. Se durmió murmurando una oración.
—Ay, mi amita, que ya están llegando los invitados principales, y usté acá, en cueros todavía…
El lamento de Dalila resultaba cómico en medio del desorden del vestidor donde Muriel reinaba despótica, desechando una prenda tras otra, arrojándolas sobre el sillón. La criada alzaba los brazos desnudos en muda súplica, temiendo que los caprichos de su señora desataran la ira del coronel.
Muriel se hallaba en enaguas. La fina seda se adhería a sus formas sinuosas y dejaba ver la piel que asomaba por sobre las ligas de raso que sujetaban las medias.
—Cállate y ayúdame, zonza. No encuentro nada que ponerme, todo es soso y apagado, ropa para viejas —y arrancó con furia la percha de la que pendía el vestido gris que su esposo le había comprado. Era una prenda suntuosa, con el refinamiento de la discreción: la falda platinada culminaba en una faja ancha sobre la cintura, rematada por un broche, y el escote era velado con pudor por un chal de organza.
Muriel resopló con disgusto. Dalila la contemplaba con temor religioso.
—Dime algo. ¿Te animarías a espiar cómo vino vestida la Madama Lynch?
Los ojos de la mulata se abrieron como lirios de agua. Antes de que soltara su consabida exclamación, Muriel la tranquilizó.
—Desde acá arriba, en el rellano de la escalera. Nadie te verá porque está oscuro, mientras que abajo estarán los candelabros encendidos con todas las mechas, hasta las arañas de lágrimas. Te daré esto, mira… —y extrajo de un cajoncito un prendedor con forma de lagarto, cuyos ojos brillaban con un par de turquesas.
La expresión de Dalila se tornó más espantada aún, y retrocedió un paso.
—Ay, no, mi ama, que ésa es prenda de la finada del coronel. Yo no la toco, ni loca.
Muriel observó con detenimiento el broche. Era sin duda una joya, pues no había en aquella casa nada que fuese baratija. Ignoraba que hubiese pertenecido a la delicada Anabela, pero si así era, nadie podía reprocharle que se deshiciera de ella. Un ataque de celos podía tenerlo cualquier esposa.
—Quédatelo —insistió—, y cúmpleme el pedido, que conmigo estarás bien recompensada. Acá te espero, anda.
Dalila avanzó hacia la oscuridad empujada por su ama, que luego se recostó sobre la puerta, suspirando. Ninguna joya la compensaría del aburrimiento de la velada. Ya podía imaginar a los vetustos oficiales amigos de su esposo, acompañados por mujeres gordinflonas que se creerían la nata de la sociedad asuncena. Bien sabía ella que las familias aristocráticas rehuían la presencia de Francisco Solano López si no compartían sus ideales, pues era peligroso en aquel tiempo oponerse a los designios del gobierno. Y la Madama, sospechaba, era aún más perceptiva que él para detectar traiciones. La de los Vallejo Flores era de las pocas casas a las que los amantes podían asistir tomados del brazo, pues el coronel había sido compañero de armas del general y lo había acompañado en la legación que viajó a Europa en misión diplomática, cuando López era sólo el futuro sucesor en la presidencia.
De Madame Lynch se decían muchas cosas, y Muriel estaba al tanto por la servidumbre, que gustaba de esa clase de comidillas. Mientras bordaba o tecleaba sobre el clavicordio, distraída, escuchaba con disimulo y agregaba algún desvaído comentario que desataba una catarata de chismes jugosos. Fue en la cocina, tomando leche con canela y miel de caña, donde oyó cierta vez que López había regresado de Europa del brazo de una extranjera hermosa sin que hubiese sacramento de por medio. Algunas de las mujeres del servicio la admiraban, tomándola por princesa europea y elogiando el buen gusto del general; en su ingenuidad, veían bondad en la belleza y virilidad en el ojo del hombre que sabía apreciarla. Otras se horrorizaban del mal ejemplo que daba López al vivir en concubinato y hasta concebir hijos fuera del matrimonio, pero como la mayoría de las criadas se había visto en similar situación con los hombres de su propio pueblo, esas críticas no prosperaban demasiado.
Muriel menospreciaba aquellos comentarios sencillos, fruto de la ignorancia. Le interesaban más los que compartía con sus amistades. Dichos en voz baja, a espaldas de la madre y la hermana del coronel, las amigas que visitaban a Muriel en las tardes amenizadas con jugos de lima y bordado, murmuraban tras sus abanicos los detalles que Muriel apreciaba:
—Madame tiene las uñas pintadas de rojo. Dicen que se hizo traer un maletín de polvos y tinturas de la Francia, donde las mujeres se dibujan lunares de fantasía junto a la boca.
Y la autora del chisme fruncía los labios para acentuar el sitio donde, a su entender, debían colocarse los lunares que volvían locos a los hombres.
—También dicen que su cabello no es natural, que se lo tiñe con polvo de oro.
—No sólo eso —murmuró otra, inclinando la cabeza—. También dicen que es calva, que usa peluca.
—Mentira. Una vez, mi madrina pasaba frente al Palacio de Gobierno cuando la vio con el pelo mojado, secándolo al sol. Ése es el secreto de su color dorado.
—Más que dorado, es rojo —reconvino otra—. Como las llamas del infierno.
—Yo no creo que Madame Lynch sea una mujer del demonio —y haciendo señas para que las demás se acercaran, concluyó:
—Era una “lorette”.
Las caras de las demás demostraron que no conocían el significado del término, así que, esponjándose para crear más misterio, la chismosa explicó:
—En la Francia hay una iglesia llamada Notre-Dame de Lorette y las mujeres que revolotean por allí buscan a un protector rico que las mantenga. Yo lo sé por mi hermano, que está estudiando allá.
—¿Y tiene él una lorette?
—¡Claro que no! Si mi padre debe mantenerlo con diez mil francos por mes, y una lorette de calidad pide eso, más dos carruajes con caballos, lacayo y chef.
—Pareces muy versada en las condiciones de una lorette, Jacinta —comentó la amiga—. ¿Cómo es eso?
Las risas de las jóvenes habían llamado la atención de la madre del coronel, que dirigió sus ojillos de yarará hacia su nuera, en claro reproche. Muriel dio entonces unas puntadas inútiles en su lienzo, bajando la vista para no toparse con la de su suegra.
Eran pocas las ocasiones en que podía departir con gente de su edad, pues su condición de mujer casada exigía que se convirtiese en anfitriona de reuniones donde se codeaba la oficialidad y, de vez en cuando, algún magnate extranjero radicado en la Asunción con el beneplácito del Presidente. Como esa noche.
Muriel se separó de la puerta y se contempló en el espejo de pie. Se sabía hermosa y rabiaba por no poder salir de su jaula de oro, custodiada por los cancerberos de su esposo: Doña Melchora Dorotea Flores y su hija Vicenta, un par de cuervos en eterno luto por el venerado Nemesio Nicasio Vallejo, un hombre que, al decir de todos, era un dechado de sapiencia y virtud. Muriel dudaba de que lo hubiera sido, pues los chismes en la cocina hablaban de una criadita, hija natural del patrón, que era maltratada por las harpías, en tanto que al viejo se le nublaban los ojos de cariño cada vez que la v