Las pequeñas memorias

Fragmento

Las pequenas memorias

A la aldea le dicen Azinhaga, está en ese lugar por así decirlo desde los albores de la nacionalidad (ya era foral en el siglo XIII,) pero de esa estupenda veteranía nada queda, salvo el río que le pasa al lado (imagino que desde la creación del mundo), y que, hasta donde alcanzan mis pocas luces, nunca ha variado de rumbo, aunque se haya salido de sus márgenes un número infinito de veces. A menos de un kilómetro de las últimas casas, hacia el sur, el Almonda, que ése es el nombre del río de mi aldea, se encuentra con el Tajo, al que (o a quien, si se me permite la licencia) ayudaba, en tiempos idos, en la medida de sus limitados caudales, a inundar los campos cuando las nubes soltaban las lluvias torrenciales del invierno y los embalses río arriba, pletóricos, congestionados, tenían que descargar el exceso de agua acumulada. La tierra es plana, lisa como la palma de la mano, sin accidentes orográficos dignos de tal nombre, y algún que otro dique que por allí se hubiese levantado serviría más para guiar la corriente hacia donde causara menos daño que para contener el ímpetu poderoso de las riadas. Desde tan distantes épocas la gente nacida y vivida en mi aldea aprendió a negociar con los dos ríos que acabaron configurándole el carácter, el Almonda, que a sus pies corre, el Tajo, más allá, medio oculto tras la muralla de chopos, fresnos y sauces que le acompaña en el curso, y uno y otro, por buenas y malas razones, omnipresentes en la memoria y en las conversaciones de las familias. En estos lugares vine al mundo, de aquí, cuando todavía no había cumplido dos años, mis padres, emigrantes empujados por la necesidad, me llevaron a Lisboa, a otros modos de sentir, pensar y vivir, como si nacer donde nací hubiera sido consecuencia de una equivocación del azar, de una casual distracción del destino, que todavía estuviera en sus manos enmendar. No fue así. Sin que nadie se hubiese dado cuenta, el niño ya había extendido zarcillos y raíces, la frágil simiente que entonces yo era había tenido tiempo de pisar el barro del suelo con sus minúsculos e inseguros pies, para recibir de éste, indeleblemente, la marca original de la tierra, ese fondo movedizo del inmenso océano del aire, ese lodo ora seco, ora húmedo, compuesto de restos vegetales y animales, de detritus de todo y de todos, de rocas molidas, pulverizadas, de múltiples y caleidoscópicas substancias que pasaron por la vida y a la vida retornaron, así como vienen retornando los soles y las lunas, las riadas y las sequías, los fríos y los calores, los vientos y las calmas, los dolores y las alegrías, los seres y la nada. Sólo yo sabía, sin conciencia de saberlo, que en los ilegibles folios del destino y en los ciegos meandros del acaso había sido escrito que tendría que volver a Azinhaga para acabar de nacer. Durante toda la infancia y también en los primeros años de la adolescencia, esa pobre y rústica aldea con su frontera rumorosa de agua y de verdes, con sus casas bajas rodeadas del gris plateado de los olivares, unas veces requemada por los ardores del verano, otras veces transida con las heladas asesinas del invierno o ahogada por las crecidas que le entraban puerta adentro, fue la cuna donde se completó mi gestación, la bolsa donde el pequeño marsupial se recogió para hacer de su persona, en lo bueno y tal vez en lo malo, lo que sólo por ella misma, callada, secreta, solitaria, podría ser hecho.

Dicen los entendidos que la aldea nació y creció a lo largo de una vereda, de una azinhaga, término que viene de una palabra árabe, as-zinaik, «calle estrecha», lo que en sentido literal no podría haber ocurrido en aquellos comienzos, pues una calle, sea estrecha, sea ancha, siempre será una calle, mientras que una vereda nunca será nada más que un atajo, un desvío para llegar más deprisa a donde se pretende, y en general sin otro futuro ni desmedidas ambiciones de distancia. Ignoro en qué momento se habrá introducido en la región el cultivo extensivo del olivo, pero no dudo, porque así lo afirmaba la tradición sostenida por los viejos, de que sobre los más antiguos olivares ya habrían pasado, por lo menos, dos o tres siglos. No pasarán otros. Hectáreas y hectáreas de tierra plantada de olivos fueron inmisericordemente arrasadas hace algunos años, se arrancaron cientos de miles de árboles, se extirparon del suelo profundo, o allí se dejaron para que se pudrieran, las viejas raíces que, durante generaciones y generaciones, dieron luz a los candiles y sabor a los guisos. Por cada pie de olivo arrancado, la Comunidad Europea pagó un premio a los propietarios de las tierras, grandes latifundistas en su mayoría, y hoy, en lugar de los misteriosos y vagamente inquietantes olivares de mi tiempo de niño y adolescente, en lugar de los troncos retorcidos, cubiertos de musgos y líquenes, agujereados de escondrijos donde se acogían los lagartos, en lugar de los doseles de ramas cargados de aceitunas negras y de pájaros, lo que se nos presenta ante los ojos es un enorme, un monótono, un interminable campo de maíz híbrido, todo a la misma altura, tal vez con el mismo número de hojas en los tallos, y mañana tal vez con la misma disposición y el mismo número de mazorcas, y cada mazorca tal vez con el mismo número de granos. No me estoy quejando, no estoy llorando la pérdida de algo que ni siquiera me pertenecía, sólo intento explicar que este paisaje no es el mío, que éste no es el sitio donde nací, que no me crié aquí. Ya sabemos que el maíz es un cereal de primera necesidad, para mucha gente todavía más que el aceite, y yo mismo, en mis tiempos de muchacho, en los verdes años de la primera adolescencia, anduve por los maizales de entonces, después de que los trabajadores terminaran la cosecha, con un saco de tela colgado alrededor del cuello, rebuscando las mazorcas que se hubieran quedado ocultas. Confieso, sin embargo, que experimento ahora algo así como una satisfacción malévola, una venganza no buscada ni querida, pero que viene a mi encuentro, cuando oigo decir a la gente de la aldea que fue un error, un disparate de los mayores, haber arrancado los viejos olivos. También inútilmente se llorará el aceite derramado. Me cuentan ahora que se están volviendo a plantar olivos, pero de esos que por muchos años que vivan, serán siempre pequeños. Crecen más deprisa y las aceitunas se recogen con más facilidad. Lo que no sé es dónde se meterán los lagartos.

El niño que fui no vio el paisaje tal como el adulto en que se convirtió estaría tentado de imaginarlo desde su altura de hombre. El niño, durante el tiempo que lo fue, estaba simplemente en el paisaje, formaba parte de él, no lo interrogaba, no decía ni pensaba, con estas u otras palabras: «¡Qué bello paisaje, qué magnífico panorama, qué deslumbrante punto de vista!». Naturalmente, cuando subía al campanario de la iglesia o trepaba hasta la cima de un fresno de veinte metros de altura, sus jóvenes ojos eran capaces de apreciar y registrar los grandes espacios abiertos ante él, pero hay que decir que su atención siempre prefería distinguir y fijarse en cosas y seres que se encontraran cerca, en aquello que se pudiera tocar con las manos, también en aquello que se le ofreciese como algo que, sin tener conciencia de eso, urgía comprender e incorporar al espíritu (excusado será recordar que el niño no sabía que llevaba dentro de sí semejante joya), ya fuera una culebra reptadora, una hormiga levantando al aire una raspa de trigo, un cerdo comiendo en la artesa, un sapo bamboleándose sobre las patas torcidas, o también una piedra, una tela de araña, el surco de tierra levantada que deja el hierro del arado, un nido abandonado, la lágrima de resina seca en el tronco del melocotonero, la helada brillando sobre las hierbas a ras del suelo. O el río. Muchos años después, con palabras del adulto que ya era, el adolescente escribiría un poema sobre ese río —humilde corriente de agua hoy contaminada y maloliente— en el que se bañó y por donde había navegado. Protopoema lo llamó y aquí queda:

Del ovillo enmarañado de la memoria, de la oscuridad, de los nudos ciegos, tiro de un hilo que me aparece suelto.

Lo libero poco a poco, con miedo de que se deshaga entre mis dedos. Es un hilo largo, verde y azul, con olor a cieno, y tiene la blandura caliente del lodo vivo.

Es un río.

Me corre entre las manos, ahora mojadas.

Toda el agua me pasa por entre las palmas abiertas, y de pronto no sé si las aguas nacen de mí o hacia mí fluyen.

Sigo tirando, no ya sólo memoria, sino el propio cuerpo del río.

Sobre mi piel navegan barcos, y soy también los barcos y el cielo que los cubre y los altos chopos que lentamente se deslizan sobre la película luminosa de los ojos.

Nadan peces en mi sangre y oscilan entre dos aguas como las llamadas imprecisas de la memoria.

Siento la fuerza de los brazos y la vara que los prolonga.

Al fondo del río y de mí, baja como un lento y firme latir del corazón.

Ahora el cielo está más cerca y cambió de color.

Y todo él es verde y sonoro porque de rama en rama despierta el canto de las aves.

Y cuando en un ancho espacio el barco se detiene, mi cuerpo desnudo brilla bajo el sol, entre el esplendor mayor que enciende la superficie de las aguas.

Allí se funden en una sola verdad los recuerdos confusos de la memoria y el bulto súbitamente anunciado del futuro.

Un ave sin nombre baja de no sé dónde y va a posarse callada sobre la proa rigurosa del barco.

Inmóvil, espero que toda el agua se bañe de azul y que las aves digan en las ramas por qué son altos los chopos y rumorosas sus hojas.

Entonces, cuerpo de barco y de río en la dimensión del hombre, sigo adelante hasta el dorado remanso que las espadas verticales circundan.

Allí, tres palmos enterraré mi vara hasta la piedra viva.

Habrá un gran silencio primordial cuando las manos se junten con las manos.

Después lo sabré todo.

No se sabe todo, nunca se sabrá todo, pero hay horas en que somos capaces de creer que sí, tal vez porque en ese momento nada más nos podría caber en el alma, en la conciencia, en la mente, comoquiera que se llame eso que nos va haciendo más o menos humanos. Miro desde lo más alto del ribazo la corriente que apenas se mueve, el agua casi plomiza, y absurdamente imagino que todo volvería a ser lo que fue si en ella pudiese volver a zambullir mi desnudez de la infancia, si pudiese retomar en las manos que tengo hoy la larga y húmeda vara o los sonoros remos de antaño, e impeler, sobre la lisa piel del agua, el barco rústico que condujo hasta la frontera del sueño a un cierto ser que fui y que dejé encallado en algún lugar del tiempo.

Ya no existe la casa en que nací, pero ese hecho me resulta indiferente porque no guardo ningún recuerdo de haber vivido en ella. También ha desaparecido en un montón de escombros la otra, la que durante diez o doce años fue el hogar supremo, el más íntimo y profundo, la pobrísima morada de mis abuelos maternos, Josefa y Jerónimo se llamaban, ese mágico capullo donde sé que se generaron las metamorfosis decisivas del niño y del adolescente. Esta pérdida, sin embargo, hace mucho tiempo que dejó de causarme sufrimiento porque, por el poder reconstructor de la memoria, puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano. Entonces le digo a mi abuela: «Abuela, me voy a dar una vuelta por ahí». Ella responde: «Vete, vete», pero no me recomienda que tenga cuidado, en ese tiempo los adultos tenían más confianza en los pequeños a quienes educaban. Meto un trozo de pan de maíz y un puñado de aceitunas e higos secos en la alforja, elijo un palo por si se diera el caso de tener que defenderme de un mal encuentro canino, y salgo al campo. No tengo mucho donde elegir: o el río, y la casi inextricable vegetación que le cubre y protege las márgenes, o los olivares y los duros rastrojos del trigo ya segado, o la densa mata de rosáceas, hayas, fresnos y chopos que bordean el Tajo, después del punto de confluencia con el Almonda, o, por último, hacia el norte, a unos cinco o seis kilómetros de la aldea, el Paular del Boquilobo, un lago, un estanque, una alberca que al creador de los paisajes se le olvidó llevarse al paraíso. No había mucho donde elegir, es cierto, pero, para el niño melancólico, para el adolescente contemplativo y tan frecuentemente triste, éstas eran las cuatro partes en que se dividía el universo, de no ser cada una de ellas el universo entero. Podía la aventura alargarse horas, pero nunca acabaría antes de que su propósito hubiese sido alcanzado. Atravesar solo las ardientes extensiones de los olivares, abrir un arduo camino entre los arbustos, los troncos, las zarzas, las plantas trepadoras que levantaban murallas casi compactas en las orillas de los dos ríos, escuchar sentado en un claro sombreado el silencio del bosque solamente quebrado por el piar de los pájaros y por el crujir de la enramada al impulso del viento, moverse sobre el paular, pasando de rama en rama a lo largo y ancho de la extensión poblada de sauces llorones que crecían dentro del agua, no son, se diría, proezas que justifiquen mención especial en una época como esta nuestra, en que, a los cinco o seis años, cualquier niño del mundo civilizado, incluso sedentario e indolente, ya ha viajado a Marte para pulverizar a cuantos hombrecitos verdes le salieran al paso, ya ha diezmado al terrible ejército de dragones mecánicos que guardaba el oro de Fuerte Knox, ya ha hecho saltar en pedazos al rey de los tiranosaurios, ya ha bajado sin escafandra ni batiscafo a las fosas submarinas más profundas, ya ha salvado a la humanidad del aerolito monstruoso que iba a destruir la Tierra. Al lado de tan superiores hazañas, el muchachito de Azinhaga sólo podría presentar su ascensión a la punta extrema del fresno de veinte metros, o si quieren, modestamente, aunque con mayor provecho para el paladar, sus subidas a la higuera del huerto, por la mañana temprano, para alcanzar los frutos todavía húmedos por el rocío nocturno y sorber, como un pájaro goloso, la gota de miel que de ellos brotaba. Poca cosa, es verdad, pero me parece más que probable que el heroico vencedor del tiranosaurio ni siquiera sería capaz de atrapar una lagartija con la mano.

No falta quien afirme seriamente, con el argumento de autoridad de alguna cita clásica, que el paisaje es un estado del alma, lo que dicho con palabras comunes quiere decir que la impresión causada por la contemplación de un paisaje siempre dependerá de las variaciones temperamentales y del humor jovial o atrabiliario que están actuando en nuestro interior en el preciso momento en que lo tengamos delante de los ojos. No me atrevo a dudar. Se presume, por tanto, que los estados del alma son pertenencia exclusiva de la madurez, de

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