Con el corazón al sur

Gabriela Baruffaldi Exilart

Fragmento

JAMÁS OLVIDARÍA SU NOMBRE
PRÓLOGO

Creció gestando en su interior un monstruo al que no podía poner nombre ni hallarle explicación. Era un latir intenso en su pecho de niño, una emoción reprimida. Las palabras que escuchó cuando apenas era un muchachito de pantalones cortos jamás se le borraron de la memoria y en momentos de soledad o hastío repetía incansablemente ese apellido que había arruinado su vida torciendo su rumbo hacia destinos de odio y deseos de venganza.

Nunca olvidaría el rostro de su madre bañado en llanto ni la mano férrea de su tío obligándolo a mantenerse entero.

—Los hombres no demostramos lo que sentimos —había dicho mientras cerraba los dedos en su hombro.

El niño de entonces pudo sentir que su tío mentía, que sí demostraba lo que sentía porque se lo estaba transmitiendo en ese apretón, en su respiración húmeda y en el leve temblor de la barbilla que él espiaba desde su altura. Sus ojos oscuros recorrieron los rostros de los demás, y halló en ellos la misma falsa entereza, las miradas fijas en el ataúd, las manos en la espalda o sobre el hombro de los desvalidos representados por las mujeres y los niños de la familia.

Sus tías estrujaban sus pañuelos de puntillas, todas vestidas de negro, y sus primos querían salir corriendo de allí para ir a jugar a las bolitas o a la pelota, aunque sabían que no podrían hacerlo hasta tanto el muerto no recibiera su eterno entierro.

Su tío se hizo cargo de todo y debieron mudarse a la casa de él y vivir junto con su tía y sus primos. Su madre quedó reducida a una visita a la que nada se le permitía hacer y día a día fue marchitándose.

La tía, madraza de cuatro varones, al principio se compadeció de él, el más pequeño de todos, y trató por todos los medios de devolverle la sonrisa a ese rostro taciturno y melancólico. Los primos ya usaban pantalones largos y acompañaban al padre en sus negocios mientras él quedaba condenado a las mujeres de la casa, que al poco tiempo se cansaron de intentar alegrarlo y lo dejaron en libertad de estar triste o ausente. Lito parecía abstraído de todos pero en realidad era una esponja que guardaba información. Sabía que algún día iba a tener la oportunidad de usarla y de reventar esa piedra que anidaba en su corazón y no le permitiría ser feliz.

Aunque la adolescencia le estalló en el cuerpo como a cualquier muchacho no logró que se olvidara de la misión que se había impuesto, y mientras sus compañeros de colegio pensaban en acostarse con jovencitas o se masturbaban día y noche porque no lo conseguían, él elucubraba la manera de alcanzar su objetivo.

El ejército se le presentó como la opción más viable, porque le permitiría tener los conocimientos necesarios y usar las armas. Siempre sería mejor a ser un delincuente, como había sido su padre. Porque pese a todo, no desconocía que Tito había sido un mafioso que había muerto en su ley. Las contradicciones ya habían dado paso a las deliberaciones y, si bien en algún momento se odió por sus pensamientos, había superado la etapa de los reproches y tenía una férrea decisión sobre los pasos a seguir.

Fue un soldado ejemplar, siempre dispuesto a acatar órdenes y a mantenerse alejado de los conflictos. Pronto su nombre empezó a circular entre los altos mandos y fue ascendiendo en las jerarquías hasta convertirse en capitán. El capitán Lito Napolitano.

Su nuevo escalafón lo bañó de poder y endulzado como estaba vivió una tardía adolescencia en el cuerpo de un hombre. Disfrutó de las mujeres hasta el hartazgo, se envició con ellas tanto como con el poderío de su rango y su uniforme. No era apuesto pero sí interesante y las mujeres caían bajo el embrujo de sus penetrantes ojos oscuros.

Lito participó de varios operativos antes del golpe de Estado de 1976 y su piel se fue endureciendo lo mismo que su conciencia. En los comienzos no le parecía bien sacar información a los detenidos por medio de cruentos procedimientos, pero con el tiempo fue acostumbrándose.

El ejército le proporcionó un marco adecuado para su venganza. Y el golpe de Estado fue el broche perfecto para acceder a ella. Tenía todo el aparato a su disposición, podía hacer lo que quisiera.

Pero no era tan ambicioso, solo un nombre daba vueltas por su cabeza, un nombre que había escuchado entre murmullos luego del entierro. Sus tíos hablaban de una traición, la traición de un hermano de crianza que había desencadenado la muerte de su padre. Y por más que luego supo que uno de ellos se había “encargado” de ese sujeto y su familia, él se enteró, tiempo después, de que no había hecho el “trabajo” completo: la esposa había escapado con su hija llevándose el dinero robado a los Napolitano. Y un Napolitano no olvida. Por eso jamás olvidaría el nombre del traidor: Abel Battistelli.

CAPÍTULO 1

Buenos Aires, 1978

Bajó del tren y su mirada buscó entre la multitud el rostro conocido sin dejar por ello de prestar atención a sus hijos que querían moverse luego de tantas horas de quietud.

Sus ojos oscuros escudriñaron entre las personas que estaban en el andén pero no daban con la figura que buscaban.

—Pablo, vení acá —elevó apenas el tono de su voz para retener cerca de su pollera al pequeño de nueve años que ya corría en busca de nuevas aventuras. Mantenerlo quieto durante el viaje había sido una odisea que Naiquen había negociado con promesas de dulces y chicles cuando llegaran a destino.

De inmediato su hijo mayor corrió en su búsqueda y lo trajo de la mano, reprimiéndolo con palabras que la madre no escuchó a causa del bullicio que los rodeaba pero que adivinó en el gesto serio de su primogénito.

Mauro había asumido un rol que no le correspondía, tanto en la crianza de Pablo como en las responsabilidades que creía estaban a su cargo por ser el mayor, aunque solo contara con doce años.

—Vamos chicos, por favor, quédense conmigo —pidió acariciando el hombro de Mauro en señal de agradecimiento—, ya van a venir por nosotros.

El andén iba vaciándose y Naiquen avanzó hacia uno de los bancos para depositar las valijas. No tenía ganas de sentarse luego del extenso viaje, pero al menos su equipaje no permanecería en el suelo.

El calor de Buenos Aires en nada se comparaba con el de Río Negro. El aire parecía irrespirable y gotas de sudor se deslizaron por su espalda. Tomó un pañuelo y se lo pasó por el cuello y la frente mientras sus hijos curioseaban sin alejarse demasiado.

Consultó su reloj y notó que hacía más de media hora que habían descendido del tren, temió que su prima se hubiera olvidado de ella. Desechó el pensamiento justo en el mismo instante en que un hombre aparecía corriendo frente a ellos.

—¡Lo siento! —dijo Santiago por todo saludo mientras miraba con ojos asombrados a los niños—. ¡Qué grandes que están! —Con efusividad abrazó a Naiquen—. Perdoná la demora, se me complicó en el diario. ¡Bienvenida a Buenos Aires!

—Gracias. —Naiquen sonrió ante su primo político disculpando el retraso—. Fuiste muy amable en venir a buscarnos, sé que estás en horario de trabajo…

—No es problema, ya estamos acá. —Y posando sus ojos verdes en los niños se presentó—: Yo soy algo así como un tío. —La declaración hizo gracia a Pablo que soltó una carcajada—. ¿Están cansados? ¿Tienen hambre?

—Sí, tengo mucha hambre —respondió el pequeño.

—Vamos a casa entonces, que la tía los espera para comer.

Santiago tomó las valijas y los guió para salir de la estación de trenes. Los niños miraban deslumbrados lo que para ellos era una gran ciudad. Comparada con Valcheta, Buenos Aires era un monstruo de cemento y ruido.

Naiquen los tomó de la mano para cruzar, ansiosa ante ese nuevo mundo al que tendría que adaptarse.

Un reluciente Peugeot 504 blanco los aguardaba para llevarlos a la casa. Santiago abrió el baúl y metió en él las valijas. Luego los invitó a subir. Los niños acariciaron los asientos de cuero a medida que avanzaban por las calles demasiado transitadas para su gusto. Pablo pensó que no habría árboles donde colgarse y un dejo de tristeza tiñó de sombras sus ojos celestes. Mauro iba pensativo tratando de memorizar los sitios por los cuales circulaban. Todo le parecía demasiado monumental y no retenía a tiempo tantas imágenes nuevas.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó el hombre.

—Largo. —Fue lo primero que vino a la boca de Naiquen.

La mujer quería ser más simpática y locuaz con su primo político pero la distancia y los años sin verse le habían atenazado las palabras.

Santiago y su prima Lihuén habían pasado varios meses en su casa de Valcheta, pero de eso hacía ya más de dos décadas. Recordó con nostalgia esos tiempos felices en que Lihuén, con su hermosa panza, la hermana que no tuvo. Y si viajaba más atrás en el tiempo, imágenes de una tierna infancia la llevaban a Mendoza, a la casa de sus tíos Aime y Stein. Cuántos recuerdos cargaba sobre su espalda.

Los años en Mendoza eran brumosos, vagamente visualizaba la casa y una gran cocina donde se cocinaban manjares y vida. Los olores de las ollas se mezclaban con el pan recién horneado y las facturas que su tía Aime amasaba. De eso jamás se había olvidado y pese a que no tenía ese don para la repostería, de vez en cuando se afanaba en preparar alguna torta o pasteles para sus hijos.

La cocina la llevó a la hermosa historia que había protagonizado su prima junto con Santiago. Habían desafiado a sus padres para poder estar juntos y pese a su férrea oposición habían logrado casarse y criar a su hijo.

Naiquen había sido testigo de la culminación de ese gran amor, había visto a Lihuén llorar sin consuelo en la espera de su hombre, la había escuchado durante noches enteras, tomadas de la mano y apretadas en la misma cama, mientras le relataba cómo se había enamorado de su hermanastro.

En ese momento ella era una muchachita de catorce años y todavía no tenía conciencia real de la gravedad de la situación; sentía normal la relación entre Lihuén y Santiago. Su propia madre, Fresia, vio con buenos ojos ese amor y ayudó a los amantes a salir adelante.

Jamás olvidaría el día en que Santiago arribó a Valcheta. Tanto le había hablado su prima de él que le tenía cariño aun sin conocerlo. A ese muchacho de ojos chispeantes y verdes se le había transformado el rostro cuando ella le confirmó que Lihuén vivía ahí. La joven Naiquen lo había abrazado con efusividad antes de conducirlo hasta la casa.

Al descorrer la cortina que separaba la cocina del exterior ambos habían visto a Lihuen descansando en la mecedora, iluminando la estancia con su vientre prominente y su mirada nostálgica. Las lágrimas de Santiago la habían impulsado a dejarlos solos pero su expresión en ese instante se le quedaría grabada para siempre.

Muchas veces Naiquen se preguntaba por qué ella no había podido vivir un gran amor. Por qué ningún hombre la había amado de verdad. Era la única en la pequeña familia a la que la vida le había negado la posibilidad de ser feliz junto a un esposo. Su madre se había casado enamorada de su padre; ella misma le había contado que Abel la había amado de manera incondicional. Pese a que no lo había conocido le tenía cariño y respeto por lo que sabía de él a través de los relatos de Fresia, quien siempre se había ocupado de retratarlo como un hombre cariñoso y digno.

Su tía Aime había tenido que luchar para poder concretar su amor, pero había contado con un hombre de la talla de Stein Frank a su lado, quien había abandonado su posición social y su bienestar económico para casarse con “la india”, como la llamaba su suegro. Aime y Stein habían pasado penurias pero en el corto tiempo que estuvieron unidos habían sido felices y había nacido Lihuén.

Ésta había heredado la fortaleza y decisión de su madre, y pese a todos los prejuicios se había casado con su hermanastro.

Las mujeres de su familia habían triunfado, ella no. Hizo a un lado el resentimiento que iba creciendo y volvió al presente.

Miró el perfil de Santiago y advirtió que pese a los años transcurridos seguía siendo atractivo. La madurez de sus cincuenta le quedaba bien y unas incipientes canas se colaban entre sus cabellos de color castaño claro. Sus ojos, apenas bordeados por unas finas arrugas, seguían siendo chispeantes y alegres. Ya no llevaba el flequillo cayéndole sobre la frente, ahora lucía el pelo más corto. Admiraba a sus primos, ellos habían arriesgado todo para estar juntos y contra todos los pronósticos habían salido adelante.

Santiago les iba relatando a los niños sobre la ciudad de Buenos Aires y respondía las preguntas de Pablo con entusiasmo.

—Ese es el Obelisco —dijo mientras cruzaban la 9 de Julio en dirección al barrio de Palermo. Había tomado ese camino adrede para mostrarles a los chicos el monumento.

—¿Y para qué sirve? —cuestionó Pablo, para quien todo tenía que tener una función.

Santiago rio.

—Para nada, se construyó en conmemoración de los cuatrocientos años de la fundación de la ciudad.

Mauro por su parte, quiso saber cuánto medía.

—Alrededor de 70 metros, no estoy muy seguro —respondió Santiago, contento de haber despertado el interés de los niños—, otro día podemos venir a dar un paseo.

—¿Falta mucho? —Pablo estaba cansado de tanto viaje.

—Enseguida llegaremos y la tía los recibirá con tortillas y churrascos. Supongo que les gustan las tortillas…

—¡Sí! Mamá nunca nos hace —se quejó el pequeño—, se le pegan todas… —Acompañó sus palabras con una risa.

Naiquen sonrió ante el comentario que tenía mucho de cierto.

Luego de bordear un lago, al cabo de unos minutos arribaron a la casa. Se notaba que había sido refaccionada recientemente y a Naiquen le llamó la atención que fuera de dos plantas.

Santiago lo notó y explicó:

—Este barrio es una mezcla de palacios y residencias donde vive la clase más acomodada con el vecindario de inquilinatos.

—Pero tu casa parece muy bonita —terció Pablo.

—Lo es, la mano de Lihuén se nota en cada rincón. Ella misma se ocupó de pintar ciertos sectores y decorarlos gracias a la ayuda de Lynette.

—¿Lynette? —dijo Naiquen mientras tomaban las valijas del baúl.

—La artista —sonrió Santiago poniendo los ojos en blanco—, ya te contará tu prima. Es la encargada del taller de arte.

Naiquen asintió y lo siguió hasta la entrada. Estaba ansiosa por ver a Lihuén. Tenían tantas cosas de qué hablar.

La puerta se abrió y los recibió lleno del olor de los jazmines. En la estancia iluminada por la ventana que daba a la calle, un jarrón colmado de pimpollos blancos reinaba sobre la mesita alta.

—Pasen, no sean tímidos —alentó Santiago al ver que los tres se quedaban amontonados en el recinto.

Al escuchar las voces la dueña de casa dejó los trastos de la cocina y fue hacia el comedor.

—¡Bienvenidos! —Corrió hacia su prima y la abrazó sin darle tiempo a reponerse de la emoción.

Naiquen se aflojó en brazos de la mujer y unas lágrimas asomaron en sus ojos negros.

—¿Cuánto hace que no nos vemos? —preguntó Lihuén sin dejar de mirarla.

Nada quedaba de la muchachita flaca y deslucida que había dejado en Valcheta. Su prima se había convertido en una mujer muy atractiva. Su cuerpo se había llenado de curvas, sus ojos parecían más grandes y almendrados que los de su recuerdo y su cabello castaño oscuro seguía siendo salvaje. A pesar de que ya tenía cuarenta años su aspecto era el de una jovencita.

Naiquen por su parte realizó el mismo estudio en Lihuén y la halló hermosa como siempre.

—Más de veinte años…

La emoción le había impedido a Lihuén reparar en los niños por lo cual Santiago tuvo que hacérselos notar.

—Pero qué lindos hijos tenés… —observó acercándose a ellos—, vos debés ser Pablo.

El pequeño sonrió y Lihuén supo que había acertado. Le dio un beso en la mejilla y luego se dirigió a Mauro.

—Sos tal como te imaginé. —Lo besó también—. Vamos a comer, ya tendremos tiempo de hablar.

Ingresaron en la cocina y se dispusieron a disfrutar de la comida.

—¿Cómo está la tía? —quiso saber Lihuén.

—Mamá está bien, aunque ya se le notan los años. Se resiste a acercarse al centro de la ciudad, sigue alejada de todo. —Naiquen hizo un gesto de desaprobación.

—No pretenderás que cambie ahora —opinó Lihuén.

—¿Y tus hijos?

Los ojos grises de su prima se iluminaron.

—Nehuén haciendo su vida, como te conté en las cartas. Lo vemos poco…

—Es un hombre, Lihuén, no pretenderás que viva en casa —terció Santiago.

—¿Cuántos años tiene? —quiso saber Naiquen.

—Veintiséis —respondió la madre.

—O sea que hace al menos veinticinco años que no nos veíamos…

—¡Por Dios! ¡Cómo pasó el tiempo! Tenés razón… nos fuimos de tu casa cuando Nehuén era apenas un bebé.

—¿Y Libertad?

—¡Ay, mi hija…! Recién recibida de abogada, si bien vive acá casi ni le vemos el pelo.

—Ya tendré oportunidad de conocerla.

Los niños ya habían terminado de comer y lucían aburridos. Santiago lo advirtió y propuso un paseo por el barrio. Así las mujeres tendrían tiempo de charlar un poco a solas.

CAPÍTULO 2

A pocas calles de allí, en un departamento cuyas ventanas daban al Jardín Botánico, una pareja hacía el amor. Ella, de piel blanca y cabellos negros como la noche, iluminaba la estancia con sus ojos gatunos. Él, rubio y de ojos azules como el mar en un día soleado, la acariciaba con la misma pasión con que militaba.

La espalda de la joven se arqueaba a cada caricia de las manos del hombre y sus caderas subían y bajaban a ritmo, mientras su risa cristalina se elevaba en el aire.

—Te amo —susurró él, enfervorecido por la pasión que ella le despertaba.

—Y yo a vos. —Se desplomó sobre su pecho luego del orgasmo y lo besó en el cuello—. Deberíamos ir a buscar algo para comer.

—Esperá un rato… —rio el hombre— siempre tenés hambre luego de hacer el amor.

—Gasté mucha energía —respondió burlona.

Libertad se acurrucó sobre su hombro y se apretó contra él.

—¿Cómo va el tema? —No hacía falta que aclarara a qué se refería, ambos lo tenían bien presente. De pronto sus ojos verdes se aguaron. Disfrazaba su angustia con risas y cantos, pero en el fondo estaba triste.

—En dos semanas. —Él tampoco quería hablar de eso, le causaba la misma tristeza que a ella.

—Me gustaría que conozcas a mi familia…

—Sabés que eso no es posible —Wenceslao le apartó un mechón de pelo que se le había deslizado sobre los ojos—, no es conveniente que te relacionen conmigo.

—Tengo miedo.

—Lo sé… pero está todo arreglado. Ni bien me instale mandaré por vos. —La apretó contra su cuerpo—. Te amo Libertad, no podría vivir lejos de vos mucho tiempo.

—Ni yo.

La joven olvidó su hambre y se refugió en el cuerpo amado. Había conocido a Wenceslao en la facultad, cuando cursaba segundo año. De inmediato se había sentido atraída por ese joven de ojos de mar, alto y de buena presencia que se destacaba en todas las clases por su participación acertada. Los profesores lo consideraban uno de los mejores estudiantes y era admirado por sus pares. Libertad era una alumna más, del montón, no descollaba por su inteligencia ni se hacía notar, pese a ser alegre y segura de sí.

Eran tiempos turbulentos para Argentina, con un gobierno que tambaleaba y los militares acechando. Estudiar era una odisea, la violencia estaba a la orden del día, las bombas estallaban sin ton ni son y había que ser valiente para ir a la facultad. Libertad lo era, y pese a la oposición de sus padres cursaba la mayor cantidad de materias posibles. Wenceslao militaba en la Juventud Universitaria Peronista y participaba activamente en manifestaciones y actos. El joven estaba preso de ideales de justicia y soñaba con un país más equitativo donde todos tuvieran oportunidades. Junto con un grupo de estudiantes, que más que estudiar se dedicaban a hacer política, había sido captado por el accionar de los Montoneros, sin tener real conciencia de dónde se estaba metiendo.

Libertad se vio de inmediato seducida por ese líder estudiantil al que todos admiraban y no cejó en sus intentos por conocerlo. Fue en una fiesta privada a la que se hizo invitar donde finalmente pudo conversar con él. Tenía en ese momento veinte años y todos los sueños a flor de piel. Wenceslao, concentrado en sus estudios y en la militancia, no tenía tiempo ni ganas de entablar una relación con una mujer, pero esa chica de gatunos ojos verdes logró captar su atención.

Lucía una minifalda de color verde fuerte y una blusa en tono celeste pastel lo suficientemente escotada como para dejar ver un busto pequeño pero firme. Las altas plataformas resaltaban sus piernas de modelo y su larga cabellera negra caía lacia sobre un hombro y envolvía su cuello dejando a la vista la piel sedosa de su garganta. Libertad no se dejó amilanar por esa mirada azul y le sonrió. Wenceslao apoyó el vaso de ginebra, se acercó a ella y la tomó de la mano, llevándola hacia el otro extremo de la casa donde el silencio y la oscuridad los cobijaron.

Sin decir palabra la apretó contra la pared y le dio el primer beso que ella recibió con sorpresa. Libertad no sabía besar y temió que él se desilusionara, pero el efecto fue el contrario.

—Yo te voy a enseñar —susurró sobre sus labios mientras le hacía sentir la dureza de su miembro.

Miles de cosquillas invadieron a Libertad y un sudor helado corrió por su espalda. La lengua de Wenceslao bailó con la suya y sus manos subieron de su cintura a sus pechos. Sabía que debía decir que no, que no debía ser una chica fácil, pero era tal la fascinación que él le causaba que no pudo. Se olvidó de las recomendaciones de su madre y de las charlas con amigas sobre lo que había y no había que hacer con un hombre. Solo contaba Wenceslao y su boca, Wenceslao y sus manos.

Libertad lo dejó hacer, sentía su pene contra sus muslos empujando cada vez con más fuerza y le parecía que sus piernas estaban mojadas. Wenceslao le había desprendido los primeros botones de la blusa y succionaba sus pezones con avidez. Todas esas nuevas sensaciones la reconfortaban sobremanera, apartaba la culpa y disfrutaba, temiendo que terminara ese desfile de placer.

—¡Qué linda sos! —dijo él antes de alcanzar el clímax, entre jadeos y besos húmedos.

De pronto todo se había acabado y Wenceslao se arreglaba la ropa. Ella sentía la falda mojada y pegada a sus muslos, pero no quiso mirarse ni mucho menos tocarse. Sabía de qué se trataba y la vergüenza se apoderó de ella. Él debió advertirlo porque le preguntó:

—¿Estás bien? —Libertad asintió sin animarse a verlo a los ojos—. Mirame —como ella no reaccionaba le tomó la barbilla y le levantó el rostro—. Me gustó mucho lo que hicimos, pero la próxima vez lo vamos a hacer de verdad.— La besó en los labios y una sonrisa pícara se dibujó en su boca—. En horizontal y sin ropa.

La tomó de la mano y volvieron a la fiesta. Libertad no supo cómo pero terminó sentada en un sillón con Wenceslao a su lado, con su brazo sobre sus hombros, y entre su grupo de amigos. Él dirigía la conversación y era el centro de las miradas mientras ella observaba todo con ojos asombrados. Le llenaba el vaso cuando su bebida se acababa y no se apartó de ella en ningún momento. Cuando la reunión llegó a su fin, Libertad buscó a la compañera con la que había llegado, pero ya no estaba.

—Te llevo a tu casa —dijo él sin darle opción.

En la calle se subieron a una moto de color azul y ella se apretó a su espalda. La madrugada se acercaba y él evitó las avenidas. Era peligroso andar a esas horas, aunque lo peor estaba por venir. Se gestaba el golpe de Estado pero Libertad todavía era ajena a todo eso. Su inocencia la volvía una presa fácil y deseable para cualquiera.

Cuando llegaron a la puerta de su vivienda ella bajó y no supo qué hacer. Wenceslao no le dio tiempo. Alargó su brazo y la tomó por la cintura acercándola a su cuerpo.

—Volveremos a vernos. —La besó con tanta intensidad que ella desconfió de sus palabras y temió que fuera una despedida.

Luego arrancó su Vespa y ella ingresó a la seguridad de su hogar.

De eso hacía ya casi tres años. Tres años de un amor apasionado y oculto, de un amor clandestino porque estaban en juego las vidas de ambos. Wenceslao, perseguido por los militares, no quería que relacionaran a Libertad con él. Por eso sus encuentros eran siempre en distintos sitios y él mismo carecía de un lugar fijo de residencia. Había tenido que alejarse de su casa natal en Don Torcuato y se hospedaba en pensiones o departamentos que le prestaban las pocas personas en quienes podía confiar. Había muchos delatores y no se sabía de dónde podía venir la batida. Pero el amor que sentían les impedía estar separados, necesitaban verse, sentirse, tocarse, beberse y alimentarse con la energía del otro.

Libertad aceptaba todas sus condiciones de seguridad, habían inventado un código de comunicación que iban variando periódicamente, pero la espera se hacía larga. La organización le había prometido conseguir pasaporte y documentos falsos para poder exiliarse y continuar la resistencia desde afuera. Varios de sus compañeros ya estaban en Francia, en Suiza o en cualquier otro lugar del mapa donde no pudieran hallarlos, militando contra el poder de la dictadura.

Nehuén llegó luego de veinticuatro horas de guardia y se tiró sobre la cama sin siquiera cambiarse la ropa. La noche en el hospital había sido intensa y le dolían los ojos y los huesos. Pese a su juventud el cuerpo le pasaba factura cada vez más seguido. Entornó los párpados y trató de relajar los músculos. Sabía que sus padres lo esperaban a cenar pero no tenía ganas de ir. Anticipaba que su madre se enojaría por el desprecio que significaba faltar justo esa noche que había arribado su prima proveniente de Valcheta. Pero estaba muy cansado.

Esperaba que Libertad estuviera presente, últimamente su hermana estaba extraña, salía a deshora o aparecía a altas horas de la madrugada, exaltada y nerviosa. Debía hablar con ella, era su deber de hermano mayor prevenirla de los excesos y los peligros.

Eran tan diferentes que a veces le costaba creer que habían sido criados de la misma manera y por los mismos padres.

Ella era todo viento, hacía honor a su nombre con todas las de la ley. Su espíritu era alegre y despreocupado, siempre con planes, y su vida era vertiginosa. Tenía muchas amigas y ninguna, porque Nehuén advertía que cuando algo la angustiaba de verdad estaba sola.

Él en cambio era todo montaña pese a que latía el fuego en su interior. Pensaba y reflexionaba, tal vez demasiado, todas sus decisiones. No daba un paso si no había previsto el posterior. Toda su vida había sido estructurada, nada quedaba en manos del azar. No había vértigo ni locuras en su actuar.

Comparado con sus amigos se sentía viejo. Pese a sus veintiséis años su mentalidad era la de un hombre de cincuenta. Por eso se rodeaba principalmente de gente mayor con la cual podía conversar de temas interesantes.

Su trabajo como residente en el hospital, en el sector de pediatría, lo enfrentaba a diario con el dolor; debía revestir su corazón con una capa de acero para no caer en el desánimo. Amaba su profesión, se había graduado hacía un año con excelentes notas pese a lo difícil que habían sido aquellos tiempos de estudio, tiempos de transición de un régimen a otro extremadamente opuesto.

Poniendo freno a sus pasiones internas había sabido mantenerse al margen de los grupos y facciones políticas que se gestaban y disputaban poder en los claustros académicos. Había logrado volverse invisible para todos y solo se dedicaba a estudiar, evadiendo a aquellos que deseaban reclutarlo. No estaba en sus planes cambiar el mundo, solo salvar vidas.

Cerró los ojos durante unos instantes y enseguida se durmió. Lo despertó el sonido estridente del teléfono y sin saber qué hora era ni tener conciencia de lo que estaba ocurriendo se incorporó. A veces se dormía sobre una camilla durante las guardias nocturnas pero despertaba de inmediato ante el llamado de alguna enfermera.

La ventana había quedado abierta y vio que ya era tarde, la luz del día había dejado su sitio al reflejo de la luna llena, que se colaba por entre las cortinas. Miró el reloj que descansaba sobre la mesa de luz: las ocho de la noche.

El teléfono seguía sonando y no tuvo más remedio que levantarse e ir hasta la cocina. Sabía que sería su madre reclamándole su tardanza. Dio a tientas con el aparato negro que se mezclaba con la oscuridad del recinto y levantó el tubo.

—Hola.

—Hijo, sé que estás cansado por la guardia —su madre era una mujer práctica, notaba por el tono de su voz que estaba apurada—, pero prometiste venir a cenar.

—Lo sé… perdoná, me dormí. —No podía fallarle, sus ganas lo instaban a quedarse en la cama pero sabía que terminaría yendo—. En cuarenta y cinco estaré ahí. ¿Necesitás que lleve algo?

—Nada, solo vení.

Decidió darse una ducha, necesitaba despejarse y sacarse el cansancio del cuerpo. El agua tibia alivió la tensión, despabiló su mente y avivó su apetito. Después de todo, pensó, le vendría bien una cena en familia. Su madre estaba entusiasmada con la llegada de su prima Naiquen, a quien él no recordaba. Era un bebé cuando vivían todos juntos. Pero Lihuén se refería a ella como una hermana, habían compartido años de infancia en Mendoza y luego su madre se había refugiado en casa de su tía Fresia en Valcheta. Si bien Lihuén tenía buena relación con su media hermana Milagros, los dieciséis años que le llevaba marcaban una diferencia.

Desistió de afeitarse, peinó sus cabellos hacia un costado intentando dominar el remolino que se le formaba sobre la izquierda y se puso un poco de colonia.

Se vistió con una camisa color celeste y calzó unos mocasines Guido color suela. A Nehuén le gustaba vestir bien, era puntilloso a la hora de combinar los colores y las texturas, y compraba prendas de calidad. Poco pero bueno solía decir. Y los mocasines Guido eran un lujo que podía darse gracias a las horas extras que cubría en el hospital.

Una vez listo salió a la calle y subió a su Citroën 3CV color blanco. Vivía cerca de la casa de sus padres, aunque no tenía ganas de caminar.

Al cabo de unos minutos estaba tocando timbre. Lo recibió Santiago y se dieron un abrazo. Nehuén ya era un hombre y seguía siendo cariñoso con sus mayores, no lo avergonzaban las demostraciones afectivas.

—Menos mal que viniste… —dijo su padre.

—Me tiré un rato en la cama y me dormí, pero no iba a fallarle a mamá.

—Vení, están todos en la cocina.

Nehuén lo siguió a través del pasillo y al llegar lo primero que vieron sus ojos fueron dos niños muy parecidos jugando al ajedrez. A simple vista parecían mellizos, ambos de cabello castaño y tez mate.

—¡Hijo! —Su madre se acercó a él y lo tomó del brazo luego de besarlo con efusividad en la mejilla—. Ella es Naiquen, mi prima hermana.

La mujer que Nehuén tenía frente a sí en nada se parecía a lo que había imaginado. Había supuesto una señora próxima a la edad de su madre y vaya a saber por qué motivo la había pensado entrada en carnes. Por el contrario, Naiquen tenía el aspecto de una jovencita. Era delgada pero bien formada y llevaba los cabellos largos y ondulados, fuera de moda, dado que las muchachas lo usaban al hombro. Su nariz era recta y sus ojos negros y almendrados.

Naiquen le sonrió antes de decir:

—Es increíble lo que cambiaste… la última vez que te vi llevabas pañales.

No supo por qué pero el comentario molestó a Nehuén.

Luego del saludo Lihuén presentó a los niños que apenas lo miraron para volver a concentrarse en la partida de ajedrez.

Ya en el living, solos, Santiago le sirvió un vaso con vino.

—¿Cómo está todo por acá? —Nehuén se sentó en uno de los sillones—. ¿Mi hermana?

—Tu hermana me tiene preocupado… —Santiago se masajeó el puente de la nariz, costumbre que había adquirido cuando estaba inquieto—. Hay noches que no duerme en casa —añadió con pesar.

—Eso no es tan grave, papá —aunque sabían lo que eso significaba y eran una familia de una apertura mental peculiar, comprendía a su padre—. ¿Lo conocen?

—No, en ese aspecto es muy reservada. Hoy sabía que llegaba Naiquen, que la esperábamos para cenar, y sin embargo…

—Cuando la encuentre hablaré con ella —prometió Nehuén.

—¡A comer! —anunció Lihuén asomándose.

Sentados alrededor de la mesa oval disfrutaron del pollo al horno con papas y ensaladas que Lihuén había preparado. Nehuén miró a su madre y la vio bella a pesar de que recientemente se había cortado el pelo a la moda y de las incipientes arrugas que rodeaban sus ojos grises. Su padre también era un hombre apuesto; los admiró. Sabía cuánto habían luchado para estar juntos pese a la oposición de sus abuelos. El amor nunca los había abandonado y habían superado todas las distancias y pruebas. Seguían teniendo esa complicidad de la juventud y a veces los sorprendía sonriéndose con los ojos en un mudo lenguaje que solo ellos comprendían.

Anhelaba para él un amor así, aunque tal deseo no tuviera todavía destinataria. Era demasiado exigente y muy diferente a los jóvenes de su edad, lo cual dificultaba su búsqueda. Se sentía a destiempo con respecto a ellos, como si los hubiera superado en etapas y proyectos.

Después Nehuén observó a los niños. Si bien físicamente eran muy parecidos, notaba que Mauro era muy reservado, atento a las palabras y miradas de los mayores. Parecía un hombre en miniatura, era de baja estatura para sus doce años. Sus ojos verdes no miraban como un niño, escrutaban como si estuviera midiendo a cada uno para ver hasta dónde podía confiar.

Sin darse cuenta, Nehuén se encontró preguntándose de quién habrían sacado los jovencitos los ojos claros, los de la madre eran oscuros. Seguramente del padre. ¿Qué habría pasado con el marido de Naiquen? Nadie lo había nombrado y a él no se le había ocurrido preguntar.

—Mamá está bien —escuchó decir a la parienta recién llegada—, solo que los años se le notan en el cuerpo, hay días en que sus huesos le reclaman reposo.

—¿Y tiene a alguien que la ayude? —se interesó Lihuén. Quería mucho a su tía.

Ella había sido quien la había recogido cuando tuvo que huir de la estancia de Mendoza para salvar la vida de su hijo. Ella la había ayudado para que pudiera casarse con Santiago, ser madre y volver a Buenos Aires sin tener que pasar penurias. Le estaría agradecida de por vida, y si ahora estaba en ella poder ayudar a su prima, le daría lo que fuera necesario.

—Una chica del barrio va un rato todos los días, pero conocés a mamá… —Naiquen meneó la cabeza,— nada la detiene.

—No sé de qué te asombrás —añadió Santiago con una leve risa—. Todas ustedes —refiriéndose a las mujeres de esa familia— son iguales. Nada las frena cuando algo se les mete en la cabeza.

—¿Alguna queja? —desafió Lihuén clavando con picardía los ojos grises en los verdes de su marido.

—Ninguna, mi amor.

Pablo sonrió ante los comentarios y la risa fue interrumpida por los tiros. Instintivamente los chicos se agacharon y Naiquen pegó un salto de la silla. El resto de los comensales permaneció sin alterarse pero la desazón se instaló en sus rostros.

—Tendrás que acostumbrarte, prima —dijo Lihuén—. Esto es habitual.

—Pero… ¿qué es lo que pasa? ¿A quién le disparan? —quiso saber la recién llegada.

—Seguramente a algún animal —terció Santiago, no deseaba que los niños estuvieran al tanto de lo que ocurría en las calles.

Naiquen entendió que la explicación le llegaría luego. Sabía que desde el golpe de Estado en marzo de 1976 todo había cambiado, que la libertad de los años anteriores había dado paso a un régimen duro, donde todo estaba controlado. Tampoco había delincuencia en las calles debido a los constantes controles militares.

Luego de la comida sirvieron la fruta y mandaron a los chicos a la cama. Pablo fue gustoso, cansado del viaje y tantas emociones. Mauro hubiera preferido quedarse entre los mayores pero no osó siquiera solicitarlo.

Mientras las mujeres se ocupaban de los platos en la cocina, Santiago invitó a su hijo con una caña.

—¿Se piensa instalar acá la prima de mamá? —quiso saber.

—No, va a alquilar. Ya tenemos una casita para ellos, mañana la va a ir a ver y si está todo bien hacemos el contrato.

—¿Y el marido?

—No sé mucho todavía —hizo un gesto hacia la cocina donde estaban las mujeres—, tuvieron poco tiempo de hablar a solas, ya me contará tu mamá.

Nehuén terminó su bebida y se puso de pie.

—Me voy a dormir, estoy cansado. Ni bien me cruce con mi hermana voy a hablar con ella —prometió.

Se dirigió hasta la cocina y halló a su madre y a su prima cuchicheando, apoyadas en la mesada y con repasadores en las manos.

—No quiero interrumpirlas —dijo ni bien se asomó— solo quiero despedirme.

Se acercó a su madre y la besó en la mejilla.

—Gracias por venir, hijo, sé que estabas cansado —lo acarició con su mirada gris y él le devolvió una sonrisa.

Luego besó a su tía segunda.

—Un gusto conocerte.

—Ya nos conocíamos. —Naiquen sonrió pero a él no le causó gracia el comentario. Le molestaba que esa mujer hiciera constante referencia a que lo había visto en pañales.

CAPÍTULO 3

Lito Napolitano llegó a su casa después de una jornada agotadora en El Campito, uno de los cuatro centros de detención que funcionaban en Campo de Mayo. Allí, en el Hospital Militar, había nacido Felicia, gracias a la intervención de su amigo, el médico Julio César Caserotto, jefe de Obstetricia.

Habían llegado nuevos detenidos y a él le había tocado decidir quién se iba y quién se quedaba, tarea que dejaba librada al azar de una perinola. Juego macabro si los había, tortura o muerte dependiendo de un trozo de plástico.

—¡María! —gritó ni bien ingresó a su hogar.

—¡Acá! —La voz vino de la habitación.

Halló a su mujer cambiándole los pañales a la beba y pese a que el olor las envolvía se acercó a ellas. Abrazó la cintura de su esposa y depositó un beso en su cuello mientras hacía morisquetas a la pequeñita que blandía bracitos en el aire.

—¿Cómo están mis hermosuras? ¿Cómo se portó esta diablita?

—De maravillas… —dijo María mientras apretaba el chiripá—. Es tan buena…

—¿Y por qué no iba a serlo?

—Vos sabés…

—Sh… ella será como nosotros, no tengas miedo. —María terminó de vestirla, la levantó de la mesa y se la entregó. Lito la estrechó entre sus brazos y la colmó de besos logrando que la beba lanzara grititos de alegría—. ¡Venga con papá!

—Me voy a lavar las manos. —María se encaminó hacia el baño y luego entró en la cocina—. ¡En un ratito cenamos! —gritó desde allá.

Lito se tiró sobre el sillón y empezó a jugar con Felicia. Había elegido ese nombre en honor a Felicitas Guerrero, la mujer más hermosa de la República Argentina. Su mujer no había estado muy de acuerdo argumentando que esa dama había tenido una vida demasiado trágica como para condenar a la hija con un nombre que parecía maldito, pero el esposo no había cedido.

—Acá mando yo —le había dicho sonriendo con la boca y marcando el paso con los ojos.

La beba era hermosa. Tenía la piel blanca y los ojos claros, casi perfecta, como la madre biológica. Por eso la había elegido, la había vigilado de cerca y le había procurado un sitio especial, con mayores cuidados que los que prodigaban a otras en igual situación. Lito quería que su bebé estuviera bien. Y así había sido. Un parto perfecto, limpio y rápido, había dado como resultado a una nena de casi cuatro kilos. La partera cumplió con todos sus pedidos a la perfección y él pudo presenciar el instante mismo en que su cordón umbilical era cortado. A los pocos segundos la beba estaba en sus brazos y él pudo oír su primer llanto. Nunca había sentido tanta ternura por nadie, ni siquiera por su esposa de quien estaba profundamente enamorado. Esa criatura le había quitado el aliento y por un tiempo le había hecho olvidar el objetivo que martilleaba en su mente.

De eso hacía ya casi un año. Felicia crecía sana y cada día estaba más hermosa. Quería dar sus primeros pasos y él se apresuraba para llegar temprano a la casa y poder acompañarla y malcriarla, ya que su madre era mucho más disciplinada. Era feliz. Su hogar olía a familia, a pan recién horneado y flores frescas. También a papillas y pañales sucios, pero nada de eso importaba. Tenía una hija y se desvivía por ella. María era enteramente dichosa por primera vez, al fin había logrado compensarla por tanto sufrimiento.

Solo tenía algo pendiente en su vida, algo que la llegada de Felicia había demorado pero que bullía en su interior cada día con más fuerza. Necesitaba vengar a su padre. Y para ello debía encontrar a la familia de Abel Battistelli. Sabía que sus antecesores habían cometido un error: habían olvidado a la hija del traidor. ¿Cómo se les había pasado ese detalle? Recordaba con exactitud la conversación entre sus mayores, varios años después del hecho, las recriminaciones de sus tíos por haber dejado con vida a la que creyeron la mucama. Tarde se dieron cuenta de que la sirvientita no era tal, sino que era la esposa del Judas. Había en el mundo una semilla de Abel Battistelli que él debía exterminar. Por su padre.

Ya había rastreado en La Pampa, en cercanías de Realicó, el último sitio donde la familia había residido y donde había ocurrido la masacre. Pero nadie conocía a los Battistelli, y si los conocían, no querían soltar prenda. Uno de sus subalternos, el cabo Jiménez a quien le había encomendado la búsqueda, le había mencionado que en una localidad de Río Negro había una mujer apellidada Battistelli.

—Tal vez no sea la persona que usted busca, señor —había dicho Jiménez.

—Asegúrese de su filiación —había sido su orden.

Desde esa conversación había pasado una semana. Se había valido de su puesto para enviar al soldado a Valcheta a recabar datos sobre esa mujer. Estaba obsesionado con hallar a quien le rindiera cuentas por la muerte de su padre. Jamás olvidaría la frase de su tío cuando hallaron a Tito: “Está flotando en el Río de la Plata con un balazo entre ceja y ceja”.

Encerrado en el sótano de la casa de un compañero, Wenceslao repasaba su vida. Había nacido en el seno de una familia acomodada, reconocida en Don Torcuato, y se había criado en un hogar donde el amor y la solidaridad estaban por encima de todo. Su padre era juez en lo Civil y Comercial y su madre estaba dedicada a la iglesia y a la beneficencia. Junto con otras esposas formaba parte de la congregación de mujeres que se reunía para coser ropa, tejer pulóveres y cocinar tortas para repartir entre los más pobres. Las reuniones católicas habían trascendido los muros de la parroquia y se extendían a las casas de los particulares, turnándose entre las distintas familias.

Venía gestándose un movimiento mucho más grande que daría lugar a los “cursillistas”, coordinados por el Movimiento de Cursillos de Cristiandad. Eran sectarios, solo se relacionaban entre ellos, lo cual les permitía además concertar buenos matrimonios y sociedades de todo tipo.

Wenceslao era el mayor de cuatro hermanos, el orgullo de su padre por ser el que había seguido su misma carrera. El juez Honorio Quesada ansiaba ver algún día a su hijo impartiendo justicia en su mismo sillón. Tenía puestas todas las expectativas en él y lo llevaba a todas las reuniones posibles para que se fuera relacionando y conociendo el ambiente.

El hijo había iniciado una carrera ascendente y el padre estaba orgulloso de su muchacho estudiante que todos los días y sin pretender que le prestaran un auto, tomaba el tren de la línea Belgrano hasta Retiro para ir a la facultad.

El viaje se le hacía largo, aproximadamente cincuenta minutos que aprovechaba para estudiar. Ni el traqueteo ni el ruido lograban desconcentrarlo. A veces se distraía con el paisaje, un verdadero contraste social. En Don Torcuato reinaban las quintas y las casas suntuosas, pero luego el trayecto hacia Buenos Aires se volvía triste y pobre, con barriadas y villas. Las chozas y casas precarias parecían querer ahogarse en el río, y Wenceslao meditaba en cómo hacer para cambiar la realidad social.

Cuando llegaba a Retiro tomaba el colectivo de la línea 93 que lo dejaba enfrente, por avenida Pueyrredón. Desde allí se encaminaba hacia la imponente casa de estudios y pasaba por la Confitería de las Artes, sin ceder a la tentación de ingresar para tomar un café.

En esas épocas había que ir de traje, nada de jean, y a las mujeres se les imponía la pollera, ni osar andar de pantalones. El cabello ondulado debía llevarlo corto y prolijo, así como las chicas las uñas. Wenceslao tenía su propio estilo para vestir, siempre combinaba los colores con osadía y jamás olvidaba la bufanda tejida por su madre.

En los primeros tiempos, antes del golpe de Estado, ingresaba a la facultad por la escalinata central. Luego, cuando se vino la debacle, hubo que hacerlo por el lateral derecho del edificio, frente al Italpark. Allí los estudiantes eran controlados por la policía federal, y debían exhibir la libreta universitaria. Se formaban largas colas en los horarios claves, que Wenceslao aprovechaba para leer.

La Facultad de Derecho y Ciencias Sociales estaba invadida de gente de los servicios de inteligencia, infiltrados entre los alumnos. Oficiales de la Federal, de la Side y de la Armada se mezclaban en las aulas para controlar y delatar. Ni siquiera los profesores se salvaban de este espionaje.

Wenceslao era un idealista, un idealista que se comprometía y llevaba sus ideales a la acción. Por eso se había dejado captar por la Juventud Universitaria Peronista (JUP), ya que simpatizaba con sus discursos. Los fines de semana se dedicaba a llevar comida a las villas miseria y junto con monjas y curas ponía sus brazos y su conocimiento para ayudar en lo que hiciera falta. Cuando se recibió, en vez de alejarse de la ayuda a los pobres, continuó trabajando para ellos, siempre feliz, con su mirada buena y su sonrisa pronta.

En una ocasión habían tenido que rehacer un techo que se había volado con un temporal. Codo a codo con el sacerdote del barrio y otros muchachos de la villa habían logrado que la choza volviera a cobijar a una familia formada por una mujer y tres niños pequeños.

No tenía empacho en sacar piojos o curar heridas aun cuando sus conocimientos eran básicos. Más de una vez había cocinado junto con jovencitas del asentamiento, sin saber hacerlo, alimentado por la esperanza que nacía de su corazón gigante. No importaba que solo supiera encender un fósforo. Lo importante era ayudar. Así era él.

Solía llamar la atención que un joven de su condición social estuviera entre el barro, arremangándose junto con los pobres. Siguiendo los pasos del padre Carlos Mugica recorría la villa de Retiro y Villa Luro, tratando de contagiar a otros muchachos de su espíritu solidario. Todavía le dolía la muerte del cura a quien había tenido la oportunidad de ver en algunas de sus misiones de beneficencia. Recordaba con claridad sus palabras que se repetía constantemente como un himno: “Como dice la Biblia, hay que dejar las armas para empuñar los arados”. Pero con el padre Mugica habían empuñado las armas y una ametralladora había cerrado para siempre sus ojos mansos. Su bondad y su afán de servir al prójimo habían quedado desparramados en la calle, sembrando botones de rosas rojas en el asfalto.

Wenceslao admiraba al sacerdote a quien veía como un hombre inquieto y poco proclive a aceptar las estructuras que le quitaban libertad. Sabía que el religioso provenía de una familia bien y que había renunciado a todo para sumarse al proyecto de ayudar a los pobres. Unido al movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo había llevado a cabo una tarea titánica que lo condujo a la muerte.

Los ruidos provenientes del primer piso lo trajeron de vuelta al presente. La oscuridad era casi total en el subsuelo, no podía arriesgarse a esa hora de la noche a encender la linterna que le habían dado. De día era más fácil, la luz del sol se filtraba por alguna hendija aunque el sótano era casi hermético. Hacía más de setenta y dos horas que estaba allí y ya se sentía incómodo. Necesitaba darse un buen baño, acostarse en una cama de verdad y no sobre ese colchón sin relleno. Pero lo que más añoraba era poder ver a Libertad. Sabía que ella estaba bien y pese a que temía que cayeran sospechas sobre la joven, estaba tranquilo de que todavía estaba a salvo. Se habían cuidado bien de mostrarse juntos, aunque con esa gente nunca se sabía. Había infiltrados en todos lados, en los sitios más insospechados podía existir un espía.

Conocía lo ocurrido a un compañero de la facultad que había expuesto demasiado a su novia. Si bien no tenían la certeza sobre lo que había pasado con ella, lo cierto es que nunca más la encontraron. En su casa no hallaban consuelo y las recriminaciones cayeron sobre el novio, quien preso de la culpa terminó volándose los sesos de un disparo.

Muchos rumores corrían por los ríos subterráneos de las comunicaciones mientras el populacho se entretenía con la novela de turno y con los preparativos del Mundial de Fútbol. Pero nada era como parecía ser y pasarían muchos años para que la sociedad, o al menos parte de ella, advirtiera lo que había ocurrido.

Mientras Wenceslao imaginaba un futuro mejor lejos de su tan querido país y junto a la mujer que amaba, ella visitaba a su abuela.

Aime podía leer en los ojos de su nieta una pesada carga de miedos y angustias, mas presentía que sería insondable al escrutinio de sus palabras por más que buscara las mejores. Por ello decidió que en vez de hostigarla con preguntas colmaría su corazón de mimos para darle un poco más del calor que suponía le hacía falta.

Entre mates y tortas fritas que la abuela cocinó para la joven fue desenrollando una extensa madeja de temores e incertidumbres que si bien la mujer no supo de dónde provenían, porque la nieta estaba demasiado entrenada para que no se filtrara información, pudo presumir que era algo mucho más grave que un simple mal de amor de juventud.

Cuando Libertad abandonó la casa fingiendo un bienestar que no sentía, Aime quedó con un oscuro presentimiento oprimiendo su pecho.

CAPÍTULO 4

Aime se levantaba cada vez más temprano, era cierto el mito popular de que los viejos dormían poco. A las seis de la mañana ya estaba en la cocina preparándose el mate. Vicente solía dormir un poco más, los años le habían caído encima de un golpe y el cuerpo le pasaba reclamos. Tenía setenta y seis y si bien su mente seguía lúcida y su vista era impecable, los dolores articulares se mezclaban con problemas intestinales que lo sometían a dietas y remedios que él se negaba a ingerir, porque era más el malestar que le causaban que la solución a sus problemas.

Su nieto Nehuén le había explicado que tenía que tener paciencia y aguardar a que los comprimidos hicieran efecto, pero la vejez lo había vuelto demandante y quejoso.

—Parecés un viejo —solía decirle Aime en broma, logrando que la mirada de su esposo se tornara cálida y una sonrisa amaneciera en su boca.

—Soy un viejo —respondía él.

La vida para ellos se había transformado en espera. Esperaban noticias de sus hijas y visitas de sus nietos. Aime soñaba con tener bisnietos pero parecía que tendría que resignarse a la idea.

Su hija Milagros se había ido a vivir a Francia poco antes del golpe de Estado, siguiendo a Gustave, un bohemio pintor de quien se había enamorado. Tenían poca comunicación dado que las cartas llegaban espaciadas y hablar por teléfono era caro, de modo que lo hacían muy esporádicamente. Vivían en Montmartre, barrio de artistas, y habían abierto un atelier donde él pintaba retratos y vendía otras artesanías. Ella lo ayudaba restaurando cuadros antiguos y eran felices. No tenían grandes aspiraciones más que la de la libertad.

A veces a Aime le daba por pensar que Milagros había heredado la sensibilidad artística de Stein, su primer marido, aunque sabía que eso era una locura dado que Mili era hija de Vicente, totalmente alejado de las artes. Lihuén, en cambio, no tenía esa percepción para lo bello y abstracto, sin embargo, mantenía el taller de dibujo y pintura que había instalado hacía varios años y que ahora llevaba adelante su amiga Lynette.

Si Milagros tenía hijos probablemente ella no los vería crecer, y los hijos de Lihuén no daban signos de compromiso como para casarse y tener familia. Se dijo que no debía anhelar un bisnieto cuando la vida la había premiado tanto. Había tenido a su lado a dos hombres totalmente opuestos que la habían amado de manera incondicional. Stein primero, con quien había tenido a Lihuén, y Vicente después, padre de Milagros.

Lihuén le había dado dos nietos: Nehuén y Libertad. No los veía mucho dado que ambos eran profesionales, de lo cual la abuela se enorgullecía.

Nehuén era quien más los visitaba, siempre se hacía un hueco para pasar a tomar unos mates y ver si necesitaban algo. Solía llevarle a Vicente muestras gratis de medicamentos y trataba de lograr que los ingiriera.

Libertad en cambio era un ave de paso. Siempre apurada, llevaba un ritmo de vida vertiginoso. Sabía por Lihuén que nunca estaba en la casa, que a veces no dormía allí y ambas presumían que tenía un novio o algo por el estilo. Les disgustaba no saber de quién se trataba pero ella era hermética con ese tema.

Esa tarde iría a casa de su hija. Tenía ganas de ver a su sobrina Naiquen, que hacía apenas dos días había llegado a Buenos Aires, y conocer a sus hijos. También quería saber qué le había ocurrido para venirse desde tan lejos de un día para el otro, sola, sin un marido. Su hermana Fresia poco le había contado a través de las escasas cartas que le había enviado, dado que no era buena escribiendo. Su relación se había resentido durante un tiempo, cuando Aime se enteró que Lihuén se había escondido en su casa de Valcheta, pero luego, al conocer cuánto la había ayudado su hermana, el corazón se le ablandó y le abrió de nuevo las puertas de su cariño.

Ansiaba ver cómo estaba Naiquen, la última vez era una niñita… Ahora era una mujer, madre de dos varones. Recordó con nostalgia el día que llegó su hermana Fresia a su casita de Mendoza, cargando ese bultito entre sus brazos, asustada y desamparada. Naiquen era apenas un bebé. Las jornadas que siguieron fueron duras, el sustento de Stein y el de ella misma no alcanzaba para todos, y la intimidad de la familia se vio interrumpida. Pero el amor superaba todos los escollos. Su marido era un ser noble y ni siquiera osó deslizar una queja por tener que recoger en su casa a su cuñada y su hijita.

Las primas crecieron juntas en los olores de la cocina del hotel mientras las madres trabajaban. Aprendieron a compartir hasta el colchón y los escasos juguetes que tenía Lihuén.

—¿En qué estabas pensando? —La voz de Vicente la trajo al presente.

Su marido se había levantado y la miraba desde la puerta con el mismo amor de antaño. Aime volvió a la realidad y se encaminó hacia la cocina para poner la pava y cebarle unos mates.

—En mi sobrina —respondió—. Ella y Lihuén se criaron juntas. Me vinieron de repente todos esos recuerdos … —Con los años las fortalezas se le habían resquebrajado y los ojos se le nublaban más de lo que ella deseaba.

Vicente se acercó por detrás y la abrazó, presintiendo que el pasado se le venía encima con la tenacidad de los vientos. Sabía que había sido muy duro para ella enfrentar la muerte de su primer marido, sola y con una hija a cuestas.

—¿Te acordás de que te amo? —Sus palabras la hicieron sonreír. Giró entre sus brazos y se refugió en el pecho de su esposo.

—Siempre.

Del diario de Naiquen.

“Abril de 1965. Mañana me caso y será uno de los días más felices de mi vida. Lamento que mamá no simpatice mucho con Adolfo, pero sé que con el tiempo aprenderá a quererlo. Es extraño, porque mamá quiere a todo el mundo. Decidí inaugurar hoy este diario porque hasta este momento mi vida fue como la de cualquier chica de pueblo, nada interesante me ocurrió como para que quede testimoniado. Sé que a partir de mañana todo será diferente y quiero y necesito dejarlo plasmado acá, para que en un futuro mis hijos o hijas puedan conocer del gran amor que nos profesamos con Adolfo. Además, planeo dedicarme a escribir. Me gustaría hacerlo sobre cultura en general, todo lo que tenga que ver con las artes. No sé si es técnicamente un trabajo, yo lo haría más por placer que por dinero, solo espero que cuando se lo cuente a mi futuro esposo esté de acuerdo.

Lo conocí en uno de los bailes del pueblo y de inmediato quedé hechizada por sus ojos claros y su sonrisa tímida, porque es tímido en los comienzos, cuando no conoce a la gente. Bailamos unas piezas, o mejor dicho, intenté bailar porque Adolfo lo hace de manera espantosa, como si tuviera los pies atornillados al suelo. Luego tomamos unos tragos, se relajó un poco y me contó que era abogado. La verdad es que no lo parecía, no tenía ese aire doctoral que suelen tener los letrados sino más bien una sencillez cercana a la humildad. Quedamos en vernos al día siguiente y así fue que empezamos a andar en una relación que, pese a mi sorpresa porque jamás creí que un abogado me fuera a prestar atención, terminó en promesa de boda. Y mañana será el gran día.”

“Julio de 1965. Cuánto tiempo pasó desde mi última entrada… La vida de casada me insume casi el día entero, sobre todo con un marido como Adolfo, tan demandante a quien le gusta tener las camisas almidonadas y los pisos y picaportes relucientes. La casa donde vivimos

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