Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Sobre el autor
Créditos
a Eric Southworth
a mis predecesores Vicente y Félix
y a Elide
Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford, y eso me hace pensar, supersticiosamente, que quizá esperaron a que yo llegara y consumiera mi tiempo allí para darme ocasión de conocerlos y para que ahora pueda hablar de ellos. Puede, por tanto, que —siempre supersticiosamente— esté obligado a hablar de ellos. No murieron hasta que yo dejé de tratarlos. De haber seguido en sus vidas y en Oxford (de haber seguido en sus vidas cotidianamente), tal vez aún estuvieran vivos. Este pensamiento no es sólo supersticioso, es también vanidoso. Pero para hablar de ellos tengo que hablar también de mí, y de mi estancia en la ciudad de Oxford. Aunque el que habla no sea el mismo que estuvo allí. Lo parece, pero no es el mismo. Si a mí mismo me llamo yo, o si utilizo un nombre que me ha venido acompañando desde que nací y por el que algunos me recordarán, o si cuento cosas que coinciden con cosas que otros me atribuirían, o si llamo mi casa a la casa que antes y después ocuparon otros pero yo habité durante dos años, es sólo porque prefiero hablar en primera persona, y no porque crea que basta con la facultad de la memoria para que alguien siga siendo el mismo en diferentes tiempos y en diferentes espacios. El que aquí cuenta lo que vio y le ocurrió no es aquel que lo vio y al que le ocurrió, ni tampoco es su prolongación, ni su sombra, ni su heredero, ni su usurpador.
Mi casa tenía tres pisos y era piramidal y pasaba en ella mucho tiempo, dado que mis obligaciones en la ciudad de Oxford eran prácticamente nulas o inexistentes. De hecho Oxford es, sin duda, una de las ciudades del mundo en las que menos se trabaja, y en ella resulta mucho más decisivo el hecho de estar que el de hacer o incluso actuar. Estar allí requiere tanta concentración y tanta paciencia, y tanto esfuerzo luchar contra el natural aletargamiento del espíritu, que sería una exigencia desproporcionada pretender que además sus habitantes se mostraran activos, sobre todo en público, a pesar de que algunos colegas solían efectuar sus desplazamientos siempre corriendo para dar una impresión de perpetuo ahogo y ocupación extrema en los intervalos entre clase y clase, las cuales, sin embargo, habían transcurrido o habrían de transcurrir en el más absoluto sosiego y despreocupación, como parte que forman del estar y no del hacer y ni siquiera del actuar. Así era Cromer-Blake y así era el Inquisidor, también llamado el Matarife y el Destripador y cuyo verdadero nombre era Alec Dewar.
Pero quien negaba todos los simulacros de agitación y daba cuerpo y verbo al estatismo o estabilidad del lugar era Will, el anciano portero del edificio (la Institutio Tayloriana, llamado con pompa y latín) en el que yo solía trabajar con sosiego y despreocupación. Nunca he visto una mirada tan limpia (desde luego no en mi ciudad, Madrid, donde no existen las miradas limpias) como la de aquel hombre de casi noventa años, menudo y pulido, vestido invariablemente con una especie de mono azul, al que se permitía permanecer muchas mañanas en su garita de cristales y dar los buenos días a los profesores según entraban. Will no sabía literalmente el día en que vivía, y así, sin que nadie pudiera predecir la fecha de su elección y menos aún saber qué la determinaba, cada mañana la pasaba en un año distinto, viajando por el tiempo adelante y atrás a su voluntad, o, mejor dicho, probablemente sin su voluntad. Había días en los que, más que creer que estaba, en verdad estaba en 1947, o en 1914, o en 1935, o en 1960, o en 1926, o en cualquiera de los años de su larguísima vida. A veces se podía intuir si Will se hallaba instalado en un año malo por una ligera expresión de temor (era un ser demasiado puro para que en él cupiera la preocupación, pues carecía absolutamente de la visión de futuro asociada siempre a ese sentimiento) que sin embargo nunca llegaba a ensombrecer su mirada confiada y ufana. Uno podía sospechar que una mañana de 1940 estaba para él dominada por el miedo a los bombardeos de la noche anterior o de la que vendría, y que una mañana de 1916 podía encontrarle algo abatido por las malas noticias procedentes de la ofensiva del Somme, y que una de 1930 lo había despertado sin un penique en el bolsillo y con los ojos tanteadores y tímidos de quien tiene que pedir un préstamo y aún no ha decidido a quién. Otros días el ligerísimo apagamiento de su inmensa sonrisa o del brillo de su mirada tan afectuosa era indescifrable del todo —ni siquiera objeto de fabulación— porque sin duda se debía a pesares y sinsabores de su vida personal, que nunca habría interesado a ningún alumno ni profesor. En ese continuo viajar a lo largo de su existencia casi todo era insondable para los demás (a la manera de los retratos de pasados siglos o de una fotografía hecha anteayer). ¿Cómo podíamos saber en qué aflictiva jornada de sus numerosos días se hallaba Will cuando lo veíamos saludar con tan sólo una media sonrisa en vez del gesto entusiasta de las fechas joviales o incluso neutras? ¿Cómo saber qué tramo melancólico de su inacabable trayecto estaba recorriendo cuando no alzaba la mano con ademán infantil al tiempo que daba los buenos días? Aquella mano levantada verticalmente que le hacía sentir a uno el convencimiento de que en aquella ciudad inhóspita alguien se alegraba en verdad de verlo, aunque ese alguien no supiera quién era uno, o, mejor dicho, cada mañana lo viera como a alguien distinto del día anterior. Sólo en una ocasión supe, gracias a Cromer-Blake, en qué momento exacto de su vida sin sobresaltos, pasada durante tantas horas tras los cristales de su garita, se encontraba Will. Cromer-Blake aguardó en la puerta del edificio a que yo llegara y me advirtió:
—Dile algo a Will, unas palabras de consuelo. Parece ser que hoy vive el día de 1962 en que murió su mujer, y le dolería mucho que alguno de nosotros no se diese por enterado al pasar. Está muy triste, pero su natural buen humor le permite disfrutar de su protagonismo de hoy lo justo para que no haya perdido del todo su sonrisa. Así que hasta cierto punto está también encantado. —Y, ya sin mirarme, acariciándose el pelo prematuramente canoso, Cromer-Blake añadió—: Esperemos que no le dé por quedarse a diario en esta fecha: tendríamos que cruzar cada mañana el umbral con una condolencia en los labios.
Will llevaba corbata negra sobre la camisa blanca bajo el mono azul, y sus ojos clarísimos parecían aún más transparentes y líquidos que de costumbre, quizá por efecto de una noche pasada por lágrimas y por ver morir. Me acerqué hasta la puerta de la garita, que estaba abierta, y le puse la mano en el hombro. Noté sus huesos. No sabía bien qué decir.
—Buenos días, Will, aunque para usted sean tan malos. Acabo de enterarme, lo siento muchísimo, ¿qué puedo decir?
Will sonrió apaciblemente y una vez más se le iluminó el rostro rosado, tan rosado que parecía terso. Puso su mano sobre la mía y me dio unas palmaditas sin fuerza, como si fuera él quien me consolara. Cromer-Blake, con su toga al hombro, nos observaba (Cromer-Blake siempre llevaba su toga al hombro y siempre observaba).
—Gracias, Mr Trevor. Es verdad lo que ha dicho, los días no pueden ser peores para mí. Murió anoche, ¿sabe?, esta madrugada. Llevaba algún tiempo un poco enferma, pero no tanto. Esta madrugada me desperté y estaba muriéndose. Se murió en seguida, sin aviso, de golpe, a lo mejor no quería despertarme. Le dije que esperara, pero no pudo. Ni siquiera me dio tiempo a levantarme. —Will se interrumpió un momento y preguntó—: ¿Qué tal me sienta la corbata, Mr Trevor? Yo no suelo llevarla. —Luego sonrió y añadió—: Pero tuvo una vida buena, o eso creo yo, y no fue corta tampoco. Debe saber que ella era cinco años mayor que yo. Me llevaba cinco, no importa que lo cuente ahora. Ahora yo seré más viejo, quizá. Seguiré cumpliendo años y quizá sea más viejo de lo que ella lo fue jamás. —Se tocó la corbata con inseguridad—. Y además: aunque los días sean malos para mí, no hay razón para que yo no se los desee buenos a usted. Buenos días, Mr Trevor.
La mano no se alzó desde la mía —desde su propio hombro— tan aérea como otras veces, pero se alzó, con su vertical saludo.
Aquella mañana estábamos en 1962, y por eso yo era Mr Trevor. De haberse encontrado Will en los años treinta, yo habría sido el doctor Nott, y de haber estado en los cincuenta entonces me habría visto como Mr Renner. Durante la guerra del 14 me convertía en el doctor Ashmore-Jones, en los años veinte era Mr Brome, en los cuarenta el doctor Myer y en los setenta y ochenta el doctor Magill, y esa era la única manera de saber hacia qué década se había inclinado y dirigido Will, el viajero del tiempo, cada mañana. Para él yo era cada día un miembro de la facultad perteneciente al pasado, aunque siempre el mismo en cada periodo elegido cotidianamente por su espíritu para habitar en él. Y nunca se equivocaba. En mí, y a sus ojos puros e intemporales, volvían a vivir su propio pasado rutinario aquellos Dr Magill, y Dr Myer, y Mr Brome, y Dr Ashmore-Jones, y Mr Renner, y Dr Nott, y Mr Trevor, algunos ya muertos y otros jubilados, otros simplemente trasladados o desaparecidos sin dejar más recuerdo que el de sus nombres, o quizá expulsados de la universidad por algún desliz grave del que el pobre Will, en su garita eterna, nunca habría tenido la menor noticia.
Y extrañamente también vivió en mí, algunas mañanas, un tal Mr Branshaw del que nadie guardaba memoria ni sabía nada, lo cual —cada mañana en que me oía llamar así: Buenos días, Mr Branshaw— me hacía pensar si la capacidad de Will para desplazarse en el tiempo no abarcaría también el futuro (tal vez el más inmediato, aquel que cubriera lo que le restara de vida) y si, instalado en los años noventa, no estaría saludando a alguien que aún no había llegado a Oxford y que quizá, dondequiera que se encontrara, aún ignoraba que le tocaría vivir en la ciudad inhóspita y conservada en almíbar, como la llamó hace tiempo uno de mis predecesores. Alguien a quien Will tampoco reconocería con sus ojos ensoñados y diáfanos y a quien tal vez diera mi nombre, que jamás pronunció ante mí, cuando lo saludara con su mano festiva a la entrada de la Tayloriana.
Como he dicho, mis obligaciones en la ciudad de Oxford eran mínimas, lo cual me hacía sentirme a menudo como un personaje decorativo. Al ser consciente, sin embargo, de que mi sola presencia difícilmente podía decorar nada, tenía a bien ponerme de vez en cuando la negra toga (preceptiva ya sólo en muy contadas ocasiones) con el objetivo principal de contentar a los numerosos turistas con que solía cruzarme en el trayecto desde mi casa piramidal hasta la Tayloriana y el secundario de sentirme disfrazado y algo más justificado en mi calidad de adorno. Así, disfrazado, llegaba por tanto a veces al aula en la que daba mis escasas clases o conferencias a diversos grupos de estudiantes, todos ellos de una respetuosidad excesiva y aún mayor indiferencia. Por edad yo estaba más cerca de ellos que de la mayoría de los miembros de la congregación (como se llama al conjunto de los dons o profesores de la universidad, siguiendo la fuerte tradición clerical del lugar), pero bastaba que yo estuviera nerviosamente encaramado a una tarima durante las pocas horas en que establecía contacto visual con ellos para que el distanciamiento entre los alumnos y yo fuera casi monárquico. Yo estaba arriba y ellos abajo, yo tenía un bonito atril delante y ellos vulgares pupitres con incisiones, yo vestía mi larga toga negra (con las cintas de Cambridge y no de Oxford, por cierto, para mayor reserva) y ellos no la vestían, y eso era ya motivo suficiente para que no sólo no discutieran mis tendenciosas afirmaciones, sino ni siquiera me hicieran preguntas cuando peroraba sobre la sombría literatura española de la postguerra durante una hora que se me hacía tan interminable como la propia postguerra a sus literatos (a los antirrégimen, muy pocos).
Los estudiantes sí hacían preguntas, en cambio, en las clases de traducción que les daba en la compañía alternativa de mis colegas ingleses. Los textos que estos últimos elegían para dichas clases (de nombre tan extravagante que de momento prefiero callarlo para no crear un enigma gratuito y ciertamente menor) eran tan rebuscados o costumbristas que con frecuencia tenía que improvisar definiciones espúreas para palabras rancias o herméticas que en mi vida había visto ni oído y que por supuesto los estudiantes no volverían a ver ni a oír en las suyas. Palabras presuntuosas y memorables (concebidas sin duda por cabezas enfermas), de entre las que recuerdo con particular entusiasmo praseodimio, jarampero, guadameco y engibacaire (tampoco he logrado olvidar briaga, en un pasaje vinatero de lo más elegante). Aun a riesgo de quedar como un necio ahora que las he traducido al inglés y sé perfectamente lo que significan, confieso que entonces desconocía por completo su existencia. Aún hoy me admiro de su existencia. Mi papel en esas clases era más aventurado que en las conferencias, ya que consistía en hacer de gramática y diccionario parlantes, con el consiguiente desgaste para mis reflejos. Las consultas más arduas eran las etimológicas, pero al poco, y llevado de la impaciencia y los deseos de agradar, no tuve reparo en ir inventando etimologías delirantes sobre la marcha y para salir del paso, en la confianza de que ningún alumno ni el colega de turno que me acompañaba tendrían nunca la curiosidad suficiente para comprobar más tarde lo verídico de mis contestaciones. (Y en el caso de que la tuvieran, estaba convencido de que también tendrían la compasión suficiente para no echarme el disparate en cara al siguiente día.) Así, ante preguntas que se me antojaban tan malintencionadas y absurdas como cuál era el origen de la palabra papirotazo, no tenía inconveniente en ofrecer respuestas todavía más absurdas y peor intencionadas.
—Papirotazo, en efecto. A este tipo de golpe propinado con el dedo índice se lo llama así porque era de este modo como se golpeaban los papiros hallados en Egipto a comienzos del siglo XIX para probar su resistencia y empezar a determinar su antigüedad.
Y al ver que nadie reaccionaba violentamente ni a nadie se le ocurría argüir que un solo papirotazo habría convertido en confetti cualquier papiro dinástico, sino que los alumnos tomaban nota y el colega inglés —aturdido sin duda por la grosera sonoridad de la palabra y tal vez embriagado por la repentina visión de un Egipto napoleónico— aprobaba mi explicación (‘¿Lo oyen ustedes? Papirotazo viene de la palabra papiro: pa-pi-ro, pa-pi-ro-ta-zo’), aún encontraba valor para insistir y completar la falsedad con una nota erudita:
—Es por tanto una palabra bastante reciente, que se asimiló a la más antigua capirotazo, como también se llama a este golpe doloroso y vejatorio —y hacía una pausa para ilustrar el vocablo con un papirotazo al aire—, por ser el mismo que se acostumbraba propinar a los penitentes encapuchados durante las procesiones de Semana Santa, en la punta de sus capuchas o capirotes, para humillarlos.
Y mi colega siempre aprobaba (‘¿Lo oyen ustedes? Ca-pi-ro-te, ca-pi-ro-ta-zo’). La delectación con que algunos de los profesores británicos proferían palabras descabelladas en español no dejaba de conmoverme, y las que más les satisfacían eran las de cuatro o más sílabas. Recuerdo que el Matarife disfrutaba tanto que se olvidaba de la compostura, y, levantando una pierna —la blanquísima canilla al descubierto por culpa de unos calcetines demasiado cortos y unos zapatones voraces—, la apoyaba con desenfado y no sin gracia sobre un pupitre vacío y la hacía balancearse al compás de su silabeo eufórico (‘Ve-ri-cue-to, ve-ri-cue-to. Mo-fle-tu-do, mo-fle-tu-do’). En realidad hube de suponer, más tarde, que el aplauso de mis colegas a mis etimologías imaginarias era consecuencia de su excelente educación, su sentido de la solidaridad y su sentido de la diversión. En Oxford nadie dice nunca nada a las claras (la franqueza sería la más imperdonable falta, y también la más desconcertante), pero así lo comprendí cuando al despedirme de Dewar el Inquisidor tras mis dos años de estancia allí, me dijo entre otras pomposidades:
—Echaré de menos tus fantásticos conocimientos etimológicos. Siempre me sorprendían extraordinariamente. Aún recuerdo mi asombro cuando explicaste que la palabra papirotazo venía de papo, por designar un golpe que se daba en la papada del contrario: me quedé boquiabierto. —Se detuvo un instante para observar complacido mi confusión. Chasqueó la lengua contra el paladar y añadió—: La etimología es una ciencia apasionante, lástima que a los estudiantes, pobres muchachos sin discernimiento, se les olvide el noventa y cinco por ciento de las maravillas que nos escuchan, y que nuestros brillantes hallazgos sólo los deslumbren durante unos minutos, más o menos hasta el final de la clase. Pero yo lo recordaré: pa-pa-da, pa-pi-ro-ta-zo —y flexionó un poco una pierna—. Quién lo hubiera dicho. Fantástico.
Creo que me sonrojé considerablemente, y, en cuanto pude, corrí a la biblioteca para consultar el diccionario y descubrir que, en efecto, la famosa palabra papirotazo procedía del papo en que antaño se recibía el ignominioso golpe. Me sentí más impostor que nunca, pero también vi mi conciencia tranquilizada en parte, pues juzgué que mis etimologías dementes no eran mucho más disparatadas ni menos verosímiles que las verdaderas. Al menos esta me parecía casi tan estrafalaria como la improvisada. Y en todo caso, como había señalado el Destripador, este tipo de conocimientos ornamentales duraban pocos minutos, fuesen falsos, auténticos o semiverdades. A veces el saber verdadero resulta indiferente, y entonces puede inventarse.
Yo he caminado interminablemente por la ciudad de Oxford y conozco casi todos sus rincones y también sus confines de nombres esdrújulos: Headington, Kidlington, Wolvercote, Littlemore (Abingdon, Cuddesdon, ya más lejos). También llegué a conocer casi todos sus rostros de hace tres y dos años, por difícil que fuese volver a encontrarlos. La mayoría de las veces caminaba sin propósito y sin rumbo determinado, aunque bien recuerdo que durante unos diez días de mi segundo periodo lectivo allí (el que se llama Hilary y comprende ocho semanas entre enero y marzo) caminé con un propósito poco adulto y entonces —mientras duró— ni siquiera a mí mismo confesado. Fue poco antes de que conociera a Clare y Edward Bayes, y de hecho la interrupción o abandono del objetivo (sí, fue abandono) vino dado a buen seguro también por ese conocimiento de Clare Bayes y de su marido y no solamente porque el propósito se viera cumplido y a la vez frustrado una tarde de viento en Broad Street por las mismas fechas.
Unos diez días antes de que Clare y Edward Bayes me fueran presentados y empezara a tratarlos, regresaba yo de Londres —un viernes— en el último tren de la noche, que salía de la estación de Paddington alrededor de las doce. Era el tren que solía coger cada viernes o sábado a mi regreso de la capital, en la que no tenía donde quedarme a dormir a menos que lo hiciera en un hote