Índice
Portadilla
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Notas
Créditos
Grupo Santillana
1
El 24 de mayo de 1863, domingo, mi tío, el profesor Lidenbrock, volvió precipitadamente a su pequeña casa situada en el número 19 de Königstrasse, una de las calles más antiguas del barrio viejo de Hamburgo.
Nuestra criada, Marthe, debió pensar que iba muy retrasada, porque la comida apenas había comenzado a hervir en el fogón de la cocina.
«Bueno —me dije—, si mi tío, que es el más impaciente de los hombres, tiene hambre, pondrá el grito en el cielo».
—¿Ya está aquí el señor Lidenbrock? —preguntó Marthe, estupefacta, entreabriendo la puerta del comedor.
—Sí, Marthe, pero la comida tiene derecho a no estar preparada, porque aún no son las dos. Acaba de sonar la media en Saint-Michel.
—Entonces, ¿por qué vuelve el señor Lidenbrock?
—Él nos lo dirá seguramente.
—¡Ahí está! Yo me escapo, señor Axel, hágale usted entrar en razón.
Y Marthe volvió a su laboratorio culinario.
Me quedé solo. Pero hacer entrar en razón al más irascible de los profesores era algo que mi carácter un poco indeciso no me permitía. Por eso, me disponía a volver prudentemente a mi cuartito del piso de arriba, cuando la puerta de la calle rechinó sobre sus goznes; unos enormes pies hicieron crujir la escalera de madera, y el dueño de la casa, cruzando el comedor, se precipitó inmediatamente en su gabinete de trabajo.
Durante este rápido recorrido había tirado en un rincón su bastón de cabeza de cascanueces, su amplio sombrero sobre la mesa y había lanzado a su sobrino estas sonoras palabras:
—¡Axel, sígueme!
No había tenido tiempo de moverme cuando el profesor me gritó con tono impaciente:
—Pero ¿todavía no estás aquí?
Me lancé hacia el gabinete de mi temible maestro.
Otto Lidenbrock no era un mal hombre, lo admito gustosamente; pero a menos que sucedan cambios improbables, siempre será un extravagante terrible.
Era profesor en el Johannaeum, y daba una clase de mineralogía, durante la cual, por regla general, se encolerizaba una o dos veces. No se preocupaba de tener alumnos asiduos a sus lecciones, ni del grado de atención que le otorgaban, ni del éxito que luego podían obtener; estos detalles apenas le inquietaban. Daba clase «subjetivamente», según una expresión de la filosofía alemana, para él y no para los demás. Era un sabio egoísta, un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando se quería sacar algo de él: en una palabra, un avaro.
En Alemania hay algunos profesores de este género.
Por desgracia, mi tío no gozaba de una extrema facilidad de palabra, al menos cuando hablaba en público, y ése es un defecto lamentable en un orador. En efecto, en sus demostraciones en el Johannaeum, a menudo el profesor se paraba en seco, luchaba contra una palabra recalcitrante que se negaba a salir de sus labios, una de esas palabras que se resisten, se hinchan y terminan por salir en la forma poco científica de un juramento. Y eso le enfurecía en grado sumo.
Y en mineralogía hay muchas denominaciones semigriegas, semilatinas, difíciles de pronunciar, muchos de esos rudos sustantivos que despellejarían los labios de un poeta. No quiero hablar mal de esta ciencia. Lejos de mí semejante idea. Pero cuando uno se encuentra en presencia de cristalizaciones romboédricas, de resinas retinasfálticas, de gelenitas, de fangasitas, de molibdatos de plomo, de tungstatos de manganeso y de titaniatos de circonio, hasta a la lengua más diestra le está permitido trabarse.
Así pues, en la ciudad se conocía este perdonable defecto de mi tío, del que se burlaban, y le esperaban en las coyunturas difíciles, lo cual le enfurecía y hacía que se rieran de él, cosa que no es de buen gusto, ni siquiera para alemanes. Y si siempre había gran afluencia de oyentes en las clases de Lidenbrock, ¡cuántos seguidores asiduos sólo lo eran para reírse con los accesos de cólera del profesor!
Sea como fuere, debo decir ante todo que mi tío era un verdadero sabio. Aunque a veces rompiese sus muestras por tratarlas con demasiada brusquedad, unía al genio del geólogo el ojo del mineralogista. Con su martillo, su punzón de acero, su aguja imantada, su soplete y su frasco de ácido nítrico, era un experto. Por la rotura, por el aspecto, por la dureza, por la fusibilidad, por el sonido, por el olor, por el gusto de un mineral cualquiera, lo clasificaba sin vacilar entre las seiscientas especies que actualmente cuenta la ciencia.
Por eso el nombre de Lidenbrock sonaba con honor en los institutos y asociaciones nacionales. Los señores Humphry Davy, de Humboldt, y los capitanes Franklin y Sabine no dejaron de visitarle a su paso por Hamburgo. Los señores Becquerel, Ebelmen, Brewster, Dumas, Milne-Edwards, Sainte-Claire-Deville, gustaban consultarle sobre las cuestiones más palpitantes de la química. Esta ciencia le debía bastantes hermosos descubrimientos y, en 1853, había aparecido en Leipzig un Tratado de cristalografía trascendente, por el profesor Otto Lidenbrock, gran infolio con ilustraciones, que sin embargo no cubrió los gastos.
Añádase a esto que mi tío era conservador del museo mineralógico del señor Struve, el embajador de Rusia: una magnífica colección de fama europea.
Tal era el personaje que me interpelaba con tanta impaciencia. Imaginaos un hombre alto, enjuto, con una salud de hierro y de un rubio juvenil que le quitaba diez buenos años a los cincuenta que tenía. Sus grandes ojos giraban sin cesar detrás de unas gafas considerables; su nariz, larga y delgada, parecía una hoja afilada; los maliciosos pretendían incluso que estaba imantada y que atraía las limaduras de hierro. Pura calumnia: sólo atraía el tabaco, pero en gran abundancia, a decir verdad.
Cuando haya añadido que mi tío daba pasos matemáticos de media legua y que al caminar mantenía sus puños sólidamente cerrados, señal de un temperamento impetuoso, se le conocerá lo bastante para no sentir afición por su compañía.
Vivía en su casita de Königstrasse, morada mitad de madera, mitad de ladrillo, rematada en un frontispicio almenado; daba a uno de esos sinuosos canales que se cruzan en medio del barrio más antiguo de Hamburgo, que respetó afortunadamente el incendio de 1842.
La vieja casa se inclinaba un poco, cierto, y tendía el vientre hacia los transeúntes; tenía inclinado su techo sobre la oreja, como la gorra de un estudiante de la Tugendbund y la verticalidad de sus líneas dejaba que desear; pero, en resumidas cuentas, se mantenía bien gracias a un viejo olmo vigorosamente encastrado en la fachada, que en primavera echaba sus brotes en flor a través de los cristales de las ventanas.
Mi tío no dejaba de ser rico para lo que suele ser un profesor alemán. La casa le pertenecía por completo, continente y contenido. El contenido era su ahijada Graüben, joven virlandesa de diecisiete años; Marthe y yo. En mi doble calidad de sobrino y de huérfano, me convertí en ayudante-preparador de sus experimentos.
Confesaré que mordí con apetito en las ciencias geológicas; tenía sangre de mineralogista en las venas y jamás me aburría en compañía de mis preciosos guijarros.
En suma, se podía vivir feliz en aquella casita de Königstrasse, a pesar de las impaciencias de su propietario, porque, aun comportándose de forma algo brutal, no por ello me amaba menos. Pero aquel hombre no sabía esperar, y apremiaba incluso a la naturaleza.
Cuando en abril plantaba esquejes de reseda o de volubilis en los tiestos de loza de su salón, iba regularmente todas las mañanas a tirarles de las hojas a fin de apresurar su crecimiento.
Con semejante extravagante no quedaba más remedio que obedecer. Por eso entré corriendo en su gabinete.
2
Aquel gabinete era un verdadero museo. Todas las muestras del reino mineral se hallaban allí etiquetadas en el más perfecto orden, siguiendo las tres grandes divisiones de los minerales: inflamables, metálicos y litoideos.
¡Qué bien conocía yo esas chucherías de la ciencia mineralógica! ¡Cuántas veces, en lugar de vagabundear con los chicos de mi edad, me había divertido quitando el polvo a aquellos grafitos, aquellas antracitas, aquellas hullas, aquellos lignitos, aquellas turbas! ¡Y los bitumés, las resinas, las sales orgánicas que había que preservar del menor átomo de polvo! ¡Y aquellos metales, desde el hierro hasta el oro, cuyo valor relativo desaparecía ante la igualdad absoluta de los especímenes científicos! ¡Y todas aquellas piedras que hubieran bastado para reconstruir la casa de Königstrasse, incluso con una hermosa habitación más, que tan bien me hubiera venido!
Pero al entrar en el gabinete no pensaba siquiera en estas maravillas. Sólo mi tío ocupaba mi pensamiento. Estaba hundido en su amplio sillón guarnecido de terciopelo de Utrecht, y tenía entre las manos un libro que miraba con la admiración más profunda.
—¡Qué libro, qué libro! —exclamaba.
Esta exclamación me recordó que el profesor Lidenbrock era también bibliómano en sus ratos perdidos; pero un libro de lance sólo tenía valor a sus ojos a condición de ser inencontrable, o por lo menos ilegible.
—Bueno —me dijo—, ¿es que no lo ves? Pues se trata de un tesoro inestimable que he encontrado esta mañana fisgoneando en la tienda del judío Hevelius.
—¡Magnífico! —respondí con fingido entusiasmo.
En efecto, ¿a qué tanto alboroto por un viejo en cuarto[1] cuyo lomo y cubiertas parecían hechas de vulgar becerro, un libraco amarillento del que colgaba una cinta descolorida?
Sin embargo, las interjecciones admirativas del profesor no cesaban.
—Mira —decía, haciéndose a sí mismo preguntas y respuestas—. ¿Es bastante hermoso? Sí, es admirable. ¡Y qué encuadernación! ¿Se abre el libro con facilidad? Sí, porque se queda abierto en cualquier página. ¿Y cierra bien? Sí, porque la cubierta y las hojas forman un todo perfectamente unido, sin separarse ni entreabrirse por ningún lugar. Y este lomo que no presenta ni un rasguño después de setecientos años de existencia. ¡Ah, de esta encuadernación se habrían sentido orgullosos Bozerian, Closs o Purgold!
Mientras hablaba así, mi tío abría y cerraba sucesivamente el viejo libraco. Yo no podía hacer otra cosa que interrogarle sobre su contenido, aunque no me interesaba para nada.
—¿Y cuál es el título de este maravilloso volumen? —pregunté con una solicitud demasiado entusiasta para no ser fingida.
—¡Esta obra —respondió mi tío animándose— es el Heims-Kringla, de Snorre Turleson, el famoso autor irlandés del siglo XII! ¡Es la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia!
—¿De veras? —exclamé lo mejor que pude—. Y sin duda es una traducción al alemán.
—¡Vamos! —respondió enojado el profesor—. ¡Una traducción…! ¿Qué iba a hacer yo con tu traducción? ¿Quién se preocupa de traducciones? ¡Es la obra original en lengua islandesa, ese magnífico idioma, rico y sencillo a la vez, que permite las combinaciones gramaticales más variadas y numerosas modificaciones de palabras!
—Como el alemán —insinué yo con bastante acierto.
—Sí —respondió mi tío encogiéndose de hombros—, sin contar con que la lengua islandesa admite los tres géneros como el griego, y declina los nombres propios como el latín.
—¡Ah! —dije, con mi indiferencia algo quebrantada—. ¿Y son hermosos los caracteres de ese libro?
—¡Caracteres! ¿Quién te habla de caracteres, desdichado Axel? ¡Vaya con los caracteres! ¡Ah! ¿Tomas esto por un impreso? Pero, ignorante, es un manuscrito, y un manuscrito rúnico.
—¿Rúnico?
—¡Sí! ¿Vas a pedirme ahora que te explique esa palabra?
—Me guardaré mucho de hacerlo —repliqué yo en el tono de un hombre herido en su amor propio.
Pero mi tío siguió, a pesar de todo, y me instruyó contra mi voluntad en cosas que apenas me interesaba saber.
—Las runas —continuó— eran caracteres de escritura usados antiguamente en Islandia, ¡y según la tradición fueron inventados por el mismo Odín! ¡Pero mira y admira, impío, estos tipos que salieron de la imaginación de un dios!
Confieso que a falta de réplica iba a prosternarme, género de respuesta que debe agradar tanto a los dioses como a los reyes, porque tiene la ventaja de no azorarlos nunca, cuando un incidente vino a desviar el curso de la conversación.
Fue la aparición de un mugriento pergamino que se deslizó del libraco y cayó al suelo.
Mi tío se precipitó sobre aquella pieza con una avidez fácil de comprender. Un viejo documento, encerrado desde tiempo inmemorial en un viejo libro, no podía dejar de tener a sus ojos alto precio.
—¿Qué es esto? —exclamó.
Y al mismo tiempo desplegaba cuidadosamente sobre su mesa un trozo de pergamino de cinco pulgadas de largo y tres de ancho, sobre el que se alineaban caracteres de libro de hechicería, en líneas transversales.
He aquí el facsímil exacto. Debo dar a conocer estos extraños signos porque impulsaron al profesor Lidenbrock y a su sobrino a emprender la más extraña expedición del siglo XIX:
El profesor contempló durante algunos instantes esta serie de caracteres; luego dijo, quitándose los lentes:
—Es rúnico. ¡Estos tipos son absolutamente idénticos a los del manuscrito de Snorre Turleson! Pero… ¿qué pueden significar?
Como el rúnico me parecía un invento de sabios para engañar a la pobre gente, no me preocupó ver que mi tío no comprendiese nada. Al menos eso fue lo que me pareció por el movimiento de sus dedos que comenzaban a agitarse terriblemente.
—¡Y, sin embargo, es antiguo islandés! —murmuraba entre dientes.
Y el profesor Lidenbrock debía conocer de sobra lo que decía, porque pasaba por ser un auténtico políglota. No es que hablara correctamente las dos mil leguas y los cuatro mil idiomas empleados en la superficie del globo, pero, en fin, sabía una buena parte.
En presencia de esta dificultad iba, pues, a dejarse llevar por toda la impetuosidad de su genio; y yo preveía una escena violenta, cuando sonaron las dos en el pequeño reloj de pared de la chimenea.
Al punto Marthe abrió la puerta del gabinete, diciendo:
—La sopa está servida.
—¡Al diablo la sopa! —exclamó mi tío—. ¡Y quien la ha hecho, y quienes la coman!
Marthe huyó. Yo volé tras ella y, sin saber cómo, me encontré sentado en mi lugar habitual en el comedor.
Esperé algunos instantes. El profesor no acudió. Era la primera vez, que yo supiese, que faltaba a la solemnidad de la comida. ¡Y, sin embargo, qué comida! Una sopa de perejil, una tortilla de jamón sazonada con acederas con mostaza, una chuleta de ternera con compota de ciruelas, y de postre, dulce de gambas, todo ello regado con un buen vino de Mosela.
Eso era lo que mi tío se iba a perder por un viejo papel. Y yo, desde luego, en calidad de sobrino abnegado, me creí obligado a comer por ambos al mismo tiempo. Y lo hice a conciencia.
—¡Jamás he visto nada parecido! —decía Marthe—. ¡El señor Lidenbrock no está en la mesa!
—¡Es increíble!
—Esto presagia algún acontecimiento grave —proseguía la vieja sirvienta moviendo la cabeza. En mi opinión, aquello no presagiaba nada, sino una escena espantosa cuando mi tío encontrase su comida devorada.
Estaba yo con mi última gamba cuando una voz estentórea me arrancó de las voluptuosidades del postre. Sólo necesité dar un salto para pasar del comedor al gabinete.
3
—Evidentemente es rúnico —decía el profesor frunciendo el entrecejo—. Pero hay un secreto, y lo descubriré… si no…
Un gesto violento remató su idea.
—Ponte ahí —añadió, señalándome la mesa con el puño—, y escribe.
En un instante estuve preparado.
—Ahora voy a dictarte cada letra de nuestro alfabeto que corresponde a cada uno de estos caracteres islandeses. Veremos lo que resulta. Pero ¡por san Miguel, cuídate mucho de equivocarte!
Comenzó el dictado. Me apliqué lo mejor que pude. Las letras fueron nombradas una tras otra, y se formó la incomprensible sucesión de las siguientes palabras:
m.rnlls |
esreuel |
seecJde |
sgtssmf |
unteief |
niedrke |
kt,samn |
atrateS |
Saodrrn |
emtanael |
nuaect |
rrilSa |
Atvaar |
.nscrc |
ieaabs |
ccdrmi |
eeutul |
frantu |
dt,iac |
oseibo |
KediiY |
Cuando estuvo terminado este trabajo, mi tío cogió ávidamente la hoja en la que yo acababa de escribir, y la examinó mucho tiempo con atención.
—¿Qué quiere decir esto? —repetía maquinalmente.
Palabra de honor que yo no habría podido decírselo. Además, no me preguntaba, y continuó hablando consigo mismo:
—Es lo que llamamos un criptograma —decía—, en el cual el sentido está oculto bajo letras revueltas adrede, y que convenientemente dispuestas formarían una frase inteligible. ¡Cuando pienso que tal vez aquí esté la explicación o la indicación de un gran descubrimiento!
Por lo que a mí se refiere, pensaba que allí no había absolutamente nada, pero por prudencia callé mi opinión.
El profesor cogió entonces el libro y el pergamino y comparó los dos.
—Estas dos escrituras no son de la misma mano —dijo—; el criptograma es posterior al libro, y lo primero que veo es una prueba irrefutable. En efecto, la primera letra es una doble M, que en vano buscaríamos en el libro de Turleson, porque no fue añadida al alfabeto islandés hasta el siglo XIV. Así pues, hay por lo menos doscientos años entre el manuscrito y el documento.
Admito que esto me pareció bastante lógico.
—Por tanto —prosiguió mi tío—, esto me lleva a pensar que uno de los poseedores del libro fue el que trazó estos caracteres misteriosos. Pero ¿quién diablos fue ese poseedor? ¿No habrá puesto su nombre en algún lugar del manuscrito?
Mi tío se quitó los lentes, cogió una gruesa lupa y revisó cuidadosamente las primeras páginas del libro. En el reverso de la segunda, la de la portadilla, descubrió una especie de mancha que causaba a la vista el efecto de un borrón de tinta. Sin embargo, mirando más de cerca, se distinguían algunos caracteres medio borrados. Mi tío comprendió que allí estaba lo interesante; se empecinó, pues, sobre la mancha, y con la ayuda de su gruesa lupa terminó por reconocer los signos siguientes, caracteres rúnicos que leyó sin vacilar:
—¡Arne Saknussemm! —exclamó en tono triunfante—; pero si es un nombre, y un nombre islandés además, el de un sabio del siglo XVI, de un alquimista célebre.
Miré a mi tío con cierta admiración.
—Aquellos alquimistas —prosiguió—, Avicena, Bacon, Lulio, Paracelso, eran los auténticos, los únicos sabios de su época. Hicieron descubrimientos que todavía hoy nos asombran. ¿Por qué el tal Saknussemm no habría ocultado bajo este incomprensible criptograma alguna sorprendente invención? Debe ser así. Es así.
La imaginación del profesor se inflamaba con esta hipótesis.
—Desde luego —me atreví a responder—, pero ¿qué interés podía tener ese sabio en ocultar de este modo algún descubrimiento maravilloso?
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué sé yo? ¿No hizo lo mismo Galileo con Saturno? Además, ya lo veremos: descifraré el secreto de este documento, y no comeré ni dormiré hasta haberlo adivinado.
«¡Oh!», pensé yo.
—Ni tú tampoco, Axel —continuó.
«Diablos —me dije—, ¡qué suerte que he comido por dos!».
—Ante todo —dijo mi tío—, hay que encontrar la lengua de esta «clave». No debe de ser difícil.
Al oír estas palabras, alcé rápidamente la cabeza. Mi tío reanudó su soliloquio:
—Nada más fácil. En este documento hay ciento treinta y dos letras, que dan setenta y nueve consonantes por cincuenta y tres vocales. Y, poco más o menos, con esa proporción se han formado las palabras de las lenguas meridionales, mientras que los idiomas del norte son infinitamente más ricos en consonantes. Por tanto, se trata de una lengua del Mediodía.
Estas conclusiones eran muy justas.
—Pero ¿cuál es esa lengua?
Ahí esperaba yo a mi sabio, en quien, sin embargo, descubría a un profundo analista.
—Este Saknussemm —prosiguió— era un hombre instruido; desde el momento en que no escribía en su lengua materna, debía escoger preferentemente la lengua usual entre los espíritus cultivados del siglo XVI, es decir, el latín. Si me equivoco, podré probar con el español, con el francés, con el italiano, con el griego y con el hebreo. Pero los sabios del siglo XVI escribían, por lo general, en latín. Por tanto, tengo derecho a decir a priori: esto es latín.
Di un brinco en mi silla. Mis recuerdos de latinista se rebelaban contra la pretensión de que aquella serie de palabras estrambóticas pudiera pertenecer a la dulce lengua de Virgilio.
—Sí, latín —continuó mi tío—, pero latín embrollado.
«Vaya —pensé yo—. Si lo desembrollas, serás muy listo, tío».
—Hagamos un examen atento —dijo, volviendo a coger la hoja sobre la que yo había escrito—. Aquí tenemos una serie de ciento treinta y dos letras que se presentan en aparente desorden. Hay palabras en que las consonantes se encuentran solas, como en el primer grupo, «m.rnlls», otras en que, por el contrario, abundan las vocales: el quinto, por ejemplo, «unteief», o el antepenúltimo, «oseibo». Y esta disposición no ha sido combinada, evidentemente: viene dada matemáticamente por la desconocida razón que ha presidido la sucesión de estas letras. Parece seguro que la frase primitiva fue escrita regularmente, luego trastocada siguiendo una ley que hay que descubrir. Quien posea la clave de este «cifrado» lo leerá de corrido. Pero ¿cuál es esa clave? Axel, ¿tienes tú esa clave?
No respondí a esta pregunta, y con razón. Mis miradas se habían detenido en un encantador retrato colgado de la pared, el retrato de Graüben. La pupila de mi tío se encontraba entonces en Altona, en casa de una de sus parientes, y su ausencia me ponía muy triste porque, ahora puedo confesarlo, la linda virlandesa y el sobrino del profesor se amaban con toda la paciencia y toda la tranquilidad alemanas. Estábamos prometidos sin que lo supiera mi tío, demasiado geólogo para comprender sentimientos semejantes. Graüben era una encantadora muchacha rubia de ojos azules, de carácter un poco grave, de espíritu algo serio; pero no por eso me amaba menos. En cuanto a mí, la adoraba, si es que este verbo existe en la lengua tudesca. Así pues, la imagen de mi pequeña virlandesa me transportó, en un momento, del mundo de las realidades al de las quimeras, al de los recuerdos.
Volví a ver a la fiel compañera de mis penas y mis alegrías. Todos los días me ayudaba a ordenar las preciosas piedras de mi tío; las etiquetaba conmigo. ¡Qué buenísima mineralogista era la señorita Graüben! Habría dado lecciones a más de un sabio. Le gustaba profundizar en las cuestiones arduas de la ciencia. ¡Cuántas dulces horas habíamos pasado estudiando juntos! ¡Y cuánto envidiaba yo a menudo la suerte de aquellas piedras insensibles que ella manejaba con sus encantadoras manos!
Luego, llegado el momento del descanso, salíamos los dos juntos, enfilábamos las frondosas avenidas del Alster, y juntos nos dirigíamos al viejo molino alquitranado que hace tan buen efecto al extremo del lago; de camino, hablábamos cogidos de la mano. Yo le contaba cosas que le hacían mucha gracia. Así llegábamos hasta las orillas del Elba, y, tras haber dado las buenas noches a los cisnes que nadaban entre los grandes nenúfares blancos, volvíamos al muelle en la barca de vapor.
Y me encontraba yo soñando así cuando mi tío, dando un puñetazo en la m