Un riesgo gratuito
Un buen amigo me dijo una vez que la discusión sobre los géneros debía quedar para los tenderos, no para los escritores. Nunca lo olvidé. Que si aquella página es periodismo, que si es literatura, que si un poco de cada cosa. A quién le importa. Me gusta definir la crónica como un artefacto construido con un lenguaje cuidado y propio para contar una buena historia. Como en la gran literatura, como en el buen periodismo, lo importante es el material narrativo, qué se cuenta. Después, claro está, hay que contarlo bien. Casi siempre, en un espacio inelástico y con premura. Ese es el desafío.
Cada vez son menos quienes discuten el lugar de la crónica en el universo de la literatura. La mayoría de los lectores se dedica a disfrutar, en especial cuando los textos reúnen verdad y belleza. Ernest Hemingway, Osvaldo Soriano, Tomás Eloy Martínez, Martín Caparrós, alentaron, con sus impactantes descripciones, mi gusto por esa forma de narrar. Por entonces estaba haciendo mis primeras armas en los medios y no imaginaba siquiera que la escritura me permitiría transitar los mismos caminos que me deslumbraban como lector.
Cuando asumí el pleno ejercicio de los dos oficios terrestres que me justifican sobre la tierra, comprendí que literatura y periodismo son complementarios y antagónicos. Una pareja difícil que, cuando copula seguido, es capaz de engendrar monstruos o princesas.
Escribo con la misma pasión e intensidad una novela que una entrevista; un cuento que una nota de prensa. Pretendo tratarlos con el mismo rigor y alcanzar igual calidad. Lo que varía es el compromiso con la historia. En un caso, el material narrable pertenece al mundo de la ficción y entonces todo está permitido. En el otro, la narración se apoya en hechos, personajes y escenas reales. El espacio para la invención se reduce a su mínima expresión, aunque el cuidado del lenguaje es análogo. De eso se trata.
No hay tiempo que perder está dividido en cinco partes. En “El viajero que huye” se suceden historias de viajes: por Sicilia en búsqueda de mis ancestros, por el fascinante Tercer Mundo del Mediterráneo y de Sudamérica. “Noches de sol” evoca la infancia, el mundo del ajedrez, las pérdidas. “Aquí a la vuelta” reúne crónicas sobre el pago chico: una misteriosa fábrica de ajenjo y la casa natal del Che Guevara conviven con las inundaciones que castigaron Santa Fe, escenas del último tren que partió de Rosario y recorridos en ómnibus, los fantasmas de un teatro y un atentado que no fue. “Viejo es el viento” relata historias de seres empecinados, hombres y mujeres que resisten, para bien y para mal, las determinaciones del destino. “Escrito sobre la piel” recoge los dos textos más íntimos y, posiblemente, más arriesgados de la antología. Aunque esta última afirmación tal vez no tenga demasiado sentido: escribir siempre implica exposición y riesgo gratuito.
Las crónicas que siguen fueron publicadas en diarios y revistas. Este libro las rescata de su destino efímero. Ustedes dirán si mereció la pena.
REYNALDO SIETECASE,
San Telmo, 31 de mayo de 2011
A la memoria de mi padre, contador de cuentos.
A Santiago y Luciano, amigos de las buenas historias.
El mejor modo de esperar es ir al encuentro.
MARIO TREJO
EL VIAJERO QUE HUYE
El viaje
Como quien sigue el rastro de un pez, busco a los padres de mis abuelos y a sus hijos. Los busco hoy cuando ya nadie se burla de sus sacos raídos, sus bigotes espesos y sus oscuros apellidos. Revuelvo sus señas particulares, sus angustias. Veo en las fo tos amarillas historias de partidas y regresos. Veo en sueños los barcos, los sombreros negros, el revólver de mi abuelo Luis, las manos de mi abuela sobre la masa fresca. Sé que huyen y beben. Sé que huyen y cantan. Vagan con nombres transformados y amores perdidos. Encuentro lo que busco hasta cuando no lo encuentro y sus pasos se pierden por los pueblos del sur santafesino que ayudaron a fundar. Procuro el placer que se consigue con la presencia de una ausencia.
En algunos mapas de Sicilia no figura Cianciana. La comuna no es pequeña pero fue eclipsada por Agrigento, la ciudad que dio nombre a la provincia. Allí sobre el sur de la isla, Giuseppe Setticasi se despierta cada madrugada pensando en viajar. Giuseppe inventa maravillas bajo el sol del Mediterráneo y anima a sus paisanos con dulces narraciones. “Campesinos, hay otro mundo donde las jornadas son suaves y la tierra es para quien le hunde las manos cada amanecer. Más lejos que Roma, hacia el sur desconocido. Hay que huir de la miseria. Yo se lo aseguro, existe otro lugar donde pensar los hijos.”
Giuseppe tiene miedo pero a los 20 años el miedo es un amigo. “Coraje, corazón, soy de Sicilia.” Tierra de viajeros. Hombres de ningún lugar caminando sobre una isla que navega por la mar. Árabes, griegos y romanos han bebido la alegría que solo otorga lo fugaz. “Coraje corazón, soy de Sicilia”, repite como una canción desafinada, como una oración que Dios repudiará más tarde.
Nadie en el puerto acudió a despedirlo y hacinado en tercera clase junto a un millar de compatriotas, Giuseppe il contadino piensa en América. Después vendrán los días interminables en alta mar. Las noches de insomnio, el hambre y la soledad. El barco es un fragmento de Italia a la deriva. Una Babel flotante. Hay una fiesta de la lengua en el cruce de dialectos. Es mayo de 1896 y Giuseppe viaja en busca de su sombra. Después, en tierra, perderá hasta el apellido. El rumor de los siete casos que apuraron su partida.
Por el mismo declive sobre el caparazón Atlántico, en distinta nave, viaja la otra punta de mi sangre. El hombre bajo no se mueve de cubierta. El viento del mar le azota la cara y lo obliga a apretar la gorra negra con una mano, mientras que con el otro brazo se afirma a la baranda de madera. El siglo agoniza y sus ojos azules se aferran al océano. La vida es una travesía de cuarenta días. Cuarenta días no le alcanzaron a El Oscuro para quebrar la decisión del Nazareno en el desierto, ¿por qué Gaetano Deni tendría que aflojar justo ahora que el mar lo empuja hacia el futuro?
La nave cae como un guijarro por la ladera de la montaña. La mujer llora en silencio abrazada a su cintura. Chiara no extraña las angostas callejas de Santo Stefano di Rogliano, el pequeño pueblo de Calabria donde nació y se enamoró hasta perder la cabeza. Llora a su hijo que murió en el barco. Se puso malo de pronto y se fue apagando entre el llanto y la fiebre. Un oficial le arrancó el cuerpito de las manos y después tuvieron que arrojarlo al mar. “Voy a morir de tristeza”, piensa Chiara y la idea la tranquiliza. “Argentina es solo un nombre, por favor volvamos”, ruega cada noche antes de dormir, y el hombre de cicatriz en la frente la abraza. “Mi pena es del tamaño del mar”, murmura en dialecto y el sueño la devuelve a los campos de Cosenza.
Pero Gaetano no regresará. Sabe que este es el último viaje. Otros hijos vendrán y con ellos volverá la alegría. Él ya pisó la pampa hace tres años y ahora está decidido a dejar Italia para siempre. Lo hará sin estridencias como quien deja a una mujer que todavía ama. No es la promesa escrita en los carteles del Comité de Emigración la que lo impulsa: Fare l’America. Mentira compañeros. Este país va a comerles el corazón, grita su conciencia anarquista. Pero no puede evitarlo, es como una sed que lo empuja hacia adelante.
“Arrivederci, Santo Stefano.” Todo se diluye contra el azul del mar, los montes, la casa paterna de la Via Contrada Capoalfieri, el bar, los olivares. Son fantasmas amables, dibujos en la arena. La nave cae como el vino tinto sobre la porcelana del plato sopero.
“Per piacere, ritorniamo”, ruega Chiara. El cabo mayor Gaetano Deni se toca la cicatriz de la frente y la besa en los labios. Con igual dolor, como si se tratara de otro hijo sepultado en el océano, pronto comenzará a perder el idioma.
Bienvenidos al sur del sur, donde paraíso e infierno se parecen. Aquí serán engañados y repudiados. Sufrirán maltrato e infamias. Caerán y volverán a levantarse. Una, dos, tres, muchas veces.
Los Deni sembrarán la provincia, pelearán por la tierra como si hubiesen nacido en ella y no en Calabria. Ganarán el pan con sangre. El abuelo Luis será juez de paz. Dejará como herencia un reloj, dos vacas y un revólver. También la belleza en la piel de mi madre.
Los Sietecase conocerán todas las variantes del hambre. De todos modos no darán tregua. Comerán sobras y galletas. Irán a la escuela. José Sietecase se enamorará en forma sucesiva. Mi abuela Delia hablará con Dios y optará al final por no apuñalarlo. Mi padre nacerá de esa mezcla de clemencia y vendetta.
El destino se encargará de reunir a las dos familias en un baile de Carnaval, una noche de luna, en un club de Rosario.
Un siglo antes de que mis yemas se dispongan a fijar sus nombres sobre el papel, los padres de mis abuelos y sus hijos pisaban la tierra que habría de cubrirlos.
Palermo
Estoy por fin en la isla más grande del Mediterráneo. Llegué al origen oscuro de mi sangre. El tren a Palermo baja desde Roma con la contundencia de una piedra arrojada en un momento de odio. Me empujan las promesas de Elio Vittorini, el rumor del vino rosso, las voces de la infancia.
No hay puentes con Europa, no los habrá. Eso espero. Qué maravilla: solo la puerta del mar se interpone. El tren monta en un barco con ruido de metales. No hay operación semejante en ningún otro lugar del mundo. El mastodonte navega los tres kilómetros que separan a la isla del continente. Es madrugada. Salgo del vagón y trepo a la cubierta del ferry. Un pasajero de grandes bigotes me mira comprensivo, con un brazo señala las luces de Messina. Quedo suspendido allí, colgado de esa imagen, en medio de la nada.
Otro desconocido me alcanza un café, con el vaso de plástico en la mano me quedo unos minutos apoyado en la baranda. ¿Es una bienvenida? El tipo se va sin mirarme. Ni siquiera me da tiempo para agradecerle el gesto. Suelto el recuerdo, la mesa tendida desde la orilla misma del domingo, desplegada como este amanecer que se expande a los interrogantes. Vuelvo a mi niñez. Elaboro un conjuro casero para contrarrestar el hambre de la madrugada:
“Pastas, peces, naranjas, queso”, repito en voz baja y vuelvo al camarote.
Llegamos a puerto. Messina, varias veces destruida por los terremotos, permanece erguida sobre sí misma. Messina, punto de referencia para los sicilianos. Para los viajeros, lugar de paso. Enseguida, el tren vuelve a su loca y terrestre carrera en busca de Milazo, Cefalú y las ciudades del norte del triángulo mágico.
Bajo la luz tenue del alba pasan el mar, las nubes bajas, los botes azules de los pescadores. La vida es una película por la pequeña ventana. Un niño en bicicleta, una mujer que carga un canasto con naranjas bajo el brazo, un hombre en camiseta detiene su mano sobre la cabeza de un perro negro. De repente, llegamos a la capital.
Palermo es una fruta madura bajo el sol. Palermu como la nombran en dialecto los ancianos. Toda la ciudad es un mercado en su ritmo alocado. Negocios de ropa, puestos de comida: peces espada, pulpos, frutos de la alegría con destino de reunión familiar se suceden en la calle. El hotel —una calificación generosa— se llama Lampedusa en honor al escritor y aristócrata siciliano, Giuseppe Tomasi de Lampedusa, autor de Il Gattopardo. “Que todo cambie para que todo siga igual.” Realismo político en grado cero. Así nos va, pienso. A nosotros y a ellos. Pero qué libro entrañable. Una historia que reúne verdad y belleza.
El hotel es viejo pero confortable. Vivo estos días en el segundo piso sobre Via Roma. A pocos metros de donde la mafia asaltó esta mañana una oficina de correos, según dice la policía, para poder financiar nuevos operativos. La palabra remite sin escalas a violencia, cuerpos ensangrentados y luparas, las antiguas escopetas sicilianas. Sin embargo, en el nuevo milenio la mafia ha adoptado estrategias más sutiles, próximas a los negocios del capitalismo. Su arma más sofisticada es la estrecha vinculación con el poder.
El origen del término mafia es incierto. Algunos piensan que proviene de la antigua expresión toscana maffia, que significa miseria. Otros dicen que se trata de un acrónimo reivindicativo. La historia que más me gusta es la que indica que deriva de la palabra árabe mu’afáh que significa literalmente protección de los débiles, pero también belleza, destreza y seguridad. De hecho, en sus orígenes funcionaba como una suerte de feudalismo popular, sin base territorial, según el cual los hombres más fuertes y respetados daban protección a los más débiles. En la Edad Media sirvió para contener los excesos de la monarquía. Pero eso fue antes de volcarse definitivamente a las actividades ilícitas.
Palermo se despereza con el ulular de las sirenas, el café lungo y los gritos. En ningún lugar del planeta la gente grita como aquí. Me sumo a un contingente de niños que visita el Museo Internacional de la Marioneta. En esta vieja casona reciclada para el turismo, Polichinela se redime ante mis ojos. Lejos, en el otro extremo de la ciudad, en la prisión fortaleza de Ucciardone, el fiscal Caselli prepara su alegato contra el senador vitalicio Giulio Andreotti, el hombre más poderoso de Italia durante medio siglo. Todo tiene un final, todo termina.
Mientras recorro los rostros de los muñecos de madera, imagino que mientras revisa en soledad las primeras páginas de su escrito, el fiscal Caselli tiene miedo. Tal vez recuerda en ese momento a los jueces antimafia Giovanni Falcone y Paolo Borsellino asesinados en 1992 a pocos kilómetros de allí. Cuando llegue el momento no dudará y expondrá la acusación por asociación mafiosa sin que le tiemble la voz.
Afuera el día explota en la Vucceria, un mercado callejero pariente cercano de los mercadillos esparcidos por el mundo árabe. Cien años dominaron los moros estas calles. Sicilia fue también parte de un Califato. Y pasaron. Como pasaron fenicios, cartagineses, griegos y romanos, franceses y españoles. Hasta pasaron los americanos dejando su estela furiosa en la segunda gran guerra.
Nada los recuerda en los balcones donde el sol hace justicia con la ropa colgada. Más atrás, las caras sonrientes, las flores que persisten en el otoño parecen banderas urbanas. Unas piernas finas y seguras me cortan el aliento mientras camino rumbo a la iglesia Santa María de la Cadena.
¿Goethe estuvo aquí? ¿Observó el mar azul desde el monte Pellegrino, “el promontorio más bello del mundo”? Soldados, mercenarios, invasores de todos los idiomas caminaron estas calles miserables. Igual que yo, que ahora la persigo a ella. Levanto la vista. Se encuentran vestigios del Islam en las cúpulas de la iglesia San Giovanni degli Eremiti.
Me detengo en una curiosidad. Los sicilianos aseguran que fueron las monjas de la iglesia de Martorana las que inventaron los dulces de mazapán. ¿Qué dirán las aplicadas hermanas de los conventos de Toledo que se arrogan ese arte de la glotonería? ¿Los dulces pueden producir un cisma religioso?
No hay descanso en Palermo, ni la Cosa Nostra puede contra el tiempo que se escapa de las manos. Siento la ausencia del cuerpo que deseo a medida que me acerco a su contorno. ¿Me mirará? ¿Haré el amor en la isla de mis abuelos?
Es un juego marino, una reiteración amable y dolorosa como el mar en Sicilia.
El muerto
Mi abuelo es el muerto. Va con su gesto serio, desde su casa en la esquina de la iglesia baja hasta el bar de la otra cuadra. Por el vino va. Por su cansancio va. Nadie lo nota. Usa sombrero de fieltro, una camisa blanca en el arremangado brazo, pantalones negros. Parece afligido, solo yo lo veo deambular. Tiene orgullo y un cuchillo. A veces, es brutal. Qué más puede pedirse a un hombre que nació en el interior de la isla. A este territorio se pertenece o no. Se sobrevive sobre la azada o se piensa la mejor forma de escapar de la miseria.
¿Cianciana existe? Ese nombre no encierra un significado luminoso. Desde las lomadas el viento arrastra la pena hacia el interior de las casas. Hasta los Hombres de Honor son tristes. El viejo es joven cuando lo imagino. Piensa en irse. La tierra niega los frutos del trabajo y en el boliche le infectaron la sangre con la palabra América.
No parece tan complicado. Juntar las pocas cosas sobre un carro, subir la mujer, el niño y emprender el viaje hasta Agrigento. Después, conseguir lugar en algún barco y emprender el declive hacia el sur del mundo. Dejarse caer hasta un sitio donde sea posible depositar la esperanza. Los normandos, los árabes, los españoles, incluso los ingleses, lo hicieron en sentido inverso. Claro que no los empujaba el hambre sino la codicia.
Desde la cubierta se quedará observando los templos griegos de la costa. De niño los había visitado: el Templo de Júpiter Olímpico, el Templo de la Concordia, las columnas de lo que fue el Templo de Hércules…
Antes de partir a Cianciana, me decido por peregrinar a Porto Empedocle a unos 35 kilómetros de Agrigento. Allí está la casa natal de Luigi Pirandello. La casona museo está cerrada, los turistas acercan su decepción hasta las rejas, son personajes en busca de un autor. A pocos metros, un camino lleva hasta el mar. Hay árboles con flores rojas. Me digo que no importa, hablé con Pirandello muchas veces en la oscuridad de los teatros.
En la improvisada estación de Agrigento, el espectro me observa. No puede comprender qué hago ante el vacío de sus ojos. No me esperaba en este siglo. Es un tipo de odios y amores duraderos, parece molesto. Cómo explicarle que vengo a reconciliarme con la historia que me precede. Con el destino que nos arrojó tan lejos. Al sur del sur. Desisto. Igual ya no lo veo. Compro el pasaje.
Había llegado a Agrigento en tren, desde Palermo. Me entusiasma la idea de viajar en bus, ahora. El recorrido desde la costa del Mediterráneo hasta ese pueblo del interior es una aventura cotidiana para apenas una decena de sicilianos. Lomadas y piedras se suceden en una hostil secuencia que revela un paisaje de penurias. El camino es por momentos de cornisa, más de dos horas de curvas peligrosas. Pero más peligroso es el olvido.
Bajando las pendientes, rebaños de ovejas, muchachos que agitan la mano en saludo matinal al paso del micro. Voy con la cara pegada a la ventanilla. Junto sed y sueño, dos sensaciones que me separan del mundo secreto de los muertos.
El ómnibus me deja en la plazoleta del pueblo. Cianciana cuenta algo más de dos mil habitantes, después me entero de que registra la misma cantidad de emigrantes