DRAMATIS PERSONAE
El emperador Vespasiano: que necesita un agente en quien confiar; por ejemplo:
Marco Didio Falco: informante necesitado de trabajo, que ama a:
Helena Justina: que desea lo imposible, pero no a:
Tito César: que desea borrar de la escena a Falco.
Además, en Roma o en sus alrededores:
Una viuda de Veii: una mera distracción (¡de veras!).
Canidio: un funcionario desaseado de los archivos censurados.
Balbilo: un ex legionario cojo y charlatán.
Xanto: un barbero sagaz con ganas de ver mundo.
Silvia: esposa de Petronio (que no se mete en nada).
Décimo: padre de Helena, un hombre lleno de disculpas, progenitor también de:
Camilo Aeliano: un joven magnánimo (en Hispania).
Y en la historia:
P. Quintilio Varo: un general desastroso (muerto hace mucho tiempo).
Petillo: general de renombre (no tan desastroso como Varo).
Claudia Sacrata: mujer de intrigas amorosas (preferentemente con generales).
Munio Luperco: un oficial desaparecido (probablemente muerto).
Julio Civiles: jefe rebelde que necesita un buen corte de pelo.
Veleda: una sacerdotisa que vive sola con sus pensamientos y:
Algunos parientes de ella: que también viven allí.
En la Galia:
Un alfarero galo: que pronto estará lejos de Lugduno.
Dos alfareros germanos: que quizá nunca vuelvan a casa.
En Germania:
Dubno: un buhonero que vende más de lo que debería.
Julio Mordantico: un alfarero que sabe unas cuantas cosas.
Regina: camarera de la Medusa; una chica colérica.
Augustinilla: sobrina de Falco, en baja forma temporal a causa del amor y del dolor de muelas, y:
Arminia: su amiguita rubia.
Pertenecientes a la famosa legión Decimocuarta:
Florio Gracilis: el legado; otro oficial desaparecido.
Menia Priscila: su esposa, que no lo echa de menos.
Julia Fortunata: su querida, según dice ser.
Rústico: el esclavo de Gracilis, también desaparecido.
El primipilo: despectivo centurión jefe de la Decimocuarta.
El corniculario: su altanero jefe de intendencia.
A. Macrino: su altanero tribuno mayor.
Sexto Juvenalis: su belicoso prefecto de campo.
En la mucho menos famosa legión Primera:
Q. Camilo Justino: el otro hermano de Helena; un tribuno ingenuo.
Helvético: un centurión con un problema, que implica a:
Dama: su criado, quien suspira por Menia, y a:
Veinte reclutas bastante lerdos, entre ellos:
Lentulo: el que no es capaz de hacer nada.
Intervienen también:
El bisonte: una bestia legendaria, famosa por su ferocidad.
Tigris: un perro que encuentra un hueso interesante.

ROMA; GERMANIA ROMANA; GERMANIA LIBERA
septiembre - noviembre, año 71 d.C.
PRIMERA PARTE
Negándome a ir
ROMA
Septiembre, año 71 d.C.
Mi carrera oficial debe sus inicios a Vespasiano y su progreso a Tito [...]. No tengo ninguna intención de negar tal cosa.
TÁCITO, Historias
I
—¡Una cosa está clara! —le aseguré a Helena Justina—. ¡No voy a ir a Germania!
Inmediatamente vi que empezaba a planificar los preparativos para la marcha.
Nos hallábamos en la cama de mi apartamento de la parte alta del Aventino, un cuchitril en la sexta planta del edificio, un nido de cucarachas si no hubiese sido porque la mayor parte de estas se cansaba de subir escaleras mucho antes de llegar a aquella altura. A veces me las encontraba en un rellano, derrengadas, con las antenas caídas y las patitas cansadas...
Era un rincón del cual uno solo podía reírse, a menos que la mugre le partiese el alma. Hasta la cama era inestable. Y eso después de que le hubiera reparado una pata y tensado las correas del bastidor.
Yo estaba probando una nueva manera de hacerle el amor a Helena, que había inventado en un intento por evitar que nuestra relación decayese. La conocía desde hacía un año, la había dejado seducirme después de seis meses de pensármelo y finalmente, hacía apenas dos semanas, había logrado convencerla de que viniera a vivir conmigo. A juzgar por mis anteriores experiencias con las mujeres, debía de estar a punto de oír de sus labios que bebía y dormía demasiado y que su madre la necesitaba en casa urgentemente.
Mis esfuerzos atléticos por captar su interés no habían pasado inadvertidos.
—Didio Falco... Dónde has aprendido... esta postura?
—La he inventado yo mismo...
Helena era hija de un senador. Esperar de ella que soportase mi mugriento estilo de vida por más de quince días era pedir demasiado a mi suerte. Solo un idiota consideraría su escapada conmigo como algo más que un escarceo intrascendente antes de casarse con algún vejestorio barrigudo, de esos con galas de patricio capaz de ofrecerle pendientes de esmeraldas y una villa de verano en Sorrento.
Yo, por mi parte, la adoraba. Pero también era el idiota que abrigaba la esperanza de que la aventura durase.
—No te gusta mucho... —Como informante privado, mi capacidad de deducción era bastante mediocre.
—¡No creo que... que vaya a funcionar! —jadeó Helena.
—¿Por qué no? —Se me ocurrían varias razones. Tenía un calambre en la pantorrilla izquierda, un dolor agudo bajo un riñón y mi entusiasmo estaba flaqueando como el de un esclavo que no puede dejar la casa un día de fiesta.
—Uno de los dos —apuntó Helena— terminará por reírse.
—Pues en el dibujo de la cara posterior de esa vieja teja parecía perfecta.
—Es como los huevos en salmuera. La receta parece fácil, pero los resultados son decepcionantes.
Respondí que no estábamos en la cocina y Helena preguntó entonces, tímidamente, si creía que serviría de algo probar allí. Como mi casucha del Aventino carecía de tal comodidad, consideré la pregunta puramente retórica.
Terminamos por reírnos los dos, si a alguien le interesa saberlo.
Después, procedí a desatarnos y le hice el amor a Helena como más nos gustaba a ambos.
—Por cierto, Marco, ¿cómo sabes que el emperador quiere enviarte a Germania?
—Rumores desagradables que se extienden por el Palatino.
Aún seguíamos en la cama. Después de que mi último caso hubiera llegado a duras penas a lo que parecía su conclusión, me había prometido una semana de tranquilidad doméstica. Debido a la escasez de nuevos encargos, había muchos huecos en el programa de mi actividad laboral. En realidad, no tenía un solo asunto entre manos. Podía quedarme en cama todo el día, si quería. Y eso hacía.
—¿Y bien...? —Helena era una mujer insistente—. ¿Has estado haciendo indagaciones, pues?
—Suficientes para decidir que lo mejor es que se ocupe otro incauto de la misión del emperador.
Como en ocasiones realizaba alguna actividad encubierta para Vespasiano, me había acercado a palacio para investigar mis posibilidades de obtener de él algún denario corrupto. Antes de presentarme en la sala del trono, había tomado la precaución de husmear un poco por los pasadizos. Una sabia decisión, pues una oportuna charla con un viejo conocido llamado Momo me había hecho escurrir el bulto y volver a casa.
—¿Mucho trabajo, Momo? —pregunté.
—Poco dinero. He oído que tu nombre está en la lista para el viaje a Germania... —respondió (con una sonrisa burlona que me indicó que era algo a evitar).
—¿Qué viaje es ese?
—La calamidad que te mereces —contestó con una sonrisa—. No sé qué investigación de la Decimocuarta Gémina...
Me faltó tiempo para envolverme en la capa hasta las orejas y escapar de allí antes de que nadie pudiera informarme oficialmente. Sabía lo bastante acerca de la Decimocuarta legión para poner todo mi empeño en evitar un contacto más cercano y, sin entrar en dolorosas historias, no existía ninguna razón por la cual aquel grupo de bravucones jactanciosos tuviera que acoger de buena gana mi visita.
—¿Te ha dicho algo el emperador, en realidad? —insistió mi amada.
—No se lo permitiría, Helena. No me gustaría ofenderlo rechazando su maravillosa propuesta...
—La vida sería mucho más directa y franca si dejases que te lo pidiera y luego, sencillamente, le dijeras que no.
Le dediqué una mueca que decía que las mujeres (incluso las hijas de senadores más educadas e inteligentes) jamás llegarían a entender las sutilezas de la política... a lo cual ella respondió con un empujón a dos manos que me sacó de la cama y me mandó al suelo.
—Tenemos que comer, Marco. ¡Ve a buscar trabajo!
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Voy a pintarme la cara durante un par de horas, por si viene mi amante.
—¡Ah, bien! Me voy y le dejo el campo libre...
Lo del amante era una broma. O al menos eso esperaba yo.
II
En el Foro, la vida transcurría con toda normalidad. Era temporada de pánico para los abogados. El último día de agosto es también el último para la presentación de nuevos casos antes del descanso invernal, de modo que la Basílica Julia era un hervidero. Habíamos llegado a las nonas de septiembre y la mayoría de los letrados —todavía sonrosados tras sus vacaciones en Baia— iban de un lado a otro para plantear algunos casos apresurados con que justificar su posición social antes de que cerraran los tribunales.
A la sombra del Palatino, una sosegada comitiva de funcionarios de uno de los colegios sacerdotales seguía a una virgen ya anciana, vestida de blanco, hacia la Casa de las Vestales. La mujer miraba en torno a sí con la insolencia de una vieja socarrona que tiene hombres lo bastante juiciosos como para respetarla en todo momento. Mientras tanto, en la escalinata de los templos de Saturno y Cástor holgazaneaban grupos de vagos sedientos de sexo pendientes de cualquiera (no solo mujeres) que mereciera un silbido. Un edil sumamente enfadado ordenaba a su numeroso grupo de subordinados que pasaran por encima de un borracho que había tenido el mal tino de perder el sentido sobre el reloj de sol del pavimento, colocado en la base de la Milla de Oro. El tiempo aún era veraniego y el aire estaba impregnado del penetrante olor de los excrementos recientes de asno.
Últimamente había estado poniendo anuncios en un lienzo de pared del Tabulario. Provisto de una esponja que había llevado conmigo, borré con unos cuantos restregones experimentados los rótulos electorales que ensuciaban las antiguas piedras (con el apoyo de las manicuras de los baños de Agripina... el habitual candidato refinado). Tras borrar aquella basura ofensiva de nuestra herencia arquitectónica, me quedó un buen espacio, justo a la altura de los ojos, para colocar allí mi inscripción:
DIDIO FALCO
PARA TODA CLASE DE INVESTIGACIONES LEGALES O DOMÉSTICAS
DISCRECIÓN + BUENAS REFERENCIAS
TARIFAS ECONÓMICAS
RAZÓN EN LA LAVANDERÍA DEL AQUILA
PATIO DE LA FUENTE
Seductor, ¿verdad?
Sabía perfectamente la clase de clientela que aquello atraería: astutos dependientes de tiendas de mercancías importadas que querrían comprobar la salud financiera de las ricas viudas que estaban cortejando, o camareros de taberna preocupados por la desaparición de sus queridas.
Los primeros nunca tenían interés, pero los camareros podían resultar útiles. Un informante privado puede demorar semanas buscando a una mujer perdida y, cuando se cansa de poner los pies en otras tabernas (si tal momento llega alguna vez), solo tiene que señalarle al cliente que las camareras desaparecidas suelen ser encontradas con la cabeza separada del cuerpo y escondidas bajo el sótano de la casa de su novio. Normalmente, este comentario hace que la minuta por la vigilancia sea liquidada con una rapidez extraordinaria y, en ocasiones, los camareros abandonan la ciudad durante una larga temporada. Un alivio para Roma. Me gusta pensar que mi trabajo es útil a la comunidad.
Por supuesto, un camarero también puede resultar desastroso. La muchacha puede haber desaparecido de verdad, en compañía de un gladiador, por ejemplo, y uno tiene que pasar semanas investigando, solo para terminar compadeciéndose del pobre imbécil que ha perdido su tortolita ligera de cascos, hasta el punto de no tener ánimos para pedirle el pago por los servicios prestados...
Acudí a los baños para hacer un poco de ejercicio con mi entrenador, por si el siguiente caso exigía de mí un gran esfuerzo físico.
Después, fui en busca de mi amigo, Petronio Longo. Era capitán de la guardia Aventina, lo que significaba que estaba acostumbrado a tratar con gente de todo tipo, mucha de ella de la variedad carente de escrúpulos, que podría necesitar mis servicios. Petro solía enviarme clientes, aunque más no fuera para evitar el trato personal con aquellos tipejos cargantes.
No lo encontré en ninguno de sus lugares habituales, de modo que fui a su casa. Allí solo hallé a su esposa, un desafortunado placer. Arria Silvia era una mujer menuda y bonita, de manos pequeñas y nariz bien dibujada, piel suave y cejas finas como las de un niño. En cambio, nada de suave había en su carácter, muestra de lo cual era la durísima opinión que tenía de mí.
—¿Qué tal Helena, Falco? ¿Te ha dejado ya?
—Todavía no.
—¡Lo hará! —me espetó. Hablaba en tono de broma, aunque bastante cáustico, y acogí sus palabras con cautela. Le dejé a Petro el mensaje de que me hallaba libre de obligaciones y, a continuación, me marché precipitadamente.
Ya que estaba por la zona, me acerqué a casa de mi madre. Mamá había salido de visita y no me sentía de humor para escuchar las quejas de mis hermanas respecto a sus maridos, de modo que di por terminada mi ronda de conocidos y parientes (una decisión nada difícil) y volví a casa.
Me recibió allí una escena inquietante. Había cruzado el callejón pestilente hacia la lavandería de Lenia, el establecimiento de precios reventados —del que desaparecían muchas prendas— que ocupaba la planta baja de nuestro edificio, cuando advertí la presencia de unos recios soldados cargados de correajes que aguardaban cerca del pie de las escaleras tratando de pasar inadvertidos. Un empeño difícil, pues las escenas de batalla de los bruñidos petos despedían un brillo que habría paralizado un reloj de arena, por no hablar de un transeúnte, y una decena de niños decididos se habían colocado en un círculo para contemplar boquiabiertos las plumas escarlata de sus cascos, desafiándose entre ellos a ver quién era capaz de meter palitos entre los fuertes tirantes de las botas. Se trataba de miembros de la guardia Pretoriana. Todo el Aventino debía de haberse enterado ya de su presencia.
No recordé haber hecho nada últimamente que pudiera despertar las objeciones de los militares, de modo que di por sentado que se trataba de una ronda inocente y continué mi marcha. Aquellos héroes estaban fuera de su habitual ambiente refinado y daban muestras de bastante nerviosidad. No me sorprendió ser detenido al pie de la escalera por dos lanzas que se cruzaron ante mi pecho.
—Tranquilos, muchachos, no me vayáis a estropear la ropa. ¡A esta túnica aún le quedan varias décadas de vida...!
Una muchacha de la lavandería apareció entre el vapor con una mueca burlona en el rostro y cargando una cesta de ropa sucia especialmente desagradable. La mueca iba dirigida a mí.
—¿Amigos tuyos? —preguntó con sorna.
—¡No me insultes! Deben de haber salido a detener a algún alborotador y se habrán perdido...
Pero era evidente que no estaban allí para detener a nadie. Sin duda, algún afortunado ciudadano de aquella sórdida parte de la sociedad estaba recibiendo la visita de un miembro de la familia imperial, de incógnito salvo por la destacada presencia de guardia personal.
—¿Qué sucede? —pregunté al centurión que estaba al mando.
—Es confidencial. ¡Circula!
Para entonces, ya había adivinado quién era la víctima (yo) y la razón de la visita (convencerme de que aceptara la misión en Germania de la que me había avisado Momo). Me sentí lleno de malos presagios. Un encargo tan especial o tan urgente como para exigir semejante trato personal debía de implicar unas dificultades de las que, sin duda, iba a abominar. Me detuve un momento y me pregunté cuál de los Flavios habría aventurado sus pies principescos por el fétido fango de nuestro callejón.
El emperador en persona, Vespasiano, era demasiado distinguido y sensible en cuestiones de protocolo como para mezclarse con la plebe. Además, ya había cumplido los sesenta. No habría podido con las escaleras de mi casa.
En cuanto a su hijo menor, Domiciano, cierta vez me había cruzado en su camino. En esa ocasión había desenmascarado una jugarreta del joven césar, lo cual significaba que ahora Domiciano seguramente deseaba verme borrado de la faz de la tierra, y yo sentía lo mismo hacia él. Sin embargo, en nuestras relaciones sociales nos limitábamos a hacer caso omiso el uno del otro.
Tenía que ser Tito.
—¿Tito César ha venido a ver a Falco? —Sí, era lo bastante impetuoso para ello. Con un expresivo gesto de desprecio al secretismo oficial dirigido al militar, aparté las puntas de las lanzas, impresionantemente relucientes, con uno de mis delicados dedos—. Soy Marco Didio. Será mejor que me dejes pasar para que pueda escuchar qué nueva alegría me depara esta vez la burocracia.
Me permitieron pasar, aunque no sin dirigirme una mirada sarcástica. Tal vez habían creído que su heroico comandante se había rebajado a un escarceo con una prostituta del Aventino.
Sin apresurarme, dada mi condición de ferviente republicano, subí las escaleras.
Cuando entré, Tito estaba hablando con Helena. Me detuve en el acto. La mirada que habían cruzado los pretorianos comenzaba a tener más sentido. Y empecé a pensar que había sido un estúpido.
Helena estaba sentada en el balcón, una estrecha plataforma que colgaba peligrosamente sobre el costado del edificio y cuyos viejos soportes de piedra se sostenían firmes gracias, sobre todo, a la mugre acumulada en veinte años. Aunque había espacio suficiente para que un tipo informal como yo compartiera el banco con ella, Tito había permanecido, educadamente, de pie junto a la puerta. Ante él se extendía una vista espectacular de la gran ciudad que gobernaba su padre, pero él no prestaba atención a la panorámica. Con Helena presente, ¿quién se la prestaría?, me dije. Y Tito compartía mi opinión abiertamente.
Teníamos la misma edad y era un tipo optimista, de cabello rizado, que jamás se dejaría amargar por la vida. Aun cuando las palmas de pan de oro bordadas en su túnica eran una visión incongruente en aquel alojamiento tan poco majestuoso, Tito conseguía no parecer fuera de lugar. Tenía una personalidad atractiva y se sentía cómodo allí donde estuviera. Era agradable y, para alguien de su alto rango, refinado hasta las cintas de las sandalias. Era un versátil negociador político: senador, general, comandante de los pretorianos, mecenas de edificios públicos y benefactor de las artes. Además, era bien parecido. Yo tenía a la chica (aunque no lo declarásemos en público); Tito César tenía todo lo demás.
En el instante en que lo vi hablando con Helena, su rostro tenía una expresión complacida, juvenil, que me hizo apretar los dientes. Estaba apoyado en la puerta con los brazos cruzados, ajeno a que las bisagras podían ceder en cualquier momento. Esperé que así fuera. Ojalá dieran con Tito y su espléndida túnica púrpura de espaldas en el suelo de mi destartalado aposento. A decir verdad, tan pronto lo vi allí, en animada conversación con mi novia, me puse de un humor en el que casi cualquier traición parecía una idea brillante.
—Hola, Marco —dijo Helena... poniendo demasiado cuidado en adoptar una expresión neutra.
III
—Buenas tardes —dije con esfuerzo.
—¡Marco Didio! —El joven césar se mostró relajado y simpático. Yo me mantuve serio, sin dejar que su actitud me turbara—. He venido a condolerme por la pérdida de tu vivienda. —Tito se refería al piso que había alquilado hacía poco y que tenía todas las ventajas... salvo que, mientras el repulsivo cuchitril que ahora ocupaba permanecía erguido en desafío a todos los principios de la ingeniería, el otro edificio se había derrumbado en medio de una nube de polvo.
—Un buen cobijo. Construido para durar —respondí—. ¡Es decir, para durar una semana!
Helena soltó una risilla, lo cual dio una excusa a Tito para decir:
—He encontrado a la hija de Camilo Vero esperando aquí; he tratado de entretenerla...
Seguramente sabía que estaba tratando de reclamar la propiedad de Helena Justina, pero le convenía aparentar que la muchacha era un modelo de recato y modestia a la espera de un príncipe ocioso con el que pasar el día.
—¡Oh, gracias! —repliqué con acritud.
Tito dirigió a Helena Justina una mirada de reconocimiento que me dejó lleno de dudas. Él siempre la había admirado, y a mí eso me sacaba invariablemente de mis casillas. Me alivió observar que, pese a lo que me había dicho, Helena no se había pintado los ojos como si esperara un visitante. Aun así, estaba deliciosa con el vestido rojo que me gustaba, unas ágatas colgadas de las orejas por finos aros de oro y el cabello oscuro recogido simplemente con unas peinetas. Tenía un rostro despierto, fuerte, demasiado controlado en público, aunque en privado se derretía como miel bajo un sol cálido. A mí me encantaba aquello... siempre que el único por quien se derritiera fuese yo.
—¡Casi me olvido de que ya os conocéis! —comentó Tito.
Helena permaneció en silencio, a la espera de que de un momento a otro yo le dijera al joven césar que muy íntimamente. Pero mantuve un terco silencio. Tito era mi patrón; si me encomendaba un encargo, lo llevaría a cabo debidamente. ¡Pero ningún galán palaciego se apropiaría jamás de mi vida privada.
—¿Qué puedo hacer por vos, señor?
Con cualquier otro, mi tono habría sonado amenazador. Pero nadie que aprecie la vida profiere amenazas contra el hijo del emperador.
—A mi padre le gustaría hablar contigo, Falco.
—¿Están de huelga los bufones de palacio? Si Vespasiano anda corto de risas, veré qué puedo hacer.
A dos pasos de mí, los ojos pardos de Helena habían adquirido una firmeza implacable.
—Gracias —respondió. Sus modales corteses siempre me hacían sentir como si hubiera descubierto salsa de pescado del día anterior en mi camisa. Era una sensación que me ofendía, y mucho más en mi propia casa—. Tenemos una propuesta que plantearte...
—¡Ah, bien! —respondí sombrío, con una mueca ceñuda para insinuarle que estaba advertido del mal trago que me preparaban.
Tito se separó por fin de la puerta plegadiza, que se agitó penosamente pero se mantuvo en pie, y dirigió un leve gesto a Helena, dando a entender que creía que su presencia allí era para tratar algún asunto y que no quería interrumpir. Ella se puso en pie educadamente mientras él se encaminaba hacia la puerta, pero permitió que lo acompañase hasta la escalera, como si fuera el único propietario.
Cuando entré de nuevo, fui a inspeccionar la destartalada puerta plegadiza.
—Alguien debería decirle a su señoría que no está bien que apoye su augusta persona en el mobiliario de los plebeyos... —Helena guardó silencio—. ¿Otra vez esa mirada pomposa tuya, querida? ¿He sido demasiado brusco?
—Supongo que Tito está acostumbrado —respondió ella sin levantar la voz. No le había dado un beso y sabía que se había dado cuenta. Quise hacerlo, pero ya era demasiado tarde—. Que Tito sea tan accesible debe hacer que la gente se olvide de que está hablando con el asociado del emperador, con el futuro emperador en persona.
—¡Tito Vespasiano nunca olvida quién es!
—No seas injusto, Marco.
—¿Qué quería? —pregunté, y apreté los dientes. Ella pareció sorprendida.
—Pedirte que acudas a ver al emperador... para hablar de Germania, probablemente.
—Para eso podría haber enviado un emisario. —Helena empezaba a parecer molesta conmigo, de modo que, como es lógico, me puse aún más insistente—. Por otra parte, podríamos haber hablado de Germania aquí mismo, durante su visita. Y con más discreción, si se trata de un tema delicado.
Helena cruzó las manos sobre la cintura y cerró los ojos, rehusando la pelea. Dado que normalmente discutía conmigo a la menor ocasión, la novedad era mala noticia.
La dejé en el balcón y volví dentro. Encima de la mesa había una carta.
—¿Ese rollo es para mí?
—No, es mío —respondió—. Es de Aeliano; me lo envía desde Hispania.
Se refería al menor de sus hermanos. Yo había recibido la impresión de que Camilo Aeliano era un joven bastardo de orejas prominentes con quien no permitiría que me vieran beber, pero, ya que aún no lo había conocido en persona, me callé.
—Puedes leerla —me ofreció.
—¡La carta es tuya! —rechacé su propuesta, inflexible.
Pasé a la alcoba y me senté en la cama. Conocía perfectamente la razón de la visita de Tito. No tenía nada que ver con ninguna misión que me quisiera proponer. No tenía nada que ver conmigo, en absoluto.
Antes de lo que esperaba, Helena entró y se sentó a mí lado en silencio.
—¡No te resistas! —Su aspecto era igual de melancólico mientras me abría los dedos, obligándome a cogerle la mano—. ¡Oh, Marco! ¿Por qué la vida no puede ser tranquila?
No estaba de humor para filosofías, pero cambié la presión de mi mano hasta convertirla en algo ligeramente más afectuoso.
—¿Y qué era lo que te contaba tu regio admirador?
—Solo hablábamos de mi familia.
—¡Ah, caramba! —Repasé mentalmente el árbol genealógico de Helena, como debía de haber hecho Tito: generaciones de senadores (lo cual era más de lo que él podía decir de sí mismo, con sus orígenes sabinos de clase media, recaudadores de impuestos); su padre, un decidido partidario de Vespasiano; su madre, una mujer de reputación intachable; sus dos hermanos menores, lejos de Roma cumpliendo el servicio cívico. Y uno de ellos, al menos, acabaría propuesto para el Senado. Todo el mundo me había asegurado que se esperaban grandes cosas del noble Aeliano. Y Justino, a quien sí había conocido, parecía un hombre decente.
—Pues Tito parecía encantado con la conversación. ¿Hablabais de ti, también?
Helena Justina: educación liberal, carácter vivaracho, dotada de un gran atractivo alejado de los patrones a la moda, sin escándalos en su vida (salvo yo). Había estado casada; pero se había divorciado por mutuo consentimiento y, en cualquier caso, el hombre ya había muerto. Tito, por su parte, había estado casado dos veces; la primera, había enviudado; la segunda, se había divorciado. Yo, por mi parte, no me había casado nunca, aunque era menos inocente que ellos dos juntos.
—Tito es un hombre; solo habla de sí mismo —dijo ella con aire burlón. Solté un bufido. A Helena, la gente siempre le contaba cosas. También a mí me gustaba charlar con ella. Helena era la única persona a quien podía hablar casi de cualquier tema, lo cual consideraba mi prerrogativa exclusiva.
—¿Sabes que está muy enamorado de la reina Berenice de Judea?
Helena me dirigió una pequeña sonrisa.
—¡Entonces, tiene mis más sentidas condolencias! —La sonrisa no era especialmente dulce y, en realidad, no iba dirigida a mí. Al cabo de un momento, añadió con más calma—: ¿Qué es lo que te preocupa?
—Nada —respondí.
Tito César nunca se casaría con Berenice. La reina judía era protagonista de una historia sumamente exótica. Roma jamás aceptaría una emperatriz extranjera, ni toleraría a un emperador que tratase de sugerir la importación de una de ellas. Su alteza era el heredero del Imperio. Su hermano Domiciano poseía algunos de los talentos de la familia, pero no todos. El propio Tito había engendrado una hija, aún de corta edad, pero ningún hijo varón. Y dado que la principal baza de los Flavios para acceder a la púrpura había sido el argumento de proporcionar estabilidad al Imperio, el pueblo opinaría probablemente que el joven debía afanarse en buscar una esposa decente entre las romanas. Muchas mujeres, tanto las decentes como las que no lo eran, debían de estar esperando a que lo hiciese.
Así pues, ¿qué había de pensar si me encontraba a aquel destacado personaje conversando con mi chica? Helena Justina era una compañera atenta, considerada, graciosa y de buen carácter (cuando quería); siempre demostraba buen juicio, tacto y un alto sentido del deber. De no ser porque estaba prendada de mí, era exactamente la clase de mujer que Tito debería buscarse.
—Escucha, Marco Didio, yo elegí vivir contigo.
—¿Por qué me vienes de pronto con estas?
—Porque da la impresión de que lo hubieras olvidado —dijo ella.
Aunque me abandonase mañana mismo, jamás lo olvidaría. Pero eso no significaba que pudiera contemplar nuestro futuro en común con la menor confianza.
IV
La semana siguiente fue extraña. Me sentía agobiado por la amenaza de aquel horrible viaje a Germania que se cernía sobre mí. De acuerdo, era trabajo y no estaba en condiciones de rechazarlo, pero recorrer las fronteras de Europa con sus tribus bárbaras constituía uno de los principales entretenimientos a evitar.
Además, me descubrí inspeccionando el piso en busca de señales de que Tito había rondado por allí. No había ninguna, pero Helena me sorprendió mientras buscaba y eso hizo crecer aún más la tensión.
Mi anuncio en el Foro atrajo en primer lugar a un esclavo que, evidentemente, jamás habría podido pagarme. Además, andaba buscando a un hermano gemelo perdido hacía mucho, algo que un autor teatral de segunda clase quizá consideraría una investigación interesante, pero que a mí me parecería un trabajo aburrido. Después se presentaron dos funcionarios buscadores de fortuna, una mujer chiflada que estaba convencida de que Nerón era su padre (lo que me hizo ver que estaba loca fue que pretendía que yo encontrase las pruebas) y un cazador de ratas. Este último era el personaje más interesante, pero quería que le consiguiera una carta de ciudadanía. No me habría resultado difícil obtener una en la oficina del censor, pero no me meto en falsificaciones ni siquiera por una personalidad interesante.
Petronio Longo me envió una mujer que quería saber si su marido, que había estado casado anteriormente, tenía algún hijo cuya existencia le hubiera ocultado. Pronto pude confirmarle que no había ninguno registrado. Mientras investigaba el asunto, me encontré con una esposa de más, de cuyo divorcio no existía constancia oficial. La mujer estaba ahora felizmente casada con un cocinero de aves (utilizo «felizmente» en el sentido convencional; supongo que la mujer estaba tan irritada con la vida como cualquiera). Decidí no comentar el asunto a mi cliente. Un buen informador responde sobre lo que le han preguntado; después, se retira de la escena.
El caso de Petro me produjo dinero suficiente para una cena de salmonetes. El resto lo gasté en rosas para Helena con la esperanza de parecer un hombre con perspectivas. Habría sido una velada deliciosa, de no ser porque Helena la aprovechó para informarme de que ella tenía sus propias perspectivas. Tito la había invitado a palacio con sus padres, pero sin mí.
—Déjame adivinar... ¿una cena discreta que no constará en la lista de actividades oficiales? ¿Cuándo será?
Noté que titubeaba.
—El jueves.
—¿Piensas ir?
—La verdad es que no quiero.
Su rostro estaba tenso. Si llegaba a oídos de su respetable y acomodada familia un posible emparentamiento con el astro de la corte imperial, la presión sobre Helena se haría insoportable. Una cosa era marcharse de casa mientras sus progenitores no tenían otros planes. Después de un matrimonio desgraciado, su padre me había dicho con toda franqueza que era reacio a empujarla a otro. Dedicado y concienzudo, Camilo Vero era un padre poco corriente. Aun así, después de la escapada debía de haber habido tormenta. Helena me había mantenido a salvo de la mayor parte de los truenos, pero todavía soy capaz de contar los nudos de la madera de un tablón. La familia quería que regresara antes de que toda Roma se enterase de que estaba tonteando con un mísero informante y los poetas satíricos empezaran a cantar el escándalo en odas salaces.
—Marco... ¡Oh, Marco!, lo que realmente deseo es pasar esa velada contigo...
La vi inquieta. Al parecer, pensaba que yo debería intervenir, pero no estaba en mi mano hacer nada respecto a aquella cita de tan mal agüero; rechazar a Tito era cosa exclusivamente de ella.
—A mí no me mires, encanto. Nunca acudo donde no he sido invitado.
—¡Vaya novedad! —Detesto a las mujeres irónicas—. Marco, voy a decirle a papá que tengo una cita anterior que no puedo eludir; una cita contigo...
Me dio la impresión de que Helena evitaba la cuestión.
—Lo siento —dije concisamente—. El jueves tengo que viajar a Veii. Debo investigar a una viuda por encargo de un cliente buscador de fortunas.
—¿No puedes dejar el viaje para otro día?
—Necesitamos el dinero de la minuta. ¡Arriésgate! —añadí, burlón—. Acude a palacio y disfruta. Tito César es un pedazo de manteca de cerdo salido de una oscura familia rural; puedes manejarlo sin problemas, querida... ¡siempre, claro está, que quieras hacerlo!
Helena palideció aún más.
—¡Marco, te estoy pidiendo que te quedes aquí conmigo! —Hubo algo en su tono de voz que me inquietó, pero para entonces sentía tanta lástima de mí mismo que me resistí a modificar mi postura—. Esto significa mucho para mí —me advirtió en un peligroso tono de voz—. No te lo perdonaré nunca...
Aquello fue definitivo. Las amenazas de una mujer sacan a relucir lo peor que llevo dentro. Me marché a Veii.
Veii resultó un callejón sin salida. En cierto modo, era lo que esperaba.
Encontré a la viuda sin muchas dificultades, pues todos en Veii habían oído hablar de ella. Ignoro si poseería o no una fortuna, pero era una morena vivaz de ojos chispeantes que no tuvo reparos en confiarme que estaba dejándose querer por cuatro o cinco viles pretendientes, caballeros que se habían dicho amigos de su difunto marido y ahora creían poder serlo aún mejores de ella. Uno de los hombres era un exportador de vinos que vendía numerosos cargamentos de vino etrusco, áspero y peleón, a los galos (se trataba de uno de los principales candidatos, si la viuda se decidía por alguno, aunque yo dudaba de que lo hiciera; las cosas le iban demasiado bien tal como estaban).
Yo mismo recibí ciertas insinuaciones de ella respecto a que una estancia en Veii podía resultarme muy grata, pero durante todo el viaje hasta allí me había acosado el recuerdo de la expresión suplicante de Helena, de modo que, mascullando maldiciones y bastante arrepentido de mi decisión de dejar Roma, volví a toda prisa a la ciudad.
Helena no estaba en el piso. Seguramente, ya iba camino de palacio. Salí a emborracharme con Petronio. Él era un hombre casado, de modo que tenía sus propias tensiones domésticas y siempre se alegraba de prestarse a acompañarme en una noche de jarana.
Regresé tarde a casa, deliberadamente. Helena no tuvo ocasión de molestarse, pues no apareció en toda la noche.
Pensé que se había quedado a dormir en casa de sus padres, lo cual ya era bastante malo. Pero cuando, a la mañana siguiente, no se presentó por la Plaza de la Fuente, el horror se apoderó de mí.
V
Me sentía como un auténtico arenque ahogándose en salmuera.
Descarté cualquier idea de que Tito la hubiese hecho desaparecer. El retoño imperial era demasiado recto. Además, Helena era una chica decidida y resuelta que jamás toleraría algo semejante.
Tampoco me atreví en modo alguno a presentarme en casa del senador para rogarle que me informara de qué sucedía. De entrada, fuera lo que fuere, seguro que su encumbrada y poderosa familia me echaría a mí las culpas.
Encontrar mujeres perdidas era mi oficio. Encontrar a la mía debería ser tan sencillo como recoger guisantes. Por lo menos, sabía que si la habían asesinado y ocultado bajo los tablones del suelo, ese suelo no era mío. Aunque eso no resultaba especialmente consolador.
Empecé por donde se empieza siempre: investigando el piso para ver qué se había dejado allí. Una vez hube quitado de en medio mis propios detritos, el resultado fue que no se había dejado gran cosa. Al mudarse no había llevado consigo demasiada ropa ni objetos de adorno; la mayor parte de todo ello había desaparecido. Encontré una de sus túnicas revuelta con algunas prendas mías, una horquilla de azabache bajo la almohada de mi lado de la cama, un bote de saponita lleno de su crema facial favorita detrás de la cómoda... Y eso era todo. A regañadientes, llegué a la conclusión de que Helena Justina había recogido todas sus pertenencias de mi piso y se había marchado, enfadada.
Me pareció demasiado drástico... hasta que descubrí una pista. La carta de su hermano Aeliano seguía sobre la mesa, donde había quedado cuando Helena me había dicho que podía leerla.
Lo hice ahora. Al principio, deseé no haber desenrollado el manuscrito. Después, me alegré de saber lo que decía.
Aeliano era un joven relajado y perezoso que normalmente no se molestaba en mantener correspondencia con la familia, aunque Helena le escribía con regularidad. Ella era la mayor de los tres hijos de Camilo y trataba a sus hermanos menores con la clase de afecto pasado de moda que en otras familias se había abandonado al término de la República. Yo ya me había dado cuenta de que el predilecto de Helena era Justino; las cartas a Hispania eran más un deber. Parecía lógico que Camilo Aeliano, tras recibir noticia de que su hermana se había juntado con un plebeyo de oficio mal considerado, le escribiera una carta llena de divagaciones tan corrosivas que la solté con asco. Aeliano estaba abrumado ante el perjuicio que su hermana había causado al nombre de su noble familia. Y lo expresaba con toda la tosca insensibilidad de un joven de veintitantos años.
Helena, tan amante de la familia, debía de haberse sentido herida en lo más hondo. Sin duda le había dado vueltas a todo aquello sin que yo lo advirtiera. Y entonces había aparecido Tito, con su amenaza de desastre... Era muy propio de ella no mencionar una palabra del tema. Y muy propio de mí haberle vuelto la espalda cuando finalmente se había decidido a pedirme ayuda.
Tan pronto leí la carta, deseé estrecharla entre mis brazos. Demasiado tarde, Falco. Demasiado tarde para consolarla. Demasiado tarde para cobijarla. Demasiado tarde para todo, al parecer.
No me sorprendí cuando me llegó un mensaje, breve y amargo, diciendo que Helena no podía soportar Roma un día más y que se había marchado al extranjero.
VI
Y así fue como me dejé enviar a Germania.
Sin Helena, Roma no tenía nada que ofrecerme. Era inútil intentar ir tras ella, pues había retrasado su mensaje el tiempo suficiente para que su rastro ya estuviera frío. Pronto me harté de que los miembros de mi familia dejaran bien sentado que siempre habían creído que me abandonaría. No pude alegar nada en mi defensa, pues yo mismo lo había esperado siempre. El padre de Helena solía acudir a los mismos baños que yo, de modo que también me resultó difícil evitarlo. Finalmente, me sorprendió mientras trataba de esconderme tras una columna; se sacó de encima al esclavo que le estaba frotando la espalda con la raedora y corrió a mi encuentro envuelto en una nube de aceite perfumado.
—Confío, Marco, en que podrás decirme dónde está esa hija mía...
—Bien, señor, ya conoce a Helena Justina... —Tragué saliva.
—¡Tampoco tienes idea! —exclamó su padre, y al instante pasó a disculparse por el comportamiento de Helena como si fuera yo quien debía sentirse ofendido por su conducta extravagante.
—¡Tranquilícese, senador!