La Venus de cobre (Serie Marco Didio Falco 3)

Fragmento

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ROMA

Agosto y septiembre, año 71 d.C.

Cuanto más grande el rodaballo y la fuente, mayor será el escándalo, por no hablar del despilfarro de dinero...

 

HORACIO, Sátira II. 2

Aunque para mí se trata de «disfrutar de lo que se tiene», no puedo alimenORACIOtar a la servidumbre con rodaballo...

PERSIO FLACO, Sátira 6

No tengo tiempo para darme el lujo de pensar en rodaballos: la cotorra se está comiendo mi casa...

 

FALCO, Sátira I. 1

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PERSONAJES

AMIGOS, ENEMIGOS Y FAMILIA

M. Didio Falco: investigador que intenta ganarse honradamente un denario con un trabajo claramente inferior

Helena Justina: su amada claramente superior

Madre de Falco: (huelgan las palabras)

Maya y Junia: dos de las hermanas de Falco (la atolondrada y la refinada)

Famia y Gayo Bebio: sus cuñados, sobre los que más vale no decir nada (ya que no hay nada bueno que decir)

D. Camilo Vero y Julia Justa: los padres patricios de Helena, quienes opinan que Falco tiene muchas cosas de las que responder

L. Petronio Longo: leal amigo de Falco y capitán de la guardia del Aventino

Esmaracto: casero que Falco intenta perder de vista

Lenia: propietaria de la Lavandería del Águila, que persigue al casero de Falco (mejor dicho, el dinero del casero de Falco)

Rodan y Asiaco: matones al servicio del casero de Falco, los gladiadores más desastrados de toda Roma

Tito César: hijo mayor y colega del emperador Vespasiano; protector de Falco si se lo permiten

Anacrites: jefe de los servicios de espionaje de palacio, nada amigo de nuestro héroe

El Pateador, el Enano y el Hombre del tonel: miembros del equipo de Anacrites

Rata carcelera: probablemente está todo dicho

SOSPECHOSOS Y TESTIGOS

Severina Zotica: novia profesional (una chica de su casa)

Severo Mosco: (enhebrador de cuentas) primer marido de Severina (difunto)

Eprio: (boticario) segundo marido de Severina (difunto)

Gritio Fronto: (importador de animales salvajes) tercer marido de Severina (difunto)

Cloe: cotorra feminista de Severina

Hortensio Novo: liberto que se dedica a los grandes negocios y prometido de Severina (¿sobrevivirá?)

Hortensio Félix y Hortensio Crepito: socios de Novo (como es lógico, son grandes amigos)

Sabina Polia y Hortensia Atilia: sus esposas, quienes consideran que Hortensio Novo debería ser un hombre preocupado (interés que algunos pueden considerar preocupante)

Jacinto: correveidile de los Hortensio

Viridovix: cocinero galo, presunto príncipe venido a menos

Antea: criada

Cosso: agente inmobiliario conocido de Jacinto

Minio: proveedor de pasteles sospechosamente deliciosos

Lucio: empleado del pretor, que desconfía de todo el mundo (un tipo sagaz)

Tije: adivina esquiva

Talía: bailarina que hace cosas raras con serpientes

Serpiente curiosa

Escauro: albañil monumental (con muchas faenas)

Apio Priscilo: magnate inmobiliario (otra rata de albañal)

Gayo Cerinto: alguien que la cotorra conoce y que está sospechosamente ausente de la escena

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I

Las ratas siempre son más grandes de lo que uno supone.

Primero la oí: el siniestro paso arrastrado de una presencia impuesta, demasiado próxima para resultar cómoda en la reducida celda de la cárcel. Levanté la cabeza.

Mis ojos se habían adaptado a la penumbra. Divisé la rata en cuanto volvió a moverse: era un ejemplar macho, color ceniza, y sus manos rosadas se parecían perturbadoramente a las de un bebé. Tenía el tamaño de una liebre. Recordé varios restaurantes de Roma cuyos cocineros no le harían muchos ascos a la posibilidad de dejar caer esta gorda carroñera en sus marmitas. La ahogarían con ajo y nadie se enteraría. En el comedero para fogoneros del barrio bajo próximo al Circo Máximo todo hueso con un poco de carne añadiría un agradable sabor al caldo...

La tristeza me despertó el apetito, pero solo podía roer la rabia de estar entre rejas.

La rata permanecía indiferente en una esquina, en medio de la basura, de los desechos dejados meses atrás por otros presos, que yo había evitado porque me resultaron repugnantes. Pareció reparar en mí cuando levanté la cabeza, pero no estaba realmente concentrada. Pensé que si me quedaba quieto la rata llegaría a la conclusión de que yo era una pila de trapos viejos que merecía la pena investigar. Sin embargo, si agitaba las piernas a la defensiva, mi movimiento sobresaltaría a la rata.

Hiciera lo que hiciese, la rata pasaría sobre mis pies.

Estaba en la cárcel Lautumia, en compañía de unos cuantos ladronzuelos que no podían pagarse un picapleitos y de todos los carteristas del Foro que deseaban descansar de sus parientas. La situación podría haber sido peor. Podría haber estado en la Mamertina: la célula política de retención para estancias breves, con la mazmorra de tres metros y medio, cuya única salida para un don nadie conduce directamente al Hades. Aquí teníamos, al menos, entretenimientos constantes: viejos presidiarios que proferían subidas maldiciones de Subura y palabras desaforadas y desconcertantes de parte de borrachos inaguantables. En la Mamertina nada quiebra la monotonía hasta el momento en que el verdugo público procede a medirte el cuello.

Seguramente en la Mamertina no hay ratas. Como ningún carcelero da de comer a un condenado a muerte, son escasos los restos para la población de roedores. Y las ratas se enteran de estas cosas. Además, en la Mamertina está todo limpio por si a algún senador de alto coturno con amigos insensatos que han ofendido al emperador se le ocurre pasar un rato para transmitir las noticias del Foro. Solo aquí, en la Lautumia, un detenido mezclado con las heces de la sociedad disfruta de la aguda emoción de aguardar a que su bigotudo compañero de celda gire sobre sus talones y le hinque los dientes en la espinilla...

La Lautumia era un edificio extenso, construido para albergar montones de presos provenientes de las provincias insurrectas. Ser extranjero era el requisito habitual para entrar. Pero cualquier infeliz que cogía a contrapelo al burócrata equivocado podía acabar entre sus muros, como yo, para ver crecer las uñas de los pies y tener ideas en contra del sistema. La acusación en mi contra —en la medida en que el cabrón que me había metido entre rejas podía acusarme de algo— era un caso típico: había cometido el grave error de poner en evidencia los defectos del jefe de los espías del emperador. Se trataba de un manipulador rencoroso que respondía al nombre de Anacrites. Un poco antes, ese mismo verano, lo habían comisionado en la Campania; como metió la pata, el emperador Vespasiano me envió a rematar la faena, tarea que cumplí sin dilaciones. Anacrites reaccionó como cualquier funcionario mediocre cuyo inferior actúa con tenacidad: públicamente me deseó suerte... y a la primera oportunidad que se le presentó me metió en chirona.

Me puso la zancadilla con un nimio error de contabilidad: sostuvo que yo había robado plomo imperial, cuando lo único que hice fue tomarlo prestado para utilizarlo como cobertura. Si alguien me lo reclamaba, estaba dispuesto a entregar lo que había cobrado por el metal, pero Anacrites no me concedió esa oportunidad, me encerró en la Lautumia y, de momento, nadie se había molestado en conseguir un magistrado que oyera mis alegatos. Pronto llegaría septiembre, mes en que la mayoría de los tribunales suspendían sus sesiones y en que los casos recientes se postergaban hasta el Año Nuevo...

Me lo merecía. Antaño había sabido que no debía meterme en política. Había sido investigador privado. Durante cinco años lo más peligroso que hice fue descubrir adulterios y fraudes comerciales. Fue un período dichoso: paseaba bajo el sol y ayudaba a los hombres de negocios a resolver sus luchas intestinas. Algunos clientes eran mujeres y entre ellas había algunas muy atractivas. Además, los clientes particulares pagan sus facturas (a diferencia de palacio, que es quisquilloso con cada gasto inocente). Si lograba recobrar la libertad, volver a trabajar para mí mismo se anunciaba como una posibilidad muy atractiva.

Tres días entre rejas habían dado al traste con mi actitud despreocupada. Estaba aburrido. Me puse de mal humor. Por si eso fuera poco, sufría físicamente: tenía un tajo de espada a un lado del cuerpo, una de esas heridas superficiales que deciden infectarse. Mi madre me enviaba platos calientes a modo de consuelo, pero el carcelero se quedaba con la carne. Dos personas habían tratado de conseguir mi libertad, pero sin éxito. Uno era un amable senador que intentó plantear mi funesta situación a Vespasiano, pero la audiencia le fue negada gracias a la fatídica influencia de Anacrites. La otra persona era mi amigo Petronio Longo. Petro, capitán de la guardia del Aventino, se había presentado en la cárcel con una jarra de vino y había intentado actuar como viejo compinche del carcelero, pero se encontró de patitas en la calle con el ánfora: Anacrites había emponzoñado hasta las lealtades locales. A causa de la envidia del jefe de espías, daba la sensación de que yo nunca volvería a ser un ciudadano libre...

La puerta se abrió y alguien gritó:

—¡Didio Falco, parece que, después de todo, alguien te quiere! Levanta el culo del suelo y ven aquí...

Traté de incorporarme y en ese momento la rata me pisó.

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II

Mis problemas estaban resueltos..., al menos en parte.

Cuando salí al cubículo que servía de recepción, el carcelero cerraba las cintas de un pesado monedero y sonreía como si fuera su cumpleaños. Hasta sus roñosos camaradas parecían impresionados por la cuantía del soborno. Parpadeé a causa de la luz del sol y discerní una figura pequeña, tiesa y erguida que me saludó con un bufido.

La sociedad romana es ecuánime. Existen muchos sitios remotos en las provincias donde los prefectos encadenan a los delincuentes y se aprestan para torturarlos en cuanto merman otras distracciones, pero en Roma todo sospechoso tiene derecho a buscar un fiador que lo avale a menos que haya perpetrado una grave fechoría o que cometa la estupidez de confesar.

—¡Hola, mamá!

No habría estado bien que yo deseara volver a la celda con la rata.

Su expresión me acusaba de ser tan degenerado como mi padre, a pesar de que nunca acabó en la cárcel, aunque se largó con una pelirroja y dejó a la pobre mamá con siete críos... Por fortuna mi madre era demasiado leal para hacer esa comparación en presencia de extraños, de modo que dio las gracias al carcelero por cuidar de mí.

—¡Falco, parece que Anacrites se ha olvidado de ti! —gritó burlón el carcelero.

—Aparentemente es su intención.

—No mencionó la fianza previa a la vista...

—Tampoco habló de la vista —espeté—. ¡Retenerme sin llevarme ante el juez es tan ilegal como rechazar la fianza!

—¿Y si decidiera presentar cargos...?

—¡Simplemente silbe! —le sugerí—. Volveré a mi celda con cara de inocente en menos de lo que tarda una bacante en tocar el pandero.

—¿Estás seguro, Falco?

—¡Segurísimo! —mentí afablemente.

Una vez fuera aspiré una gran bocanada de libertad, de la que enseguida me lamenté. Corría agosto y estábamos de cara al Foro. A la vuelta de la Rostra la atmósfera era casi tan asfixiante como en las entrañas de la Lautumia. Casi toda la aristocracia se había largado a sus frescas villas veraniegas, y para nosotros, los pobres, la vida en Roma había aminorado el ritmo a un paso perezoso. Era insoportable moverse en medio de ese calor.

Mi madre examinó a su preso reincidente y ni se inmutó.

—Mamá, no ha sido más que un error... —Intenté que mi expresión no revelara que era conveniente evitar la indignidad de que un informante con fama de recio fuese rescatado por su madre—. ¿Quién pagó el cuantioso rescate? ¿Fue Helena? —pregunté, y mencioné a la novia extraordinariamente superior que hacía seis meses me había echado, en lugar de la sucesión anterior de artistas de circo y floristas carcomidas por las pulgas.

—No, yo pagué la fianza. Helena se ha ocupado de tu alquiler...

Se me cayó el alma a los pies ante la andanada de solidaridad por parte de las mujeres de mi vida. Supe que tendría que devolverla, aunque no fuese en dinero contante y sonante.

—No te preocupes por el dinero. —El tono de mi madre dio a entender que, con un hijo como yo, no le quedaba más remedio que tener a mano los ahorros de toda la vida—. Vuelve a casa conmigo y comerás bien...

Sin duda mi madre pretendía tenerme firmemente bajo su custodia, pero yo me había propuesto moverme tan libre como el viento.

—Mamá, tengo que ver a Helena...

Habitualmente habría sido una insensatez que un solterón al que su anciana y menuda madre acababa de redimir quisiera largarse en pos de otras mujeres. Pero, en primer lugar, Helena Justina era hija de un senador, por lo que visitar a una dama tan distinguida se consideraba un privilegio entre las gentes de mi clase y no la depravación contra la que despotrican las madres. Además, debido en parte al accidente en la escalera, Helena acababa de perder el hijo que esperábamos. El resto de la parentela femenina seguía considerándome un inútil sin escrúpulos, pero por el bien de Helena la mayoría estaba de acuerdo en que, de momento, yo tenía la obligación de visitarla siempre que pudiera.

—¡Acompáñame! —propuse.

—No digas tonterías —me regañó mi madre—. Es a ti a quien Helena quiere ver.

Esa noticia no me infundió la menor confianza.

Mamá vivía cerca del río, detrás del Emporio. Cruzamos lentamente el Foro (para poner de relieve lo agobiada que estaba mamá a causa de los problemas que yo le había causado) y me dejó en libertad a las puertas de mi casa de baños favorita, situada detrás del templo de Cástor. Allí me quité el hedor de la cárcel, me puse la túnica limpia que había dejado en el gimnasio para cualquier imprevisto y encontré un barbero que se las ingenió para darme un aspecto más respetable (gracias a la sangre que hizo fluir).

Aunque todavía sentía que tenía mal color a causa del tiempo que había pasado en chirona, cuando salí me encontré mucho más relajado. Caminaba hacia el Aventino y me pasaba los dedos por los rizos húmedos en un intento fatuo de convertirme en el gallardo solterón capaz de despertar los ardores de una mujer cuando ocurrió el desastre. Reparé demasiado tarde en un par de matones de mala catadura que estaban apoyados en un pórtico para exhibir los músculos ante todo el que pasase por delante de ellos. Llevaban taparrabos y tiras de cuero anudadas a las rodillas, las muñecas y los tobillos para lucir pintas de duros. Su arrogancia me resultó espantosamente conocida.

—¡Vaya, mira..., pero si es Falco!

—¡Por el tridente de Neptuno, Rodan y Asiaco!

En un abrir y cerrar de ojos uno de los matones se situó a mis espaldas y rodeó la parte superior de mis brazos con los codos mientras el otro me sacudía la mano de manera muy desagradable, proceso que consistía en tironear de la muñeca hasta que la articulación del brazo se tensaba como las bolinas en los empalmes cuando una galera atraviesa un huracán. El olor a sudor rancio y a ajo recién ingerido me llenó de lágrimas los ojos.

—Vamos, Rodan, déjalo estar, ya llego con el brazo adonde quiero.

Llamar «gladiadores» a este par era un insulto incluso para los fuertotes que suelen dedicarse a este oficio. Rodan y Asiaco se mantenían en forma en un cuartel dirigido por Esmaracto, mi casero; cuando no se hacían daño con las espadas de práctica, Esmaracto los enviaba a recorrer las calles, que precisamente por su presencia se volvían más peligrosas. No trabajaban mucho en el circo y su papel en la vida pública consistía en intimidar a los infelices inquilinos que alquilaban viviendas a Esmaracto. En mi caso, estar entre rejas había tenido una gran ventaja, por cierto: evitar a mi casero y a sus brutos predilectos.

Asiaco me elevó por los aires y me sacudió. Dejé que me acomodara las entrañas. Esperé a que se hartara y volviera a depositarme en las losas de la acera, momento en que me agaché, le hice perder el equilibrio y, por encima de mi cabeza, lo arrojé a los pies de Rodan.

—¡Por todos los dioses del Olimpo! ¿Esmaracto no os ha enseñado nada? —Di un salto y me situé hábilmente fuera del alcance de los matones—. ¡No os enteráis de nada! ¡Mi alquiler está al día!

—¡Entonces los rumores son ciertos! —Rodan me miró de soslayo—. ¡Se corre la voz de que ahora eres mantenido!

—¡Rodan, la envidia te hace bizquear de una manera muy fea! ¡Tu madre tendría que haberte advertido que así espantarás a todas las muchachas!

Tal vez sepáis que los gladiadores arrastran multitudes de mujeres locamente enamoradas. Rodan y Asiaco debían de ser los dos únicos gladiadores romanos cuyo peculiar aspecto desastrado los privaba de séquito femenino. Asiaco se puso en pie y se limpió la nariz. Meneé la cabeza y proseguí:

—Lo siento, pero había olvidado que ninguno de vosotros dos puede despertar el interés de una pescadera de cincuenta años, totalmente ciega y sin el menor sentido de la discreción...

Asiaco me embistió. Los dos se ocuparon de recordarme los motivos por los que odiaba tanto a Esmaracto.

—¡Y este es por la última vez que te atrasaste con el alquiler! —exclamó Rodan, que tenía una excelente memoria.

—¡Y este va por la próxima vez! —apostilló Asiaco, que hacía pronósticos realistas.

Habíamos practicado tantas veces esta danza dolorosa que me zafé enseguida. Lancé un par de insultos más y escapé calle arriba. Rodan y Asiaco eran demasiado perezosos para seguirme.

Llevaba una hora en libertad y ya estaba apaleado y desanimado. En Roma, la ciudad de los propietarios, la libertad supone sentimientos contradictorios.

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III

El senador Camilo Vero, padre de Helena Justina, vivía cerca de la puerta Capena. Es un sitio agradable, al lado de la vía Apia, donde esta se prolonga más allá de la muralla de la ciudad republicana. Durante el trayecto encontré otra casa de baños en la que aliviar la cosecha de nuevos morados. Por suerte Rodan y Asiaco siempre pegaban en la caja torácica de sus víctimas, así que yo tenía la cara intacta. Si me acordaba de no fruncir el ceño, Helena no tendría por qué enterarse. Un asqueroso boticario sirio me vendió un bálsamo para la herida de espada que yo ya había curado. El ungüento pronto dejó un azulado cerco de grasa en mi túnica, como el moho en el yeso de la pared, que no era lo más adecuado para impresionar a los elegantes residentes de la puerta Capena.

A pesar de que me conocía, como de costumbre el portero de Camilo me negó la entrada. No permití que ese saco de pulgas me hiciera perder tiempo. Di la vuelta a la esquina, le pedí prestada la gorra a un peón caminero, volví a llamar de espaldas a la puerta y cuando el portero cometió la insensatez de abrir a quien supuso que era un vendedor de altramuces, entré corriendo y me ocupé de golpearle el tobillo con la bota cuando nuestros caminos se cruzaron.

—¡Por un cuadrante sería capaz de dejarte de patitas en la calle! ¡Infeliz, soy Falco! ¡Anúnciale mi presencia a Helena Justina o tus herederos se pelearán por saber quién hereda tus mejores sandalias antes de lo que imaginas!

En cuanto entré el portero me trató con hosco respeto. Quiero dejar constancia de que regresó a su cubículo para terminar de comer una manzana mientras yo buscaba a mi princesa.

Helena estaba en uno de los salones, pálida, concentrada y con una pluma de junco en la mano. Contaba veintitrés, tal vez veinticuatro años, no lo sé a ciencia cierta porque no sabía cuándo celebraba su onomástica; a pesar de que me había llevado a la cama el tesoro de la familia, no me invitaban a las celebraciones en casa del senador. Solo me permitían verla porque se acobardaban ante la obstinación de Helena. Antes de conocerme había estado casada y había decidido divorciarse (por un motivo tan excéntrico como que su marido no le dirigía la palabra), así que sus padres ya se habían percatado de que su primogénita era de armas tomar.

Helena Justina era una criatura alta y majestuosa que había torturado su pelo largo y liso con tenacillas calientes, aunque afortunadamente volvía a recuperar su forma natural. Poseía bonitos ojos pardos que ningún potingue podía mejorar, por mucho que las doncellas los maquillasen por principio. Cuando estaba en casa apenas llevaba joyas, lo que no la hacía aparecer desfavorecida. En compañía era tímida e incluso a solas con un amigo íntimo como yo se la podía considerar recatada hasta que expresaba una opinión: en ese momento los perros salvajes se separaban de la jauría y corrían a ponerse a cubierto. Suponía que podía manejarla..., aunque nunca tenté la suerte.

Me apoyé en la jamba con mi proverbial mueca irrespetuosa. La sonrisa de bienvenida de Helena, cariñosa y espontánea, fue lo mejor que me había ocurrido en una semana.

—¿Por qué una chica hermosa como tú está sola? ¿Estás apuntando recetas?

—Estoy traduciendo historia griega —replicó Helena pomposamente.

Miré por encima de su hombro y vi la receta de higos rellenos.

Me incliné y le besé la mejilla. La pérdida de nuestro hijo, al que los dos aún llorábamos, había establecido entre nosotros una dolorosa formalidad. Nuestras dos manos derechas se buscaron y se estrecharon con un fervor que habría merecido la denuncia de los arrogantes y viejos abogados de la basílica Julia.

—¡Me alegro tanto de verte! —murmuró Helena impetuosamente.

—Hace falta algo más que los cerrojos de la cárcel para mantenerme lejos de ti.

Abrí su mano y la apoyé en mi mejilla. Sus dedos señoriales estaban perfumados con una inusual combinación de extraños ungüentos y tinta de agallas de roble, fragancia muy distinta de los aromas estancados que rodeaban a las mujeres de vida airada que con anterioridad yo había tratado.

—Ay, mujer, cuánto te amo —reconocí todavía afectado por la euforia de mi reciente puesta en libertad—. ¡Y no es solo porque me he enterado de que me has pagado el alquiler!

Helena abandonó el banco y se arrodilló cabizbaja a mi lado. La hija de un senador no debía correr el riesgo de que un esclavo de la casa la pescara llorando en el regazo de un convicto..., aun así, le acaricié la nuca para reconfortarla. Además, la nuca de Helena era una tentación para una mano ociosa.

—Sigo sin entender por qué me haces caso —comenté al cabo de un rato—. Soy un desastre, vivo en un tugurio y no tengo un denario. Hasta la rata del calabozo me miraba burlona. Cada vez que me necesitas te dejo en la estacada...

—¡Falco, deja de quejarte! —protestó Helena, y alzó la cabeza con la marca de la hebilla de mi cinturón en la mejilla, aunque por lo demás volvía a ser la de siempre.

—Hago un trabajo que la mayoría de las personas ni se atrevería a abordar —proseguí pesimista—. Mi patrón me mete en la cárcel y se olvida de mi existencia...

—Te ha puesto en libertad...

—¡No es exactamente así! —dije.

Helena nunca ahondaba en las cuestiones que, según su mejor saber y entender, debía resolver por mí mismo.

—Y ahora, ¿qué piensas hacer?

—Volveré a trabajar por mi cuenta. —Helena no dijo nada pues no hacía falta que me preguntara por qué me sentía desdichado. Mi genial proyecto planteaba un grave problema: como autónomo ganaría mucho menos que lo que obtenía con mi hipotético salario público, sin tener en cuenta el hecho de que los pagadores de Vespasiano llevaban meses de atraso—. ¿Te parece un disparate?

—Desde luego que no. Haces bien —coincidió Helena sin vacilaciones, aunque debió de percatarse de que trabajar por libre destruía toda esperanza de que yo pudiera pagarme un matrimonio para ingresar en las filas patricias—. Has arriesgado tu vida por mor del Estado. Vespasiano te contrató porque sabía lo que valías. Marco, vales demasiado para ser tan poco recompensado por un patrón tacaño y por los celos infames de palacio...

—Cariño, ya sabes lo que significa.

—He dicho que esperaría.

—Y yo dije que no lo permitiría.

—Didio Falco, nunca hago caso de lo que dices.

Sonreí y pasamos unos minutos en silencio. Después de la estancia en la cárcel ese cuarto de la casa del padre de Helena era una balsa de serenidad. Disponía de alfombras de retazos y de cojines con borlas para que nos pusiéramos cómodos. Las gruesas paredes amortiguaban los sonidos de la calle y la luz que se filtraba por las ventanas altas que daban al jardín iluminaban paredes pintadas como si fueran de mármol color trigo maduro. Creaba una impresión graciosa, aunque ligeramente desvaída. El padre de Helena era millonario (esta información no se debía a una buena labor investigadora por mi parte sino a la calificación mínima para ingresar en el Senado), pero consideraba que bregaba cada día en una ciudad en la que solo los multimillonarios obtenían votos en las elecciones.

Mi posición era realmente desfavorable: no tenía dinero ni jerarquía. Para llevarme a Helena de manera respetable, tendría que conseguir cuatrocientos mil sestercios y convencer al emperador de que me incluyese en la lista de lastimeras nulidades que constituyen la clase media. Aunque lo consiguiese, para Helena yo sería una pobre elección.

Helena me adivinó el pensamiento.

—Marco, me he enterado de que tu caballo ganó la carrera en el Circo Máximo.

La vida tiene sus compensaciones: el equino, llamado Pequeño Encanto, había sido un legado afortunado. Como no podía pagarle las cuadras, antes de enviarlo a la venta lo había hecho participar en una sola carrera..., que ganó a contrincantes incomparables.

—Helena, es verdad. Gané algún dinero con esa carrera. Tal vez lo invierta en un apartamento más impresionante para atraer a mejores clientes.

Pegada a mis rodillas, Helena asintió aprobadoramente con la cabeza. Se había recogido el cabello con un montón de agujas de marfil, con cabezas talladas en forma de diosas de severo aspecto. Mientras pensaba en mi falta de dinero le había quitado una horquilla, que encajé en mi cinturón cual un cuchillo de caza, y después me entretuve quitando las demás. Helena se agitó algo incómoda e intentó aferrarme las muñecas. Al final arrojó al suelo el grupo de horquillas que yo sostenía. Dejé que diera vueltas e intentara recuperarlas, mientras yo elaboraba metódicamente un plan.

Cuando logré soltarle todo el pelo, Helena ya había recuperado las agujas y me di cuenta de que me dejó la que había encajado en el cinturón. Aún la tengo: representa a Flora, con una corona de rosas que le produce fiebre del heno. A veces la encuentro cuando revuelvo la caja de las plumas en busca de algo.

Desplegué la brillante cabellera de Helena como a mí me gustaba.

—¡Así estás mejor! Te pareces a una muchacha probablemente dispuesta a dejarse besar..., de hecho, pareces una muchacha que hasta podría besarme por decisión propia... —Me agaché y le puse los brazos alrededor de mi cuello.

Nos dimos un beso largo y profundamente tierno. Como conocía a Helena muy bien, me percaté de que mi propia pasión se topaba con una insólita contención por su parte.

—¿Qué ocurre, cielo? ¿He dejado de interesarte?

—Marco, no puedo...

La comprendí. El aborto espontáneo la había abrumado y temía volver a pasar por semejante experiencia. Probablemente también tenía miedo de perderme. Los dos conocíamos a más de un galán representativo de la rectitud romana que abandonaría inmediatamente a una muchacha afligida en un momento tan delicado.

—Lo lamento...

Helena se sintió incómoda e intentó escapar, pero seguía siendo mi Helena. Quería que la abrazase tanto como yo lo deseaba. Necesitaba que la consolaran aunque, para variar, se abstuvo de provocarme.

—Amor mío, es natural. —La solté—. Todo se resolverá...

Como sabía que tenía que tranquilizarla, intenté hablarle con delicadeza, pese a que fue muy duro aceptar esa decepción que tenía un carácter tan físico. Maldije para mis adentros y sospecho que Helena se dio cuenta.

Seguimos sentados tranquilamente, hablamos de asuntos familiares (como de costumbre, una pésima idea) y poco después dije que tenía que marcharme.

Helena me acompañó a la puerta. El portero se había esfumado, así que quité los pestillos. Helena me rodeó con los brazos y apoyó su cara en mi cuello.

—¡Supongo que echarás a correr en pos de otras mujeres!

—¡Naturalmente! —Logré que sonara como un chiste. La mirada angustiada de Helena me afectó de mala manera. Le besé los párpados y me atormenté estrechándola contra mi cuerpo al tiempo que la alzaba por los aires. Súbitamente exclamé—: ¡Ven a vivir conmigo! Solo los dioses saben lo que tardaré en ganar lo que necesitamos para ser respetables. Tengo miedo de perderte y quiero tenerte cerca. Si alquilo un apartamento más grande...

—Marco, me parece que...

—Confía en mí.

Helena sonrió y me tironeó de la oreja como si lo considerara el modo más rápido de volver permanentes nuestras dificultades. De todos modos, se comprometió a pensar en lo que acababa de decirle.

Regresé al Aventino a paso ligero. Aunque mi amada fuera reacia a convivir conmigo, gracias a las ganancias obtenidas con Pequeño Encanto nada me impedía alquilar un apartamento más elegante... Como sabía a qué hogar regresaba, la idea de vivir en otra parte solo podía alegrarme.

En ese momento recordé que, antes de que me metieran en chirona, mi sobrina de tres años se había tragado las fichas de las apuestas, sin darme tiempo a cambiarlas por dinero contante y sonante.

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IV

La Lavandería del Águila estaba situada en la plaza de la Fuente.

De las viviendas apestosas de los sórdidos callejones de la ciudad, la más degradante debía de ser la plaza de la Fuente. Se encontraba a cinco minutos de la gran carretera de Ostia, una de las arterias más vitales del imperio, aunque este sitio ulceroso en la axila del Aventino parecía formar parte de otro mundo. En lo alto, sobre la cresta doble de la colina, se alzaban los grandes templos de Diana y Venus, pero nosotros vivíamos muy hacinados para contemplar tan excelsa arquitectura desde nuestra colmena profunda y oscura de callejuelas anónimas que no conducían a ninguna parte. Era barata, tratándose de Roma. Algunos hasta habríamos pagado más al casero con tal de que contratase a un par de alguaciles competentes que nos desalojaran y nos enviaran al aire un poco menos viciado de una calle en mejores condiciones.

Mi apartamento estaba en lo alto de un bloque inmenso y desvencijado. La lavandería ocupaba toda la planta baja y las túnicas de lana que aguardaban a que alguien pasara a recogerlas eran lo único limpio que había en nuestro barrio. Una vez dentro, su estado impecable podía verse afectado por el breve recorrido por el único sendero de barro que nos servía tanto de salida como de lo más parecido que teníamos al alcantarillado, en medio del hollín de la caldera —que lo dejaba todo como negro de humo— en la que el papelero tuerto preparaba apestosa tinta, y del humo de los hornos en forma de colmena donde Casio —el panadero del barrio— tostaba una hogaza de pan hasta rondar la destrucción como ningún otro panadero de Roma.

Estos apartados caminos eran peligrosos. En un momento de distracción me hundí hasta los tobillos en estiércol pardo y pegajoso. Mientras mascullaba entre dientes y me limpiaba las botas en la piedra del bordillo, Lenia la lavandera asomó la cabeza en medio de un montón de túnicas. Nada más verme se dedicó a burlarse de mí, como de costumbre. Lenia era un desastrado manojo de nervios que te abordaba con tan poca gracia como un cisne que se posa en el agua: rizos imposibles de pelo chillonamente teñido de rojo, ojos acuosos y la voz aguardentosa por haber bebido demasiadas jarras de vino mal fermentado.

—¡Falco! ¿Dónde has pasado la semana?

—Fuera de la ciudad.

No quedaba claro si Lenia sabía que me refería a la Lautumia. Tampoco es que le importara. Era demasiado perezosa para ser curiosa, salvo en cuestiones comerciales claramente delimitadas. Dichas cuestiones incluían si a mi mugriento casero Esmaracto le pagaban en fecha..., y Lenia solo se mostró realmente curiosa después de que decidió casarse con él. Tomó esa decisión por motivos puramente económicos (porque Esmaracto era tan rico como Craso después de décadas de estrujar a los pobres del Aventino) y ahora preparaba su boda con la voluntad clínica de un galeno. Lenia sabía que el paciente pagaría generosamente sus servicios después de que ella lo preparara...

—Parece que tengo crédito. —Sonreí.

—¡Por fin has aprendido a ligar!

—Es verdad. Confío en la perfección de mis facciones...

Lenia, severa crítica de las bellas artes, se desternilló de risa cínicamente.

—¡Falco, eres un impostor de tres al cuarto!

—¡Qué va! ¡Puedo mostrarte el certificado de calidad expedido por una dama de alcurnia! Le gusta mimarme. Claro que me lo merezco... ¿Con qué suma ha colaborado?

Vi que Lenia abría la boca para mentir, pero se dio cuenta de que Helena Justina me lo diría si alguna vez yo tenía el detalle de hablar de esa deuda con ella.

—Falco, ha pagado tres meses.

—¡Por Júpiter! —Fue toda una sorpresa para mí. Lo máximo que yo había calculado que sería capaz de donar al plan de pensiones de mi casero eran tres semanas (y atrasadas, por supuesto)—. ¡Esmaracto debe de pensar que lo han trasladado al Olimpo en un arcoíris!

Por la nebulosidad de la expresión de Lenia deduje que Esmaracto aún no estaba al tanto de ese golpe de buena fortuna. La lavandera cambió rápidamente de tema:

—Alguien viene constantemente y pregunta por ti.

—¿Un cliente? —Me pregunté nervioso si el jefe de los espías ya se había enterado de mi desaparición—. ¿Te has fijado en él?

—¡Falco, tengo cosas mejores que hacer! Se presenta todos los días y todos los días le digo que no estás en casa...

Me relajé. Anacrites no tenía motivos para empezar a buscarme antes de esa tarde.

—¡Pues aquí estoy!

Me encontraba demasiado cansado como para ocuparme de misterios.

Subí la escalera. Vivía en la sexta planta, la más barata. Tuve tiempo más que suficiente para recordar el conocido olor a orina y a tallos pasados de coles; las rancias cagarrutas de las palomas que manchaban cada escalón; las pintadas de las paredes, no todas a la altura que alcanzaban los niños, de aurigas soeces; las maldiciones contra los agentes de apuestas y los anuncios pornográficos. Aunque apenas trataba a mis vecinos, no pude dejar de reconocer sus voces pendencieras al pasar. Algunas puertas estaban permanentemente cerradas con secretos opresivos, mientras que otras familias se decantaban por entradas con cortinas que obligaban a los vecinos a compartir sus mediocres existencias. Un niño desnudo que aprendía a caminar salió disparado, me vio y volvió a entrar profiriendo alaridos. La demente anciana del tercer piso seguía sentada en la puerta, como de costumbre, y farfullaba con todo el que pasaba; la saludé con un ademán gracioso que desencadenó su retahíla de ponzoñosos improperios.

Me faltaba práctica. Cuando por fin llegué a lo alto del edificio, estaba que echaba los bofes. Agucé el oído unos instantes: hábito profesional. Quité el pestillo simple y abrí la puerta.

Mi hogar... Se trataba del tipo de apartamento en el que entras, te cambias la túnica, lees los mensajes de los amigos y buscas una excusa para salir disparado. Ese día me quedé, pues me vi incapaz de afrontar por segunda vez la pesadilla de la escalera.

Cuatro zancadas me permitieron examinar mi espacio: el despacho con la mesa y el banco baratos y el dormitorio con el artilugio cojo que me servía de cama. Ambas estancias denotaban el inquietante aseo que se conseguía cuando mi madre disfrutaba de tres días seguidos para hacer la limpieza. Miré receloso a mi alrededor y llegué a la conclusión de que nadie más había estado en casa. Puse manos a la obra para que el espacio volviera a ser mío. Muy pronto logré mover los escasos muebles, arrugar la ropa de cama, derramar agua por todas partes mientras revivía el follaje del balcón y tirar al suelo la ropa que llevaba puesta.

Solo entonces me sentí a mis anchas. Volvía a ser mi hogar.

Sobre la mesa, donde ni siquiera yo podía pasarlo por alto, se encontraba un cuenco griego de cerámica que había comprado en un tenderete de antigüedades por dos perras y una sonrisa descarada; estaba lleno hasta la mitad con arañadas fichas de hueso, algunas de las cuales exhibían vetas de raros colores. Reí entre dientes. La última vez que las vi fue durante una espantosa fiesta familiar en la que Marcia —mi sobrinita— las cogió para jugar y se las tragó prácticamente en su totalidad: eran las fichas de las apuestas.

Cuando un crío se traga algo que no estás dispuesto a perder, si quieres al niño solo existe una solución para recuperarlo. Conocía el desagradable procedimiento desde la vez en que mi hermano Festo se tragó la alianza matrimonial de mamá y me presionó para que lo ayudase a recuperarla. (Hasta que lo mataron en Judea, momento en que tocaron a su fin mis deberes fraternos, en nuestra familia existía la tradición según la cual Festo era el que siempre se metía en líos y yo el gilipollas al que siempre convencía para que lo sacara del apuro.) Tragarse objetos familiares valiosos debía de ser una característica heredada y yo había pasado tres días preso con la esperanza de que la tierna pero irreflexiva hija de mi irreflexivo hermano sufriera de estreñimiento...

Mis preocupaciones habían sido inútiles. Algún pariente con la cabeza bien puesta —probablemente mi hermana Maya, la única capaz de organizarse— había tenido el detalle de recuperar las fichas. Para celebrarlo levanté una tabla del suelo, bajo la cual ocultaba media jarra de vino a los visitantes, y me instalé en el balcón, con los pies sobre el antepecho, para consagrar mi atención a un trago restablecedor.

En cuanto me puse cómodo llegó un visitante.

Lo oí respirar agitadamente después del fatídico ascenso. Aunque guardé silencio, me encontró. Franqueó la puerta plegable y preguntó animadamente:

—¿Es usted Falco?

—Tal vez.

Tenía los brazos tan delgados como matas de guisante. El rostro triangular descendía hasta el mentón fino como un punto. Por encima discurría el bigotito negro, casi de oreja a oreja. Era el bigote lo que llamaba la atención. Dividía un rostro demasiado viejo con relación al cuerpo adolescente, como si el individuo fuese refugiado de una provincia asolada por veinte años de hambrunas y guerras tribales. El verdadero motivo no respondía a causas tan espectaculares: simplemente era un esclavo.

—¿Quién quiere saberlo? —inquirí. Para entonces el sol de finales de la tarde me había entibiado lo suficiente como para que me fuera indiferente.

—Un mensajero de la casa de Hortensio Novo.

Hablaba con ligero acento extranjero, aunque muy disimulado por el deje común que los prisioneros de guerra parecen adquirir en el mercado de esclavos. Deduje que había aprendido latín en la más tierna infancia y que probablemente apenas se acordaba de su lengua madre. Tenía los ojos azules y me pareció celta.

—¿Cuál es su nombre?

—¡Jacinto!

Lo dijo y me miró de una manera que parecía significar «Atrévete a reír». Si era esclavo ya tenía suficientes problemas sin necesidad de soportar las chusquerías de cada persona que conocía porque algún capataz con una resaca de órdago lo había bautizado con el nombre de una flor griega.

—Jacinto, encantado de conocerte. —Me negué a convertirme en blanco de la réplica mordaz que Jacinto tenía en la punta de la lengua—. Nunca he oído hablar de Hortensio, tu amo. ¿Qué problema tiene?

—Si se lo pregunta, le responderá que ninguno.

La gente suele hablar en clave cuando recaba los servicios de un investigador. Son muy pocos los clientes capaces de preguntar a bocajarro: «¿Cuánto cobra por demostrar que mi esposa se da el lote con mi cochero?»

—¿Para qué te ha enviado? —pregunté pacientemente al mensajero.

—Me han enviado sus parientes —me corrigió Jacinto—. Hortensio Novo no sabe que he venido.

Esa respuesta me convenció de que había denarios en juego, así que hice señas a Jacinto para que se sentara en el banco: siempre me anima la alusión al dinero a cambio de ser discreto.

—Gracias, Falco. ¡Es usted todo un general! —Jacinto supuso que la invitación a sentarse también incluía el vino y, con gran malestar por mi parte, entró en casa y buscó un vaso. Se repantigó bajo la pérgola de rosas e inquirió—: ¿Cree que este es un escenario elegante para recibir a sus clientes?

—Mis clientes son muy fáciles de impre

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