Presentación
para la edición original en NOVA
DANZA DE ESPEJOS (1994) es el sexto libro de Lois McMaster Bujold que aparece en nuestra colección. Con el anterior, BARRAYAR (1991), la autora obtuvo su segundo premio Hugo consecutivo, un palmarés que sólo ha igualado Orson Scott Card en toda la historia de la ciencia ficción. Con DANZA DE ESPEJOS, Lois McMaster Bujold ha obtenido su tercer premio Hugo de novela. Los tres conseguidos en los últimos cinco años. Se acerca con ello al récord de Heinlein (4 premios Hugo de novela en 12 años), y supera ya los dos Hugo de novela que obtuvieran autores indiscutidos como Asimov, Clarke, Le Guin, Zelazny o Leiber. Lois McMaster Bujold es ya, sin ninguna duda, la más popular autora de ciencia ficción de la actualidad. Un valor seguro e indiscutible.
Con referencia a Lois McMaster Bujold, hay algo que siempre me ha parecido sorprendente: y es el hecho de que un cierto tipo de críticos (en España y en el resto del mundo) parecen molestos con el éxito de la que ellos etiquetan como una «autora de space opera». El problema (para esos críticos, claro) es que Lois McMaster Bujold parece decidida a seguir en sus trece y escribir para que los lectores disfrutemos (¡y cómo disfrutamos!) con las aventuras de Miles Vorkosigan y su gente. Ya en la presentación de EL APRENDIZ DE GUERRERO (NOVA ciencia ficción número 33, publicada en febrero de 1991), una novela que me divirtió y sorprendió gratamente, expuse las razones que, a mi juicio, convierten la saga Vorkosigan en un éxito seguro e inevitable: «Grandes dosis de inteligencia, mucha ironía y, sobre todo, una gran habilidad narrativa al servicio de un personaje llamado a devenir un clásico en la historia de la ciencia ficción.» Tras casi cinco años, y cinco libros más de la saga Vorkosigan, creo que puedo mantener el mismo juicio. Las novelas de Lois McMaster Bujold siguen interesándome y divirtiéndome. Debo compadecer a esos críticos que, en su orgulloso y forzado elitismo, son incapaces de reconocerlo y se niegan el placer y la diversión que ofrece la saga Vorkosigan. Pero seré buena persona y no desvelaré nombres...
Como es sabido, el premio Hugo es el más prestigioso del género y se elige por votación popular, pudiendo intervenir en ella los participantes en la convención mundial de la ciencia ficción (Worldcon) que se celebra cada año. Varios millares de aficionados pueden participar en la votación y, por ello, la obtención de un premio que supone el reconocimiento indiscutible del éxito y la popularidad de una novela de ciencia ficción.
Pero Lois McMaster Bujold ha obtenido también, y por dos veces, el premio Nebula, votado anualmente por los miembros de la SFWA (Science Fiction Writers of America — asociación de los escritores norteamericanos de ciencia ficción). En este caso, la especialización del casi millar de votantes potenciales (escritores y editores especializados en los géneros de ciencia ficción y fantasía) supone un reconocimiento adicional que, habitualmente, no premia tanto la popularidad como los valores literarios y narrativos que los profesionales del género han encontrado en las novelas o los relatos candidatos. Y es curioso constatar que, en el caso de Lois McMaster Bujold, la concesión del premio Nebula por parte de los profesionales ha precedido al reconocimiento popular que supone el premio Hugo.
Otra muestra de respaldo popular a la obra de Lois McMaster Bujold, procede de los lectores de algunas de las más famosas revistas especializadas norteamericanas, como Locus y Analog, que también han decidido premiar con sus votos y su reconocimiento la obra de esta autora que está dejando una huella decisiva en la ciencia ficción de principios de los noventa.
Y, además, sus libros se venden y, estoy seguro, se leen con placer y satisfacción. Incluso a pesar de ciertos críticos.
Por todo ello, no es una exageración decir que Lois McMaster Bujold es ya una autora destacada en la moderna ciencia ficción norteamericana. Con nueve libros, publicados entre 1986 y 1994, ha obtenido nada menos que cuatro premios Hugo y dos Nebula, y el reconocimiento de los lectores de Locus y Analog.
Las narraciones de la mayor parte de esos libros de Lois McMaster Bujold están ambientadas en un mismo universo coherente, en el que se dan cita tanto los quadrúmanos de EN CAÍDA LIBRE (premiada con el Nebula en 1988 y finalista del Hugo de 1989) como los planetas y los sistemas estelares que presencian las aventuras de Miles Vorkosigan, su héroe más característico. En el APÉNDICE de este volumen se incluye un esquema argumental del conjunto de los libros de ciencia ficción de Bujold aparecidos hasta 1995, ordenados según la cronología interna de la serie. De hecho, el orden real de su publicación en inglés ha sido el siguiente:
Shards of Honor (junio de 1986)
The Warrior’s Apprentice (agosto de 1986)
EL APRENDIZ DE GUERRERO, NOVA ciencia ficción número 33
Ethan of Athos (diciembre de 1986)
Falling Free (abril de 1988) – premio Nebula 1988
EN CAÍDA LIBRE, NOVA ciencia ficción número 24
Brothers in Arms (enero de 1989)
Borders of Infinity (octubre de 1989) – premios Nebula 1989 y Hugo 1990 por «Las montañas de la aflicción» y premio Analog 1989 por «Laberinto», ambas novelas cortas incluidas en el libro
FRONTERAS DEL INFINITO, NOVA ciencia ficción número 44
The Vor Game (septiembre de 1990) – premio Hugo 1991
EL JUEGO DE LOS VOR, NOVA ciencia ficción número 57
Barrayar (octubre de 1991) – premios Hugo y Locus 1992
BARRAYAR, NOVA ciencia ficción número 61
Mirror Dance (marzo de 1994) – premio Hugo y Locus 1995
DANZA DE ESPEJOS, NOVA ciencia ficción número 78
(Para el lector que busque el «noveno» libro de Lois McMaster Bujold, diré que éste no pertenece a la saga Vorkosigan y es una incursión de la autora en el mundo de la fantasía: THE SPIRIT RING, aparecido en 1992 y «culpable» de los tres años transcurridos entre los dos últimos títulos de la saga Vorkosigan. También diré que el próximo libro de la serie Vorkosigan será CETAGANDA y que su publicación en Estados Unidos está prevista para enero de 1996 y en España para finales del mismo año.)
Como ya indicaba en otra de estas presentaciones, Lois McMaster Bujold, con sus tres novelas de 1986, tanteó al principio diversos personajes posibles: los padres de Miles en SHARDS OF HONOR, el mismo Miles en EL APRENDIZ DE GUERRERO y la comandante Elli Quinn en ETHAN OF ATHOS. El impresionante éxito popular de EL APRENDIZ DE GUERRERO, sumado al gran atractivo de un personaje como Miles Vorkosigan, han llevado a que sea éste quien se haya convertido en el protagonista central y en el personaje emblemático de una de las mejores y más amenas series de la moderna space opera, un subgénero esencial en la ciencia ficción. No obstante, Bujold ha continuado narrando las aventuras de los padres de Miles en BARRAYAR (1991), obteniendo de nuevo el reconocimiento y el favor del público lector. Y he sabido que hay en proyecto otras novelas que vuelven a centrarse en otros personajes de la saga, como en cierta forma ocurre en DANZA DE ESPEJOS.
Ya he dicho que EL APRENDIZ DE GUERRERO me divirtió y sorprendió enormemente. Pero la continuidad del éxito de la serie de Miles Vorkosigan, asociada a la enemistad de cierta crítica especializada, me ha llevado a preguntarme por las claves de ese éxito sin par. Ya he apuntado algunas de esas claves más arriba y también, con mayor detalle, en la presentación de BARRAYAR, a la que les remito. Esta vez sólo quiero constatar que Lois McMaster Bujold sigue proporcionándonos inteligente diversión en las aventuras de Miles Vorkosigan y su gente y que, en la medida de lo posible, seguiremos publicándolas en NOVA ciencia ficción.
DANZA DE ESPEJOS es, me atrevería a decir, un difícil ejercicio y una apuesta arriesgada. A mi entender, el protagonista central no es tanto Miles Vorkosigan como su hermano/ clon Mark. Un personaje interesante y muy bien desarrollado que, en cierta forma, no ha podido evitar el tan socorrido complejo de «hermano o familiar de famoso y triunfador». Si a eso añadimos una propensión a engordar, y las casi-torturas que ha debido sufrir para que su cuerpo se parezca a su deforme hermano/original, el interés del personaje resulta evidente.
Mark ha sido creado, modificado y educado con un solo propósito: convertirse en Miles, asesinarle y reemplazarle. El primer intento fracasó, tal y como se narraba en BROTHERS IN ARMS (aunque DANZA DE ESPEJOS no necesita para nada esa lectura previa). Pero Mark aprendió que sin Miles no es nada y, tal vez por ello, sus sentimientos por Miles son extraños y ambiguos: ¿temor, odio, envidia, admiración...?
Un personaje casi tan atractivo como el mismo Miles.
Mark, clon al fin y al cabo, desea ante todo detener las factorías de clones de Jackson’s Whole. Para conseguirlo está dispuesto a utilizar todos sus recursos y, ¿por qué no?, los recursos de ese Miles al que tanto se parece y con el que está condenado a ejecutar una brillante y compleja DANZA DE ESPEJOS. Una y otra vez, Mark debe enfrentarse a situaciones que Miles superó anteriormente con gran éxito, principalmente en EL JUEGO DE LOS VOR y «Laberinto» (incluida en FRONTERAS DEL INFINITO). La comparación no es ociosa, ni siempre tiene que resultar odiosa...
Un buen personaje y una aventura interesante, bien narrada, con ritmo y sorpresas, en la que en un momento u otro aparecerá ineludiblemente el genio de Miles. Por ello no es nada extraño que DANZA DE ESPEJOS haya ganado también el premio Hugo de 1995. Como siempre me ha ocurrido leyendo las novelas de la saga Vorkosigan, de Lois McMaster Bujold, la sonrisa asoma fácilmente a mis labios mientras voy devorando páginas y páginas de entretenidas peripecias, no siempre creíbles, pero siempre justificadas. Esta vez hay un aliciente añadido: Mark, un personaje nuevo aunque, repito, ya había aparecido de forma marginal en BROTHERS IN ARMS.
Lo diré una vez más: yo me lo paso muy bien y me divierto mucho leyendo las aventuras de la saga Vorkosigan. Y es una diversión clara, transparente y sencilla que, en cierta forma, me permite volver a mi adolescencia, cuando descubría el maravilloso mundo de la space opera inteligente y, a veces, repleta de ideas. Eso es lo que ofrecen las novelas de la saga Vorkosigan, de Lois McMaster Bujold, y a fe que no es poco en los atribulados tiempos en que vivimos. Y mucho menos en el marco de una ciencia ficción que parece haberse intelectualizado de forma artificial y, en el camino, perdido parte de ese «sentido de la maravilla» que había sido su rasgo más diferenciador.
Tal vez puede parecer exagerado, pero en la sofisticada ciencia ficción de los años noventa las novelas de la saga Vorkosigan me devuelven la alegría y la emoción de la ciencia ficción que leía en los años cincuenta y sesenta. Y debo reconocer que lograr eso ya no es fácil, al menos por parte de un lector tan encallecido como yo. Ése es, para mí, el gran mérito de Lois McMaster Bujold: sé, con toda seguridad, que leyendo una de sus novelas me lo voy a pasar bien y que las horas empleadas en su lectura no van a decepcionarme. Y eso es, en los tiempos que vivimos, toda una garantía.
A esa garantía les encomiendo ahora. Si aman ustedes a Miles Vorkosigan, tal vez acaben amando también a su hermano/clon Mark. Aunque hay sorpresas... Con Bujold nunca se sabe...
MIQUEL BARCELÓ
A Patricia Collins Wrede
por haber sido mi comadrona en los partos literarios,
más allá de la llamada del deber
y de las llamadas de larga distancia.
1
La fila de cabinas de consolas de comunicaciones que bordeaba el pasillo de pasajeros en la estación de transferencia orbital comercial más grande de Escobar tenía puertas con espejos, divididas en sectores diagonales por líneas de luces en todos los colores del arco iris. Sin duda, una idea de algún decorador. Los sectores de los espejos no se correspondían, y fragmentaban el reflejo deliberadamente. El pequeño hombre vestido con uniforme militar gris y blanco hizo un gesto de burla frente a su yo enmarcado en las puertas.
Su imagen le devolvió el desprecio. El equipo de descanso de un oficial mercenario, un equipo sin insignias —chaqueta con bolsillos, pantalones remetidos en botas altas hasta los tobillos—, era correcto en todos sus detalles. El hombre estudió el cuerpo debajo del uniforme. Un enano estirado con la espalda torcida, el cuello corto, la cabeza grande. De una deformidad sutil descartaba cualquier posibilidad de que su figura, tan perturbadora siempre, pasara desapercibida. Imposible pasar desapercibido con semejante estatura... El cabello negro estaba bien cortado. Bajo las cejas negras, el brillo de los ojos grises se hizo más intenso. El cuerpo también era correcto en todos sus detalles. Y él lo odiaba.
La puerta de espejos se deslizó hacia arriba y una mujer salió de la cabina. Tenía puesta una túnica suave y pantalones que ondulaban al moverse. Una bandolera a la moda con equipo electrónico caro colgaba de una cadena enjoyada que le cruzaba el torso: un aviso de su estatus. Al verlo pasar, la mujer se detuvo y retrocedió, asustada por la mirada negra y vacía. Luego dio una vuelta alrededor del hombre, evitándolo con cuidado, mientras murmuraba:
Perdón... Lo siento...
Un poco tarde, él torció la boca en la imitación de sonrisa y musitó algo medio inaudible que transmitía la suficiente relación con el decoro social como para pasar sin más trámites. Golpeó el teclado para bajar la puerta otra vez y se ocultó de la vista de todos. Por fin un último momento de soledad, aunque fuera en los reducidos confines de una cabina comercial de comunicación. El perfume de la mujer persistía empalagoso en el aire junto a un combinado de olores de estación: aire reciclado, comida, cuerpos, estrés, plásticos, metales y productos de limpieza. Él exhaló y puso las manos abiertas sobre el pequeño mostrador para detener el temblor.
No estaba del todo solo. Había otro maldito espejo enfrente, para uso de clientes que quisieran controlar su aspecto antes de transmitirlo por holovídeo. Los ojos rodeados de un tinte oscuro lo miraron con un brillo malévolo, pero él ignoró la imagen. Vació los bolsillos sobre el mostrador. Todos sus recursos cabían en un espacio un poco más grande que sus dos palmas extendidas. Un último inventario, como si contar de nuevo pudiera incrementar la suma...
Una tarjeta de crédito por unos trescientos dólares betanos: en esa estación orbital se podía vivir bien durante una semana con esa cantidad, administrándola con cuidado, claro. Tres carnés falsos de identificación, ninguno con el nombre del hombre que era en ese momento. Ninguno con el nombre del hombre que era, fuera quien fuese. Un peine corriente de plástico. Un cubo de datos. Y nada más. Devolvió todo excepto la tarjeta de crédito a los bolsillos de la chaqueta. Se le terminaron los objetos antes que los bolsillos y dejó escapar un bufido. Por lo menos podrías haberte traído el cepillo de dientes... Demasiado tarde...
Y cada vez más tarde. Había horrores que seguían adelante, sin pausa, sin que nadie los detuviera, y mientras tanto él se quedaba sentado reuniendo coraje. Vamos, vamos. Ya lo hiciste: eres muy capaz de volver a hacerlo. Metió la tarjeta de crédito en la ranura y tecleó el número de código cuidadosamente memorizado. Compulsivamente, miró por última vez al espejo y trató de suavizar los rasgos para darles una expresión neutral. A pesar de la práctica, no creía que pudiera sonreír en ese momento. Y además despreciaba la sonrisa que le salía.
La pantalla de vídeo siseó, encendiéndose, y se formó un rostro de mujer en ella. Vestía grises y blancos, como él, pero con una insignia de rango y la etiqueta con el nombre. Recitó con voz militar:
—Comandante Oficial Hereld, Triumph, Corporación... Dendarii Libres.
En el espacio de Escobar, una flota mercenaria precintaba las armas en la estación Externa del punto de salto bajo los ojos vigilantes de los inspectores militares escobarianos y presentaba pruebas de sus intenciones puramente comerciales. Sólo después de ese trámite se le permitía pasar. Y esa ficción amable se mantenía, aparentemente, en la órbita de Escobar.
Él se humedeció los labios, y dijo con tono parecido:
—Comuníqueme con el oficial de guardia, por favor.
—¡Almirante Naismith, señor! ¿De vuelta ya? —Incluso a través del holovídeo, un estallido de placer y excitación pasó sobre la postura erguida y la cara luminosa de la mujer. Eso lo golpeó como una bofetada—. ¿Qué pasa? ¿Nos vamos pronto?
—A su debido tiempo, teniente... Hereld. —Un nombre adecuado para una oficial de comunicaciones. Él a duras penas consiguió esbozar una sonrisa crispada. El almirante Naismith hubiera sonreído, sí—. Ya se enterará, a su debido tiempo. Mientras tanto, quiero un transporte en la estación de transferencia orbital.
—Sí, señor. Puedo hacerlo, sí. ¿La capitana Quinn está con usted?
—Ah... No, no.
—¿Y cuándo viene?
—Más adelante...
—Correcto, señor. Lo único que necesito es autorización para... ¿Vamos a cargar equipo?
—No. A mí solamente.
—Entonces, autorización de los escobarianos para un vehivaina de personal... —La oficial se volvió un momento—. Dentro de unos veinte minutos puedo tener alguien en el muelle E17.
—Muy bien. —Le llevaría por lo menos ese tiempo llegar de ese sector al otro brazo de la estación. ¿Sería bueno agregar una palabra personal para la teniente Hereld? Ella lo conocía, sí, pero ¿hasta qué punto? Cada oración que salía de sus labios era un riesgo, el riesgo de lo desconocido; cada vez que hablaba corría el riesgo de cometer un error. Los errores se castigaban. ¿Estaba imitando bien el acento betano? Odiaba todo eso, lo odiaba con un terror que le atenazaba el estómago—. Quiero que me transfieran directamente al Ariel.
—Correcto, señor. ¿Quiere que se lo notifique al capitán Thorne?
¿Sería costumbre del almirante Naismith caer sobre su gente en inspecciones sorpresa? Bueno, no por esta vez.
—Sí, hágalo. Dígales que tengan todo listo para salir de órbita.
—¿Sólo el Ariel? —Hereld levantó las cejas.
—Sí, teniente —dijo con en el acento arrastrado de los betanos, esta vez perfecto. Se felicitó a sí mismo, y ella se puso más erguida. El tono había sugerido exactamente el toque de crítica ante la idea de romper las reglas de seguridad, o los modales, o las dos cosas, con preguntas peligrosas.
—De acuerdo, almirante.
—Naismith fuera. —Cortó el comu. Ella se desvaneció en una niebla de chispas y él dejó escapar un suspiro. Almirante Naismith. Miles Naismith. Tenía que acostumbrarse a responder a ese nombre otra vez, incluso en sueños. Dejar la parte de lord Vorkosigan totalmente fuera del asunto, por ahora; ya era bastante difícil ser la parte Naismith del nombre. Práctica. ¿Cómo te llamas? Miles. Miles. Miles.
Lord Vorkosigan fingía ser el almirante Naismith. Él también. ¿Cuál era la diferencia, después de todo?
¿Pero cuál es tu verdadero nombre?
Su visión se oscureció en un horror de desesperación y rabia. Parpadeó, controlando la respiración. Mi nombre es el que yo quiera. Y ahora quiero que sea Miles Naismith.
Salió de la cabina y caminó con firmeza por el pasillo; las piernas cortas latían con el esfuerzo, atrayendo y repeliendo al mismo tiempo las miradas fugaces de desconocidos asustados. Vean a Miles. Vean cómo Miles recibe lo que se merece. Marchaba con la cabeza baja. Nadie se cruzó en su camino.
Apenas los sensores de cierre de la compuerta parpadearon verde y la puerta se dilató, se agachó para entrar en el vehivaina de personal, un pequeño transbordador de cuatro plazas. Golpeó el teclado para que la compuerta volviera a cerrarse inmediatamente. El vehivaina era demasiado pequeño para mantener un campo de gravedad. Sintió que flotaba sobre los asientos. Tiró con cuidado de sí mismo para llegar al que estaba junto al del solitario piloto, un hombre vestido con un mono gris de técnico de los Dendarii.
—Listo. Vámonos.
El piloto sonrió y le hizo un saludo militar mientras se pasaba el cinturón. En lo demás era un oficial adulto y sensato, pero tenía la misma mirada que la comandante oficial, la tal Hereld: excitada, sin aliento, alerta, ansiosa, como si el pasajero estuviera a punto de sacar caramelos de los bolsillos y ofrecérselos.
Él miró por encima del hombre mientras el vehivaina se separaba de los ganchos del muelle y giraba. Salieron con rapidez de la piel de la estación al espacio exterior. Los esquemas de control de tránsito formaban un laberinto de luces de colores sobre la consola de navegación, a través de los cuales el piloto se abría paso con rapidez.
—Me alegro de verlo de nuevo, almirante —dijo el piloto apenas el ovillo de luces se hizo menos enredado—. ¿Qué pasa?
El tono de formalidad del piloto lo tranquilizaba. Un camarada de armas, simplemente, no uno de los Queridos Viejos Amigos, o peor aún, una de las Queridas Viejas Amantes. Ensayó una respuesta evasiva.
—Cuando sea necesario, lo informaré. —Utilizó un tono afable, pero evitó nombres o rangos.
El piloto, intrigado, dejó escapar un «Hummm» y sonrió, aparentemente satisfecho.
Él se acomodó de nuevo con una mueca tensa. La enorme estación de transferencia quedó detrás, se fue empequeñeciendo hasta convertirse en el juguete de un crío enloquecido y luego en unas chispas de luz.
—Discúlpeme. Estoy un poco cansado. —Se acomodó mejor en el asiento y cerró los ojos—. Si me duermo, despiérteme cuando atraquemos.
—Sí, señor —dijo el piloto, respetuosamente—. Tiene usted aspecto de necesitar un sueñecito.
Él le hizo un gesto con la mano, como de estar cansado, y fingió dormir.
Se daba cuenta instantáneamente cuando alguien a quien no conocía creía estar frente a «Naismith». A todos les brillaban las caras con ese brillo estúpido, hiperalerta. No todos se comportaban como frente a un dios: él había conocido a algunos de los enemigos de Naismith, pero fueran fieles u homicidas, todos reaccionaban. Como si los hubieran encendido de pronto, todos se llenaban de una vida diez veces más poderosa que antes. ¿Cómo coño conseguía encender a la gente de esa forma? Nadie negaba que Naismith fuera un hiperactivo de mierda, pero ¿cómo cojones hacía para contagiar a todos?
Los desconocidos a quienes se presentaba como él mismo no lo saludaban del mismo modo. Eran corteses y vacíos, o vacíos y mal educados, cerrados e indiferentes. Se sentían abiertamente incómodos y preocupados frente a las leves deformidades, y a esa altura de apenas un metro veinticinco.
El resentimiento se le acumuló detrás de los ojos como una sinusitis. Toda esa mierda de adoración al héroe, al héroe o lo que fuera en realidad... Todo para Naismith. Para Naismith y no para mí... nunca para mí...
Ahogó una sacudida de miedo. Sabía lo que estaba a punto de enfrentar. Bel Thorne, capitán del Ariel, sería otro tipo de examen. Amigo, oficial, betano como Naismith, sí, un hueso duro de roer. Pero además, Thorne conocía la existencia del clon desde aquel caótico encuentro hacía ya dos años en la Tierra. Nunca se habían visto cara a cara. Pero un error que otro Dendarii dejaría pasar podía despertar las sospechas de Thorne, la idea loca de que ése...
Naismith le había robado incluso esa distinción. El almirante mercenario, pública y falsamente, decía que él también era un clon. Un disfraz superior que ocultaba su otra identidad, su otra vida. Tú tienes dos vidas —pensó hablándole a su enemigo ausente—. Yo, ninguna. Yo soy el verdadero clon, mierda. ¿Ni siquiera puedo ser único en eso? ¿Tienes que llevártelo todo?
No. Había que tener pensamientos positivos. Ya se las arreglaría para manejar a Thorne. Siempre que pudiera evitar a la terrorífica Quinn, la guardaespaldas, la amante. Con ella sí se había encontrado frente a frente, en la Tierra, y la había engañado una vez, toda una mañana. Pero dos veces no, no lo creía posible. Por suerte Quinn estaba con el verdadero Naismith, pegada a él como con cola: él estaba a salvo. No habría viejas amantes en ese viaje.
Él nunca había tenido una amante, nunca. Tal vez no era justo culpar a Naismith por eso también. Durante los primeros veinte años de su vida, había sido prisionero, aunque no siempre se hubiera dado cuenta. Durante los últimos dos... Los últimos dos habían sido un desastre continuo, pensó con amargura. Ésa era su última oportunidad. Se negaba a pensar en nada más adelante. No. Esto tenía que funcionar.
El piloto se movió a su lado y él abrió los ojos justo cuando la desaceleración lo comprimía contra el asiento. Estaban llegando al Ariel. La nave pasó de modelo a tamaño real. El crucero liviano construido en Illyria llevaba veinte tripulantes, más lugar para una supercarga y un escuadrón de comando. Mucho poder de fuego para su tamaño, un perfil de energía típico de las naves de guerra. Parecía rápido, casi lascivo. Una buena nave correo, una buena nave para salir corriendo a toda velocidad. Perfecta. A pesar de su malhumor, se le curvaron los labios mientras la estudiaba. Ahora yo recibo y tú das, Naismith.
El piloto, totalmente convencido de que llevaba al almirante, puso el vehivaina de personal en el muelle con un sonido suave, limpio. Una llegada impecable.
—¿Espero, señor?
—No. No voy a necesitarlo.
El piloto se apresuró a preparar los cierres mientras su pasajero se desabrochaba el cinturón y lo saludó militarmente con otra de esas estúpidas sonrisas de orgullo. Él le devolvió una sonrisa retorcida y otro saludo, luego se cogió a las agarraderas que quedaban sobre la compuerta y se balanceó para entrar en el campo de gravedad del Ariel.
Cayó limpiamente sobre los pies en una pequeña entrada de carga. Detrás de él, el piloto del vehivaina ya estaba cerrando de nuevo la compuerta para volver a su nave de origen, probablemente la nave insignia Triumph. Él levantó la vista —la vista siempre arriba, siempre— hacia la cara Dendarii que lo esperaba, una cara que conocía sólo por haberla estudiado en holovídeo.
Bel Thorne, comandante de la nave, era un hermafrodita betano, una raza que había surgido a partir de un experimento temprano en genética humana e ingeniería social, que en lugar de solucionar los problemas había creado otra minoría. La cara sin barba de Thorne estaba enmarcada por un cabello suave y castaño, con un corte ambiguo que tanto podría llevar un hombre como una mujer. Tenía la chaqueta de oficial abierta y la camiseta negra que llevaba debajo se curvaba sobre pechos moderados aunque claramente femeninos. Los pantalones grises del uniforme de los Dendarii eran lo bastante holgados como para disimular el bulto recíproco en la entrepierna. Algunos se sentían terriblemente turbados frente a los hermafroditas. Él tuvo una sensación de alivio al ver que ese aspecto de Thorne sólo lo desconcertaba ligeramente. Los clones que viven en casas de cristal no deberían arrojar la primera pied... Lo que realmente le molestaba era esa mirada-Naismith radiante y sincera. Se le hizo un nudo en el estómago mientras devolvía el saludo militar.
—¡Bienvenido a bordo, señor! —La voz era aguda, vibrante de entusiasmo.
Estaba intentando una dura sonrisa cuando el hermafrodita dio un paso al frente y lo abrazó. El corazón le saltó en el pecho y estuvo a punto de soltar un grito y de rechazar el gesto con violencia. Soportó el abrazo sin ponerse rígido, dominándose mentalmente para recuperar la compostura y recordar las palabras que había planificado con tanto cuidado. Supongo que no pensará besarme...
El hermafrodita lo separó un poco, las manos sobre los hombros, pero no lo besó. Él respiró aliviado. Thorne inclinó la cabeza, con un rictus de preocupación en los labios.
—¿Qué te pasa, Miles?
Nombres de pila, ¿eh?
—Lo lamento, Bel. Estoy un poco cansado. ¿No podemos pasar directamente a la información preliminar?
—A mí me pareces muy cansado. ¿Quieres a toda la tripulación?
—No... tú puedes informarles después... si quieres... —Ése era el plan: cuanto menos contacto con los Dendarii, mejor.
—Entonces ven a mi camarote, a ver si levantas un poco los pies del suelo y tomas algo de té mientras hablamos.
Thorne lo siguió hacia el corredor. Como no sabía qué dirección tomar, se volvió y esperó con gesto amable a que Thorne pasara primero. Siguió al oficial Dendarii por un par de recodos y curvas, y luego a un nivel más arriba. La arquitectura interna de la nave no era tan enredada como había imaginado. Anotó mentalmente la parte que habían recorrido. Naismith conocía bien el lugar.
El camarote de Thorne en el Ariel era una pequeña habitación ordenada, de soldado, que no revelaba mucho sobre la personalidad de su dueño, por lo menos con las puertas de los armarios cerradas. Pero Thorne abrió uno y dejó ver un juego de té antiguo de cerámica y un par de docenas de latas de varios tés de la Tierra y otros orígenes planetarios, todos protegidos de posibles rupturas con material espumoso.
—¿Cuál quieres? —preguntó, con la mano sobre las latas.
—El de siempre —contestó él, acomodándose en una silla sujeta al suelo junto a una mesita.
—Sí, claro. No sé para qué te pregunto. Cualquier día de éstos voy a empezar a entrenarte para que no seas tan conservador.
Thorne le dirigió una extraña sonrisa por encima del hombro... ¿Tendría todo eso doble sentido? Después de un rato de manipular tazas y agua, le puso una taza de porcelana pintada a mano sobre la mesa. Él la levantó y bebió con cuidado mientras Thorne atornillaba otra silla a menos de un cuarto de giro alrededor de la mesa, sacaba una taza y se sentaba con un gruñido de satisfacción.
Él se tranquilizó con el gusto agradable —aunque algo astringente— de ese líquido de color ámbar. ¿Azúcar? No se atrevía a preguntar. Thorne no había sacado azúcar. Si Naismith hubiera usado azúcar, los Dendarii hubieran tenido un buen cargamento. ¿O acaso Thorne lo estaba probando? No, no. Sin azúcar, entonces.
Mercenarios que bebían té. El líquido no parecía venenoso, no parecía a tono con el arsenal de la pared: un par de bloqueadores, un agujalanzador, un arco de plasma, una ballesta brillante con un equipo de granadas en una bandolera. Thorne era excelente en lo suyo, se decía, y si era buen soldado, a él le daba igual lo que bebiera.
—Estás en estudio, supongo. Esta vez nos has traído una buena, ¿eh? —lo acicateó Thorne un momento después.
—La misión, sí. —Esperaba que eso fuera lo que quería decir Thorne con lo del estudio. El hermafrodita levantó las cejas en una pregunta silenciosa—. Es un rescate. No el más grande que hayamos hecho, por supuesto... —Thorne se echó a reír, y él agregó—: Pero con complicaciones.
—No puede ser más complicado que Dagoola Cuatro. Vamos, dime de qué se trata.
Él se frotó los labios, gesto característico de Naismith.
—Vamos a entrar en el criadero de clones de la Casa Bharaputra, en Jackson’s Whole. Vamos a limpiarlo.
Thorne se estaba cruzando de piernas, pero al oír sus palabras puso los dos pies en el suelo con brusquedad.
—¿A matarlos? —dijo con voz sorprendida.
—¿A los clones? No. ¡A rescatarlos! A todos.
—Ah, bueno... —Thorne parecía realmente aliviado—. De pronto he tenido una visión horrible. Después de todo son chicos, aunque sean clones.
—Exactamente. —Le apareció una sonrisa en los bordes de la boca, sorprendiéndolo—. Me... me alegro de que lo veas así.
—¿Y de qué otra forma lo iba a ver? —Thorne se encogió de hombros—. Ese negocio del trasplante de cerebro es la práctica más obscena y monstruosa de todo el catálogo de servicios sucios de Bharaputra. A menos que haya algo peor y todavía no lo sepamos, claro...
—Yo pienso lo mismo. —Se acomodó de nuevo, para ocultar su sorpresa ante esa aceptación instantánea de su plan. ¿Era sincero Thorne? Él conocía a fondo, como nadie, los horrores escondidos detrás del negocio de los clones en Jackson’s Whole. Había vivido dentro de esos horrores. No esperaba que alguien que no compartía sus experiencias compartiera su juicio.
En sentido estricto, la especialidad de la Casa Bharaputra no era la clonación sino la inmortalidad o, por lo menos, la prolongación de la vida. Y era un negocio muy lucrativo porque ¿qué precio puede ponérsele a la propia vida? El más alto del mercado. El procedimiento que vendía Bharaputra era arriesgado desde el punto de vista médico, nada ideal, aceptado sólo ante un inminente riesgo de muerte por clientes con mucho dinero y ningún escrúpulo, y eran capaces de planificar el futuro con frialdad y mucha anticipación, eso tenía que admitirlo.
El plan era sencillo aunque el procedimiento quirúrgico en el que se basaba era extremadamente complejo. Se hacía crecer un clon a partir de una célula somática del cliente. Se gestaba el clon en un útero artificial y se lo llevaba a la madurez física en el criadero de Bharaputra, una especie de orfanato increíblemente bien equipado. Después de todo, los clones eran valiosos, y su salud y estado físico de suma importancia. Luego, cuando llegaba el momento, se los canibalizaba. En una operación que tenía un promedio de éxito de poco menos del ciento por ciento, el cerebro del progenitor del clon se trasplantaba de su cuerpo dañado o viejo a un duplicado que estaba en la primera juventud. El cerebro del clon se clasificaba como desperdicio quirúrgico.
El procedimiento era ilegal en todos los planetas del nexo de agujero de gusano, excepto en Jackson’s Whole. Eso les parecía muy bien a las Casas criminales que dominaban el planeta: les daba un bonito monopolio, un negocio permanente con mucha práctica, y por lo tanto, equipos quirúrgicos excelentes y expertos. Por lo que él sabía, la actitud del resto de los planetas hacia todo eso era algo así como «ojos que no ven, corazón que no siente». La chispa de furia justiciera en los ojos de Thorne lo había conmovido a un nivel de dolor tan insensibilizado por el uso que ya casi no era consciente de él, y se sorprendió al darse cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar. Seguramente es un truco. Respiró hondo, otro gesto de Naismith.
Las cejas de Thorne se elevaron mientras pensaba.
—¿Estás seguro de que deberíamos llevar el Ariel? Por lo que sé, el barón Ryoval está vivo. Y el Ariel le va a llamar la atención, de eso podemos estar seguros.
La Casa Ryoval era una de las rivales menores de Bharaputra en el ejercicio ilegal de la medicina. Su especialidad era la creación de seres humanos esculpidos por ingeniería genética o cirugía para el propósito que fuera, incluido el sexo. Algo así como esclavos fabricados por encargo; malo, suponía él, pero no el mal asesino que lo obsesionaba. Pero ¿qué tenía que ver el Ariel con el barón Ryoval? No tenía ni idea. Que Thorne se preocupara por eso. Tal vez más tarde le daría más información. Se recordó que debía revisar los cuadernos de bitácora de la nave tan pronto tuviera una oportunidad.
—Esta misión no tiene nada que ver con la Casa Ryoval. Pienso evitarlos.
—Eso espero —dijo Thorne con fervor. Luego se detuvo, mientras tomaba el té. Era evidente que seguía pensando—. Ahora, a pesar de que Jackson’s Whole necesita una limpieza desde hace mucho, una limpieza con energía atómica, diría yo, supongo que no hacemos esto sólo por la bondad de nuestros corazones. ¿Cuál es... digamos, la misión detrás de la misión esta vez?
Él tenía una respuesta ensayada para esta pregunta.
—En realidad, a nuestro cliente le interesa sólo uno de los clones, o más bien uno de sus progenitores. El resto es camuflaje. Los clientes de Bharaputra tienen muchos enemigos. No sabrán quién está atacando a quién. Eso hace que la identidad de nuestro cliente esté más segura y a él le interesa mucho mantener su identidad en secreto. Thorne sonrió con astucia.
—Ese último refinamiento fue idea tuya, supongo.
Él se encogió de hombros.
—En cierto modo...
—¿No sería mejor saber qué clon es el que necesitamos, para impedir accidentes o por si tenemos que cortar por lo sano y salir corriendo? Si nuestro cliente quiere que el clon esté vivo... ¿o es que no le importa el estado en que se lo entreguemos? Si el verdadero blanco es el viejo bicho que lo hizo criar...
—Les importa. Y lo quieren vivo. Pero... por razones prácticas, supongamos que todos los clones son el que buscamos.
Thorne abrió las manos, en un gesto de aceptación.
—Completamente de acuerdo. —Los ojos del hermafrodita brillaban de entusiasmo y de pronto se golpeó la palma con el puño produciendo un ruido que le hizo dar un salto—. ¡Ya era hora de que alguien hiciera algo con esos hijos de puta de Jackson! ¡Ah, cómo me voy a divertir! —Mostró los dientes en una sonrisa alarmante—. ¿De qué ayuda dispondremos en Jackson’s Whole? ¿Redes de seguridad?
—No cuentes con ninguna.
—Mmm. ¿Y cuánto obstáculo? Además de Bharaputra, Ryoval y Fell, claro está.
La Casa Fell negociaba con armas. ¿Qué tenía que ver en todo esto?
—Tú sabes tanto como yo.
Thorne frunció el ceño; aparentemente, ésa no era una respuesta típica de Naismith.
—Tengo mucha información sobre el criadero, y puedo dártela cuando estemos en camino. Mira, Bel, a estas alturas no creo que necesites que yo te diga cómo hacer tu trabajo. Confío en ti. Tú ocúpate de logística y planificación, y yo controlo todo al final.
Thorne enderezó la espalda.
—Correcto. ¿De cuántos chicos hablamos?
—Bharaputra hace uno de esos trasplantes por semana como promedio. Digamos que unos cincuenta al año. El último año de vida llevan a los clones a un edificio especial cerca de los cuarteles generales de la Casa, para el acondicionamiento final. Quiero llevarme a todos los de ese edificio. Cincuenta o sesenta chicos.
—¿Todos a bordo del Ariel? Vamos a ir muy apretados.
—Velocidad, Bel, velocidad...
—Sí. Creo que tienes razón. ¿Tiempo?
—Cuanto antes, mejor. Cada semana de retraso cuesta una vida inocente. —Él había medido los últimos dos años por ese reloj. Ya perdí cien vidas... Sólo el viaje de la Tierra a Escobar le había costado mil dólares betanos y cuatrocientos clones muertos.
—Comprendo —dijo Thorne con amargura, y apartó la taza de té. Enganchó la silla frente a la comuconsola—. Ese chico está listo para cirugía, ¿no?
—Sí. Y si no es él, otro compañero del criadero.
Thorne empezó a teclear.
—¿Y los fondos? Ése es tu departamento.
—Esta misión se paga contra entrega. Saca lo que necesites de los fondos de la Flota.
—Correcto. Entonces pon tu palma aquí para autorizar la retirada de fondos. —Thorne le alcanzó una almohadilla sensora.
Él puso la palma sobre ella sin dudar ni un segundo. Para su horror, el código rojo de no-reconocimiento empezó a parpadear en la pantalla. ¡No! Tiene que salir bien, tiene que...
—¡Mierda de máquina! —Thorne golpeó la almohadilla sensora contra una esquina de la mesa—. ¡Maldita porquería! Vamos a ver ahora.
Esta vez puso la palma con un ligero movimiento. La computadora digirió el nuevo dato y esta vez lo aceptó, afortunadamente. Con fondos. El corazón dejó de golpearle en el pecho.
Thorne puso más datos en la consola y dijo por encima del hombro:
—No hay duda alguna del escuadrón de comando que quieres para esto, ¿verdad?
—Ninguna —respondió él como un eco—. Adelante. —Tenía que salir de allí antes de que la tensión de la mascarada le destrozara un buen comienzo.
—¿Quieres tu camarote de siempre? —preguntó Thorne.
—Claro. —Se puso de pie.
—Y rápido, supongo... —El hermafrodita controló una lectura en la brillante complejidad de los esquemas de logística sobre el vídeo de la consola—. La llave de palma todavía tiene tu clave. Levántate, pareces medio muerto. Ya está todo bajo control.
—Bien.
—¿Cuándo viene Elli Quinn?
—No participa en esta misión.
Los ojos de Thorne se abrieron, sorprendidos.
—¿De veras? —Inexplicablemente apareció una sonrisa en su cara—. Qué mal. —La voz no transmitía ni el más mínimo rastro de desilusión. ¿Alguna rivalidad? ¿Y por qué?
—Que me manden el equipo desde el Triumph —ordenó él. Sí, tenía que delegar ese robo también, tenía que delegarlo todo—. Y... cuando puedas, que me manden una comida a mi camarote.
—Claro —prometió Thorne mientras asentía con firmeza—. Me alegro de que comas mejor aunque no duermas. Sigue así. Nos preocupas, ya lo sabes.
¡Una mierda eso de comer mejor! Con su estatura, mantener el peso bajo se había convertido en una batalla constante. Había pasado hambre durante tres meses para entrar de nuevo en el uniforme de Naismith, que había robado hacía dos años y que ahora estaba usando. Otra ola de odio contra su progenitor le pasó por el cuerpo. Se alejó con un saludo informal para que Thorne siguiera trabajando en lugar de levantarse para despedirlo, y se las arregló como pudo para no suspirar con fuerza hasta que la puerta siseó y se cerró a sus espaldas.
No tenía más remedio que probar todas las puertas hasta que una se abriera al ponerle la palma. Ojalá no entrara ningún Dendarii mientras él iba de puerta en puerta. Descubrió el camarote un poco más adelante, justo enfrente del de Thorne. La puerta se abrió cuando él tocó el sensor, y esta vez no hubo dudas ni carteles rojos que le paralizaran el corazón.
El camarote era casi idéntico al de Thorne, sólo que más vacío. Revisó los cajones. En casi ninguno había nada, pero en uno encontró un par de trajes de trabajo grises y un mono de técnico, de su tamaño. Los útiles de aseo a medio usar que encontró en el pequeño baño incluían un cepillo de dientes, y en sus labios apareció una burla irónica. La cama bien hecha que se desplegó desde la pared le pareció extremadamente atractiva, y a punto estuvo de desmayarse en ella.
Ya estoy en camino. Lo he hecho. Los Dendarii lo habían aceptado, tomaban sus órdenes con la misma confianza ciega y estúpida con la que seguían las de Naismith. Como ovejas. Lo único que tenía que hacer era no estropearlo. Lo peor ya había pasado.
Se dio una ducha rápida, y cuando estaba a punto de ponerse los pantalones de Naismith le llegó la comida. El hecho de ir medio desnudo le dio una buena excusa para echar rápidamente al atento Dendarii que llevaba la bandeja. La cena que venía bajo las tapaderas era comida real, no raciones. Carne asada, legumbres que parecían frescas, café no sintético; la comida caliente, realmente caliente y la fría, realmente fría, toda muy bien dispuesta en pequeñas porciones calculadas para el apetito de Naismith. Hasta helado. Él reconoció los gustos de su progenitor y volvió a desalentarle esa necesidad que tenía la gente de darle exactamente lo que él quería, incluso en esos detalles pequeños y cotidianos. El rango tenía sus privilegios, pero eso era una locura.
Se lo comió todo, deprimido, y cuando se estaba preguntando si la cosa verde y peluda que llenaba los espacios vacíos de la bandeja sería también comestible, volvió a sonar el timbre del camarote.
Esta vez era un Dendarii no-comu y una plataforma flotante con tres grandes paquetes.
—Ah —dijo él, parpadeando—. Mi equipo. Déjelo ahí, en el suelo.
—Sí, señor. ¿Quiere que le asigne un ordenanza? —La expresión invitante del no-comu no dejaba duda alguna de quién estaba primero en la línea de voluntarios.
—No... En esta misión, no. Vamos a necesitar todo el espacio. Déjelo.
—Me sentiría feliz si me dejara ayudarle a desempaquetar, señor. Yo lo empaqueté en la nave.
—Está bien, está bien.
—Si me he olvidado de algo, dígamelo y vuelvo allí enseguida.
—Gracias, cabo. —El tono de exasperación actuó afortunadamente como freno para el entusiasmo del cabo. El Dendarii soltó los frenos de la plataforma flotante y salió con una sonrisa de oveja, como diciendo Bueno, por lo menos lo he intentado.
Él sonrió a través de dientes apretados y centró su atención en los cajones de embalaje tan pronto se cerró la puerta. Quitó los cierres y se quedó mirando, divertido por su propia ansiedad. Eso es lo que se debía de sentir cuando se recibía un regalo de cumpleaños. Él nunca había recibido uno. Bueno, recuperemos el tiempo perdido.
La primera tapa reveló un montón de ropa, más ropa de la que él hubiera tenido nunca. Monos de técnico, equipos de descanso, uniforme de gala —levantó la túnica de terciopelo gris y frunció las cejas ante el brillo de los botones de plata—, botas, zapatos, sandalias, pijamas, todo dispuesto para que le quedara a la perfección. Y ropas de civil, ocho o diez conjuntos, en varios estilos galácticos y planetarios, y niveles sociales distintos. Un traje de negocios de Escobar en seda roja, una túnica barrayarana para-militar con pantalones anchos, equipos de navegación, un sarong betano con sandalias, una chaqueta, una camisa y pantalones muy usados que le hubieran ido bien a cualquier trabajador portuario en tiempos de hambre. Mucha ropa interior. Tres tipos de cronos con unidades de comunicaciones integradas, una reglamentaria de los Dendarii, un modelo comercial muy caro, uno que parecía barato y muy usado y que resultó el mejor en cuanto a adminículos militares. Y más.
Siguió por el segundo cajón, levantó la tapa y miró dentro boquiabierto. Armadura espacial. Una armadura con unidad de combate completa, los equipos de supervivencia totalmente dotados, las armas cargadas y trabadas. De su tamaño. Parecía brillar con un fulgor propio, oscuro, malvado, como anidando en su envoltura. El olor lo golpeó bruscamente, un olor increíblemente militar a metal, plástico, energía y sustancias químicas... sudor viejo. Sacó el casco y miró maravillado el espejo oscuro del visor. Nunca había usado una armadura espacial aunque las había estudiado en holovídeo hasta que se le cruzaban los ojos. Un caparazón mortífero, siniestro...
La sacó, y ordenó los pedazos en el suelo. Aquí y allá, sobre la superficie brillante, manchas extrañas, marcas y remiendos. ¿Qué armas, qué golpes habrían sido tan poderosos como para atravesar esa superficie de aleación metálica? ¿Qué enemigos las habrían disparado? Cada una de esas señales habría buscado la muerte: se dio cuenta mientras las tocaba. Eso no era fingido.
Y era muy inquietante. No. Alejó el temblor frío de la duda. Si él puede hacerlo, yo también. Trató de ignorar las marcas y manchas misteriosas sobre el traje de presión y el forro suave, absorbente, mientras lo sacaba. ¿Sangre? ¿Mierda? ¿Quemaduras? ¿Combustible? Ahora todo estaba limpio y sin olor.
El tercer cajón, más pequeño que el segundo, tenía un equipo de media armadura, sin armas integradas, y no para el espacio sino más bien para combate sucio bajo presión, temperatura y condiciones atmosféricas normales o casi normales. Lo más impresionante era un casco de comando, de duraloy suave con telemetría integrada y un proyector de vídeo en un reborde sobre la frente que ponía los datos de la red justo frente a los ojos del comandante. El flujo de datos se controlaba con ciertos movimientos faciales y órdenes orales. Lo dejó sobre la mesa para examinarlo con más cuidado más tarde, y volvió a guardar el resto.
Para cuando terminó de arreglar las ropas en los cajones y armarios del camarote, ya estaba arrepentido de haber rechazado el ordenanza. Se dejó caer en la cama y disminuyó la intensidad de las luces. Cuando se despertara, estaría camino a Jackson’s Whole...
Había empezado a dormitar cuando sonó el timbre del comu del camarote. Se levantó para contestarlo y consiguió emitir un «Naismith» bastante coherente en una voz medio borrosa.
—¿Miles? —La voz de Thorne—. El escuadrón está aquí.
—Ah... bien... Entonces, sal de la órbita en cuanto puedas.
—¿No quieres verlos? —dijo Thorne, sorprendido.
Inspección. Inspiró con fuerza.
—De acuerdo. Ya voy... Naismith fuera.
Se volvió a poner los pantalones del uniforme, y esta vez eligió una chaqueta con insignias y buscó rápidamente un esquema del interior de la nave en la comuconsola del camarote. Había dos muelles para transbordadores de combate, uno a babor y otro a estribor. ¿Cuál? Trazó la ruta a los dos.
Fue primero a la compuerta operativa del transbordador. Se detuvo un momento entre las sombras y el silencio en la curva del corredor: quería ver la escena antes de que lo vieran.
El muelle de carga estaba invadido por una docena de hombres y mujeres en trajes de vuelo de camuflaje, con montañas de equipo y suministros. Había armas de mano y armas pesadas dispuestas en montones simétricos. Los mercenarios estaban de pie o sentados, hablaban en voz muy alta, con palabras rudas, interrumpidas por ladridos de risa. Todos eran tan grandes, llenos de energía, se golpeaban unos con otros, parecían caballos jugando, y ésa era otra excusa para gritar más fuerte. Llevaban cuchillos y otras armas personales en cinturones o bandoleras, y las mostraban con ostentación. Tenían las caras borrosas, transformadas en manchas, como animales. Él tragó saliva, se enderezó y entró en la habitación.
El efecto fue instantáneo.
—¡Cabeza arriba! —gritó alguien, y se pusieron en posición de firmes, en dos filas silenciosas y perfectas, cada uno con el bulto de equipo a los pies. Era casi más aterrador que el caos previo.
Con una sonrisa leve, caminó entre ellos y fingió mirarlos uno por uno. Un último bulto de equipo salió volando de la compuerta del transbordador y aterrizó con un golpe sobre la cubierta. La comando número trece pasó retorciéndose por la compuerta, se puso de pie y lo saludó militarmente.
Él se quedó frío, paralizado de pánico. ¿Qué mierda era eso? Miró fijo la hebilla brillante del cinturón, luego inclinó la cabeza, enderezando el cuello. Esa cosa tenía dos metros y medio de alto. El cuerpo enorme, monstruoso, irradiaba poder, tanto poder que él sentía casi una ola de calor, y la cara... la cara era una pesadilla. Ojos amarillos de felino, como los de un tigre, una boca distorsionada con colmillos, largos caninos blancos que sobresalían por encima de los labios carmín. Las manos gigantescas tenían garras como las de los gatos, gruesas, poderosas, afiladas como navajas y pintadas con esmalte rojo... ¿Qué? La mirada de él se elevó hasta la cara del monstruo. Los ojos estaban delineados con sombra dorada y unos puntitos de oro adornaban uno de los altos pómulos. El cabello color caoba estaba tirante hacia atrás en una trenza elaborada. El cinturón, bien ceñido, acentuaba una cierta figura a pesar del traje suelto en varios tonos de gris. ¿Esa cosa era femenina?
—La sargento Taura y el Escuadrón Verde a la orden, señor. —La voz de barítono reverberó en el muelle de aterrizaje.
—Gracias —dijo en un susurro quebrado, y carraspeó para aclarar la garganta—. Gracias, eso es todo. Las órdenes las recibirán del capitán Thorne. Descanso. —Todos se inclinaron hacia él, como esperando más, así que tuvo que añadir—: ¡Pueden retirarse!
Rompieron filas en desorden, o en un orden que sólo ellos entendían porque el muelle quedó libre de equipo a una velocidad increíble. La monstruosa sargento se quedó atrás, amenazante, por encima de su cabeza. Él unió las rodillas para no saltar y alejarse de aquello...
Ella bajó la voz.
—Gracias por elegir el Escuadrón Verde. Me han dicho que nos tienes preparado todo un chollo, Miles...
¿Otra vez el nombre de pila?
—El capitán Thorne te informará durante el viaje. Es una misión... es todo un desafío. —¿Y ésa sería la sargento al mando?
—La capitana Quinn tiene los detalles, como siempre, ¿no es así? —Y levantó una ceja peluda.
—La capitana Quinn... no viene en esta misión.
Él habría jurado que los ojos dorados se abrieron, que las pupilas se dilataron. Los labios de ella retrocedieron y mostraron aún más los colmillos en algo que a él le costó unos instantes de terror reconocer lo que en realidad era: una sonrisa. En cierto modo le recordaba la de Thorne cuando recibió la misma noticia.
Ella levantó la vista: no había nadie más en el muelle.
—¿Aaah? —La voz ronroneaba, como un gato satisfecho—. Bueno, yo puedo ser tu guardaespaldas cuando quieras, amor, eso ya lo sabes. Lo único que tienes que hacer es pedírmelo...
¿Qué diablos era eso?
Ella se inclinó con una mueca en los labios, una mano con garras carmín lo cogió del hombro —él tuvo una imagen instantánea de ella arrancándole la cabeza, pelándola, comiéndola— y luego la boca roja se cerró sobre la suya. Él se quedó sin aliento. Se le oscureció la vista y a punto estuvo de desmayarse. De pronto ella se enderezó y le dirigió una mirada intrigada, dolida.
—Miles, ¿qué te pasa?
Eso había sido un beso. Por los dioses... con un monstruo...
—Nada —jadeó él—. Me encontraba mal... Quizá no debería haberme levantado, pero tenía que hacer la inspección.
Ahora ella parecía muy alarmada.
—¡Claro que no tendrías que haberte levantado, estás temblando! No puedes ni tenerte en pie. Ven, voy a llevarte a la enfermería. ¡Loco!
—¡No, no! Estoy bien. Quiero decir que estoy siguiendo un tratamiento. Lo único que tengo que hacer es descansar y recuperarme... nada más.
—Bueno, pues entonces ahora mismo a la cama.
—Sí.
Él giró en redondo. Ella le dio una palmada en el trasero. Él se mordió la lengua y ella dijo:
—Por lo menos estos días comes más. Cuídate, ¿eh?
Él hizo un gesto con la mano por encima del hombro y huyó sin mirar atrás. ¿Qué era eso? ¿Camaradería militar? ¿De una sargento a un almirante? No. Eso era intimidad. Naismith, hijo de puta, ¿qué hacías en tu tiempo libre? Yo no creía que tuvieras tiempo libre. Seguramente eres un maníaco suicida... Si estuviste follándote eso...
Cerró la cabina detrás de él y se quedó apoyado allí, temblando, riéndose con incredulidad histérica. Mierda, él había estudiado todo lo que había que estudiar sobre Naismith, todo. No, no era cierto, no podía ser cierto. Con amigos así, ¿quién necesita enemigos?
Se desnudó y se quedó tendido en la cama, tenso, pensando en la compleja vida de Naismith/Vorkosigan y preguntándose qué otras trampas para bobos habría en ella más adelante. Por fin, un cambio leve en los susurros y crujidos de la nave que lo rodeaba, un tirón breve de los campos de gravedad cambiantes le indicó que el Ariel se alejaba de la órbita de Escobar. Había logrado robar un crucero militar rápido totalmente equipado y armado y nadie lo sabía. Ahora iban hacia Jackson’s Whole, hacia el destino de quien los guiaba. Su destino, no el de Naismith. Sus pensamientos descendieron en espiral hacia el sueño.
Pero si reclamas tu propio destino —le susurró su voz demoníaca en el último momento, antes de sumirse en el olvido de la noche—, ¿por qué no tu propio nombre?
2
Salieron del tubo flex desde la nave de pasajeros. Iban juntos, del brazo. Quinn con el equipo bajo el hombro, Miles con la bolsa de vuelo en su mano libre. En el vestíbulo de desembarque de la estación orbital de transferencia, las cabezas de la gente se volvieron hacia ellos. Miles echó una mirada a su compañera femenina mientras caminaban ante las miradas envidiosas y disimuladas de los hombres. Mi Quinn.
Esa mañana —¿era por la mañana?, tendría que controlar el tiempo de la Flota Dendarii—, Quinn tenía un aspecto particularmente fuerte... Había vuelto, aunque fuera a medias, a su persona normal. Se las había arreglado para que los pantalones grises de su uniforme parecieran a la moda, remetiéndolos en botas de gamuza roja (no se veían las puntas de acero bajo los dedos gordos) y poniéndose encima un top escarlata muy reducido. La piel blanca le brillaba en contraste con el rojo y los bucles cortos y oscuros. Los colores de superficie distraían la atención de su cuerpo atlético, que no se notaba a menos que se conociera el peso del maldito equipo.
Los ojos diáfanos y castaños daban a la cara de Quinn un aspecto inteligente. Pero lo que dejaba a los hombres con la boca abierta, en mitad de la frase, eran los planos y curvas de la cara, perfectos, esculpidos. Una cara obviamente sofisticada, el trabajo de un auténtico artista cirujano. El observador casual podía imaginar que quien había pagado la cara era el hombre feo con el que iba cogida del brazo, y que por lo tanto la mujer también era una compra. El observador casual nunca hubiera adivinado el precio que había pagado ella: su cara anterior, quemada en combate en Tau Verde. Casi la primera baja en combate del almirante Naismith hacía... ¿cuánto, diez años ya? El observador casual era un imbécil, pensó Miles.
El último representante de la especie fue un ejecutivo rico que a Miles le parecía una versión rubia y civil de su primo Ivan, y que había pasado gran parte del viaje de dos semanas desde Sergyar a Escobar con esas ideas sobre Quinn en la cabeza mientras trataba de seducirla. Miles lo vio cargando su equipaje en una plataforma flotante y dejando escapar un último suspiro de derrota antes de alejarse. Pese a que le recordaba a Ivan, Miles no le tenía inquina. En realidad, el hombre le daba pena porque el sentido del humor de Quinn era tan malvado como mortales sus reflejos.
Miles giró la cabeza hacia el escobariano y murmuró:
—¿Y qué le dijiste para sacártelo de encima, amor?
Los ojos de Quinn siguieron al hombre para identificarlo. Se rió abiertamente.
—Si te lo dijera, te daría vergüenza.
—No, no. Dímelo.
—Le dije que podías hacer flexiones sobre la lengua. Creo que pensó que no podía competir.
Miles se puso rojo.
—No lo habría dejado llegar tan lejos, pero no estaba totalmente segura de que no fuera una especie de agente —se disculpó ella.
—¿Ahora sí estás segura?
—Sí. Lástima. Tal vez hubiera sido más entretenido...
—Para mí no. Yo estaba más que listo para tomarme unas buenas vacaciones.
—Sí. Y ahora se te ve mejor, en serio. Descansado.
—Me encanta esto de hacer de pareja de casados para cubrirnos —declaró él—. Ya tuvimos la luna de miel, ¿por qué no el casamiento para completar?
—Nunca te das por vencido, ¿eh? —dijo ella en tono intrascendente. Sólo la leve sacudida en el brazo, bajo el de Miles, le indicó a su compañero que esas palabras la habían lastimado, y se maldijo en silencio.
—Lo lamento. Dije que no iba a volver a tocar ese tema.
Ella encogió el hombro sin peso, y sus brazos se liberaron fortuitamente. Mientras caminaba, empezó a balancear el brazo con agresividad.
—El problema es que tú no quieres que yo sea Madame Naismith, Terror de los Dendarii. Tú quieres que yo sea Lady Vorkosigan de Barrayar. Y ése es un puesto que me rebaja. Yo nací en el espacio. Y si me casara con un chupapolvo, bajara a un pozo con gravedad y nunca volviera a salir... desde luego no elegiría Barrayar. Y no es por insultar a tu casa.
¿Por qué no? Todos la insultan menos tú.
—A mi madre le gustas mucho —ofreció él como consuelo.
—Y yo la admiro. La conocí. Nos vimos... ¿cuántas veces? Creo que cuatro, y en cada ocasión estoy más impresionada. Y cuanto más impresionada estoy, más furiosa me pongo por la forma criminal en que Barrayar desperdicia sus talentos. Sería Inspectora General de Investigación Astronómica Betanesa si se hubiera quedado en Colonia Beta. O cualquier otra cosa que quisiera ser.
—Quería ser la condesa Vorkosigan.
—Quería que tu padre la atontara como un bloqueador y admito que tu padre es como para atontar a cualquiera. El resto de la casta Vor le importa un pepino. —Quinn se detuvo porque estaban a punto de llegar al área de inspectores de aduana de Escobar. Miles se quedó a su lado. Los dos miraron a su alrededor, no al compañero—. A pesar de sus aires, es una mujer cansada bajo la piel. Barrayar le ha sacado mucho. Barrayar es su cáncer. La está matando lentamente.
Miles meneó la cabeza, mudo.
—Y a ti también, lord Vorkosigan —agregó Quinn con seriedad. Esta vez fue él quien levantó la mano, levemente herido.
Ella se dio cuenta y giró la cabeza.
—Pero el almirante Naismith sí es mi tipo de maníaco. Comparado con él, lord Vorkosigan es un ser aburrido, un ser abrumado por la responsabilidad. Te vi en tu casa, en Barrayar. Allí no eres ni la mitad de ti mismo. Estás como apagado. Hasta la voz se te baja. Es de lo más raro.
—No puedo... Tengo que encajar ahí. Hace apenas una generación alguien con un cuerpo como el mío habría muerto al nacer por sospecha de mutación. No puedo exagerar las cosas. No puedo ir demasiado rápido. Soy un blanco demasiado fácil.
—¿Y por eso Seguridad Imperial de Barrayar te manda en tantas misiones fuera del planeta?
—Para que me perfeccione como oficial. Para ampliar mis conocimientos, para adquirir más experiencia.
—Y algún día te van a atar allá abajo para siempre, te van a llevar a casa y te van a estrujar para que les devuelvas toda esa experiencia, para que la pongas a su servicio. Como si fueras una esponja.
—Ahora también estoy a su servicio, Elli —le recordó él con suavidad, con voz grave y uniforme, tan baja que ella tuvo que girar la cabeza para oírlo—. Ahora, antes, siempre.
Ella desvió la mirada.
—De acuerdo... Cuando metan tus botas en un cepo y te dejen allá abajo, en Barrayar, yo quiero que me des tu puesto. Quiero ser la Almirante Quinn algún día.
—Me parece muy bien —dijo él amablemente. El trabajo, sí. Era tiempo de que lord Vorkosigan y sus deseos personales volvieran a la bolsa. Tenía que dejar de repasar esa conversación estúpida sobre matrimonio con Quinn. Era masoquista. Quinn era Quinn. Él no quería que ella fuera otra cosa, ni siquiera por... ni siquiera por lord Vorkosigan.
A pesar de ese momento de depresión autoinfligida, la idea de volver a los Dendarii le aceleró el paso mientras pasaban por aduana y entraban en la monstruosa estación de transferencia. Quinn tenía razón. Ya estaba sintiendo cómo Naismith le llenaba la piel, generado desde algún lugar muy adentro en su psiquis hasta la punta de los dedos. Adiós, aburrido teniente Miles Vorkosigan, agente encubierto de Seguridad Imperial de Barrayar (que por cierto ya se merecía un ascenso). Hola, maravilloso almirante Naismith, mercenario espacial y soldado de fortuna.
O mala fortuna. Redujo la velocidad al pasar frente a una fila de cabinas comerciales de comuconsolas a los lados del pasillo para pasajeros, e hizo un gesto hacia las puertas con espejos.
—Primero veamos lo que está cocinando el Escuadrón Rojo. Si ya están suficientemente bien, me gustaría bajar personalmente y saltarles encima.
—De acuerdo. —Quinn dejó caer el equipo peligrosamente cerca de los pies de Miles, calzados con sandalias, se metió con un ágil movimiento en la cabina vacía más cercana, introdujo la tarjeta en la ranura y marcó un código en el teclado.
Miles apoyó en el suelo la bolsa de vuelo, se sentó sobre el equipo y la miró desde fuera. Vio su propia imagen parcialmente reflejada en el mosaico de espejos de la puerta baja de la cabina siguiente. Los pantalones oscuros y la camisa suelta y blanca que usaba tenían un estilo ambiguo en cuanto a origen planetario y eran muy civiles, como correspondía a un agente encubierto. Relajados, informales. No estaban mal.
En otro tiempo había usado uniformes como un caparazón de tortuga, un escudo de alta protección social por las peculiaridades vulnerables de su cuerpo. Una armadura de pertenencia, un No se metan conmigo. Tengo amigos poderosos. ¿Cuándo había dejado de sentir que necesitaba todo eso con desesperación? No estaba seguro.
En realidad la pregunta era: ¿Cuándo había dejado de odiar su cuerpo? Habían pasado dos años desde la última herida seria, en la misión de rescate de rehenes que había venido justo después de ese lío increíble con su hermano en la Tierra. Se había recuperado completamente y ya hacía cierto tiempo de eso. Flexionó las manos, llenas de huesos de repuesto, huesos de plástico, y las encontró tan familiares como antes de que se las aplastaran. Como antes de que se las aplastaran por primera vez. Hacía meses que no tenía ataques de osteoinflamación... No te