1
—Esta noche les mostraremos ocho maneras silenciosas de matar a un hombre.
Quien hablaba era un sargento que parecía llevarme apenas cinco años. Si alguna vez mató a algún hombre en combate, en silencio o como fuera, habría sido en su niñez.
Por mi parte conocía ya ochenta maneras de matar a un hombre, aunque casi todas eran bastante ruidosas. Adopté una postura erguida, puse cara de cortés atención y dormité con los ojos abiertos. Casi todos hacían lo mismo; ya sabíamos que nunca se aprendía nada importante en esas clases vespertinas.
Me despertó el proyector, que pasaba una película breve donde se veían las «ocho maneras silenciosas». A algunos de los actores les habrían lavado el cerebro, pues los mataban de veras. Al acabar la proyección una de las muchachas sentadas en la primera fila levantó la mano. El sargento le hizo un gesto y ella se puso en pie. No era fea, aunque sí algo cargada de hombros y gruesa de cuello, defecto que cualquiera adquiere tras pasar un par de meses cargando un bulto pesado.
—Señor...
Había que llamar «señor» a los sargentos hasta graduarse.
—Señor, casi todos estos métodos parecen un poco... poco tontos.
—¿Por ejemplo?
—Pues... matar a un hombre dándole un golpe en los riñones con una herramienta para cavar trincheras. ¿Cuándo en la vida real nos vamos a encontrar sólo con una herramienta, sin pistola ni puñal? ¿Por qué no liquidarlo de un golpe en la cabeza, simplemente?
—¿Y si tiene el casco puesto? —objetó el sargento.
—Además, ¡quizá los taurinos ni siquiera tienen riñones!
Estábamos en 1997 y nadie había visto a un taurino; ni siquiera habíamos encontrado trozos mayores de taurino que algún cromosoma chamuscado.
—Tal vez no los tengan —respondió el sargento, encogiéndose de hombros—, pero su química fisiológica es similar a la nuestra, y eso nos permite suponer que son seres igualmente complejos. Forzosamente tienen debilidades y puntos vulnerables; a ustedes les toca descubrirlos. Eso es lo importante.
Enseguida agregó, agitando un dedo hacia la pantalla:
—Esos ocho convictos murieron para que ustedes aprendieran a matar a los taurinos, ya sea con una pistola de rayos láser o con una lima.
La muchacha se sentó, no muy convencida, al parecer.
—¿Alguna otra pregunta?
Nadie levantó la mano.
—Bien. ¡Aten... ción!
Nos levantamos a tropezones bajo su expectante mirada.
—¡Jódase, señor! —saludó el coro habitual, ya cansado.
—¡Más alto!
—¡Jódase, señor!
Decididamente, era, de todos, el lema moral menos inspirado del ejército.
—Así está mejor. No olviden, mañana hay maniobras antes del alba. Comida a las 03.30, primera formación a las 04.00. Quien esté en cama después de las 03.40 se ganará un azote. Rompan filas.
Subí la cremallera de mi mono y atravesando la nieve fui hasta el salón, en busca de una taza de soja y un cigarrillo de marihuana. Me bastaban cinco o seis horas de sueño, y ése era el único momento del día en que podía estar solo. Miré un rato el notifax; habían volado otra nave en la zona de Aldebarán. De eso hacía cuatro años; estaban preparando una flota para tomar represalias, pero tardarían otros cuatro años en llegar allá. Por entonces los taurinos ya se habrían apoderado de todos los planetas portales. En los alojamientos ya estaban todos acostados y se habían apagado las luces principales. Toda la compañía se sentía exhausta después de las dos semanas de intenso entrenamiento lunar. Arrojé las ropas dentro del casillero y me fijé en la lista; me correspondía la litera 31. ¡Maldita sea! Justo bajo el calentador. Me deslicé por entre las cortinas tan silenciosamente como pude, para no despertar a quien dormía junto a mí. No pude ver quién era, pero me daba igual. Mientras me cubría con la manta oí un bostezo.
—Llegaste tarde, Mandella.
Era Rogers.
—Lamento haberte despertado —susurré.
—No importa.
Se enroscó a mí, pegándoseme como una cuchara. Era cálida y bastante suave. Le acaricié la cadera en lo que creía era un gesto fraternal.
—Buenas noches, Rogers.
—Buenas noches, semental —respondió ella, devolviéndome insinuante la caricia.
¿Por qué será que a uno siempre le tocan las mujeres cansadas cuando está fresco y las frescas cuando está cansado? Me rendí a lo inevitable.
2
—¡Vamos! ¡Arrimen el hombro! ¡El equipo del larguero, aúpa! ¡Fuerza!
Hacia medianoche había llegado un frente cálido y la nieve se había convertido en granizo. El larguero de permaplast pesaba doscientos cincuenta kilos y habría resultado difícil manejarlo aun si no hubiera estado cubierto de hielo. Éramos dos a cada extremo. Tenía a Rogers de pareja.
—¡Acero! —gritó el tipo de detrás.
Eso significaba que se le iba de las manos; aunque aquel material no era acero, resultaba lo bastante pesado como para romperle a uno un pie. Todo el mundo soltó la viga y se apartó de un salto.
—¡Maldita sea, Petrov! —protestó Rogers—. ¿Por qué no te alistaste en la Cruz Roja o algo por el estilo? ¡Esta jodida viga no es tan pesada!
La mayor parte de las muchachas se mostraban algo más circunspectas al hablar; pero Rogers era un poco marimacho.
—¡Bueno, largueros, muévanse, carajo! ¡A ver, el equipo de epoxia! ¡Vamos, vamos!
Los dos encargados de la epoxia se acercaron a la carrera, balanceando los cubos.
—Vamos, Mandella, se me están congelando los huevos.
—A mí también —afirmó la muchacha, con más entusiasmo que lógica.
—¡Uno, dos... arriba!
Volvimos a levantar la viga y avanzamos tropezando hacia el puente, que estaba construido ya en sus tres cuartas partes. Al parecer el segundo pelotón nos llevaba ventaja. Eso me importaba un bledo, pero el pelotón que construyera antes su puente podría volver al cuartel. Para los otros habría aún seis kilómetros de estiércol y mugre, sin descanso hasta la hora de comer.
Finalmente pusimos el larguero en su sitio; lo dejamos caer con estruendo y cerramos las grapas estáticas que lo sujetaban a los soportes. La mitad femenina del equipo de epoxia comenzó a encolarlo antes de que termináramos de asegurarlo. Su compañera aguardaba en el otro extremo que llegara la viga y el equipo de suelo esperaba al pie del puente, cada uno con un trozo del liviano permaplast sobre la cabeza a modo de paraguas. Todos estaban secos y limpios. Me pregunté qué méritos habrían hecho para merecerlo; Rogers sugirió un par de posibilidades muy pintorescas, pero poco factibles.
Estábamos preparados para cargar otra viga cuando el oficial de tierra (llamado Dougelstein por apodo, «Aver») hizo sonar un silbato y rugió:
—¡A ver, soldados, diez minutos de descanso! ¡Fumen si tienen con qué!
Metió la mano en el bolsillo y giró la llave que calentaba nuestros monos.
Rogers y yo nos sentamos en la punta del madero que nos correspondía. En mi caja había mucha grifa, pero nos habían ordenado no fumarla hasta después de cenar. El único tabaco que tenía era una colilla de unos siete u ocho centímetros. Lo encendí en el costado de la caja; no era tan desagradable después de las primeras bocanadas. Rogers aceptó una, sólo por cortesía, pero me la devolvió con una mueca.
—¿Estabas estudiando cuando te reclutaron? —preguntó.
—Sí. Acababa de graduarme en física y quería seguir el profesorado.
Ella asintió, muy seria.
—Yo estudiaba biología.
Esquivé un puñado de nieve semiderretida, preguntando:
—¿Hasta dónde llegaste?
—Seis años: el bachillerato y la parte técnica.
Deslizó la bota por el suelo, levantando una cresta de barro y aguanieve, cuya consistencia era la de la leche congelada, y murmuró:
—¿Por qué carajo tenía que pasar esto?
Me encogí de hombros; no hacía falta otra respuesta, y menos aún la que nos daba constantemente la FENU. Éramos la flor y nata intelectual y física del planeta, escogidos para defender a la humanidad contra la amenaza de los taurinos. ¡Pura mierda! Aquello era sólo un gran experimento. Querían ver si podíamos azuzar al enemigo para hacerlo entrar en acción.
Aver hizo sonar el silbato dos minutos antes de lo debido, como de costumbre, pero Rogers, yo y los otros dos seguimos sentados un minuto más mientras los equipos de suelo y de epoxia terminaban de cubrir nuestra viga. Uno se enfriaba muy pronto al permanecer sentado con el equipo interno de calefacción apagado, pero no nos moríamos por principio.
En realidad no tenía sentido entrenarnos para el frío. Era sólo la típica lógica a medias de los militares. Seguramente allá a donde íbamos hacía frío, pero no frío de hielo o de nieve. Casi por definición, los planetas portales mantenían una temperatura constante de dos grados sobre el cero absoluto, ya que los colapsares no brillan; y el primer escalofrío equivalía a la muerte.
Hacía ya doce años, cuando yo tenía diez, descubrieron el salto por colapsar. Bastaba con arrojar un objeto contra un colapsar a velocidad suficiente para que apareciera en otra parte de la galaxia. No se tardó mucho en descubrir la fórmula por la cual era posible predecir el punto en donde aparecería: el objeto viajaba por la misma «línea» (una geodésica einsteiniana, en realidad) que seguiría si no hubiese tropezado con el colapsar, hasta llegar a otro campo colapsar donde reaparecía, rebotando con la misma velocidad que llevaba al aproximarse al primero. El tiempo transcurrido entre ambos puntos: exactamente cero.
Hubo mucho trabajo para los físicos matemáticos, que tuvieron que cambiar la definición de simultaneidad y echar a un lado la relatividad general y volverla a reconstruir. Los políticos, en cambio, se sintieron muy felices, pues podían enviar una nave llena de colonos a Fomalhaut mucho más económicamente que lo que costaba antes poner un puñado de hombres en la Luna. Había mucha gente, según los políticos, que estaría mejor en Fomalhaut, llevando a cabo una gloriosa aventura, en vez de estar causando problemas en la Tierra.
Las naves iban siempre acompañadas por un vehículo automático de exploración espacial, que los seguía a unos tres millones de kilómetros. Sabíamos de la existencia de los planetas portales; eran trocitos de materia estelar que giraban en torno a los colapsares; el propósito de la nave teledirigida era el de volver a comunicar lo ocurrido en el caso de que una de las naves se estrellara contra un planeta portal a 0,999 de la velocidad de la luz.
Aunque nunca había ocurrido semejante catástrofe, un día ocurrió que el vehículo automático volvió solo. Al analizar sus datos se descubrió que la nave de los colonos había sido perseguida y destrozada por otro transporte. Esto ocurrió cerca de Aldebarán, en la constelación de Tauro, pero en vista de la dificultad en decir «aldebaraniano», al enemigo lo apodaron «taurino».
Desde entonces los vehículos izadores viajaban protegidos por una guardia armada. Ésta iba sola, frecuentemente, hasta que el grupo de colonización acabó abreviándose en FENU, Fuerza Exploradora de las Naciones Unidas, con énfasis en «fuerza».
Después algún cerebro de la Asamblea General decidió que era necesario formar un ejército de infantería para custodiar los planetas portales de los colapsares más próximos. Eso llevó a la Ley de Reclutamiento Escogido de 1996 y a la constitución del ejército más escogidamente reclutado en la historia de las guerras.
Y allí estábamos: cincuenta hombres y otras tantas mujeres, todos con coeficientes de inteligencia superiores a 150, un físico excepcionalmente sano y fuerte, chapoteando nuestras excelencias a través del barro y de la sucia nieve de Missouri, meditando en la inutilidad de la habilidad para construir puentes en mundos donde el único fluido era algún charco ocasional de helio líquido.
3
Aproximadamente un mes más tarde partimos hacia el planeta Charon, para efectuar las maniobras finales de entrenamiento.
Aunque próximo al perihelio, Charon distaba del Sol el doble de Plutón.
Nuestro vehículo había sido originariamente «transporte de ganado», o sea, una nave diseñada para transportar a doscientos colonos y una variedad de plantas y animales. El hecho de que sus ocupantes fuéramos sólo la mitad no lo hacía más espacioso, pues todo el espacio sobrante era ocupado por material reactivo y pertrechos de guerra.
El viaje duró tres semanas; la mitad del trayecto acelerando a dos gravedades, para desacelerar en la otra mitad. Nuestra velocidad máxima, al pasar junto a la órbita de Plutón, fue de un vigésimo de la luz, es decir, insuficiente para que la relatividad levantara su complicada cabeza.
No es ninguna juerga llevar un peso dos veces mayor que el normal. Hacíamos un poco de ejercicio tres veces por semana y permanecíamos acostados cuando nos era posible. Así y todo hubo varios casos de huesos rotos y miembros dislocados. Los hombres tenían que usar soportes especiales para no esparcir sus órganos por el suelo. Era casi imposible dormir: pesadillas en que uno se ahogaba o perecía aplastado; además había que girarse de vez en cuando para evitar hemorragias y cardenales. Una muchacha llegó a tal extremo de agotamiento que estuvo a punto de dormirse mientras una costilla le perforaba la carne.
No era la primera vez que yo salía al espacio, de modo que, cuando al fin acabó la aceleración y quedamos en caída libre, no sentí sino alivio. Pero algunos de los que viajaban por primera vez (con excepción del viaje de entrenamiento a la Luna) sucumbieron al súbito vértigo y a la desorientación. Los demás debíamos seguirlos con esponjas y aspiradoras, para limpiar los cuartos y retirar los glóbulos de «soja concentrada de alto contenido proteico y poco residuo, sabor a carne asada», a medio digerir.
Al bajar de la órbita, Charon nos ofreció un buen espectáculo. No había mucho que ver; era sólo una esfera opaca y blanca, con algunas manchas. Descendimos a unos doscientos metros de la base. Un tractor oruga presurizado vino a buscarnos y se unió a la nave de tal modo que no nos fue necesario vestir los trajes espaciales. Entre chirridos y ruidos de lata avanzamos hacia el edificio principal, un cajón informe de plástico grisáceo.
En el interior las paredes eran del mismo color insulso. Los demás miembros de la compañía charlaban tranquilamente, sentado cada uno en su escritorio. Había un asiento libre junto a Freeland, que parecía aún algo pálido.
—¿Te sientes mejor, Jeff?
—Si los dioses hubiesen querido que el hombre sobreviviera en caída libre, le habrían dotado de una glotis de acero —respondió, suspirando profundamente—. Estoy un poco mejor. Me muero por un cigarrillo.
—Ajá.
—Tú, en cambio, pareces no tener problemas. Habías subido al espacio cuando estabas estudiando, ¿verdad?
—Sí, hice la tesis sobre las soldaduras en el vacío. Tres semanas en órbita en torno a la Tierra.
Me recosté hacia atrás y busqué por milésima vez la caja de cigarrillos. No la tenía. La Unidad de Mantenimiento Vital no quería cargar con nicotina y THC.
—Ya teníamos bastante con el adiestramiento —rezongó Jeff—, y ahora esta mierda...
—¡Aten... ción!
Todos nos pusimos en pie, con muy poco garbo, de a dos y de a tres. La puerta se abrió para dar paso a un verdadero mayor, cosa que me hizo adoptar una postura algo más rígida. Era el oficial de más alto rango que había visto en mi vida. Llevaba una hilera de cintas prendidas al mono, incluyendo la banda purpúrea que reciben quienes han sido heridos en combate mientras peleaban por el viejo ejército americano. Seguramente había sido en aquel asunto con Indochina, antes de que yo naciera.
—Siéntense, siéntense.
Hizo un ademán con la mano, como si palmeara el aire; después se paró en jarras y observó a la compañía con una sonrisilla.
—Bienvenidos a Charon. Han elegido un día maravilloso para llegar; la temperatura exterior es estival: 8,15 grados Farenheit sobre cero. La cosa no cambiará mucho en los próximos dos siglos.
Algunos de los muchachos rieron sin muchas ganas.
—Será mejor que disfruten el clima tropical de la base Miami; disfrútenla mientras puedan. Aquí estamos en el centro de la parte soleada, pero casi todo el adiestramiento se llevará a cabo en la parte oscura. Allá la temperatura es de 2,08. Bien pueden considerar que todos los ejercicios hechos en la Tierra y en la Luna son sólo práctica elemental, cumplida con el solo objeto de darles una buena oportunidad de sobrevivir en Charon. Aquí tendrán que emplear todo el repertorio: herramientas, armas, maniobras. Descubrirán que con este frío las herramientas no funcionan como debieran y que las armas se niegan a disparar. Y la gente debe moverse con muchísimo cuidado.
Estudió la lista que tenía en la mano y prosiguió:
—En este momento son cuarenta y nueve mujeres y cuarenta y ocho hombres. Dos muertes en la Tierra y una baja por motivos psiquiátricos. Después de leer el resumen del entrenamiento recibido, francamente me asombra que hayan llegado tantos hasta aquí. Pero les conviene saber que me daría por satisfecho con que en esta etapa final se graduaran solamente cincuenta: la mitad. Y la única manera de no graduarse es morir. Aquí. El único modo de volver a la Tierra (incluso para mí) es después de haber combatido.
»Completarán un mes de adiestramiento. Desde aquí irán al colapsar Puerta Estelar, distante media luz, para permanecer en Puerta Estelar I, que es una colonia establecida en el mayor de los planetas portales, hasta que llegue el relevo. Afortunadamente será sólo un mes, pues en cuanto ustedes se marchen llegará aquí otro grupo. Cuando salgan de Puerta Estelar será para dirigirse a algún colapsar estratégicamente importante; allí ustedes instalarán una base militar y, si los taurinos la atacan, lucharán contra el enemigo. De lo contrario mantendrán esa base hasta recibir nuevas órdenes. Las dos últimas semanas del adiestramiento consistirán precisamente en construir una base como ésa, aquí, en el lado oscuro. Estarán totalmente aislados con respecto a la base Miami: sin comunicaciones, médicos ni suministros. Poco antes de que acaben esas dos semanas pondremos a prueba sus defensas por medio de un ataque con naves teledirigidas. Irán armadas.
¿Era posible que hubieran gastado tanto dinero sólo para matarnos durante el adiestramiento?
—Todo el personal permanente de Charon está constituido por veteranos de guerra. Por lo tanto, todos tenemos entre cuarenta y cincuenta años de edad. Sin embargo, creo que podemos seguirles el paso. Dos de nosotros permanecerán siempre con ustedes y les acompañarán al menos hasta Puerta Estelar. Son el capitán Sherman Stott, el comandante de la compañía, y el sargento primero Octavio Cortez. ¿Caballeros?
Dos hombres sentados en la hilera del frente se levantaron tranquilamente y se volvieron a mirarnos. El capitán Stott era algo más menudo que el mayor, pero ambos parecían cortados por la misma tijera: rostro duro y liso como la porcelana, semisonrisa cínica, un centímetro exacto de barba en torno a la barbilla prominente y un aspecto que revelaba treinta años, cuanto más. Llevaba una gran pistola sobre la cadera, con todo el aspecto de las armas a pólvora.
El sargento Cortez era otra historia, un relato de horror. Tenía la cabeza rasurada y de una forma extraña: por un lado era plana, como si le hubieran quitado un gran pedazo de cráneo. Era muy moreno y tenía la cara sembrada de arrugas y heridas. Le faltaba la mitad de la oreja izquierda y sus ojos eran tan expresivos como los interruptores de una máquina. Lucía una combinación de barba y bigote que parecía una escuálida oruga blanca paseando en torno a la boca. En cualquier otra persona esa sonrisa casi infantil habría resultado agradable, pero él era la criatura más fea y perversa que yo haya visto en mi vida. Sin embargo, si uno descartaba la cabeza y se atenía sólo al metro ochenta, más o menos, que seguía por debajo, podría haber pasado por publicidad para algún curso de cultura física. Ni él ni Stott llevaban cintas en el mono de trabajo. Cortez llevaba bajo el sobaco izquierdo una pistola a láser de bolsillo, suspendida en un cierre magnético; su culata de madera estaba pulida por el uso.
—Ahora, antes de confiarles a los más tiernos cuidados de estos dos caballeros, permítanme que les haga una recomendación. Hace dos meses no había un alma en este planeta; sólo quedaba algún equipo abandonado por la expedición de 1991. Un pelotón de cuarenta y cinco hombres luchó durante todo un mes para levantar esta base; de ellos murieron veinticuatro, más de la mitad. Éste es el planeta más peligroso que los hombres hayan tratado jamás de habitar, pero los que ustedes van a visitar son tan malos como éste, o peores aún. Sus instructores tratarán de mantenerles vivos durante los treinta días siguientes. Préstenles atención... y sigan su ejemplo; todos llevan aquí un tiempo mucho más prolongado que el que ustedes deberán pasar. ¿Bien, capitán?
—¡Atención!
La última sílaba fue como un estallido; todos nos levantamos de un salto.
—Voy a decirles algo; lo haré una sola vez, así que les conviene escuchar bien —gruñó—. Aquí estamos realmente en situación de combate; en estas condiciones hay sólo un castigo para la desobediencia o la insubordinación.
Extrajo la pistola de su cadera y la sostuvo por el cañón, como si fuera una cachiporra, mientras explicaba:
—Ésta es una pistola automática reglamentaria modelo 1911, automática, calibre 45; se trata de un arma primitiva, pero muy eficaz. El sargento y yo estamos autorizados a utilizar nuestras armas para reforzar la disciplina. No nos obliguen a emplearlas porque lo haremos. Va en serio.
Volvió a poner la pistola en su sitio, con un fuerte chasquido que retumbó en aquel mortal silencio.
—El sargento Cortez y yo hemos matado entre los dos más personas de las que hay en esta habitación. Los dos luchamos en Vietnam por EE UU y los dos nos unimos, hace más de diez años, a la Guardia Internacional de las Naciones Unidas. Yo he tomado licencia como mayor para gozar del privilegio de comandar esta compañía, y el sargento Cortez ha hecho lo mismo con respecto a su grado de submayor, debido a que ambos somos soldados de combate y ésta es la primera situación de combate que se ha producido desde 1987. Recuerden bien lo que les he dicho mientras el sargento primero les da instrucciones más específicas sobre las tareas que les corresponderán. Hágase cargo, sargento.
Giró sobre sus talones y salió a grandes pasos de la habitación. Su expresión no había cambiado un solo milímetro durante toda esa arenga. El sargento primero avanzó como una máquina pesada con un montón de cojinetes. En cuanto la puerta se hubo cerrado con su discreto siseo, se volvió hacia nosotros y dijo:
—Tranquilos, siéntense.
Su voz resultó sorprendentemente suave. Tomó asiento en una mesa, al frente de la habitación: el mueble, aunque crujiendo, le sostuvo.
—El capitán habla como un monstruo, yo parezco un monstruo, pero los dos tenemos buenas intenciones. Puesto que ustedes van a tener que trabajar mucho conmigo, conviene que se acostumbren a esto que tengo colgando frente al cerebro. No creo que traten mucho al capitán, salvo durante las maniobras. —Se llevó una mano a la parte plana de la cabeza y agregó—: Y hablando de cerebro, todavía tengo el mío entero, a pesar de los esfuerzos que hicieron los chinos por quitármelo. Todos los veteranos que entramos en la FENU tuvimos que pasar por los mismos criterios que rigieron la Ley de Reclutamiento Escogido. Por lo tanto, sospecho que todos ustedes son de mente rápida o cuerpo duro..., pero recuerden una cosa: el capitán y yo somos de mente rápida, cuerpo duro y, además, tenemos mucha experiencia.
Hojeó las listas sin prestarles mucha atención.
—Bien, como ha dicho el capitán, durante las maniobras habrá un solo tipo de medida disciplinaria: la pena capital. Pero normalmente no seremos nosotros quienes la apliquemos. Charon nos ahorrará el trabajo. Allá en los alojamientos es otro cantar. No nos interesa gran cosa lo que allí hagan. Rásquense el culo todo el día y jodan toda la noche; es cosa suya. Pero una vez que estén vestidos y en el exterior, tendrán que demostrar una disciplina que avergonzaría a un centurión. Habrá situaciones en las que cualquier estupidez podrá matarnos a todos. De cualquier modo, lo primero que debemos hacer es acostumbrarnos a usar los trajes de guerra. El armero les está esperando en los alojamientos; les atenderá uno por uno. Vamos.
4
El armero era menudo y parcialmente calvo, sin insignias de rango sobre el mono. El sargento Cortez nos había indicado que le llamáramos «señor», pues era teniente.
—Ya sé que en la Tierra recibieron lecciones sobre el funcionamiento de los trajes de guerra, pero quisiera insistir sobre algunos aspectos y agregar algunas cosas que tal vez allá no saben o no pueden explicar con mucha claridad. El sargento primero ha tenido la amabilidad de prestarse como modelo. Sí, sargento.
Cortez se quitó el mono y subió a una pequeña plataforma donde había un traje de guerra, abierto como una almeja antropomorfa. Se acercó de espaldas e introdujo los brazos en aquellas mangas rígidas. Se oyó entonces un chasquido y el traje se cerró con un suspiro. Era de color verde brillante; sobre el casco se leía, escrito en letras blancas, el apellido «Cortez».
—Camuflaje, sargento.
El color verde se convirtió en blanco; después, en un gris sucio.
—Éstos son camuflajes adecuados para Charon y para la mayoría de los planetas portales —observó Cortez, como si hablara desde un pozo profundo—, pero hay otras combinaciones posibles.
El gris se manchó con brillantes combinaciones de pardos y verdes.
—Jungla.
Después se convirtió en un ocre pálido y seco.
—Desierto.
Un pardo oscuro, más oscuro aún, hasta llegar al negro opaco.
—Noche o espacio.
—Muy bien, sargento. Que yo sepa, éste es el único detalle del traje que fue perfeccionado después de su entrenamiento. Los mandos están en torno a la muñeca izquierda. Reconozco que son incómodos, pero una vez que uno halla la combinación adecuada, es muy fácil mantenerla. Ahora bien, en la Tierra ustedes no recibieron demasiado entrenamiento respecto al uso del traje, pues no queríamos que se habituaran a utilizarlo en un ambiente benigno. El traje de guerra es el arma personal más poderosa que se haya inventado, pero al mismo tiempo la que más fácilmente puede causar la muerte de quien lo viste, por mero descuido. Gire, sargento.
Señaló una gran protuberancia cuadrada entre los hombros, y prosiguió:
—Aquí tienen un ejemplo: las aletas de escape. Como ustedes saben, el traje mantiene a quien lo lleva en una temperatura cómoda, sea cual fuere el clima exterior. El material del traje es el mejor aislante que se pudo conseguir, de acuerdo con las necesidades técnicas. Por lo tanto estas aletas se calientan mucho, en comparación con las temperaturas del lado oscuro, a medida que evacúan el calor del cuerpo humano. Supongamos que uno se recuesta contra una roca de gas congelado: hay muchas por ahí. El gas sublimará a medida que vaya surgiendo de las aletas y, al escapar, golpeará contra el «hielo» circundante, quebrándolo; en una centésima de segundo se producirá un estallido equivalente al de una granada, precisamente debajo del cuello. La víctima no sentirá nada. En los últimos dos meses han muerto once personas por variaciones sobre este tema. Y sólo estaban construyendo unas pocas cabañas.
»Supongo que ya están advertidos con respecto a la instalación Waldo, con la cual ustedes pueden matarse con toda facilidad o causar la muerte de sus compañeros. ¿Alguien quiere estrecharle la mano al sargento?
Hizo una pausa; al no obtener respuesta se adelantó y tomó la mano enguantada de Cortez.
—Él tiene muchísima práctica. Mientras ustedes no la tengan deberán emplear la máxima cautela. Por rascarse un picor pueden quebrarse la espalda. Recuerden: reacciones semilogarítmicas; una presión de un kilogramo ejerce una fuerza de cinco; tres kilos dan diez; cuatro, veintitrés; cinco, cuarenta y siete. Casi todos ustedes podrán levantar pesos muy superiores a los cincuenta kilos. Teóricamente se puede partir una viga de acero con sólo amplificar esa fuerza; lo que sucede en realidad es que se rompe el material de los guantes y uno muere inmediatamente, al menos aquí, en Charon. Sería una carrera entre la descompresión y la congelación instantánea: de uno u otro modo morirían sin remedio.
»También los Waldo de las piernas son peligrosos, aunque la amplificación es menor. Mientras no estén bien adiestrados no traten de correr ni de saltar. Lo más probable sería que resbalaran, y eso sin duda también significaría la muerte.
»La gravedad de Charon equivale a las tres cuartas partes de la terrestre, de modo que eso no es demasiado complicado. Pero en un planeta pequeño, como la Luna, uno toma carrera da un salto y vuela hacia el horizonte sin descender durante veinte minutos; probablemente acabe estrellándose contra una montaña a ochenta metros por segundo. En un pequeño asteroide tampoco sería buen negocio: se podría alcanzar la velocidad de escape y encontrarse en un viaje informal por los espacios intergalácticos. Es una manera muy lenta de viajar.
»Mañana por la mañana comenzaremos a enseñarles cómo mantenerse vivos dentro de esta máquina infernal. Durante el resto del día, hasta la hora de acostarse, les iré llamando uno por uno para tomarles las medidas. Eso es todo, sargento.
Cortez se acercó a la puerta e hizo girar la espita que permitía la entrada de aire a la esclusa; inmediatamente se encendieron varias lámparas de infrarrojos para evitar que el aire se congelara en su interior. Cuando las presiones estuvieron igualadas, el sargento volvió a cerrar la espita, abrió la puerta y pasó a la esclusa, cerrando tras de sí. Durante un minuto se oyó el murmullo de la bomba que evacuaba el pequeño recinto. Finalmente Cortez salió y cerró herméticamente la puerta exterior. El sistema era muy similar al de la Luna.
—En primer término, que venga el soldado Omar Almizar. El resto puede ir a buscar las literas correspondientes. Les llamaré por el altavoz.
—¿Por orden alfabético, señor?
—Sí. Tardaré unos diez minutos con cada uno. Quienes tengan el apellido con Z pueden acostarse.
La pregunta había provenido de Rogers. Seguramente pensaba acostarse enseguida.
5
El sol era un punto blanco y duro en mitad del cielo; resultaba mucho más brillante de lo que yo había supuesto; dado que estábamos a ochenta unidades astronómicas de distancia, su luz tenía una intensidad 6.400 veces menor que en la Tierra. Sin embargo, daba tanta luz como una poderosa lámpara para iluminación de calles.
—Aquí hay mucha más luminosidad que en los planetas portales —crujió la voz del capitán Stott en nuestro oído colectivo—. Confórmense con ver por dónde caminan.
Marchábamos todos formados en una sola fila india por la acera de permaplast que comunicaba los alojamientos con la cabaña de suministros. Habíamos pasado la mañana practicando la marcha entre paredes; no había gran diferencia con lo de ahora, salvo en lo que respecta al exótico escenario. Aunque la luz era bastante mortecina, era posible ver claramente hasta el horizonte, puesto que no había atmósfera. Desde un lado al otro se extendía un barranco negro, demasiado regular como para ser natural, a un kilómetro de donde estábamos. El suelo era negro como la obsidiana, manchado con parches de hielo blanco o azulado. Junto a la cabaña de suministros había una pequeña montaña de nieve en un cubo con el rótulo «Oxígeno».
El traje era bastante cómodo, pero daba a su ocupante la extraña sensación de ser al mismo tiempo marioneta y titiritero. Uno aplicaba el impulso necesario para mover las piernas y el traje se encargaba de multiplicarlo, moviéndolas por uno.
—Por hoy nos limitaremos a caminar por la zona de los cuarteles. ¡Y que nadie abandone la zona!
El capitán no llevaba su pistola del 45, a menos que la llevara como amuleto bajo el traje; de cualquier modo tenía un dedo a rayo láser, como todos nosotros, y el suyo debía estar enganchado hacia arriba.
Guardando una distancia mínima de dos metros entre uno y otro, todos salimos del permaplast y seguimos al capitán por sobre la roca lisa. Caminó despacio durante cerca de una hora, abriéndose en espiral, y finalmente se detuvo en el otro extremo del perímetro.
—Atención, todo el mundo.
Señaló una laja de hielo azulado que estaba a unos veinte metros de distancia y explicó:
—Voy a subir a esa roca para mostrarles algo que deben saber si no quieren perder la vida.
Se alejó diez o doce pasos, caminando con facilidad.
—Primero debo calentar una roca. Bajen los filtros.
Oprimí la perilla que llevaba bajo el sobaco para bajar el filtro sobre mi conversor de imágenes. El capitán apuntó el dedo hacia una roca negra del tamaño de una pelota de baloncesto y lanzó un disparo breve. El resplandor lanzó hacia nosotros una larga sombra del capitán, en tanto la roca se quebraba en un montón de astillas brumosas.
—No tardarán mucho en enfriarse —comentó el capitán, mientras se inclinaba para recoger un trozo de roca—. Éste debe estar más o menos a veinte o veinticinco grados. Observen bien.
Arrojó la piedra «caliente» sobre la superficie de hielo. La roca resbaló hacia todos lados, formando un dibujo absurdo, y salió disparada hacia un costado.
Cuando el capitán lanzó otro de los fragmentos el e