1
Me hice amigo íntimo de Luke un viernes por la mañana. Eran las nueve y cuarto, para ser exactos, y si sé con exactitud qué hora era es porque lo comprobé en mi reloj de pulsera. Ignoro por qué lo hice ya que no tenía que estar en ninguna parte a una hora concreta. Pero creo que existe un motivo para todo lo que ocurre, así que quizá sólo comprobé qué hora era para poder contaros mi historia como es debido. Los detalles son importantes en las narraciones, ¿no?
Me alegró conocer a Luke esa mañana porque estaba un poco alicaído después de haber tenido que separarme de mi antiguo mejor amigo, Barry. Ya no podía seguir viéndome. Aunque en realidad no importa porque ahora está más contento y eso es lo que cuenta, me figuro. Tener que olvidar a mis amigos íntimos forma parte de mi trabajo. No se trata de la mejor parte, pero soy de los que creen que todo tiene un lado positivo, de modo que, tal como lo veo, si no tuviera que abandonar a mis amigos íntimos no podría hacer nuevos amigos. Y hacer amigos nuevos es, con mucho, mi parte favorita. Seguramente por eso me dieron este trabajo.
Enseguida hablaremos sobre mi trabajo, pero antes me gustaría contaros cómo fue la mañana en que conocí a mi amigo íntimo Luke.
Cerré la verja del jardín delantero de Barry a mis espaldas y comencé a caminar, y sin ningún motivo concreto tomé la primera a la izquierda, luego a la derecha, de nuevo a la izquierda, seguí recto un rato, volví a girar a la derecha y terminé junto a una urbanización de viviendas de alquiler subvencionadas por el ayuntamiento que se llama Fucsia Lane. Debieron de ponerle ese nombre por las fucsias que crecen por doquier. Crecen silvestres, aquí. Perdón, cuando digo «aquí» me refiero a una población que se llama Baile na gCroíthe sita en el condado de Kerry. Eso está en Irlanda.
En un momento dado Baile na gCroíthe pasó a conocerse en inglés como Hartstown, pero traducido literalmente del irlandés significa Ciudad de los Corazones. Lo cual me suena mucho mejor.
Me alegró encontrarme de nuevo en el mismo lugar; hice unos cuantos trabajos por aquí cuando empecé en esto pero no había regresado en años. Mi trabajo me lleva por todo el país, a veces incluso al extranjero cuando mis amigos se me llevan fuera de vacaciones, cosa que demuestra una vez más que, esté donde esté, uno siempre necesita tener un amigo íntimo.
El pasaje de Fucsia Lane tenía doce casas, seis a cada lado, y todas eran distintas. Esa calle sin salida era un hervidero de febril actividad. Era viernes por la mañana, recuerdo, corría el mes de junio, hacía un sol radiante y todo el mundo estaba de buen humor. Bueno, todo el mundo no.
Había un montón de niños por la calle, unos yendo en bicicleta, otros persiguiéndose, jugando al tejo, a la rayuela y a muchas otras cosas. Se oían sus chillidos de alegría y sus risas. Supongo que además les alegraba estar de vacaciones. Pero, por más que parecieran verdaderamente simpáticos y tal, no me sentía atraído por ellos. El caso es que no puedo hacerme amigo de cualquiera. No es eso en lo que consiste mi trabajo.
Un hombre segaba el césped en su jardín delantero y una mujer que llevaba unos guantes mugrientos y enormes se ocupaba de un parterre. Había un delicioso aroma a hierba recién cortada y el ruido que hacía la mujer al cortar con las tijeras, limpiando y podando, era como música que flotara en el aire. En el jardín siguiente un hombre silbaba una canción para mí desconocida mientras apuntaba la manguera del jardín hacia su coche y observaba cómo la espuma de jabón se deslizaba por el costado revelando el nuevo brillo de la carrocería. De vez en cuando se daba la vuelta de repente y lanzaba el chorro de agua hacia dos niñas vestidas con trajes de baño a rayas amarillas y negras. Parecían dos abejorros. Me encantaba oírlas reír tan a gusto.
En el jardín siguiente un niño y una niña jugaban a la rayuela. Los observé un rato, pero ninguno de los dos respondió a mi muestra de interés, de modo que seguí adelante. Pasé frente a los niños que jugaban en los distintos jardines, pero ninguno de ellos me vio ni me invitó a jugar. Junto a mí pasaban zumbando chicos montados en bicicleta y monopatín, y también cochecitos de control remoto, todos ajenos a mi presencia. Estaba comenzando a preguntarme si no habría sido un error ir a Fucsia Lane, cosa que resultaba bastante desconcertante puesto que por lo general se me daba muy bien elegir lugares y allí había un montón de niños. Me senté en la cerca de la última casa y me puse a pensar en qué cruce podía haberme confundido.
Al cabo de unos minutos llegué a la conclusión de que a pesar de todo estaba en la zona indicada. Rara vez giro por donde no toca. Me di la vuelta para ponerme de cara a la casa que tenía a mis espaldas. No había actividad en aquel jardín, de modo que me acomodé y estudié el edificio. Tenía dos plantas y un garaje con un coche caro aparcado fuera que relucía al sol. Una placa en la cerca justo debajo de mí decía «Casa Fucsia», y el chalé tenía una fucsia en flor que trepaba por la pared, se aferraba a los ladrillos pardos de encima de la puerta principal y llegaba hasta el mismísimo tejado. Hacía muy bonito. Partes de la casa eran de ladrillo pardo y otras habían sido pintadas de color miel. Tenía ventanas cuadradas y también redondas. Desde luego, era un edificio fuera de lo común. La puerta principal era de color fucsia y tenía dos montantes alargados de vidrio esmerilado en la parte superior, una enorme aldaba de latón y un buzón en la parte baja; parecían dos ojos, una nariz y una boca que me estuvieran sonriendo. Saludé con la mano y sonreí por si acaso. Bueno, uno no puede estar seguro de nada en los tiempos que corren.
Mientras estudiaba el rostro de la puerta principal, un niño salió corriendo por ella y la cerró con un soberano portazo. Llevaba un gran coche rojo de bomberos en la mano derecha y un coche patrulla en la mano izquierda. Me encantan los coches rojos de bomberos; son mis favoritos. El niño saltó el escalón de la entrada y corrió al césped, donde aterrizó patinando sobre las rodillas. Se manchó de hierba las perneras de los pantalones del chándal negro, cosa que me hizo reír. Las manchas de hierba son muy divertidas porque no se van por más que se laven. Mi antiguo amigo Barry y yo patinábamos en los prados siempre que teníamos ocasión. Bueno, el chiquillo se puso a hacer chocar el coche de bomberos contra el de policía emitiendo ruidos con la boca. Se le daban bien los ruidos. Barry y yo también solíamos hacer eso. Resulta divertido fingir que haces cosas que normalmente no ocurren en la vida real.
El niño estrelló el coche de bomberos contra el patrullero, y el jefe de bomberos, que iba enganchado a la escalera a un lado del camión, salió despedido. Reí a carcajadas y el niño levantó la vista.
En realidad me miró. Justo a los ojos.
—Hola —dije y carraspeé nervioso cambiando el peso de un pie al otro. Llevaba mis zapatillas Converse azules favoritas, que aún tenían manchas de hierba en las punteras blancas de goma de cuando Barry y yo fuimos a patinar. Comencé a frotar una puntera de goma contra la valla de ladrillos del jardín tratando de limpiarla mientras pensaba qué iba a decir a continuación. Aunque hacer amigos es lo que más me gusta del mundo, eso no quita que me ponga un poco nervioso. Siempre cabe la espantosa posibilidad de que no le caiga bien a la gente y eso me da un canguelo que para qué. Hasta ahora he tenido suerte, pero sería de tontos suponer que siempre va a ser así.
—Hola —contestó el niño poniendo al bombero de nuevo en la escalera.
—¿Cómo te llamas? —pregunté golpeando con el pie la pared que tenía delante y restregando la puntera de goma. Las manchas de hierba se resistían a desaparecer.
El niño me estudió un rato, me miró de arriba abajo como si tratara de decidir si era digno de que me dijera su nombre o no. Ésa es la parte de mi trabajo que más aborrezco. Es un mal trago querer hacerte amigo de alguien que no quiere ser amigo tuyo. A veces ocurre, aunque al final siempre cambian de parecer porque, lo sepan o no, desean mi compañía.
El niño tenía el pelo de un rubio casi blanco y grandes ojos azules. Su cara me sonaba por haberla visto en alguna parte, pero no recordaba dónde.
Por fin habló.
—Me llamo Luke. ¿Y tú?
Hundí las manos en los bolsillos y me concentré en patear la cerca del jardín con el pie derecho. Estaba consiguiendo que unos trozos de ladrillo se desprendieran y cayeran al suelo. Sin mirarle dije:
—Ivan.
—Hola, Ivan —sonrió. Le faltaban los dientes de delante.
—Hola, Luke —sonreí a mi vez. Yo conservaba todos mis dientes—. Me gusta tu coche de bomberos. Mi mej... mi antiguo mejor amigo Barry tenía uno igual que éste y jugábamos con él sin parar. Aunque no creo que los coches de bomberos sirvan para gran cosa porque éste al pasar por el fuego se derrite —expliqué sin sacarme las manos de los bolsillos, con lo cual los hombros me subieron hasta las orejas. Así encorvado se amortiguaba el sonido, de modo que saqué las manos de los bolsillos para oír lo que Luke estaba diciendo.
Luke se revolcaba por la hierba, muerto de risa.
—¿Hiciste que tu coche de bomberos atravesara un peligroso fuego? —chilló.
—Bueno, los coches de bomberos están hechos para el fuego, ¿no? —repuse a la defensiva.
Luke se tumbó boca arriba, pateó el aire desternillándose de risa y gritó:
—¡No, tontaina! ¡Los coches de bomberos sirven para apagar el fuego!
Reflexioné un rato sobre eso.
—Hummm. Mira, voy a decirte lo que apaga los fuegos, Luke —expliqué con total naturalidad—: el agua.
Luke se dio unos golpecitos en la sien, exclamó «¡Ahí va!», hizo girar los ojos y volvió a desplomarse sobre la hierba.
Me eché a reír. Luke era la mar de divertido.
—¿Quieres jugar conmigo? —Luke enarcó las cejas para subrayar la pregunta.
Sonreí de oreja a oreja.
—Pues claro, Luke. ¡Jugar es lo que más me gusta! —Y salté la valla del jardín para reunirme con él en el césped.
—¿Qué edad tienes? —Me miró con recelo—. Pareces de la misma edad que mi tía —frunció el ceño—. Y a mi tía no le gusta jugar con el coche de bomberos.
Me encogí de hombros.
—Bueno, pues será que tu tía es una asos vieja y aburrida.
—¡Una asos! —chilló Luke con regocijo—. ¿Qué es una asos?
—Alguien que es sosa —dije arrugando la nariz y diciendo la palabra como si fuera una enfermedad. Me gustaba decir las palabras al revés; era como inventar mi propio lenguaje.
—Sosa —repitió Luke conmigo y arrugó la nariz—, eeecs.
—¿Cuántos años tienes tú? —pregunté a Luke mientras estrellaba el coche patrulla contra el de los bomberos. El bombero jefe volvió a caerse de la escalera—. Tú sí que te pareces a mi tía —le acusé, y Luke se retorció de risa. Reía muy alto.
—¡Sólo tengo seis años, Ivan! ¡Y no soy una niña!
—Vaya. —En realidad no tengo ninguna tía, pero se me ocurrió decirlo para hacerle reír—. No veo que seis años sean pocos años.
Justo cuando me disponía a preguntarle cuáles eran sus dibujos animados favoritos se abrió la puerta principal y oí un berrido. Luke palideció y miré hacia donde él miraba.
—¡¡Saoirse, devuélveme las llaves!! —chillaba una voz desesperada. Una mujer aturullada, con las mejillas encendidas y los ojos desorbitados, cuya larga y sucia melena pelirroja colgaba en mechones alrededor de su cara, salió corriendo de la casa. Otro berrido procedente del interior la hizo trastabillar sobre sus zapatos de plataforma en el escalón del porche delantero. Soltó un taco y se apoyó en la pared exterior para no perder el equilibrio. Al levantar la vista miró hacia el extremo del jardín donde estábamos sentados Luke y yo. Cuando abrió la boca para sonreír mostró unos dientes torcidos y amarillentos. Retrocedí un poco sin levantarme. Vi que Luke hacía lo mismo. La mujer saludó a Luke alzando el pulgar y graznó:
—Hasta la vista, chaval.
Dejó de apoyarse en la pared, se tambaleó un poco y se encaminó con paso decidido al coche aparcado en el camino de entrada.
—¡¡Saoirse!! —La voz de la persona que seguía dentro de la casa volvió a sonar—. ¡¡Como pongas un solo pie en ese coche llamaré a la Garda!
La pelirroja dio un resoplido, pulsó un botón del llavero del coche y las luces emitieron un destello y se oyó un pitido. Abrió la puerta, subió dándose un golpe en la cabeza y cerró con un sonoro portazo. Desde la otra punta del césped oí el clic del seguro de las puertas. Unos cuantos chicos dejaron de jugar en la calle para contemplar la escena que se desarrollaba delante de ellos.
Finalmente la propietaria de la voz misteriosa salió corriendo al jardín con un teléfono en la mano. Era muy distinta de la otra señora. Llevaba el pelo recogido en un moño impecable y un elegante traje sastre gris que no pegaba con la voz aguda y destemplada que parecía tener. También estaba congestionada y le faltaba el aliento. El pecho le subía y bajaba deprisa mientras corría cuanto le permitían los tacones hacia el coche. Se puso a dar brincos alrededor del coche; primero probó la manecilla de la puerta y al encontrarla cerrada amenazó con llamar al 999.
—Voy a llamar a la Garda, Saoirse —advirtió agitando el teléfono hacia la ventanilla del conductor.
Saoirse se limitó a sonreírle desde dentro del coche y puso el motor en marcha. A la señora que había amenazado con telefonear a la policía se le quebró la voz mientras le suplicaba que bajara del coche. Saltaba sobre uno y otro pie dando la impresión de que dentro de su cuerpo hubiera alguien que se agitara intentando salir, como el Increíble Hulk.
Saoirse salió disparada por la larga rampa adoquinada. A medio camino aminoró la marcha. La mujer del teléfono bajó los hombros y se mostró aliviada. Pero, en lugar de detenerse por completo, el coche avanzó a paso de tortuga mientras la ventanilla del lado del conductor se bajaba y por su hueco asomaban dos dedos levantados en alto con orgullo para que todo el mundo lo viera.
—Bah, volverá dentro de dos minutos —dije a Luke, que me miró de una manera extraña.
La mujer del teléfono observó aterrada cómo el coche volvía a acelerar y casi atropellaba a un niño al enfilar la calzada. Ante ese espectáculo unos mechones de pelo se le soltaron del apretado moño como si quisieran dar caza al coche por su cuenta.
Luke bajó la cabeza y puso al bombero otra vez en la escalera sin decir esta boca es mía. La mujer soltó un chillido de exasperación, levantó los brazos y giró en redondo. Se oyó un crujido cuando un tacón se clavó entre los adoquines de la rampa. La mujer agitó la pierna como una loca, cada vez más frustrada, hasta que al final el zapato salió volando, aunque, eso sí, dejando el tacón bien hincado en la grieta.
—¡¡Mieeeeeeeeeerda!! —gritó. Renqueando con un zapato de tacón y lo que se había convertido en una zapatilla, emprendió el regreso al porche. La puerta fucsia se cerró de un golpe y ella desapareció dentro de la casa. Los montantes, el pomo y el buzón volvieron a sonreírme y yo sonreí a mi vez.
—¿A quién estás sonriendo? —preguntó Luke torciendo el gesto.
—A la puerta —contesté considerándolo una respuesta obvia.
Se quedó mirándome sin dejar de fruncir el ceño, con la mente a todas luces perdida en un mar de ideas sobre lo que acababa de ver y lo extraño que era sonreírle a una puerta.
Alcanzábamos a ver a la mujer del teléfono a través de los cristales de la puerta principal: caminaba de un lado a otro del vestíbulo.
—¿Quién es? —pregunté volviéndome hacia Luke.
Se quedó pasmado.
—Ésa es mi tía —dijo casi en un susurro—. Vivo con ella.
—Oh —dije—. ¿Quién era la del coche?
Luke empujó lentamente el coche de bomberos entre la hierba, aplastando las briznas al avanzar de rodillas.
—Ah, ella. Es Saoirse —dijo en voz baja—. Es mi mamá.
—Oh. —Se hizo el silencio y me di cuenta de que estaba triste—. Saoirse —repetí el nombre y me gustó lo que sentí al pronunciarlo; como una ráfaga de viento saliéndome de la boca, o como el rumor de los árboles cuando hablan entre sí los días de viento.
—Seeeeer-ssshaaaaa...
De repente Luke me miró de un modo raro y me callé. Arranqué un ranúnculo del suelo y lo sostuve bajo el mentón de Luke. Un resplandor amarillo encendió su pálida piel.
—Eres de mantequilla —sentencié—. Entonces ¿Saoirse no es tu novia?
A Luke se le iluminó el rostro de golpe y rió. Aunque no tanto como antes.
—¿Quién es Barry, ese amigo tuyo que comentabas? —preguntó Luke estrellando su coche contra el mío todavía con mucha más fuerza.
—Se llama Barry McDonald —contesté sonriendo al recordar lo divertido que era jugar con Barry.
Los ojos de Luke chispearon.
—¡Barry McDonald va a mi curso en el colegio!
Entonces caí en la cuenta.
—Estaba convencido de que tu cara me sonaba de algo, Luke. Te veía a diario cuando iba al colegio con Barry.
—¿Ibas al colegio con Barry? —preguntó sorprendido.
—Sí, el colegio era la monda con Barry —sonreí.
Luke entrecerró los ojos.
—Pues yo no te he visto nunca por allí.
Empecé a reír.
—Hombre, pues claro que no me veías, cabeza hueca —dije como si tal cosa.
2
El corazón de Elizabeth latía ruidosamente en su pecho mientras, calzada con otro par de zapatos, recorría de punta a punta el parquet de arce del alargado vestíbulo de su hogar. Con el teléfono bien apretado entre la oreja y el hombro, su mente era un remolino de pensamientos mientras oía el estridente tono de llamada.
Dejó de caminar el rato suficiente para contemplar su reflejo en el espejo. Sus ojos castaños se abrieron horrorizados. Rara vez se permitía presentar un aspecto tan desaliñado. Tan descontrolado. Unos cuantos mechones de cabello color chocolate se habían escapado del apretado moño francés, de tal modo que parecía que hubiese metido los dedos en un enchufe. El rímel se había alojado en las arrugas de debajo de los ojos; el pintalabios se había desvanecido dejando sólo el trazo del perfilador color ciruela a modo de marco, y la base de maquillaje se pegaba a las partes secas de su piel olivácea. ¿Qué había sido de su impecable aspecto habitual? Eso hizo que el corazón le latiera aún más deprisa y que su pánico se hiciera mayor.
«Respira, Elizabeth, concéntrate en respirar», se dijo a sí misma. Se atusó el pelo alborotado con mano temblorosa, colocando en su sitio los mechones rebeldes. Se limpió los restos de rímel con un dedo mojado, apretó los labios, se alisó la chaqueta del traje y carraspeó. Sólo se trataba de una momentánea pérdida de concentración por su parte, eso era todo. No volvería a ocurrir. Se pasó el teléfono a la oreja izquierda y reparó en la marca que el pendiente Claddagh le había dejado en el cuello.
Por fin contestó alguien y Elizabeth dio la espalda al espejo y se enderezó. Vuelta al trabajo.
—Comisaría de la Garda de Baile na gCroíthe, dígame.
Elizabeth hizo una mueca al reconocer la voz del teléfono.
—Hola, Marie, soy Elizabeth... otra vez. Saoirse se ha llevado el coche... —hizo una pausa— otra vez.
Se oyó un suspiro amable al otro lado de la línea.
—¿Cuánto hace de eso, Elizabeth?
Elizabeth se sentó en el primer escalón y se dispuso a contestar las preguntas de costumbre. Cerró los ojos sólo para descansar la vista un momento, pero el alivio de apartar de sí todo lo demás la incitó a mantenerlos cerrados.
—Apenas cinco minutos.
—Bien. ¿Dijo adónde iba?
—A la luna —contestó Elizabeth con toda naturalidad.
—¿Cómo dices? —preguntó Marie.
—Lo has oído bien. Ha dicho que se iba a la luna —agregó Elizabeth con firmeza—. Por lo visto la gente de allí la entenderá.
—La luna —repitió Marie.
—Sí —contestó Elizabeth un tanto irritada—. Quizá podríais empezar a buscar por la autopista. Me figuro que si me dirigiera a la luna pensaría que es el camino más rápido para llegar allá, ¿tú no? Aunque no estoy del todo segura de qué salida tomaría. La que quede más al norte, digo yo. Tal vez se esté dirigiendo hacia el nordeste, hacia Dublín, o, quién sabe, lo mismo va camino de Cork; a lo mejor tienen un avión listo para llevársela de este planeta. En cualquier caso, yo avisaría a las patrullas de la autop...
—Cálmate, Elizabeth; sabes de sobra que tengo que hacerte estas preguntas.
—Es verdad.
Elizabeth procuró volver a serenarse. En aquel preciso instante debería estar en la importante reunión que tenía programada; era importante para ella, importante para su negocio de diseño de interiores. La canguro de Luke cuidaba de él en sustitución de su anterior niñera, Edith. Ésta había emprendido pocas semanas atrás el viaje de tres meses alrededor del mundo con el que venía amenazando a Elizabeth desde hacía seis años, dejando a la joven e inexperta canguro expuesta a la inconstancia y los cambios de humor de Saoirse. Saoirse había llamado a su hermana al trabajo, presa del pánico... otra vez. Y Elizabeth había tenido que dejar de hacer todo lo que estaba haciendo... otra vez. Y salir pitando hacia casa... otra vez. Aunque no debería sorprenderle que aquello hubiese ocurrido... otra vez. No obstante, le sorprendía que Edith, antes de realizar ese viaje a Australia, hubiera seguido acudiendo puntual al trabajo cada día. Durante seis años Edith había ayudado a Elizabeth a cuidar de Luke, seis años de drama, y aun así, después de tantos años de lealtad, Elizabeth esperaba a diario una llamada suya o una carta de dimisión. Ser la niñera de Luke traía aparejado un montón de problemas. Aunque no muchos más que el hecho de ser su madre adoptiva.
—Elizabeth, ¿estás ahí?
—Sí. —Abrió los ojos de golpe. Se estaba desconcentrando—. Perdona, ¿qué decías?
—Te he preguntado qué coche se ha llevado.
—El mismo de siempre, Marie. El mismo puñetero coche que la semana pasada y que la semana anterior y la anterior a ésa —espetó Elizabeth.
Marie se mantuvo firme.
—¿De qué marca...?
—BMW —soltó Elizabeth—. El mismo puñetero BMW 330 Cabriolet negro. Cuatro ruedas, dos puertas, un volante, dos retrovisores, luces y...
—No marees la perdiz —interrumpió Marie—. ¿En qué estado se encontraba?
—Reluciente. Acababa de lavarlo —replicó con descaro Elizabeth.
—Estupendo, ¿y en qué estado iba Saoirse?
—En el de costumbre.
—Borracha.
—Exacto.
Elizabeth se levantó y cruzó el vestíbulo hacia la cocina, su refugio siempre soleado. Los tacones resonaban con fuerza contra el suelo de mármol en aquella habitación desnuda de techo alto. Todo estaba en su sitio. El resplandor del sol a través de los cristales del invernadero templaba el ambiente. Elizabeth entornó los ojos cansados ante tanto brillo. La cocina inmaculada relucía, las encimeras de granito negro centelleaban, la grifería y otros accesorios cromados reflejaban el día radiante. Un paraíso de acero inoxidable y nogal. Fue directa a la máquina de café espresso. Su salvadora. Necesitada de una inyección de vida en su cuerpo agotado, abrió el aparador de la cocina y sacó una tacita beis de café. Antes de cerrar el armario giró un tazón para que el asa quedara hacia el lado correcto, igual que todas las demás. Abrió el cajón ancho de la cubertería de acero, vio un cuchillo en el compartimiento de los tenedores, lo puso en su sitio, cogió una cuchara y volvió a cerrar el cajón.
Por el rabillo del ojo percibió el paño de cocina colgado de cualquier manera en el tirador del horno. Arrojó al office el paño arrugado, sacó uno limpio del pulcro montón que guardaba en el armario, lo dobló exactamente por la mitad y lo dispuso con primor en el tirador del horno. Cada cosa tenía su sitio.
—Bueno, no he cambiado la matrícula durante la última semana, o sea que sí, sigo teniendo el mismo número —contestó con aburrimiento a otra de las absurdas preguntas de Marie. Puso la taza humeante de espresso encima de un posavasos para proteger la mesa de cristal de la cocina. Se alisó los pantalones, se quitó una pelusa de la chaqueta, se sentó en el invernadero y contempló su jardín largo y estrecho y las ondulantes colinas de más allá que se perdían en el infinito. Cuarenta tonos de verde, dorado y marrón.
Inspiró el rico aroma de su espresso humeante y se tranquilizó de inmediato. Imaginó a su hermana recorriendo a toda velocidad las colinas con la capota del descapotable bajada, los brazos en alto, los ojos cerrados, la melena llameante al viento, creyéndose libre. Saoirse significaba libertad en irlandés. El nombre lo había elegido su madre en un último intento desesperado para que los deberes maternos que tanto aborrecía parecieran menos un castigo. Su deseo fue que su segunda hija la librara de las ataduras del matrimonio, la maternidad, la responsabilidad..., la realidad.
Su madre contaba sólo dieciséis años cuando conoció a su padre. Ella estaba de paso en el pueblo, viajando con un grupo de poetas, músicos y soñadores, y entabló conversación con Brendan Egan, un granjero, en el pub. Éste le llevaba doce años y quedó prendado de su misteriosa personalidad y su carácter desenvuelto. Ella se sintió halagada. De modo que se casaron. A los dos años de matrimonio tuvieron su primera hija, Elizabeth. Pero resultó que su madre era indomable y se fue adueñando de ella una creciente frustración por saberse retenida en un pueblo aletargado, rodeado de montes, que en un principio ella sólo había querido atravesar. Un bebé llorón y las noches en vela la fueron enajenando de su entorno. Los sueños de libertad personal se confundían con la realidad y comenzó a ausentarse durante varios días seguidos. Salía de exploración para descubrir sitios nuevos y conocer a otras personas.
A los doce años de edad Elizabeth cuidaba de sí misma y de su silencioso y amargado padre, y no preguntaba cuándo volvería a casa su madre porque en el fondo de su corazón sabía que tarde o temprano regresaría con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, hablando sin tregua sobre el mundo y todo lo que éste tenía que ofrecer. Entraría flotando en sus vidas como una brisa fresca en verano, trayendo consigo entusiasmo y esperanza. Elizabeth se sentaría a los pies de la cama de su madre para escuchar encandilada el relato de sus aventuras. Este ambiente sólo se prolongaría unos pocos días hasta que su madre de súbito se cansase de referir historias en vez de vivirlas.
A menudo traía recuerdos como conchas, piedras, hojas. Elizabeth recordaba un jarrón de hierbas recién cortadas que solía ocupar el centro de la mesa del comedor como si fueran las plantas más exóticas de toda la creación. Si preguntaba a su madre sobre el campo de donde habían sido arrancadas, su madre le guiñaba el ojo y le daba un toque en la punta de la nariz prometiendo a Elizabeth que algún día lo entendería. Su padre guardaba silencio en su sillón junto a la chimenea, leyendo el periódico, pero sin pasar nunca la página. Estaba tan perdido como su esposa en el mundo de las palabras de ésta.
Cuando Elizabeth contaba doce años su madre volvió a quedarse embarazada y, pese a ponerle el nombre de Saoirse a la recién nacida, aquella criatura no le brindó la libertad que ella tanto ansiaba. Por eso emprendió otra expedición. Y no regresó. Su padre, Brendan, no manifestó el menor interés por la vida en ciernes que le había arrebatado a su esposa, de modo que aguardó a su mujer en silencio sentado en su sillón junto al fuego, leyendo el periódico sin pasar nunca la página. Durante años. Para siempre. El corazón de Elizabeth no tardó en cansarse de esperar el regreso de su madre y así fue como Saoirse pasó a ser responsabilidad de su hermana mayor.
Saoirse había heredado los rasgos celtas de su padre, pelo rubio rojizo y piel clara, mientras que Elizabeth era el vivo retrato de su madre. Piel olivácea, cabellos marrón chocolate, ojos casi negros; rasgos que ambas llevaban en la sangre desde la influencia española de cientos de años atrás. Elizabeth cada día se parecía más a su madre y era consciente de la desazón que eso causaba en su padre. Llegó a odiarse a sí misma por ello, y además de esforzarse por entablar conversación con su padre, aún puso mayor ahínco en demostrarle a él y también a sí misma que no tenía nada que ver con su madre: que sabía lo que era la lealtad.
Cuando Elizabeth terminó la escuela a los dieciocho años se enfrentó con el dilema de quedarse en casa o mudarse a Cork para ir a la universidad, decisión ésta que tomó haciendo acopio de todo su coraje. Su padre consideró que el escoger esa alternativa equivalía a abandono; también era abandono que ella trabara amistad con quienquiera que fuese. Él tenía ansias de atención, siempre exigía ser la única persona en la vida de sus hijas, como si eso fuera a impedir que un buen día se emanciparan. Bueno, faltó poco para que lo consiguiera y desde luego era uno de los motivos por los que Elizabeth carecía de vida social y de un círculo de amistades. Se veía obligada a ma