Mi primo Giuseppe me empuja y me caigo al suelo.
Cuando trato de levantarme, me vuelve a derribar.
Es muy alto para su edad. Le llego al pecho. Y también es mucho más fuerte. Tiene cinco años más que yo.
Tengo que levantarme de nuevo.
Sé que solo parará cuando me vea llorar.
Debía quedarme quieto, pegado a la pared del almacén de las herramientas, mientras él me marcaba a balonazos. Lo hice, él me lanzaba el balón con suavidad. Daba la impresión de que quería acercarse lo máximo posible, hasta rozarme, pero sin golpearme de lleno. Creía que el juego era eso. Pero después recibí un balonazo cerca de la cabeza y me aparté hacia el otro lado. Había incumplido la regla. «Estate quieto», me gritó, y a continuación volvió a lanzarme la pelota aún más fuerte hacia el costado izquierdo. Me tensé, no debía moverme. La pelota me rozó la camiseta. Giuseppe sonrió satisfecho. Después volvió a tirar una, dos veces. La tercera me dio en la barriga. Me agaché. Duele.
Como me he agachado, ahora tengo que quedarme así. Esa es la nueva regla. El suelo está cubierto de barro y la hierba está mojada, porque anoche llovió. La pelota se ha quedado al lado de la pared. En el cielo hay unas nubes grandes y blancas, que se mueven por encima de las ramas de los chopos. Delante de las ramas y del cielo está la cara de mi primo que repite: «Par tera!».[1]
Si no me muevo, quizá invente una nueva regla, como, por ejemplo, patearme. Así pues, me pongo en pie y él me empuja otra vez hasta que vuelvo a caerme. Tengo los calcetines y los pantalones llenos de barro. Las rodillas sucias de tierra. Tarde o temprano se cansará y me pedirá que lo siga a alguna parte.
No quiero. No debe pensar que puede hacer conmigo lo que le dé la gana, de manera que me arrastro hacia el pequeño canal y al llegar a la orilla pesco dentro del fondo cenagoso.
Me levanto de golpe, le arrojo un puñado de barro y echo a correr hacia casa.
Me da alcance cuando casi he llegado al pórtico. Está lo suficientemente cerca como para que me eche a gritar, pero no puedo, porque con la mano sucia de tierra, la que le he tirado, me tapa con fuerza la boca. Temo que quiera obligarme a tragármela. Se ríe. Me embadurna la cara y el cuello de tierra. Examina complacido el resultado, me da una patada en el culo y me dice que me espera en el establo.
No sé por qué hoy he recordado aquel día. No es cierto, sí que lo sé.
Ayer por la mañana, después de una semana sin hablar con ella, mi madre me llamó para decirme que su hermano Angelo había muerto. Tenía ocho años menos que ella.
En la foto que le hicieron a mi madre cuando se casó, un día de marzo frío y ventoso, él también salía; era casi un niño.
De todas las viejas fotografías de familia que guardo en la caja de zapatos es la única donde aparece Angelo. Su cara no se corresponde con mis recuerdos, pero por fin está quieto, resulta observable, me ayuda a devolverlo al presente: en la memoria encontraba muchas versiones de una fisonomía que, cuanto más me concentraba en fijarla en una cara, más me rehuía, hasta desaparecer por completo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo vi.
Mirando la foto, enseguida se ve que el traje oscuro de adulto, con la camisa blanca y la corbata, no le protege lo bastante del frío de aquella hora matutina. Lleva el pelo rapado por encima de las orejas y un mechón corto pegado a la frente.
Hacía apenas unos días que mi madre había cumplido veintiún años. Estaba embarazada. Yo nací al cabo de cinco meses. Por eso se casó tan temprano, en un día laborable, en lugar del domingo a mediodía, como habían hecho sus amigas. Por eso no llevaba velo.
A ella le parecía más honesto así, y durante muchos años repitió que algunas de sus amigas (mejor dicho, las otras chicas que también frecuentaban la parroquia) habían preferido fingir y luego habían dicho que el niño había nacido prematuro.
El tío Angelo, «mi» tío Angelo, como lo llamé durante años, me regaló momentos de felicidad en la primera parte de mi infancia. Él y mis abuelos maternos vivían en un pueblo próximo al de los suegros de mi madre, en cuya casa se instaló después de la boda.
En casa de los abuelos, de «esos» abuelos, esto es, en casa de mi tío Angelo, jamás había peleas ni bofetadas repentinas, y el regreso del abuelo y del tío del trabajo no era algo temible, sino una pequeña fiesta.
Tuve que convertirme en adulto para adquirir la certeza de que aquel paraíso era el fruto del momento más afortunado de su vida —que iba a durar poco— y que lo hacían por mí, por el niño que no podía ser feliz en su casa.
Solo ahora me doy cuenta de lo joven que era entonces mi tío. Un muchacho que solo tenía dieciséis años cuando mi madre empezó a dejarme ir a pasar con ellos unos días, porque la situación en casa era demasiado tensa. A mí ya me parecía adulto, no solo porque iba a trabajar, sino porque se comportaba como un hombre, sobre todo por la manera en que enfatizaba las palabras, algo natural en el caso de los mayores, pero que en los más pequeños sonaba a imitación.
Conseguía quedarme en casa de mi tío Angelo tres o cuatro días, a veces hasta toda una semana laboral.
Siempre tenían que arrastrarme a la fuerza hasta mi casa.
Por aquel entonces mi tío trabajaba en la fábrica. Antes de salir de casa, o cuando volvía, jamás se olvidaba de darme un caramelo, pedacitos de madera cuadrados para que construyera algo o un tebeo.
También recuerdo cuando, años más tarde, empecé a no querer saber nada más de él, porque había traicionado la confianza ilimitada que había depositado en su persona.
Después comprendí que se trataba de una broma.
Me había pedido que apilara ordenadamente una gran cantidad de ladrillos que estaban al fondo del patio de la casa nueva. Me prometió que me daría una lira por cada ladrillo.
En aquella época se había convertido en socio de una constructora, y además de la casa nueva también tenía un Fiat 500.
La cuenta final, a una lira por ladrillo, era considerable. Los amontoné uno encima de otro, pegados entre sí, tres mil setecientos doce ladrillos en total. Aún recuerdo el número. Decidí redondear la cifra: tres mil setecientos. Le haría un «descuento».
No dijo que no me daría el dinero, pero empezó a tomarme el pelo, a preguntarme qué pensaba hacer con él. Se rio de mí con uno de sus obreros, un tipo que nunca me había gustado: se torturaba los dientes estropeados con un palillo que llevaba siempre en la boca y me llamaba «el señorito». Esa vez, incluso hizo un comentario sobre las «pretensiones del señorito».
Yo ya no era el niño que hasta hacía unos meses le pedía a su tío que lo llevara a las obras para estar con él y jugar en las habitaciones vacías de las casas en construcción.
A los once años la infancia puede terminar en apenas unos meses, y las traiciones que crees sufrir a veces las buscas o te las inventas para permitir que empiece una nueva edad.
La noticia de su muerte ha abierto las puertas al recuerdo. Imágenes de personas y lugares que ya no existen.
Recuerdos que se han agolpado en la mente de forma desordenada. Caras y escenas más precisas, como la de mi primo Giuseppe golpeándome con la pelota, otras confusas, imágenes de los campos, de la cocina y del establo.
Proceden de un tiempo lejano y diferente, de un silencio que me ha acompañado toda la vida.
Primera parte
1
Mi abuelo paterno, el dueño de la casa, hacía un alto en la taberna después de trabajar. A veces, hasta de un par de horas.
Y nosotros —mi primo Giuseppe y yo— habíamos aprendido a reconocer el motor de la Guzzi desde que entraba en la curva, a doscientos metros de casa. Oíamos cómo aceleraba cuando salía de ella y cómo frenaba antes de cruzar la verja de la avenida cuando había bebido de más. En ese caso, nos mirábamos antes de separarnos y salir corriendo a ocuparnos en algo —los deberes del colegio, arreglar el lecho de las vacas— para que no nos encontrara mano sobre mano, como dos haraganes.
Giuseppe era el hijo de mi tía Anna, que venía a vernos un par de veces al año y nos traía caramelos de colores a los niños y café y chocolate para todos. Mi tía vivía en la parte francesa de Suiza. Cuando nos visitaban los parientes que habían emigrado a Suiza, pero también a Bélgica o a Francia, nos traían azúcar, café y cigarrillos, como si todo fuera idéntico a cuando se habían marchado. Durante muchos años, incluso después de que las condiciones de vida en el lugar donde vivíamos hubieran llegado a ser mejores que las del destino al que habían emigrado huyendo de la miseria, no solo llegaban con la bolsa de los regalos comestibles, que a menudo eran de menor calidad que los que solíamos comprar, sino que se sorprendían de que tuviéramos lavadora, radiadores o un tostador de pan. Siempre tuve la impresión de que no estaban contentos.
Hacía algún tiempo que la tía Anna había dejado a su hijo en casa de sus padres, porque se había separado de su marido y tenía que trabajar.
Me doy cuenta de que no sé, y de que tampoco pregunté nunca, si eso tuvo lugar antes o después de la boda de mis padres, antes o después de que yo naciera. Sea como sea, sucedió en esa época. En lo que a mí respecta, Giuseppe siempre ha estado presente, desde el momento en que comienzan mis recuerdos.
Solo mucho más tarde comprendí que la vida que había llevado y llevaba la tía Anna era para su padre, el abuelo, motivo de vergüenza y rencor.
Ya desde la adolescencia, en el cuerpo de Anna ardía un fuego que se liberaba sensualmente con cada uno de sus movimientos. Tenía los labios carnosos, como si estuvieran siempre dispuestos a abrirse para besar, y una chispa morena centelleaba en el fondo de su mirada velada, obligando a los hombres a revelar su deseo. Seguían sus formas con ojos excitados, sin poder ocultar su apetito. A veces ni siquiera conseguían acallar una expresión obscena, y alargaban las manos para insinuar una caricia que, en cuanto rozaba su piel, se convertía en algo diferente, en una presión, en un anhelo de estrecharla.
Cuando en su casa pensaban que aún era una niña, Anna procuraba mirar apenas, y permanecía sentada sin moverse para rehuir aquellas miradas y atenciones que en un primer momento parecían avergonzarla solo a ella.
No sé si al principio su padre no se daba cuenta o si, por el contrario, le complacía. Llevaba a casa a sus amigos y se reía cuando uno de ellos —Anna ya era demasiado mayor para eso— sentaba a la niña en sus rodillas, sin dejar de bromear, pero excitándose mientras la abrazaba y la acariciaba. Bebían y hablaban de «negocios», que en realidad eran trueques y pequeños intercambios de alimentos o herramientas de trabajo. La madre de Anna, mi abuela, siempre fue una persona débil y asustadiza. A su manera, admiraba a esa hija suya que crecía deseada por todos, pero al mismo tiempo aquello la aterrorizaba. Vivía alarmada a todas horas, y lo único que sabía hacer era amenazarla augurándole que se convertiría en la puta del pueblo o, peor aún, que se quedaría embarazada de alguno que luego se negaría a «llevarse a casa la vaca y el ternero».
Conservar el pudor no le sirvió de nada: al cabo de unos años, todos decían que Anna era una descarada, una maliciosa que provocaba el deseo de los hombres del pueblo. Y así, aquellos mismos hombres se sentían libres de comportarse como si fuera cierto. Si se cruzaban con ella por la calle y lograban que se parase con una excusa cualquiera, le metían mano entre risas, atontados por la excitación, sin preocuparse de que alguien pudiera verlos. Algunos, cuando estaban seguros de que no había testigos, llegaban incluso más lejos, y trataban de que ella les tocara la entrepierna, guiándole la mano o abriéndose la bragueta y sacándose el pene.
Todo esto me lo contó ella misma, Anna, cuando estaba en el umbral de los cincuenta, un día en que probé a preguntarle por su padre para averiguar algo más sobre aquel hombre que durante mi infancia fue una fuente constante de inquietud y temor. Mi tía comprendió que yo ya era lo bastante mayor y, puesto que ya habíamos dado el primer paso en aquella relación de intimidad, cada vez que regresaba encontraba la manera de quedarse a solas conmigo y hablarme de su vida, sobre la que no había podido decir una palabra a nadie.
Me dijo que mi abuelo se había obsesionado con ella después de la pubertad. Primero la exhibía, pero después fue como si prefiriese que no existiera. A los dieciocho años no podía salir de casa, porque si lo hacía, después alguien le iba a su padre con el cuento, asegurándole que la había visto con fulano o mengano. A los veinte años la cosa empeoró. La abofeteaba y la insultaba cuando recordaba los comentarios que había oído en el trabajo o en la taberna, donde siempre había alguien que no se había percatado de su presencia, o que, aun sabiéndolo, decía obscenidades a propósito. Me dijo que aquello no era una vida, sino un infierno. Los hombres del pueblo, los vecinos, eran unos cerdos.
Me costaba creer que Marieto, Toio, Gusto, aquellos viejos atolondrados, charlatanes y mansos por debilidad, a los que conocía tan bien, fueran unos cerdos. Yo le preguntaba si estaba segura, y ella me respondía con una mirada que significaba que yo no conocía a los hombres.
Creo que, hasta cierto punto, era ella la que dirigía el juego. Porque ya no aguantaba más y porque le gustaba (no lo dijo, pero a pesar de que había transcurrido tanto tiempo, se le escapó una mirada demasiado elocuente). Por un momento tuve la impresión de que los despreciaba y de que su único poder radicaba en poderse vengar de aquel modo: viendo cómo revelaban su dese