Sin descanso (Buchanan 3)

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Jilly, la madre de Avery Elizabeth Delaney, estaba loca de remate. Afortunadamente se fue a quién sabe dónde sólo tres días después de que naciera Avery.

Avery se crió con su abuela Lola y su tía Carrie. Las tres generaciones de mujeres vivieron tranquila y modestamente en una casa de dos plantas de la calle Barnett, a sólo dos manzanas de la plaza de Sheldon Beach (Florida). El ambiente cambió radicalmente después de la marcha de Jilly. La casa de Lola dejó de ser un constante alboroto para convertirse en un remanso de paz. Carrie hasta aprendió de nuevo a reír, y durante cinco maravillosos años la vida fue casi idílica.

De todos modos, los años junto a Jilly habían pasado factura a la abuela Lola. Ésta no se había convertido en una verdadera madre hasta que casi era lo bastante mayor para tener la menopausia, y ahora se sentía vieja y cansada. El día en que Avery cumplió cinco años, Lola empezó a tener fuertes dolores en el pecho. Apenas consiguió colocar la guinda que coronaba el pastel de cumpleaños de la pequeña sin tener que sentarse un rato a descansar.

Lola no habló con nadie sobre su problema de salud y no fue a ver a su médico de Sheldon Beach porque no confiaba en que supiera mantener en secreto lo que le pudiera encontrar. Temía que se tomara la libertad de contárselo a Carrie. Por eso pidió hora de consulta con un cardiólogo de Savannah y condujo hasta allí para que la visitara.

Después de explorarla a fondo, su diagnóstico fue inexorable. Le recetó medicación para aliviarle el dolor y para ayudar a funcionar a su corazón, le aconsejó que bajara el ritmo y, con toda delicadeza, le sugirió que pusiera sus cosas en orden.

Lola hizo caso omiso de los consejos del médico. ¿Qué sabía aquel medicucho? Tal vez fuera cierto que ya tenía un pie en la tumba, pero por Dios que iba a mantener el otro firmemente asentado sobre la tierra. Tenía una nieta a quien criar, y no se iba a ir a ninguna parte hasta que cumpliera su cometido.

Lola era una experta en simular que todo iba bien. Había perfeccionado ese arte durante los turbulentos años en que intentó en vano controlar a Jilly. Cuando volvió a casa tras la visita médica, se había convencido a sí misma de que estaba más sana que una manzana.

Y así fueron las cosas.

La abuela Lola se negaba a hablar sobre Jilly, pero Avery quería saber cuanto pudiera sobre aquella mujer. Cuando la niña preguntaba algo acerca de su madre, su abuela fruncía el ceño y siempre le contestaba lo mismo: «Le deseamos lo mejor. Le deseamos lo mejor lejos de casa.» Y, antes de que Avery pudiera intentarlo de nuevo, cambiaba de tema. Pero aquello, por supuesto, no era una respuesta satisfactoria para una niña curiosa de cinco años.

La única forma que tenía Avery de averiguar alguna cosa sobre su madre era preguntándoselo a su tía. A Carrie le encantaba hablar sobre Jilly, y nunca se olvidaba de ninguna de las maldades que había hecho su hermana, las cuales, al parecer, ascendían a una cifra considerable.

Avery idolatraba a su tía. La encontraba la mujer más hermosa del mundo, y deseaba parecerse a ella más que a su mamá, que no era buena. Carrie tenía el cabello de un color idéntico al de la confitura de melocotón que hacía la abuela y los ojos más grises que azules, como el peludo gatito que Avery había visto en las ilustraciones de uno de sus cuentos favoritos. Carrie siempre estaba haciendo dieta para perder los nueve kilos que según ella le sobraban, pero Avery la encontraba perfecta tal y como estaba. Con casi un metro setenta de estatura, Carrie era alta y atractiva y, cuando se ponía uno de sus pasadores brillantes para retirarse el pelo de la cara mientras estudiaba o hacía las tareas domésticas, parecía una verdadera princesa. A Avery también le encantaba cómo olía su tía, a gardenias. Carrie le había dicho a Avery que aquélla era su fragancia personal, y Avery sabía que tenía que ser especial. Cuando Carrie se ausentaba de casa y Avery se sentía sola, la niña se colaba sigilosamente en el dormitorio de su tía y se rociaba brazos y piernas con aquel perfume tan especial para hacerse a la idea de que su tía estaba allí, en la habitación de al lado.

Pero lo que más le gustaba a Avery de su tía era que le hablaba como a una persona mayor. No la trataba igual que a un bebé, como hacía la abuela Lola. Cuando Carrie le hablaba sobre su mamá, que no era buena, siempre empezaba diciéndole con suma seriedad: «No voy a endulzar las cosas sólo porque seas pequeña. Tienes derecho a saber la verdad.»

Una semana antes de que Carrie se fuera a vivir a California, Avery entró en su dormitorio para ayudarle a hacer las maletas. No dejaba de importunarla, de modo que, cuando Carrie se hartó, sentó a su sobrina ante el tocador y le puso delante una caja de zapatos llena de bisutería. Había comprado aquellas chucherías en una subasta de objetos usados del barrio para entregárselas a Avery como regalo de despedida. La pequeña se quedó fascinada con aquellos resplandecientes tesoros e inmediatamente empezó a acicalarse delante del espejo.

—¿Por qué tienes que irte a California, Carrie? Se supone que deberías quedarte en casa con la abuela y conmigo.

Carrie se rió.

—¿«Se supone»?

—Eso es lo que dice Peyton que dice su mamá. Peyton dice que su mamá dice que ya has ido a la universidad y que ahora se supone que deberías quedarte en casa para cuidar de mí porque soy un demonio.

Peyton era la mejor amiga de Avery y, como era un año mayor que ella, ésta se creía a pies juntillas todo lo que ella decía. Carrie opinaba que la madre de Peyton, Harriet, era una entrometida, pero era amable con Avery, de modo que a veces Carrie toleraba que metiera las narices en los asuntos familiares.

Después de coger su jersey favorito, de angora y color azul pastel, y colocarlo dentro de la maleta, Carrie intentó explicarle por enésima vez a Avery por qué se iba.

—Me han dado esa beca, ¿recuerdas? Voy a hacer un máster, y creo que ya te he explicado por lo menos cinco veces por qué es importante que siga estudiando. Tengo que marcharme, Avery. Es una magnífica oportunidad para mí y, cuando haya montado mi propia empresa y me haga rica y famosa, tú y la abuela vendréis a vivir conmigo. Tendremos una mansión en Beverly Hills con sirvientes y una gran piscina.

—Pero entonces no podré seguir con mis clases de piano, y la señorita Burns dice que debo hacerlo «porque tengo oídos».

Puesto que la niña lo había dicho muy en serio, Carrie no se atrevió a reírse.

—Lo que dice es que tienes «buen oído» y eso significa que, si practicas, podrías ser buena. Pero puedes ir a clases de piano en California. Y allí también podrías seguir con tus clases de kárate.

—Pero a mí me gusta ir a kárate aquí. Sammy dice que cada vez lo hago mejor, pero ¿sabes una cosa, Carrie? Sé que la abuela le dijo a la mamá de Peyton que no le gusta que yo haga kárate. Dice que es poco femenino.

—Peor para ella —dijo Carrie—. Yo pago las clases y quiero que crezcas sabiendo defenderte.

—Pero ¿por qué? —preguntó Avery—. La mamá de Peyton también le preguntó a la abuela por qué.

—Porque no quiero que nadie te lo haga pasar mal ni te imponga su voluntad como Jilly solía hacer conmigo —contestó Carrie—. No vas a crecer con miedo. Y estoy segura de que en California hay magníficas escuelas de defensa personal con profesores tan buenos como Sammy.

—La mamá de Peyton dice que la abuela le dijo que Jilly se marchó para convertirse en una estrella de cine. ¿Tú también quieres ser una estrella de cine, Carrie?

—No, yo quiero montar una agencia y hacer muchísimo dinero. Yo convertiré en estrellas de cine a otras personas.

Avery se giró para mirarse en el espejo mientras se ponía un par de vistosos pendientes verdes de pedrería falsa. Luego desenredó el collar que iba a juego y se lo colocó alrededor del cuello.

—¿Y sabes qué más dice Peyton? —No esperó una respuesta—. Dice que su mamá dice que cuando Jilly me tuvo era lo bastante mayor como para saber lo que se hacía.

—Tiene razón —contestó Carrie. Extrajo de la cómoda el cajón de los calcetines, lo vació sobre la cama y empezó a emparejar calcetines—. Jilly ya tenía dieciocho años.

—¿Pero a qué se refiere la mamá de Peyton? ¿Qué es eso de que sabía lo que se hacía?

—Se refiere a que podría haber tomado precauciones.

A Carrie se le cayó el cajón al suelo. Lo recogió, lo colocó en la cómoda y continuó con la tarea de emparejar calcetines.

—Pero ¿y eso qué significa? —preguntó Avery. Estaba haciendo muecas delante del espejo mientras se ponía un segundo collar.

Carrie ignoró la pregunta. No quería enfrascarse en una larga exposición sobre el sexo y el control de natalidad. Avery era demasiado pequeña para esas cosas. Esperando desviar la atención de su sobrina, le dijo:

—¿Sabes una cosa? Tienes mucha suerte.

—¿Porque os tengo a ti y a la abuela para cuidarme porque soy un demonio?

—Es verdad —asintió Carrie—. Pero también tienes suerte porque Jilly no bebió como una cosaca ni tomó drogas ni pastillas para los nervios a puñados mientras te llevaba dentro. Si se hubiera metido en el cuerpo toda esa porquería durante el embarazo, tú habrías nacido con graves problemas.

—Peyton dice que su mamá dice que tengo suerte de haber nacido.

Irritada, Carrie observó:

—Parece que a la madre de Peyton le encanta hablar de Jilly, ¿no?

—Ya lo creo —contestó Avery—. ¿Son malas las pastillas esas?

—Sí, lo son —respondió Carrie—. Te pueden matar.

—Entonces..., ¿por qué las toma la gente?

—Porque es estúpida. Deja esas joyas y siéntate encima de la maleta para que la pueda cerrar.

Avery dejó cuidadosamente los pendientes y collares en la caja de zapatos y se subió a la cama de dosel.

—¿Me puedo quedar con esto? —preguntó mientras cogía un librito con tapas de vinilo azul.

—No, no puedes. Es mi diario —contestó Carrie.

Le quitó el librito de las manos a Avery y lo introdujo en uno de los bolsillos laterales de la maleta. Cerró la maleta y Avery se sentó encima inmediatamente. Luego Carrie, apoyándose con todo su peso, consiguió por fin encajar los cierres de seguridad.

Cuando Carrie estaba ayudando a su sobrina a bajarse de la cama, ésta le preguntó:

—¿Por qué preparas ahora el equipaje en vez de hacerlo la próxima semana? La abuela dice que estás haciendo las cosas al revés.

—Hacer el equipaje antes de pintar la habitación no es hacer las cosas al revés. Así, mis cosas no molestarán y podremos dejarlo todo listo en tu nueva habitación antes de que yo me marche. Mañana iremos a la tienda de pinturas para que elijas el color.

—Ya lo sé. Ya me habías dicho que me dejarías elegir el color.

—Eso es —contestó Carrie mientras dejaba la maleta junto a la puerta.

—¿Mi mamá, que no es buena, me odió cuando me vio?

Carrie se giró, vio la preocupación en el rostro de Avery y se puso furiosa inmediatamente. Incluso desde lejos, Jilly seguía haciendo sufrir a la familia. ¿No se iba a cansar nunca?

Carrie recordó, como si hubiera ocurrido el día anterior, la noche en que se enteró de que su hermana iba a tener un bebé.

Jilly había acabado el bachillerato una perfumada tarde de un viernes de mayo. Llegó a casa y estropeó la celebración anunciando que casi estaba de seis meses. Ya se le empezaba a notar.

Conmocionada por la noticia, Lola primero pensó en el apuro y la vergüenza que tendría que pasar la familia, pero luego recapacitó.

—Somos una familia —dijo—. Lo superaremos. Ya encontraremos la forma de salir adelante. Es lo correcto, ¿verdad, Carrie?

De pie junto a la mesa del comedor, Carrie cogió un cuchillo y se cortó un trozo de la tarta de hojaldre que Lola se había pasado toda la mañana preparando.

—Hoy en día hay que ser muy tonta para quedarse embarazada. ¿No has oído hablar sobre el control de la natalidad, Jilly, o es que eres completamente imbécil?

Jilly estaba apoyada en la pared, con los brazos cruzados, mirando fijamente a Carrie.

Lola, en un intento de evitar un intercambio de gritos entre sus hijas, se apresuró a terciar:

—No hace falta que te pongas sarcástica, Carrie. No queremos que Jilly se disguste.

—Querrás decir que tú no quieres que se disguste —le corrigió Carrie.

—Carrie, no me hables en ese tono.

Carrie, arrepentida, bajó la cabeza y depositó el trozo de tarta en un plato.

—Sí, mamá.

—Claro que pensé en el control de natalidad —contestó Jilly con brusquedad—. Fui a ver a un médico de Jacksonville para acabar con todo, pero se negó a hacerlo porque me dijo que el embarazo estaba demasiado avanzado.

Lola se dejó caer en una silla y se cubrió el rostro con las manos.

—Fuiste a un médico...

A Jilly había dejado de interesarle el tema. Entró en la sala de estar, se dejó caer en el sofá, cogió el mando a distancia y encendió el televisor.

—Tira la piedra y esconde la mano —murmuró Carrie—, y a nosotras nos deja los platos sucios. ¡Típico!

—No empieces, Carrie —le rogó Lola. Se frotó la frente como si pretendiera aliviarse un dolor de cabeza y luego dijo—: Jilly no siempre piensa detenidamente las cosas.

—¿Por qué iba a hacerlo? Te tiene a ti para que arregles todas sus faltas. Le has dejado salirse siempre con la suya, se lo has permitido absolutamente todo, salvo el asesinato, sólo porque no soportas sus arranques. Creo que, en el fondo, le tienes miedo.

—Eso es ridículo —se defendió Lola. Se levantó de la mesa y se dirigió a la cocina para fregar la vajilla—. Somos una familia y vamos a salir adelante —dijo en voz alta—. Y tú vas a ayudar, Carrie. Tu hermana necesita tu apoyo moral.

Carrie apretó los puños, frustrada. ¿Qué tenía que ocurrir para que su madre abriera los ojos y viera el monstruo del egoísmo que había criado? ¿Por qué no veía la verdad?

Carrie tenía un recuerdo horroroso del resto de aquel verano. Jilly siguió siendo la misma pesadilla absorbente de siempre, y su madre tuvo que desvivirse para satisfacer todos sus caprichos. Afortunadamente, Carrie encontró un trabajo para el verano en el bar-restaurante de Sammy, e hizo la máxima cantidad posible de horas extra para no tener que estar en casa.

Jilly se puso de parto a finales de agosto. Después de dar a luz en el hospital del condado, echó un breve vistazo a aquel bebé con la cara llena de manchas que no dejaba de retorcerse y que se lo había hecho pasar tan mal, y decidió que no quería ser madre. Ni entonces ni nunca. Si los médicos lo hubieran consentido, se habría extirpado el útero o hecho una ligadura de trompas aquel mismo día.

Lola arrastró a regañadientes a Carrie hasta el hospital para que viera a su hermana. Apenas habían puesto un pie en la habitación, cuando Jilly les comunicó que era demasiado joven y hermosa para tener que cargar con un bebé. Había todo un mundo esperándola fuera de Sheldon Beach, pero ningún hombre con dinero se fijaría en ella si iba con un mocoso en el regazo. No, ella no estaba hecha para la maternidad. Además, tenía todas sus ilusiones puestas en convertirse en una estrella de cine famosa. Empezaría coronándose Miss América. Les explicó que lo tenía todo planeado. Jactándose de ser mucho más guapa que aquellas vacas gordas que había visto por televisión desfilando en traje de baño, les aseguró que en cuanto el jurado la mirara bien le entregarían la corona.

—¡Dios mío! No te enteras de nada —murmuró Carrie—. ¿No sabes que no coronan a chicas que han tenido bebés?

—Tú sí que no te enteras, Carrie.

—¡Silencio! —ordenó Lola—. ¿Acaso queréis que os oigan las enfermeras?

—Me trae sin cuidado si nos oyen o no —dijo Jilly.

—Te he dicho que te calles —contestó Lola bruscamente—. Utiliza la cabeza, Jilly. Ahora eres madre.

—No quiero ser madre. Quiero ser una estrella —dijo Jilly levantando la voz.

Avergonzada, Lola estiró a Carrie del brazo para que entrara en la habitación y le pidió que cerrara la puerta. Llevaba en una mano la planta que le había traído a Jilly, y agarró el brazo de Carrie con la otra mano para que no se escabullera.

A Carrie le molestaba enormemente que su madre la obligara a apoyar a su hermana. Se arrimó a la puerta y miró a Jilly con dureza.

—En estos momentos, Jilly, me trae sin cuidado lo que tú quieras —susurró Lola, furiosa y con voz grave.

Su madre no solía utilizar aquel tono con Jilly. Carrie se animó y empezó a prestar atención a la conversación.

—Ya es hora de que seas responsable —dijo Lola. Su voz se fue haciendo más seria conforme se iba acercando a la cama—. Serás una buena madre, y Carrie y yo te ayudaremos a criar al bebé. Todo irá bien. Ya verás. Opino que deberías llamar al padre del bebé... —Las risas de Jilly la interrumpieron—. ¿Qué te hace tanta gracia?

—Tú, tú me haces gracia —respondió Jilly—. Ya tienes toda mi vida planificada, ¿verdad? Siempre intentando obligarme a que me comporte y actúe como tú crees que debería actuar. Pero la cuestión, querida madre, es que ya soy mayor. Tengo dieciocho años —le recordó—. Y haré lo que me salga de las narices.

—Pero, Jilly, el padre tiene derecho a saber que tiene una hija.

Arreglando la almohada bajo la cabeza, Jilly bostezó sonoramente.

—No sé quién es el padre. Podría ser el chico del instituto de Savannah, pero no puedo estar segura.

Lola soltó el brazo de Carrie.

—¿Qué quieres decir con eso de que no puedes estar segura? Me dijiste...

—Te mentí. ¿Quieres que te diga la verdad? Pues bien, te la diré. El padre puede ser cualquiera de una docena de hombres aparte del que te dije.

Lola movió repetidamente la cabeza de un lado a otro. Se negaba a creer a su hija:

—Deja de hablar de ese modo. Dime la verdad.

Carrie levantó la cabeza.

—¡Por Dios, Jilly!

A Jilly le encantaba sorprender a la gente y ser el centro de atención.

—Estoy diciendo la verdad. He perdido la cuenta de los hombres con quienes me he acostado. Es imposible saber quién es el padre. —Vio el disgusto en el rostro de su madre—. ¿Te he molestado? —preguntó Jilly, desmesuradamente complacida ante la posibilidad—. Los hombres me adoran —se jactó—. Harían todo lo que les pidiera sólo para complacerme. Me hacen regalos caros y también me dan dinero, que os he tenido que ocultar para que no os pusierais celosas y actuarais como estáis actuando ahora, como si fuerais unas santas. Me habríais quitado las joyas y el dinero, ¿verdad? Pero yo no os he dado la oportunidad. Soy mucho más lista de lo que crees, madre.

Lola cerró los ojos, intentando aguantarse las arcadas.

—¿Cuántos hombres han sido?

—¿Cómo lo voy a saber? ¿No me has oído? Te he dicho que he perdido la cuenta. Lo único que tenía que hacer era permitirles utilizar mi cuerpo durante un rato. Ellos me adoran y yo me dejo querer. Soy mucho más hermosa que todas las actrices de Hollywood juntas, y voy a ser más famosa que ellas. Esperad y veréis. Además, me gusta el sexo. Cuando lo haces bien, es agradable. Lo único que ocurre es que tú, madre, no entiendes a la mujer moderna. Eres vieja y estás seca por dentro. Probablemente ya ni te acuerdas de lo que es el sexo.

—Aceptar dinero a cambio de sexo. ¿Sabes en qué te convierte eso?

—En una mujer liberada —masculló Jilly.

Carrie avanzó, separándose de la puerta.

—No. Eso no te convierte en una mujer liberada, sino en una sucia putita, Jilly. Eso es lo único que serás en la vida.

—No tienes ni idea de lo que estoy hablando —gritó Jilly—. Los hombres no te desean como me desean a mí. Yo los vuelvo locos, y a ti ni siquiera te miran. Yo soy una mujer liberada y tú sólo estás celosa.

—Venga, mamá. Vámonos. —Carrie le tocó el hombro a su madre.

Hundiendo el rostro en la almohada, Jilly murmuró:

—Sí, marchaos. Tengo sueño. Marchaos y dejadme descansar.

Carrie tuvo que ayudar a Lola a llegar hasta el coche. Nunca había visto a su madre tan alterada, y aquello le asustó.

De vuelta a casa, Lola se pasó todo el camino mirando fijamente por la ventana.

—Tú siempre supiste cómo era e intentaste decírmelo, pero yo no te hice caso. He estado viviendo en la inopia, ¿verdad?

Carrie asintió.

—Hay algo que no funciona bien en Jilly. La maldad que tiene dentro va más allá de..., no es normal.

—¿La he convertido yo en eso? —preguntó Lola con expresión desconcertada—. Tu padre la consintió demasiado y, cuando él nos abandonó, yo también la mimé para que no se sintiera abandonada. ¿La he convertido yo en el monstruo que es?

—No lo sé.

Ninguna de las dos dijo nada más hasta que llegaron a casa. Carrie acercó el coche hasta la entrada, lo aparcó delante del garaje y apagó el motor. Estaba abriendo la puerta cuando Lola le cogió el brazo.

—Me sabe tan mal la forma en que te he tratado... —Empezó a llorar—. Eres tan buena chica, y yo no te he valorado durante todos estos años. Nuestras vidas han girado alrededor de Jilly, ¿verdad? Parece como si me hubiera pasado la mayor parte de sus dieciochos años intentando tranquilizarla... y contentarla. Quiero que sepas que estoy orgullosa de ti. Nunca te lo había dicho, ¿eh? Supongo que necesitaba vivir esta pesadilla para darme cuenta del tesoro que tengo en casa. Te quiero, Carrie.

Carrie no sabía qué responder. No lograba recordar la última vez que su madre le había dicho que la quería, o si se lo había dicho alguna vez. Se sentía como si acabara de ganar algún tipo de combate, pero no por méritos propios, sino por incomparecencia del adversario. La hija preferida, la niña de los ojos de mamá y de papá, había perdido todo su brillo, y como no quedaba nadie más, le habían dado a ella el trofeo.

Aquello no le bastaba.

—¿Qué vas a hacer con Jilly? —le preguntó Carrie a su madre.

—Voy a obligarla a hacer lo correcto. ¡No faltaría más!

Carrie se soltó bruscamente de su madre.

—Sigues sin entenderlo. No hará lo correcto. Tal vez no pueda. No sé. Está enferma, mamá.

Lola negó con la cabeza.

—Está demasiado consentida, pero yo puedo ayudarle a...

Carrie no le dejó acabar la frase.

—Sigues viviendo en el mundo de los sueños —murmuró. Salió del coche, cerró la puerta de un portazo y entró en la casa.

Lola la siguió hasta la cocina, cogió un delantal del colgador de madera y se lo ató a la cintura.

—¿Te acuerdas de lo que ocurrió cuando cumplí ocho años? —preguntó Carrie a su madre mientras cogía una silla de la mesa de la cocina y se sentaba en ella.

Intentando evitar el desagradable recuerdo, Lola no se giró.

—Ahora no, por favor. ¿Por qué no pones la mesa mientras preparo la cena?

—Me regalaste aquella muñeca Barbie que tanto deseaba.

—Carrie, no quiero hablar sobre eso ahora.

—Siéntate. Necesitamos recordarlo.

—Ocurrió hace mucho tiempo. ¿Por qué tienes que sacarlo otra vez?

Esta vez Carrie no estaba dispuesta a echarse atrás.

—Aquella noche fui a tu habitación.

—Carrie, no quiero...

—Siéntate. ¡Maldita sea! No puedes seguir viviendo así. Tienes que afrontar la realidad. Siéntate, mamá. —Le habría gustado agarrarla de los hombros y sacudirla para infundirle un poco de sentido común.

Lola se dio por vencida. Se sentó en otra silla enfrente de su hija y juntó las manos sobre el regazo con ademán remilgado.

—Recuerdo que tu padre se enfadó mucho al oír tus acusaciones. Y que Jilly lloraba. Despertaste a toda la casa aquella noche con tu insistencia.

—Ella quería mi muñeca —dijo Carrie—. Como no se la di, me amenazó con sacarme los ojos con las tijeras. Me desperté a media noche y ella estaba allí de pie con tus tijeras de coser en la mano. Tenía una sonrisa enfermiza en el rostro. Abría y cerraba las tijeras haciendo aquel horrible chasquido. Entonces levantó en el aire a mi nueva Barbie y vi lo que le había hecho. Le había sacado los ojos, mamá, y la sonrisa que tenía en el rostro... era tan horrible. Cuando yo estaba a punto de gritar, se inclinó hacia mí y me susurró al oído: «Ahora te toca a ti.»

—Eras demasiado pequeña para recordar qué ocurrió exactamente. Has exagerado aquel incidente sin importancia.

—En absoluto —contestó Carrie—. Así fue exactamente como ocurrió. Tú no viste su mirada, pero te aseguro que quería matarme. Si hubiera estado sola en casa, Jilly habría hecho conmigo lo que hubiera querido.

—No, no es verdad, ella sólo pretendía asustarte —insistió Lola—. Tu hermana no te haría daño, Jilly te quiere.

—Si papá y tú no hubierais estado allí, me habría atacado. Está loca, mamá. No me importa lo que le pueda ocurrir a ella, pero ahora hay un inocente bebé por medio. —Inspiró profundamente y luego lo soltó—: Creo que deberíamos animar a Jilly a dar el bebé en adopción.

Lola se escandalizó ante la propuesta.

—De ninguna manera —dijo al tiempo que golpeaba la mesa con la mano—. Ese bebé es tu sobrina y mi nieta, y no voy a permitir que se críe con unos desconocidos.

—Es su única esperanza de tener un buen futuro —alegó Carrie—. Ya tiene un importante punto en su contra por el hecho de tener a Jilly como madre. Lo único que espero es que lo que sea que funcione mal dentro de Jilly no sea genético.

—¡Válgame Dios! Lo único que le pasa a Jilly es que está demasiado acostumbrada a salirse con la suya. Hoy en día, hay muchas chicas que pierden el tiempo tonteando con hombres. No está bien —se apresuró a añadir—, pero entiendo por qué Jilly necesita que los hombres la quieran. Su padre la abandonó y ha estado intentando...

—¿Te has escuchado? —gritó Carrie—. Por un momento, por un solo momento, había tenido la sensación de que por fin empezabas a darte cuenta de cómo es Jilly, pero supongo que estaba equivocada. Nunca vas a abrir los ojos. Me has preguntado si tú la habías convertido en el monstruo que es, ¿recuerdas?

—Quería decir que su comportamiento ha sido monstruoso, pero ahora Jilly se ha convertido en madre. Cuando la vaya a buscar al hospital para traerla a casa con el bebé entrará en razón y hará lo correcto. Ya lo verás.

Era como hablar con una pared.

—¿Crees que el instinto maternal se va a apoderar de ella como por arte de magia?

—Sí, lo creo —contestó Lola—. Ya lo verás —repitió—. Jilly hará lo correcto.

Carrie se dio por vencida. Se fue a su habitación y no salió en toda la noche. Cuando se levantó a la mañana siguiente, se encontró una nota en la mesa de la cocina. Su madre se había ido a unos grandes almacenes a comprar una cuna, ropita de bebé y una silla de seguridad para el coche.

«El mundo de los sueños», murmuró Carrie.

El lunes por la mañana, Lola fue al hospital para recoger a Jilly y al bebé sin nombre. Carrie se negó a acompañarla. Le dijo que tenía que hacer el primer turno de la mañana en el bar-resaurante de Sammy y se fue de casa antes de que Lola pudiera cuestionar su decisión.

Jilly estaba esperando a su madre. Se había vestido y estaba delante del espejo del lavabo cepillándose el pelo. Hizo un gesto de adiós con la mano al bebé, que estaba llorando en el centro de la cama deshecha, donde lo había dejado sin ninguna delicadeza después de que la enfermera saliera de la habitación. Le dijo a Lola que se lo podía quedar o, si no lo quería, podía venderlo o regalarlo: no le importaba mucho lo que hiciera con él. Luego cogió la bolsa de mano y salió del hospital llevando debajo del sujetador el dinero que le había robado a su hermana y que ésta había estado ahorrando para costearse los estudios universitarios.

La retirada de fondos no se reflejó en la cuenta bancaria hasta dos semanas después. Carrie se puso furiosa. Le había costado mucho ahorrar aquel dinero y estaba decidida a recuperarlo. Intentó denunciar el robo a la policía, pero Lola no se lo permitió.

—Los asuntos familiares no deben salir de la familia —decretó.

Carrie acabó el bachillerato la primavera siguiente y aquel verano tuvo que compaginar dos empleos. Lola destinó parte de sus ahorros a ayudar a costear los estudios de Carrie, y ésta encontró un trabajo a media jornada en el campus universitario que también le ayudó a cubrir gastos. Cuando volvió a casa para las vacaciones de Navidad, apenas podía mirar al bebé de Jilly.

Sin embargo, Avery no era del tipo de bebés que permiten que los ignoren. Sólo tuvo que dedicarle un par de sonrisitas para que a Carrie se le cayera la baba. Cada vez que Carrie volvía a casa, el vínculo se iba afianzando. La pequeña adoraba a su tía y el sentimiento, aunque nunca se hablara abiertamente sobre él, era recíproco.

Avery era la niña más dulce e inteligente que Carrie había conocido, y su tía se acabó convirtiendo en todos los sentidos en su madre sustituta. Lo cierto era que tenía todo el instinto de protección de una madre. Habría hecho cualquier cosa para garantizar la seguridad de la pequeña.

Y allí estaban las dos, cinco años después, y Jilly todavía seguía haciendo sufrir a la familia.

—Carrie... ¿Ella me odiaba?

Carrie se obligó

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