El juego de las horas (Saga King y Maxwell 2)

Fragmento

Capítulo 1

1

El hombre de la gabardina, sudoroso, avanzaba un tanto encorvado y respiraba con dificultad. El peso extra que cargaba, si bien no era excesivo, estaba mal distribuido y el terreno era irregular. Nunca ha sido fácil acarrear un cadáver por el bosque en plena noche. Se lo pasó al hombro izquierdo y avanzó trabajosamente. Las suelas de los zapatos no dejaban marcas distintivas; tampoco es que importara mucho, dado que la lluvia borraría de inmediato todo rastro de pisadas. Había consultado el parte meteorológico; estaba allí precisamente por la lluvia. El tiempo inclemente era su mejor aliado en tales circunstancias. Aparte de por el cadáver envuelto sobre el fornido hombro, el hombre destacaba porque llevaba una capucha negra con un símbolo esotérico bordado: un círculo con un retículo en cruz en el medio. Es probable que muchas personas mayores de cincuenta años lo hubiesen reconocido, ya que en otra época ese símbolo había infundido terror, pero las nuevas generaciones lo desconocían. No obstante, él sentía una satisfacción macabra por aquel simbolismo letal.

En diez minutos alcanzó el punto que había seleccionado cuidadosamente en una visita anterior. Dejó el cadáver con una veneración que no delataba su muerte violenta. Respiró hondo y contuvo el aliento mientras desataba el cable telefónico que sujetaba el fardo y desenvolvió el plástico. Dos días atrás era joven y atractiva pero ahora no resultaba agradable de mirar. El cabello rubio y suave se le apartó de la piel verdusca y dejó al descubierto los ojos cerrados y las mejillas hinchadas. Si hubiera estado con los ojos abiertos quizás aún conservase la expresión de temor de la víctima que toma conciencia de su propia muerte, experiencia que se repetía aproximadamente unas treinta mil veces cada año en Estados Unidos.

Quitó todo el plástico y colocó el cuerpo boca arriba. Acto seguido exhaló un suspiro, contuvo las náuseas debido al hedor del cadáver y volvió a llenarse los pulmones de aire. Con una mano enguantada y la linterna buscó la pequeña rama ahorquillada que había dejado antes en una zarza cercana. La encontró y sostuvo con ella el antebrazo de la mujer apuntando al cielo. El rigor mortis, aunque iba desvaneciéndose rápidamente, le dificultó la tarea, pero él era fuerte y, haciendo palanca, logró situar la rígida extremidad en el ángulo correcto. Extrajo el reloj del bolsillo, lo iluminó con la linterna para comprobar que marcaba la hora correcta y se lo colocó a la mujer en la muñeca.

Aunque no era ni mucho menos un hombre religioso, se arrodilló ante el cadáver y murmuró una breve oración. La mujer se lo merecía, pensó.

—La culpa no fue tuya directamente, pero eras la única que tenía a mano. No has muerto en vano. Y creo que en realidad ahora estás mejor. —¿Realmente se creía aquellas palabras? Quizá no. O tal vez no importara.

Observó el rostro de la difunta minuciosamente, como un entomólogo al contemplar un insecto especialmente fascinante. Era la primera persona a la que mataba. Lo había hecho con rapidez y, esperaba, sin causar dolor. En la noche neblinosa y opaca, la mujer parecía rodeada de un resplandor amarillento, como si ya se hubiera convertido en un espíritu.

Se apartó un poco y peinó la zona circundante, para asegurarse de que no había dejado ninguna pista. Sólo encontró un trocito de tela de la capucha enganchado en un arbusto cerca de donde yacía el cadáver. «Menudo descuido; no puedes permitírtelo.» Se lo guardó en el bolsillo. Dedicó unos minutos más a buscar cualquier otra cosa que pudiese inculparlo.

En el ámbito de la investigación criminal, esas pequeñas cosas «que sólo ve el forense» eran lo que acababa con uno. Una sola gota de sangre, semen o saliva, una huella dactilar emborronada, un folículo piloso que pudiese dar una información sobre el ADN y la policía ya estaba leyéndote tus derechos mientras los fiscales se abalanzaban a tu alrededor. No obstante, incluso el ser perfectamente consciente de ello ofrecía poca protección. Todo criminal, por cuidadoso que fuera, dejaba material potencialmente inculpatorio en la escena del crimen. Por consiguiente, se había guardado de no mantener ningún contacto físico directo con la víctima, como si fuera un agente infeccioso capaz de transmitirle una enfermedad mortal. Ella constituía una plaga, igual que las que eran como ella. A su manera, mataban a miles. De hecho había salvado muchas vidas sacándola de la circulación.

Enrolló el plástico y se guardó el cable de teléfono en el bolsillo, volvió a echar un vistazo al reloj y luego regresó lentamente a su coche. El cadáver quedó solo, con el brazo levantado hacia el cielo lloroso. El reloj brillaba ligeramente en la oscuridad, una especie de faro amortiguado de la última morada de aquella mujer. No tardarían en descubrirla. Los cadáveres insepultos eran fáciles de encontrar, incluso en lugares tan aislados como aquél.

Mientras se alejaba en el coche recorrió con el dedo el símbolo de la capucha, trazando la señal de la cruz. El mismo símbolo del retículo en cruz aparecía en la esfera del reloj que le había colocado a la mujer en la muñeca. «Sin duda esto los mosqueará.» Respiró hondo, emocionado y asustado a la vez. Durante años había pensado que ese día nunca llegaría. Durante años no había sabido armarse de valor. Pero ahora que había dado el primer paso le embargaba una sensación de poder y liberación.

Puso la tercera y aceleró, los neumáticos se agarraban a la calzada resbaladiza y mantenían la estabilidad del coche mientras la oscuridad engullía las luces de su Volkswagen azul. Quería llegar a su destino lo antes posible.

Tenía que escribir una carta.

Capítulo 2

2

Michelle Maxwell reanudó la marcha. Había terminado la parte llana de su recorrido por las colinas de los alrededores de Wrightsburg, al suroeste de Charlottesville (Virginia); a partir de ese punto el terreno era mucho más empinado. Había sido remera olímpica antes de pasar nueve años en el servicio secreto. Por consiguiente, aquella mujer de casi uno ochenta de estatura estaba en perfecta forma física. Sin embargo, un sistema de altas presiones situado sobre la zona media del Atlántico hacía que ese día de primavera resultara inusitadamente húmedo, por lo que sus músculos y pulmones habían empezado a resentirse. Tras recorrer un cuarto del camino se había recogido la media melena negra en una coleta, pero algunos mechones rebeldes seguían molestándole en la cara.

Había dejado el servicio secreto para fundar una agencia de investigación privada en aquella pequeña ciudad de Virginia, asociándose con otro ex agente, Sean King. Éste había dejado el servicio secreto en circunstancias poco claras, pero se había convertido en abogado y forjado una nueva vida en Wrightsburg. No se habían conocido trabajando para el Tío Sam, sino a raíz de que el año anterior King se había visto involucrado en un caso de asesinatos en la localidad. Tras resolver el caso satisfactoriamente y obtener cierta fama gracias a ello, Michelle le propuso abrir la agencia y King aceptó a regañadientes. Gracias a la fama obtenida en el caso anterior y a sus buenas artes investigadoras, la agencia tuvo éxito de inmediato. Sin embargo, actualmente estaban inmersos en un período de calma que Michelle agradecía. Ir de acampada o correr un maratón le satisfacía tanto como apresar a falsificadores o echarle el guante a un espía industrial.

El bosque estaba en silencio a excepción del rumor de las ramas provocado por la húmeda brisa. Sin embargo, el crujido repentino de unas ramas de árbol llamó la atención de Michelle. Le habían dicho que por esa zona a veces merodeaban osos negros; no obstante, si se encontraba un animal era más probable que fuese un ciervo, una ardilla o un zorro. No le dio mayor importancia, aunque le tranquilizaba el hecho de llevar su pistola junto a la riñonera. Como agente del servicio secreto nunca había ido a ningún sitio sin su arma, ni siquiera al lavabo. Nunca sabías cuándo podías necesitar la Sig de 9 mm y catorce balas.

Al cabo de unos instantes otro sonido la puso en guardia: alguien corriendo. En su época del servicio secreto había oído muchos tipos de pies que corrían. La mayoría eran inofensivos, pero otros revelaban un objetivo inquietante: sigilo, ataque o pánico. No estaba segura de cómo clasificar éstos: buenos, malos o torpes. Aminoró un poco el paso protegiéndose los ojos con la mano del sol que se filtraba por entre las copas de los árboles. Durante unos segundos el silencio fue total y luego volvió a oír los pies corriendo, más cerca. Bueno, no eran los pasos medidos de alguien haciendo footing. Había un toque de temor, de pánico, en las zancadas apresuradas e irregulares. A su izquierda, parecía, pero no estaba segura. Allí el sonido tendía a engañar.

—¡Hola! —gritó al tiempo que extraía la pistola.

No esperaba respuesta y no la recibió. Amartilló el arma pero dejó el seguro puesto. Igual que con unas tijeras, no era recomendable correr con un arma sin el seguro puesto. Seguía oyendo los sonidos; sin duda se trataba de pasos humanos. Miró hacia atrás; podía tratarse de una emboscada. Quizás actuaran en pareja, uno para llamar la atención mientras el otro se abalanzaba por la espalda. Bueno, si así era se arrepentirían de haberla elegido.

Se detuvo y localizó el sonido; provenía de su derecha, más allá del montículo que tenía justo delante. La respiración sonaba acelerada; el roce de las piernas y el aplastamiento de la maleza parecía frenético. En unos segundos quienquiera que fuera tendría que salvar el risco de tierra y roca.

Michelle quitó el seguro del arma y se apostó detrás de un grueso roble. Era de esperar que se tratara de otro deportista y que ni siquiera advirtiera su presencia. Por encima del montículo vio tierra y guijarros que salían disparados, lo cual anunciaba la llegada del causante de toda aquella conmoción. Michelle se preparó, aferró la pistola con ambas manos, dispuesta, en caso necesario, a disparar una bala entre las cejas de quien fuera.

Un joven apareció en lo alto del montículo, quedó suspendido en el aire unos instantes y rodó por la pendiente soltando un grito. Antes de que llegara abajo apareció otro joven, un poco mayor, pero se paró a tiempo y bajó deslizándose con el trasero.

Michelle podría haber pensado que estaban jugando de no ser por la expresión de terror que llevaban grabada en el rostro. El más joven sollozaba y tenía la cara surcada de lágrimas y tierra. El mayor lo ayudó a levantarse y echaron a correr; ambos tenían la cara enrojecida por la agitación.

Michelle enfundó la pistola, salió de detrás del árbol y levantó la mano.

—¡Chicos, deteneos!

Los jóvenes se asustaron aún más y echaron a correr en direcciones distintas. Ella intentó alcanzar a uno, pero se le escapó.

—¿Qué ocurre? —gritó—. ¡Quiero ayudaros!

Se planteó seguirlos haciendo un sprint pero, a pesar de haber sido atleta olímpica, no estaba segura de poder alcanzar a dos muchachos cuyos pies parecían propulsados a reacción por un susto tremendo. Se dio la vuelta y miró hacia lo alto del montículo. ¿Qué les había asustado tanto? Mejor dicho, ¿quién les había asustado? Volvió a mirar en la dirección de los jóvenes que huían. Se giró y subió con cuidado hacia donde habían aparecido los chicos. Podía utilizar el móvil para pedir ayuda, pero primero inspeccionaría el terreno. No quería llamar a la policía y que resultara que el motivo del susto era un oso.

En lo alto del montículo encontró el sendero por el que habían venido. Recorrió el caminito marcado de modo irregular por su huida frenética. Discurría a lo largo de unos treinta metros hasta un pequeño claro. Desde allí el sendero se difuminaba, pero entonces vio el trozo de tela colgado de la rama baja de un cornejo y se internó por allí. Al cabo de unos quince metros llegó a otro claro, mayor que el anterior, donde habían apagado una hoguera.

Se preguntó si los chicos habían acampado allí y les había asustado algún animal. No obstante, no llevaban material de acampada encima y en el claro no había nada. Además, la fogata no parecía tan reciente. «Aquí pasa algo.»

La dirección del viento cambió e hizo que el olor le inundase la nariz. Sintió náuseas. Había olido ese hedor inconfundible otras veces.

Era carne putrefacta. Carne humana.

Se tapó la boca y la nariz con su camiseta sin mangas, era preferible respirar el olor de su sudor antes que el hedor repugnante de un cadáver en descomposición. Recorrió el perímetro del claro. Lo encontró en los ciento veinte grados de su brújula mental. La mano sobresalía en el matorral que recorría el linde del claro, como si el cuerpo saludara, o se despidiera en este caso. Michelle advirtió que la piel verdusca del brazo se estaba desprendiendo. Se colocó rápidamente de espaldas al viento y respiró hondo.

Recorrió el cadáver con la mirada sin dejar de tener el arma preparada. Si bien el hedor del cadáver, el descoloramiento y el desprendimiento de la piel indicaban que la mujer llevaba muerta algún tiempo, podían haberla dejado allí hacía poco y quizás el asesino estuviera cerca. Michelle no tenía ninguna gana de correr la misma suerte que aquella desdichada.

El sol hacía brillar algo en la muñeca de la mujer. Michelle se acercó y vio que se trataba de un reloj. Miró la hora en el suyo: las dos y media. Se puso en cuclillas y llamó a la policía para informar de su hallazgo. Acto seguido llamó a Sean King.

—¿La reconoces? —preguntó él.

—No la reconocería ni su madre, Sean.

—Voy para allá. Entretanto ten cuidado. Quienquiera que lo haya hecho podría regresar para admirar su obra. Por cierto, Michelle...

—¿Sí?

—¿No podrías correr en la cinta de algún gimnasio y no en el bosque?

Ella colgó, se colocó lo más lejos posible del cadáver sin perderlo de vista y se mantuvo alerta. El día agradable y la carrera en la que tantas endorfinas había liberado habían adoptado un tono sombrío.

Qué curioso que un asesinato tuviera ese efecto.

Capítulo 3

3

En el pequeño claro había una actividad considerable. La policía acordonó una zona amplia con cinta amarilla entrelazada entre los árboles. Dos funcionarios forenses buscaban pistas alrededor de la escena del crimen, analizando cosas que parecían demasiado pequeñas para resultar significativas. Otros se inclinaban sobre el cadáver de la mujer, mientras los demás rastreaban entre los árboles y sotobosque circundantes en busca de pistas así como de huellas del criminal. Un agente uniformado fotografió y grabó en vídeo toda la escena. Todos los policías llevaban mascarilla para amortiguar el hedor y, no obstante, uno tras otro se turnaban para ir a vomitar al bosque.

Todo presentaba un aspecto muy eficiente y profesional, pero estaba claro que el malo les llevaba ventaja a los buenos. No encontraban absolutamente nada.

Michelle se mantenía a una distancia prudencial, observando. A su lado estaba Sean King, su socio en la agencia Investigaciones King & Maxwell. King rondaba los cuarenta, medía ocho centímetros más que Michelle y llevaba el pelo corto y encanecido en las sienes. Era esbelto y ancho de hombros pero tenía las rodillas flojas y un hombro tocado, una bala se lo había desgarrado años atrás durante una redada como agente del servicio secreto. También había sido oficial de policía voluntario en Wrightsburg, pero al final había decidido abandonar los cuerpos de seguridad para el resto de sus días.

Sean King había sufrido varias tragedias a lo largo de su vida: un final vergonzoso de su carrera en el servicio secreto después de que un candidato al que debía proteger fuera asesinado delante de sus narices; un divorcio complicado y enconado; y más recientemente un complot para incriminarle en una serie de asesinatos perpetrados en la localidad que había sacado a relucir los detalles más dolorosos de sus últimos días como agente federal. Estos sucesos lo habían convertido en un hombre muy cauto, receloso de todos, por lo menos hasta que Michelle Maxwell irrumpió en su vida. Aunque su relación se había iniciado en un terreno muy resbaladizo, ahora era la única persona en la que confiaba a ciegas.

Michelle Maxwell había empezado con buen pie: terminó la carrera en tres años, ganó una medalla de plata olímpica en remo y se convirtió en agente de policía en su Tennessee natal antes de ingresar en el servicio secreto. Al igual que King, su salida de la agencia federal no había sido agradable: había perdido a un protegido por culpa de un ingenioso secuestro. Era la primera vez en su vida que fracasaba en algo y ese desastre casi la había destruido. Cuando conoció a King, éste le había caído mal. Ahora, como socio, lo apreciaba por lo que era: la mejor mente investigadora con la que jamás había trabajado. Y su mejor amigo.

Sin embargo, eran completamente opuestos. Mientras que a Michelle le encantaba el subidón de adrenalina y llevar su cuerpo al límite con actividades físicas que sacaran el máximo rendimiento de su capacidad pulmonar y sus extremidades, King prefería pasar sus ratos de ocio buscando buenos vinos para su bodega, comprando obras de artistas locales, leyendo buenos libros, navegando y pescando en el lago a la orilla del cual estaba su casa. Era un hombre introspectivo por naturaleza, le gustaba analizar las cosas antes de actuar. Michelle tendía a moverse a la velocidad del rayo, cayera quien cayese. En cierto modo aquella asociación entre una supernova y un glaciar estable había sido fructífera.

—¿Han encontrado a los chicos? —le preguntó Michelle.

—Sí. Creo que estaban profundamente traumatizados.

—¿Sólo traumatizados? Probablemente necesiten terapia hasta su mayoría de edad.

Michelle ya había respondido a las preguntas de Todd Williams, el jefe de la policía local, a quien el pelo se le había encanecido desde el primer caso de King y Maxwell en Wrightsburg. Ahora iba y venía por la escena del crimen con una expresión resignada, como si fuera de esperar que se produjeran asesinatos y carnicerías en su pequeña jurisdicción.

Michelle observó a una pelirroja esbelta y atractiva de treinta y muchos años que, portando un maletín negro, se acercaba al cadáver para examinarlo.

—Es la forense suplente del condado —explicó King—. Sylvia Diaz.

—¿Diaz? Yo diría que se parece a Maureen O’Hara.

—Su marido era George Diaz, un afamado cirujano de esta zona. Murió atropellado por un coche hace varios años. Sylvia era profesora de patología forense en la Universidad de Virginia. Ahora ejerce a nivel privado.

—Y hace suplencias como médica forense. Una mujer muy ocupada. ¿Tiene hijos?

—No. Supongo que vive entregada a su trabajo —contestó King.

Michelle se llevó la mano a la nariz puesto que el viento había vuelto a cambiar y arrastraba el hedor del cadáver directamente hacia ellos.

—Menuda vida —dijo ella—. Dios mío, ni siquiera lleva mascarilla mientras yo estoy aquí y este pestazo casi me tumba.

Al cabo de veinte minutos Diaz se incorporó, habló con un oficial, se quitó los guantes y empezó a tomar fotos del cadáver y el área circundante. Una vez hubo acabado y cuando se disponía a marcharse, vio a King. Sonrió y se dirigió hacia ellos.

—¿Se te ha olvidado decirme que salisteis juntos? —susurró Michelle.

King la miró sorprendido.

—Salimos algunas veces hace tiempo. ¿Cómo lo sabes?

—Después de estar al lado de un cadáver no te sale esa sonrisa porque sí.

—Una observación muy astuta. Pero sé amable. Sylvia es una gran mujer.

—No me cabe la menor duda, pero ahórrame los detalles, Sean.

—Descuida, nunca los escucharás mientras quede algo de aliento en mi cuerpo.

—Ya. Te estás comportando como el típico caballero virginiano.

—Es que no quiero que me critiquen.

Capítulo 4

4

Sylvia Diaz le dio un abrazo a King que, según Michelle, iba más allá de la condición de viejos «amigos». A continuación él presentó a las dos mujeres.

La forense observó a Michelle de un modo que a ésta le pareció hostil.

—Hace tiempo que no te veo, Sean —dijo Sylvia volviéndose hacia él.

—Tuvimos una avalancha de trabajo, pero ahora la cosa se ha tranquilizado.

—Bien —intervino Michelle—, ¿sabemos ya la causa de la muerte?

—No es un tema que pueda hablar con vosotros —respondió Sylvia.

—Lo pregunto —dijo Michelle con fingida inocencia— porque resulta que fui una de las primeras en descubrir el cadáver. Supongo que no lo sabrás a ciencia cierta hasta que practiques la autopsia.

—Harás la autopsia, ¿verdad? —preguntó King.

—Sí, aunque antes los casos de muertes sospechosas se enviaban a Roanoke.

—¿Ahora ya no? —inquirió Michelle.

—Había cuatro centros autorizados para practicar autopsias en el Estado: Fairfax, Richmond, Tidewater y Roanoke. Sin embargo, gracias a la generosidad de John Poindexter, un hombre muy rico que también fue presidente de la Asamblea Legislativa del Estado, ahora contamos con un centro forense autorizado.

—Un depósito de cadáveres, menuda donación —comentó Michelle.

—Hace años asesinaron aquí a la hija de Poindexter. Wrightsburg se encuentra justo en la línea jurisdiccional entre la oficina del forense de Richmond y la oficina de Roanoke. Por eso hubo controversia sobre dónde se practicaría la autopsia. Al final ganó Roanoke, pero durante el traslado del cadáver el vehículo tuvo un accidente y se perdieron o estropearon pruebas de vital importancia. Por consiguiente, nunca encontraron al asesino de la joven y, como podéis imaginar, su padre no quedó demasiado contento. Al morir dejó dinero en su testamento para construir un centro de vanguardia. —Sylvia lanzó una mirada al cadáver por encima del hombro—. Pero incluso con un centro de vanguardia, descubrir la causa de esta muerte resultará peliagudo.

—¿Cuánto tiempo lleva muerta? —preguntó King.

—Averiguarlo depende de factores individuales, medioambientales y del grado de descomposición. Con alguien muerto hace tanto tiempo, la autopsia puede darnos una idea aproximada, pero nada más.

—Veo que le han mordido algunos dedos —dijo King.

—Animales, seguro —repuso Sylvia—, pero de todos modos debería haber más indicios de la agresión. Estamos intentando conseguir algún tipo de identificación.

—¿Qué crees que significa la mano puesta de ese modo? —preguntó King.

—Me temo que eso tienen que decirlo los investigadores. Yo me limito a decirles cómo murió la víctima y durante la autopsia analizar elementos que puedan resultar útiles. Ya jugué a Sherlock Holmes cuando empecé en esto, pero enseguida me pusieron en mi lugar.

—No tiene nada de malo utilizar tu conocimiento especializado para ayudar a resolver un crimen —comentó Michelle.

—Eso sería lo más lógico, sí. —Hizo una pausa antes de añadir—: Puedo deciros que el brazo está apuntalado por el palo y que se hizo a propósito, pero no se me ocurre nada más. —Se volvió hacia King—. Me alegro de verte, aunque haya sido en estas circunstancias. —Le tendió la mano a Michelle, quien se la estrechó.

Mientras la mujer se alejaba, Michelle dijo:

—Así pues, salisteis juntos.

—Sí. Hace más de un año que lo dejamos.

—Pues me parece que ella no se ha enterado.

—Muy perspicaz. A lo mejor hasta sabes leerme la mano. ¿Podemos marcharnos? ¿O quieres acabar tu footing?

—Ya he tenido suficiente estímulo por hoy.

Cuando pasaron cerca del cadáver, King observó la mano, que seguía apuntando al cielo. Arrugó el entrecejo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Michelle.

—El reloj.

Ella le echó un vistazo y comprobó que marcaba la una en punto, y no parecía estar funcionando.

—¿Qué le pasa?

—Michelle, es un reloj Zodiac.

—¿Zodiac?

—Algo me dice que volveremos a tener noticias de este asesino.

Capítulo 5

5

Hacía tiempo que aquel risco aislado que daba a uno de los muchos canales del lago Cardinal, de cincuenta kilómetros de largo, era uno de los puntos de reunión preferidos de los adolescentes de Wrightsburg para llevar a cabo diversas actividades que no serían del agrado de sus padres. Aquella noche oscura, lluviosa y con un viento que sacudía las ramas, sólo había un coche estacionado en la zona pero, de todos modos, sus ocupantes estaban en plena faena.

La chica ya estaba desnuda; el vestido y la ropa interior se encontraban, perfectamente doblados, en el asiento trasero, al lado de los zapatos. El joven estaba intentando quitarse la camiseta por la cabeza mientras la chica le desabrochaba los pantalones; era difícil en aquel reducido espacio. La camiseta por fin salió, a la vez que los pantalones y los calzoncillos que le bajó la anhelante joven, cuya principal virtud no era precisamente la paciencia.

Él se deslizó hacia la parte media del asiento delantero tras ponerse un condón, y ella se le sentó a horcajadas, de cara a él. Los cristales del coche se habían empañado. Él miró el parabrisas más allá del hombro de ella, aceleró la respiración y entrecerró los ojos. Era su primera vez pero su compañera parecía bastante experimentada. Él llevaba dos años soñando con aquel momento y sus hormonas habían alcanzado niveles de absoluta agonía. Sonrió mientras ella gemía y se estremecía encima de él.

Entonces abrió los ojos y dejó de sonreír.

Una silueta encapuchada le devolvía la mirada desde el otro lado del parabrisas. A través de la condensación que cubría el cristal vio la boca del cañón de una escopeta. Intentó quitarse a la chica de encima, con la idea instintiva de poner el coche en marcha y largarse de allí. No lo consiguió. El cristal implosionó y el impacto de la perdigonada en la espalda de la chica la arrojó contra él, protegiéndolo involuntariamente. De todos modos, el choque le rompió la nariz y estuvo a punto de dejarle sin sentido. Empapado de la sangre de ella pero sin tener ninguna herida grave, se apretó el cadáver contra el pecho como si fuera un escudo capaz de protegerle de aquel psicópata. Quería gritar pero no podía. Apartó a la chica para alcanzar el asiento del conductor con movimientos torpes y aturdidos. ¿Le había disparado? No lo sabía porque estaba conmocionado, atemorizado como nunca antes en su vida.

Giró la llave en el contacto cuando la portezuela de su lado se abrió y se encontró de nuevo con aquella capucha negra. Impotente, vio cómo la boca de la escopeta se deslizaba hacia él como una serpiente mortífera. El chico empezó a suplicar y llorar mientras la sangre le manaba por la nariz rota. Retrocedió hasta chocar contra el cadáver de la chica.

—¡Por favor! —rogó—. ¡No, Dios mío, no!

Los nueve perdigones le alcanzaron en la cabeza con la fuerza de un martillo gigantesco y cayó contra la joven muerta, a la cual no se le notaba nada por delante, pero tenía la espalda destrozada. Viéndola allí tumbada de espaldas no se sabía qué la había matado. El caso de su novio era más obvio puesto que se había quedado sin cara.

El asesino dejó la escopeta contra el coche y alargó la mano. Colocó un reloj en la muñeca del chico y apoyó el brazo en el salpicadero. Luego palpó el reloj que llevaba la chica. A continuación le quitó el anillo barato de amatista y se lo guardó en un bolsillo. Al joven le arrancó una medalla de San Cristóbal que llevaba colgada del cuello y también se la metió en el bolsillo.

—Lo siento —le dijo al chico—, no eras culpable directo pero sí parte del pecado original. No has muerto en vano. Has reparado un daño que requería ser subsanado. Consuélate con eso.

No se molestó en decirle nada a la chica. Extrajo un objeto del bolsillo y lo dejó en el suelo del coche, cerró la puerta y se largó. Cuando la lluvia entró por el parabrisas hecho añicos, los dos jóvenes desnudos parecían estar aferrados el uno al otro. En el suelo yacía el objeto que el asesino había dejado.

Un collar de perro.

Capítulo 6

6

El jefe Williams se pasó por la agencia de King & Maxwell, situada en un edificio de dos plantas de obra vista en pleno centro de la pequeña pero elegante ciudad de Wrightsburg. Anteriormente esa oficina había alojado el bufete de abogados de King.

El jefe se sentó y puso la gorra encima de las rodillas. Con los ojos hinchados y los rasgos tensos informó a King y Michelle del truculento doble homicidio.

—Dejé la policía de Norfolk para no tener que enfrentarme a esta clase de pesadilla —se lamentó luego—. Mi ex mujer insistió en que nos mudáramos aquí para vivir tranquilos. ¡Maldita sea, qué equivocada estaba! ¡No me extraña que nos divorciásemos!

King le dio una taza de café y luego se sentó frente a él. Michelle lo hizo en el brazo del sofá de cuero.

—Esperad a que los periódicos se enteren de esto —prosiguió el jefe—. Y pobre Sylvia. Acababa de terminar la autopsia de aquella mujer y le cayeron dos más.

—¿Quiénes eran? —preguntó King.

—Estudiantes del instituto de Wrightsburg. Steve Canney y Janice Pembroke. A ella le dispararon por la espalda; él se llevó todo el impacto en la cara. Perdigones. Abrir la puerta de ese coche me ha costado el desayuno. Tendré pesadillas durante meses.

—¿Testigos?

—No que sepamos. Fue una noche lluviosa. Las únicas rodadas eran las de sus neumáticos.

—Cierto, estaba lloviendo —dijo Michelle—. Si no había más señales de neumáticos, el asesino debió de llegar al coche andando. ¿No encontrasteis huellas?

—El terreno estaba empapado. Había un dedo de agua sanguinolenta en el suelo del coche. Steve Canney era uno de los chicos más queridos del instituto, una estrella del rugby, ya sabes.

—¿Y la chica? —preguntó Michelle.

Williams vaciló.

—Janice Pembroke tenía cierta fama entre los chicos...

—¿De chica fácil? —sugirió King.

—Sí, eso.

—¿Se llevaron algo? ¿Podría tratarse de un robo?

—No es probable, aunque faltaban dos cosas: un anillo barato que Pembroke solía llevar y la medalla de san Cristóbal de Canney. No sabemos si el asesino se las llevó.

—Has dicho que Sylvia ha acabado las autopsias. Supongo que estabas presente.

Williams hizo una mueca.

—Tuve una pequeña indisposición en mitad de la autopsia de la mujer y del bosque hube de marcharme. Espero el informe de Sylvia —añadió—. No dispongo de ningún especialista en homicidios, por lo que he pensado que no sería mala idea pediros que os estrujéis un poco el cerebro.

—¿Alguna pista? —preguntó Michelle.

—No del primer asesinato. Y todavía no la hemos identificado, estamos cotejando sus huellas dactilares. También hemos hecho un retrato robot por ordenador y lo hemos distribuido.

—¿Algún motivo para creer que los asesinatos están relacionados? —inquirió Michelle.

Williams negó con la cabeza.

—Tal vez Pembroke y Canney estuvieran implicados en algún triángulo amoroso. Hoy en día la juventud se mata por nada y ni se inmuta. Es por culpa de toda esa violencia que ven por la tele.

King y Michelle cambiaron una mirada.

—En el primer asesinato el homicida o bien atrajo a la mujer al bosque o la obligó a acompañarle —dijo King—. O la mató en otro sitio y luego la llevó al bosque.

Michelle asintió y observó:

—Si es la última opción, entonces se trata de un hombre fornido. En cuanto a los adolescentes, quizá les siguió hasta allí o les esperaba en el risco.

—Bueno, esa zona es muy conocida como picadero, si es que lo siguen llamando así —dijo Williams—. Ambos estaban desnudos. Por eso pienso que quizá se trata de algún chico al que Pembroke dio calabazas o un tipo que tuviera celos de Canney. La mujer del bosque será más difícil de identificar. Por eso necesito vuestra ayuda.

King reflexionó unos momentos y luego dijo:

—El reloj del primer asesinato, ¿te fijaste en él, Todd?

—Parecía un poco grande para mujer —dijo el jefe.

—Sylvia dijo que se lo habían puesto a propósito en la muñeca del brazo levantado.

—No puede saberlo a ciencia cierta.

—El reloj marcaba la una en punto —añadió King.

—Sí, pero es que se había parado o la ruedecita de la cuerda estaba hacia fuera.

King miró a Michelle y luego preguntó:

—¿Te fijaste en la marca del reloj?

—¿La marca del reloj? —repitió Williams, sin entender.

—Era un Zodiac: la esfera con retículo en cruz.

El jefe casi escupió el café.

—¡Zodiac! —exclamó, cayendo en la cuenta.

King asintió.

—Y era un reloj de hombre. Creo que el asesino se lo puso a la mujer.

—Zodiac —repitió Williams—. ¿Me estás diciendo que...?

—El asesino en serie Zodiac original actuó entre 1968 y 1969 en la zona de la bahía de San Francisco —explicó King—. Creo que ya debe de estar entradito en años, pero hubo por lo menos dos asesinos inspirados en él, uno en Nueva York y otro en Kobe, Japón. El Zodiac original llevaba una capucha negra de verdugo estampada con un retículo blanco en cruz, el mismo símbolo de los relojes Zodiac. Si no recuerdo mal, también dejó un reloj en su última víctima, un taxista, aunque no era un Zodiac. Sin embargo, el hombre del que se sospechaba que era el Zodiac original tenía un reloj Zodiac. Creen que de ahí le vino la idea del logo con el retículo blanco en un círculo que fue el origen de su apodo. El caso nunca se resolvió.

Williams se removió en la silla con expresión preocupada.

—Todo eso son especulaciones por tu parte —dijo—. Creo que estás yendo demasiado lejos.

Michelle miró a su socio.

—Sean, ¿de verdad piensas que se trata de un imitador? —le preguntó.

Él se encogió de hombros.

—Si dos personas imitaron al original, ¿por qué no puede haber una tercera? El Zodiac de San Francisco escribía en clave a los periódicos, pero al final se descifró y se supo que actuaba motivado por un relato titulado El juego más peligroso, una historia sobre la caza del hombre.

—¿Un juego sobre la caza del hombre? —preguntó Michelle lentamente.

—¿Alguno de los cadáveres del coche llevaba reloj? —inquirió King.

Williams frunció el entrecejo.

—He dicho que son asesinatos sin relación alguna. Se cometieron con una escopeta y, pese a que todavía no sé cómo murió la mujer del bosque, está claro que no fueron perdigones.

—Pero ¿qué me dices de los relojes?

—Bueno, los jóvenes llevaban reloj. ¿Y qué? ¿Acaso es un crimen?

—¿Te fijaste si eran Zodiac?

—No, no me fijé. Pero tampoco lo hice con la mujer del bosque. —Se paró a pensar—. Aunque el brazo de Canney parecía apoyado en el salpicadero.

—¿Quieres decir colocado así a propósito?

—Puede ser —respondió Williams con cautela—. Pero la perdigonada le alcanzó en la cara. No me extraña que lo echara para atrás.

—¿Los dos relojes funcionaban?

—No.

—¿Qué hora marcaba el de Pembroke?

—Las dos.

—¿En punto?

—Creo que sí.

—¿Y el de Canney?

Williams extrajo su libreta y pasó unas hojas.

—Las tres —respondió nervioso.

—¿Algún perdigón alcanzó el reloj?

—No estoy seguro —repuso Williams—. Sylvia podrá decirlo.

—¿Y el de la chica?

—Parece que un trozo del parabrisas lo alcanzó.

—De todos modos, el de ella marcaba las dos y el de él las tres —dijo Michelle—. Si el reloj de la chica se paró a las dos a causa de la ráfaga de la escopeta, ¿cómo es que el del chico se paró a las tres sin que lo alcanzara nada?

Williams siguió mostrándose escéptico.

—Mirad, aparte del asunto de los relojes, que tampoco es tan convincente, no veo ninguna relación.

Michelle negó con la cabeza y dijo:

—El primer asesinato fue el número uno, Jennifer Pembroke fue el número dos y Steve Canney el número tres. No suena a una coincidencia.

—Es imprescindible que compruebes si los relojes de los chicos eran Zodiac —lo apremió King.

Williams hizo unas llamadas con el móvil y después, con expresión confundida, anunció:

—El reloj de la chica era de ella, un Casio. Su madre lo ha confirmado. Pero el padre de Canney ha dicho que su hijo no llevaba reloj. He hablado con uno de mis ayudantes. El reloj que había en su muñeca era un Timex.

King arrugó el entrecejo.

—Así pues, ningún reloj Zodiac, pero es probable que el asesino le pusiera a Canney el que llevaba, al igual que es posible que sucediera con el primer asesinato. Si no recuerdo mal, el Zodiac original también cometió un asesinato en un picadero. La mayoría o todos los perpetró cerca de cursos de agua o lugares con nombres relacionados con el agua.

—El risco en el que Canney y Pembroke murieron daba al lago Cardinal —observó Williams.

—Y la primera víctima no estaba demasiado lejos del lago —añadió Michelle—. Tras una colina cercana hay una cala.

—Yo de ti, Todd —dijo King—, empezaría a investigar la relación con el reloj Zodiac. El asesino tuvo que sacarlo de algún sitio.

Williams se miró las manos con ceño.

—¿Qué ocurre? —preguntó Michelle.

—Había un collar de perro en el suelo del coche de Canney. Supusimos que pertenecía al chico, pero su padre acaba de decirme que no tienen perro.

—¿Podría ser de la chica? —preguntó King, y Williams negó con la cabeza.

Estaban allí sentados en el despacho, dándole vueltas al asunto, cuando sonó el teléfono de la oficina. King fue a responder y luego regresó con expresión satisfecha.

—Era Harry Carrick, ex magistrado del Tribunal Supremo del Estado y actualmente abogado por cuenta propia. Tiene un cliente acusado de cosas serias y quiere nuestra ayuda. No ha especificado quién o qué.

Williams se levantó y carraspeó.

—Podría ser Junior Deaver —dijo.

—¿Junior Deaver? —preguntó King.

—Sí. Hizo algunos trabajillos para los Battle. Está fuera de mi jurisdicción. Ahora mismo se encuentra en la cárcel del condado.

—¿Qué hizo? —preguntó King.

—Eso tendrás que preguntárselo a Harry. —Se dirigió a la puerta—. Voy a llamar a la policía estatal. Ellos tienen agentes especializados en homicidios.

—Quizá deberías llamar también al FBI —sugirió Michelle—. Si se trata de un asesino en serie los del VICAP pueden hacer un perfil —añadió, refiriéndose al Programa de Detención de Criminales Violentos.

—Nunca pensé que tendría que cumplimentar un formulario para el VICAP aquí en Wrightsburg.

—Han simplificado mucho el papeleo —añadió ella amablemente.

En cuanto el jefe se marchó, Michelle dijo:

—Lo siento por él.

—Haremos lo posible por ayudar.

Ella se reclinó en el asiento.

—¿Quiénes son Junior Deaver y los Battle? —preguntó.

—Junior es un buen chico que ha vivido aquí toda la vida. Yendo por el mal camino, claro. Los Battle son otra historia. Son la familia más rica, con diferencia, de por aquí. Y encarnan todo lo que se puede esperar de una buena familia sureña.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Pues que son, bueno, encantadores, estrafalarios... un poco excéntricos, ya sabes.

—Quieres decir chalados.

—Pues... —King meneó la cabeza.

—Todas las familias están un poco locas —dijo Michelle—. Sólo que a algunas se les nota más que a otras.

—Entonces apuesto a que los Battle son los primeros de la lista.

Capítulo 7

7

Harry Lee Carrick vivía en una finca situada en el extremo oriental de Wrightsburg. Mientras se dirigían hacia allí, King puso al corriente a Michelle de la historia del magistrado reconvertido en abogado.

—Era abogado aquí hace años. Después se fue a los tribunales del distrito y pasó las dos últimas décadas en el Supremo. De hecho, él fue quien me tomó juramento para ingresar en el Colegio de Abogados de Virginia. Su familia reside en Virginia desde hace trescientos años. Ya sabes, los famosos Lee. Tiene más de setenta años pero se conserva muy bien. Cuando dejó el Supremo se instaló aquí, en la finca familiar.

—Me dijiste que Junior había ido por el mal camino.

—Digamos que a veces ha pisado el otro lado de la línea. Pero, que yo sepa, hace mucho tiempo que no se mete en problemas.

—Hasta ahora, al parecer.

Cruzaron una verja de hierro forjado blasonada con la letra C.

Michelle recorrió los extensos jardines con la mirada.

—Bonito lugar.

—A Harry no le ha ido mal y su familia tenía dinero.

—¿Está casado?

—Su esposa murió cuando era joven. Nunca volvió a casarse y no tiene hijos. De hecho es el último Carrick.

Atisbaron una mansión de obra vista con columnas blancas enclavada entre árboles añejos. No obstante, King se desvió y condujo por un estrecho camino de gravilla antes de detenerse delante de una pequeña casa de madera pintada de blanco.

—¿Qué es esto? —preguntó Michelle.

—El lujoso bufete del excelentísimo Harry Lee Carrick.

Llamaron a la puerta.

—Adelante —les respondió una voz agradable.

El hombre se levantó de detrás de un escritorio con la mano tendida. Harry medía uno setenta y cinco y era esbelto, tenía el cabello plateado y expresión rubicunda. Vestía pantalones grises, chaqueta azul, camisa blanca de botones y corbata a rayas roja y blanca. Sus ojos eran de un tono más cercano al bígaro que al azul, pensó Michelle, y también agradablemente picaruelos. Sus pobladas cejas eran del mismo color que el pelo. Les estrechó la mano con firmeza y su melodioso acento sureño les envolvió tan suavemente como una copita de licor degustada en un cómodo sillón. Poseía la energía y los modales de un hombre veinte años más joven. Es decir, era la versión hollywoodiense del aspecto que debería tener un juez.

—Me preguntaba cuándo te iba a traer Sean —le dijo a Michelle—. Por lo que me he visto obligado a tomar cartas en el asunto, ya lo veis.

Les indicó unos sillones situados en una esquina de la estancia, junto a una pared revestida de librerías macizas. Todo el mobiliario parecía antiguo y curtido. El humo de un puro flotaba como cúmulos en miniatura y Michelle se fijó en una vieja máquina de escribir Remington situada en una mesa auxiliar, aunque también había un PC y una impresora láser junto al hermoso escritorio de madera tallada.

—Al final me he rendido a la eficacia de la vida moderna —afirmó al percatarse de la mirada de ella—. Me resistí a los ordenadores hasta el último momento y luego los abracé calurosamente. Me reservo la Remington para la correspondencia con ciertos amigos de edad avanzada para quienes sería una ofensa recibir una misiva en algo que no sea buen papel de carta con membrete y enaltecido por las teclas de una máquina de escribir como dios manda, o por mi caligrafía que por desgracia cada vez resulta más ilegible. Hacerse viejo es muy poco alentador, hasta que se piensa en la alternativa. Yo siempre recomiendo conservarse joven y guapa como tú, Michelle.

Ella sonrió. Harry era todo un caballero, y un encanto.

Insistió en preparar el té y lo sirvió en unas tazas de porcelana delicadamente envejecidas con platitos a juego. Luego, se sentó.

—Junior Deaver... —empezó King.

—Y los Battle —concluyó Harry.

—No parecen cuajar —comentó Michelle.

—Desde luego que no —convino Harry—. Bobby Battle era brillante y duro como él solo. Hizo fortuna con mucho sudor e inteligencia. Su mujer Remmy es toda una dama. Y también es de hierro. No me extraña, dado que está casada con Bobby.

Michelle lo miró con curiosidad.

—Has dicho «era». ¿Bobby ha muerto?

—No, pero hace poco sufrió un derrame cerebral grave, no mucho antes del incidente del que se acusa a Junior. Todavía no se sabe hasta qué punto se recuperará.

—¿No hay nadie más en la familia, sólo Bobby y Remmy? —preguntó Michelle.

—No; tienen un hijo. Edward Lee Battle, Eddie, de unos cuarenta años. El nombre completo de Bobby es Robert E. Lee Battle. No somos parientes. Lee es un nombre de pila bastante habitual en esta zona, como seguro sabéis. Hubo otro hijo, Bobby Jr., el gemelo de Eddie. Murió de cáncer en la adolescencia.

—También está Dorothea, la esposa de Eddie. Y la hermana pequeña de Eddie, Savannah —añadió King—. Creo que hace poco ha terminado sus estudios universitarios.

—¿Dices que Eddie tiene unos cuarenta años y que Savannah acaba de licenciarse? —preguntó Michelle.

—Bueno, Savannah fue una especie de sorpresa. Remmy tenía más de cuarenta años cuando se quedó embarazada. Por irónico que parezca, Remmy y Bobby estuvieron separados una temporada antes del nacimiento de Savannah y parecían abocados al divorcio.

—¿Qué problema tenían? —preguntó King.

—Remmy lo pilló con una prostituta. No era la primera vez; Bobby sentía debilidad por esa clase de mujeres. Por entonces todo aquello se silenciaba. Creí que sería la gota que colmaría el vaso pero se reconciliaron.

—Un bebé todo lo puede —dijo King.

—¿Viven todos juntos? —preguntó Michelle.

Harry negó con la cabeza.

—Bobby, Remmy y Savannah viven en la mansión. Eddie y Dorothea viven al lado, en lo que eran las cocheras de la finca, pero que ahora es una casa aparte. He oído rumores de que Savannah quizá se marche.

—Me imagino que habrá cobrado parte de su fondo fiduciario al acabar la universidad —dijo King.

—Probablemente lo estuviera esperando con muchas ganas —dijo Harry.

—¿Debo entender que no se lleva bien con sus padres? —preguntó Michelle.

—Digamos que Bobby fue un padre ausente y que ella y su madre son dos mujeres fuertes e independientes, lo cual significa que no se ponen de acuerdo fácilmente.

—¿A qué se dedican Eddie y Dorothea? —inquirió Michelle.

—Eddie es pintor, y un gran recreador de la guerra de Secesión. Dorothea tiene una inmobiliaria y le va bastante bien. —Harry dirigió una sonrisa maliciosa a Michelle—. Quienes forman parte del círculo social de los Battle cambian de pareja como de camisa y, por lo tanto, suelen buscar casas nuevas y más lujosas. Aunque sea bueno para el bolsillo de Dorothea, a la pobre debe de costarle recordar quién está con quién según el día.

—Se parece un poco a Peyton Place —dijo Michelle.

—Oh, hace años que superamos a Peyton Place —repuso Harry con una sonrisa.

—Y así llegamos a Junior —apuntó King.

Harry dejó la taza de té y buscó una carpeta en el escritorio.

—Junior estaba haciendo una obra para los Battle. En el vestidor del dormitorio de Remmy, para ser exactos. Es bueno, también me ha hecho algún trabajillo, y a mucha gente de la zona.

—¿Y el delito del que se le acusa? —inquirió King.

—Robo. En el vestidor de Remmy había un cajón secreto donde ésta guardaba joyas, dinero y otros objetos de valor. Lo forzaron y lo vaciaron. Y también desaparecieron cosas en el vestidor de Bobby. Por valor de unos doscientos mil dólares, creo, entre ellas, por desgracia, el anillo de boda de Remmy —explicó Harry. Mientras repasaba el expediente añadió—: El infierno no conoce furia como la de una mujer despojada de su alianza nupcial.

—¿Y sospechan de Junior porque estaba trabajando allí? —preguntó Michelle.

—Bueno, ciertas pruebas parecen relacionarlo con el delito.

—¿Como qué? —preguntó King.

Harry fue enumerando con los dedos.

—El ladrón accedió a la casa por una ventana del segundo piso. La ventana estaba forzada y tenía la marca de una herramienta, así como un trocito de metal de la misma, que coincide con una palanca de Junior. Él también tiene una escalera con la que llegaría a esa ventana. Además, encontraron fragmentos de cristal en el dobladillo de uno de sus pantalones. No pueden encajarlos en la ventana de los Battle, pero es un cristal similar, un cristal tintado.

—Dices que forzó la ventana —intervino King—. ¿De dónde salieron los cristales?

—Una parte de la ventana se rompió al ser forzada. Supongo que la teoría es que los cristales se le adhirieron al saltar por la abertura. Luego están las pisadas del suelo de madera noble en el dormitorio de Remmy. Coinciden con unas botas de Junior. En el suelo del vestidor también encontraron restos de polvo de yeso, cemento, serrín, el tipo de cosas que es normal que Junior tenga en sus suelas, dado su oficio. Además había tierra que coincide con la del terreno de la casa de Junior. Encontraron pruebas similares en el dormitorio y vestidor de Bobby.

—¿O sea que duermen en habitaciones separadas? —preguntó Michelle.

Harry enarcó una ceja.

—Información de la cual Remmy preferiría que nadie se enterase.

—De acuerdo, todo eso es comprometedor pero circunstancial —dijo King.

—Bueno, hay otra prueba. O debería decir dos pruebas. La huella de un guante y una huella dactilar de Junior.

—¿De un guante? —inquirió Michelle.

—Un guante de piel fina —respondió Harry—, y esos tienen las arrugas perfectamente marcadas, como si fueran una huella dactilar, o eso me han dicho.

—Pero si llevaba guantes, ¿cómo encontraron una huella dactilar? —inquirió King.

—Se supone que tenía un agujero en un dedo. Y Junior tiene un guante así.

King lo miró con ceño y preguntó:

—¿Cuál es la versión de Junior?

—Se declara inocente. Dice que estuvo trabajando solo hasta la madrugada en la casa que está construyendo para él y su familia en el condado de Albermarle. Pero no vio a nadie y nadie le vio. O sea que no tiene coartada.

—¿Cuándo se descubrió el robo? —preguntó King.

—A eso de las cinco de la mañana, cuando Remmy regresó a casa del hospital. Estuvo en su dormitorio alrededor de las ocho la noche anterior y hubo gente en la casa hasta las once más o menos. Así que el robo se produjo entre, digamos, la medianoche y las cuatro de la madrugada.

—Durante las horas en que Junior dice que estuvo trabajando solo en esa casa.

—Y no obstante —intervino Michel

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