Prólogo
Que nos perdone el refranero popular, forjado a golpe de la sabiduría que otorga la experiencia atesorada con el paso de los siglos, pero en algunas ocasiones una imagen no vale más que mil palabras. La historia es una de ellas. No negamos que la estampa de unos pocos soldados de los tercios españoles acometiendo una encamisada en mitad de la noche valga su peso en oro y tenga la capacidad de hacer estremecerse en la butaca del cine al espectador. Vaya que si pasa. Pero se puede llegar a disfrutar lo mismo, o más, al dibujar, con la ayuda de un buen cronista, las hazañas de los Julianes Romeros y los Grandes Capitanes de turno (que los hubo, y a cientos, en nuestro extenso pasado castizo).
Con ese fin fue alumbrada la sección de historia del diario ABC hace hoy más de un lustro. Bajo la premisa de que, letra a letra, es posible trasladar al seguidor —profano, versado o experto, hete ahí el reto— hasta épocas que han pasado de puntillas por las páginas de los libros. Aunque el verdadero desafío, o mandamiento, ha sido siempre acometer la tarea sin provocar bostezos en el público y sin evocar la imagen del típico profesor cascarrabias y pelmazo. Nuestra ventaja, quizá, haya sido disponer de un catálogo de más de cinco mil años para seleccionar gestas, personajes llamativos, monarcas alocados, guerreros gallardos o eventos clave para el devenir del mundo. Un catálogo más que extenso, todo sea dicho.
Si los tercios españoles se valían de la pica y del arcabuz para imponerse en el campo de batalla contra sus enemigos, nuestra arma ha sido la pluma. De su mano hemos combatido con Cosme Damián Churruca en Trafalgar contra seis navíos ingleses a la vez; nos hemos colado en el pudridero de El Escorial, sala que acoge los restos mortales de los monarcas durante un cuarto de siglo, o hemos acompañado a los conquistadores de Hernán Cortés en su tortuoso camino a Tenochtitlán. Nunca como protagonistas, sino como el cronista que, a diario, cubre las sesiones del Congreso de los Diputados para narrar al público lo que allí ha sucedido. Que lo hayamos logrado, o no, tendrá que decidirlo el lector.
La obra que sujetas (permítenos tutearte, pues, con suerte, pasaremos algún tiempo juntos a lo largo de estas páginas) nace también con esa intención. Busca hacerte viajar en el tiempo hasta la misma Numancia que combatió contra gigantescos elefantes y tuvo que resistir las embestidas de Escipión durante semanas. Ansía transportarte a la primigenia España de los Reyes Católicos a través de un monarca cuyos problemas sexuales moldearon la historia de nuestro país. Anhela que acompañes a los toreros que, armados con gigantescas picas, se lanzaron contra las filas napoleónicas en la batalla de Bailén con la única idea en su mente de acabar con la invasión gala. Los ejemplos son muchos, y recorren miles de años. Desde los olvidados tiempos de las legiones romanas hasta la tristemente célebre Guerra Civil.
La divulgación de la historia de España es una tarea grata y muy necesaria. Una asignatura pendiente sobre nuestras cabezas o bajo nuestros pies, según la perspectiva. Por razones más ideológicas que ciertas, los españoles hemos olvidado lo que fuimos, aferrándonos a un relato del pasado metálico, sin calor humano ni matices. La leyenda negra, sumada a la apropiación política de ciertos episodios históricos por parte de «hunos y hotros», hace que vivamos de espaldas a nuestros antepasados. Que la idea de que los visigodos formaron una primera y remota España cause aún urticaria a unos, tanto como a los otros el reconocer que los tercios no luchaban por España o la patria, sino por dinero y por el rey católico. La recurrente coletilla de «la historia olvidada» o «la verdad oculta» no solo es un vehículo para captar a una audiencia mayor: es el resultado de décadas y décadas de desprecio y desconocimiento.
Sobran mitos y prejuicios, y faltan ganas de aprender con un pasado que no es mejor ni peor que el de otros países. Los juicios morales hacia épocas ya pasadas también sobran. La historia de España no es la de una nación atrasada, como nos dice la leyenda negra, ni tampoco una cualquiera, sino la de una nación que llegó a ser un imperio colosal, descubridora de océanos, continentes y pionera a la hora de domesticar el globo. El tamaño gigantesco de estos hechos merece una divulgación en consecuencia, un altavoz entre las investigaciones académicas y un público masivo que, por nuestra experiencia, está deseando consumir historia.
Hemos seleccionado y ampliado para ti los mejores artículos que hemos escrito durante estos años en el diario centenario, incluyendo algunos inéditos, artículos que no pretenden ser la meta del conocimiento, sino la estación de salida para quienes quieran aprender más. Hay muchas formas de acercarse a la historia, muchos grados de conocimiento y escaleras. He aquí la nuestra. El puente hacia un pasado asombroso que queremos recorrer contigo.
HISPANIA ROMANA
Las minas de oro de Hispania saqueadas por Roma
CÉSAR CERVERA
Entre las muchas teorías sobre el origen etimológico de la palabra «Hispania», una de las que más fuerza cobra hoy en día es que proceda de I-span-ya, que se traduce como «tierra donde se forjan metales». Spy en fenicio, raíz de la palabra span, significa «batir metales». Una posibilidad que en nada sorprende si se tiene en cuenta la fama de las minas de oro, plata y cobre de la península Ibérica, que atrajeron de forma hipnótica a griegos, fenicios, cartagineses y romanos.
El escritor griego Ateneo ya había advertido en el siglo III a.C. sobre la riqueza minera de la zona más occidental bañada por el Mediterráneo. A través de sus colonias en la costa, estas civilizaciones establecieron enclaves comerciales desde los que compraban metales a los distintos pueblos prerromanos. Como muestra de que el oro abundaba, los hombres de Celtiberia solían llevar unos brazaletes de oro llamados viriae.
Los herederos naturales de los fenicios, los cartagineses, continuaron la explotación de estos recursos mineros y se valieron de las posibilidades materiales y humanas del territorio para sostener sus sucesivas guerras contra Roma. Cuando el gran Aníbal Barca, cuya madre era de sangre ibérica, encabezó su marcha sobre los Alpes lo hizo partiendo desde España y con numerosas unidades procedentes de este territorio.
En Cartago Nova, ciudad fundada por el general cartaginés Asdrúbal el Bello, yerno de Aníbal, fueron clave los yacimientos de plomo argentífero en los que trabajaban cuarenta mil obreros y que tenían una extensión de varios kilómetros cuadrados. El geógrafo griego Estrabón describe en su obra Geografía —gracias al testimonio de Polibio— cómo se extraía este plomo y los enormes beneficios que generaba: alrededor de veinticinco mil dracmas diarios. Las condiciones en las que trabajaban los mineros eran penosas, y sus turnos maratonianos estaban marcados por la duración de las lámparas de aceite con las que se alumbraban.
Roma tomó pronto el testigo. Los romanos no acudieron en un primer momento a España para conquistarla, como hicieron con numerosos territorios a lo largo de su historia, sino para combatir a Cartago. Conforme fueron ganando terreno al imperio africano, Roma planeó reconstruir el imperio económico griego a través de la Península, rica en recursos que en Italia escaseaban, como oro, plata, cobre y hierro, así como en materiales para la construcción naval como madera y esparto.
El oro de Macedonia que había financiado las guerras de Filipo II y Alejandro Magno estaba ya bajo mínimos y, salvo unos pocos filones de oro localizados en los Alpes y de azufre cerca de Roma, Italia carecía de grandes yacimientos mineros y envidiaba la calidad de las espadas celtíberas (las minas hispanas de hierro más famosas estaban en Cantabria). Estas armas eran capaces de realizar grandes cortes de un único tajo gracias al hierro que se extraía aquí.
MÁS METALES PRECIOSOS QUE EN NINGUNA OTRA PARTE
Estudios recientes permiten cuantificar el número de minas que había en la península Ibérica y comprobar su importancia en comparación con otros puestos alrededor del Imperio romano. Entre minas de oro, plata y cobre, España contó con ochenta y tres zonas de explotación de origen romano, más que ningún otro territorio del mundo.
La República romana primero y el Imperio después emplearon las minas fenicias y abrieron nuevas explotaciones para convertir a Hispania en el foco más brillante del mundo antiguo. Al igual que los conquistadores españoles en América y su obsesión por El Dorado, la leyenda sobre la abundancia de metales brillantes alimentó la imaginación de los escritores de este período. Se cuenta que un incendio en un monte boscoso de Turdetania, en Hispania Ulterior, al extinguirse dejó expuestos kilómetros de plata fundida saliendo a borbotones. Sin duda, la calidad y abundancia del oro y la plata hispánicas no tenían competencia en aquel período. Las cuencas de los ríos Tajo, Genil, Duero y Miño permitían conseguir pepitas de oro sin apenas esfuerzo.
La explotación intensiva de las minas condujo a la invención de un método que prácticamente partía en dos algunas montañas. Uno de los casos más conocidos de esta extracción agresiva conocida como el ruina montium se aplicó en los yacimientos de oro de Las Médulas (El Bierzo, León), la mayor mina de oro descubierta de todo el Imperio romano. Esta compleja técnica consistía en la excavación en las montañas de galerías y pozos sin salida exterior. Después, a través de una extensa red de canales, se conducía agua por las galerías para que la presión derrumbara parte de la montaña. Entre el barro resultante era más fácil dar con las pepitas de oro.
«Con galerías llevadas a largas distancias, en el hueco de la montaña, estas minas se agrietan de repente, y el deslizamiento de las tierras entierra a los trabajadores. Si bien puede parecer menos imprudente recoger perlas y coral en las profundidades del mar, ¡hemos sido capaces de hacer la tierra más mortal que el agua!», explica Plinio el Viejo sobre los riesgos a los que estaban expuestos los mineros en Las Médulas. La red hidráulica para arrojar sobre este yacimiento leonés el agua a presión requería, mediante trabajo humano, 1,75 millones de metros cúbicos de materiales rocosos y un recorrido de seiscientos mil metros.
El mantenimiento de estos puestos mineros necesitaba, además, la movilización de destacamentos militares para vigilar a los mineros y defender posiciones consideradas estratégicas, al igual que la presencia de ingenieros militares para planear las obras hidráulicas y la excavación de túneles. Y es que no era moco de pavo lo que Roma se jugaba en las minas hispánicas. Como afirma José María Blázquez en su trabajo El impacto de la Hispania romana en la economía del imperio romano, la cifra del oro extraído en el noroeste (Asturias, Galicia, Lusitania) en tiempos del emperador Vespasiano representaría entre el 6 y el 7,5 por ciento de los ingresos del Estado.
A partir del siglo III los principales yacimientos fueron agotándose. Las minas de Cartago Nova estaban ya exhaustas a comienzos del Imperio, al igual que las de Sierra Morena a finales del siglo II. La crisis económica iniciada en tiempos de Cómodo hizo que las minas de oro del noroeste también perdieran su rentabilidad hasta agotarse a partir del año 235.
UNA RIQUEZA MINERAL SIN IGUAL
Pero no solo de oro vivía Hispania. Después del dorado elemento, el mineral más apreciado era la plata. «En casi todas las provincias se encuentra plata, pero la más bella es la de Hispania. La plata se halla también en terrenos estériles y hasta en las montañas; allí donde surge una veta se encuentra otra no lejos de ella», narra Plinio también en su obra Historia natural sobre la abundancia y calidad de la plata española. La mayoría de estos pozos se explotaban ya desde tiempos de Aníbal Barca y algunos estaban a punto de agotarse. La actual Córdoba era la más fértil en plata y calcopirita, con cincuenta y siete yacimientos, lo que suponía el 46 por ciento de los yacimientos conocidos de Roma. Este mismo territorio también era rico en cobre, llamado mariano o cordubense, de gran calidad y demanda en Roma.
La variedad de minerales que se daba en Hispania no existía en ningún otro rincón del mundo antiguo, ya que a todos los minerales mencionados había que sumar esmeraldas, cristales, crisocola (empleada en tintorería), calcantos, carbúnculos, chryselectrum (una piedra preciosa parecida al ámbar), piedras imán y piedras especulares (usadas como vidrio).
La humillación de unos pocos hispanos a los cuarenta mil legionarios de Mancino
MANUEL P. VILLATORO
Cayo Hostilio Mancino. Su nombre ha quedado a un lado en las páginas de la historia. Y es normal, pues a ninguna nación le gusta recordar a sus personajes más oscuros. Mientras que otros protagonistas de la guerra en Iberia, como Escipión Emiliano (enviado a estas tierras para apaciguar los ánimos de los numantinos), lograron ascender hasta el Olimpo de los militares, el cónsul que ocupa estas líneas fue definido por el biógrafo e historiador Plutarco (siglo I-II d.C.) como un «varón no vituperable, pero el general más desgraciado de todos los romanos». Su recuerdo es amargo al otro lado del Mediterráneo, ya que, tras dejarse llevar por el pánico y abandonar el campamento desde el que asediaba la ciudad de Numancia, fue perseguido y obligado a firmar un tratado de paz bochornoso a cambio de evitar la muerte de entre veinte mil y cuarenta mil de sus hombres.
Aunque salvó a aquellos legionarios de una ejecución sumaria, el mismo Plutarco describió el pacto como «ofensivo e ignominioso». Y otro tanto pasó con el biógrafo Apiano de Alejandría, quien, en su magna Bellum Numantinum, afirma que Roma consideró el tratado «como el más vergonzoso de todos». Para una república que llevaba décadas hundida hasta el corvejón en la guerra contra los pueblos hispanos, la humillación de un cónsul era imperdonable. El resentimiento para el Senado fue tal que, tras someter a Mancino a un severo juicio en la capital, le destituyeron, le desnudaron, le ataron las manos y se lo entregaron a los hispanos para que hiciesen con su vida lo que gustasen. Estos, por suerte para él, le dejaron libre. «Furio, llevando a Mancino de vuelta a Iberia, lo entregó, inerme, a los numantinos, pero ellos no lo aceptaron», añadía el cronista en sus obras.
Poco se sabe después sobre este personaje. Quizá, por las victorias de su sucesor; quizá, porque es mucho más sencillo obviar los desastres que buscarles una explicación. En todo caso, algo parecido sucedió con el pacto (para algunos historiadores, equitativo y justo) al que había llegado con los numantinos. El tratado fue roto y Roma continuó su guerra contra la ciudad celtíbera de la mano de uno de sus mejores generales. «El pueblo, cansado ya de la guerra contra los numantinos, que se alargaba y les resultaba mucho más difícil de lo que esperaban, eligió a Cornelio Escipión, el conquistador de Cartago, para desempeñar de nuevo el consulado, en la idea de que era el único capaz de vencer a los numantinos», dejó negro sobre blanco Apiano. La ciudad cayó en el 133 a.C., menos de diez años después de que Mancino fuese dejado desnudo y humillado frente a las murallas.
GUERRA EXTENSA
El origen de las largas contiendas contra Roma se remonta hasta el 181 a.C., aunque solo de forma oficial. Antes, en el 197 a.C., las tensiones ya se habían dejado ver en Hispania después de que los romanos decidieran ocupar parte de Iberia tras expulsar de ella a los molestos cartagineses.
El asentarse por estos lares, la división del territorio en dos grandes provincias (Hispania Citerior e Hispania Ulterior) y la explotación interesada de la zona provocaron que las diferentes tribus nativas se alzasen en su contra. Así fue como (en el mencionado año 181 a.C.) comenzó la Primera Guerra Celtibérica, cuando los habitantes de la Hispania Citerior reunieron un contingente de treinta y cinco mil combatientes para enfrentarse a los romanos. Al menos, así lo afirma el historiador Tito Livio (quien vivió en el siglo I d.C.) en sus textos.
Lo mismo sucedió cuando llegó a la Península (en el 180 a.C.) el nuevo pretor de la Citerior: Tiberio Sempronio Graco. El mandamás logró romper el asedio de la ciudad de Caraúes, aliada de Roma, y detener la sublevación local tras la batalla de Moncayo, en la que se dice que causó a sus enemigos unas veintidós mil bajas. Su efectividad hizo que los alzados pactaran otorgar a Roma una serie de tributos anuales y ceder hombres para sus legiones a cambio de la paz. Y por si esto fuera poco, a los derrotados también se les prohibió fortificar sus dominios.
La pax deseada duró veintitrés años a partir del 177 a.C. Al menos de forma oficial, pues durante aquellos años se sucedieron varios enfrentamientos que, aunque fueron sofocados por los gobernadores locales, provocaron más de un quebradero de cabeza a los romanos. Sin embargo, en el 154 a.C. volvieron a resonar tambores de guerra. La razón del comienzo de las disputas fue que la ciudad de Segeda, en Zaragoza, decidió ampliar su muralla ocho kilómetros. Aquello fue tomado como una violación de los tratados de Graco y le vino como anillo al dedo a una Roma ansiosa de batallas para extenderse, todavía más si cabe, y afianzar su dominio en la zona. En este caso, para dar un castigo ejemplar a los desobedientes hispanos arribó a la demarcación el cónsul Fulvio Nobilior. Y no lo hizo solo, sino con treinta mil combatientes divididos en cuatro legiones.
La llegada de este contingente hizo que los habitantes de Segeda solicitasen asilo en la fortificada Numancia, la cual se había mantenido hasta entonces al margen del enfrentamiento. Así fue como la urbe se convirtió en uno de los centros neurálgicos de la resistencia contra Roma. Nobilior cercó la ciudad y, aunque no logró tomarla, sus victorias y las de su sucesor, Claudio Marcelo, en los pueblos cercanos hicieron que los celtíberos se viesen obligados a firmar la paz en el año 152 a.C.
Todo parecía haber acabado. Pero el tratado fue breve. Ese mismo año, las victorias del popular lusitano Viriato, todavía en guerra contra Roma, avivaron la llama de la contienda, lo que llevó al enésimo enfrentamiento armado. En las dos décadas siguientes desfilaron por Hispania una ingente cantidad de cónsules llegados desde Roma. El objetivo de todos ellos era el mismo: destrozar a los sublevados al precio que fuese. Pero cada cual era más torpe que el anterior.
LLEGA MANCINO
Pero si hubo un sujeto que marcó un antes y un después en lo que se refiere al agravio de Roma ese fue Cayo Hostilio Mancino. General poco versado en el arte de la guerra, fue nombrado cónsul de la Hispania Citerior en el año 137 a.C. Su misión: aplastar el alzamiento de Numancia. Desde el mismo momento en que partió, el destino le informó de que era mejor que no abandonase su casa. Para empezar, cuando se propuso sacrificar unos animales para satisfacer a los dioses, estos escaparon. Así lo recordaba Tito Livio: «Cuando el cónsul Cayo Hostilio Mancino quiso hacer un sacrificio, los pollos volaron del gallinero, y cuando abordó su barco para navegar a Hispania se oyó una voz que dijo: “¡Quédate, Mancino!”. Esto fue un mal presagio». Por desgracia para él, no siguió los consejos de aquel enigmático sujeto y se hizo a la mar dispuesto a acabar con la guerra que desangraba a Roma.
Mancino, al igual que sus antecesores, no comenzó con buen pie su estancia en Hispania. Ansioso por acabar con Numancia, estableció su campamento en las lindes de la urbe y se dedicó a atacar una y otra vez sus murallas sin éxito. Aquello fue un verdadero desastre. Los tres grandes (Apiano, Tito Livio y Plutarco) coinciden en que sus escasas habilidades militares le granjearon un sinfín de derrotas y la pérdida de una gran cantidad de hombres. El que más se extendió en sus referencias a este desastre fue el historiador de Alejandría: «Mancino sostuvo frecuentes combates con los numantinos y fue derrotado muchas veces; finalmente, habiendo sufrido numerosas bajas, se retiró a su campamento». Pocas palabras para, lo más probable, no hacer excesivo hincapié en este desastre.
Con Mancino en el campamento junto a sus legiones (Plutarco cifra a sus soldados en veinte mil, mientras que Apiano en cuarenta mil), los numantinos se dispusieron a dar el golpe de gracia al cónsul. Y eso, mientras el romano temblaba de pavor en sus débiles murallas. «Al propagarse el rumor de que los cántabros y vacceos venían en socorro de los numantinos, pasó toda la noche, lleno de temor, en la oscuridad sin encender fuego y huyó a un descampado que había servido, en cierta ocasión, de campamento a Nobi lior», desvela Apiano. El plan fue un desastre desde el mismo momento en que salieron por la puerta, pues los hispanos cargaron contra la retaguardia del contingente y dieron muerte a cientos de hombres. Llegaba la hora más negra para el revulsivo de la República.
En este punto las fuentes difieren. Plutarco afirma que las tropas de Mancino no arribaron al campamento de Nobilior, sino que fueron cercadas por los numantinos: «Envolvieron a todo el ejército, impeliéndole hacia lugares ásperos, de los que no había salida». Por su parte, Apiano dejó escrito que llegaron hasta él, pero que no hallaron fortificación alguna y que no tuvieron tiempo de fabricarlas. Tito Livio se desmarca de todas ellas y afirma en su texto que «fue derrotado y expulsado de su campamento».
Fuera como fuese, la versión más aceptada es que sintió que no podía hacer frente a los apenas cuatro mil numantinos que le acechaban. Al final, solicitó parlamentar con sus enemigos a pesar de que contaba con unas fuerzas entre cinco y diez veces superiores a las de los celtíberos. ¿Realidad o exageración? En la actualidad es imposible saberlo.
EXTRAÑO PACTO
Las versiones sobre lo que ocurrió a continuación son tantas como el número de historiadores clásicos que se refirieron a este hecho. Plutarco dejó escrito en sus obras que Mancino solicitó a los numantinos un acuerdo de paz. Sin embargo, estos pusieron una condición para ello: hablar con su cuestor (una suerte de encargado de las cuentas de la legión), Tiberio Graco:
... desesperado Mancino de todo buen término, hizo publicar que trataría con ellos de conciertos de paz; pero respondieron que no se fiarían sino de solo Tiberio; proponiendo que fuera este el que se les enviara. Movíanse á ello ya por el mismo joven, á causa de la fama que de él había en el ejército, ya también acordándose de su padre Tiberio, que haciendo la guerra á los Españoles, y habiendo vencido á muchas gentes, asentó paz con los Numantinos; y confirmada por el pueblo, la guardó siempre con rectitud y justicia. Enviado pues Tiberio, entró con ellos en pláticas, y ora haciendo recibir unas condiciones, ora cediendo en otras, concluyó un tratado por el que salvó notoriamente á veinte mil ciudadanos Romanos, sin contar los esclavos ni la demás turba que no entra en formación.
Apiano y Tito Livio sostuvieron una teoría diferente. El primero explicaba que fue el propio Mancino quien «consintió en firmar un pacto sobre una base de equidad e igualdad para romanos y numantinos» y que se comprometió a ello «mediante un juramento». El segundo apenas afirma en su obra que, «cuando Mancino desesperó de salvar su ejército, concluyó un tratado de paz ignominioso». En todo caso, lo que parece fiable es que se llegó a un acuerdo por el que, a cambio de la vida de sus hombres, Roma se comprometía a firmar la paz con la urbe y a entregar sus armas como botín. Unas condiciones, sin duda, humillantes. Después, los hispanos acabaron con el acuartelamiento y, según Plutarco, se hicieron con unas tablillas «que contenían las cuentas de la cuestura» de Tiberio.
A pesar de las condiciones del tratado, el ejemplo de que los numantinos no guardaban rencor a los romanos fue que permitieron recuperar estas tablillas a Tiberio. Decía Plutarco:
Llamando pues a los magistrados de los Numantinos, les rogó que le entregaran las tablas para no dar a sus contrarios ocasión de calumniarle, por no tener con qué defenderse acerca de su administración. Alegráronse los Numantinos con la feliz casualidad de poder servirle, y le rogaban que entrase en la población; y como se parase un poco para deliberar, acercándose a él, le cogían del brazo repitiendo las instancias, y suplicándole que no los mirara ya como enemigos, sino que como amigos se fiara y valiera de ellos. Resolvióse por fin hacerlo así, deseoso de recobrar las tablas.
No le fue mal. Los hispanos le invitaron a comer, le recibieron con afecto, le devolvieron su preciado tesoro y le propusieron que se llevase lo que quisiera del botín.
HUMILLACIÓN FINAL
Por si aquella humillación no fuera suficiente para Mancino, todo empeoró cuando regresó a su hogar para solicitar que el Senado ratificara aquel tratado. Lejos de aceptar sus condiciones, los políticos se negaron a firmar la paz con Numancia por considerar el pacto ofensivo e ignominioso. A continuación, llevaron a juicio su actuación frente a las murallas de la urbe hispana. Roma se dividió en dos bandos. Unos, los más cercanos al general, le defendieron arguyendo que había salvado miles de vidas. Sin embargo, la gran mayoría cargaron contra él. Plutarco escribió:
Los que improbaban el tratado decían que en aquel caso debían los Romanos imitar á sus antepasados: porque también estos, a los cónsules que se dieron por contentos con recibir libertad de los Samnitas, los arrojaron desnudos en manos de los enemigos; y á cuantos intervinieron y tuvieron parte en los tratados, como los cuestores y comandantes, igualmente los entregaron, haciendo que recayera sobre estos el perjurio y el quebrantamiento de los pactos.
Mientras, los numantinos intentaron hacer valer el pacto enviando a varios embajadores a la ciudad, pero sirvió de poco.
El juicio fue más que tenso. Durante el mismo, Mancino acusó de la derrota a Pompeyo (uno de sus predecesores) por no haber entrenado lo suficiente a sus hombres. «Le imputó que había puesto en sus manos un ejército inactivo y mal equipado y que, por esto mismo, también aquel había sido derrotado muchas veces y había efectuado tratados similares con los numantinos», desvela Tito Livio en sus textos.
Al final, se escogió para él el mismo castigo que para los generales que se habían rendido a los samnitas. El cónsul fue destituido, desnudado y entregado, con las manos atadas, a los celtíberos para que hicieran con él lo que quisiesen. Sin embargo, estos no lo aceptaron, y la guerra continuó. El Senado consiguió, en definitiva, lo que pretendía.
Elefantes a las puertas de Numancia: el gran error que condenó a Roma
MANUEL P. VILLATORO
Unos animales duros y cuya corpulencia aterraba a los soldados, pero torpes y a los que solo se les podía sacar provecho con muchísimo trabajo. Así es como definió el mismísimo Julio César (100-44 a.C.) a los temibles elefantes de guerra. Unas inmensas moles de cinco toneladas de peso y tres metros y medio de altura que causaban estragos cuando cargaban contra el enemigo. Aunque también un arma de doble filo, pues no era raro que, al asustarse, se descontrolaran y provocaran el caos. Ya lo expresó el historiador Apiano: «Esto es lo que les suele ocurrir siempre a los elefantes cuando están irritados, que consideran a todos como enemigos. Algunos, a causa de la falta de confianza, los llaman “enemigos comunes”».
El ejemplo de lo peligrosos que eran estos animales para las tropas aliadas lo sufrió en primera persona el cónsul Quinto Fulvio Nobilior en el verano del año 153 a.C. Por entonces, el representante de la República romana fue testigo de cómo una decena de estos paquidermos abandonaban el asalto sobre las murallas de Numancia y se volvían, asustados, contra los mismos legionarios que los habían adiestrado. El resultado de la contienda fue una verdadera humillación para sus hombres, que se vieron obligados a abandonar el asedio y huir para no morir aplastados. Aquel desastre se completó cuando los defensores abrieron las puertas de la ciudad sedientos de sangre. Los numantinos se lanzaron, según las crónicas, «desde los muros, y en la persecución dieron muerte a cuatro mil hombres y tres elefantes».
TANQUES DE LA ANTIGÜEDAD
Los elefantes, cuya función militar es conocida en la actualidad gracias al general cartaginés Aníbal, no eran tan habituales por entonces. De hecho, habían llegado a Occidente poco tiempo antes de la mano de un genio militar: Alejandro Magno. Personaje que, a su vez, había quedado prendido de ellos tras combatirlos en batallas como la del río Hidaspes.
Según desvela Philip de Souza en La guerra en el mundo antiguo, los mencionados paquidermos pesaban hasta cinco toneladas, tenían una altura de tres metros y medio y podían cargar contra el enemigo a treinta kilómetros por hora. Su mera visión generaba terror y confusión en un enemigo que apenas podía causarles heridas debido a su dura piel y a la armadura de cuero o metal que los recubría. Esas características los habían convertido en el vehículo elegido por las élites guerreras de Asia meridional desde los tiempos de Buda hasta la época de los mongoles.
Alejandro quedó tan fascinado con los elefantes que capturó algunos y los llevó como trofeo de guerra hasta Macedonia. A la postre, estos carros de combate de la antigüedad fueron adoptados por los romanos tanto a nivel militar como protocolario. Ceremonias, desfiles que celebraban victorias sobre los bárbaros... Disfrutar de ellos en los grandes eventos de la Ciudad Eterna era habitual. Y también lo era, desde los tiempos de Augusto, que el emperador recorriera las calles en un carro tirado por cuatro elefantes durante las ocasiones especiales.
Con el paso de los años, los romanos perfeccionaron el entrenamiento de los elefantes de guerra. Concretamente, adiestraban a estos animales para que aplastaran a sus enemigos y no se asustaran en plena batalla. El trabajo, como señaló a la postre Julio César, era tedioso y requería de mucho tiempo, aunque merecía la pena. No obstante, las horas dedicadas a aleccionarlos no evitaban que estas monturas se diesen la vuelta en plena contienda y huyeran a través de las líneas aliadas.
LLEGADA A HISPANIA
Para hallar el momento en que los paquidermos arribaron a la Península de la mano de Roma hay que remontarse hasta el año 153 a.C., cuando la República envió al cónsul Quinto Fulvio Nobilior para acabar con una nueva revuelta protagonizada por los pueblos locales. Su llegada, junto a treinta mil combatientes divididos en cuatro legiones, hizo que los habitantes de Segeda solicitasen asilo en la fortificada Numancia, urbe que se había mantenido hasta entonces al margen de la contienda pero que, a partir de ese momento, pasó a la historia como baluarte de la resistencia.
Para liderar la guerra contra Nobilior, los segedanos y numantinos, además de varios pueblos más que varían de una fuente a otra, eligieron a un general llamado Caro; hombre belicoso que no tardó en plantar cara a los romanos en agosto del año 153 a.C. Tres días después de su designación tendió una trampa a sus enemigos y acabó, según las crónicas de la época, con seis mil legionarios.
Esa fue la cara amable de la moneda. La desagradable llegó cuando el cónsul, cansado de no poder hacerse con el control de Numancia, solicitó refuerzos para conquistarla de una vez. El resultado fue que el rey Masinisa, uno de los más fervientes colaboradores de Roma en el norte de África, le envió unos trescientos jinetes númidas y diez elefantes.
CIFRAS EXAGERADAS
Apiano explica en sus textos que, para cuando Nobilior unió aquellos refuerzos africanos a sus legiones, ya había avanzado sobre Numancia sediento de venganza. «Tres días después [de la batalla contra Caro], marchó contra ellos y fijó su campamento a una distancia de veinticuatro estadios. Después que se le unieron trescientos jinetes númidas enviados por Masinisa y diez elefantes, condujo el ejército contra sus enemigos, llevando ocultos en la retaguardia los animales», explica el autor clásico.
¿Cuántos hombres se enfrentaron aquella jornada? Apiano no ofrece cifras concretas. Sin embargo, se pueden usar como punto de partida las que otorga al principio de la contienda. Es decir, treinta mil romanos y veinticinco mil belos, titos y arévacos. Con todo, estos números han sido desmentidos por el arqueólogo Fernando Quesada Sanz en su dossier «Los celtíberos y la guerra: tácticas, cuerpos, efectivos y bajas. Un análisis a partir de la campaña del 153». Tal y como afirma el experto español en la mencionada investigación, es probable que Nobilior contara con esos efectivos, pero es casi imposible que los defensores pudieran reunir esa inmensa cantidad de fuerzas.
ELEFANTES EN NUMANCIA
Los romanos avanzaron sobre Numancia el 26 de agosto y, al ver sus intenciones, los jinetes celtíberos salieron de las murallas. Al menos, hasta que las legiones se abrieron para dejar paso a los elefantes de Masinisa. La visión de aquellos terroríficos animales fue algo demasiado impactante para los numantinos y para sus aliados, quienes, aterrorizados, prefirieron refugiarse en la fortificada ciudad a combatirlos. «Los celtíberos y sus caballos, que jamás antes habían visto elefantes en ningún combate, fueron presa del pánico y huyeron hacia la ciudad», destacan las crónicas de la época.
Nobilior, casi paladeando la victoria, dirigió a los paquidermos contra las murallas de Numancia. Pero, a pesar de que en principio los animales combatieron con bravura, las tornas cambiaron gracias a un golpe de suerte de los defensores. O, más bien, a una enorme piedra que, arrojada desde las murallas, impactó de lleno en la cabeza de uno de los animales. Este se enfureció y, tras un fortísimo barrito, volvió grupas y aplastó a todo aquel que se cruzó en su camino, sin hacer distinción entre amigos y enemigos.
Dice la tradición que los desastres nunca vienen solos. Y eso fue lo que le sucedió a Nobilior. Por si un paquidermo descontrolado fuese poco problema, sus compañeros también se enardecieron ante sus berridos y, asustados, abandonaron la batalla provocando el caos entre las legiones romanas. «Los otros elefantes, excitados por el barrito de aquel, hacían todos lo mismo y comenzaron a pisotear a los romanos, a despedazarlos y a lanzarlos por los aires. Esto es lo que les suele ocurrir siempre a los elefantes cuando están irritados, que consideran a todos como enemigos. Y algunos, a causa de esta falta de confianza, los llaman “enemigos comunes”», añade Apiano.
El descontrol de los animales provocó un desconcierto general entre las tropas de Nobilior, que iniciaron una retirada desordenada para evitar morir bajo las patas de los paquidermos. El desastre se completó cuando los defensores se percataron del alboroto. Su reacción fue inmediata: abrieron las puertas, desenvainaron espadas y, en la persecución resultante, acabaron con la vida de cuatro mil legionarios y tres elefantes. A cambio tuvieron que lamentar, en toda la batalla, unas dos mil bajas.
El acto más vil de las legiones romanas: la traición que acabó con la vida de veinte mil vacceos
MANUEL P. VILLATORO
Desde que las nuevas y flamantes «Historias de España» que nacieron en el siglo XIX alumbraran el concepto de la «inmortal Numantia», hablar de las guerras que la República y el Imperio romano mantuvieron por estos lares evoca de forma irremediable el episodio de la hoguera en la urbe soriana. ¿Quién no conoce su lucha a muerte contra el revolucionario Escipión? El problema es que a la sombra de este heroico episodio han quedado otros tantos protagonizados por pueblos vecinos como los vacceos.
Uno de ellos fue la también llamativa resistencia que Intercatia, una de sus ciudades, protagonizó en el año 151 a.C. ante el ambicioso cónsul de la Hispania Citerior Lucio Licinio Lúculo. El mismo que, poco antes, había acabado con la vida de los casi veinte mil habitantes de Cauca tras engañarles de forma miserable.
LA GRAN TRAICIÓN
El historiador romano Apiano, en sus crónicas, explicó de forma pormenorizada la guerra que Lúculo mantuvo contra los pueblos vacceos, los grandes olvidados de nuestra historia. El cronista, desde el principio, cargó contra el cónsul por haberse lanzado de bruces contra el corazón de Hispania sin la aprobación del Senado. «Estaba deseoso de gloria y necesitado de dineros por causa de su penuria. Realizó la incursión contra los vacceos, otra tribu celtíbera, que eran vecinos de los arévacos, sin haber recibido ninguna orden de Roma y sin que ellos hubiesen hecho la guerra a los romanos».
Según sus palabras, de hecho, estos hispanos no habían cometido afrenta alguna contra el político. Su único pecado era contar con comida de sobra gracias a la generosidad de sus campos, una verdadera riqueza para la época.
Ávido de batalla, Lúculo cruzó el Tajo en el año 151 a.C. en dirección a Cauca (en Segovia). Traicionero hasta límites insospechados, el cónsul pretendió convencerles de que acudía «en ayuda de los carpetanos, que habían sido maltratados por ellos». Una falacia como cualquier otra para justificarse. Los hispanos se retiraron a la seguridad de sus muros, pero, en palabras de Apiano, «le atacaron cuando estaba buscando madera y forraje» y «mataron a muchos de sus hombres». Así prendió la mecha de la batalla. El historiador recalca ya en esta primera parte de la contienda que los pueblos vacceos destacaban por su «infantería ligera» y que «resultaron vencedores» en multitud de enfrentamientos gracias a sus golpes de mano y sus «dardos».
Lo que es seguro es que el poder de Roma era excesivo para los habitantes de Hispania, ya que los vacceos solicitaron a Lúculo la paz en repetidas ocasiones. Y no solo por su escaso número de tropas, sino porque entendían que no existía razón alguna para combatir. «Al día siguiente, los más ancianos, coronados y portando ramas de olivo de suplicantes, volvieron a preguntar qué tendrían que hacer para ser amigos.» El cónsul se mostró en principio de acuerdo, pues, dijo, no buscaba la muerte de sus soldados, sino solo dinero con el que sufragar sus guerras. Por ello, exigió a cambio cien talentos de plata, multitud de rehenes y que dos mil de sus hombres atravesaran los muros de la urbe para asegurar la rendición.
¿Cómo era posible que Lúculo aceptara la paz tan rápido?, ¿por qué, tras recorrer tantos kilómetros con sus hombres, aceptaba la rendición? Las piezas de este macabro puzle encajaron poco después y demostraron el bajo calado moral del líder romano. Cuando los legionarios accedieron al corazón de la urbe, cual caballo de Troya, abrieron las puertas de par en par para que miles de sus compañeros, ávidos de sangre, entraran. El caos se desató y la sangre fresca corrió por las calles cuando, a toque de trompeta, Lúculo ordenó que mataran a todos los ciudadanos adultos de Cauca.
Los vacceos murieron mientras enarbolaban el acuerdo al que creían que habían llegado con el general. «Perecieron cruelmente invocando las garantías dadas, a los dioses protectores de los juramentos, y maldiciendo a los romanos por su falta de palabra», añade Apiano. Al final, la sed de sangre de los romanos fue tal que acabaron con la mayor parte de la población, unas veinte mil personas. Solo unos pocos consiguieron escapar por unas puertas de difícil acceso. «Lúculo devastó la ciudad y cubrió de infamia el nombre de Roma.» Aquellos que pudieron huir quemaron los campos para que sus enemigos no pudieran valerse de ellos. Así superó Lúculo el primer escollo.
MUERTE EN INTERCATIA
La siguiente urbe en su punto de mira fue la vecina Intercatia, en la que se habían reunido unos veinte mil soldados y dos mil jinetes vacceos. Parte de ellos eran refugiados de la vecina Cauca, desesperados por hallar un lugar seguro en el que escapar de la barbarie arribada desde la Ciudad Eterna. Una vez más, Lúculo intentó engañarlos. «El cónsul, siguiendo un criterio estúpido, los invitó a firmar un tratado, pero ellos le echaron en cara su actitud vergonzosa en los sucesos de Cauca y le preguntaron si les invitaba con las mismas garantías que les dio a aquellos.» El general no se tomó bien los reproches y, «en lugar de ser crítico consigo mismo», puso cerco a la ciudad y «asoló sus campos» para conseguir que murieran de hambre. Los hispanos, conocedores de la potencia de las legiones romanas, prefirieron situarse tras la seguridad de los muros y responder con saetas a las afrentas de sus contrarios.
Durante estos tensos momentos, y cuando los víveres comenzaron a escasear, los vacceos se salvaron gracias al tradicional ingenio hispano. Según las crónicas, por la noche unos «jinetes bárbaros que habían salido a forrajear» días antes regresaron y se toparon con el cerco de las legiones. Como no podían entrar en la urbe, decidieron «correr alrededor del campamento dando gritos» para provocar «el alboroto». El plan no pudo tener mejor resultado. Quizá fue la oscuridad, quizá el miedo a verse rodeados. Puede que también el hambre y la falta de raciones hicieran mella en su ánimo, pero lo cierto es que «un extraño temor invadió a los romanos» y redujo su arrojo. Según Apiano, aquello hizo que, a la larga, no combatieran igual.
Con los romanos asustados por tener que enfrentarse a un supuesto ejército de inconmensurables dimensiones, los vacceos, a golpe de dardo, consiguieron defender las murallas de Intercatia y expulsar de su interior a los legionarios cuando lograron atravesarlas.
El golpe de gracia fue que, durante una de las muchas retiradas después de fallar en las decenas de ofensivas que intentaron, los hombres de Lúculo cayeron en una gran cisterna de agua en donde gran parte perecieron. Al final, al cónsul no le quedó más remedio que asumir su derrota ante aquella aldea de irreductibles hispanos. Todo terminó con un tratado de paz en el que se exigió a los defensores que entregaran dinero, ganado y rehenes a cambio de garantizar su seguridad. Ingenuo de él, Lúculo seguía convencido de que Hispania rebosaba de riquezas y de tesoros de oro y plata con los que podía hacerse para saciar su sed de monedas.
No pudo caer en un error mayor... Al menos, según el historiador clásico. «Y es que, en efecto, no los tenían y ni siquiera aquellos celtíberos daban valor a estos metales.» Con todo, parece que el traicionero Lúculo no estaba todavía contento y, en un último alarde de gallardía, se dirigió hacia la cercana Palantia con intención de saquearla. Sus legionarios, necesitados de una victoria y del tacto del metal preciado, quedaron de nuevo frustrados cuando la caballería vaccea de esta urbe los acosó una y otra vez. La contienda acabó como cabía esperar: los ejércitos del Senado, sin comida ni apoyo de Roma, se retiraron a sus cuarteles de invierno para humillación del cónsul. Otra gran (y olvidada) victoria de un pueblo oscurecido por la mítica Numancia.
Los secretos de Escipión para vencer por fin a los numantinos
MANUEL P. VILLATORO
Las crónicas del historiador Apiano sobre la guerra entre Roma y los pueblos que habitaban la península Ibérica (desde celtíberos hasta lusitanos) están trufadas de continuas referencias a las derrotas de las legiones. Al menos desde el 187 a.C. hasta el 135 a.C. Durante ese medio siglo, la resistencia de los hispanos a los soldados de la República fue férrea, y sus victorias ante cónsules de la talla de Mancino escandalosas e hirientes. Fueron cincuenta y dos años en los que Numancia se erigió en un bastión contra el enemigo y se transformó en un baluarte que minaba la moral de unos soldados que se sentían impotentes ante la determinación de aquellos a los que habían invadido. Sin embargo, en el 134 a.C. todo cambió gracias a Publio Cornelio Escipión Emiliano. Un solo hombre, sí, pero un general que extirpó los vicios de sus subordinados a golpe de disciplina y los convirtió en verdaderos militares capaces de vencer en el campo de batalla.
El general no arribó hasta nuestras fronteras de la mano de la fortuna divina. Su llegada fue orquestada por un Senado harto de las continuas derrotas que los celtíberos infligían a sus legionarios romanos. La humillación de los cuarenta mil soldados de Cayo Hostilio Mancino ante apenas cuatro mil defensores fue el culmen de aquella debacle. Había que buscar una solución, y esta llegó de la mano de la misma familia que había expulsado a los cartagineses de Iberia y había vencido, a la postre, al mismo Aníbal en la batalla de Zama. Escipión Emiliano, nieto político del héroe que había protagonizado tales gestas, fue el elegido para escarmentar a unos hispanos que se negaban a doblar la rodilla ante la entonces primera potencia del Mediterráneo.
Pero, según confirman el historiador Carlos Díaz Sánchez en Breve historia de los grandes generales de la Antigüedad y los investigadores Alfredo Jimeno y Antonio Chaín en el dossier «La guerra numantina: cerco y conquista de Numancia», surgió un inconveniente: Escipión no podía acceder al puesto de cónsul de la Hispania Citerior porque su edad se lo impedía. Para paliar este problema, los tribunos de la plebe decretaron que, como habían hecho algunos años antes (cuando fue llamado a filas para liderar la conquista de Cartago), dejarían en suspenso aquella norma durante un año. Valía la pena si, a cambio, cortaban de raíz el desastre. Aclamado por el pueblo, al final volvió a asumir el puesto en enero de 134 a.C.
Una vez elegido, Escipión Emiliano inició el camino hacia la península Ibérica. Y ya, antes de partir, acometió su primera gran revolución. En lugar de desangrar a Roma con el reclutamiento de un ejército que lo acompañara, como era habitual en la época, prefirió crear un contingente formado exclusivamente por voluntarios. El contingente fue denominado cohors amicorum o, en castellano actual, «cohorte de amigos». Aquella primera medida fue un alivio para la economía de la Ciudad Eterna al permitir que su producción no se viese resentida por la falta de mano de obra masculina. Así lo explicó el historiador del siglo II Apiano en sus textos sobre la guerra de Numancia:
Él no formó ningún ejército de las listas de ciudadanos inscritos en el servicio militar, pues eran muchas las guerras que tenían entre manos y había gran cantidad de hombres en Iberia. Sin embargo, con el consenso del senado, se llevó a algunos voluntarios que le habían enviado algunas ciudades y reyes en razón de lazos personales de amistad, y quinientos clientes y amigos de Roma, a los que enroló en una compañía y los llamó la compañía de los amigos. A todos ellos, que en total eran unos cuatro mil, los puso bajo el mando de su sobrino Buteón, y él, con unos pocos, se adelantó hacia Iberia para unirse al ejército, pues se había enterado de que estaba lleno de ociosidad, discordias y lujo, y era plenamente consciente de que jamás podría vencer a sus enemigos antes de haber sometido a sus hombres a la disciplina más férrea.
EXPULSAR A PROSTITUTAS Y ADIVINOS
El panorama con el que se topó Escipión Emiliano a su llegada a Hispania era casi dantesco. Las legiones afincadas en los campamentos se habían dado a los placeres sexuales y a los falsos augurios para mitigar la desmoralización por las continuas derrotas ante los numantinos. Se encontró, en definitiva, con un ejército sin disciplina y sumido en una situación de verdadera crisis. Aquello suponía confirmar los rumores que le habían llegado durante el viaje. Entre ellos, que los militares se habían corrompido y solo buscaban estar ociosos y evitar responsabilidades.
Escipión acabó de forma drástica con todo aquello. Su primera medida fue despedir a la gigantesca cohorte de civiles que seguía a los legionarios en su vida diaria. «Nada más llegar, expulsó a todos los mercaderes y prostitutas, así como a los adivinos y sacrificadores, a quienes los soldados, atemorizados a causa de las derrotas, consultaban continuamente», desvela Apiano. Tan solo permitió que se quedasen los esclavos que acompañaban a los soldados y que, antes de la batalla, les ayudaban a vestirse y a cocinar su comida. Aunque, eso sí, redujo el número total. Los más mermados fueron los grandes séquitos de los oficiales. De esta forma acabó con tres enemigos a la vez: redujo la tensión que provocaba la brecha social entre mandos y tropa, disminuyó las bocas que alimentar y enseñó a sus subordinados a ser rudos.
ACABAR CON LOS LUJOS
La segunda medida para endurecer a los legionarios romanos fue deshacerse de cualquier efecto personal que no les sirviese en plena batalla. Así lo recordaba Apiano:
Les prohibió llevar en el futuro cualquier objeto superfluo, incluso víctimas sacrificiales con propósitos adivinatorios. Ordenó también que fueran vendidos todos los carros y la totalidad de los objetos innecesarios que contuvieran y las bestias de tiro, salvo las que permitió que se quedaran.
Denegó también las peticiones de los que solicitaban quedarse con «utensilios para su vida cotidiana». Solo permitió que los legionarios disfrutaran de un asador, una marmita de bronce y una taza. Lo más básico y funcional. El resto, debió de pensar Escipión, eran lujos innecesarios. Se cuenta que, en una ocasión, cuando el cónsul vio que uno de sus hombres cargaba con una pieza de cerámica, la rompió frente a él como lec