ASUNCIÓN DEL PARAGUAY, 1888
Se despertó al amanecer por el ruido del viento contra los árboles y un golpeteo sobre su ventana. Advirtió que llovía intensamente y la contrariedad lo despejó:
—¡Carajo! —murmuró el viejo—. No podré ir hasta el terreno a controlar a los peones...
Decidió dormir un rato más para acortar el día, porque las jornadas lluviosas lo ponían frenético: él necesitaba moverse constantemente y ocuparse de sus cosas. En esos días, estaba terminando de cercar la parcela que sus amigos paraguayos, mediante una suscripción pública, le habían regalado en ese mismo suburbio de La Recoleta, a dos kilómetros del centro de Asunción.
Había hecho colocar unos postes de palmas y un enrejado de cañas tacuaras, para utilizar los materiales existentes en la zona. También había encargado una casa metálica de las llamadas isotérmicas, para ser armada sobre el sitio, y sus obreros estaban perforando un pozo en busca de agua.
A las siete, cansado ya de dar vueltas en la cama, decidió levantarse. El olor a pasto mojado, a musgo húmedo, se mezclaba con el ruido de las gotas sobre el tejado. Aspiró el aroma a naturaleza y se asomó a la ventana: las ráfagas opacaban la ribera del río pero la falta de sol hacía surgir de los árboles su color genuino. Las palmeras se acompasaban bamboleando sus penachos verdes, mientras los sauces desflecaban sus ramas lánguidas en coqueta sucesión.
La fuerza salvaje de la floresta le dio aliento, pero también acentuó su desencanto por no poder salir.
Se lavó las manos y la cara con el agua de la palangana del dormitorio y pasó al comedor de la pequeña casa, en realidad un anexo con cuatro piezas de madera del hotel denominado La Cancha Sociedad. El edificio había sido otrora residencia de Madame Elisa Lynch, la amiga del dictador Francisco Solano López.
Al entrar al comedor, lo recibió el olor a mate cocido. Su hija Faustina y su nieta María Luisa lo esperaban sentadas a la mesa, con un bollo con chicharrón, manteca y dulce de guayaba.
Intercambiaron comentarios sobre el tiempo y el anciano se quejó:
—Temo que se arruinen los almácigos que dejé expuestos ayer en el terreno.
Se limpió la boca con una servilleta y se dirigió al escritorio: lo había adornado con una estampa japonesa, como las que estaban de moda en París, y unas telas de su nieta Eugenia, la pintora.
Empezó a corregir unos originales de Conflictos y armonías de las razas en América, destinados a un segundo tomo, pero las ideas se le iban de la cabeza y la vista se dirigía hacia la ventana: a través de los vidrios, la lluvia tornaba en grises los colores tropicales. El rumor de las gotas lo adormecía, y sus ojos transformaban los árboles en piedra y los verdes en ocres y marrones. Empezó a ser invadido por los paisajes de la infancia y los recuerdos lo fueron llevando hasta las montañas escalonadas de San Juan. En las primeras estribaciones de los Andes distingue los peñascos y las yerbas, mientras sobre el fondo los reflejos dorados se coronan con los últimos restos de nevadas. Las cuchillas y colinas sepias delinean pequeños valles con ranchos aislados que brindan albergue a los viajeros.
Domingo Faustino recuerda el berrear de los terneros en la mañana y los balidos de las ovejas al ser recogidas por la tarde mientras las escenas de remembranzas comienzan a poblarse con figuras humanas.
Las familias sanjuaninas de prosapia iban a pasear a los baños del Zonda pero, más que el rumor de los arroyuelos o la animación de las cascadas, son la alegría y las risas de las muchachas lo que retorna al corazón de Sarmiento, que se recuerda a sí mismo como un joven inexperto, feo y tímido, deslumbrado por la belleza y simpatía de Clara Cortínez, hermana de su amigo Indalecio. Por las tardes, extendían a la sombra un cuero de vaca como alfombra y los jóvenes se sentaban a contar cuentos, entre los cuales se repetía el de La pluma dorada, con las peripecias que debía pasar el príncipe hasta encontrar el pájaro maravilloso que le permitiría desencantar a la princesa que quiere desposar.
El joven Domingo no tiene palabras para expresar su admiración por Clarita Cortínez y cada vez que se acerca a ella se siente cortado y se limita a mirarla. Clara se mueve con soltura y parece no reparar en los sentimientos de su amigo.
En algún momento, cuando Domingo se atreve a balbucear su amor, Clara lo interrumpe:
—¿No te diste cuenta de que me gusta mi primo Lucas?
Las montañas amarronadas parecen venírsele encima al jovencito y no sabe si es más fuerte el peso de su vergüenza que el del dolor.
Sarmiento cabecea y se levanta de improviso.
—Tiempo de mierda —dice. Y Aurelia que no viene...
1
LA PASADA OPULENCIA ( ? -1816)
Mi padre tenía una irresistible pasión por los placeres de la juventud y un odio invencible al trabajo material.
Recuerdos de provincia
Los Albarracín eran una antigua familia de San Juan, que había sido rica y prestigiosa. La tradición decía que tenían origen árabe y que el fundador de la estirpe era un jeque sarraceno llamado Al Ben Razin, que allá por el siglo XII había conquistado una ciudad española a la que terminó dando su nombre. Convertido luego al cristianismo, derivaban de allí los portadores de ese patronímico que, centurias después, habían arribado hasta las costas de América.
A fines del siglo XVII llegó a San Juan el primer Albarracín: se llamaba Bernardino, y vino desde la perdida ciudad de Esteco, en el norte, en la que había poseído tierras y riquezas.
Ya en San Juan, los Albarracín fundaron el Convento de Santo Domingo, por lo cual el patronato y la fiesta del santo se conservaban dentro de la familia. De allí derivaba una particular devoción hacia Santo Domingo y, cuando en alguna de las ramas de la estirpe se hablaba de este santo, se lo mencionaba como “Nuestro Señor”. Durante generaciones, se mantuvo la costumbre de que en todas las ramas siempre hubiera alguien que llevara el nombre de Domingo. Y también fue común que hubiera simultáneamente dos o tres frailes dominicos en la familia, la mayoría con buenas aptitudes intelectuales.
Uno de estos religiosos, llamado Fray Miguel, escribió un estudio sobre el tema de las profecías del milenario, entonces en boga, cuyos creyentes afirmaban que Cristo volvería a reinar sobre la tierra por espacio de mil años en una Nueva Jerusalén, antes del Juicio Final.
El trabajo llamó la atención de la Inquisición y Fray Miguel debió partir desde San Juan hasta Lima, para responder ante el Tribunal del Santo Oficio por la acusación de hereje. Fuera por las influencias debidas a la vocación dominica de los Albarracín, porque el escrito era inofensivo para el dogma oficial, por los argumentos convincentes del fraile o, como pensaba después uno de sus descendientes, porque ni el tribunal ni el acusado entendían ni jota de ese complicado tema de las profecías, lo cierto es que el sanjuanino pudo regresar a su provincia absuelto de culpa y cargo, para continuar la atención de sus feligreses.
Tiempo después, un chileno publicó un libro sobre el milenario, y, en la familia Albarracín, se decía que su material había sido tomado del trabajo de Fray Miguel, cuyo manuscrito había quedado depositado en los archivos de la Inquisición, en Lima, de donde lo había obtenido el trasandino.
A mediados del siglo XVIII, uno de los descendientes de don Bernardino, Cornelio, poseía una gran parte de las tierras del valle del Zonda, en el oeste sanjuanino, además de tropas de mulas y carretas.
“Salta saltará, Esteco desaparecerá y Tucumán florecerá”, repetían en la época algunos vecinos, maravillándose de las facultades proféticas que habría tenido la supuesta frase pronunciada otrora por San Francisco Solano.
Así como Esteco había desaparecido y los Albarracín debieron emigrar, también se esfumó bruscamente en San Juan la fortuna de los Albarracín que descendían de Cornelio.
En efecto, una enfermedad lo tuvo en cama doce años y, al morir, don Cornelio sólo dejó a sus quince hijos unos pocos solares.
Uno de sus hijos era Paula, una muchacha alta, delgada, huesuda, de pómulos angulosos. Como todos los Albarracín, tenía la nariz aguileña y los ojos celestes. Si la nariz denotaba inequívocamente la raíz arábiga, acaso la claridad de los ojos podía significar esa pizca de sangre judía tan común entre los españoles, luego de la conversión forzosa que el pueblo de Israel sufriera en la península en el año 1492, meses antes de que el navegante genovés Cristóforo Colombo descubriera América para sus majestades católicas.
Paula no era bella, pero a falta de dinero y hermosura, poseía carácter e inteligencia.
Su padre le había dejado un terreno baldío en el barrio del Carrascal, en las afueras de la ciudad: sólo había en el predio un retoño de higuera.
Soltera y con 23 años (¡casi una solterona!) decidió levantar una modesta construcción en el solar heredado. Para poder costear la obra, resolvió tejer anascotes, un lienzo que utilizaban los religiosos para sus hábitos, ya que era muy habilidosa con el telar.
Se instaló con su instrumento en el propio terreno y, con esfuerzo, lograba tejer doce varas por semana, que era el corte necesario para una sotana de fraile.
Con estos ingresos (cada vara de tela costaba entre 5 y 8 reales, porque ese año había escasez) Paula pagaba el salario de dos negros esclavos que le habían facilitado sus tías maternas, de apellido Irrazábal.
Así, mientras la muchacha tejía y tejía, vigilaba el trabajo de los morenos peones albañiles, quienes levantaron sobre la parte sur del predio dos habitaciones de adobe, con techo de paja.
La casita ya estaba terminada cuando José Clemente Sarmiento le propuso que se casaran.
Los Sarmiento eran tan importantes como los Albarracín en San Juan. Y tan pobres como la rama de los Cornelio.
Ya en 1650 constaba la presencia en San Juan de una mujer llamada Tránsito Sarmiento, de origen vasco, entre los vecinos principales. Posteriormente aparecen otros Sarmiento poseedores de tierras, signo inequívoco de riqueza y prestigio social, en esa sociedad colonial de encomenderos, frailes y terratenientes. Estaban emparentados con los Jufré, descendientes del fundador de la ciudad, con los Oro y los Funes.
Un siglo después, el apellido se extinguía por la vía masculina, por lo cual los hijos de Mercedes Sarmiento, casada con un Quiroga, decidieron usar el apellido de la madre.
Algunos descendientes se apellidaron Quiroga Sarmiento y otros pasaron a llamarse directamente Sarmiento, eliminando al Quiroga. Entre estos últimos estuvo José Clemente Sarmiento, quien en 1802 vino a proponerle casamiento a Paula.
José Clemente no había perdido solamente su primer apellido, sino también la fortuna familiar. Si bien parece que la declinación económica había empezado con sus mayores, su naturaleza disoluta, irresponsable, no contribuía a mejorar su situación. Se había criado en la hacienda paterna llamada La Bebida, al oeste de la ciudad, antes de la Quebrada del Zonda, y había adquirido allí hábitos bohemios: le gustaban los arreos de ganado, deambular de un lado a otro, trashumar...
Enemigo del trabajo material, tampoco era demasiado partidario de la faena intelectual, si se trataba de ejercitarla él mismo: se lo consideraba improductivo, tarambana, amigo de los placeres.
Delgado, de buenas facciones, José Clemente era decididamente un buen mozo. Pero locuaz, exagerado, de palabra fácil, había llevado a un grado excelso un rasgo común a toda su familia: era un mentiroso redomado.
Atraído quizás por las hacendosas cualidades de Paula (tan diferentes de las suyas), en 1802 le declaró sus sentimientos.
Paula conocía a José Clemente desde que eran niños, pues ella frecuentaba La Bebida (la finca, se entiende). La muchacha le llevaba un año de edad y conocía sus inmadureces, su inconstancia, su espíritu de veleta y su volubilidad. Aunque sabía que el rasgo característico del joven no era la veracidad, tenía una cara tan linda que no pudo dejar de creerle sus reclamos de amor. Y se casaron el 2 de diciembre.
A los cuatro meses, el 1° de abril de 1803, nació la primera hija del matrimonio, Francisca Paula, por lo que es dable suponer que la propietaria de casa e higuera había confiado en las promesas de su Clemente con alguna anticipación a la consagración matrimonial.
Los hijos continuaron llegando en los años siguientes: Vicenta Bienvenida en 1804, Manuel en 1806, Honorio en 1808, aunque estos varones no sobrevivieron.
Pero ni los hijos ni el casamiento alteraron las conductas de la pareja: José Clemente siguió fantasioso, holgazán, viajero permanente en arreos de ganado o especulaciones imaginarias, que solían terminar en frustraciones. Paula, trabajando con su telar bajo la higuera, proveía a las necesidades de la familia haciendo randas y ponchos de vicuña.
Al producirse el 25 de mayo de 1810 en Buenos Aires la formación de una Junta de Gobierno en reemplazo del virrey, la noticia llegó a San Juan a las pocas semanas. Gobernaba la provincia José Javier Jufré, descendiente del fundador de la ciudad, quien se plegó al movimiento. Y he aquí que uno de los vecinos más enfervorizados en favor del gobierno patrio fue Clemente Sarmiento, cuyos arrebatos independentistas hasta le valieron las bromas y apodos de sus amigos y parientes.
Fue durante esas semanas de excitación patriótica, precisamente, que Paula quedó nuevamente embarazada, ya que ni el intenso trabajo doméstico con el pedal ni el disgusto por los irresponsables y sospechosos viajes del marido alcanzaban para negarse a los requerimientos amorosos del adorable sinvergüenza que la providencia le había deparado.
Seria, huraña, manteniendo el ritmo incesante de la lanzadera, ella expresaba su disconformidad ante el alma aventurera del esposo saludándolo con una seca interjección a su regreso al hogar, luego de cada una de sus ausencias.
Pero Clemente se arrimaba por detrás al telar y la abrazaba con silla y todo, mientras le deslizaba en el oído fantasías sobre inminentes negocios que pronto se concretarían, cobro de letras sobre animales vendidos que percibirían en breve, a la vez que le expresaba cuánto la había extrañado, cuánto lo enloquecía esa naricita pinchuda y qué ganas tenía de estrujarla entera y besarla en la parte que a ella más le gustaba.
Ella sabía que no recibiría un real, que las mulas vendidas ni siquiera eran de él y que no cambiaría en lo más mínimo su situación de pobreza, pero ese mentirosito cabeza loca era un niño al que ella en el fondo quería. Y pronto los “salí Clemente” eran menos rotundos, hasta que dejaban la sombra de la higuera y se dirigían al dormitorio donde, ¡Dios nos perdone!, Paula encontraba unos minutos de placer por medio de ese ser que necesitaba ternura y a quien ella tenía que proteger de ese mundo hostil de mentiras y frustraciones que se había creado. A los pocos minutos ella lo dejaba dormido en la cama para volver al telar porque alguien tenía que hacer la tarea. Que si no en un caño vivirían...
Y así, al cabo de nueve meses, el 15 de febrero de 1811, nació un varón que fue bautizado ese mismo día en la Catedral de San Juan por el teniente cura José María de Castro, bajo el nombre de Faustino Valentín. Sus padrinos fueron Paula de Oro Albarracín (hermana de Fray Justo Santa María de Oro y casada con José Ignacio Sarmiento, pues los entrecruzamientos entre estos apellidos eran profusos) y José Tomás Albarracín.
El nombre de Faustino Valentín había sido elegido por el padre, pero la devoción de los Albarracín por Santo Domingo pudo más que la decisión de Clemente, y Paula comenzó a llamarlo Domingo. Así dieron en nombrarlo todos en la casa y el Faustino Valentín del acta bautismal se transformó muy pronto en un robusto y berreante bebé conocido como Domingo Faustino.
En los primeros años de vida de Domingo Faustino, poco cambiaron las cosas en el hogar de los Sarmiento-Albarracín: Paula cada vez más seria y trabajadora, se había ganado el apelativo de Doña no sólo por estar casada y por el paso de los años, sino también por su responsabilidad hacia una familia cada vez más numerosa; el marido casi siempre ausente (y no sólo en el sentido físico).
Ella trabajaba desde la salida del sol en el telar que seguía debajo de la higuera en el primer patio, pero sin descuidar por ello los otros quehaceres que contribuían a aumentar los modestos ingresos de la familia: daba de comer a los pollos en el fondo; desherbaba el huerto que había sido cercado para cuidar las legumbres de una intrusión de las gallinas; mojaba las telas en una batea con lejía antes de someterlas a las tinturas; y vigilaba el pudridor de afrecho que todas las semanas proporcionaba una buena porción de níveo almidón.
Clemente, en cambio, no maduraba con los años: seguía fantasioso, imaginando grandes negocios sobre ventas de ganado que exigían viajes y transportes, pero que generalmente terminaban en grandes decepciones que él atribuía a factores externos que ya, en la próxima vez, los iba a solucionar.
En esos tiempos de luchas por la independencia, Clemente continuaba exaltado con sus ideas patriotas: una vez salió de su casa gritando en favor de la “madre patria” y los vecinos pensaron que estaba abogando en favor de España. Pero él explicaba con agitación que su país, las Provincias Unidas, eran la verdadera madre patria, y que España, en todo caso, sólo podría ser una “madrastra”. Los vecinos se miraron entre ellos con ojos burlones y desde entonces lo apodaron “Madre Patria”.
Eso sí, las ideas de la Ilustración no eran recibidas en bloque por el alborotado Clemente, sino que él las tamizaba con su particular sentido crítico: así, nunca se dejó convencer por las concepciones progresistas que reivindicaban los valores del trabajo manual, ni para él ni para sus descendientes varones. “Mi hijo nunca manejará la azada”, dijo categóricamente una vez con orgullosa y linajuda esperanza, al referirse a la educación que quería brindar a Domingo Faustino, quien ya mostraba indicios de tener un claro entendimiento.
En 1812, durante uno de esos viajes por míticos arreos que nunca dejaban ganancia, Clemente vio las privaciones que pasaban en Tucumán las tropas patriotas del general Belgrano. Vuelto a San Juan, decidió encarar una colecta, pero su entusiasmado desorden y la forma perentoria de algunas solicitudes le valieron una acusación ante el Cabildo, por supuesta expoliación. Explicó Clemente frente a las autoridades el sentido de sus afanes, y el alcalde le permitió que viajara nuevamente a Tucumán, llevando los óbolos conseguidos con tanto empeño. Desde entonces, el apelativo de “Madre Patria” quedó consagrado definitivamente.
Los primeros años de vida de Domingo Faustino transcurrieron en esa casa y en ese ambiente familiar: una vivienda sencilla en un barrio de una pequeña ciudad de tres mil habitantes, ubicada al pie de los Andes. Todo San Juan ocupaba unas escasas cuadras y las moradas eran de adobe, con techo de tejas las principales y las otras cubiertas con barro y paja. Las calles, sin empedrar, se arremolinaban de polvo cuando el viento Zonda atravesaba el pueblo. En las afueras, hileras de álamos, rústicas tapias y breves acequias delimitaban huertos y viñedos, a veces matizados por potreros de alfalfa con la breve sombra de algún sólido algarrobo.
Hacia el oeste el valle del Zonda se saludaba con la imponente cordillera, que detrás de sus primeras arideces anunciaba arroyos, minas, algún verdor. Pero en las otras direcciones, lo dominante era la sequía, el desierto, el sol ardiente, el cielo azul, las plantas rastreras, que recordaban que aquello de San Juan era un verdadero oasis.
El hogar de los Sarmiento era, en todo sentido, la casa de Paula: su presencia era permanente y su labor constante. Con su trabajo ella les recordaba cotidianamente a los hijos que eran pobres, indicándoles que aunque pertenecían a una prosapia de gente importante, de clérigos ilustrados, de personas con tradición y con influencia, no por eso dejaban de pasar privaciones y debían sobrellevar ese estado con dignidad.
Domingo y sus hermanas sabían que los Albarracín habían sido ricos y la propia Paula les contaba que su tía Antonia Irrazábal de Albarracín dormía rodeada por dos esclavas que le velaban el sueño, mientras a la hora de comer una orquesta de criados tocaba el arpa y los violines para alegrar el festín de los amos. No había tenido hijos esta rica doña Antonia y por eso Paula y otras sobrinas solían ir a acompañarla, maravillándose con la ceremonia nocturna en que dos siervas, después de haberle entibiado la cama con calentadores de plata, procedían a desnudar a su ama de los lujosos faldellines de brocato o las medias de seda de colores, que luego enviaba en canastadas a casa de sus parientes pobres a que las repasaran.
Cuando doña Paula se reunía con sus hijos al atardecer en la habitación que servía de recibo y comedor, solía contarles que, siendo niña, había asistido en casa de la adinerada tía Antonia a la tarea denominada como “asoleo”, que era propia de la gente principal. Se trancaban las puertas de calle y se incomunicaban los patios, para evitar la presencia de los niños. Luego se tiraban unos gruesos cueros sobre el piso de uno de los patios y, sobre ellos, se tendían al sol los pesos fuertes ennegrecidos, para que el sol los despejara del moho.
Recordaba Paula que la negra Rosa, una criada curiosa y ladina, la alzaba sobre una ventanilla que daba hacia ese lugar, para que atisbara lo que estaba sucediendo. Allí había podido contemplar a dos esclavos ancianos y de confianza de la casa, que circulaban entre los tientos removiendo las monedas de oro, las que producían un suave y atrayente campanilleo.
Pero estos recuerdos de la pasada opulencia de los Albarracín se contrastaban con el presente de escasez en casa de los Sarmiento, para el que Paula sólo admitía como remedio el esfuerzo doméstico y la resignación cristiana (o musulmana). Con tesón y nobleza, Paula no solicitaba ni admitía ayuda de sus parientes ricos, ni tampoco hacía conocer sus necesidades a sus dos hermanos sacerdotes. Uno de éstos celebraba anualmente la fiesta de San Pedro con un banquete al que concurría toda la familia, pero Paula no llevaba a sus hijos Domingo y Paulita para que no se pensara que los quería alimentar subrepticiamente.
Un criterio parecido aplicaba cuando visitaba a una amiga de la infancia, Francisca Banegas, con quien se reunía periódicamente en compañía de las hijas de ambas, que continuaban la amistad familiar. Doña Francisca era muy acaudalada y por ello Paula, cuando iba a visitarla por todo un día junto con sus chicas, llevaba las provisiones correspondientes para que no pudiera siquiera sospecharse que estaba esquivando el deber de sostener a su larga progenie o que doblaba la frente ante las desigualdades de la fortuna.
La pobreza se extendía, como ya se ha dicho, a algunos hermanos de Paula: uno se ganaba la vida curando caballos y había otro minorado, pero siempre estaba presente esa dignidad casi rayana con el orgullo. Una de las hermanas, pobrísima, solía llegar a la casa de Paula desde las tierras de Angaco, cabalgando un rocín huesudo y portando alforjas atestadas de legumbres y pollos, echando pestes contra tal persona que no la había saludado por ser pobre. Rezongando, la tía de los niños Sarmiento hacía la reseña de los cuatro apellidos del infeliz, y llegaba a la conclusión de que era, en la segunda o tercera generación, mulato por un lado y zambo por el otro, cuando no excomulgado por hereje.
Desde sus más tiernos años, con su incipiente inteligencia más la aguda sensibilidad que caracteriza a los niños, Domingo vislumbraba estas contradicciones: entre la pasada opulencia de los Albarracín y su presente de pobreza muchas veces extrema; entre la pertenencia a una familia de peso y la sensación de ser sutilmente menospreciado por algunos; entre la sólida fuerza de una madre callada pero laboriosa y la debilidad de un padre parlanchín y fabulador, pero en el fondo superficial e improductivo.
Desde muy niño Domingo advirtió que en su casa predominaban las mujeres: el trabajo de Paula era tomado como ejemplo por sus hijas Paulita, Bienvenida y Procesa. Además estaba Toribia, una zamba criada en la familia, que cocinaba, lavaba la ropa, hacía los mandados, llevaba a las casas los tejidos hechos por Paula y colaboraba en todos los quehaceres domésticos, entre ellos nada menos que el de criar a los chicos. Toribia tenía sus propios hijos, “una suerte de vegetación natural de la que no podía prescindir”, pero también hacía de aya de todos los Sarmiento y Domingo le tenía un particular afecto.
La relación entre Paula y Toribia era la de dos compañeras de trabajo que debían cubrir juntas las necesidades caseras y hasta discurrían sobre los medios de mantener a la familia. Discutían, peleaban, se quejaban y hasta se acusaban recíprocamente con el dulce tonito cuyano y cada una terminaba haciendo su parecer. Más que patrona y sirvienta, eran dos amigas unidas por las tareas hogareñas.
La presencia del padre, en cambio, era más bien opaca a pesar de su constante dicharacheo. Durante los períodos en que Clemente estaba en casa, Domingo no terminaba de encontrarle un lugar exacto y definido, dentro de ese orden doméstico en que él se había acostumbrado a moverse. Al niño le gustaba jugar en el primer patio, porque allí la presencia de su madre, garantizada con el ruido del pedal y la lanzadera que operaba incesantemente, le proporcionaba una apacible serenidad. Pero su necesidad de movimiento —acaso la herencia paterna— lo llevaba también a estar en el fondo donde, rodeando tres naranjos que aun en otoño daban sombra, llegaba hasta el duraznero corpulento que estaba al costado del pozo de agua. Allí, intentaba atrapar a los cuatro o cinco patos que se solazaban en el diminuto espejo, los que huían entre alegres aleteos aunque pronto, después de multiplicarse biológicamente según el precepto bíblico que también los animales respetan, harían su contribución en la mesa de los Sarmiento-Albarracín, al “diminuto sistema de rentas sobre el que reposaba la existencia de la familia”.
El olor a estiércol de los patos y las gallinas, mezclado con el de la bosta del caballo paterno, le resultaba atrayente al pequeño Domingo. Y el noble equino de Clemente (hablamos del jamelgo), ensillado muchas veces ahí en el fondo, le resultaba a Domingo una figura mucho más estable que la del propio, querido y esquivo padre moviéndose por la casa y desplegando su imaginación ante la mirada indulgente pero escéptica de la laboriosa Paula.
Frecuentaba habitualmente la casa otra mujer, llamada Ña Cleme, que era algo así como la pobre de la familia, a quien Paula ayudaba a pesar de las escaseces propias.
Ña Cleme era una india de edad avanzada que venía y se sentaba a conversar con Paula en el estrado de la sala, acerca de gallinas, telas o comidas. A veces contaba algunas historias sobre brujas o aparecidos que Paula oía con una sonrisa incrédula y los niños con asombro y miedo. Cuando Ña Cleme decía: “Bueno, me voy ya”, se entendía que no sólo estaba indicando que la visita finalizaba sino que sutilmente pedía alguna donación. La frase “me voy ya” se repetía un par de veces hasta que Paula traía alguna ropa vieja, un bollo con chicharrón o, muy de vez en cuando, una moneda de ínfimo valor. La buena mujer vivía en el barrio de Puyuta y en su juventud había sido querida de uno de los Albarracín, lo que explicaba la nariz aguileña y los ojos claros de sus hijas y, quizás, el trato cordial que recibía en la familia.
De vez en cuando, Domingo solía visitar la casa de Ña Cleme y, al atardecer, la propia india llevaba al niño de vuelta a su hogar. Un crepúsculo de verano, mientras ambos caminaban por el barrio de Puyuta rumbo a la casa de los Sarmiento-Albarracín, notaron que al fondo de un callejón, al borde de una acequia, se levantaba una fogata. Algunas sombras parecían bailar alrededor de las tornadizas llamas y Domingo, inquieto, miró interrogadoramente a Ña Cleme.
—Es la Salamanca —le dijo la vieja con naturalidad.
El muchacho apuró el paso y apretó la mano de su guía, mientras miraba de soslayo a los resplandores que iban quedando atrás.
—De día vive en las lagunas —explicó Ña Cleme—, pero algunas noches se junta acá con el Sombrerudo y otros duendes.
Un hormigueo recorrió el cuerpo del niño, que abrió fuertemente los ojos y empezó a ver figuras extrañas en todas las sombras del camino. Sólo al llegar a su casa y sentir la protección de Paula disminuyó el miedo, pero desde entonces nunca pudo pasar de noche por ese sitio sin sentir que su imaginación intuyera la presencia de un tenue fuego, a cuyo alrededor la misteriosa Salamanca de Puyuta alternaba con otros personajes tan difusos como sobrenaturales.
2
LA EDUCACIÓN SANJUANINA (1816-1825)
En mi vida tan destituida y tan contrariada, y sin embargo tan perseverante en la aspiración de un no sé qué elevado y noble, me parece ver retratarse esta América del Sud, haciendo esfuerzos supremos por desplegar las alas pero lacerándose a cada tentativa contra los hierros de la jaula que la retiene encadenada.
Recuerdos de provincia
En 1816 se creaba en San Juan la primera escuela del período independiente, que pasó a llamarse Escuela de la Patria. El gobierno local trajo desde Buenos Aires a dos maestros, Ignacio y José Genaro Rodríguez, para que se encargaran del establecimiento y lo pusieran en marcha. Su inauguración conmovió a la apacible ciudad cuyana y, entre los niños que se incorporaron como alumnos al primer grado, se contó Domingo Faustino, a quien un hermano de Clemente, el cura Eufrasio de Quiroga Sarmiento, había enseñado ya algunos rudimentos de las letras.
Serio, algo asustado, pero orgulloso por el acontecimiento que estaba viviendo, Domingo inició sus clases con entusiasmo, consciente de que estaba siendo protagonista de algo muy particular. Su madre le había hablado de la importancia de poder adquirir una educación como los sacerdotes que había en la familia, pero al niño le había impactado todavía más la reacción de su padre, quien se mostraba eufórico por la inauguración de la escuela.
—Yo no he podido tener educación, Faustino, pero tú la tendrás —aseguraba con énfasis Clemente.
Domingo percibió que, aunque su padre y su madre eran muy distintos y ocupaban papeles diferentes en el hogar, los dos estaban muy de acuerdo sobre la trascendencia que, para él, tenía la actividad escolar que iniciaba. Como además el chico era muy despierto y se interesaba vivamente en todas las cosas, al poco tiempo conocía las letras y los números y podía leer en voz alta con un tono que demostraba que entendía lo que leía. Clemente, orgulloso de los avances de su hijo, lo llevaba a casa de los parientes para que leyera algún párrafo, lo que despertaba sincera admiración en los circundantes, que felicitaban y abrazaban al pequeño y, con frecuencia, le regalaban una porción de bollo.
Al volver de la escuela, Clemente esperaba a su hijo y le tomaba la lección del día. Después le hacía leer trozos de la Historia crítica de España, de Juan Masdeu, o el Desiderio y Electo, libros que Domingo no comprendía bien y que le dejaban una confusa mezcla de fábulas, alegorías, historia y nombres de países y personajes, pero también lo hacían sentirse importante y comprobar que lograba complacer a su padre y tenerlo más apegado a su hogar.
Este sentimiento aprobatorio lo obtenía también en la escuela, en cuya aula se había colocado un asiento elevado como un solio, al que se llegaba subiendo por unas gradas. Allí lo ubicaba el maestro a Domingo, confiriéndole el pomposo título de “primer ciudadano”, lo que lo llenaba de orgullo y también de un cierto grado de fatuidad.
La inseguridad que Domingo experimentaba en su casa por la mala situación económica o las permanentes ausencias de su padre, se fueron compensando así por los elogios que, en todos los ambientes, recibía por su talento y su capacidad de asimilación. La decadencia de los Albarracín y los embustes o infantilismos de los Sarmiento, los superaba con su contracción al estudio y su vanidad escolar.
El chico aprendía mucho, pero no parecía demasiado feliz. Casi no jugaba con sus compañeros y no aprendió a hacer bailar un trompo, rebotar la pelota o levantar una cometa. Muchas horas de ocio las pasaba en soledad, elaborando figuras con arcilla que se tornaban en santos o soldados, según su estado de ánimo.
Doña Paula, educada por un cura y con tantos sacerdotes en su familia, era una típica mujer de la colonia que miraba con satisfacción los santos que modelaba y luego coloreaba su Domingo con primor, dejándolos en sus nichos. Clemente, siempre entusiasmado por los movimientos de los ejércitos independentistas, veía con orgullo los soldados de barro que su Faustino (insistía en vano con ese nombre) elaboraba, para luego utilizarlos en infantiles batallas con algún vecinito.
Cuando la arcilla iba tomando forma de cuerpo humano en las manos del chico y llegaba el momento de definirla como santo o como soldado, Domingo percibía tenuemente que esa decisión tenía algo que ver con los deseos de su madre o de su padre: ella quería que su hijo fuera clérigo, mientras Clemente tenía la esperanza de que fuera militar. Militar y patriota.
En la encrucijada, Domingo prefería seguir estudiando para no decidir.
Cuando se libró la batalla de Chacabuco, Clemente Sarmiento se encontraba en Chile. El general San Martín, entonces, le encargó que llevara hasta San Juan un grupo de prisioneros realistas que deberían permanecer allí internados.
Paula y los hijos habían quedado a cargo del hermano de Clemente, el cura Eufrasio. Aunque todavía muy chico (tenía 6 años), Domingo estaba en la plaza cuando vio que un grupo de jinetes se encaminaba hacia la casa del gobernador, José Ignacio de la Roza. Alguien le dijo que su padre regresaba entre ellos y el niño partió corriendo por detrás. Los hombres habían ingresado ya en la morada y las cabalgaduras estaban arremolinadas en la estrecha calle, de modo que el pequeño Domingo, en su apuro, cruzó por debajo de las barrigas y pescuezos de caballos y entró corriendo a la sala de recibo del mandatario. Se paró en el centro hasta que divisó a su polvoriento y curtido padre y se arrojó en sus brazos. Clemente lo recibió con regocijo y el gobernador, participando de la alegría general, alzó también al muchacho, cuyo afecto hacia el padre carecía de toda inhibición.
En el país, 1820 fue un año de conmociones, de inicio o acentuación de la llamada anarquía. En la posta de Arequito, el coronel Juan Bautista Bustos sublevó al ejército del Norte, ocupó la ciudad de Córdoba y se autoproclamó gobernador de esa provincia. El general en jefe de esas tropas, Manuel Belgrano, que se encontraba en Tucumán, fue apresado por los rebeldes y enviado a Buenos Aires.
El general José de San Martín se trasladó desde Mendoza a Chile, para evitar correr suerte parecida. En el litoral, el caudillo entrerriano Pancho Ramírez marchó sobre Buenos Aires, exigiendo la disolución del gobierno central.
Los hechos repercutieron también en San Juan: en enero, el capitán Mariano Mendizábal se amotinaba y deponía al gobernador José Ignacio de la Roza, su cuñado.
En los días del motín, Dominguito percibía en los ambientes la inquietud de los sucesos. Una tarde se encontraba en casa de su tío el cura Eufrasio de Quiroga Sarmiento, que era una especie de lugar neutral, donde los bandos parlamentaban. Los hombres hablaban de destituciones, de lealtades y fusilamientos. Había varios militares y en medio de los diálogos le pareció entender que Clemente estaba actuando como mediador. Poco después, Dominguito vio llegar a su padre desde el valle del Zonda y, en un tono arrogante y altanero, lo escuchó intimar rendición a los jefes insurrectos.
El niño no entendía bien qué significaba ese término de “insurrecto”, pero se sintió orgulloso del porte y la palabra de Clemente, que parecía intimidar a esos militares ceñudos y con gruesos bigotes que arrastraban nerviosamente sus charrascas sobre las baldosas de la morada del sacerdote.
El 10 de marzo, los vecinos de San Juan se reunían en Cabildo Abierto y declaraban la independencia respecto de la capital de Mendoza, de la cual hasta ese momento habían dependido. Proclamaban también que San Juan quedaba unido a las demás provincias federadas hasta la futura constitución de la autoridad nacional y se confirmaba como gobernador a Mariano Mendizábal. El acta era firmada, entre muchos otros, por los hermanos Clemente Sarmiento y Eufrasio Quiroga Sarmiento; el cura José de Oro e Ignacio Rodríguez, maestro de la Escuela de la Patria.
Pocas semanas después, Mendizábal era destituido a su vez por un oficial del regimiento, José Ignacio del Corro, quien asumió la gobernación. La autonomía sanjuanina había nacido con la inestabilidad.
Domingo había cumplido 10 años, en 1821, cuando partió hacia Córdoba en compañía de su padre, con la intención de ingresar en el Colegio de Montserrat y luego continuar sus estudios en el seminario de Loreto. Las ilusiones de Paula, de contar con un hijo sacerdote, estaban puestas en esta posibilidad, de modo que le preparó algunas mudas de ropa y lo despidió con emoción y esperanzas.
El trayecto se hacía en carretas acompañadas por algunos caballos, con paradas en postas solitarias, pero Domingo disfrutó de la travesía y comprendió allí cuánto gozaba Clemente con esos viajes: la imaginación volaba con libertad y la naturaleza llenaba la mente de fantasías.
Al cabo de varios días arribaron a Córdoba y el espíritu del muchacho se encendió de entusiasmo: casas extendidas, calles anchas, con una plaza importante y una soberbia catedral. Templos por todas partes en una ciudad mucho más grande que la única que él conocía. Habían llegado para el 25 de Mayo y Domingo se impresionó con la fiesta de celebración del día patrio. El ejército del Norte se había formado en la calle Ancha y la música militar incitaba al entusiasmo. Había un tedéum en la Catedral y el niño entró a la iglesia de la mano de Clemente, con unción y curiosidad, pues su padre le había dicho que allí estaba presente el gobernador, el coronel Juan Bautista Bustos.
El muchacho se adelantó hasta el baptisterio para poder ver mejor y divisó al gobernador bajo un dosel carmesí, vestido con bordados de oro y flanqueado por edecanes cubiertos de galones. Un maestro de ceremonias simulaba compostura mientras dos mulatos que parecían gemelos, arropados con pana verde, actuaban de maceros con insignias de plata. La pompa se completaba con la presencia de religiosos de diversas órdenes con sus hábitos de colores diferentes, alumnos del Colegio de Montserrat con banda celeste sobre sus uniformes, estudiantes universitarios con bandas rojas sobre sus togas, jefes militares y mujeres y hombres de porte aristocrático.
Luego de leerse el introito, musicalizado por una orquesta de violines, tambor y triángulo, un compuesto sacerdote se dirigió hasta el púlpito. Su paso erguido despertó una tensa expectativa en el público y Domingo miró interrogativamente a su padre, que se había acercado hasta su costado.
—Es Fray Cayetano Rodríguez —le susurró Clemente—. Fue congresal en Tucumán junto con tu tío Justo Santa María...
El fraile se acomodó en el púlpito y, cuando parecía que iba a empezar su sermón, sacó de la manga del blanco hábito un pañuelo, con el que se limpió el rostro en majestuoso y acompasado ademán. Extendió sus manos sobre la cornisa y, en medio de un silencio que sobrecogía a Domingo, inició su alocución con palabras latinas, para luego referirse al significado del 25 de Mayo. La concurrencia parecía casi no respirar cuando Fray Cayetano hizo una síntesis de lo que había ocurrido en el país en cada 25 de Mayo posterior al de 1810, año por año. Al llegar a 1820, mencionó el Motín de Arequito, precisamente encabezado por el allí presente coronel Bustos. “Fue un día de luto y de vergüenza para la patria —tronó el religioso—. Un funesto día en que sus hijos volvieron sus armas contra el seno de su madre patria...”
Impasible bajo su solio, Bustos parecía no escuchar las palabras del predicador ni percibir la incómoda inquietud de los feligreses: simplemente, jugaba con una borla de terciopelo que se desplazaba sobre la mesa donde se apoyaba el misal. Cuando el sacerdote concluyó su sermón deseando a la concurrencia la gloria eterna, en el público se levantó un rumor de toses, vestidos y voces que a Domingo le pareció como “si una bandada de palomas torcazas se levantase del suelo, agitando un millar de alas en un solo tiempo”.
El deslumbramiento por la magnificencia de Córdoba poco le duró a Domingo. En el Colegio de Montserrat le avisaron que no podían concederle una beca de estudios. Decepcionados, el niño y Clemente regresaron a San Juan, esta vez sin disfrutar de la travesía. Cuando descabalgaron en la casa familiar, Paula, ansiosa dentro de su ascetismo, descubrió en sus rostros el resultado del intento. Domingo vio que su madre lloraba de pena por el fracaso y se le hizo un nudo en la garganta, pero se mantuvo duro, enhiesto, tiesamente compuesto. Se dijo a sí mismo que iba a seguir luchando para hacer feliz a doña Paula.
Frustrado el ingreso al colegio cordobés, Domingo debió seguir en San Juan como alumno en la Escuela de la Patria. Pero el interés ya no era el mismo en el estudio y el joven empezaba a aburrirse con clases que le resultaban rutinarias. La aritmética, el álgebra y la gramática le eran fatigosas a fuer de conocidas. Muchas veces, su empeño no estaba en atender ni estudiar, sino más bien en molestar o perjudicar a sus compañeros.
Se utilizaba en el aula un método escocés, mediante el cual se formulaban preguntas y las respuestas se expresaban poniéndose de pie o quedándose sentado. Los que no eran muy estudiosos, siempre miraban a Domingo para ver si éste se paraba o permanecía en su asiento, orientándolos en la respuesta. Harto ya de la rutina, Domingo se divertía guiando mal a sus condiscípulos.
Si la respuesta correcta consistía en quedarse sentado, fingía pararse para precipitar a sus compañeros en el error; si por el contrario lo correcto era pararse, se repantigaba en el asiento mirando abstraídamente para arriba. Cuando los indecisos lo habían imitado, se paraba de golpe dejando a sus colegas en ridículo.
Domingo contaba unos doce años, cuando el maestro Ignacio Rodríguez, encargado de la Escuela de la Patria, le anunció que quería visitar a su padre en la casa. El niño transmitió a Clemente el mensaje con cierta inquietud, pues no entendía bien si el propósito de la visita era para felicitarlo o para expresar algún reclamo sobre su comportamiento.
Clemente experimentó la misma incertidumbre y, esa tarde, esperó al docente con nerviosismo. Cuando Rodríguez llegó, lo hizo pasar a la sala y, una vez sentados, cambiaron algunas palabras de circunstancias. Luego, el maestro entró en tema:
—Tengo una buena noticia para usted y Domingo, don Clemente...
El padre sintió una sensación de alivio y se sentó un poco más cómodo en su silla.
—...el gobierno de Buenos Aires ha otorgado unas becas para que seis jóvenes sanjuaninos puedan educarse en el Colegio de Ciencias Morales. El gobernador me ha pedido mi opinión y voy a incluir a Domingo en la lista, por su clara inteligencia...
Clemente despidió a Rodríguez y, con orgullo, fue a dar la buena nueva a su esposa y a su hijo. A Paula se le iluminaron los ojos y Domingo sintió una enorme satisfacción: se imaginó de inmediato en la gran ciudad, asistiendo al renombrado colegio y discutiendo temas trascendentes con profesores y compañeros del máximo nivel.
Las hermanas participaron del revuelo y, esa noche, Domingo no pudo dormir.
A los pocos días, Clemente y Paula se enteraron de que los recomendados para las becas excedían el número de seis y el gobierno provincial había resuelto realizar un sorteo para determinar a los beneficiados.
El día de la elección, Clemente regresó a casa demudado: los elegidos eran Antonino Aberastain, Saturnino Salas, Indalecio Cortínez, Fidel Torres, Pedro Lima y Eufemio Sánchez. Domingo no figuraba en la lista.
Parado en la sala, el niño sintió una opresión en el pecho. Permaneció callado y vio que su madre lloraba en silencio, mientras Clemente tenía la cabeza sepultada entre sus manos. Domingo se sintió desolado y su angustia se fue convirtiendo en impotencia, en rabia. Salió al patio y tuvo ganas de golpearse la cabeza contra el tronco de la higuera.
Al ver tronchadas las ilusiones de “su Domingo” y de toda la familia, Paula no se conformaba. Las comidas familiares transcurrían en silencio y padres e hijos sólo intercambiaban monosílabos. Paula meditaba en el telar y, una noche, le dijo a su marido:
—Hay que hacer otro intento, Clemente. ¿Por qué no le escribes al gobernador de Buenos Aires?
Clemente se sentó a la mesa y empezó a redactar:
San Juan, 4 de marzo de 1823
Señor Gobernador de Buenos Aires, don Martín Rodríguez
Respetable Señor:
Ocupado en prestar servicios asiduos en obsequio de la causa común, he perdido desde el año diez acá tiempo de elaborar mi fortuna: soy padre, pobre, de numerosa familia, entre la cual tengo un hijo, cuyos buenos talentos (según el informe de los maestros) le granjearon lugar entre la lista de los candidatos a optar por la gracia de lograr su ilustración; pero, reducidos a suerte, no tuvo la dicha de que le cupiese.
Mi proyecto, señor, es grande, tal vez temerario; pero al frente de la beneficencia de V. E. se aniquila, en mi concepto, toda enormidad y nace mi confianza de que mi súplica obtenga favorable acogida. Es mi deseo que, ilustrándose mi hijo, pueda a su vez ser útil en lo posible a la América. Y como la estrechez de mis facultades toca casi a los umbrales de la mendicidad, solicito de la benignidad de V. E. se le permita ocupar por gracia extraordinaria, en clase de supernumerario, un lugar cualquiera en el Colegio.
Soy de usted afectísimo servidor,
José Clemente Sarmiento
Pero los meses pasaron y los Sarmiento no tuvieron respuesta favorable a su solicitud.
La nueva decepción acentuó el carácter agresivo de Domingo y los años de la adolescencia lo vieron alborotador y rebelde, cuando no pendenciero. Se había convertido en el jefe de una pandilla de pilluelos, que azotaban las calles de la ciudad provocando a los jóvenes de los barrios vecinos. Los encuentros solían producirse los domingos y, una de esas jornadas, acometieron con pedradas y palos a unos muchachos de Colonia y de Valdivia, algunos de los cuales fueron “tomados prisioneros” y paseados insolentemente en ese carácter.
Al jueves siguiente, recibieron la noticia de que los agredidos de Valdivia y de Colonia estaban organizándose para retornar el próximo domingo, con refuerzos, a buscar venganza por la humillación recibida.
Domingo citó a su gente para esa fecha, pero los rumores sobre la magnitud de la “expedición punitiva” eran tan alarmantes, que sólo se presentaron sus soldados más valientes y leales: el mulato regordete que vivía en casa de los Rojo, apodado Barrilito, muchacho inquieto y atrevido; el también mulato Cabrera, diminuto y taimado, llamado Piojito; un peón chileno grandote y algo imbécil, conocido como Chuña por su aspecto de ave; su condiscípulo José Ignacio Flores, alias Velita; otro compañero de escuela muy querido, excelente muchacho apodado el Gaucho Riberos; y Dolores Sánchez, a quien por envolverse el capote en el brazo para defenderse de las pedradas, lo llamaban Capotito.
Con sus escasos seis combatientes, Domingo se dirigió hasta el sitio denominado la Pirámide, donde oyeron el fragor de las aclamaciones, los gritos de entusiasmo de los chiquillos y el sonido de los tambores de calabazas o de cuero que los acompañaban. Poco después, veían aparecer una impresionante columna de diablejos enarbolando palos y dispuestos a cobrar desquite por la derrota anterior.
Desconcertados, cabizbajos y casi huyendo, los siete compañeros de patota retrocedieron por la calle que conducía hacia el Molino de Torres. Al llegar al puente que cruzaba la acequia, Domingo advirtió que había una gran cantidad de piedrecillas amontonadas sobre un borde y una idea cruzó de inmediato por su mente. Detuvo a sus amigos y les explicó que, con aquella bendición de guijarros a la mano, podrían pararse los siete sobre el estrecho puente e impedir el paso a ese amenazante ejército invasor.
Aceptaron los compañeros la iniciativa de Domingo, quien se situó en el centro del puente con el Gaucho Riberos y Barrilito. Los restantes se ubicaron de a dos a cada lado de la acequia y entre todos acopiaron piedras mientras la turba se acercaba vociferante. Cuando la patota sarmientina los tuvo cerca, les arrojaron una granizada de guijarros, muchos de los cuales dieron en el blanco y los atacantes se alejaron desordenadamente dando gritos de dolor.
Pero Domingo no había calculado que las mismas piedras que los siete valientes tiraban desde el puente podían ser utilizadas por los pilluelos de la liga “Colonovaldiviana”. Tampoco había advertido que sus adversarios tenían a su retaguardia la calle San Agustín, tan rica en guijarros, que hasta los jinetes la evitaban para cuidar los cascos de sus cabalgaduras. De modo que a los pocos minutos los invasores se habían recuperado y habían acumulado proyectiles a montones y se encontraban prestos a devolver con creces el fuego recibido. Un muchacho avanzó a modo de parlamentario y les propuso pelear a sable con los palos que portaban. Pero Domingo, teniendo en cuenta que eran siete contra varias decenas, rechazó el ofrecimiento.
Al minuto, las piedras les llovían encima en medio de los gritos de guerra y eran muy pocas las que los siete podían devolver a sus enemigos. Al Piojito le lastimaron la cabeza y, en medio de la s