Ruido de tapones
Al viejo.
Aquel año de 1966 fue el último que la familia vivió en Colonia. Yo andaba por los ocho años y la separación de Montevideo, junto con nuestra pasión por el fútbol, nos hizo, a mi padre, a mi hermano y a mí, elegir a Juventud como equipo del que primero fuimos simpatizantes, y luego hinchas. Este era el eterno rival del otro cuadro grande coloniense, Plaza, que tenía más poder económico y también, hay que reconocerlo, mayor hinchada.
Juventud pasó a ser una referencia obligada y salvadora de los naturalmente aburridos domingos. No debe haber cosa más desvalida en el mundo que un domingo sin fútbol. Con otros amigos del barrio, que quedaba a escasas dos cuadras de su cancha, conformábamos un pequeño grupo de niños que levantaban poco más de un metro del piso. Todos éramos de Juventud, así que los padres, en sabia medida, nos juntaban en las canchas para que no molestáramos demasiado. Mientras ellos tranquilamente miraban los partidos, nosotros íbamos descubriendo, poco a poco, toda la magia e irracionalidad que corre detrás de una pelota.
Apenas tres nombres de aquel plantel sobreviven al olvido. El Tingo Pintos, un número nueve que era un monumento al esfuerzo y símbolo del equipo; Orellana (o algo así), veterano número diez que llevaba en sus espaldas el impecable currículum de haber jugado en la reserva de Nacional en la década anterior, y un morochito, marcador de punta, de apellido Rodríguez. No era que este rústico defensa tuviera mayores destaques en el equipo, pero lo recuerdo porque se atendía con mi mamá, dentista destacada de la ciudad. Cada día que lo veía entrar en la sala de espera, me costaba creer que, sin la roja camiseta, pareciera una persona común ingresando a mi casa con urgencias tan notorias y vulgares como un dolor de muelas.
No me perdí ni un solo partido de esa inolvidable campaña. Tanto Plaza como Juventud llegaron a la final. Esta se iba a disputar un domingo en la Plaza de Deportes. Todo estaba listo para ir al gran partido… hasta que una traicionera gripe, contra mi férrea voluntad de ocho inviernos, me tumbó en la cama. Es sabido que estas enfermedades esperan para atacarnos en el momento en que pueden robarnos alguna felicidad de esas que el mundo nos entrega racionadas. No hubo lamentos ni súplicas que hicieran claudicar las lógicas e injustas razones de mis mayores. Era un hecho: no podría ir al partido.
Me pasé todo el mediodía de aquel domingo podrido preguntándole al viejo si iba a ir a la final; a lo que mi padre, como era obvio, me decía que no, porque tenía que ir a hacer un trabajo en Sudamtex, empresa que nos aseguraba el sustento. En el fondo, era un remedio a mi tristeza. Lo sentía como un acto de estricta solidaridad. De todos modos, el domingo envolvió de gris mi impotencia, y me escondí en la cama, intentando ocultar el renuncio y la traición que le infligía a mi cuadro. El frío y una llovizna sin gracia daban el escenario adecuado a mi tristeza.
Poco antes del partido, mi viejo se borró silenciosamente diciendo que en cuanto terminara de trabajar, volvía. Mi ingenuidad no me hizo albergar sospecha alguna. Tampoco sospeché cuando, poco después de terminado el partido, volvió a casa acompañado de su mejor sonrisa. Se sacó la gorra de pana, los lentes negros y me dio un gran beso, que yo sentí raro a través de mi fiebre. Después me avisó que Juventud era el campeón y que había ganado uno a cero.
Fue en ese momento que sentí una bronca incontrolable y me puse a sollozar la rabia de no haber visto mi primera vuelta olímpica. Nunca podría pasar de nuevo por la Plaza de Deportes sin recordar que no había estado el día en que salimos campeones y que aquellos gritos de victoria habían sido perdidos para siempre por mi corazón. Me sentía el peor de los traidores pero, sobre todo, sentía la tristeza de la felicidad perdida, ya inalcanzable.
Estaba en mi cama, rumiando mi tristeza y mi bronca de chiquilín caprichoso, c