La diamantista de la emperatriz

Fragmento

Contenido

Contenido

LIBRO I (1528-1530)

TOLEDO (1528-1530)

1 Un día de fiesta

2 Una mañana gris

3 El taller de la diamantista

4 El encuadernador

5 Conversación en el palacio de Fuensalida

6 Recepción a Cortés en Toledo

7 La insidia

8 Las joyas de la Emperatriz

9 Boda de Inés y Damián

10 El camino hacia el mar

LIBRO II (1530-1535)

NÁPOLES (mayo - noviembre de 1530)

1 Rumbo al Virreinato

2 La bahía de Nápoles

3 Audiencia del virrey

4 El arte de vivir

5 Malas nuevas

ROMA (noviembre de 1530 - marzo de 1533)

1 Quo vadis?

2 Navidad en Roma

3 Ojos y orejas

4 La Sibila

5 El Vaticano

6 Roma = Amor

7 Audiencia en el Quirinale

8 Capilla Sixtina

9 El bosque sacro

10 El arte de Bizancio

11 Isla Bisentina

12 Roma Goduta

SICILIA (febrero de 1533 - diciembre de 1535)

1 Palermo

2 La atunara

3 Costa occidental

4 El coral de Sciacca

5 Harta congoja

6 Boda de Micaela (mayo 1534)

7 Magna Grecia

8 Carlos V en Sicilia

9 La gran asamblea

10 Adiós a Italia

LIBRO III (1535-1539)

TOLEDO (1536-1539)

1 Retorno a la patria

2 Encuentro con el padre

3 Ruego de la Emperatriz

4 El libro de Italia (1537)

5 Epílogo

Breve razón de una obra

Agradecimientos

Bibliografía

Notas

diamantista-05

LIBRO I

(1528-1530)

toletum.tif

diamantista-06

TOLEDO

(1528-1530)

La justicia de Dios es verdadera,

y la misericordia, y todo cuanto

es Dios todo ha de ser verdad entera.

Francisco de Quevedo,

Epístola satírica y censoria

diamantista-07

1
Un día de fiesta

—¡Dios sea bendito y alabado! ¡Qué mañana tan hermosa! La ribera estará llena de gente moza, con ganas de solazarse... ¡Vamos, Micaela!

Marialonso, la dueña de Micaela, daba vueltas sobre sí misma, embriagada de alegría al pensar en el éxito que su bellísima niña iba a tener en ese día de fiesta. La excitación la hacía girar en círculos concéntricos, sin realizar nada en concreto. Sus sayas negras y su toca revoloteaban con sus movimientos, dándole un aspecto cómico y alegre. Micaela la miraba con ternura: esa mujer le había dedicado toda su vida, con un amor simple y generoso que le había acompañado en toda ocasión, y ahora compartía su ilusión por la nueva etapa que se abría ante ella.

Micaela era una hermosa joven, tremendamente hermosa, alta, trigueña, ojos claros (verdes o grises según la luz), con una expresión entre concentrada y divertida que desconcertaba un poco a los hombres que la rodeaban. Era inteligente y contaba con un profundo sentido de la independencia; su hermano le había ofrecido trabajar con él en el taller de su padre, en la búsqueda de piedras y joyas extraordinarias. Micaela tenía un don especial para ver de inmediato, en la forma de una piedra, un coral o una perla, la joya única resultante de un diseño ingenioso. Damián le había pedido que colaborara con él, ¡su hermano tan admirado, tan amado, con quien compartía una delicada complicidad desde niños!... La vida era un prodigio.

Escuchando a Marialonso, empezó a pensar en lo que se pondría para que Diego Santibáñez, su novio, la encontrara guapa y atractiva. Primero iría con Damián y la novia de éste, Inés, a la procesión del Corpus, y de ahí a un almuerzo campestre en la ribera del Tajo, muy cerca de su hogar.

Micaela y Damián vivían en una morada singular a la vera del río: una casa de piedra, cuyo alto muro protegía el jardín de aire medieval de las miradas de la calle. Un embarcadero con una preciosa falúa esperando siempre, y una escalerita que accede desde el mismo jardín al río. Un patio central permite a las habitaciones privadas gozar de noches perfumadas de jazmines, en total intimidad. Tiene razón Micaela, la vida es maravillosa en esta casa llena de belleza que su madre, Teresa, dirige con mano firme y dulzura. Teresa es una mujer rubia, su pelo comienza ya a platear, sus ojos azules brillan con bondad y su objetivo en la vida es que su pequeño mundo funcione a la perfección. Preocupa a Teresa la inclinación a la independencia de su hija Micaela. La comprende en cierta medida, pero piensa que la sociedad no acepta de buen grado la voluntad decidida de una mujer. Tiene constantes discusiones, pacíficas pero discusiones al fin y al cabo, con su marido Juan, para disculpar «la voluntad decidida» de Micaela. Pero la inteligencia y belleza de su hija acaban casi siempre amansando al padre.

Piensa Micaela, mientras observa distraída dos vestidos, en Diego. Diego el tierno, Diego el constante, Diego que la comprende y apoya, Diego enamorado hasta las cachas de Micaela.

Le invade a ésta una dulce sensación de felicidad, de algo completo y perfecto. Mas de repente, siente miedo. Miedo de que tanta felicidad no sea posible. La expresión de su cara sorprende a Marialonso, que le pregunta:

—Pero niña, ¿qué te pasa?, ¿qué es ese gesto sombrío en un día del Corpus? Vamos a elegir el vestido.

Micaela reacciona, sonríe y empieza a acariciar el suave algodón de la prenda: es color marfil, satinado, cálido y luminoso, con un corpiño ajustado, con cintas color coral, que le confieren una vida intensa al marfil; las mangas hasta el codo, con gran volumen, y, de nuevo, lazos color coral de largas cintas que danzarán al viento cuando ella y Diego bailen. El otro, también de fino algodón, es verde muy claro, verde almendra, con el corpiño y la saya ribeteadas con cinta de seda gris muy claro.

—Marialonso, me pondré el marfil. ¡Esas cintas color coral lo alegran tanto! ¡Son tan bonitas!

Es un maravilloso día de primeros de junio: el sol ilumina la estancia y se posa de manera precisa en una mesa de piedras duras. Allí brilla un precioso collar de perlas y oro que el padre de Micaela realizó con gran ilusión y cuidado como regalo de cumpleaños para su hija el pasado febrero. Es un collar de apariencia sencilla, pero cada perla, perfecta, de maravilloso oriente, ha sido engastada en un chatón de oro. El diamantista sabe y conoce de las joyas únicas que existen en toda Europa, y está en permanente contacto con proveedores capaces de conseguirle los elementos más extraordinarios: corales de Sicilia y el mar Rojo, diamantes de las entrañas de África, rubíes y esmeraldas de las Indias, perlas de Asia, y todo aquello que permite crear un objeto extraordinario, al que algunos confieren poderes mágicos. El taller de Juan no se encuentra muy lejos de su casa, y siempre viven allí varios orfebres jóvenes que cuidan de las piezas, aunque algunas las conserva el diamantista en su casa para mirarlas, admirarlas, y estudiar si se pueden perfeccionar añadiendo o restando algo. Una de ellas es un collar de fuego, fuego del mar, en forma de corales. Ése es el collar que descansa también sobre la mesa, y que crepita bajo la luz de Toledo. Micaela lo coge y lo acaricia, y lo pone al lado del vestido:

—Es perfecto, Marialonso. Esto sí.

Entra Teresa en la estancia y sus ojos azules brillan al ver a Micaela: Micaela decidida, Micaela inteligente, Micaela llena de bondad... «¡Es tan hermosa! —piensa—. Dios mío, cuántas gracias tengo que darte todos los días por los dos hijos que me has dado. Y además, me regalas una nuera como Inés: buena, bella, cabal... Y un yerno como Diego, tan generoso, lleno de vida y enamorado de mi hija. Son dos hijos más.» Va vestida de gris, elegante y sobria, con un collar de perlas al cuello. Micaela, al verla entrar, inicia un paso de baile (¿un paso de gallarda,[1] quizá?) y con gesto serio coge a su madre por la mano y la invita a bailar, con un mohín cómicamente serio:

—Micaela, ¡a mi edad!

—¡Madre, soy tan feliz! ¡Deseo que el mundo entero baile! —replica Micaela.

—¡Vamos, niña, que pasa el tiempo y hay que estar cabales en la procesión! —refunfuña Marialonso.

Micaela se deja hacer. Una doncella le recoge parte de su cabello, y deja suelto sobre su espalda la otra parte del mismo. Está espectacular, y su madre le abrocha el collar de corales de Sicilia, que contrasta con su piel joven y luminosa. Salen las tres al jardín, donde les esperan su padre y su hermano. En el arco de la puerta, las tres componen un cuadro: Marialonso a la izquierda, de negro, con su toca blanca y negra; al lado Micaela, una explosión de luz y de vitalidad, con su traje marfil de cintas color coral, movidas por el viento, rozando y acariciando tanto el vestido negro de Marialonso como el gris de Teresa. Los jazmines perfuman el momento. Juan está orgulloso y feliz, pero sólo carraspea y dice:

—Bueno, ¡vamos o llegaremos tarde!

Teresa y Juan Vallesteros se situarán en un lugar del recorrido para contemplar con devoción el paso de la Cofradía de la Santa Caridad de Toledo a la que Teresa pertenecía; y Micaela con Damián y Marialonso en otra tribuna, donde se reúnen los más jóvenes.

Toledo rebosaba de gente; gente alegre, que exterioriza la expresión de piedad de todo un pueblo, en una antigua tradición, la fiesta del Corpus Christi. Era, como había exclamado Marialonso, una espléndida mañana. El sol estallaba en una dorada luz, que iluminaba todo cuanto tocaba, y una suave brisa procedente del Tajo refrescaba el ambiente. Un inmenso palio blanco cubría las calles desde las alturas, generando bellísimas sombras. El suelo, según la tradición, cuajado de fresco romero, tomillo y cantueso, formaba la alfombra que, bajo los pasos de la custodia de Juan de Arfe, que en su interior portaba al Señor, desprendería un aroma profundo y campestre. Los aligustres con su sensual perfume y los magnolios de magnífico aroma se unían a un torbellino de color, olor y luz, que inundaba los sentidos y producía una sensación de intensa euforia. Por segunda vez en el día, Micaela pensó en lo hermosa que era la vida.

Pero ya empezaban a escucharse los clarines que anunciaban el inicio de la procesión. En ese instante, las primeras figuras aparecieron en el recodo de la plaza de Zocodover, el Pertiguero, precediendo la cruz que Alfonso V de Portugal regalara a la catedral de Toledo en agradecimiento a la hospitalidad de los castellanos. Detrás, el gremio de los hortelanos, vestidos de gran fiesta, con su capa parda, su cinta verde, y el hermano mayor llevando el pendón de san Pedro. A continuación, la Cofradía de la Santa Caridad de Toledo, la más antigua de la ciudad, entre ordenadas filas de sacerdotes. Inmediatamente, la Cruz del cardenal Mendoza, de gran carga simbólica, ya que fue la primera cruz que coronó la Torre de la Vela, en la Alhambra, cuando fue tomada Granada en 1492. Sigue el cabildo primado y, justo después, la extraordinaria custodia de Juan de Arfe que refulge con el sol.

El momento es de intensa emoción y el grupo de jóvenes amigos se recoge en un momento de plegaria. Al instante, la música, los aplausos de la gente, devuelven el ambiente de alegría a esta demostración de fe.

Micaela abraza a sus amigas Inés y Refugio, y ve a Diego a lo lejos; siente un cálido sentimiento en el corazón.

«Diego será el compañero de mi vida, juntos crearemos una familia, y en nuestro proyecto de vida nos ayudaremos el uno al otro. Él es comprensivo, y me apoyará en mi trabajo junto a mi padre y Damián. El trabajo será mi afán, y Diego mi ternura y mi pasión.»

Le miró como si le hubiera visto por primera vez: era alto y guapo, muy hombre, con ese aplomo que tienen los seres buenos de verdad. Diego la vio de repente, y sus ojos y su sonrisa le dijeron a Micaela que ella era el centro de su vida. Inés, que ya estaba junto a Damián, captó una mirada que Refugio dirigió a Micaela. Refugio era una buena amiga, o eso parecía, pero durante una fracción de segundo, Inés percibió algo en ella, que la llenó de inquietud. «¡Qué tontería! —se dijo—. A veces hilo demasiado fino.»

Diego vino hacia ellas y, cogiendo las manos de Micaela, las besó mientras la miraba a los ojos, con tal pasión, que ella sintió vértigo. Miró a su vez a Diego, y se detuvo en sus labios carnosos, sensuales, que invitaban al amor; y esas manos que ahora cogían las suyas: manos fuertes, que seguro serían espléndidas en la caricia. Por un momento, se hallaron solos en el mundo, envueltos en una cálida onda de dicha. Les trajeron de nuevo a la realidad las voces de sus amigos, a los que se había unido Tarsicio: guapo, rico, caprichoso, creía que el mundo entero le debía adoración, aunque también sabía ser divertido y simpático. Les recordaban que la fiesta a la vera del río iba a empezar y, alegres y decididos, se dirigieron hacia el Tajo, seguidos por sus dueñas —Marialonso y Pepa—, que trotaban detrás de sus niñas, un poco ahogadas por los años y las tocas. Llegando a la ribera, el espectáculo era fascinante: el agua corría libre y limpia por encima de las piedras, y de vez en cuando formaba pequeñas cascadas; caían éstas sobre las bandadas de patos, que esperaban con paciencia el refrescante regalo del río. La margen estaba todavía verde, y las cañas y juncos de la ribera se mecían suavemente. La música de una guitarra y un laúd daba ya inicio al baile, que propiciaba la ocasión de acercarse más al objeto del deseo. Algunas falúas completaban el ambiente: unas pintadas de almagre con toldillas a rayas; otras, oscuras con toldos marfil; otras, con una pequeña vela para cortos desplazamientos por el Tajo.

Al llegar, Diego encontró a un amigo suyo, con el porte gallardo de esos hombres que han vivido ya mucho y conocido muchos mundos. Era alto, de ojos claros y barba rubia, que le daba un aspecto serio y le hacía parecer mayor que los otros jóvenes. Diego le presentó al resto del grupo: era Íñigo de Vidaurre, capitán en las campañas de Italia, a las órdenes del marqués del Vasto. Se unió al resto de los jóvenes y pudieron comprobar que era mucho más alegre y divertido de lo que sugería la primera impresión. En los distintos puestos se vendían platos deliciosos de comida, especialidades de toda la comarca, y dulces que traían de las provincias cercanas: rosquillas, alcorzas, alfeñiques, yemas de Ávila, textones de ajonjolí, alfajores,[2] flores de hojaldre de Alcalá de Henares y otras maravillas, resultado gastronómico del cruce de culturas, pues algunos de ellos eran dulces típicos de origen árabe. Inés, Micaela y Refugio se sentaron con sus dueñas, a la sombra perfumada de un gran aligustre, y allí les trajeron los jóvenes algo para comer y unos cántaros con agua de hidromiel y hojas de hierbabuena.

«Qué ocasión para un buen pintor», pensó Íñigo.

Miró a Micaela, que estaba realmente espléndida con su traje de ligero algodón. El collar en su cuello hacía su piel más cálida y sedosa; la vivacidad de sus ojos y la expresión de su cara, el brillo de su pelo, que seguía acompasadamente el movimiento de su rostro al ritmo de la animada conversación, le conferían un aspecto de diosa pagana, que anunciaba el verano a punto de llegar. Íñigo sintió una punzada en el corazón al recordar que era la novia de su amigo Diego.

«Beato lui», se dijo con un suspiro.

Los jóvenes estaban animados y felices. Comieron, bebieron, hablaron, jugaron a las adivinanzas y luego bailaron; se refrescaron los pies en el río, y volvieron a bailar. Tarsicio, gallardo y osado, probaba suerte con todas las jóvenes. Muy guapo, muy seguro de sí mismo, su buena planta le garantizaba la aprobación de las damas. Refugio revoloteaba a su alrededor, como una mariposa atraída por la fulgurante luz, pero Tarsicio la ignoraba con persistencia. Detrás de un bosquecillo apareció una hembra deslumbrante: pulposa, morena, de labios carnosos y ojos de fuego. Se llamaba Magdalena. Reía con fuerza, y a la primera invitación de Tarsicio le siguió en un revuelo de sayas, brazos y cintas del pelo. Se acercaban, se separaban al son de la música, y cada vez se percibía una mayor tensión erótica entre la pareja. Al cabo de un momento, cuando Diego fue a buscar a su amigo, éste había desaparecido, así como la provocativa Magdalena.

Al atardecer las dueñas, ya cansadas de tanto trajín, comenzaron a recoger a sus niñas. Micaela se hallaba en la ribera atándose las cintas de su calzado, cuando llegó Diego, se sentó a su lado y, decidido, cogió a Micaela y la besó. Ella sintió que era el fin del mundo, una comunión a la vez carnal y espiritual, que incendiaba todo su ser. Apareció en ese momento Marialonso que, asustada ante el peligro, urgió la vuelta a casa. Al despedirse, Diego volvió a besar las manos de Micaela.

Súbitamente, el cielo empezó a cubrirse, nubes grises hicieron su aparición, y un viento fuerte y oscuro irrumpió en la pacífica fiesta. Unas gotas de lluvia comenzaron a caer, y entre risas y despedidas los amigos corrieron cada uno a sus casas, perseguidos por la tormenta de verano.

Llegando a su morada, Micaela y Damián encontraron a sus padres preocupados por el aguacero que les había sorprendido en plena ribera.

—Marialonso, que Micaela se cambie pronto de traje, y tú, Damián, dile a Pedro que te dé ropa seca. Cuando bajéis al patio tendremos preparado un chocolate caliente con picatostes de canela —anunció Teresa con énfasis.

Juan estaba un poco escandalizado ante el dispendio de su mujer: el chocolate era una bebida de la corte del Emperador, traída de las Indias por el gran Hernán Cortés, y que pocos privilegiados estaban en condiciones de degustar y disfrutar. Pero qué diantre: era un día de Corpus, sus dos hijos eran un regalo de Dios, y Teresa llevaba su casa con orden y mucha cabeza. «¡Es un día especial!», pensó Juan.

Cuando se reunieron en el patio, anochecía.

La casa de dos plantas constaba de dos cuerpos: el principal con salida al jardín, que a su vez daba al río, y un segundo cuerpo, más recogido e íntimo, donde se distribuían las estancias que la familia utilizaba para reunirse. En el segundo piso se encontraban los dormitorios, que recibían mejor el frescor de la brisa que producían los árboles del jardín, y que se alejaban más de la humedad fluvial en el invierno. Los jazmines que trepaban por las paredes aromaban el ambiente y un galán de noche, que empezaba a abrirse, exudaba su perfume denso y sensual.

Mientras tanto, Diego, emborrachado de amor, sintiendo que el corazón le sofocaba de pasión, decide ir en busca de su amigo Íñigo para compartir confidencias de felicidad. Después de la tormenta la noche había quedado oscura y pesada, pero el olor a tierra mojada anima a Diego en su paseo hacia la casa del capitán. Pasa frente a la torre de Santa Leocadia y sube por la calle de las Tendillas, habitualmente bulliciosa a causa del mercadillo, pero hoy y ahora despoblada. Deja atrás Los Aljibes, antiguos depósitos de agua, de época árabe, y se adentra en el callejón de los Cobertizos, oscuros y solitarios.

De repente, Diego cree sentir una presencia:

«¡¡Alerta, Diego!!», se dice, y echa mano a la espada. Agarra con fuerza la cruz de la empuñadura, que se clava fría en su palma. Siente en su costado la presencia de su daga de rica empuñadura. Se detiene. Escucha. Nada.

«Debe de ser mi tumultuoso corazón.»

Ríe y vuelve a caminar, feliz hacia la casa de su amigo.

Micaela está en la altana[3] que su padre ha mandado construir sobre la casa por influencia de sus viajes a Italia. Allí se siente más cerca del cielo aunque no han acudido hoy las estrellas que otras noches viene a contemplar. Regresa a su cámara y se duerme feliz.

diamantista-08

2
Una mañana gris

La mañana había comenzado mortecina y plomiza. Teresa se levantó como siempre temprano, dispuesta a ordenar su mundo con dedicación. Se halla arreglando sus trenzas en torno a la nuca, cuando oye una conmoción en la casa y un va y viene en el jardín, inusual para hora tan pronta. Se asoma al patio y ve correr desolada a Marialonso y a Cosme hablando con los otros criados. Todos desaparecen muy agitados, hacia el jardín. Inquieta, termina de abrocharse los lazos del vestido, baja a la primera planta y allí se asoma para intentar comprender lo que sucede. Ve cómo todos descienden por la escalera que lleva al río, y con el corazón ya encogido por un terrible temor se asoma al mirador que da a la corriente. Lo que ve le deja la sangre helada: entre los juncos el cuerpo de un hombre flota sin vida aparente. Los criados lo recogen y, dirigidos por Cosme, suben ya por la escalera seguidos por Marialonso, que llora desesperada.

Cuando llegan al mirador, Teresa observa el rostro lívido del hombre: es Diego. Horrorizada, percibe las cuatro heridas. Parecen de daga: una en la frente, la segunda en el centro del pecho, y una más en cada hombro... Como una cruz; una cruz mortal. Posan el cuerpo sin vida en un banco del jardín. Teresa acaricia la cara de Diego, con la tristeza en el alma, y da una orden:

—¡Id por el cirujano!

Como si todavía hubiera algo que hacer, corren a buscar al médico. Teresa advierte que con la urgencia no ha avisado ni a Damián ni a Juan. Decide ir ella misma, mientras deja a Marialonso y a Cosme en su inútil vela. Nunca las escaleras le parecieron tantas y tan altas: cada escalón es un golpe en su corazón. Cuando llega a la puerta de Juan, entra quedamente. Éste se acaba de despertar y le dedica una mirada repleta de asombro, ante la irrupción matinal.

—¿Qué ocurre?

—Juan, prepárate: son noticias muy trágicas.

—Será menos, mujer —responde él.

No acierta a comprender el sobrio dolor en la expresión de Teresa.

—Es Diego, son malas nuevas.

Entra Damián, que iba por el corredor y ha oído las últimas palabras de su madre.

—¿Malas nuevas? ¿Diego? ¿Qué pasa, madre?

—Vestíos los dos y bajad al jardín —responde Teresa—, que el médico debe de estar al llegar.

Damián coge a su madre del brazo y juntos bajan a cerciorarse de que la desgracia es tan grande como parece, antes de decir nada a Micaela. Pero la realidad, comprueba Damián, es cruel: el cirujano ya está ahí, y sólo puede certificar la defunción de Diego, que ha fallecido ahogado, pero ya herido de muerte. El joven siente que el suelo se hunde bajo sus pies: su amigo Diego muerto, asesinado; el amor y el futuro de Micaela destruidos, aniquilados en un instante. La vida, la vida que palpitaba hace sólo unas horas en Diego se fue, no está más, se la robaron, la robaron unos desalmados... ¿y por qué?, ¿quién?, ¿qué mal había hecho la joven vida de Diego?

Teresa, apoyada en el brazo de Juan, acaricia la cara de Diego; Damián llora en silencio, con la mano inerte de su amigo apoyada en su cara.

Teresa exclama angustiada:

—¿Cómo vamos a decir a Micaela semejante atrocidad?

Emplea el plural, pero sabe que tendrá que ser ella quien hable con su hija. Juan manda llamar a los alguaciles y a los padres de Diego, que viven unas calles más arriba. Damián acompaña a su madre hacia las habitaciones de Micaela. Sabe que Teresa necesitará su apoyo; cada cual tiene su papel en este drama. Marialonso, como alma en pena, les sigue a pocos pasos: su niña, el ser a quien ella ha dedicado toda su vida, va a dejar atrás con un golpe seco y cruel la edad de la inocencia. Todo ha cambiado, la felicidad de ayer se ha trocado, súbitamente, en una tragedia incomprensible.

Llegan a la puerta de Micaela. Entran despacio. Teresa la primera, cogida su mano derecha de la mano de su hijo. Micaela se acaba de despertar y les mira sonriente:

—Tres de las personas que más quiero... —Pero al ver sus expresiones graves, se detiene y con el estupor en la voz, pregunta—: Madre, ¿qué son esas caras serias? Damián, ¿le ha ocurrido algo a padre?

Teresa y Damián se acercan a la cama de Micaela, que se ha incorporado ya, y mira de uno a otro con ansiedad. Teresa le toma la mano con infinita ternura; Damián respira hondo, intentando recuperar la fuerza que va a necesitar en ese momento; Marialonso se queda atrás, para que no vea su niña el llanto que corre incontenible por sus mejillas.

—Micaela —empieza Teresa—... Un accidente... Diego...

Micaela salta de la cama, con un extraño impulso:

—Diego. ¿Dónde está Diego? Quiero verle.

—Hija... —dice Teresa—. ¡Es terrible!

Damián la coge por los hombros y la abraza. Micaela comprende, pero no quiere comprender. Su cerebro sabe ya lo que pasa, pero se resiste a dejar penetrar en su vida lo que se anuncia tan funesto.

Su madre la abraza, llora con ella, y entonces Marialonso le acerca un batín con inmensa dulzura y le ayuda a ponérselo. Como una autómata, Micaela se deja hacer. Baja las escaleras apoyada en su madre y su hermano, sonámbula, sin sentir nada, queriendo y no queriendo saber, pensando que quizás, ¡ojalá!, se equivocan.

Llegan al salón y lo que ve le hace abandonar toda esperanza: ahí yace Diego, inerte, con un brazo sobre el pecho y la otra mano cogida por su padre, Juan, que la mira despavorido. El médico, con la cabeza gacha, deplora que la ciencia pueda tan poco.

Micaela se acerca lentamente, se inclina sobre Diego y, tomándole de la mano que reposa sobre su pecho, besa los fríos labios. Ve las heridas; el dolor le hiela la sangre y de repente, la rabia inflama todo su ser.

—¿Por qué? ¿Quién? —grita desesperada.

En ese momento, entran conmocionados los padres de Diego. Han perdido a su hijo en la flor de la vida.

—¿Por qué no yo? —se repite destrozada la madre, mientras se abraza al cuerpo de su hijo—. ¿Por qué él, que todavía no había vivido? ¿Quién ha podido cometer semejante desafuero?

Teresa y Damián abrazan a Micaela, que se mantiene extrañamente ausente. Entran los alguaciles y Damián, Juan y Cosme relatan los detalles del hallazgo.

Es el día del funeral de Diego. El tiempo es magnífico, el sol calienta el aire del patio. Micaela sale al balcón y, llena de tristeza, no acierta a comprender cómo el mundo sigue su curso, cuando a ella la vida se le ha acabado apenas en su comienzo. «¿Quién ha podido querer el daño de Diego? Ha de ser una confusión, una terrible confusión; en las oscuras calles de esa noche, unos criminales le tomaron por otro», se repite y grita, como en un rugido ronco y doloroso:

—¡¿Quién?!

Marialonso se acerca y, dulcemente, le pone la mantilla, pues sus padres y Damián ya la aguardan para ir a la iglesia. Teresa aparece en la galería y besa a su hija en la frente. Viste de negro riguroso, con mantilla, y ha somatizado de tal manera el dolor de su hija, que parece diez años mayor que el día previo. Teresa, siempre tan discreta, ha sufrido de manera brutal el pesar de Micaela. Preferiría mil veces ser ella la que estuviera en ese ataúd. Sabe que tiene que ser fuerte, ayudar a su hija... pero ¿cómo?, ¿qué se le puede decir a una joven que acaba de perder a su futuro marido... y asesinado?, ¿qué se le puede decir a alguien que haya perdido a un ser querido?, ¿qué, que tenga algún sentido?

«Sólo el amor de Dios, infinito, puede darnos algo de consuelo», se repite Teresa, y reza con una intensidad angustiada, pidiendo a Dios que sane la herida en el corazón de su hija, que proteja a esa niña que lleva a Dios en el corazón, hasta en la noche oscura que ahora le aflige.

La iglesia estaba llena de gente; los Santibáñez, familia de cristianos viejos, eran muy queridos en la ciudad, y la terrible muerte del muchacho había conmocionado a Toledo.

La compostura y dignidad de toda la familia causaba asombro y admiración entre los asistentes a la ceremonia. Sabían todos que era una familia muy unida, y que la pérdida de Diego en tan trágicas circunstancias suponía un golpe brutal para cada uno de ellos, pero nada de alharacas ni demostraciones, sino un dolor sordo, profundo, sobrio, que se intuía en sus expresiones.

Al ver entrar a Micaela con los suyos, María, la hermana más joven, sintió un vacío en el corazón recordando los planes que hiciera con Diego: ella sería la madrina de su primer hijo, y Diego el padrino del primero de María; viajarían juntos por Europa, acompañando a Micaela en busca de objetos únicos que acabarían siendo joyas únicas... Pero todo eso ya no sería posible. Micaela estaba ya a su lado y las dos amigas se estrecharon en un abrazo de dolor y amor. Mentalmente, Micaela se prometió no descansar hasta saber la verdad. No lloraba. La pena era como una bomba que hubiera estallado dentro de su alma, aniquilando todo sentimiento, toda sensación, y dejando el corazón entumecido. Damián lo había ya percibido, y se había prometido buscar, cuanto antes, algo que pudiera mitigar el sufrimiento de su hermana.

A la salida del funeral, Inés, su buena amiga Inés, su futura cuñada, se acercó a Micaela. Sufría con ella, con la empatía de la verdadera amistad. Asimismo estaba Refugio, pequeñita, enredadora como siempre, correteando de un grupo a otro, intentando ver y sobre todo ser vista por el mayor número de gente. Inés, perspicaz, de nuevo apuntó la actitud de Refugio, que no parecía sentir gran aflicción por las penas de su amiga.

Damián se fijó en el capitán Íñigo de Vidaurre, quien observaba la escena solo en un rincón. Parecía ausente de toda demostración social, y concentrado en algo que Damián no acertaba a comprender. A continuación, siguió la mirada de Íñigo y vio que se posaba en Micaela y allí permanecía. Se acercó a su hermana y acto seguido se aproximó Íñigo, para dar el pésame a Micaela. El capitán era muy amigo de Diego y estaba afectado, pero Damián tuvo la extraña sensación de que había algo más.

La familia Santibáñez se fue a casa, ya que tenían muchos parientes de fuera que habían acudido al funeral y el entierro, y debían atenderles. Los Vallesteros se fueron a la suya, donde Marialonso y Cosme habían preparado un almuerzo que restaurara las fuerzas después de tan intensas emociones.

Ya que el día era soleado y fresco, con la suave brisa que venía del río, decidieron quedarse en el jardín hasta que todo estuviera dispuesto. Una vez más el alto muro les protegía de la calle; de los ruidos y de las miradas. En la puerta de entrada, dos inmensos cipreses, uno a cada lado, elevaban su corpulencia hacia el cielo. De ellos partía un camino empedrado con cantos de río, que llevaba hasta la fuente que distribuía el agua, como en muchos jardines de España de herencia mora, a través de estrechas acequias, donde el cantarín líquido discurría suavemente. Alrededor de la pila, dos bancos de piedra permitían gozar de ese frescor y escuchar la canción acuática.

Los canales se alternaban con caminos de piedras fluviales, similares a los de la entrada, y entre ellos, en los triángulos resultantes, crecían rosas perfumadas, rosas de Persia. A lo largo de la tapia y en la otra pared que formaba un ángulo recto, otros bancos de piedra ofrecían lugar para el reposo, el estudio y la reflexión bajo frondosos árboles, magnolios, tilos y aligustres. En la jardinera de la fachada de la casa, trepaban por las paredes jazmines y rosas; y en el muro frontal se apreciaba una pequeña puerta que conducía a un huerto de frutales, ciruelos, perales y manzanos, todos plantados en los extremos, y en el centro un bello y ordenado jardín de plantas aromáticas: romero, tomillo, espliego, cantueso e hinojo. Unos bancos aquí y allá permitían gozar de este jardín en los soleados días de invierno. Todo invitaba a la paz, a la felicidad, pero ninguno de ellos podía pensar en otra cosa salvo que la vida, su vida, la de todos ellos, sufriría la ausencia de Diego. De nuevo acudió a la mente de Micaela la contradicción entre tanta armonía y la falta de sentido que tenía su existencia.

Sumida en esas tristes reflexiones, no vio llegar a su madre, que cogió con ternura sus manos, para invitarla a acompañarles al comedor, donde el almuerzo los esperaba. Comieron poco, despacio y en silencio, a pesar de que la cocinera les había guisado una apetitosa comida. Después se fueron todos a descansar, y Marialonso se quedó en el cuarto de Micaela, triste, callada, para que su niña pudiera sentir el amor incondicional que le profesaba.

Damián dijo a su padre que tenía que hablar con él y juntos se fueron a la biblioteca. Se sentaron al lado de una mesa donde Cosme les había dejado una botella de aguardiente y unas copitas, que les entonarían un poco.

—Tú dirás, hijo.

—Padre, creo que Micaela debería empezar a trabajar con nosotros cuanto antes. Le vendría bien tener la mente ocupada. Es joven, y es bueno que la fuerza de la vida ocupe poco a poco su puesto.

—Bien me parece, Damián. Pero creo que es mejor esperar unos días para no forzar las cosas, y además nuestros amigos vendrán a visitarnos y nosotros debemos ir a acompañar a los Santibáñez durante el periodo de luto.

En efecto, por la tarde llegaron con la fresca Inés siempre cariñosa, Tarsicio, Refugio y también Íñigo de Vidaurre. Hablaron quedamente, y deseaban distraer a Micaela, pero el adiós de Diego era demasiado reciente, y permanecía presente entre ellos.

Después de cenar, Micaela subió a la altana para buscar un poco de soledad y mirar el cielo y las estrellas. De alguna manera, ahí se sentía más cerca de su amado que en el frío cementerio. La noche era suave y perfumada, y se oía una melancólica canción en las notas de una guitarra. Permaneció escuchando y, de repente, creyó ver una sombra, inmóvil, que observaba la casa desde el otro lado de la calle. Sintió un sobresalto, y se agolparon en su mente los oscuros sucesos de los pasados días. Bajó rápidamente a su cuarto, donde le esperaba Teresa, y le contó lo que había creído ver.

—Tendremos que estar atentos —fue la lacónica respuesta de su madre.

Tras besar a su hija, le hizo un gesto a Marialonso para que no la perdiera de vista. Acto seguido, llamó a Cosme, le explicó lo sucedido y le pidió que redoblaran el cuidado. Luego volvió al piso de arriba, y en su cuarto, que estaba al lado del de Micaela, estuvo largas horas pendiente del menor ruido y cavilando la mejor manera de ayudar a su hija.

Al día siguiente, fueron los cuatro a visitar a los padres de Diego. María y Micaela se habían sentado juntas y se cogían la mano de vez en cuando, intentando infundir ánimo la una a la otra. Mientras se ponían en pie para irse acompañados por el veedor,[4] entraba Íñigo de Vidaurre, que venía a visitar a los Santibáñez. A Damián no se le escapó la intensa mirada que el capitán, que seguramente no esperaba ver allí a Micaela, dirigió a su hermana. Venía Íñigo con Pilar, su hermana, que era una joven sobria y reservada, o así parecía.

Ya en su casa, durante el almuerzo, Juan anunció a su hija que, si lo estimaba oportuno, podría empezar a incorporarse al trabajo y pasar al taller de orfebrería cuando ella lo deseara. Micaela sintió una gran ternura al comprender la preocupación de sus padres y su hermano por ella, y se levantó para abrazar a los tres, pensando que Dios le había concedido una gran familia. Marialonso, en un ángulo del comedor, lloraba quedamente.

Por la tarde, vinieron los alguaciles, vestidos de rigor, de negro, con la pluma blanca en el chambergo, para hacer unas cuantas preguntas más. Precisaban información sobre lo que había sucedido en los días anteriores: si conocían a alguien que malquisiera a Diego, si tenía compañías peligrosas... En fin, las preguntas de costumbre para poner un poco de luz en el terrible asunto. Para todos ellos, la vida de Diego era clara como el cristal, pero estaban dispuestos a colaborar para que la verdad surgiera de las tinieblas.

diamantista-09

3
El taller de la diamantista

Pasaron los días y llegó la mañana en que Teresa entró en el cuarto de Micaela para animarla a ir al taller, y la encontró ya despierta y con ganas de enfrentarse de nuevo con la vida.

—Madre, aunque sea duro, quiero saber. Necesito saber qué pasó. He estado reflexionando y, después de la visita de los alguaciles, he comprendido que existen muchas incógnitas: si fue un tremendo error o si fue intencionado, quién decidió acabar con la vida de un hombre bueno dejándonos a mí y a su familia en la desolación... Se lo debo, y además, sin la verdad no se puede vivir, y menos sin la justicia.

La madre envuelve a su hija en un abrazo y siente en ella la determinación que le es característica y que en los últimos días veía aniquilada a causa de la pena.

Al poco llega Marialonso con un bonito vestido gris, pero Micaela le pide uno negro, ribeteado de blanco, la falda y el corpiño.

—Quiero que me vean de luto cuando camine por la calle hacia el taller. Quiero que sepan que mi pena me acompaña adondequiera que voy.

Cuando baja a desayunar, ve a Damián ya preparado para comenzar juntos la labor que se les avecina. Poco tiempo después subían pausadamente por las estrechas calles que llevaban al taller. La luz que resplandecía con energía creaba recias sombras en las paredes de las casas, en algunas de cuyas ventanas lucían toldillos, protegiéndolas así del calor. Cuando llegaba un poco de brisa, el robusto algodón de los toldos se movía suavemente, ondulando y captando la claridad de muy distintas maneras. En un rincón, unos niños comían golosos un melón que acababan de partir. Otros jugueteaban a esconderse y encontrarse, entrando en los abiertos portales que hacendosas mujeres barrían con esmero, y entonces las enojadas dueñas amenazaban con las escobas a los intrépidos invasores. La fuerte corriente de la vida que necesitaba Micaela.

El taller se encontraba en una bulliciosa calle, y dentro la animación era notable. Juan Vallesteros estaba ya allí, indicando la labor del día y recibiendo alguna pieza de coral, que se convertiría en preciosa joya. Abrazó a los dos con ilusión y deseándoles con sentidas palabras que se complacieran en el trabajo, tanto como él lo hacía.

El mundo de los orfebres en España había cambiado mucho. Carlos V había considerado que debían ser declarados artistas, como ya sucedía en Italia, y con este estímulo los joyeros, artistas por fin, habían espoleado su imaginación hasta crear obras de extraordinaria belleza. Los recursos que seguían llegando de África o Asia y los que empezaban a venir de las posesiones de las Indias aguzaban la inventiva y colocaron a los joyeros españoles entre los más notables de Europa; y otros muchos artistas de diferentes naciones arribaban a España para imbuirse de la creatividad, que era el fermento de la profesión. La bellísima emperatriz Isabel lucía hermosas joyas: unas creadas para ella y otras heredadas de la abuela del Emperador, la gran Isabel. Destacaba entre todas la singular venera que Francisco Vallesteros, abuelo de Micaela, había realizado para la reina. Era una cruz de esmalte orlada de diamantes y, colgando de ella, la venera, que era la simbólica concha de Santiago, en oro, también orlada y de diamantes.

El taller de Juan era el más cotizado de Toledo; de todas partes acudían mercaderes con bellas perlas de los Mares del Sur de raro oriente dorado o rosado; de Sicilia, de la villa de Sciacca, los corales de extrañas formas que la imaginación del artista transformaría en conchas, insectos o cruces; de las entrañas de África, refulgentes diamantes que brillarían únicos o contribuirían a exaltar una pieza extraordinaria; de Siam, cálidos rubíes, a los que atribuían poderes mágicos para obtener o conservar el amor; de la India, las inquietantes esmeraldas, que conservarán a lo largo de la historia el nombre que le dieran los griegos: smaragdos o «piedra verde»; y algunas veces también desde Rusia, desde los Urales, el agua del mar hecha piedra, el aguamarina, protectora de los viajes.

Cada joven orfebre tenía delante de sí una mesa con gemas de su especialidad: Martín se ocupaba de las perlas; Ginebra, una joven siciliana, de los corales; y Josechu, de las aguamarinas. De esmeraldas, rubíes y diamantes se ocupaba el propio Juan. Éste reinaba en la efervescente colmena con absoluta dedicación. Micaela fue saludando uno a uno, acompañada de Damián, que hacía oportunas preguntas sobre tal o cual objeto. En otro apartado estaban los dibujantes, los que esbozaban sus creaciones después de medir, calibrar y estudiar los elementos con extraños aparatos. Eran cuatro y de los mejores. Luego venían los engastadores, que con paciencia infinita pulirían con piedras de ágata el oro y engarzarían las piedras, perlas o corales. El tradicional esmalte en broches, ajorcas y zarcillos en el que se habían distinguido los orfebres moriscos experimentó un avance de extraordinario refinamiento, creando figuras de animales o retratos de personalidades, hasta del mismo Emperador, para broches y medallones, que los nobles colocaban en sus sombreros o parlotas.

Llegó a ser una especialización de gran renombre entre los orfebres de Europa. Carlos V poseía uno bellísimo con la imagen de la Madre de Dios, apoyada en una media luna, con el que Bernhard Strigel le había retratado en 1519, como joven Emperador. En diferente lugar se afanaban los lapidadores, que medían y cortaban las piedras, para que, con sus múltiples facetas, brillaran sin límite. Las piedras de ágata, los buriles, contribuían a rescatar el fulgor de las gemas, que crepitaba en sus entrañas.

Subieron luego al estudio de Juan y éste les hizo pasar a otro contiguo, que había sido el de su abuelo Francisco. El de Damián al lado, se comunicaba por una pequeña puerta entre los dos, que en el futuro dejarían muchas veces abierta para consultarse al instante. Juan había decidido, después de mostrarles el taller, que recibirían algunos proveedores que portaban perlas, rubíes y, según decían, un aguamarina de portentosa hermosura. Entró en el despacho de Juan un hombre de unos cuarenta años, vestido con dignidad y un porte a mitad de camino entre reservado y amable. Usaba una barba bien cuidada y un sombrero al estilo de Flandes, que al instante se quitó componiendo un deferente saludo. Un joven ayudante sostenía unos cofres de piel con varias gavetas, y el joven esperó respetuosamente a que su amo hubiera saludado y, después de los preámbulos de rigor sobre la salud de las respectivas familias, le hiciera señas de acercarse.

David se llamaba el tratante de piedras, y comenzó a mostrar lo que se escondía en el fondo de los compartimentos, con evidente satisfacción. Primero las perlas, pequeñas, pero de magnífico oriente rosado, que serían perfectas para un collar de filigrana de oro, la última moda; otras, de formas caprichosas que se convertirían en cuerpos de centauros, colas de sirena, salamandras, tortugas y demás maravillas; rubíes de rojo intenso y cálido; corales de todos los tonos salmón y naranja, todavía en su arbórea forma... Como final de fiesta, el tratante enseñó con orgullo unos brillantes de luz fulgurante y purísima transparencia: formarían broches, collares o zarcillos, y mucho complacieron al diamantista de Toledo.

Cuando ya creían haberlo visto todo, con gesto grave sacó David una bolsa que llevaba en el jubón, y de ahí surgió la piedra de aguamarina de azul más puro que jamás habían visto: el océano entero estaba encerrado en ella. La cara de Micaela mostraba su asombro y su fascinación, y hasta Damián, más comedido, se había quedado sin habla.

—Viene de un remoto confín de Rusia, de los Urales, y es una gema única por su color y tamaño —dijo satisfecho el flamenco.

Tras admirarlas en silencio y calibrarlas con esmero, Juan decidió quedarse con todas ellas, ya que por esos días el taller contaba con muchos clientes de importancia a los cuales interesarían, sin dudarlo, aquellas gemas sin parangón. Después de concertar el precio y acabar la transacción, David expresó su pesar por la muerte de Diego, que conocía, dijo, por ser una noticia muy comentada en Toledo.

—Pocos jóvenes tan responsables y completos como Diego Santibáñez —afirmó pesaroso.

A Damián le sorprendió el comentario, pues al principio parecía que David hablaba de oídas y, sin embargo, ahora se expresaba con lo que podía parecer conocimiento de causa. Pero ya Micaela mostraba un semblante lleno de pena y tanto Damián como Juan comenzaron a cavilar sobre futuras joyas que colmarían de admiración a la villa y corte. Micaela, no queriendo aguar la fiesta, se sumó a ellos con interés y juntos empezaron a fabular animales y seres mitológicos. En ese momento, el tratante aprovechó para despedirse y decirles que volvía a Flandes, donde residía. Damián le acompañó a la puerta.

—Siento

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos