El fútbol, de la mano

Fragmento

Duérmete niño, duérmete ya

Siempre me costó conciliar el sueño. Desde que era muy, pero muy chico. Algún médico con el que consultó mi madre habló de terrores nocturnos, de miedo a la oscuridad y cosas por el estilo. Pero yo siempre sospeché que no. Lo mío nunca fue temor a la oscuridad. O si alguna vez lo fue, en algún momento de mi niñez se transformó, simplemente, en un enamoramiento absoluto de la noche. Me encanta el silencio, la intimidad que generamos con las cosas, el ritmo pausado de la respiración de los otros, los que sí duermen, y construyen sin proponérselo una esfera de soledad que siempre fue capaz de cautivarme.

Alguna vez lo conté en el prólogo de algún libro. Mis viejos me regalaron una lámpara pequeña, de plástico negro, que atornillamos a la cabecera de mi cama. Una cama cucheta de las que se hacían antes, fuerte como un barco. A mi hermano mayor le tocó la de arriba, por supuesto. Lo bueno de la de abajo era que tenía, para mí, forma de vagón de tren. De tren de carga, o de camarote, como se veía en alguna película de Abbott y Costello o en algún capítulo de Los tres chiflados. Tenía techo, tenía paredes más o menos altas. Y tenía una luz para leer hasta que me venciera el sueño. De todas maneras, a veces me resultaba difícil dormirme. “Pensás demasiado”, decía mi madre, y es posible que tuviese razón.

Supongo que a muchos de ustedes, amigos lectores, les habrá sucedido cosa parecida. Y estoy seguro de que a muchos de ustedes, como a mí, algún adulto les habrá sugerido: “¿Por qué no contás ovejitas?”.

Desconozco de dónde viene esa costumbre de contar ovejas para dormir. Imagino, sin demasiada inventiva, que debe provenir de nuestro antiguo acervo cultural judeo-cristiano de sociedad pastoril, allá lejos, en nuestro remotísimo pasado.

Pero, en lo personal, debo confesar que jamás me sirvió para un reverendo pepino. Para empezar, analicemos la propia imagen. Un grupo de ovejas, detrás de una tranquera, esperan para saltarla, de una en una. A medida que saltan (teniendo la precaución de no amontonarse) uno las va numerando, y se supone que va arrebujándose en los brazos de Morfeo. Ahora bien: ¿hay cosa más antinatural e inverosímil que un grupo de ovejas disponiéndose al salto sincronizado de la tranquera? La propia ridiculez del procedimiento nos produce una alarma, una inquietud que nos alerta y nos aleja del sueño. Pero sumemos otro factor: ¿cuántos de nosotros tienen a las ovejas como una imagen familiar y cotidiana? Acá, digo, en plena Área Metropolitana de Buenos Aires. O cuando salís al campo, de vacaciones. La familiaridad de las vacas, no te lo discuto. Están por todas partes. Pero, ¿ovejas? Abundaron hasta la década de 1860, pero después, vacas y más vacas, mi amigo. Lo de las ovejas genera una extrañeza, una ajenidad, como si me dijeras: para dormirte, contá chanchos haciendo una competencia olímpica de salto en largo. Y que me disculpen los amantes del folklore onírico.

Lo que sí me sirve, lo que sí me gusta, es otro procedimiento, del que alguna vez hablé en el pasado, pero no viene mal reflotarlo: si me cuesta conciliar el sueño, una buena manera de tranquilizarme consiste en meter goles de tiro libre. Eso sí es una actividad sedativa, relajante, preparatoria de un descanso reparador.

Ahora, sin costo alguno, y si me permiten, paso a dar las directivas básicas del asunto.

Para empezar, debe el lector organizar mentalmente el escenario. Evítense las multitudes. Éstas pueden provocarle mucha adrenalina, mucha energía y todo lo que usted quiera, pero si se va a imaginar pateando tiros libres delante de cincuenta mil fulanos me va a levantar un nivel tan alto de ansiedad que después usted no se me duerme ni por equivocación, mi amigo. De manera que no. Me evita el público. No me ponga esa cara. Si quiere situar su fantasía en su cancha, esa cancha que usted tanto quiere porque es la de su equipo, vaya y pase. Pero por lo menos me vacía las tribunas. De todos modos, y como me siento un poco responsable del experimento, voy a permitirme hacer una sugerencia. Búsquese una cancha bien chúcara, de esas que abundan en los campos de deportes de los sindicatos y en los clubes de pueblo. Tiene que tener arcos. Eso sí. Los necesitamos. Pero no nos hacen falta tribunas. Ni alambrado. Ni red. Bueno, lo de la red es opcional. Lo dejo a su criterio. Pero yo digo que, cuanto más cimarrona la cancha, mejor. De esas con poco pasto concentrado en las esquinas, y de tierra pelada y muy apelmazada en la zona central. De esas en las que las líneas de cal son apenas un recuerdo borroso (y nunca mejor empleado el adjetivo ese de “borroso”), porque las repintan cada muerte de obispo.

Elíjase el balón. Eso lo dejo, otra vez, a criterio del usuario. Si quiere me utiliza un balón nuevo, reluciente, de estreno. Si quiere, el balón oficial de la Champions League de este año. Allá usted. Si prefiere, la pelota mugrosa que usted y sus amigos supieron descascarar cuando eran chicos. Si lo desea, algo intermedio, ni tanto ni tan poco. Eso sí, ya que está, asegúrese de que tenga buen peso, buena estampa, para cuando usted le pegue.

A continuación, elija el punto desde el cual ejecutar el tiro. Mi sugerencia, un metro atrás de la medialuna del área, un poco a la izquierda o a la derecha, según elija usted perfilarse de zurdo o de diestro.

Ahora tómese su tiempo. Elíjame bien dónde sitúa el balón. No me lo ubique en un pozo, porque de lo contrario va a raspar el piso y el tiro libre va a ser una porquería. Tampoco en una montañita tan estrecha que deba regresar cinco veces, interrumpiendo los pasos para tomar carrera, nada más que a volverla a su sitio. Es decir, elíjame un sitio alto y parejo. Si tiene pasto, mejor, siempre y cuando tenga cuidado de que no sea uno de esos yuyos chatos que se abren como una flor verde y áspera, porque parecen pasto pero no son, y en una de ésas me termina con un esguince, Dios no lo permita. De todos modos, tenemos tiempo. Afuera de nosotros lo único que hay es la noche. Y adentro, el tiro libre.

Algo importante, que hasta ahora no le dije. No necesitamos barrera. Porque, en realidad, no necesitamos rivales. Ni arquero, mire lo que le digo. De manera idéntica, tampoco hay compañeros suyos, ahí. El asunto es entre la pelota, el arco y usted. Usted, como es futbolero, sabe de qué modo tiene que salir la pelota, a qué altura, a qué velocidad. Usted sabe que tiene que ir bien cerca del ángulo superior, o abajo, de sobrepique. O si va a tirar al primer palo, al palo del arquero, para sorprender, tiene que ser un tiro recto, lleno, bien con el empeine, un zapatazo capaz de desatar la perplejidad y de vencer las manos.

El futbolero sabe todas esas cosas. Por eso yo propongo prescindir de rivales y compañeros. Muchos de nosotros usamos el fútbol para muchas cosas importantes. Por ejemplo, para conocernos a nosotros mismos. Y eso no tiene nada que ver con los demás. Y que ningún trasnochado me venga con que el fútbol es un juego colectivo. Ya lo sé, hombre, ya lo sé. Pero no es de eso de lo que estoy hablando. Hay una parte del fútbol que se comporta igual que ciertos rincones de nuestra alma de hombres: es inaccesible para cualquiera que no sea uno mismo.

No sé si queda, entonces, claro el escenario. Usted elige si es de noche o es de día. Si llueve o hay sol. Si hay viento o si no se mueve una gota de aire. Elige usted. Pero elija. Tome los pasos de carrera que considere necesarios. Baje un poco el mentón y mire la pelota. Ahora es el momento de decidir. Pero que no se le note en la cara, por lo que más quiera. Es un proceso absolutamente íntimo y secreto. Pero debe decidir cuántos pasos, qué violencia, si cara interna o tres dedos o el cuerpo encorvado a lo Chivo Pavoni y el pie lleno de tiro libre.

Eso lo decide usted, amigo mío. Como decide dónde termina la pelota. Después, eso sí, le pido que no se apresure. Se me queda un segundo con las manos en la cintura, pensando en lo que hizo. En lo que hizo bien y en lo que hizo mal. Cuando concluya, sí lo dejo caminar hasta detrás del arco, donde quedó la pelota, tal vez en medio del yuyal. Ojalá no se le haya ido demasiado para el lado de las cañas. Y si es así, paciencia.

Después, me repite el procedimiento. Si quiere, desde el mismo lugar. O si prefiere, se busca otro. A medida que reitera los disparos, elija en qué fijar la mirada. En una de ésas, se queda fijo en su pie impactando la pelota. O prefiere, en cámara lenta, la pelota viajando hacia el arco, con ese efecto sutil que usted supo imprimirle. U opta por dejar los ojos fijos en la parte superior del palo derecho, ahí donde está medio oxidado, para no perder detalle cuando la pelota impacte en él, pero apenas un rebote, lo justo para volver a su tiro libre absolutamente i-na-ta-ja-ble, como decían los relatores de antes.

Hágame caso. En su próximo insomnio, patéese unos cuantos tiros libres. Se va a divertir muchísimo más que llevando la cuenta de los saltos insulsos de una manada de rumiantes con poco que hacer en esta vida.

No le garantizo que se duerma. Pero el fútbol siempre nos sirve para algo. Aunque a veces desconozcamos para qué.

Buenas noches, querido lector. Y que sueñe con los angelitos.

Jugar de 85

Debe ser que me estoy poniendo viejo, y uno de los síntomas de la vejez es resentir los cambios, las novedades, las modificaciones. Seguro que las nuevas generaciones no tienen problemas al respecto. Asumen que las cosas de su tiempo son las naturales, las normales, como si hubieran existido siempre.

Somos los adultos los que no encajamos. Los que nos movemos con categorías perimidas. ¿Siempre habrá sucedido lo mismo? ¿O la velocidad de los cambios de las últimas décadas nos desactualiza a un ritmo pavoroso? A veces me pregunto si la distancia que separa mi mundo del de mis hijos es igual a la que supo diferenciar el mundo de mi padre del mío. Y por lo general me respondo que no. Que el mundo de mi viejo se parecía más a mi mundo, y también al de mi abuelo. Pero ahí está. Hablo de “mi mundo” como si este que habito ahora ya no me perteneciese. O al menos, que no me perteneciese del todo. Como si parte de sus razones, sus lógicas y sus principios me fuesen ajenos.

Como dije al principio, tal vez envejecer es eso. Vivir una distancia creciente, confusa y angustiante entre lo que tenemos dentro y lo que palpamos fuera. De ahí ese resentimiento que a veces destilan los ancianos. Esa mirada esquiva, esos ojos entrecerrados. Esa mueca con un costado de la boca. Ese chasquido de la lengua. Esa nostalgia emparentada con la rabia, con algo que valoramos y que se fue y que se extraña, y que ha venido a ser reemplazado por algo que nos disgusta, cuando no directamente nos agrede y nos subleva.

De modo que lo que voy a decir, lo que voy a escribir, ruego sea tomado con pinzas, como producto de esa desazón, ese despegue doloroso de no entender del todo los nuevos tiempos. Que nadie se enoje. Y que se atribuyan mis criterios a lo que son, desvaríos de un tipo al que el futuro le sienta un par de talles chico, o grande, o le queda mal de hombros, como un traje que heredó de algún pariente con otra contextura. Voy a empezar diciéndolo así: “En mis tiempos…”, para que quede claro que hasta mi modo de hablar, mi modo de encabezar mi filípica, pertenece a una época caduca. Pues bien, ahí vamos.

En mis tiempos los jugadores de fútbol usaban camisetas con números que iban del 1 al 11. Cosa natural, tratándose del noble deporte del balompié. El arquero, principio de la formación, llevaba el 1. El resto de la numeración no tenía tanta lógica. Hagan la prueba de preguntarle a alguien que no sepa nada de fútbol qué números deben llevar los jugadores de la línea de cuatro. Les dirá que el 2, el 3, el 4 y el 5. Obvio. El sentido común indica que deberían ser correlativos. Sólo la gente del fútbol (los viejos carcamanes, entre los que prefiero contarme) sabrá responder que el orden es 4 - 2 - 6 - 3. ¿Y eso por qué? Debo confesar que no tengo la menor idea de por qué. Tal vez algún futbolero, más estudioso que yo, o más viejo, podrá darme la razón de ese artificio.

A lo que voy es a que, para un tipo de mi generación, la frase “Fulano juega de 6” tiene un significado claro. Quiere decir que es uno de los defensores centrales, el que se ubica un poco más a la izquierda. Y lo mismo con los mediocampistas, con el 8 - 5 - 10. Estaría dispuesto a aceptar (un poquito dispuesto, tampoco exageremos) que la actual disposición táctica de los equipos complicaría la nomenclatura de los delanteros. El 7 - 9 - 11 era clarísimo en la época en que se jugaba con wines. Ahora, con esta tendencia a jugar con dos delanteros, con uno, con medio y hasta con ninguno, es entendible cierta confusión. Pero tampoco para tanto. Si jugás de delantero de área, que te den la 9. Si jugás por afuera y sos diestro (“derecho”, como se dice en el fútbol), que te den la 7. Y si sos zurdito, la 11.

A lo que voy, señores míos: ¿qué significa que un fulano cualquiera luzca el 47 en la espalda? ¿Y el 31? ¿Y el 42? No significa nada. Y no significa nada porque si un día estás en la tribuna de tu cancha, y aparece algún jugador desconocido que tenga puesta la casaca, pongamos por caso, 65, vos vas a preguntar, simplemente: “¿El 65 de qué juega?”. Y la respuesta que te va a dar el tipo que está a tu lado será: “Juega de 9”. Listo. Eso será todo. Y vos entenderás que el tipo juega de 9, es decir, como delantero de área. El 65 no te habrá servido de nada. Como tampoco te servirá de nada si te dicen: “Juega de volante ventilador”, o “Rota en tres cuartos con perfil cambiado”. Cómo juega, y qué hace, lo verás después. De entrada, lo que necesitás saber es que juega de 9. Así de simple.

Ahora bien: ¿para qué semejante esfuerzo? ¿Por qué esta necesidad de andar traduciendo un número a otro? ¿Conocen ustedes algún deporte que requiera una traducción semejante? Y ya que estoy en tren de calentarme, sigo un poco más. Y digo: ¿por qué nos hacemos los modernos si después la camiseta 10 la seguimos reverenciando por el aura especial que conserva? La 10 no se la dan a cualquiera. No, señor. Se la dejan al tipo que más sabe, que suele ser zurdo, que suele ser gambeteador, que es mejor jugador que la mayoría. ¿Y entonces? La 10 significa algo. ¿Y por qué la otra decena no quiere decir nada? Antes, todas las camisetas podían ser usadas por distintos jugadores. Si te tocaba ser titular, te la ponías, si te tocaba ser suplente, pasabas a tener la del número 12 al 16 (¿había un suplente menos, o yo recuerdo mal?). Pero entonces… ¿por qué hemos cambiado?

Una sospecha aflora a mi mente siniestra. Ahora, al principio de la temporada, le dan un número a cada jugador. Y el jugador lo conservará consigo toda la temporada. Volviendo a nuestro caso, en la de Fulano, a la espalda, luce su apellido, en imprenta mayúscula. Así: “FULANO”. Y debajo, ese ridículo número 65. Y la camiseta del mentado delantero costará bastante más cara que si no dijera nada, o si tuviera un sencillo, modesto e impersonal 9, y gracias.

Agrego otra falacia del fútbol actual: el dichoso asunto del doble 5. ¿Me quieren explicar qué corchos significa un doble 5 protagonizado por dos tipos que tienen a la espalda el 22 y el 23? ¿Por qué llamamos doble 5 a algo que, con propiedad, deberíamos llamar “22,5 x 2”? ¿O resulta que ahora, para recitar una formación, me tengo que aprender un algoritmo?

Veamos otro ejemplo. Un director técnico fuera de sí, con su equipo perdiendo un partido clave, llama a un suplente de los que están calentando a un costado. Le apoya la mano en el hombro y le señala al mediocampista por derecha, y que por azar del fútbol moderno tiene el 37 en la espalda. ¿Qué le dice? ¿Qué instrucciones le da, con las palpitaciones a mil y el hilo de voz que le queda? “Jugame de treinta y siete, pibe.” ¿Eso le dice? ¡No! Le dice: “Jugá de 8, tratá de pasar al ataque tocando con el 7, y si podés tirá algún centro buscando al 9”. Y el suplente, si puede, le hará caso. Listo. Punto. Eso es todo. A otra cosa, mariposa. Fin. The end.

Mejor la corto acá, porque me va a subir la presión, o voy a mesarme el poco cabello que me queda. Pero no desvariemos, por favor. Imaginemos, para terminar, la siguiente escena. Pongamos que un periodista ávido de novedades se aproxima a un entrenamiento de inferiores y le pregunta a un pibe de catorce, quince años, cuál es su sueño. ¿Se imaginan, al pibe, con una sonrisa gardeliana y los ojos brillantes, respondiendo que su sueño es jugar de 85 en la primera de su club? Ni por equivocación, mi amigo. Ni por equivocación. Así que punto. Punto y aparte.

Cayendo con estilo

Todos tenemos películas que nos han marcado. Esas a las que uno vuelve en distintas situaciones de la vida porque las necesita. Vuelve para recuperar una imagen, una frase, un diálogo. Una huella que no tiene que ver únicamente con esa película, sino con la vida que vivimos.

Pues bien: una de las películas de mi vida es ni más ni menos que Toy Story. Calculo que la mayoría de los lectores la conocen: fue el primer largometraje de animación que produjo Pixar y la dirigió John Lasseter. Como su nombre lo indica, cuenta una historia de juguetes. Son los que pertenecen a un nene que se llama Andy, están vivos, piensan, sienten, y se esconden de la mirada de los seres humanos.

¿Por qué es una de las películas de mi vida? Porque la historia es excelente, porque los personajes son increíbles, porque fue una de esas pelis que vi seiscientas veces con mis hijos cuando eran chiquitos, a esa edad en que a nuestros hijos no les interesa ver cosas nuevas, sino volver a ver las cosas que les apasionan (y lo bien que hacen). Y porque, como dije al principio, es una peli que me ha dejado imágenes y frases

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