Freakonomics

Fragmento

GAL-freakonomics-2.xhtml

Título original: Freakonomiks

Traducción: Andrea Montero

Primera edición: septiembre 2006

© 2005 by Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner

© Ediciones B, S.A., 2010

© Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

© www.edicionesb.com

ISBN: 978-84-666-4577-5

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

toc.xhtml

Contenido

NOTA EXPLICATIVA

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN: EL LADO OCULTO DE TODAS LAS COSAS

1 ¿QUÉ TIENEN EN COMÚN UN MAESTRO DE ESCUELA Y UN LUCHADOR DE SUMO?

2 ¿EN QUÉ SE PARECE EL KU KLUX KLAN A UN GRUPO DE AGENTES INMOBILIARIOS?

3 ¿POR QUÉ CONTINÚAN VIVIENDO LOS TRAFICANTES DE DROGAS CON SUS MADRES?

4 ¿ADÓNDE HAN IDO TODOS LOS CRIMINALES?

5 ¿QUÉ HACE PERFECTO A UN PADRE?

6 EL CUIDADO PERFECTO DE LOS HIJOS, SEGUNDA PARTE; O: ¿TENDRÍA UNA ROSHANDA UN OLOR TAN DULCE SI SU NOMBRE FUESE OTRO?

EPÍLOGO DOS CAMINOS A HARVARD

1

2

3

NOTAS

AGRADECIMIENTOS

NOTAS

GAL-freakonomics-3.xhtml

NOTA EXPLICATIVA

En el verano de 2003, The New York Times encargó a Stephen J. Dubner, escritor y periodista, que escribiera un perfil de Steven D. Levitt, un economista joven y aclamado de la Universidad de Chicago.

Dubner, que por aquel entonces trabajaba en un libro acerca de la psicología del dinero, había estado entrevistando a multitud de economistas y halló que con frecuencia éstos hablaban su propio idioma como si se tratase de una cuarta o quinta lengua. Levitt, que acababa de recibir el Premio John Bates Clark (una especie de Premio Nobel para jóvenes economistas), había sido entrevistado recientemente por multitud de periodistas y halló que el pensamiento de éstos no resultaba muy... «sólido», como diría un economista.

Pero Levitt decidió que Dubner no era un completo idiota. Y Dubner creyó que Levitt no era una regla de cálculo humana. El escritor quedó deslumbrado ante el ingenio que demostraba el economista en su trabajo y su don para explicarlo. A pesar de los selectos antecedentes de Levitt —alumno de Harvard, doctorado por el Instituto de Tecnología de Massachusetts, y una gran cantidad de premios—, abordaba la economía de un modo notablemente poco convencional. Parecía contemplar el mundo no tanto como un académico, sino como un explorador inteligente y muy curioso, como un director de documentales, quizás, o un investigador forense, o un corredor de apuestas cuyos mercados variasen desde el deporte al crimen y a la cultura popular. Manifestaba escaso interés por la clase de asuntos monetarios que vienen a la cabeza cuando la mayoría de la gente piensa en la economía; prácticamente se defendía con modestia. «No sé mucho del campo de la economía —le confesó a Dubner en una ocasión, retirándose el cabello de los ojos—. No se me dan bien las matemáticas, y no sé mucho de econometría, y tampoco sé teorizar. Si me preguntas si el mercado de valores está al alza o a la baja, si me preguntas si la economía va a crecer o a hundirse, si me preguntas si la deflación es buena o mala, si me preguntas acerca de los impuestos... quiero decir que mentiría por completo si te dijese que sé algo de alguna de esas cosas.»

Lo que interesaba a Levitt eran los misterios de la vida cotidiana. Sus investigaciones constituían un festín para cualquiera que desease saber cómo funciona realmente el mundo. Su singular actitud fue mencionada por Dubner en el siguiente artículo:

Para Levitt, la economía es una ciencia que cuenta con herramientas excelentes para la obtención de respuestas, pero que sufre una seria escasez de preguntas interesantes. Su don especial consiste en la capacidad de formular esas preguntas. Por ejemplo: si los traficantes ganan tanto dinero, ¿por qué siguen viviendo con sus madres? ¿Qué es más peligroso: un arma o una piscina? ¿Cuál fue la verdadera causa de que los índices de criminalidad cayesen en picado durante la década pasada? ¿Los agentes inmobiliarios realmente velan por los intereses de sus clientes? ¿Por qué los padres negros ponen a sus hijos nombres que pueden perjudicar su futuro laboral? ¿Los profesores mienten para alcanzar los estándares de alto índice? ¿Es corrupto el sumo?

Muchas personas —incluido un gran número de sus colegas— quizá no reconozcan el trabajo de Levitt como economista. Simplemente ha reducido la denominada ciencia sombría a su objetivo esencial: explicar cómo la gente obtiene lo que desea. A diferencia de la mayoría de los estudiosos, no teme servirse de observaciones y curiosidades personales; tampoco teme la anécdota o la narración de historias (aunque sí tiene miedo al cálculo). Cree en la intuición. Revisa una montaña de datos para hallar una historia que nadie más ha hallado. Inventa el modo de calcular un efecto que economistas veteranos han declarado incalculable. Sus intereses persistentes —pese a que afirma no haber participado en ellos— son las trampas, la corrupción y el crimen.

Su notoria curiosidad también resultó atractiva a miles de lectores del New York Times. Se vio acosado por preguntas y dudas, enigmas y peticiones, tanto por parte de General Motors, los Yankees de Nueva York y senadores estadounidenses, como también de presos y padres, y hasta un hombre que durante veinte años había guardado datos precisos acerca de sus ventas de rosquillas. Un antiguo ganador del Tour de Francia acudió a Levitt para pedirle ayuda con el fin de demostrar que actualmente en el Tour cunde el dopaje; la CIA deseaba saber cómo podría utilizar Levitt los datos para atrapar a blanqueadores de dinero y terroristas.

Todos respondían a la fuerza de la idea subyacente de Levitt: que el mundo moderno, a pesar del exceso de confusión, complicación y descarado engaño, no es inescrutable, no es incomprensible y —si se formulan las preguntas adecuadas— es incluso más fascinante de lo que pensamos. Lo único que se necesita es una nueva forma de ver las cosas.

En la ciudad de Nueva York, los editores le decían que debía escribir un libro.

«¿Escribir un libro? —respondió—. No quiero escribir un libro.» Ya contaba con un millón más de misterios que resolver que tiempo para hacerlo. Y tampoco se creía muy buen escritor. Así que se negó, no le interesaba, «salvo que —propuso— Dubner y yo pudiéramos hacerlo juntos».

La colaboración no está hecha para todo el mundo, pero ambos —en lo sucesivo conocidos como «nosotros»— decidieron hablarlo para comprobar si tal libro podría funcionar. Resolvimos que sí, y esperamos que el lector esté de acuerdo.

GAL-freakonomics-4.xhtml

PRÓLOGO

En el momento de escribir Freakonomics, albergábamos serias dudas de que alguien lo leyera realmente, y sin duda nunca previmos la necesidad de esta edición revisada y ampliada. Pero nos sentimos muy felices, y agradecidos, de habernos equivocado.

¿Y por qué molestarnos con una edición revisada?

Existen varias razones. La primera es que el mundo es algo que vive, respira y cambia, mientras que un libro no lo es. Una vez un autor termina un manuscrito, se ve forzado a permanecer sentado, bloqueado, durante casi un año hasta que el editor lo prepara para su presentación. Esto no supone un problema importante si has escrito, por ejemplo, una historia de la Tercera Guerra Púnica. Sin embargo, dado que Freakonomics explora todo tipo de temas relacionados con el mundo moderno, y dado que el mundo moderno tiende a cambiar a gran velocidad, hemos revisado el libro y realizado una serie de actualizaciones menores.

Asimismo, cometimos algunos errores. Normalmente fue un lector quien atrajo nuestra atención sobre el error, y agradecemos enormemente dicha colaboración. De nuevo, la mayor parte de estos cambios son bastante leves.

La parte del libro que se ha revisado de forma más agresiva es el comienzo del capítulo 2, que narra la historia de la cruzada de un solo hombre contra el Ku Klux Klan. Unos meses después de la publicación de Freakonomics, se nos llamó la atención acerca de que la descripción de la cruzada de dicho hombre, y de diferentes asuntos relacionados con el Klan, exageraba considerablemente. Para obtener una explicación más detallada, léase el ensayo titulado «Engañados», en la pág. 235. Dado lo desagradable que ha sido conocer este error, y mermar la reputación de un hombre querido en muchos lugares, consideramos importante presentar directamente el archivo histórico.

También hemos modificado la composición del libro. En la versión original, cada capítulo se hallaba precedido de un extracto del perfil que uno de nosotros (Dubner) escribió acerca del otro (Levitt) en The New York Times Magazine, y que llevó a que este libro se publicara en primer lugar. Debido a que algunos lectores encontraron estos fragmentos molestos (y/o ególatras, y/o aduladores), los hemos retirado para introducir el artículo completo del Times al final de esta edición, en la página 201, en una sección titulada «Material adicional». Así dispuesto, puede saltarse si se desea, o leerse por separado.

El resto del material adicional es lo que nos ha llevado a denominar esta edición «ampliada» en lugar de «revisada». Poco después de la publicación original de Freakonomics, en abril de 2005, comenzamos a escribir una columna mensual para The New York Times Magazine. Hemos incluido en esta edición varias de dichas columnas, sobre temas que van desde el comportamiento electoral a la caca de perro o la economía de la preferencia sexual.

También hemos incluido aquí diferentes textos de nuestro blog (www.freakonomics.com/blog/), que, como esta edición revisada, no estaba planeado. Al principio, construimos una página web sencillamente para llevar a cabo funciones de archivo y tráfico de datos. Escribíamos a regañadientes, vacilantes y con poca frecuencia. Pero a medida que pasaban los meses, y al descubrir a un público que había leído Freakonomics y estaba deseoso de rebatir sus ideas, lo tomamos de un modo más entusiasta. Resulta que un blog es el antídoto perfecto para un autor ante esa horrible sensación de hallarse bloqueado una vez ha terminado el manuscrito. Especialmente en el caso de un libro como éste, un libro de ideas, no existe nada más embriagador que ser capaz de ampliar dichas ideas y continuar puliendo y cuestionando y lidiando con ellas, incluso cuando el mundo sigue avanzando.

GAL-freakonomics-5.xhtml

INTRODUCCIÓN:
EL LADO OCULTO DE TODAS LAS COSAS

A cualquiera que haya vivido en Estados Unidos a principios de los noventa y prestase una pizca de atención a las noticias de la noche o al periódico de cada día se le perdonaría el haberse muerto de miedo.

El culpable era el crimen. Había ido aumentando implacablemente —una gráfica que trazara el índice de criminalidad en cualquier ciudad norteamericana durante las últimas décadas semejaba una pista de esquí de perfil— y parecía anunciar el fin del mundo tal y como lo conocíamos. La muerte por arma de fuego, intencionada o no, se había convertido en algo corriente, al igual que el asalto y el robo de coches, el atraco y la violación. El crimen violento era un compañero horripilante y cotidiano. Y las cosas iban a peor. Así lo afirmaban todos los expertos.

La causa era el denominado «superdepredador». Durante un tiempo estuvo omnipresente: fulminando con la mirada desde la portada de los semanarios, abriéndose paso con arrogancia entre los informes gubernamentales de treinta centímetros de grosor. Era un adolescente canijo de la gran ciudad con una pistola barata en la mano y nada en el corazón salvo crueldad. Había miles como él ahí fuera, nos decían, una generación de asesinos a punto de sumir al país en el más profundo caos.

En 1995, el criminólogo James Alan Fox redactó un informe para la oficina del fiscal general del Estado que detallaba con gravedad el pico de asesinatos perpetrados por adolescentes que se avecinaba. Fox proponía un escenario optimista y otro pesimista. En el escenario optimista, creía que la tasa de homicidios cometidos por adolescentes se incrementaría en otro 15% en la década siguiente; en el escenario pesimista, sería más del doble. «La próxima oleada criminal será de tal envergadura —sentenció—, que hará que 1995 se recuerde como los buenos tiempos.»

Otros criminólogos, politólogos y doctos analistas plantearon el mismo futuro horrible, como lo hizo el presidente Clinton. «Sabemos que tenemos alrededor de seis años para solucionar el problema de la delincuencia juvenil —declaró—, o nuestro país se verá inmerso en el caos y mis sucesores no pronunciarán discursos acerca de las maravillosas oportunidades de la economía global, sino que tratarán de que la gente consiga sobrevivir en las calles de nuestras ciudades.» El dinero de los inversores inteligentes se encontraba claramente en el crimen.

Y entonces, en lugar de seguir aumentando, la criminalidad comenzó a descender. A descender y descender y descender aún más. La caída resultó sorprendente en varios sentidos: era omnipresente, las actividades criminales, en todas sus categorías, disminuían a lo largo y ancho del país; era constante, con descensos cada vez mayores año tras año; y completamente imprevista, sobre todo para los grandes expertos que venían prediciendo lo contrario.

La magnitud del cambio resultaba increíble. El índice de asesinato adolescente, en lugar de aumentar el 100% o incluso el 15%, como había advertido James Alan Fox, cayó más del 50% en cinco años. En 2000, el índice de asesinatos en Estados Unidos había descendido al menor nivel en treinta y cinco años. También lo hicieron los índices de todos los tipos de actos criminales restantes, desde las agresiones hasta los robos de coches.

Aun cuando los expertos no habían anticipado el descenso de la criminalidad —que, de hecho, ya se estaba produciendo cuando realizaron sus espeluznantes predicciones—, ahora se apresuraban a explicarlo. La mayor parte de sus teorías resultaban perfectamente lógicas. La economía emergente de los noventa, argumentaban, ayudó a hacer retroceder el crimen. Fue la proliferación de las leyes para el control de las armas, decían. Era el tipo de estrategias policiales innovadoras que se aplicaron en la ciudad de Nueva York, donde los asesinatos descendieron de 2.262 en 1990 a 540 en 2005.

Estas teorías no sólo eran lógicas, sino que además resultaban alentadoras, porque atribuían el descenso de la criminalidad a iniciativas humanas específicas y recientes. Si lo que había acabado con el crimen era el control de armas y las estrategias policiales inteligentes, bueno, entonces el poder de detener a los criminales siempre se había hallado a nuestro alcance. Como lo haría la siguiente vez, Dios nos libre, que el crimen se agravara de semejante forma.

Estas teorías se abrieron paso, al parecer sin cuestionamiento alguno, desde las bocas de los expertos a los oídos de los periodistas y a la opinión pública. En breve pasaron a formar parte de la sabiduría convencional.

Sólo presentaban un problema: que no eran ciertas.

Entretanto, existía otro factor que había contribuido enormemente al extraordinario descenso de la criminalidad en los noventa. Había tomado forma veinte años antes e implicaba a una joven de Dallas llamada Norma McCorvey.

Como la mariposa del proverbio que bate sus alas en un continente y finalmente provoca un huracán en otro, Norma McCorvey alteró de forma espectacular el curso de los acontecimientos sin pretender hacerlo. Lo único que ella quería era abortar. Era una mujer de veintiún años, pobre, sin educación, no cualificada, alcohólica y consumidora de drogas, que ya había entregado a dos hijos en adopción y ahora, en 1970, se encontraba de nuevo embarazada. Pero en Texas, como en casi todos los estados del país en esa época, el aborto era ilegal. La causa de McCorvey fue adoptada por gente mucho más poderosa que ella. La convirtieron en la litigante principal en una demanda colectiva por la legalización del aborto. El demandado era Henry Wade, fiscal del distrito del Condado de Dallas. El caso llegó finalmente al Tribunal Supremo de Estados Unidos; para entonces, el nombre de McCorvey había sido disfrazado como Jane Roe. El 22 de enero de 1973, el tribunal fa-lló a favor de la señorita Roe, permitiendo así el aborto legalizado en todo el país. Aunque entonces ya era demasiado tarde para que la señorita McCorvey/Roe abortase: había dado a luz y entregado al niño en adopción. (Años más tarde renunciaría a la causa de la legalización del aborto y se convertiría en una activista pro vida.)

En lo que respecta al crimen, resulta que no todos los niños nacen iguales. Ni mucho menos. Décadas de estudios han demostrado que un niño que nace en un entorno familiar adverso tiene muchas más probabilidades de convertirse en un delincuente. Y los millones de mujeres con mayores probabilidades de abortar tras el caso «Roe contra Wade» —madres pobres, solteras, adolescentes para quienes el aborto ilegal resultaba excesivamente costoso o inaccesible— con frecuencia constituían ese modelo de adversidad. Eran esas mujeres cuyos hijos, en caso de nacer, tendrían muchas más probabilidades que la media de convertirse en delincuentes. Pero como consecuencia del caso «Roe contra Wade», esos niños no nacían. Esta causa poderosa tendría un efecto tan drástico como lejano: años más tarde, justo cuando esos niños que no nacieron habrían alcanzado la edad de convertirse en delincuentes, el índice de criminalidad comenzó a caer en picado.

No fue el control de armas o un fuerte crecimiento económico o las nuevas estrategias policiales lo que finalmente atemperó la ola de crimen en Estados Unidos. Fue, entre otros factores, el hecho de que la fuente de criminales potenciales se había visto reducida de forma drástica.

Ahora bien, cuando los expertos en la caída de la criminalidad (antiguos catastrofistas) relataban sus teorías a los medios de comunicación, ¿cuántas veces citaron la legalización del aborto como una causa?

Ninguna.

Contratar a un agente inmobiliario para vender una casa constituye la combinación por excelencia del comercio y la camaradería.

Él evalúa los encantos de la vivienda, toma algunas fotos, establece el precio, redacta un anuncio tentador, muestra la casa con entusiasmo, negocia las ofertas y lleva la operación a buen término. En la venta de una casa valorada en 300.000 dólares, los típicos honorarios del 6% de un agente alcanzan los 18.000 dólares. Dieciocho mil dólares, repetimos: eso es mucho dinero. Pero también es cierto que nunca habríamos podido vender la casa y obtener 300.000 dólares por nuestra cuenta. El agente sabía cómo —¿cuáles fueron sus palabras?— «maximizar el valor de la casa». Nos consiguió la máxima cantidad de dinero posible, ¿no?

¿No?

Un agente inmobiliario no tiene nada que ver con un criminólogo, pero es el verdadero experto. Es decir, conoce su campo mucho mejor que el lego en cuyo nombre actúa. Está más informado acerca del valor de la casa, el estado del mercado inmobiliario, incluso el perfil psicológico del comprador. Dependemos de él por su información. Por eso, en definitiva, hemos contratado a un experto.

A medida que el mundo se ha ido especializando, esos incontables expertos se han hecho a sí mismos igualmente indispensables. Médicos, abogados, contratistas, agentes de Bolsa, mecánicos del automóvil, asesores hipotecarios y financieros... todos ellos disfrutan de una ventaja informativa enorme. Y utilizan esa ventaja para ayudarnos, a nosotros, las personas que les contrataron, a conseguir exactamente lo que queremos al mejor precio.

¿No?

Nos encantaría creerlo. Pero los expertos son humanos, y los humanos responden a incentivos. El modo en que un experto determinado nos trate dependerá de cómo se fijan sus incentivos. En ocasiones estos últimos pueden actuar a nuestro favor. Por ejemplo: un estudio sobre mecánicos de coches de California descubrió que con frecuencia éstos dejaban pasar una factura de alguna pequeña reparación permitiendo que automóviles con problemas superasen las inspecciones técnicas; la razón es que un mecánico indulgente se ve recompensado con un nuevo negocio. Según un estudio médico, en las zonas con índices de natalidad descendentes resultaba mucho más probable que los tocólogos realizasen partos con cesárea que los de zonas en proceso de crecimiento, lo que sugiere que, cuando el negocio va mal, los médicos tratan de registrar (en caja) procedimientos más costosos.

Una cosa es elucubrar acerca del abuso de posición dominante por parte de los expertos y otra demostrarlo. La mejor forma de hacerlo sería comparar cómo nos trata un experto y cómo llevaría a cabo el mismo servicio para sí mismo. Por desgracia, un cirujano no se opera a sí mismo. Ni su historial médico es una cuestión de conocimiento público; ni la reparación del coche del mecánico aparece registrada.

Las ventas inmobiliarias, no obstante, sí son una cuestión de dominio público. Y los agentes inmobiliarios venden sus casas con frecuencia. Un estudio reciente sobre la venta de casi cien mil casas de las afueras de Chicago revela que más de tres mil de éstas pertenecían a los mismos agentes.

Antes de sumergirnos en los datos, formulémonos una pregunta: ¿cuál es el incentivo de un agente inmobiliario cuando vende su propia casa? Muy simple: hacer el mejor negocio posible. Es de suponer que ése es también nuestro incentivo cuando vendemos nuestra casa. De modo que nuestro incentivo y el incentivo del agente inmobiliario al parecer coincidirían. Después de todo, su comisión se basa en el precio de venta.

Pero mientras los incentivos funcionan, las comisiones son una cuestión delicada. Para empezar, la comisión inmobiliaria del 6% generalmente se divide entre el agente que se encarga de la venta y el del comprador. Cada agente entrega aproximadamente la mitad de su parte a la agencia. Lo cual significa que sólo el 1,5% del precio de adquisición va directamente al bolsillo de nuestro agente.

De modo que, de nuestra casa de 300.000 dólares, su parte de la comisión de 18.000 dólares es 4.500. De todas formas, no está mal, pensamos. Pero ¿qué ocurre si la casa en realidad vale más de 300.000? ¿Y si con un poco más de esfuerzo y unos pocos anuncios más en el periódico hubiese podido venderla por 310.000? Tras descontar la comisión, eso añade 9.400 dólares a nuestro bolsillo. Pero la parte adicional del agente —su 1,5% personal de los 10.000 adicionales— son 150 insignificantes dólares. Si nosotros ganamos 9.400 mientras él sólo recibe 150, después de todo, quizá nuestros incentivos no coincidan tanto. (Especialmente cuando es él quien paga los anuncios y hace todo el trabajo.) ¿Está dispuesto el agente a prestar todo ese tiempo, dinero y energía extras por sólo 150 dó-lares más?

Existe un modo de averiguarlo: calcule la diferencia entre los datos de ventas referentes a las casas que pertenecen a agentes inmobiliarios y las casas que éstos venden en nombre de los clientes. Utilizando los datos de las ventas de esas 100.000 casas de Chicago, y controlando todo tipo de variables —ubicación, antigüedad y calidad de la casa, estética, si la propiedad era una inversión o no, etc.—, resulta que un agente inmobiliario mantiene su propia casa en el mercado una media de diez días más y la vende por un 3% más, o 10.000 dólares en el caso de una casa de 300.000. Cuando vende su propia casa, un agente inmobiliario espera a que llegue la mejor oferta; cuando vende la nuestra, nos alienta a aceptar la primera oferta decente que aparece. Como un corredor de bolsa que pierde en comisiones, el agente quiere cerrar tratos y hacerlo rápido. ¿Por qué no? Lo que le corresponde de una oferta mejor —150 dólares— es un incentivo demasiado insignificante para alentarlo a actuar de un modo distinto.

De todos los tópicos acerca de la política, existe uno que se defiende con más fuerza que el resto: el dinero compra elecciones. Arnold Schwarzenegger, Michael Bloomberg, Jon Corzine son sólo algunos histriónicos ejemplos recientes de dicho tópico. (Sin tener en cuenta los ejemplos contrarios de Steve Forbes, Michael Huffington y especialmente Thomas Golisano, que en el curso de tres elecciones para gobernador de Nueva York invirtió 93 millones de dólares de su propio bolsillo y obtuvo un 4%, un 8%, y un 14% de los votos respectivamente.) La mayoría de la gente estaría de acuerdo en que el dinero influye excesivamente en las elecciones y que en las campañas políticas el gasto económico es desmesurado.

En efecto, los datos de las elecciones demuestran que el candidato que más dinero invierte en una campaña generalmente gana. Pero ¿es el dinero la causa de la victoria?

Podría resultar lógico creer que es así, tanto como habría parecido lógico que la floreciente economía de los noventa contribuyera en la reducción de la criminalidad. Pero el simple hecho de que dos cosas guarden correlación no implica que una sea la causa de la otra. Una correlación significa, sencillamente, que existe una relación entre dos factores —llamémoslos X e Y—, pero no explica el sentido de dicha relación. Es posible que X cause Y; también es posible que Y cause X; y también lo es que tanto X como Y sean causadas por algún otro factor, Z.

Pensemos e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos