Contenido
Prólogo
1. Días que callan
2. Desde el Colegio Alemán
3. A la deriva
4. La realidad disfrazada
5. Cosas de la vida
6. Hotel San Martín
7. El lectorado
8. Vuelta de tuerca
9. De nuevo, nueva vida
10. La neumonía atípica
11. Tres hitos de la canción
12. Andalán
13. Tirar de mochila
14. José Ramón Germá y la amistad
15. De la clandestinidad al desasosiego
16. La última cena
Epílogo
Notas
Prólogo
Nueva memoria descoyuntada por el cáncer de próstata, la quimioterapia y la amargura del tiempo que se va. La frase se la debo a un colega marroquí, que al preguntarle por su salud me respondió:
—Regular, gracias a dios.
Supongo que dijo Alá, que para mí es dios con minúscula.
A fin de cuentas, ésta es la explicación menos dolorosa y más ajustada que he encontrado para responder a todos aquellos que en estos días se interesan por mi mermada salud.
1
Días que callan
Todo comenzó en el verano de 2006, concretamente a principios del mes de julio. Durante aquellos días, mi mujer; su madre, Sabina; mi hija Ángela y Santiago, mi yerno; mis dos nietas y yo nos habíamos quedado en una casita a las afueras de Zaragoza para, entre otras cosas, soportar algo mejor el calor y darles a las niñas un espacio de libertad que difícilmente se encuentra en la ciudad.
Aquel domingo hacía tanto calor que el paisaje se vislumbraba ciego, sin perspectiva. Sin embargo, en lugar de tomar un gazpacho y unos buenos vasos de agua, nos comimos una paella, nos bebimos media botella de vino y no prescindimos de alguna cerveza a la hora del vermú.
En aquellos días yo me consideraba un hombre feliz. Era un abuelo al que ya no le quedaba mucho tiempo para jubilarse y soñaba con esos años de no hacer nada: nada de nada que no me apeteciese. Como digo, aquel día habíamos comido en exceso y pronto caí vencido por el sueño. No recuerdo qué soñé, pero sí recuerdo el rumor sordo de aquel lugar en las tardes calurosas, la luz colándose tímida a través de las contraventanas cerradas a cal y canto y los ecos de las voces de mis nietas que llegaban desde el jardín.
Mi intención era la de permanecer en la cama durante el tiempo exacto que se prolongase la siesta, pero tristemente no fue así. De repente, la nebulosa comenzó a adquirir tono de realidad y decidí que ya era hora de sumarme al mundo de los vivos.
No pude, ya que cuando quise incorporarme me di cuenta de que era incapaz de estabilizarme; pensé en mis cervicales, que años atrás ya me habían jugado alguna que otra mala pasada. Y tanto en aquella ocasión como en ésta no podía moverme, ya que si lo hacía sentía que el mundo que me rodeaba era un mar bravío que pretendía engullirme.
Cuando me sucedió la primera vez, el médico, más amigo que doctor, me dijo:
—Esto es cosa del café y del tabaco. José Antonio, tendrás que dejar ambas cosas.
Siempre había sido un adicto al tabaco. De hecho, era de los que podía acostarme y levantarme fumando Ducados. El tabaco formaba parte de mi vida, una parte fundamental que se había construido calada tras calada a lo largo de muchos años. Sin embargo, debido a este percance, a los cuarenta y ocho dejé el tabaco. Pero no pude con el café.
En aquello días, mientras permanecía inmóvil en la cama, pensé en que casi con toda seguridad a mis setenta y un años tendría que dejar el café, cosa que me iba a costar un verdadero esfuerzo, porque del café me gusta todo: aroma, olor, sabor, discurso, lugar... Pero no fue así. El médico vino a casa, me hizo unas pruebas y me dijo:
—Son las cervicales.
Después se sentó junto a mí en la cama, me recetó unas pastillas y me dijo que no estaría de más que me hiciera unos análisis.
—¿Hace cuánto que no te haces un reconocimiento? —me preguntó.
—Tres, cuatro años —dije.
—No hay más que hablar.
Nunca me han gustado los análisis, pero qué íbamos a hacer. Los días fueron pasando y las cervicales mejoraron. Ya habíamos vuelto a Zaragoza y yo creía encontrarme fuera de todo peligro, deseoso de cerrar la casa y marcharnos a pasar el verano a Villanúa, como todos los años. Villanúa es un pueblo ubicado en el Pirineo aragonés, al que subo cada verano desde hace treinta y ocho años: para mí es como un pequeño paraíso, un retiro.
Era un miércoles cuando bajé al ambulatorio Ramón y Cajal y la hermana de mi yerno, ATS en el citado centro, me extrajo la sangre con sumo cuidado y me dijo que en cosa de un par de horas tendríamos los resultados.
—Vuelvo sobre las doce —le dije.
—Perfecto —sentenció ella.
A las doce en punto me estaba esperando. Seria y con rictus dolido.
—José Antonio, ¿tú sabes lo que es el PSA? —me preguntó.
—¿No voy a saberlo...?[1] —le dije—. Si lo fundamos entre Emilio Gastón y yo, junto a las gentes de Anda-lán.[2]
—Pues este PSA no tiene nada que ve con aquél —dijo—. Y además, lo tienes altísimo.
Ana, así se llama la hermana de mi yerno, me dijo que lo mejor era que me quedara en el ambulatorio, que iba a ponerse en contacto con un urólogo. Mi mujer, Juana, y yo nos quedamos sentados en una de las salas que hay en la primera planta del ambulatorio sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. Juana llamó a una de nuestras hijas y con una serenidad forzada le explicó lo que estaba pasando, le habló del PSA y de la próstata.
Yo estaba callado, pensando en que para mí el PSA era el Partido Socialista de Aragón y no unas iniciales que marcaban unos indicadores tumorales.
El Ramón y Cajal es un edificio frío, construido en el año 1962 por el arquitecto García Mercadal; está construido en ladrillo visto y es enorme, simétrico y demasiado frío. Sentado en aquella sala me dio por pensar en el edificio y decidí que a pesar de ser obra de García Mercadal a mí el Ramón y Cajal nunca me pareció un edificio notable; en aquellos momentos me resultó especialmente triste. Ana apareció enseguida.
—Te va a atender un urólogo que se llama Ángel —me dijo—. Y además es uno de los buenos.
Resultó ser uno de los mejores: hijo de una muy buena amiga y sobrino de una mucho mejor amiga, con la que en su día habíamos combatido por la democracia, la libertad y la ecología. Con Ángel me entendí pronto y pronto me dijo que las cosas no pintaban bien.
Me citó para el día siguiente.
Aquella mañana mi mujer y yo abandonamos el Ramón y Cajal con la sensación de que habían sucedido muchas cosas, pero sin entender muy bien la dimensión de esas cosas.
—Me voy hacia casa —me dijo Juana—. Mi madre estará de los nervios.
Por aquel entonces mi suegra tenía noventa y siete años y estaba en un estado bastante delicado, debido a una demencia senil obsesiva, que a punto estuvo de volvernos locos.
—Yo prefiero ir a tomar un café —le dije, y ella me besó. Hacía años que no me daba un beso en mitad de la calle.
Mis pasos se dirigieron hacia el café Levante, para mí el más hermoso de Zaragoza, y finalmente opté por un pincho de tortilla y una caña. En el Levante siempre me he encontrado muy a gusto y aquel día quería un sitio de esos de toda la vida. Me quedé en la barra, atrapado por el reflejo de sus vidrieras y colgado en alguna de las fotografías de sus paredes, y pensé que la vida valía la pena, a pesar de este nuevo compañero de viaje del que apenas sabía nada.
—¿Cómo va la salud, Labordeta? —me preguntó un asiduo del Levante.
—Regular, gracias a dios —le dije, y di un sorbo a la cerveza.
Me supo magnífica.
Y POR FIN ME DESVIRGUÉ
Al día siguiente allí me encontraba yo, en una consulta neutra, frente a un urólogo que estaba dispuesto a meterme el dedo por el culo para salir de dudas. Todo fue bastante rápido, creo recordar, y de pronto me sentí absolutamente desvirgado y medianamente mareado. También recuerdo que Ángel, supongo que para hacerme el trago más llevadero, se había untado el guante que cubría sus dedos con una crema que olía a menta. Sentí la menta en todo el cuerpo, en la garganta y hasta en la saliva.
—Ya está —afirmó.
Yo no dije nada.
—Efectivamente, tienes un tumor —diagnosticó—. Y ahora lo que tenemos que ver es si ese tumor es maligno o benigno. En un par días ingresarás en el Servet[3] para hacerte una biopsia. Es una prueba sin riesgo —añadió—. No tienes de qué preocuparte.
Es raro cuando un médico te dice eso: no tienes de qué preocuparte y tú no haces más que pensar que realmente deberías estar preocupado porque tienes un cáncer y te van a meter en un quirófano. Son momentos extraños, llenos de interrogantes que no te atreves a formular, de dudas con las que te acostumbras a convivir y con una sensación de desasosiego a la que todos los días tienes que vencer.
Recuerdo que no hice ninguna pregunta, tampoco mi mujer; nos miramos y supongo que los dos intuimos que en aquel instante empezaba una nueva vida, que de alguna forma estaría marcada por los médicos, los hospitales y el maldito cáncer de próstata.
La verdad es que desde que recibo esa noticia en julio de 2006, y a pesar de los momentos negros, no he dejado que la depresión me gane —en algunas ocasiones ha estado a punto—, porque yo procuro pensar que las cosas van a resolverse y se resolverán. Me estoy refiriendo al año 2006 y, sin embargo, estas palabras las estoy escribiendo en 2009; han pasado más de tres años desde entonces y sigo vivo, hablando y contando esta historia.
Ingresé en la planta de Urología del Servet una mañana de jueves. Hacía calor. No tardaron demasiado tiempo en bajarme a quirófano y mucho menos en subirme de nuevo a planta. Era un día luminoso que pasé leyendo y escuchando la radio. Tenía una extraña sensación, estaba ingresado en un hospital, pero yo no me sentía enfermo; entonces me di cuenta de que nunca antes, excepto cuando se produjo el nacimiento de mis dos nietas, Marta y Carmela, había pisado un hospital. Mi mujer siempre me ha dicho que soy un egoísta, que cuando un amigo se pone enfermo, espero a que se cure y regrese a casa. ¡Qué razón tiene! A mí los hospitales no me gustan, me preocupan y me producen un cosquilleo antipático.
Aquel día estuvo presidido por el silencio y la soledad. Al día siguiente vinieron mis hijas a visitarme y nos estuvimos riendo de todas esas cosas tan importantes que habían pasado a lo largo de los últimos días. De pronto se escuchó un golpe tras la puerta y de inmediato hizo su aparición mi amigo Luis Alegre. Luis es uno de los tipos más vitales que conozco: le gusta vivir y lo que más le gusta es conseguir que la vida sea amable con todos sus amigos. Aquel día Luis no era el Luis con el que tantas veces he estado y mucho menos el Luis que abraza la vida con su inmensa risa.
—Hola —dijo.
Mis hijas y mi mujer se levantaron enseguida para besarlo.
—¿Cómo va? —me preguntó.
Estaba junto a mi cama.
—Regular, gracias a dios —le dije—. Ya sabes que finalmente me han desvirgado —le anuncié.
Intentó sonreír, pero no pudo.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Mi padre. Se está muriendo. He pasado la noche con él. Está ingresado aquí, en el Servet, en la planta octava de Oncología.
Sabía que tenía un cáncer, pero no que estuviera muriéndose. La información me dolió doblemente: por un lado, me dolía el dolor de Luis y de su padre; y por el otro, me dolía saber que yo también tenía cáncer. En aquella ocasión no compartía la habitación con ningún otro enfermo y Luis, tras informarnos de su pena, cayó desplomado en una de las butacas y comenzó a llorar.
—Es muy duro ver cómo se consume —dijo—. Nos enteramos de lo de la enfermedad en enero y sólo siete meses después se nos marcha.
Se me heló la sangre, porque yo no pensaba que me estuviera muriendo, ni que me fuera a morir en un plazo de tiempo tan corto.
Luis salió de la habitación con la misma capa de tristeza con la que había entrado, su padre murió en agosto de ese mismo verano y a mí me dijeron a los pocos días que las pruebas habían dado positivo, para mí negativo: el cáncer de próstata era maligno.
EN EL DESIERTO ZARAGOZANO
El verano de 2006 pasó con más pena que gloria, pero sobre todo pasó sin Villanúa. Unos días después de que a mí me diagnosticaran el cáncer de próstata, mi mujer decidió enviar a su madre, Sabina, a casa de su hermano, en Tarragona. Aquél fue un día doloroso porque Juana, una mujer extremadamente realista, supo que su madre no volvería a casa, que moriría en Tarragona y si había algo que mi suegra deseaba era morir al lado de su hija, con la que había vivido toda la vida y con la que había mantenido una relación excepcional, hasta que la enfermedad le ennegreció el pensamiento.