Juegos de ingenio

Fragmento

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—Quería un animal ideal para cazarlo —explicó el general.

Así que dije:

—¿Qué características tendría una presa ideal?

La respuesta fue, por supuesto:

—Debe ser valiente, astuta y, por encima de todo, capaz de razonar.

—Pero si ningún animal es capaz de razonar —objetó Rainsford.

—Mi querido amigo —dijo el general—, existe uno que sí lo es.

 

Richard Connell,

The Most Dangerous Game

Contenido

Contenido

Prólogo La mujer de los acertijos

1. El Profesor de la Muerte

2. Un problema persistente

3. Preguntas poco razonables

4. Mata Hari

5. Siempre

6. Nueva Washington

7. Virginia con cereal-r

8. Un equipo de dos

9. La chica encontrada

10. Las preocupaciones de Diana Clayton

11. Un lugar de contradicciones

12. Greta Garbo por dos

13. Te pillé

14. Un personaje histórico interesante

15. Lo robado

16. El hombre que encubrió la mentira

17. La primera puerta sin cerrar

18. La excursión matinal

19. Introducción a la arquitectura de la muerte

20. El decimonoveno nombre

21. Desaparecida

22. Temeridad

23. La segunda puerta sin cerrar

24. El último hombre libre

25. La sala de música

Epílogo Examen parcial de Psicología Básica

Notas

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Prólogo

La mujer de los acertijos

Su madre, que estaba agonizante, dormía con un sueño intranquilo en una habitación contigua. Era casi medianoche, y un ventilador de techo removía el aire en torno a la hija, al parecer sin otro resultado que el de redistribuir el calor que quedaba del día.

La anticuada ventana de celosía estaba ligeramente abierta a la noche color regaliz. Una polilla se golpeaba desesperada contra el cristal, decidida por lo visto a matarse. Ella la observó por un momento, preguntándose si la atraía la luz, como creían los poetas y los románticos, o si en realidad detestaba la claridad y se había lanzado a un ataque furioso contra el origen de su frustración.

Notó que una gota de sudor le resbalaba entre los pechos e intentó secársela con la camiseta, sin apartar en ningún momento la vista de la hoja de papel que tenía en el escritorio, ante sí.

Era de un papel blanco barato. Las palabras estaban escritas en sencillas letras de imprenta.

 

la primera persona posee aquello que la segunda persona escondió.

 

Se reclinó en su silla de trabajo, tamborileando en el escritorio con un bolígrafo como un percusionista que busca un ritmo. No era extraño que recibiese notas y poemas por correo, cifrados según claves de lo más variadas, con algún tipo de mensaje secreto. Por lo general se trataba de declaraciones de amor o deseo, o bien una forma de forzar un encuentro. A veces eran obscenos. Ocasionalmente constituían un reto para ella, eran mensajes tan complicados, tan crípticos que la dejaban perpleja. Al fin y al cabo, se ganaba la vida con eso, así que no le parecía del todo injusto que alguno de sus lectores le volviese las tornas.

Sin embargo, lo más inquietante de ese mensaje en particular era que no se lo habían enviado a su buzón de la revista, ni lo había recibido en el ordenador de la oficina como correo electrónico. Habían metido la carta ese día en el buzón maltratado y cubierto de herrumbre que estaba al final del camino particular de su casa, para que ella lo encontrase esa tarde, en cuanto regresara del trabajo. Además, a diferencia de los mensajes que estaba acostumbrada a descifrar, éste carecía de firma y de la dirección del remitente. No había ningún sello pegado al sobre.

No le hacía gracia la idea de que alguien supiera dónde vivía.

La mayoría de la gente que se distraía con los juegos de ingenio que ella inventaba era inofensiva; programadores informáticos, académicos, contables. Entre ellos había algún que otro policía, abogado o médico. Ella había aprendido a reconocer a muchos de ellos por la manera tan característica en que funcionaba su mente cuando resolvían sus pasatiempos y que a menudo resultaba tan única como una huella digital. Incluso había llegado a un punto en que sabía de antemano cuáles de sus asiduos darían con la solución de ciertas clases de enigmas; algunos eran expertos en criptogramas y anagramas; otros sobresalían por su habilidad para desentrañar acertijos literarios, identificar citas oscuras o relacionar autores poco conocidos con acontecimientos históricos. Era la clase de personas que resolvían los crucigramas del domingo con pluma.

Desde luego, también había algunos de los otros.

Ella siempre estaba alerta ante la gente que proyectaba su paranoia en cada mensaje oculto, o que descubría odio y rabia en todos los rompecabezas que ella creaba.

«Nadie es realmente inofensivo —se dijo—. Ya no.»

Los fines de semana se llevaba una pistola semiautomática a un manglar que no estaba muy lejos de la casa de bloques de hormigón ligero, desvencijada, de una sola planta y dos habitaciones que había compartido durante casi toda su vida con su madre, y practicaba hasta convertirse en una experta.

Bajó la vista hacia la nota que alguien le había llevado hasta allí y notó una presión desagradable en el estómago. Abrió el cajón de su escritorio, extrajo un revólver Magnum .357 de cañón corto de su funda y lo depositó en el tablero, junto a la pantalla del ordenador. Era una de la media docena de armas que poseía, entre las que se encontraba un fusil de asalto automático que colgaba, cargado, de un gancho al fondo de su armario ropero.

—No me gusta que sepas quién soy ni dónde vivo —dijo en voz alta—. Eso no forma parte del juego.

Hizo una mueca al pensar que había sido descuidada y se fijó el propósito de averiguar cómo se había producido la filtración —qué secretaria o ayudante de redacción había filtrado su dirección— y de tomar las medidas necesarias para remediarlo. Era muy celosa de su privacidad y no sólo la consideraba parte necesaria de su trabajo, sino también de su vida.

Se quedó mirando las palabras de la nota. Aunque estaba bastante segura de que no estaban en clave numérica, realizó unos cálculos rápidos, asignando un número a cada letra del alfabeto, después restando y sumando e introduciendo variaciones para intentar descubrir el sentido de la nota. Casi al instante comprendió que sería inútil. Todos sus intentos arrojaban resultados sin pies ni cabeza.

Encendió el ordenador e insertó un disquete que contenía citas célebres, pero no encontró ninguna remotamente parecida.

Decidió que necesitaba un vaso de agua. Se puso de pie y se dirigió a la pequeña cocina. Había un vaso limpio puesto a secar junto al fregadero. Ella le echó hielo y lo llenó de agua del grifo, que tenía un sabor ligeramente salado. Se tapó la nariz con los dedos y pensó que era uno de los inconvenientes menores de vivir en los Cayos Altos. Los mayores inconvenientes eran el aislamiento y la soledad.

Se detuvo en el vano de la puerta, con la mirada fija en la hoja de papel, al fondo de la habitación, y se preguntó por qué esa nota en particular le quitaba el sueño. Oyó a su madre gemir y revolverse en la cama, y supo en el acto que la mujer mayor estaba despierta antes de oírla hablar.

—Susan, ¿estás ahí?

—Sí, madre —respondió ella despacio.

Fue a toda prisa a la habitación de su madre. En otro tiempo, allí había habido color; a su madre le gustaba pintar, y durante años había tenido sus cuadros apilados contra las paredes, y sus pinturas, sus vestidos y pañuelos exóticos, vaporosos y multicolores caprichosamente desperdigados o colgados en un caballete. Sin embargo, todo eso había cedido el paso a bandejas de medicamentos y un aparato de respiración asistida, y se encontraba arrumbado en armarios, reemplazado por signos de decrepitud. A ella le parecía que la habitación ya ni siquiera olía a su madre, sino a antisépticos, a recién fregado. Era un sitio limpio, desinfectado y lúgubre donde morir.

—¿Te duele? —preguntó la hija. Se lo preguntaba siempre, pese a que conocía la respuesta y sabía que la madre no respondería la verdad.

La mujer mayor se esforzó por incorporarse.

—Sólo un poquito. No estoy muy mal.

—¿Quieres una pastilla?

—No, no hace falta. Estaba pensando en tu hermano.

—¿Quieres que lo llame y te ponga con él?

—No, sólo conseguiríamos preocuparlo. Seguro que está muy ocupado y necesita descansar.

—Lo dudo. Yo creo que preferiría hablar contigo.

—Bueno, mañana, tal vez. Estaba soñando con él. Y contigo también, cielo. Soñaba con mis hijos. Ahora él tiene que dormir. Y tú también. ¿Qué haces levantada?

—Estaba trabajando.

—¿Ideando otro concurso? ¿De qué será esta vez? ¿De citas, de anagramas? ¿Qué clase de pistas piensas dar?

—No, no se trata de algo mío. Estaba trabajando en un acertijo que alguien me ha enviado.

—Tienes tantos admiradores...

—No es a mí a quien admiran, mamá, sino los pasatiempos.

—No tendría que ser así. Deberías dejar que reconocieran tu mérito, en vez de esconderte.

—Tengo muchas razones para usar un seudónimo, mamá, ya las conoces.

La mujer mayor se recostó sobre su almohada. No era tanto la vejez como la enfermedad la que había hecho estragos en ella. Tenía la piel flácida, colgante en torno al cuello, y el cabello suelto desparramado sobre las sábanas blancas. Aún tenía la cabellera de color castaño rojizo; su hija la ayudaba a teñírsela una vez por semana en un rito que ambas esperaban con ilusión. A la mujer mayor apenas le quedaba vanidad; el cáncer se la había arrebatado casi por completo. Aun así, no había renunciado a teñirse el pelo, y su hija se alegraba de ello.

—Me gusta el nombre que elegiste. Es sexy.

—Mucho más sexy que yo —dijo la hija con una carcajada.

—Mata Hari. La espía.

—Sí, pero no fue la mejor. La pillaron y la fusilaron.

A su madre se le escapó una risotada, y su hija sonrió, pensando que, si encontrara otras maneras de hacerla reír, la enfermedad no se extendería tan rápidamente.

La mujer mayor volvió la vista hacia arriba, como buscando un recuerdo en el techo.

—¿Sabes? Hay una historia que leí en un libro cuando era pequeña —dijo con entusiasmo—. Según ésta, antes de que el oficial francés diese al pelotón de fusilamiento la orden de disparar, Mata Hari se desabrochó la blusa y se quedó con los pechos al aire, como retando a los soldados a estropear aquella perfección...

La madre cerró los ojos por unos instantes, como si le costase evocar aquello, y la hija se sentó en el borde de la cama y le tomó la mano.

—Pero aun así dispararon. Qué triste. Hombres tenían que ser, supongo.

Las dos mujeres sonrieron juntas por un momento.

—No es más que un nombre, mamá. Un buen nombre para alguien que hace pasatiempos para revistas.

La madre asintió con la cabeza.

—Creo que me tomaré esa pastilla —dijo—. Y mañana podemos llamar a tu hermano. Le haremos preguntas sobre los asesinos. Quizás él sepa por qué esos soldados franceses obedecieron la orden de disparar. Seguro que tendrá alguna teoría. Eso será divertido. —La madre tosió al soltar una carcajada.

—Estaría bien. —La hija alargó la mano hacia una bandeja y abrió un frasco de cápsulas.

—Quizá dos —apuntó la madre.

La hija vaciló y acto seguido dejó caer dos píldoras sobre su mano. La madre abrió la boca, y ella le colocó con delicadeza las pastillas en la lengua. A continuación, la ayudó a incorporarse y acercó su propio vaso de agua a los labios de la mujer mayor.

—Sabe a rayos —comentó la madre—. ¿Sabes que cuando yo era joven podíamos beber directamente de los arroyos de las Adirondack? Nos agachábamos y recogíamos con la mano el agua más transparente y fresca a nuestros pies para llevárnosla a los labios. Era espesa y pesada; beberla era como comer. Estaba fría; preciosa, clara y muy fría.

—Ya. Me lo has contado muchas veces —respondió la hija con suavidad—. Eso ha cambiado. Como todo. Ahora, intenta dormir. Necesitas descansar.

—Aquí todo es tan caliente... Siempre hace calor. ¿Sabes?, a veces no distingo entre la temperatura de mi cuerpo y la del aire que nos rodea. —Hizo una pausa y al cabo añadió—: Sólo por una vez me encantaría volver a probar esa agua.

La hija le bajó la cabeza hasta apoyársela sobre la almohada y esperó mientras los párpados le temblaban y finalmente se le cerraban. Apagó la lámpara de la mesita de noche y regresó a su habitación. Miró en torno a sí por un momento, deseando que hubiera en ella objetos que no fueran sólo corrientes, de uso práctico o tan inhumanos como la pistola que la esperaba sobre la mesa de su ordenador. Le habría gustado que hubiese algo revelador de quién era ella o quién quería ser.

Pero no encontraba nada. En cambio, la nota atrajo su mirada.

 

la primera persona posee aquello que la segunda persona escondió.

 

«Sólo estás cansada —se dijo—. Has estado trabajando duro, y hace mucho calor para esta época tan tardía de la temporada de huracanes. Demasiado calor. Y todavía hay tormentas grandes girando sobre el Atlántico, alejándose de la costa de África, absorbiendo energía de las aguas del océano, con vistas a tomar tierra en el Caribe o, peor aún, en Florida —pensó—. Quizá llegue hasta aquí una tormenta de final de temporada, una tormenta devastadora. Los más veteranos habitantes de los Cayos siempre dicen que ésas son las peores, pero en realidad no hay ninguna diferencia. Una tormenta es una tormenta.» Se quedó mirando la nota de nuevo. «No hay razón para inquietarse por un anónimo —insistió para sí—, aunque sea tan críptico como éste.»

Por un momento dedicó energía a convencerse de esa mentira, luego se sentó frente a su escritorio y cogió un bloc de papel tamaño oficio amarillo.

«La primera persona...»

Podía tratarse de Adán. Quizás el tema fuera bíblico.

Empezó a pensar de manera más transversal.

La «primera familia»... bueno, era la del presidente, pero ella no sacaba nada en limpio de eso. Entonces le vino a la mente el famoso panegírico a George Washington —«el primero en la guerra, el primero en la paz...»— y encaminó sus esfuerzos en esa dirección, pero enseguida se dio por vencida. Que ella recordara, no conocía a nadie llamado George. Y menos aún Washington.

Exhaló un hondo suspiro, deseando que el aire acondicionado de la casa funcionara. Se dijo que su buena mano para los acertijos estaba basada en la paciencia, y que sólo tenía que ser metódica para descifrar éste. De modo que mojó los dedos en el agua con hielo, se frotó con ellos la frente y luego el cuello y decidió que nadie le enviaría un mensaje en clave que ella no pudiese descifrar: no tendría el menor sentido enviárselo.

De cuando en cuando alguno de los lectores de la revista que solían resolver sus pasatiempos le mandaban notas, pero siempre a su seudónimo en la oficina. Invariablemente figuraba la dirección del remitente —a menudo también cifrada—, pues sus admiradores estaban más ansiosos por demostrarle su brillantez que por conocerla en persona. De hecho, a lo largo de los años, unos cuantos habían logrado dejarla en blanco, pero esas derrotas siempre iban seguidas de éxitos.

Observó de nuevo las palabras.

Recordó algo que había leído una vez, un proverbio, un retazo de sabiduría transmitido de padres a hijos en una familia: «Si corres y oyes ruidos de cascos a tu espalda, lo más sensato es suponer que se trata de un caballo y no de una cebra.»

No una cebra.

«Recurre a la simplicidad. Busca la respuesta fácil.»

Bien. La primera persona. La primera persona del singular.

Es decir, «yo».

«La primera persona posee...»

¿La primera persona, con un sinónimo de «poseer»?

«Yo he...»

Se inclinó sobre su bloc y asintió con la cabeza.

—Estamos avanzando —dijo en voz baja.

«... aquello que la segunda persona escondió».

La segunda persona. Es decir, «tú».

Escribió: «Yo he espacio a ti.»

Se fijó en la palabra «escondió».

Por un momento pensó que se había mareado por el calor. Respiró hondo y extendió el brazo para coger el vaso de agua.

El antónimo de «esconder» era «encontrar».

Bajó la vista hacia la nota y dijo en alto:

—Yo te he encontrado a ti...

La polilla frente a la ventana abandonó por fin sus embates suicidas y cayó sobre el alféizar, donde se quedó agitando las alas hasta morir, dejándola a ella sola, reprimiendo un grito, presa de un miedo nuevo y repentino, en medio de un silencio sofocante.

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1

El Profesor de la Muerte

Se acercaba el final de su decimotercera hora de clase y no estaba seguro de que alguien lo estuviera escuchando. Se volvió hacia la pared donde antes había una ventana que habían entablado y después tapiado. Se preguntó por un momento si el cielo estaría despejado, luego supuso que no. Se imaginaba un mundo extenso, gris y encapotado al otro lado de los bloques de hormigón con que estaban construidas las paredes de la sala de conferencias. Miró de nuevo a la concurrencia.

—¿Nunca se han preguntado a qué sabe en realidad la carne humana? —preguntó de pronto.

Jeffrey Clayton, un joven vestido con una estudiada indiferencia hacia la moda que le confería un aspecto poco atractivo y anónimo, estaba dando una clase sobre la propensión de ciertas clases de asesinos en serie a caer en el canibalismo, cuando vio con el rabillo del ojo bajo su mesa la luz roja y parpadeante de la alarma silenciosa. Contuvo la repentina oleada de ansiedad que le subió por la garganta y, con sólo un breve titubeo al hablar, se apartó disimuladamente del centro del pequeño estrado y se situó tras la mesa. Se sentó despacio en su silla.

—Así pues —dijo mientras fingía rebuscar alguna nota en los papeles que tenía delante—, podemos apreciar que el fenómeno de devorar a la víctima tiene antecedentes en muchas culturas primitivas, en las que se creía, por ejemplo, que al comerse el corazón del enemigo, uno adquiría su fuerza o su valor, o que al ingerir su cerebro, aumentaría su inteligencia. Algo sorprendentemente parecido le sucede al asesino que se obsesiona con los atributos de su presa. Intenta transformarse en la víctima elegida...

Mientras hablaba deslizó la mano cuidadosamente bajo el escritorio. Escudriñó cautelosamente a los cerca de cien alumnos que se removían en su asiento ante él en la sala mal iluminada, paseando la vista por sus rostros oscuros como un marinero solitario que escruta el océano en tinieblas en busca de una boya conocida.

Sin embargo, no veía más que la bruma habitual: aburrimiento, dispersión y algún destello ocasional de interés. Clayton buscaba odio. Rabia.

«¿Dónde estáis? —dijo para sus adentros—. ¿Quién de vosotros quiere matarme?»

No se preguntó por qué. El porqué de tantas muertes había pasado a ser una cuestión irrelevante, intrascendente, casi eclipsada por lo frecuentes y comunes que eran.

La luz roja continuaba parpadeando bajo su mesa. Con el dedo índice, Clayton pulsó el botón que activaba la alerta de seguridad media docena de veces. En principio, una alarma se dispararía en la comisaría del campus, que enviaría automáticamente a su unidad de Operaciones Especiales. Pero, para ello, el sistema de alarma tendría que funcionar, cosa que él dudaba. Ninguno de los retretes en el servicio de caballeros funcionaba esa mañana, y a Clayton le parecía improbable que la universidad se ocupase de tener en buen estado un circuito electrónico endeble cuando ni siquiera mantenía la instalación de agua en condiciones.

«Puedes manejar la situación —se dijo—. Ya lo has hecho antes.»

Continuó recorriendo la sala con la mirada. Sabía que el detector de metales instalado en la puerta trasera tenía la mala costumbre de fallar, pero también era consciente de que a principios del semestre otro profesor había hecho caso omiso de la misma señal y como resultado había recibido dos disparos en el pecho. El hombre había muerto desangrado en el pasillo, balbuciendo algo sobre los deberes para el día siguiente, mientras un alumno desquiciado de posgrado bramaba obscenidades de pie junto al cuerpo agonizante del profesor. Al parecer, un suspenso en un examen parcial había sido el detonante de la agresión; una explicación tan comprensible como cualquier otra.

Clayton ya nunca ponía notas inferiores a notable precisamente para evitar enfrentamientos de ese tipo. No valía la pena jugarse el pellejo por suspender a un estudiante de segundo. A los alumnos que a su juicio estaban al borde de la psicosis asesina les ponía automáticamente notables altos por sus trabajos, independientemente de si los entregaban o no. El responsable de gestión académica del Departamento de Psicología sabía que todo estudiante que obtuviese esa nota del profesor Clayton debía considerarse una amenaza e informaba sobre ello al cuerpo de seguridad del campus.

El semestre anterior, había puesto esas notas a tres alumnos, todos ellos matriculados en su curso de Introducción a las Conductas Aberrantes. Los estudiantes habían rebautizado el curso como «introducción a matar por diversión», nombre que, si bien no del todo exacto, al menos le parecía creativamente rítmico.

—... pues, a fin de cuentas, convertirse en su víctima es lo que motiva las acciones del asesino. Entra en juego una extraña dualidad entre el odio y el deseo. A menudo desean lo que odian, y odian lo que desean. También los mueven la fascinación y la curiosidad. La mezcla da lugar a un volcán de emociones diferentes. Esto, a su vez, se traduce en perversión, que trae consigo el asesinato...

«¿Es eso lo que te está pasando a ti?», preguntó en su fuero interno a la amenaza invisible.

Su mano palpó la parte inferior de la mesa hasta cerrarse en torno a la culata de la pistola semiautomática que tenía allí escondida, en su funda. Acarició el gatillo con el dedo mientras quitaba el seguro con el pulgar. Desenfundó el arma lentamente. Permaneció ligeramente encorvado, como un monje atareado con un manuscrito, intentando ofrecer un blanco más pequeño. Notó una punzada de rabia; el proyecto de ley para asignar fondos a la compra de chalecos antibalas para el profesorado aún estaba pendiente de aprobación por la comisión legislativa, y el gobernador, alegando limitaciones presupuestarias, había vetado hacía poco una partida para modernizar las cámaras de videovigilancia en aulas y salas de conferencias. En cambio, al equipo de fútbol americano se le proporcionarían uniformes nuevos ese otoño, y al entrenador de baloncesto le habían concedido una vez más un aumento, mientras que a los profesores no se les hacía el menor caso, como de costumbre.

La mesa era de acero reforzado. El Departamento de Edificios y Terrenos del campus le había asegurado que sólo podía atravesarla la munición de alta velocidad recubierta de teflón. Sin embargo, tanto Clayton como todos los demás profesores sabían perfectamente que esas balas podían adquirirse en varias tiendas de artículos de caza desde las que se podía llegar caminando a la universidad. También había balas explosivas y de punta hueca disponibles para quienes estuviesen dispuestos a pagar los precios inflados de los establecimientos próximos al campus.

Jeffrey Clayton era un hombre más joven, aún en la etapa optimista de la mediana edad, y libre todavía de la inevitable barriga, los ojos legañosos y desilusionados, y el tono de voz nervioso y asustado tan comunes entre los profesores mayores. Las expectativas de Clayton en la vida, que ya eran mínimas de entrada, no habían empezado a reducirse sino hasta hacía poco tiempo, marchitándose como una planta apartada de la luz en algún rincón sombrío. Todavía conservaba los músculos de brazos y piernas enjutos pero fuertes que le proporcionaban la rapidez de una liebre, y una actitud alerta disimulada por un tic ocasional en la comisura del párpado derecho y las gafas anticuadas de montura metálica que llevaba. Tenía andares de atleta y porte de corredor, pues lo era desde su época de instituto. Algunos profesores apreciaban su sarcástico sentido del humor, un antídoto que contrarrestaba, según él, los efectos de su estudio concienzudo de las causas de la violencia.

«Si me tiro hacia la izquierda —pensó—, el arma quedará en posición de disparo, y mi cuerpo protegido por la mesa. El ángulo para devolver el fuego no será óptimo, pero tampoco quedaré del todo indefenso.»

Se esforzó por hablar con voz monótona.

—... Algunos antropólogos sostienen la teoría de que varias culturas primitivas no sólo producían individuos que en la sociedad actual se convertirían con toda probabilidad en asesinos en serie, sino que los veneraban y los elevaban a categorías sociales destacadas.

No dejó de escrutar a la concurrencia con la mirada. En la cuarta fila, a la derecha, había una joven que se revolvía inquieta. Se retorcía las manos sobre el regazo. «¿Síndrome de abstinencia de anfetaminas? —se preguntó—. ¿Psicosis inducida por la cocaína?» Sus ojos continuaron explorando y se fijaron en un chico alto sentado justo en el centro del auditorio que llevaba gafas de sol, a pesar de la penumbra que reinaba en la sala, tenuemente iluminada por los mortecinos fluorescentes amarillos del techo. El joven estaba sentado muy rígido, con los músculos tensos, como si la soga de la paranoia lo mantuviese atado a su silla. Tenía las manos ante sí, apretadas, pero vacías, tal como Jeffrey Clayton vio de inmediato. Manos vacías. Había que encontrar las manos que ocultaban el arma.

Se oyó a sí mismo dar la conferencia, como si su voz emanara de un espíritu separado de su cuerpo.

—... Cabe suponer, a modo de ejemplo, que el antiguo sacerdote azteca que se encargaba de arrancar el corazón aún palpitante a las víctimas de los sacrificios humanos, bueno, seguramente disfrutaba con su trabajo. Se trataba de asesinatos en serie socialmente aceptados y promovidos. Sin duda el sacerdote se iba a trabajar alegremente cada mañana después de darle un beso en la mejilla a su esposa y alborotarles el pelo a sus pequeños, con el maletín en la mano y el Wall Street Journal bajo el brazo para leerlo en el tren suburbano, ilusionado con pasar un buen día ante el altar de sacrificios...

En la sala resonó un murmullo de risitas ahogadas. Clayton aprovechó el momento para introducir una bala en la recámara de la pistola sin que se oyera el ruido metálico.

A lo lejos sonó una sirena que marcaba el final de la clase. Los más de cien estudiantes que estaban en la sala se rebulleron en sus asientos y comenzaron a recoger sus chaquetas y mochilas, afanándose durante los últimos segundos de la clase.

«Éste es el momento más peligroso», pensó él. De nuevo habló en voz alta.

—No lo olviden: les pondré un examen la semana próxima. Para entonces, tendrán que haberse leído las transcripciones de las entrevistas a Charles Manson en prisión. Las encontrarán en el fondo de reserva de la biblioteca. Esas entrevistas entrarán en el examen...

Los alumnos se levantaron de sus asientos, y él empuñó la pistola sobre sus rodillas. Unos pocos estudiantes empezaron a caminar hacia el estrado, pero él les hizo señas con la mano que le quedaba libre para que se alejaran.

—El horario de despacho está pegado fuera. No habrá más conferencias ahora...

Vio vacilar a una joven. A su lado había un muchacho muy desarrollado, con brazos de culturista y acné galopante, debido sin duda a un exceso de esteroides. Ambos llevaban tejanos y sudaderas con las mangas recortadas. El chico tenía el pelo corto como el de un presidiario. Sonreía de oreja a oreja. Al profesor lo asaltó la duda de si las tijeras romas con que había operado a su sudadera eran las mismas que había usado para su corte de pelo. En otras circunstancias, seguramente se lo habría preguntado. Los dos dieron un paso hacia él.

—Salgan por la puerta trasera —les indicó Clayton en alto, haciendo un gesto de nuevo.

La pareja se detuvo por unos instantes.

—Quiero hablar del examen final —dijo la chica, con un mohín.

—Pídale hora a la secretaria del departamento. La atenderé en mi despacho.

—Será sólo un momento —insistió ella.

—No —contestó él—. Lo siento. —Miraba detrás de la joven, y a ella y al chico alternadamente, temeroso de que alguien se estuviese abriendo paso contra el torrente de alumnos, arma en mano.

—Venga, profe, dele un minuto —pidió el novio. Exhibía su actitud amenazadora con tanta naturalidad como su sonrisa, torcida por el pendiente de metal que llevaba clavado en el labio superior—. Ella quiere hablar con usted ahora.

—Estoy ocupado —replicó Clayton.

El joven dio otro paso hacia él.

—Dudo que tenga tantas putas cosas que hacer como para...

Pero la chica extendió el brazo y le tocó el hombro. Eso bastó para contenerlo.

—Puedo volver en otro momento —dijo ella, dejando al descubierto sus dientes amarillentos al sonreírle a Clayton con coquetería—. No pasa nada. Necesito una nota alta, y puedo ir a verle a su despacho. —Se pasó la mano en silencio por el pelo, que llevaba muy corto en la mitad de la cabeza que se había afeitado, y que le crecía en una cascada de rizos exuberantes en la otra mitad—. En privado —añadió.

El chico giró sobre sus talones hacia ella, dándole la espalda al profesor.

—¿Qué coño significa eso? —preguntó.

—Nada —respondió ella sin dejar de sonreír—. Concertaré una cita. —Pronunció la última palabra en un tono demasiado preñado de promesas y le dedicó a Clayton una sonrisita provocativa acompañada de un ligero arqueo de las cejas. Acto seguido, cogió su mochila y dio media vuelta para marcharse. El culturista soltó un gruñido en dirección al profesor y luego echó a andar a toda prisa en pos de la joven. Clayton lo oyó recriminarla con frases como «¿A qué coño ha venido eso?» mientras la pareja subía las escaleras hacia la parte posterior de la sala de conferencias hasta desaparecer en la oscuridad del fondo.

«No hay luz suficiente —pensó—. Los fluorescentes siempre se funden en las últimas filas, y nadie los cambia. Debería estar iluminado hasta el último rincón. Muy bien iluminado.» Escudriñó las sombras próximas a la salida, preguntándose si alguien se ocultaba en ellas. Recorrió con la mirada las hileras de asientos ahora vacíos, buscando a alguien agazapado, listo para atacar.

La luz roja de la alarma silenciosa seguía parpadeando. Clayton se preguntó dónde estaría la unidad de Operaciones Especiales y luego llegó a la conclusión de que no acudiría.

«Estoy solo», repitió para sí.

Y de inmediato cayó en la cuenta de que no era así.

La figura estaba encogida en un asiento situado muy al fondo, al borde de la oscuridad, esperando. Clayton no podía ver los ojos del hombre, pero, incluso agachado, se notaba que era muy corpulento.

Clayton alzó la pistola y apuntó con ella a la figura.

—Te mataré —dijo en un tono categórico y duro.

Como respuesta, oyó una risa procedente de las sombras.

—Te mataré sin dudarlo.

Las carcajadas se apagaron y cedieron el paso a una voz.

—Profesor Clayton, me sorprende. ¿Recibe a todos sus alumnos con un arma en la mano?

—Cuando es necesario —contestó Clayton.

La figura se levantó de su asiento, y el profesor comprobó que la voz pertenecía a un hombre maduro, alto y robusto con un terno que le venía pequeño. Llevaba un maletín pequeño en una mano, y Clayton reparó en él cuando el hombre abrió los brazos de par en par en un gesto amistoso.

—No soy un alumno...

—Ya se ve.

—... pero me ha gustado eso de que el asesino se transforma en su víctima. ¿Es cierta esa afirmación, profesor? ¿Puede documentarla? Me gustaría ver los estudios que respaldan esa teoría. ¿O sólo se lo dice la intuición?

—La intuición —respondió— y la experiencia. No hay estudios clínicos satisfactorios. Nunca los ha habido, y dudo que los haya en un futuro.

El hombre sonrió.

—Habrá leído sobre Ross y su innovadora investigación relativa a los cromosomas anómalos, ¿no? ¿Y qué me dice de Finch y Alexander y el estudio de Michigan sobre la composición genética de los asesinos compulsivos?

—Estoy familiarizado con ellos —dijo Clayton.

—Claro que lo está. Usted fue ayudante de investigación de Ross, la primera persona que él contrató cuando se le concedió una asignación federal. Y tengo entendido que usted escribió en realidad el otro artículo, ¿verdad? Ellos firmaron, pero usted realizó el trabajo, ¿no? Antes de doctorarse.

—Está usted bien informado.

El hombre empezó a acercarse a él, bajando despacio por los escalones de la sala de conferencias. Clayton alineó la mira situada en la punta de la pistola y la sujetó firmemente con ambas manos, en posición de disparar. Advirtió que el hombre era mayor que él, de entre cincuenta y cinco y sesenta años, y tenía el cabello entreverado de gris y muy corto, al estilo militar. Pese a su corpulencia, parecía ágil, casi ligero de pies. Clayton lo observó con ojos de deportista; el hombre no serviría como corredor de fondo, pero resultaría peligroso en distancias cortas, pues seguramente era capaz de alcanzar velocidades considerables durante lapsos breves.

—Avance despacio —le indicó Clayton—. Mantenga las manos a la vista.

—Le aseguro, profesor, que no soy una amenaza.

—Lo dudo. El detector de metales se ha disparado cuando ha entrado usted.

—De verdad, profesor, que no soy yo el problema.

—Eso también lo dudo —replicó Jeffrey Clayton, cortante—. En este mundo hay amenazas y problemas de toda clase, y sospecho que usted encarna unos cuantos. Ábrase la chaqueta. Sin movimientos bruscos, por favor.

El hombre se había detenido y se encontraba a unos cinco metros de él.

—La educación ha cambiado desde que yo estudiaba —comentó.

—Eso es una obviedad. Enséñeme su arma.

El hombre dejó al descubierto la sobaquera en la que llevaba una pistola similar a la que empuñaba Clayton.

—¿Me permite enseñarle también mi identificación? —preguntó.

—Luego. Llevará otra de refuerzo, ¿no? ¿En el tobillo, quizás? ¿O en el cinturón, a la espalda? ¿Dónde está?

El hombre sonrió de nuevo.

—A la espalda. —Se levantó lentamente el faldón de la chaqueta y dio media vuelta, mostrándole una pistola automática más pequeña que llevaba enfundada, al cinto—. ¿Satisfecho? —inquirió—. Por favor, profesor, vengo por un asunto oficial...

—«Asunto oficial» es un eufemismo maravilloso que puede aplicarse a varias actividades peligrosas. Ahora, levántese las perneras. Despacio.

El hombre suspiró.

—Vamos, profesor. Déjeme enseñarle mi identificación.

Por toda respuesta, Clayton le hizo una seña con la pistola, para conminarlo a obedecer. El hombre se encogió de hombros y se remangó primero la pernera izquierda, luego la derecha. La segunda reveló una tercera funda, que en este caso contenía un puñal de hoja plana.

El hombre sonrió una vez más.

—Toda protección es poca para alguien de mi profesión.

—¿Y qué profesión es ésa? —quiso saber Clayton.

—Pues la misma que la suya, profesor. Me dedico a lo mismo que usted. —Vaciló por unos instantes, dejando que otra sonrisa se le deslizara por el rostro como una nube por delante de la luna—. La muerte.

Jeffrey Clayton señaló con la pistola un asiento de la primera fila.

—Puede enseñarme su identificación ahora —dijo.

El visitante de la sala de conferencias se llevó la mano cautelosamente al bolsillo de la chaqueta y extrajo una cartera de piel sintética. Se la tendió al profesor.

—Tírela aquí y luego siéntese. Póngase las manos detrás de la cabeza.

Por primera vez, el hombre dejó que la exasperación asomara a las comisuras de sus ojos, y casi al instante la disimuló con la misma sonrisa burlona y desenfadada.

—Tanta precaución me parece excesiva, profesor Clayton, pero si así se siente más cómodo...

El hombre ocupó el asiento en la primera fila, y Clayton se agachó para recoger la cartera de identificación, sin dejar de apuntar al pecho del hombre con la pistola.

—¿Excesiva? —repuso—. Entiendo. Un hombre que no es un estudiante pero lleva al menos tres armas diferentes entra en mi sala de conferencias por la puerta trasera, sin cita previa, sin presentarse, informado al parecer sobre quién soy, ¿y me asegura rápidamente que no representa una amenaza y me intenta convencer de que no sea precavido? ¿Tiene idea de cuántos profesores han sufrido agresiones este semestre, cuántos tiroteos causados por estudiantes se han producido? ¿Sabe que una orden judicial nos obliga a abandonar los tests psicológicos de admisión, gracias a la Unión Americana por las Libertades Civiles? Lo consideran violación de la privacidad y demás. Encantador. Ahora ni siquiera podemos descartar a los chalados antes de que vengan con sus armas de asalto. —Clayton sonrió por primera vez—. La precaución —dijo— es una parte esencial de la vida.

El hombre del traje asintió con la cabeza.

—Donde yo trabajo, eso no constituye un problema.

El profesor continuó sonriendo.

—Esa afirmación es una mentira, supongo. De lo contrario, no estaría usted aquí.

El hombre abrió su cartera, y Clayton vio un águila grabada en oro sobre las palabras Servicio de Seguridad del Estado. El águila y la inscripción tenían como fondo la inconfundible silueta cuadrada del nuevo territorio del Oeste. Debajo, con cifras rojas bien definidas, estaba el número 51. En la tapa opuesta figuraba el nombre del individuo, Robert Martin, junto con su firma y su cargo, que, según constaba, era el de agente especial.

Jeffrey Clayton nunca había visto antes una placa de identificación del territorio propuesto como estado número cincuenta y uno de la Unión. Se quedó mirándola durante un rato.

—Bien, señor Martin —dijo despacio, al cabo—, ¿o debería llamarle agente Martin, suponiendo que sea su verdadero nombre? ¿De modo que trabaja usted para la S. S.?

El hombre frunció el entrecejo por unos instantes.

—Nosotros preferimos llamarlo Servicio de Seguridad, profesor, a emplear las siglas, como sin duda comprenderá. Las iniciales tienen alguna connotación histórica siniestra, aunque a mí, personalmente, eso no me preocupa. Sin embargo, otros son, por así decirlo, más sensibles a estos temas. Por otra parte, tanto la placa como el nombre son auténticos. Si lo prefiere, podemos buscar un teléfono y le daré un número para que haga una llamada de verificación. Quizás así se tranquilice.

—Nada relacionado con el estado cincuenta y uno me tranquiliza. Si pudiera, votaría contra su reconocimiento como estado.

—Por suerte, está usted en franca minoría. ¿Nunca ha estado en el nuevo territorio, profesor? ¿No ha notado la sensación de seguridad que impera allí? Muchos creen que representa los auténticos Estados Unidos, un país que se ha perdido en este mundo moderno.

—También hay muchos que creen que son una panda de criptofascistas.

El agente volvió a sonreír de oreja a oreja con una expresión de autosuficiencia que sustituyó la sombra de ira que había pasado por su rostro unos momentos antes.

—¿No se le ocurre nada mejor que ese tópico manido? —preguntó el agente Martin.

Clayton no respondió al instante. Le devolvió la cartera con la placa al agente. Se percató de que el hombre tenía cicatrices de quemaduras en la mano y que sus dedos eran fuertes y gruesos como garrotes. El profesor se imaginó que el puño del agente debía de ser un arma poderosa por sí solo, y se preguntó qué marcas tendría en otras partes del cuerpo. Bajo aquella luz tan tenue, sólo alcanzaba a distinguir una franja rojiza en el cuello del hombre, y sintió curiosidad por la historia que habría detrás, aunque sabía que, fuera cual fuese, seguramente había engendrado una rabia que permanecía latente en el cerebro del agente. Bastaban conocimientos elementales de las psiques aberrantes para sacar esta conclusión. Aun así, Clayton había investigado a fondo la relación entre la violencia y la deformidad física, así que decidió tomar buena nota de ello.

Bajó su arma muy despacio, pero la depositó sobre la mesa, ante sí, y tamborileó brevemente con los dedos contra el metal.

—No sé lo que va a pedirme, pero la respuesta es no —dijo tras un momento de titubeo—. No sé qué necesita, pero no lo tengo. No sé qué le ha traído aquí, pero me da igual.

El agente Mart

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