La Reina del Nilo (Memorias de Cleopatra 1)

Fragmento

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Nota de la autora

Cuando me dispuse a escribir una biografía novelada de Cleopatra, experimenté dos reacciones contradictorias, ambas basadas en conceptos erróneos.

La primera de ellas era: ¿Por qué escribir un libro sobre Cleopatra? El público lo sabe todo acerca de ella, ¿no es cierto? Sus perfumes, sus serpientes, sus argucias, sus amantes.

Pero no es así. Buena parte de lo que se sabe acerca de Cleopatra procede directamente de los ataques de sus enemigos. El hecho de que algunos de sus enemigos fueran poetas y escritores de la talla de Cicerón, Virgilio y Horacio dio lugar a que la versión de los acontecimientos que éstos facilitaron perdurara y fuera ampliamente conocida y a que se suprimiera oficialmente la otra versión de la historia.

La segunda reacción, opuesta a la primera: se saben tan pocas cosas sobre Cleopatra y su época que es imposible escribir algo significativo acerca de ella. Una vez más no es así. Se tienen muchos datos acerca de ella, desde la lista de idiomas que hablaba hasta los nombres de sus criados, el timbre de su voz o su preferencia por los objetos de cerámica coloreada de Roso, en Siria. Otros aspectos se pueden deducir: por ejemplo, debía de ser bajita y delgada para haber podido pasar inadvertida en el interior de una alfombra enrollada. Es cierto que fue introducida en los aposentos de César en el interior de una alfombra o de una cama portátil.

Después de una batalla, una de las prerrogativas de los vencedores ha sido desde siempre la de ofrecer una versión oficial de sus hazañas y destruir y suprimir otras versiones. Antes de la batalla final que se describe en este libro, ambos bandos tenían sus fieles partidarios; después de la victoria de Octavio, los de Antonio y Cleopatra fueron silenciados.

Pese a ello, se ha conservado el suficiente material no oficial a través de fuentes indirectas como para que resulte factible reconstruir la versión de la historia de Cleopatra. Al contar la versión de Octavio, tres antiguos historiadores que escribieron de ciento cincuenta a doscientos cincuenta años después —Suetonio, Plutarco y Dión Casio— conservaron sin querer buena parte de la versión del otro bando. Plutarco resulta especialmente útil, pues, en la famosa historia de sus últimos días y de su muerte, se basa en las memorias de Olimpo, el médico de Cleopatra. Al llegar a este punto, el relato de Plutarco pasa de la hostilidad (versión de Octavio) a una cierta simpatía hacia la figura de Cleopatra, un brusco cambio que incluso se conserva en Shakespeare. (Por eso la Cleopatra del V Acto es marcadamente distinta de la del resto de la obra.)

En cuanto a los personajes que forman parte tanto de la leyenda como de la historia —y aquí tenemos cuatro: Cleopatra, César, Octavio y Antonio—, importa saber lo que es real y lo que no.

Muchas de las cosas que se describen aquí podrían parecer inventadas, pero son hechos documentados. Tras ocultarse en el interior de una alfombra, Cleopatra conoció a César y ocurrió que se convirtieron en amantes aquella misma noche; el hermano de Cleopatra y sus consejeros los encontraron juntos a la mañana siguiente. Ella le dio a César un hijo a quien éste permitió llevar su nombre.

Dicen que Cesarión guardaba un gran parecido con su padre, sobre todo en sus movimientos y su manera de caminar. Se sabe que César padeció de epilepsia en sus últimos años.

Cicerón conoció a Cleopatra en Roma y, a juzgar por los comentarios que hizo acerca de ella en sus cartas, parece que le tenía manía.

La famosa oración fúnebre de Antonio en el funeral de César («Amigos, romanos, compatriotas...») es una creación de Shakespeare; la histórica, sacada de Dión Casio, es la que se reproduce aquí.

Las escenas del campo de batalla también son históricas, al igual que los mordaces ataques personales de Octavio contra Marco Antonio y Cleopatra y viceversa. Una ironía de la historia es el hecho de que la única carta de Antonio que se conserva (porque fue citada por Suetonio) sea una severa carta dirigida a Octavio, reprochándole sus múltiples aventuras amorosas.

Mardo, Olimpo, Iras y Carmiana son figuras históricas, pero sus aspectos y personalidades son fruto de mi imaginación. Epafrodito es un personaje imaginario, pero cabe suponer que Cleopatra debía de tener un sagaz ministro de finanzas. Casi todos los restantes personajes son reales; no he necesitado añadir demasiados y sólo he inventado algunos de importancia secundaria.

La famosa escena en la que Cleopatra conoció a Antonio vestida de Venus es verídica, aunque no debió de producirse en una barcaza, tal como comúnmente se cree. Las barcazas no podían navegar en el mar y su uso estaba limitado al Nilo. Por consiguiente, Cleopatra debió de utilizar un navío normal, especialmente equipado. Es cierto que ofreció un banquete en honor de Antonio con una alfombra de pétalos de rosas de un palmo de grosor y que hizo una apuesta con él sobre los gastos y fingió beberse una perla disuelta. Otra noche Antonio la invitó a ella a una ruidosa «cena de soldados».

El criado personal de Antonio se llamaba efectivamente Eros y prefirió quitarse la vida antes que matar a Antonio. Octavio ordenó matar a Cesarión y a Antilo, y es cierto que uno de los pocos objetos que se llevó del palacio de Alejandría fue una copa de ágata que había pertenecido a los Lágidas.

Las emisiones de monedas son las que aquí se describen y solían acuñarse para celebrar importantes acontecimientos políticos.

Es cierto que Cleopatra se quitó la vida mediante la mordedura de un áspid egipcio, que, según las antiguas creencias de dicho país, confería un significado simbólico a la muerte. Es probable que lo eligiera por este motivo y por su efecto rápido e indoloro.

Pero esto es una novela y en sus páginas también hay creaciones imaginarias. Una de las más importantes es la madre de Cleopatra y su muerte. Curiosamente dada la fama de Cleopatra, se ignora la identidad de su madre. Se supone que era una hermanastra de Tolomeo XII y que murió cuando Cleopatra era muy pequeña. Más no se conoce. Se supone también que los hermanos menores eran de otra madre, pero no se sabe con certeza.

No he seguido el relato según el cual Cleopatra le envió a Antonio una falsa nota sobre su muerte y entonces Antonio pensó que ella lo había traicionado. Todo eso procede de crónicas hostiles y, según los modernos historiadores, no es verosímil. También omito la tradicional historia del viejo con el cesto de higos y las serpientes. No se sabe exactamente cómo las consiguió, pero sí está documentado que en el interior del mausoleo se encontró un cesto de higos sin las serpientes.

Puesto que no se ha conservado la correspondencia de César, Antonio y Cleopatra, me la he tenido que inventar.

¿Qué aspecto tenía Cleopatra? La creencia moderna según la cual no era agraciada no coincide con la de los historiadores de la antigüedad. Dión Casio dice: «Pues era una mujer de extraordinaria belleza y en su mejor época era muy atractiva; poseía una voz encantadora y tenía el arte de ganarse la simpatía de la gente. Siendo agradable de ver y de escuchar, con capacidad para seducir a todo el mundo, incluso a un hombre saciado de amor que ya no estaba en la flor de la edad, consideró conveniente conocer a César y echó mano de su belleza para reclamar sus derechos al trono.»

Floro (75-170 d.C.) dice que se arrojó a los pies de César, quien «se conmovió ante la belleza de la joven, acrecentada por el hecho de que, siendo tan hermosa, hubiera sufrido una afrenta»; más adelante dice que ella apeló en vano a Octavio, «pues su belleza no pudo triunfar sobre el autodominio de Octavio».

Según Apiano, «Antonio se sorprendió de su ingenio y de su belleza» y «se dice que se enamoró de ella la primera vez que la vio cuando era todavía una niña y él era caballerizo mayor de Gabinio en Alejandría».

El conocido comentario de Plutarco según el cual, «su belleza no era en sí misma tan extraordinaria como para que ninguna otra se le pudiera comparar» no significa (tal como algunos pretenden) que fuera fea. Todos los comentarios parecen apuntar en el sentido de que era considerablemente agraciada, aunque no poseyera una belleza convencional. No se ha conservado ninguna estatua de Cleopatra, aunque algunas se han identificado como tales por su parecido con la efigie que aparece en las monedas. Hay dos tipos de monedas en las que su aspecto es sorprendentemente distinto: una atractiva de estilo helenístico y otra de apariencia tan tosca como la de un ídolo en las monedas que comparte con Antonio.

¿Cuál debía de ser el color de su tez y su cabello? Los Lágidas eran griegos macedonios y el color de los ojos y el cabello de aquel pueblo oscilaba entre el claro (rubio y de ojos azules) y el oscuro (negro y de ojos castaños). El color de la tez variaba también entre el claro y el mediterráneo «aceitunado». La he imaginado con el cabello negro porque su abuela (su antepasada no Lágida) era medio siria y medio griega. No existen pruebas de que tuviera antepasados egipcios; sin embargo, Cleopatra tenía una afinidad espiritual con sus súbditos egipcios, hablaba su idioma y honraba su antigua religión.

¿Qué fue de los hijos que sobrevivieron? Todos se criaron en casa de Octavio. Cleopatra Selene se casó más adelante con Juba II de Mauritania; ambos reinaron como rey y reina de Mauritania desde el 20 a.C. al 23 d.C. y tuvieron dos hijos, Tolomeo de Mauritania y Drusila. Según una fuente, Alejandro Helios y Filadelfo se fueron a Mauritania con ellos.

Tolomeo de Mauritania reinó entre el 23 d.C. al 40 d.C., pero cometió el error de ir a Roma a visitar a su primo Calígula, quien lo mandó asesinar. Algunas fuentes señalan que Drusila fue la primera esposa de Marco Antonio Félix, el procurador romano de Judea (se le menciona en los Hechos de los Apóstoles, 24, 1-23), pero después se pierde su rastro. Por consiguiente, no hay descendientes conocidos de Cleopatra más allá de la segunda generación.

A Antonio le fueron mejor las cosas. A través de su hija mayor Antonia, que se casó con Fitodoro de Tralles, se convirtió en el antepasado de reyes y reinas de la Armenia Menor, partes de Arabia, el Ponto y Tracia Oriental. Por otra parte, a través de sus dos hijas habidas de Octavia, se convirtió en el antepasado de los emperadores Calígula, Claudio y Nerón. Para entonces, Roma ya había abrazado las costumbres que tanto la horrorizaban en Antonio y Cleopatra: la monarquía divina y las extravagancias orientales. Por consiguiente, a pesar de Octavio, ambos acabaron triunfando.

 

 

Debo confesar que mi fascinación y acercamiento a Cleopatra se inició en mi propia infancia. Puede decirse que he esperado cuarenta años a escribir este libro. Hice el primero de mis viajes a Egipto en 1952, escribí mi primera versión de su historia como ejercicio escolar en 1956 y, desde que trabajo activamente en este libro, he regresado cuatro veces a Egipto, he viajado a Roma, Israel y Jordania y he visitado el Museo Británico con asiduidad. He tenido el privilegio de pasar los últimos cuatro años casi exclusivamente en presencia de Cleopatra y ahora abandono su compañía a regañadientes.

Incluyo aquí algunas de mis fuentes para quienes pudieran estar interesados.

Fuentes antiguas: La Guerra civil de César, Libro IV; The Alexandrian War («La Guerra Alejandrina»), Cambridge, Loeb Classical Library, números 39, 402; Virgilio, La Eneida, Libro VIII; Horacio, IX Épodo; Lucano, Farsalia o Guerra civil, Libro X, un exuberante, atrevido e imaginativo relato sobre la época de César y Cleopatra en Alejandría. Lucano llena todos los huecos que dejó el discreto César en sus relatos de los mismos acontecimientos.

Apiano de Alejandría, en Historia romana: Las guerras civiles, Libros II-V, escrita hacia el 140 d.C. ofrece una crónica relativamente imparcial de la historia de Antonio, pero echa la culpa de su desgracia a Cleopatra y lo mismo hace Veleyo Patérculo hacia el 30 d.C. en Historia de Roma, Libro II, aunque también es contrario a Antonio y Cleopatra. Cicerón ofrece un considerable material contemporáneo en sus cartas a Ático y en sus Filípicas contra Antonio.

Las tres principales fuentes de las impresiones personales sobre los personajes son, en cambio, Los doce césares de Suetonio, escrita hacia el 110 d.C. (incluye biografías de César y de Augusto); las Vidas paralelas de Plutarco, escritas hacia el 1220 d.C. (incluye biografías de César, Bruto y Antonio y es nuestra fuente más importante sobre Cleopatra a través de Olimpo) y Dión Casio, Historia romana, escrita hacia el 220 d.C. Dión ofrece un marco cronológico muy útil para los episodios de Suetonio y Plutarco.

Como es natural, hay que incluir a Shakespeare con su Julio César y Antonio y Cleopatra, ambas inspiradas en Plutarco.

Una obra moderna básica es Cambridge Ancient History (Cambridge University Press, Londres, 1934, volúmenes IX y X; segunda edición del volumen IX, 1994).

Entre las modernas biografías de Cleopatra cabe citar Michael Grant, Cleopatra (Dorset Press, Nueva York, 1992 [reimpresión de la edición de 1972]), una biografía exhaustiva, imparcial y amena; Ernle Bradford, Cleopatra (Hodder and Stoughton Ltd, Londres, 1971) [versión en castellano: Salvat Ed., Barcelona, 1995], una historia de la reina muy bien escrita y bellamente ilustrada; Arthur Weigall, The Life and Times of Cleopatra (Thornton Butterworth Ltd, Londres, 1914), un temprano pero interesante relato escrito por el inspector general de Antigüedades de Egipto; Jack Lindsay, Cleopatra (Cox & Wymnan Ltd, Londres, 1971), especialmente interesante en relación con las profecías y el simbolismo; Hans Volkmann, Cleopatra: A Study in Politics and Propaganda (Sagamore Press, Nueva York, 1958), uno de los primeros en examinar la leyenda de Cleopatra desde este punto de vista, haciendo especial hincapié en la maquinaria de propaganda de Octavio; Lucy Hughes-Hallett, Cleopatra, Histories, Dreams and Distorsions, (Harper & Row, Nueva York, 1990), una fascinante mirada sobre la forma en que Cleopatra ha sido vista a través de los tiempos, en la que se revelan tantos datos sobre ella como sobre nosotros.

En cuanto a los demás personajes principales, hay muchas biografías sobre César. Recomiendo Julius Caesar de Michael Grant (M. Evans & Co, Nueva York, 1992 [reimpresión de la edición de 1969]) [versión en castellano: Julio César, Bruguera, Barcelona, 1971]; Ernle Bradford, Julius Caesar: The Pursuit of Power, Hamish Hamilton Ltd., Londres, 1984); Matthias Gelzer, Caesar: Politician and Statesman (Oxford, Basil Blackwell, 1968); Christian Meier, Caesar (Londres, Harper Collins, 1995 [edición original alemana, 1982]); J. A. Froude, Caesar, A Sketch (Scribner’s, Nueva York, 1914), una de las primeras «psicobiografías».

Respecto a Marco Antonio, no se encuentran tantas biografías entre las que elegir. Merece la pena leer, Mark Antony de Eleanor Golz Huzar (University of Minnesota Press, Minneapolis, 1978); Marc Antony: His World and His Contemporaries de Jack Lindsay’s (Routledge & Sons, Ltd., Londres, 1936) está muy bien escrita y The Life and Times of Marc Antony (G. P. Putnam’s Sons, Nueva York, 1931) completa el trío.

Aparte de las biografías, recomiendo varios libros acerca de la época en general y otros temas específicos. Alexander to Actium de Peter Green (University of California Press, Los Ángeles, 1990) es un inmenso y amplio panorama excelentemente escrito sobre los trescientos años del Período Helenístico; Paul Zanker, The Power of Images in the Age of Augustus (University of Michigan Press, Ann Arbor, 1988) [versión en castellano: Augusto y el poder de las imágenes, Alianza, Madrid, 1992] es un cuidadoso e interesante estudio sobre la forma en que Octavio utilizó las imágenes para crear su propio mito; Robert Alan Gurval, Actium and Augustus (University of Michigan Press, Ann Arbor, 1939), es un detallado estudio sobre los símbolos que utilizó Octavio tras haber derrotado a Antonio.

John M. Carter, The Battle of Actium: The Rise and Triumph of Augustus Caesar (Weybright and Talley, Nueva York, 1970) es un valioso estudio sobre la situación, muy favorable a Antonio; Ronald Syme, The Roman Revolution (Oxford University Press, Oxford, 1939) [versión en castellano: La revolución romana, Taurus, Madrid, 1989], es el clásico estudio sobre el período y ofrece una imagen justa de Octavio.

Sobre temas más generales, Roland Auguet, Cruelty and Civilization: The Roman Games (George Allen & Unwin Ltd., Londres, 1972) [versión en castellano: Los mejores romanos, Aymà, Barcelona, 1972] describe los juegos y los espectáculos en todos sus más cruentos detalles; Guido Majno, The Healing Hand: Man and Wound in the Ancient World (Harvard University Press, Cambridge, 1975) ofrece un apasionante y ameno relato sobre la medicina antigua por parte de un eminente médico/científico moderno; Ilaria Gozzini Giacosa, A Taste of Ancient Rome (University of Chicago Press, Chicago, 1992), revela todo lo que usted siempre ha querido saber sobre los banquetes romanos y la manera en que se ofrecían.

Interesante también The Army of the Caesars (Scribner’s, Nueva York, 1974), de Michael Grant, sobre los pertrechos y las tácticas; Judith Swaddling, The Ancient Olimpic Games (British Museum Press, Londres, 1980); y Lionel Casson, Ships and Seafaring in Ancient Times (British Museum Press, Londres, 1994), una fascinante guía sobre lo que ocurría antiguamente en los mares.

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Mi agradecimiento a:

Mi editora Hope Dellon, que con perspicacia y humor contribuye a moldear la arcilla de los primeros borradores, convirtiéndola en obras terminadas; mi padre, Scott George, que me presentó al Príncipe de los Noventa y Nueve Soldados; mi hermana Rosemary George, que tiene el mismo sentido del humor que Antonio; Lynn Courtenay, que examina pacientemente las oscuras referencias en busca de exquisitos bocados clásicos; Bob Feigel, que me ayudó a combatir de nuevo la batalla de Accio; Eric Gray, por su ayuda en los misterios del uso del latín (los errores que puedan quedar son míos), y nuestra vieja serpiente doméstica, Julius, que se ha pasado dieciséis años enseñándome cómo son los reptiles.

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Para

 

CLEOPATRA,

reina, diosa, erudita, guerrera

69-30 a.C.

 

y ALISON,

mi Cleopatra Selene,

 

y PAUL,

un poco de César, Antonio

y especialmente Olimpo,

todo en una pieza

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A Isis, mi madre, mi refugio, mi compasiva compañera y guardiana de todos los días de mi vida desde su comienzo hasta que tenga a bien disponer su final, encomiendo estos escritos que son la relación de mis días en la tierra. Tú que me los concediste, los guardarás y conservarás y mirarás benigna y favorablemente a su autora, tu hija. Así como tú me diste los días informes —que marqué con mis obras, siendo por ello su verdadera propietaria—, yo he hecho el recuento de mi vida para poder ofrecértelo por entero y sin engaño. Debes juzgar todas las obras de mi mano y la dignidad de mi corazón, tanto las obras exteriores como el ser interior.

Te las ofrezco, rogándote que seas misericordiosa y salves mis dotes y su memoria de la destrucción de mis enemigos.

Soy la séptima Cleopatra de la casa real de Tolomeo, la Reina, la Señora de las Dos Tierras, Thea Philopator, la Diosa que Ama a su Padre, Thea Neotera, la Diosa más Joven; la hija de Tolomeo Neos Dionysus, el Nuevo Dioniso.

Soy la madre de Tolomeo César, Alejandro Helio, Cleopatra Selene y Tolomeo Filadelfo.

Fui la esposa de Cayo Julio César y de Marco Antonio.

Conserva mis palabras y concédeles tu protección, te lo suplico.

Contenido

Contenido

EL PRIMER ROLLO

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EL SEGUNDO ROLLO

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EL TERCER ROLLO

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Notas

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EL PRIMER ROLLO

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Calor. Viento. Aguas azules tranquilas y rumor de olas. Todavía los veo, los oigo, los siento. Percibo incluso el punzante sabor de la sal en mis labios cubiertos por el fino y brumoso rocío marino. Y, todavía más cerca, el adormecedor y soñoliento perfume de la piel de mi madre junto a mi nariz, donde ella me sostiene contra su pecho, cubriéndome la frente con la sombrilla de su mano para protegerme los ojos del sol. La embarcación se mece suavemente sobre las aguas y mi madre me mece a mí, que me balanceo a un doble ritmo. Me adormezco mientras el chapoteo del agua que me rodea me envuelve con una protectora manta de sonidos. Me siento fuertemente sostenida, acunada con vigilante amor. Lo recuerdo. Lo recuerdo...

De pronto el recuerdo se desgarra, se vuelve del revés, se vuelca, tal como le debió de ocurrir a la embarcación. Mi madre desaparece, yo salto por los aires, unos brazos me atrapan, unos brazos muy ásperos que me agarran tan fuerte por la cintura que apenas puedo respirar. Y el chapoteo... todavía me parece oír el chapoteo, los breves y sorprendidos gritos.

Dicen que no es posible, que yo aún no había cumplido los tres años cuando mi madre se ahogó en el puerto, «un terrible accidente, ¿cómo pudo ocurrir en un día tan sereno? ¿Alguien manipuló indebidamente la embarcación? ¿Alguien la empujó? No, mi madre simplemente tropezó y cayó cuando intentaba levantarse, y vosotros sabéis que no sabía nadar, no, no lo supimos hasta que fue demasiado tarde. Pues entonces, ¿por qué salía a navegar tan a menudo? A la pobre le gustaba, a la pobre Reina le gustaban el sonido y los colores...».

Una clara esfera azul parece envolver todo aquel terror, las sacudidas y los arcos de agua salpicando por todas partes en un amplio círculo, y los gritos de las damas del barco. Dicen que alguien se zambulló y también fue arrastrado hacia el fondo y que murieron dos personas en lugar de una. Dicen también que yo arañé y agité las piernas y traté de arrojarme en pos de mi madre, gritando de angustia y de temor por la pérdida, pero los fuertes brazos de la nodriza que me había atrapado me sujetaron con fuerza.

Recuerdo que me tendieron boca arriba y me sujetaron mientras yo contemplaba la parte inferior del toldo en la que se reflejaban las deslumbrantes aguas azules sin poder librarme de las manos de mi carcelera.

Nadie me consuela, como cabría esperar que alguien hiciera por una criatura asustada. Están demasiado ocupados impidiendo que me escape. Dicen que eso tampoco lo puedo recordar, pero vaya si recuerdo lo impotente y desnuda que me sentía en aquel banco de la embarcación, arrancada de los brazos de mi madre y retenida a la fuerza mientras la embarcación regresaba a toda prisa a la orilla.

 

 

Unos días después me llevan a una espaciosa estancia donde resuenan todos los sonidos y donde parece que la luz entra por todas partes y el viento sopla por doquier. Es una sala, pero como al aire libre... una estancia muy especial, la estancia de alguien que no es una persona sino un dios. Es el templo de Isis, y la nodriza me conduce hacia una gigantesca estatua... más bien tirando de mí. Recuerdo que me mantuve en mis trece y casi tuvieron que arrastrarme sobre el reluciente pavimento de piedra.

La base de la estatua es enorme. Casi no puedo ver la parte de arriba, donde parece que hay dos blancos pies y una figura encima. El rostro se pierde en las sombras.

—Deposita las flores a sus pies —me dice la nodriza, tirando del puño en el que yo sujeto las flores.

No las quiero soltar, no las quiero poner allí.

—Ésta es Isis —me dice dulcemente la nodriza—. Contempla su rostro. Te está mirando. Ella cuidará de ti. Ella es tu madre ahora.

¿De veras? Intento verle el rostro, pero está demasiado arriba, demasiado lejos. No parece el rostro de mi madre.

—Dale las flores —me dice la nodriza, tratando de convencerme.

Levanto lentamente la mano y deposito mi pequeña ofrenda en el pedestal, lo más al fondo que puedo. Vuelvo a levantar los ojos confiando en ver sonreír a la estatua e imagino que la veo hacerlo.

Isis, así fue cómo aquel día me convertí en tu hija.

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2

El nombre de mi difunta madre la Reina era Cleopatra, y yo me enorgullecía de llevar su nombre. Pero de todos modos me hubiera enorgullecido, pues se trata de un gran nombre en la historia de mi familia que se remonta nada menos que a la hermana de Alejandro Magno, con quien los Lágidas están emparentados. Significa «Gloria a sus Antepasados» y, durante toda mi vida y mi reinado, he intentado cumplir esa promesa. Todo lo que he hecho, ha sido para conservar mi herencia y Egipto.

Todas las mujeres de nuestro linaje se llamaban Cleopatra, Berenice o Arsinoe. Todos estos nombres también se remontaban a Macedonia, de donde era originaria nuestra familia. Así pues, mis dos hermanas mayores también recibieron los nombres de Cleopatra (sí, fuimos dos) y Berenice, y mi hermana menor el de Arsinoe.

Mi hermana menor... hubo otras después de mí pues el Rey se tenía que casar y, poco después de la prematura muerte de su reina Cleopatra, tomó una nueva esposa y ésta le dio enseguida a mi hermana Arsinoe. Más tarde dio a luz a los dos varones con quienes yo estuve fugazmente «casada». Después murió y volvió a dejar viudo a mi padre. Esta vez no se volvió a casar.

Yo no sentía el menor aprecio por la nueva esposa de mi padre ni por mi hermana Arsinoe, que sólo tenía tres años menos que yo. Ya desde sus primeros días fue taimada e hipócrita, quejica y protestona. Para colmo, también era muy guapa... una de esas niñas que despiertan la admiración de la gente, la cual se pregunta, no por simple cortesía: «¿De dónde habrá sacado estos ojos?» Eso la hizo arrogante desde la cuna, pues lo vio no como un don valioso sino como un poder para ser utilizado.

Mi hermana Cleopatra tenía unos diez años más que yo, y Berenice ocho. ¡Hermanas afortunadas por haber podido tener a nuestra madre muchos más años que yo! Aunque no parece que lo agradecieran demasiado. La mayor era una criatura hosca y lánguida; ni siquiera la recuerdo muy bien. Y Berenice era un auténtico toro, con sus anchos hombros, su áspera voz y sus grandes pies planos, por culpa de los cuales parecía que pateara el suelo incluso cuando caminaba con normalidad. Nada en ella recordaba a nuestra antepasada de delicados rasgos, Berenice II, que había reinado con Tolomeo III doscientos años atrás y había pasado a la leyenda como una belleza excepcional a quien los poetas de la corte dedicaban sus obras. No, la rubicunda Berenice, con sus sonoros resoplidos, jamás hubiera podido inspirar semejantes efusiones literarias.

Yo gozaba sabiéndome la preferida de mi padre. No me preguntéis cómo saben los niños estas cosas, pero las saben por mucho que los padres intenten ocultarlo. Quizá fue porque la otra Cleopatra y Berenice me parecían tan raras que no acertaba a imaginar que alguien pudiera mostrar predilección por ellas antes que por mí. Pero más tarde, incluso cuando apareció Arsinoe con toda su belleza, seguí conservando el primer lugar en el corazón de mi padre. Ahora lo sé porque fui la única que se preocupó por él a cambio de sus desvelos.

Debo reconocerlo con toda sinceridad, aunque a regañadientes. Todo el mundo (incluidos sus propios hijos) encontraba a mi padre cómico o digno de lástima... tal vez ambas cosas. Era un hombre apuesto y delgado cuyo talante desconfiado y soñador podía trocarse de inmediato en nerviosismo cuando se sentía amenazado. La gente le echaba en cara lo que era —un artista por inclinación, aficionado a la flauta y a la danza— y la situación que había heredado. Lo primero era obra suya, pero lo segundo era un lamentable legado. Él no tuvo la culpa de que, para cuando por fin consiguió ascender al trono, éste se encontrara prácticamente en las fauces de Roma y él se viera obligado a adoptar toda una serie de posturas indignas para poder conservarlo. Entre ellas el servilismo, la adulación, el abandono de su hermano, el pago de colosales sobornos y el agasajo de sus odiados y potenciales conquistadores en su corte. Todo eso no le granjeaba ningún afecto ni contribuía tampoco a su seguridad. ¿Acaso es de extrañar que tratara de evadirse con el vino y la música de Dioniso, su dios protector? Pero cuanto más intentaba evadirse, tanto más desprecios cosechaba.

 

 

El soberbio banquete de mi padre en honor de Pompeyo Magno: yo tenía entonces casi siete años y estaba deseando ver finalmente cómo eran los romanos, los romanos de verdad (es decir, los peligrosos, no los inofensivos mercaderes y estudiosos que llegaban a Alejandría por razones personales). Le rogué repetidamente a mi padre que me dejara asistir, sabiendo muy bien cómo convencerle pues siempre se mostraba favorable a todo lo que yo le pedía, dentro de ciertos límites.

—Quiero verlos —le dije—. Este famoso Pompeyo... ¿qué aspecto tiene?

Todo el mundo temblaba ante el nombre de Pompeyo desde que decidiera descender de golpe a la parte del mundo que nosotros ocupábamos. Primero había aplastado una impresionante rebelión en el Ponto, después había bajado a Siria y se había apoderado de los restos del imperio de los Seléucidas, conviertiéndolos en una provincia romana.

Una provincia romana. Al parecer, todo el mundo se estaba convirtiendo en una provincia romana. Durante mucho tiempo, Roma —que estaba muy lejos, al otro lado del Mediterráneo— había permanecido confinada en su propio territorio. Pero poco a poco había extendido su dominio en todas direcciones como los tentáculos de un pulpo. Se había apoderado de Hispania en el oeste, de Cartago en el sur y de Grecia en el este, creciendo cada vez más. Y cuanto más crecía, más aumentaba su apetito.

Los pequeños reinos no eran más que unos bocados, golosinas como Pérgamo y Caria, que se podían engullir sin el menor esfuerzo. Los antiguos reinos de Alejandro serían más satisfactorios y saciarían mejor su apetito. Al principio los dominios de Alejandro se habían dividido en tres reinos, gobernados por sus tres generales y sus descendientes: Macedonia, Siria y Egipto. Más tarde fueron dos. Después cayó Siria y quedó sólo uno: Egipto. Según los informes que se habían recibido, los romanos consideraban llegado el momento de anexionarse también Egipto, y Pompeyo se mostraba especialmente inclinado a hacerlo. De ahí que mi padre decidiera hacer cuanto estuviera en su mano para comprar a Pompeyo. Envió varias unidades de caballería para ayudarlo a aplastar a su siguiente víctima, Judea, nuestro vecino más próximo.

Sí, fue una vergüenza. No es de extrañar que su propio pueblo lo odiara. Pero ¿acaso hubieran preferido caer en poder de los romanos? Sus alternativas eran las de un hombre desesperado; se encontraba entre la espada y la pared. Eligió mal. ¿Hubieran preferido lo peor?

—Es un hombre alto y fuerte —contestó mi padre—. ¡No muy distinto de tu hermana Berenice! —Nos reímos juntos de su comentario, como si fuéramos dos conspiradores. Después cesaron las risas—. Es temible —añadió mi padre—. Cualquiera que ostente tanto poder es temible, por muy cautivadores que sean sus modales.

—Quiero verle —repetí.

—El banquete durará varias horas, habrá mucho bullicio, hará calor y será muy aburrido para ti. No tendría sentido. Quizá cuando crezcas un poco...

—Espero que no tengas que volver a agasajarlos, lo cual quiere decir que es mi única oportunidad —señalé—. Como vuelvan aquí, no lo harán en circunstancias agradables. Entonces no habrá espléndidos banquetes.

Me miró con una expresión muy extraña. Ahora sé que fue porque le pareció muy raro que una niña que aún no había cumplido los siete años hablara de aquella manera, pero en aquel momento temí que se hubiera enojado conmigo y que no me diera permiso.

—Muy bien —dijo finalmente—. Pero confío en que hagas algo más que mirar. Tienes que comportarte de la mejor manera posible; tenemos que convencerle de que tanto a Egipto como a Roma les conviene nuestra permanencia en el trono.

—¿Nuestra permanencia?

No era posible que hubiera querido decir... ¿o sí? Yo era sólo su tercera hija, aunque en aquellos momentos no tenía ningún hermano varón.

—La de nosotros, los Lágidas —me aclaró.

Pero había visto el destello de esperanza que se había encendido fugazmente en mi rostro.

 

 

Mi primer banquete: A todos los vástagos reales se les debería exigir que escribieran un ejercicio retórico con este título, pues los banquetes desempeñan un papel desmesuradamente grande en nuestras vidas y son los escenarios en los que interpretamos nuestros reinados. Empiezas sintiéndote deslumbrado por ellos, tal como entonces me ocurrió a mí, pero al cabo de unos pocos años descubres que todos son lo mismo. Sin embargo, aquél quedará perennemente grabado en mi memoria.

Hubo la ceremonia del atavío, la primera fase del ritual, que pronto se convertiría en una tediosa costumbre. Cada princesa tenía su propia camarista, pero en realidad la mía era mi antigua nodriza, que apenas sabía nada de atuendos. Me vistió con el primer vestido que le vino a mano; su principal preocupación fue la de que estuviera bien lavado y planchado, como efectivamente estaba.

—Ahora procura estarte quieta para que no se te arrugue —me dijo, alisándome la falda. Recuerdo que era de color azul y bastante rígida—. El lino se arruga muy fácilmente. ¡Esta noche no se te ocurra saltar y brincar y comportarte como un chico, tal como haces a veces! Esta noche te tienes que conducir como una princesa.

—¿Y eso cómo se hace?

Me sentía aprisionada como una momia en sus vendas, que normalmente también eran de lino. Pensé que, a lo mejor, lo de ir al banquete no era en el fondo tan buena idea.

—Con dignidad. Cuando alguien te dirija la palabra, deberás volver la cabeza muy despacio. Así. —Me hizo una demostración, girando lentamente la cabeza y bajando los párpados—. Y bajarás los ojos con recato. —La nodriza hizo una pausa—. Contestarás en un dulce susurro. No deberás decir: «¿Qué?» Eso sólo lo hacen los bárbaros. Tal vez los romanos lo hagan —añadió en tono sombrío—. ¡Pero tú no debes seguir su ejemplo! —Jugueteó un poco con mi collar y me lo puso bien—. Y si alguien cometiera la grosería de mencionar algún tema desagradable (como los impuestos, la plaga o las sabandijas), no deberás contestar. No es correcto discutir estas cuestiones en un banquete.

—¿Y si veo que un escorpión está a punto de picar a alguien? Si por ejemplo veo en el hombro de Pompeyo un rojo escorpión con el aguijón levantado... ¿se lo puedo decir? —Tengo que aprender las reglas—. ¿No sería una grosería no hacerlo, aunque sea un tema desagradable?

Me miró perpleja.

—Bueno, supongo que... —Soltó un resoplido—. ¡No verás ningún escorpión en el hombro de Pompeyo! Eres una niña imposible, siempre pensando cosas raras. —Pero me lo dijo con cariño—. Confiemos en que por lo menos no haya ningún escorpión que moleste a Pompeyo ni ninguna otra cosa que le haga perder el buen humor.

—¿No tendría que ponerme una diadema? —pregunté.

—No —me contestó—. ¡Menuda ocurrencia! ¡Tú no eres una reina!

—¿Y no hay diademas para princesas? Tendríamos que llevar algo en la cabeza. Los romanos se ponen coronas de laurel, ¿no? Y los atletas también.

Ladeó la cabeza, como solía hacer cuando pensaba.

—Creo que el mejor adorno para una niña es su cabello. Y tú lo tienes precioso. ¿Por qué estropearlo con otra cosa?

Siempre dedicaba muchos cuidados a mi cabello, enjuagándolo con perfumada agua de lluvia y peinándolo con peines de marfil. Me había enseñado a enorgullecerme de él, pero aquella noche yo estaba deseando lucir algo especial.

—Yo creo que tendría que haber algo que nos distinguiera como miembros de la familia real. Mis hermanas...

—Tus hermanas son mayores que tú y en ellas resulta apropiado. Cuando tengas diecisiete años, o quince como Berenice, podrás ponerte estas cosas.

—Es posible que tengas razón. —Fingí estar de acuerdo con ella. Dejé que me peinara el cabello y me lo recogiera hacia atrás con un prendedor. Después le dije—: Ahora me ha quedado la frente demasiado despejada... ¿no me puedo poner ni siquiera una cinta? Una cinta pequeña y discreta, una cintita estrecha... sí, eso me sentaría bien.

Se echó a reír.

—¡Ay, niña mía! ¿Por qué no dejas las cosas tal como están? —Me di cuenta de que estaba a punto de ceder—. A lo mejor, una cintita dorada. Pero quiero que durante toda la noche la uses como recordatorio de que eres una princesa.

—Pues claro —le prometí—. No haré ninguna grosería. Aunque un romano suelte un eructo, derrame algo o robe una cuchara de oro escondiéndola en su servilleta, yo fingiré no ver nada.

—Puede que veas a alguien robando una cuchara —reconoció—. Les gusta tanto el oro que se les cae la baba cuando lo ven. Menos mal que los adornos artísticos del palacio son demasiado grandes como para esconderlos entre los pliegues de una toga, pues de lo contrario por la mañana se echaría en falta alguno de ellos.

 

 

Yo había estado otras veces en la sala de los banquetes, pero únicamente cuando se encontraba vacía. La enorme estancia, que se extendía de una a otra parte de un palacio —había muchos palacios en el recinto real— y que se abría a unas gradas que daban al puerto interior, siempre me había parecido una cueva resplandeciente. Su lustroso pavimento reflejaba mi imagen cuando corría por él, y yo me veía en las hileras de columnas cuando pasaba por delante de ellas. Arriba, el techo se perdía en las sombras.

Pero aquella noche la cueva estaba tan inundada de luz, que por primera vez en mi vida pude ver en lo alto las vigas de madera de cedro con incrustaciones de oro que cubrían toda la longitud del techo. ¡Y cuánto ruido! El rumor de la muchedumbre —al que tanto llegaría a acostumbrarme con el tiempo— me agredió los oídos como un golpe. Toda la sala estaba abarrotada de gente, tanta gente que lo único que pude hacer fue quedármela mirando.

Nosotros —la familia real— nos encontrábamos en lo alto de unos peldaños antes de entrar en la sala, y yo hubiera querido tomar la mano de mi padre y preguntarle si los mil invitados ya estaban allí. Pero él permanecía de pie delante de mí y a su lado se había situado mi madrastra, por lo que no tuve oportunidad de hacerlo.

Esperamos a que sonaran las trompetas, anunciando nuestra entrada. Miré con mucha atención, tratando de ver cómo eran los romanos. Pero ¿cuáles eran los romanos? La mitad de la gente vestía las habituales prendas sueltas y algunos hombres llevaban barba. Pero otros... iban afeitados y con el cabello corto, y vestían una especie de voluminosa capa drapeada —que a mí se me antojaba una sábana— o bien unos uniformes militares hechos con petos y falditas de tiras de cuero. Estaba claro que aquéllos eran los romanos. Los demás debían de ser egipcios o griegos de Alejandría.

Sonaron las trompetas, pero desde el otro extremo de la sala. Mi padre no se movió, y pronto comprendí por qué: Las trompetas estaban anunciando la entrada de Pompeyo y sus ayudantes. Mientras avanzaban hacia el centro de la sala, yo contemplé todas las galas de un general romano del máximo rango, que llevaba un peto de oro puro decorado con artísticos adornos. Además, su capa no era de color rojo sino púrpura y calzaba una especie de botas cerradas. Era un conjunto espléndido.

¿Qué decir del propio Pompeyo? Sufrí una decepción al ver que era simplemente un hombre de rostro un tanto soso. Nada en él podía competir con el esplendor de su uniforme. Lo flanqueaban unos oficiales de rostros más severos y recios que el suyo, los cuales le servían de marco para que destacara.

Se oyó un segundo toque de trompetas y nos correspondió a nosotros bajar para que mi padre pudiera saludar a sus invitados y recibirlos oficialmente. Todos los ojos estaban puestos en él cuando descendió majestuosamente con la túnica real arrastrando a su espalda. Yo procuré no pisarla.

Los dos hombres permanecieron de pie cara a cara; ¡mi padre era mucho más bajo y delgado! Al lado del poderoso Pompeyo, ofrecía un aspecto casi frágil.

—Sé bienvenido a Alejandría, nobilísimo emperador Cneo Pompeyo Magno. Te saludamos, y saludamos tus victorias y declaramos que nos honras con tu presencia aquí esta noche —dijo mi padre.

Tenía una voz agradable, que normalmente sonaba muy bien, pero aquella noche le faltaba fuerza. Debía de estar terriblemente nervioso y, como es natural, eso también me puso nerviosa a mí, pero por él.

Pompeyo contestó, pero su griego tenía un acento tan extraño que apenas pude entenderle. Es posible que mi padre sí lo entendiera, o por lo menos lo fingió. Se intercambiaron más palabras y se hicieron muchas presentaciones por ambas partes. Yo fui presentada —¿o quizá me presentaron a Pompeyo? ¿Cuál era el orden apropiado?— y sonreí, inclinando la cabeza. Sabía que las princesas —¡y no digamos los reyes y las reinas!— jamás se inclinaban ante nadie, pero esperaba que Pompeyo no se ofendiera. Probablemente él no sabía todas estas cosas, siendo de Roma, donde no había reyes.

En lugar de su respuesta anterior —una leve sonrisa—, se inclinó de repente y me miró directamente a la cara con sus redondos ojos azules situados al mismo nivel que los míos.

—¡Qué niña tan encantadora! —dijo con su extraño griego—. ¿Asisten los hijos de los reyes a estos acontecimientos ya desde la cuna?

Se volvió hacia mi padre, que parecía turbado. Comprendí que se arrepentía de haberme dado permiso. No quería hacer nada que llamara desfavorablemente la atención.

—No hasta la edad de siete años —contestó mi padre, improvisando rápidamente. Yo aún no había cumplido los siete años, pero Pompeyo no lo sabía—. Creemos que esta edad es el pórtico de la razón...

Haciendo gala de un exquisito tacto, mi padre señaló que las mesas del banquete ya estaban esperando en la sala contigua, casi tan grande como aquella en la que nos encontrábamos en aquel momento, y acompañó al comandante romano hacia allí.

—Qué niña tan encantadora —repitió Berenice, imitando el acento del romano.

—Mira, hay otro —dijo Cleopatra la mayor, indicando a un niño que estaba contemplando nuestro paso—. ¡El banquete se está convirtiendo en una fiesta infantil!

Me sorprendió verle y me pregunté qué estaría haciendo allí. Se le veía totalmente fuera de lugar. ¿Se detendría Pompeyo para decirle algo también a él? Afortunadamente, parecía más interesado en llegar hasta la comida de la otra sala. Todo el mundo decía que a los romanos les gustaba mucho comer.

El niño, que vestía al estilo griego e iba de la mano de un hombre barbudo de apariencia griega, debía de ser un alejandrino y nos estaba estudiando, tal como yo había estudiado a los romanos. A lo mejor éramos una curiosidad para él. Nuestra familia no hacía muchas apariciones en público en las calles de Alejandría por temor a los disturbios.

Pasamos lentamente y con gran majestad por delante de él y entramos en la transformada sala en la que íbamos a cenar. Los rayos del sol vespertino estaban cruzando horizontalmente la sala, casi rozando las mesas en las que nos esperaba un bosque de copas y platos de oro. Me pareció un espectáculo mágico, con aquella iluminación tan especial, y a los romanos también se lo debió de parecer, pues empezaron a reírse y a señalar con el dedo.

¡Señalar con el dedo! ¡Qué ordinariez! Pero lo cierto es que ya me habían advertido que lo harían.

Pompeyo no señaló con el dedo ni tampoco lo hicieron sus acompañantes. Ni siquiera parecía excesivamente interesado, o en todo caso lo disimulaba muy bien.

Ocupamos nuestros lugares; todos los adultos se recostarían y sólo los niños se sentarían en escabeles... y había muy pocos niños. Mi nodriza me había dicho que en Roma tanto los niños como las mujeres se sentaban en escabeles, pero aquí ni la Reina ni las princesas de más edad lo hubieran tolerado. Calculé que serían necesarios más de trescientos triclinios para que se recostaran mil personas y sin embargo cabían todos en aquella espaciosa sala y aún quedaba sitio de sobra para que los criados pasaran fácilmente entre ellos con las bandejas y los platos.

Mi padre me indicó un escabel, mientras Pompeyo y sus acompañantes se recostaban en los triclinios reservados a los más ilustres comensales. ¿Sería yo la única que se sentara en un escabel? Llamaría tanto la atención como si llevara un letrero. Observé cómo se acomodaban mis hermanas y mi madrastra, alisando delicadamente sus túnicas y colocando un pie debajo del otro. ¡Cuánto me hubiera gustado ser un poco mayor y poder recostarme en un triclinio!

Me sentí tan avergonzada que no supe si podría resistir toda la cena. Justo en aquel momento, mi padre ordenó que el barbudo y el niño se reunieran con nosotros. Vi cómo los mandaba llamar. Comprendí que lo hacía para aliviar mi turbación; siempre se mostraba muy solícito con los demás y parecía intuir sus inquietudes aunque no las expresaran.

—¡Ah, mi querido Meleagro! —dijo mi padre, dirigiéndose al hombre—. ¿Por qué no te sientas donde puedas aprender lo que más te interese?

El hombre asintió con la cabeza, sin que aparentemente se sintiera cohibido por el hecho de codearse con unos personajes tan encumbrados como nosotros. Debía de ser un filósofo; decían que se tomaba todas las cosas con ecuanimidad. La barba lo confirmaba. Empujó a su hijo hacia delante e inmediatamente le acercaron un escabel. Ahora ya éramos dos. Mi padre debió de pensar que eso aliviaría mi situación, pero en realidad sólo consiguió que llamáramos más la atención.

—Meleagro es uno de nuestros estudiosos —explicó mi padre—. Está en...

—Sí, en el Museion —dijo un romano de rostro cuadrado—. Es el lugar donde tenéis a los estudiosos y a los sabios domesticados, ¿verdad? —Sin esperar la respuesta de mi padre, le dio un codazo en las costillas a uno de sus compañeros—. Viven allí, pero tienen que trabajar para el Rey. Siempre que quiere saber algo, por ejemplo qué profundidad tiene el Nilo cerca de Menfis, llama a alguien para que se lo diga, incluso en mitad de la noche. ¿No es así?

Meleagro se puso tenso y parecía a punto de abofetear al romano.

—No exactamente —contestó—. Es cierto que nos mantiene la generosidad de la Corona, pero nuestro Rey jamás sería tan desconsiderado como para plantearnos unas exigencias tan extravagantes.

—De hecho —dijo mi padre—, lo he traído aquí para que pueda hablar contigo, Varrón. Meleagro está muy interesado en las plantas y los animales insólitos, y tengo entendido que varios de vosotros los habéis estado estudiando y recogiendo en el Ponto... después de haber echado de allí a Mitrídates, naturalmente.

—Sí —reconoció el hombre llamado Varrón—, queríamos averiguar algo más sobre una supuesta ruta comercial a la India a través del Ponto. Pero Mitrídates no fue el único que se llevó un susto... también nos lo llevamos nosotros debido a unas serpientes de mordedura mortal. Jamás en mi vida había visto tantas... y de tan variadas clases. ¿Qué otra cosa se puede esperar en un lugar como aquél, situado en los confines del mundo conocido?

—La geografía de allí es desconcertante —terció otro hombre de habla griega. Alguien se dirigió a él llamándolo Teófanes—. Es difícil trazar mapas...

—¿Tenéis mapas? —preguntó Meleagro con interés.

—Recién hechos ¿Acaso te gustaría verlos?

La cortés conversación siguió adelante de esta misma guisa. El niño sentado a mi lado guardaba silencio y se limitaba a mirar. ¿Qué estaría haciendo allí?

El vino corría generosamente, y la conversación era cada vez más ruidosa y animada. Los romanos se olvidaron de hablar en griego y volvieron al latín. Para uno que no lo entendiera, aquel idioma tenía un sonido muy extraño y monótono. Yo no lo había estudiado. No merecía la pena; no se había escrito nada importante en él y no se tenía ninguna constancia escrita de famosos discursos pronunciados en ese idioma. Otras lenguas como el hebreo, el sirio y el arameo eran mucho más útiles. Y últimamente yo había decidido aprender el egipcio, para poder recorrer cualquier lugar de mi país y entender a la gente. El latín podía esperar.

Observé a mis hermanas, que apenas se molestaban en disimular el desprecio que les inspiraban los romanos; cuando la conversación volvió al latín, Berenice y Cleopatra pusieron los ojos en blanco. Yo me preocupé. ¿Y si los romanos lo vieran? Pensaba que teníamos que procurar no ofenderlos.

De pronto sonaron las trompetas y apareció un ejército de criados, como surgido de las paredes, y se llevó las vasijas de oro sustituyéndolas por otras también de oro pero con más incrustaciones de piedras preciosas que las anteriores. Los romanos se las quedaron mirando embobados... que imagino era justo lo que se pretendía.

Pero ¿con qué objeto? ¿Por qué tenía mi padre tanto interés en exhibir nuestra riqueza? ¿Y si despertara en ellos el deseo de apoderarse de ella? Me quedé perpleja. Observé que Pompeyo contemplaba con expresión soñadora la enorme copa que tenía delante, como si estuviera deseando fundirla.

Después oí la palabra «César» en relación con algo que tenía que ver con la codicia y la necesidad de dinero. Creí entender que Pompeyo le estaba diciendo a mi padre —me esforcé mucho por escuchar— que el tal César (quienquiera que fuera) quería adueñarse de Egipto y convertirlo en una provincia romana, siendo así que el país había sido legado en testamento a Roma...

—Pero el testamento era falso —replicó mi padre con una voz tan chillona como la de un eunuco—. Tolomeo Alejandro no tenía ningún derecho a hacer semejante legado...

—¡Ja, ja, ja! —se rió Pompeyo—. Eso depende de quién lo interprete...

—¿O sea que tú también tienes intención de ser un sabio? —Teófanes estaba hablando amablemente con el niño que yo tenía a mi lado—. ¿Has venido con tu padre por eso?

¡Maldición! No había conseguido oír lo que Pompeyo y mi padre estaban diciendo, y era algo sumamente importante. Traté de borrar la voz que hablaba a mi lado pero fue inútil.

—No —contestó el niño, apagando con su voz las que se oían un poco más lejos—. Aunque me interesan la botánica y los animales, me interesa mucho más el más complejo de todos los animales: el hombre. Quiero estudiarlo y por eso seré médico.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Teófanes, como si realmente le interesara saberlo—. ¿Y qué edad tienes?

—Olimpo —contestó el niño—. Y tengo nueve años. ¡Los cumpliré el verano que viene!

¡Cállate ya de una vez!, le ordené mentalmente.

Pero Teófanes no paraba de hacerle preguntas. ¿Él también vivía en el Museion? ¿Tenía interés por algún tipo especial de medicina? ¿Qué le parecían los pharmakon, los medicamentos? Era una manera de combinar el conocimiento de las plantas con la medicina.

—Bueno, sí —estaba diciendo Olimpo—. Quería preguntaros a algunos de vosotros qué sabéis de la «miel loca». Por eso he venido aquí esta noche. O mejor dicho, por eso convencí a mi padre para que me trajera.

La sonrisa de Teófanes se borró como por arte de ensalmo.

—La miel loca, meli maenomenon, no se te ocurra decirle nada a Pompeyo a este respecto. Aún está muy apenado. Verás, la región del Ponto Euximo donde Mitrídates ejercía su dominio es conocida por su miel venenosa. Algunos de sus aliados pusieron panales de ella cerca de nuestro camino... nuestros soldados la tomaron y perdimos a muchos. Muchísimos.

Teófanes sacudió la cabeza.

—Pero ¿por qué la comisteis si sabíais que era venenosa?

—No lo sabíamos; lo descubrimos después. Al parecer, las abejas se alimentan de unas azaleas que crecen en aquella región y hay algo en el néctar que envenena la miel. La planta es venenosa; la gente de allí la llama «matacabras», «matacorderos» y «destructora de ganado». Es una indicación que no hubiéramos tenido que pasar por alto.

—Pero ¿y las abejas? ¿A ellas no las mata? —preguntó Olimpo.

—Y entonces César trató de que el Senado aprobara una disposición —estaba diciendo Pompeyo— para que Egipto...

—¡Tú también, amigo mío!

Mi padre meneó el dedo como si la cosa tuviera mucha gracia, no supusiera la menor amenaza, y Pompeyo fuera un gran compañero suyo y no un buitre dispuesto a devorarnos a todos.

Pompeyo esbozó una cautivadora sonrisa.

—Muy cierto, pero...

—No, las abejas son inmunes —dijo Teófanes.

—La miel buena está mezclada con la mala.

Varrón se había incorporado a la discusión. Como no había forma de impedir que tres voces cercanas se impusieran a la lejana conversación, decidí desistir de mi intento de escucharla.

—Al parecer, sólo una parte del panal puede ser venenosa.

—¿Pero no tiene un aspecto o un sabor distintos? — preguntó Olimpo, utilizando un solemne tono de estudioso.

—Puede presentar un color un poco más rojizo y una consistencia más fluida —contestó Teófanes—, pero las diferencias no son tan acusadas como para que nos inspiraran recelo.

—Una miel elaborada a principios de la primavera —añadió Varrón—. Cuando ataca... ¡te enteras! Los soldados notaron un entumecimiento y un hormigueo, después empezaron a ver luces y galerías subterráneas, se desmayaron, empezaron a vomitar y a delirar... Así lo describieron después los que consiguieron recuperarse. —Varrón hizo una dramática pausa—. Les bajó el pulso y se les puso la piel azulada.

—¡Oh! —exclamó Olimpo finalmente impresionado, aunque siempre parecía imperturbable.

—¿Sabes que las tropas de Jenofonte también fueron víctimas de esa miel? ¡Hace cuatrocientos años! Murieron a miles en la misma región. Nosotros los historiadores manejamos todos estos conocimientos —estaba diciendo Varrón—. Y aprovechando que estoy aquí, me gustaría consultar algunos rollos de la famosa Biblioteca, en la que según dicen se alberga todo el conocimiento escrito. ¿No es así? —le preguntó a gritos a mi padre—. ¿No tenéis medio millón de volúmenes en la Biblioteca? —tronó.

Mi padre interrumpió su conversación con Pompeyo... la conversación que yo ansiaba escuchar, a pesar de que lo de la «miel loca» me parecía interesante, aunque no tanto como la cesión de Egipto a Roma. ¿De veras había hecho tal cosa uno de nuestros antepasados? ¡No lo quisiera Isis!

—¿Qué? —dijo mi padre, ahuecando la mano alrededor de la oreja.

—He dicho que si no tenéis medio millón de rollos en la Biblioteca —le gritó Varrón.

Mis hermanas volvieron a poner los ojos en blanco ante aquella nueva muestra de ordinariez romana.

—Eso dicen —contestó mi padre.

—Sí, es cierto —dijo el padre de Olimpo—. Todos los manuscritos que se hayan podido escribir... o más bien aquellos sobre los que un Tolomeo consiguió poner las manos.

—¡Sí, conservamos los originales, y a los propietarios los despachamos con unas copias! —dijo mi padre.

—Ah, las glorias de Alejandría —exclamó Pompeyo, pensando en ellas con una sonrisa en los labios.

—¿Quieres que mañana hagamos un recorrido, si el nobilísimo Emperador lo desea? —preguntó mi padre.

Antes de que Pompeyo pudiera contestar, otro toque de trompetas anunció un nuevo cambio de vajilla de oro, que se llevó a cabo con gran ceremonia en medio de un fuerte tintineo de copas. Los objetos eran cada vez más ricos y ornamentados.

La cena propiamente dicha dio comienzo con una profusión de platos totalmente desconocidos para mí... y totalmente distintos de los alimentos que se servían a los vástagos reales. Erizos de mar con menta... anguilas asadas con acelgas... bellotas de Zeus... setas y ortigas dulces... queso de oveja frigia... pasas de Rodas... y grandes y dulces uvas de postre... junto con pastelillos de miel. ¡Una elección muy poco afortunada! Pompeyo y los demás los apartaron a un lado; ahora la contemplación y el aroma de la miel no eran de su agrado.

—¡Pero ésta es de Cos! —les aseguró en vano mi padre.

Hubo también vino, vino y más vino, de distintas variedades para cada plato... vino tinto y blanco de Egipto, el famoso vino de Tasos con perfume de manzana, y el más dulce de todos, el Pramnio de Esmirna.

—Se hace con uvas parcialmente secas —explicó Varrón, relamiéndose mientras tomaba un sorbo—. Eso concentra el dulzor... mmmm... —añadió, volviendo a relamerse.

Como mi vino estaba aguado, yo apenas notaba la diferencia entre uno y otro, pero no obstante asentí con la cabeza.

Ojalá le hubieran aguado también el suyo a mi padre, pues en su nerviosismo, apuró una copa tras otra y muy pronto esbozó una extraña sonrisa y se inclinó sobre Pompeyo con una familiaridad totalmente fuera de lugar. Después —¡jamás lo olvidaré!— decidió pedir su flauta y tocar. ¡Sí! Para agasajar a los romanos, dijo. Y como era el Rey, no hubo nadie que se atreviera a decirle que no lo hiciera, que no debía hacerlo.

Yo hubiera deseado levantarme de un salto y decírselo, pero me quedé paralizada donde estaba. Tuve que ver cómo su sirviente le entregaba la flauta y cómo él se levantaba con gran esfuerzo del triclinio y se dirigía haciendo eses hacia un lugar más despejado desde donde pudiera tocar.

Contemplé el espectáculo aturdida y avergonzada. Los romanos lo miraban estupefactos. Mi padre respiró hondo para llenarse los pulmones de aire y empezó a interpretar sus melodías. A pesar de que el sonido no era muy fuerte, el silencio de la sala era tan grande que todas las notas vibraban en el aire.

Olimpo se volvió a mirarme con pena, pero su mirada era amable, no condescendiente. Hubiera deseado cerrar los ojos y no tener que contemplar el doloroso espectáculo de un rey, tocando como un vulgar músico callejero... o como un mono para su amo.

¡La culpa la tuvo el vino! En aquel momento me juré que jamás me inclinaría ante el vino ni permitiría que me dominara... un juramento que creo haber cumplido a pesar del gran sufrimiento que me han causado Dioniso y sus uvas.

De repente, uno de los romanos recostados en otro triclinio empezó a soltar unas risotadas que ejercieron un efecto multiplicador; el propio Pompeyo no tardó en reírse, y muy pronto toda la sala estalló en sonoras carcajadas. Mi pobre padre las tomó por muestras de aprobación y aplausos e incluso hizo una reverencia. Después —¡me muero de vergüenza al recordarlo!— trenzó una pequeña danza.

¿Qué era lo que me había dicho? «Tienes que comportarte de la mejor manera posible; tenemos que convencerle de que tanto a Egipto como a Roma les conviene nuestra permanencia en el trono.» ¿Cómo era posible que hubiera olvidado su misión y el peligro que corría Egipto? ¿Tan poderoso era el vino?

Mientras mi padre regresaba tambaleándose a su sitio, Pompeyo dio unas palmadas al cojín, como si el Rey fuera un animalillo doméstico.

—Los romanos consideran que la danza es una muestra de degeneración —me susurró Olimpo al oído, inclinándose hacia mí—. Usan nombres muy feos para designar a las personas que danzan.

¿Por qué me lo dijo? ¿Para que aumente mi sufrimiento?

—Ya lo sé —repliqué fríamente, a pesar de que no lo sabía.

«Tenemos que convencerle de que a Egipto le conviene nuestra permanencia en el trono. Nosotros los Lágidas...»

Berenice y Cleopatra la mayor se limitaron a mirar a mi padre sin decir nada; tampoco se podía esperar ninguna ayuda por parte de aquellas representantes de la dinastía de los Lágidas. ¿Por qué no hicieron o dijeron algo para impedirlo?

«Esta noche te tienes que comportar como una princesa... con dignidad..., Qué niña tan encantadora...»

A lo mejor yo podía hacer al

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