Primera edición: enero 2011
Título original: Rosemary’s Baby
Traducción: E. de Obregón
© Ira Levin, 1967
© Ediciones B, S.A., 2009
© Concell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
© www.edicionesb.com
ISBN: 978-84-666-4779-3
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.
A Gabrielle
Contenido
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
Notas
1
Rosemary y Guy Woodhouse habían firmado el contrato de un apartamento de cinco habitaciones, situado en una casa de líneas geométricas de la Primera Avenida, cuando recibieron recado de una tal señora Cortez de que en la casa Bramford había quedado libre un piso de cuatro habitaciones. Vieja, negra y elefantina, la casa Bramford parece una conejera, con pisos de techos muy altos, apreciada por sus chimeneas y sus detalles ornamentales victorianos. Rosemary y Guy habían figurado en la lista de solicitantes desde que se casaron, pero al final perdieron toda esperanza.
Guy comunicó la noticia a Rosemary, y se llevó el auricular a su pecho. Rosemary gimió: «¡Oh, no!», y pareció como si fuera a echarse a llorar.
—Es demasiado tarde —dijo Guy al teléfono—. Ayer firmamos un contrato.
Rosemary lo sujetó por el brazo.
—¿No podríamos anularlo? —preguntó a su marido—. Decirles algo...
—Por favor, espere un momento, señora Cortez. —Guy apartó el teléfono de nuevo—. ¿Decirles qué? —le preguntó.
Rosemary vaciló y alzó sus manos con gesto de impotencia.
—Pues no sé... La verdad. Que tenemos una oportunidad de mudarnos a la casa Bramford.
—Cariño —dijo Guy—, ¿crees que eso les importará algo?
—Pues piensa en algo, Guy. Vayamos por lo menos a echar un vistazo. ¿De acuerdo? Dile que iremos a verlo. Por favor, antes de que cuelgue.
—Hemos firmado un contrato, Ro; nos hemos comprometido.
—¡Por favor! ¡Que va a colgar!
Gimoteando a la vez por la ironía y la angustia, Rosemary arrebató el auricular del pecho de Guy y trató de acercarlo a su boca.
Guy se echó a reír y recuperó el teléfono.
—¿Señora Cortez? Tal vez podríamos rescindir ese contrato, porque aún no lo hemos firmado. Se les habían acabado los formularios, así que sólo firmamos una carta de aceptación. ¿Podemos echar un vistazo al piso?
La señora Cortez les dio instrucciones: tenían que ir a la casa Bramford entre once y once y media, preguntar por el señor Micklas o Jerome y decirle a cualquiera de los dos que encontraran que ellos eran los que había enviado la señora Cortez para que vieran el 7-E. Luego tendrían que telefonearle. Y dio a Guy su número de teléfono.
—¿Ves como has podido arreglarlo? —dijo Rosemary, dando de puntillas saltitos de alegría—. Eres un magnífico embustero.
Guy, ante el espejo, dijo:
—¡Vaya! Me ha salido un grano.
—No te lo revientes.
—Son sólo cuatro habitaciones, ya sabes. Y no hay cuarto para los niños.
—Prefiero tener cuatro habitaciones en la casa Bramford —dijo Rosemary— que todo un piso en aquella... en aquella colmena blanca.
—Ayer te gustaba.
—Me gustaba, pero nunca la quise. Apostaría que no la quiere ni el arquitecto que la construyó. Pondremos un comedorcito en el salón y tendremos un precioso cuarto para los niños. Si los tenemos...
—Pronto —repuso Guy, mientras se pasaba la máquina de afeitar eléctrica sobre el labio superior, mirándose a los ojos, que eran grandes y oscuros.
Rosemary se puso un vestido amarillo y logró subirse la cremallera de la espalda.
Estaban en una habitación que había sido el cuarto de soltero de Guy. En la pared había pegados carteles de París y Verona, y había un gran camastro y una cocinita portátil.
Era el jueves 3 de agosto.
El señor Micklas era pequeño y vivaracho, pero le faltaban dedos en ambas manos, por lo que resultaba desagradable estrechárselas, aunque él parecía no darse cuenta.
—¡Oh! Un actor —dijo llamando al ascensor con su dedo medio—. Esta casa es muy popular entre los actores. —Y citó a cuatro que vivían en la Bramford, todos ellos muy conocidos—. ¿Le he visto a usted actuar en alguna parte?
—Veamos —contestó Guy—. Hace poco hice Hamlet, ¿verdad, Liz? Y luego representamos...
—Está bromeando —terció Rosemary—. Actuó en Lutero, en Nadie quiere un albatros y en un montón de comedias y series televisivas.
—Ahí es donde se gana dinero, ¿verdad? —comentó el señor Micklas—. En las series.
—Sí —convino Rosemary.
Y Guy añadió:
—Y se sienten también satisfacciones artísticas.
Rosemary le dirigió una mirada de súplica; y él se la devolvió, poniendo cara de inocente y dedicando luego una burlona mirada de reojo a la coronilla del señor Micklas.
El ascensor, chapado con madera de roble, con un brillante agarradero de metal a su alrededor, era manejado por un muchacho negro uniformado de sonrisa estereotipada.
—Al séptimo —le dijo el señor Micklas.
Y luego, dirigiéndose a Rosemary y Guy, explicó:
—Este apartamento tiene cuatro habitaciones, dos baños y cinco armarios empotrados. Al principio la casa consistía en pisos muy grandes (el más pequeño tenía nueve habitaciones), pero ahora casi todos han sido fraccionados en apartamentos de cuatro, cinco y seis habitaciones. El 7-E es uno de cuatro que originalmente era la parte trasera de uno de diez. Tiene la cocina del antiguo y el baño principal, que es enorme, como ustedes verán. También tiene el dormitorio principal del piso originario, que ahora es la sala, otro dormitorio que sigue siendo dormitorio y dos habitaciones para el servicio que han sido unidas para hacer un comedor o un segundo dormitorio. ¿Tienen ustedes niños?
—Pensamos tenerlos —contestó Rosemary.
—Hay una habitación ideal para los niños, con un gran cuarto de baño y un amplio armario empotrado. El plano fue hecho pensando en una pareja joven como ustedes.
El ascensor se detuvo y el muchacho negro, sonriendo, lo maniobró haciéndolo subir, bajar y subir de nuevo hasta ponerlo al nivel del piso; y, sin dejar de sonreír, abrió la puerta interior de metal y luego la portezuela exterior. El señor Micklas se apartó a un lado y Rosemary y Guy salieron de la cabina, para encontrarse en un pasillo mal iluminado, empapelado y alfombrado de verde oscuro. Un obrero que se hallaba ante una puerta verde esculpida, con la indicación 7-B, se les quedó mirando y luego volvió a su tarea de encajar una mirilla en el agujero que había hecho.
El señor Micklas les indicó el camino hacia la derecha, y luego hacia la izquierda, a través de cortos ramales del pasillo verdioscuro. Rosemary y Guy, al seguirlo, vieron desconchados en la pared empapelada, y una grieta donde el papel se había levantado y se estaba enrollando hacia arriba; una lámpara de pared de cristal tenía una bombilla apagada, y sobre la alfombra verdioscura, había un remiendo largo como una cinta, que se veía verdiclaro. Guy se quedó mirando a Rosemary: «¿Una alfombra remendada?» Ella desvió el rostro y sonrió satisfecha: «Me encanta; ¡aquí todo es encantador!»
—La inquilina anterior, la señora Gardenia —siguió diciendo el señor Micklas, sin mirarlos siquiera—, murió hace pocos días y aún no se ha tocado nada en el apartamento. Su hijo me pidió que dijera a los que vayan a mudarse al apartamento que las alfombras, los acondicionadores de aire y parte del mobiliario se los puede quedar quien lo desee.
Dobló por otro ramal del pasillo, cuyo empapelado verde con bandas doradas parecía nuevo.
—¿Murió en este apartamento? —preguntó Rosemary—. No es que a mí...
—¡Oh, no! En el hospital —contestó el señor Micklas—. Estuvo en coma durante varias semanas. Era muy anciana y falleció sin recobrar el conocimiento. Ojalá a mí me pase lo mismo cuando me llegue la hora. Fue muy alegre hasta el final; guisaba sus comidas, compraba en los grandes almacenes... Fue una de las primeras mujeres dedicadas a la abogacía en el estado de Nueva York.
Habían llegado ahora a un hueco de escalera en donde terminaba el pasillo. Al lado del mismo, a la izquierda, estaba la puerta del apartamento 7-E, una puerta sin guirnaldas esculpidas, más estrecha que las puertas que habían pasado. El señor Micklas apretó el perlado botón del timbre (sobre la puerta había unas letras blancas sobre plástico negro que decían «L. Gardenia») y metió una llave en la cerradura. A pesar de los dedos que le faltaban, se las arregló para girar el pomo y abrió la puerta suavemente.
—Pasen ustedes primero —dijo poniéndose de puntillas y manteniendo la puerta abierta con su brazo alargado.
Las cuatro habitaciones del apartamento estaban situadas de dos en dos a ambos lados de un estrecho pasillo central que iba en línea recta desde la puerta. La primera habitación a la derecha era la cocina, y al verla Rosemary no pudo contener una risita, porque era tan grande (si no mayor) como todo el apartamento en el cual estaban ellos viviendo ahora. Tenía una cocina de gas con seis quemadores y dos hornos, una enorme nevera y un monumental fregadero; tenía docenas de alacenas, una ventana que daba a la Séptima Avenida, un techo alto, muy alto, e incluso tenía (imaginándolo sin la mesa cromada, las sillas y los paquetes de números antiguos de Fortune y Musical América, atados con cuerdas, de la señora Gardenia) el lugar ideal para algo como el rinconcito para el desayuno, azul y marfil, que ella había recortado el mes pasado de House Beautiful.
Frente a la cocina estaba el comedor o segundo dormitorio, el cual, al parecer, había sido utilizado por la señora Gardenia para una combinación de estudio e invernáculo. Centenares de plantas pequeñas, moribundas o muertas, se hallaban en anaqueles mal construidos y bajo espirales de tubos fluorescentes apagados; en medio se hallaba un escritorio de cantos redondos sobre el que había una pila de libros y papeles. Era un mueble precioso, grande y reluciente por la edad. Rosemary dejó a Guy y al señor Micklas hablando en la puerta y entró, evitando un anaquel de plantas marchitas. Escritorios como ése podían verse en los escaparates de las tiendas de antigüedades; Rosemary se preguntó, tocándolo, si sería una de las cosas que serían para el primero que las pidiera. Una graciosa caligrafía azul sobre papel malva decía: «Meramente el pasatiempo intrigante que yo creí sería. Yo no puedo asociarme más tiempo», y se dio cuenta de que sin querer estaba curioseando. Alzó la mirada cuando el señor Micklas entraba con Guy y le preguntó:
—¿Sabe usted si este escritorio es una de las cosas que quiere vender el hijo de la señora Gardenia?
—No lo sé —contestó el señor Micklas—. Claro que lo puedo averiguar.
—Es precioso —dijo Guy.
—¿Verdad que sí? —agregó Rosemary, quien, sonriendo, miró a su alrededor paredes y puertas.
En esa habitación cabría casi perfectamente el cuarto de los niños que ella había imaginado. Era un poco oscuro (las ventanas daban a un estrecho patio); pero el empapelado blanco y amarillo lo abrillantaría bastante. El cuarto de baño era pequeño, pero ya bastaría, y el excusado lleno de plantas sembradas en macetas, que parecían crecer bastante bien, era apropiado.
Se volvieron hacia la puerta, y Guy preguntó:
—¿Qué es todo eso?
—La mayoría plantas aromáticas —explicó Rosemary—. Veo menta y albahaca... Éstas no sé qué son.
Más allá, en el pasillo, había otro armario empotrado, a la izquierda, y luego, a la derecha, una amplia arcada que daba a la sala. Enfrente había grandes ventanas saledizas, dos de ellas con cristales en forma de rombo y asientos de ventana de tres lados. Había una pequeña chimenea, con una repisa en forma de voluta, de mármol blanco. A la izquierda se veían altos estantes de roble para libros.
—¡Oh, Guy! —dijo Rosemary, buscando su mano y apretándosela.
Guy dijo: «¡Humm!», como no queriendo comprometerse; pero le devolvió el apretón. El señor Micklas estaba a su lado.
—La chimenea funciona, por supuesto —dijo el señor Micklas.
El dormitorio, detrás de ellos, era adecuado, de unos tres metros y medio por cinco metros y medio, con sus ventanas dando al mismo estrecho patio del comedor-segundo dormitorio-cuarto de los niños. El baño, que estaba más allá de la sala, era grande y lleno de adornos bulbosos y protuberantes de metal blanco.
—¡Es un piso maravilloso! —exclamó Rosemary, cuando estuvo de vuelta en la sala; giró sobre sí misma con los brazos abiertos, como si quisiera tomarlo y abrazarlo—. ¡Lo quiero!
—Lo que ella está tratando de conseguir —dijo Guy— es que usted baje el alquiler.
El señor Micklas sonrió.
—Lo subiríamos si nos lo permitieran —dijo—. Más del aumento del quince por ciento, quiero decir. Hoy en día pisos de esta clase, con su encanto y su personalidad, son tan raros como los dientes de gallina. El siguiente... —Se detuvo en seco, mirando al escritorio de caoba que había al principio del pasillo—. Es extraño —dijo—. Hay un armario empotrado detrás de ese escritorio. Estoy seguro de que lo hay. Hay cinco: dos en el dormitorio, uno en el segundo dormitorio, y dos en el pasillo, aquí y allí. —Se acercó al escritorio.
Guy se puso de puntillas y dijo:
—Tiene usted razón, puedo ver las rendijas de la puerta.
—Se ve que ella cambió de sitio el escritorio —comentó Rosemary—. Antes estaba allí.
Y señaló a la fina silueta que había quedado de modo fantasmal sobre la pared, cerca de la puerta del dormitorio, y las profundas marcas de cuatro patas redondas en la alfombra color rojo borgoña... Débiles rascaduras y rayas se curvaban y cruzaban desde las cuatro marcas hasta donde estaban ahora las patas del escritorio, colocadas junto a la delgada pared adyacente.
—Écheme una mano, ¿quiere? —dijo el señor Micklas a Guy.
Entre ambos lograron llevar poco a poco el escritorio hasta su antiguo lugar.
—Ya veo por qué entró ella en coma —dijo Guy, empujando.
—Ella no pudo haberlo movido sola —respondió el señor Micklas—. Tenía ochenta y nueve años.
Rosemary se quedó mirando con gesto dubitativo la puerta del armario empotrado que habían dejado al descubierto.
—¿La abrimos? —preguntó—. Quizá debiera abrirla su hijo.
El escritorio encajó exacto en las cuatro marcas de sus patas. El señor Micklas se masajeó sus manos faltas de dedos.
—Estoy autorizado a enseñar el piso —dijo, y se dirigió a la puerta, abriéndola.
El armario estaba casi vacío; a un lado había un aspirador de polvo y en el otro tres o cuatro estantes de madera. El estante de encima estaba atestado de toallas de baño azules y verdes.
—Quienquiera que encerrara, se escapó —dijo Guy.
El señor Micklas opinó:
—Probablemente ella no necesitaba cinco armarios.
—Pero ¿por qué encerró su aspirador y sus toallas? —preguntó Rosemary.
El señor Micklas se encogió de hombros.
—No creo que nunca lo sepamos. Puede que ya estuviera chocheando —sonrió—. ¿Quieren que les enseñe o que les explique algo más?
—Sí —dijo Rosemary—. ¿Hay instalación para el lavado de la ropa? ¿Hay máquinas lavadoras abajo?
Dieron las gracias al señor Micklas, que fue a despedirlos hasta la puerta de la calle, y luego, por la acera, se alejaron paseando lentamente por la Séptima Avenida arriba.
—Es más barato que el otro —dijo Rosemary, tratando de aparentar que ella tenía en cuenta, sobre todo, las consideraciones prácticas.
—Pero tiene una habitación menos, cariño —replicó Guy.
Rosemary caminó en silencio por un momento, y luego replicó a su vez:
—Está mejor situado.
—¡Oh, claro! —exclamó Guy—. Podré ir andando a todos los teatros.
Animada, Rosemary dejó de lado las consideraciones prácticas.
—¡Oh, Guy! ¡Alquilemos este piso! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Es tan maravilloso! Esa anciana señora Gardenia no le supo sacar partido. Esa sala podría ser preciosa, cálida... ¡Oh, por favor, Guy, alquilémoslo! ¿De acuerdo?
—Pues claro —contestó Guy sonriendo—. Si podemos librarnos del otro compromiso...
Rosemary lo agarró por el codo, contenta.
—¡Nos libraremos! —exclamó—. Piensa en algún medio. ¡Sé que lo lograrás!
Guy telefoneó a la señora Cortez desde una cabina telefónica callejera, mientras Rosemary, desde fuera, trataba de leer en sus labios. La señora Cortez dijo que les daba de plazo hasta las tres; si no tenía noticias de ellos para entonces, llamaría a los que siguieran en la lista de solicitantes.
Fueron a la Sala de Té Rusa y pidieron dos Bloody Mary y bocadillos de pollo con ensalada, hechos con rebanadas de pan negro.
—Puedes decirles que me he puesto enferma y que tengo que ir al hospital —sugirió Rosemary.
Pero eso no era un argumento convincente. En vez de ello, Guy se inventó una historia acerca de una proposición para unirse a una compañía que representaría Venga a soplar su corneta, que iba a hacer una gira de cuatro meses por bases norteamericanas en Vietnam y el Extremo Oriente. El actor que hacía el papel de Alan se había roto la cadera y a menos que él, Guy, quien se sabía el papel, se ofreciera a ir en su lugar, la gira tendría que retrasarse lo menos dos semanas. Lo cual sería una vergüenza, ya que aquellos muchachos estaban allí luchando heroicamente contra los comunistas. Su esposa tendría que quedarse con su familia en Omaha...
Se lo pensó dos veces y luego fue en busca del teléfono.
Rosemary aguardó tomando su bebida a sorbitos, manteniendo los dedos de su mano izquierda cruzados bajo la mesa. Recordó el apartamento de la Primera Avenida que ella no quería, y repasó mentalmente sus buenas cualidades: la cocina nueva y reluciente, el lavavajillas, la vista sobre el East River, el aire acondicionado...
La camarera trajo los bocadillos.
Pasó una mujer embarazada, con un traje azul marino. Rosemary se puso a observarla. Debía de estar en su sexto o séptimo mes, y hablaba satisfecha, por encima del hombro, a una mujer mayor que llevaba paquetes, probablemente su madre.
Alguien saludó con la mano desde la pared opuesta, la chica pelirroja que había entrado en la CBS unas semanas antes de que Rosemary se despidiera. Rosemary le devolvió el saludo. La chica dijo algo, y como Rosemary no alcanzara a entenderla, lo volvió a repetir. Un hombre que estaba frente a la joven se volvió para mirar a Rosemary. Era un hombre de rostro pálido y demacrado.
Y entonces vino Guy, alto y guapo, tratando de reprimir una sonrisa bonachona; pero con los ojos brillándole de felicidad.
—¿Lo conseguiste? —le preguntó Rosemary mientras se sentaba frente a ella.
—Lo conseguí —contestó él—. Han anulado el contrato, y nos devolverán el depósito; tendré que estar al tanto con el teniente Hartman, del Cuerpo de Señales. La señora Cortez nos espera a las dos.
—¿La has llamado?
—La llamé.
La chica pelirroja apareció de repente al lado de ellos, ruborizada y con ojos brillantes.
—Se ve que os va bien de casados. Tenéis muy buen aspecto —les dijo.
Rosemary, tratando de recordar el nombre de la chica, se echó a reír y contestó:
—¡Gracias! Estábamos celebrándolo. ¡Acabamos de conseguir un apartamento en la casa Bramford!
—¿La Bram? —dijo la chica—. ¡A mí me enloquece! Si alguna vez queréis subarrendar, yo soy la primera, ¡no lo olvidéis! ¡Aquellas gárgolas tan extrañas, y esos monstruos trepando por las ventanas!
2
Hutch, cosa sorprendente, trató de disuadirlos, basándose en que la casa Bramford era «zona de peligro».
Cuando Rosemary llegó a Nueva York en junio de 1962, se fue a vivir con otra muchacha de Omaha y dos chicas de Atlanta a un apartamento de la parte baja de la avenida Lexington. Hutch vivía en el piso de al lado, y aunque se negó a ser el sustituto del padre de las chicas (ya había criado dos hijas suyas, y con eso tenía bastante, gracias a Dios), estuvo, sin embargo, siempre a mano para casos de emergencia, como «la noche en que había alguien en la escalera de incendios», y «la vez en que Jeanne por poco muere estrangulada». Se llamaba Edward Hutchins, era inglés y tenía cincuenta y cuatro años. Bajo tres seudónimos escribía tres series diferentes de libros de aventuras para muchachos.
A Rosemary le prestó otra clase de ayuda de emergencia. Ella era la menor de seis hermanos; los otros cinco se habían casado muy jóvenes y se habían instalado en apartamentos cerca del de sus padres. Tras ella, en Omaha, había dejado a un padre malhumorado y suspicaz, una madre poco habladora y cuatro hermanos y hermanas resentidos. (Sólo el siguiente al mayor, Brian, que era aficionado a la bebida, le dijo: «Vete, Rosie, y haz lo que quieres hacer», y le alargó un bolso de mano de plástico que contenía ochenta y cinco dólares.) En Nueva York, Rosemary se sintió culpable y egoísta, y Hutch tuvo que animarla con tazas de té cargado y charlas sobre los padres y los hijos, y el deber que uno tiene para consigo mismo. Ella le hacía preguntas que no habría podido hacer en la Escuela Superior Católica, y él la envió a que hiciera un curso nocturno de filosofía en la Universidad de Nueva York.
—Todavía haré una duquesa de esta florista arrabalera —decía.
Rosemary aún tenía humor para contestarle:
—¡Cuentista!
Y ahora, una vez al mes, más o menos, Rosemary y Guy cenaban con Hutch, bien en su apartamento, o, cuando les tocaba invitar a Hutch, en un restaurante. Guy encontraba a Hutch un poco aburrido; pero siempre lo trataba con cordialidad. Su esposa había sido prima de Terence Rattigan, el dramaturgo, y Rattigan y Hutch se escribían. En la vida teatral era importantísimo tener relaciones, como bien sabía Guy, aunque fueran relaciones de segunda mano.
El jueves, después de que ellos vieran el piso, Rosemary y Guy cenaron con Hutch en Kuble’s, un pequeño restaurante alemán de la calle Treinta y tres. Habían dado su nombre a la señora Cortez el martes por la tarde como una de las tres referencias que ella había pedido, y él ya había recibido y contestado su carta de demanda de informes.
—Estuve tentado de decirle que erais adictos a las drogas o sabandijas de catre —dijo—. O cualquier otra cosa capaz de repeler a los caseros.
Ellos le preguntaron por qué.
—No sé si ya lo sabéis —dijo untando mantequilla a un panecillo—, pero la casa Bramford tiene muy mala fama desde principios de siglo.
Alzó la mirada, vio que no lo sabían y prosiguió (tenía una cara ancha y reluciente, ojos azules que miraban entusiasmados, y algunos mechones de cabello negro humedecido peinados a través de su cuero cabelludo).
—Además de Isadora Duncan y Theodore Dreiser —explicó—, la casa Bramford ha albergado a gran número de personajes mucho menos atractivos. Ahí es donde las hermanas Trench realizaron sus pequeños experimentos sobre dieta, y donde Keith Kennedy celebraba sus reuniones. Adrian Marcato vivió también allí, lo mismo que Pearl Ames.
—¿Quiénes eran las hermanas Trench? —preguntó Guy.
—¿Quién fue Adrian Marcato? —inquirió Rosemary.
—Las hermanas Trench —explicó Hutch— fueron dos señoras muy decentes de la época victoriana que, en ocasiones, cometieron actos de canibalismo. Guisaron y se comieron a varios niños, incluyendo a una sobrina.
—¡Qué encanto! —exclamó Guy.
Hutch se volvió hacia Rosemary:
—Adrian Marcato practicó la brujería. Armó una buena hacia 1890 anunciando que había logrado conjurar a Satanás vivo. Mostró un puñado de cabellos y algunas raspaduras de garras, y, por lo visto, hubo gente que le creyó; por lo menos la suficiente para formar una muchedumbre que lo atacó y lo dejó casi muerto en el vestíbulo de la casa Bramford.
—Bromeas —dijo Rosemary.
—Hablo en serio. Pocos años después comenzó el asunto de Keith Kennedy, y hacia los años v