1
Egipto
Alejandría, invierno del 48 a.C.
—¡Moved el culo! —gritó el optio, golpeando con la hoja plana de la espada a los legionarios que tenía más cerca—. ¡César nos necesita!
A los diez hombres de su escuadra no les hacía falta que los alentaran. El piquete nocturno estaba situado en el Heptastadion, el estrecho paso elevado artificial que iba desde el muelle hasta una isla estrecha y alargada, y que dividía el puerto en dos. Dado que había agua a un lado y a otro, se trataba de un enclave aislado. Teniendo en cuenta lo que estaba pasando, no era un lugar demasiado recomendable.
El brillo amarillo que despedía el Pharos, el enorme faro de la ciudad, había aumentado sobremanera debido a los barcos que ardían a lo largo del muelle. El fuego, iniciado por los hombres de César, se había propagado rápidamente entre las embarcaciones hasta llegar a los almacenes cercanos y los edificios de la biblioteca para acabar formando una conflagración que iluminaba la zona como si fuera de día. Tras reunirse con los compañeros que habían sido obligados a retirarse a las callejuelas oscuras, miles de soldados egipcios reaparecían para atacar a las fuerzas de César. Se encontraban a menos de cien pasos del Heptastadion, el punto más lógico en el que aguardar al enemigo.
Romulus y Tarquinius corrían gustosos al lado de los legionarios. Si los soldados egipcios que gritaban atravesaban sus líneas, acabarían todos muertos. Y aun cuando los egipcios no lo consiguieran, tenían escasas posibilidades de sobrevivir. Los egipcios los superaban con creces en número y los legionarios no contaban con ninguna vía segura por la que retirarse. La ciudad estaba repleta de nativos hostiles y el paso elevado conducía a una isla desde la que no había modo de escapar. Sólo había barcos romanos pero, debido al enjambre de tropas enemigas, resultaba imposible huir sin correr peligro.
Romulus dirigió una mirada anhelante al único trirreme que había logrado escapar. Se acercaba a la entrada occidental del puerto, y a bordo iba Fabiola, su hermana melliza. Tras casi nueve años de separación, se habían visto fugazmente hacía unos instantes. Fabiola era conducida a mar abierto, lejos del peligro, y Romulus no podía hacer nada al respecto. Pero, por curioso que pareciese, no se sentía desolado. Era consciente del motivo. El mero hecho de saber que Fabiola estaba sana y salva hacía que sintiese una alegría indescriptible. Mitra mediante, ella le habría oído gritar que estaba en la Vigésima Octava Legión y, por tanto, podrían reencontrarse algún día. Después de tantas plegarias para dar con su hermana desaparecida, los dioses habían respondido.
Sin embargo, en esos momentos, como tantas veces antes, estaba a punto de iniciar una lucha a vida o muerte.
Reclutados a la fuerza para servir en las legiones, él y Tarquinius formaban parte del pequeño destacamento de César en Alejandría, que ahora estaba a punto de ser arrollado. Sin embargo, Romulus obtenía cierto consuelo de su nueva situación, por precaria que ésta fuera. Si el Elíseo le aguardaba, no entraría en él como esclavo ni como gladiador. Ni como mercenario o prisionero. Romulus se enderezó.
«No —pensó con vehemencia—. Soy un legionario romano. Por fin. Soy dueño de mi propio destino y Tarquinius ya no me controlará.» Hacía apenas una hora, su amigo rubio se le había revelado como el autor del asesinato que había obligado a Romulus a huir de Roma. Romulus seguía conmocionado por la noticia. La incredulidad, la ira y el dolor se arremolinaban en una mezcla tóxica que hacía que la cabeza le diera vueltas. Decidió dejar el dolor a un lado para mejor ocasión.
Jadeando, el grupo alcanzó la parte posterior de la formación de César, que sólo tenía seis filas de profundidad. De repente, las órdenes que se vociferaban, el choque metálico de las armas y los gritos de los heridos se oyeron muy cerca. El optio deliberaba con el oficial más cercano, un tesserarius de aspecto nervioso. Éste, que llevaba un casco con el penacho transversal y armadura de escamas parecida a la del optio, empuñaba un bastón largo para obligar a los legionarios a formar una fila como era debido. Si bien él y otros subordinados permanecían en la retaguardia para evitar retiradas, los centuriones se situaban en la parte delantera o cerca de ésta. En una batalla tan a la desesperada como aquélla, los soldados veteranos reafirmaban la determinación del resto.
Al final, el optio se dirigió a sus hombres.
—¡Nuestra cohorte está aquí!
—Deseadnos suerte —masculló un soldado—. Nos ha tocado justo en medio de la maldita fila.
El optio asintió con una sonrisa, consciente de que ahí era donde se produciría el mayor número de bajas.
—Por ahora lo tenéis fácil. Dad las gracias —dijo—. Desplegaos, en filas de dos. ¡Reforzad esta centuria!
Obedecieron a regañadientes.
Con otros cuatro hombres, Romulus y Tarquinius se situaron al frente de sus correspondientes filas. No protestaron por ello. A un par de reclutas nuevos no cabía esperar otra cosa. Romulus era más alto que la mayoría y veía por encima de las cabezas de los hombres, más allá de los penachos de crin de los cascos de bronce. Aquí y allá se alzaba el estandarte de la centuria y, en el flanco derecho, el águila de plata, el talismán de la legión que tantas pasiones despertaba. El corazón se le aceleró al verlo: era el símbolo más importante de Roma, y había acabado estimándolo de todo corazón. Por encima de todo, el águila había ayudado a Romulus a recordar que era romano. Imperiosa, orgullosa y distante, no daba importancia a la condición de los hombres y sólo reconocía su valor en la batalla.
Sin embargo, más allá se extendía un mar de rostros torvos y armas destellantes que se acercaba a ellos por momentos.
—¡Llevan scuta! —exclamó Romulus, confuso—. ¿Son romanos?
—Lo fueron —espetó el legionario de su izquierda—. Pero los cabrones se han pasado al bando opuesto.
—Entonces deben de ser los hombres de Gabinius —dijo Tarquinius, que recibió un asentimiento seco a modo de respuesta.
Varias miradas curiosas se posaron en él y prestaron especial atención al lado izquierdo de la cara. Una larga sesión de torturas a manos de Vahram, el primus pilus de la Legión Olvidada, le había dejado una cicatriz roja y brillante en la mejilla con la forma de la hoja de un cuchillo.
Gracias a Tarquinius, Romulus conocía la historia de Ptolomeo XII, padre de los actuales gobernantes de Egipto, que habían sido depuestos hacía más de una década. En su desesperación, Ptolomeo había recurrido a Roma, ofreciendo una cantidad increíble de oro para ser devuelto al trono. Finalmente, Gabinius, el procónsul de Siria, había aprovechado la oportunidad. Aquello se había producido en la época en que Romulus, Brennus —su amigo galo— y Tarquinius integraban el ejército de Craso.
—Sí —musitó el legionario—. Permanecieron aquí después de que Gabinius regresara a Roma desacreditado.
—¿Cuántos quedan? —preguntó Romulus.
—Unos pocos miles —fue la respuesta—. Pero cuentan con mucha ayuda. Sobre todo de los nubios, especialistas en escaramuzas, y de los mercenarios hebreos, además de los honderos y arqueros cretenses. Todos ellos unos cabrones de tomo y lomo.
—Por no mencionar la infantería —apuntó otro hombre—. Está formada por esclavos huidos de nuestras provincias.
Sus palabras fueron recibidas con un gruñido de enfado.
Romulus y Tarquinius intercambiaron una mirada. Era imprescindible que su condición, sobre todo la del primero, permaneciera en secreto. A los esclavos no se les permitía luchar en el ejército regular. Alistarse en las legiones, algo que Romulus había hecho a través de una patrulla de reclutamiento, se castigaba con la pena de muerte.
—Esos traidores hijos de puta no se enfrentarán a nosotros —proclamó el primer legionario—. Les daremos una somanta que los dejará tiesos.
Era lo que tocaba decir. En los rostros preocupados se esbozaron sonrisas de satisfacción.
Romulus guardó para sí la respuesta que habría dado sin pensárselo. Los seguidores de Espartaco, esclavos todos ellos, habían contribuido en más de una ocasión a hacer más efectivas las legiones. Él mismo valía más que tres legionarios juntos. Ahora que tenían una nueva patria que defender, los esclavos enemigos podían resultar duros de pelar. Sin embargo, aquél no era ni el momento ni el lugar para mencionar tales asuntos. ¿Cuándo lo sería?, se preguntó Romulus con un deje de amargura. Seguramente nunca.
Con las armas preparadas, esperaron mientras el enfrentamiento arreciaba. La lluvia de jabalinas y piedras enemigas caía en sus líneas, abatiendo a hombres aquí y allá. Como no tenían escudo, a Romulus y a Tarquinius no les quedaba más remedio que agacharse y rezar mientras la muerte pasaba silbando por encima de sus cabezas. Resultaba de lo más desconcertante. A medida que aumentaban las bajas, se disponía de más armas. Un soldado bajito y robusto de la fila de delante cayó al atravesarle el cuello una lanza. Rápidamente, sin aguardar a que expirase, Romulus le quitó el casco. Las necesidades de los vivos eran más apremiantes que las de los muertos. Hasta el forro sudado de fieltro del casco le pareció que proporcionaba cierta protección. Tarquinius le quitó el scutum y Romulus no tardó mucho en conseguir uno, de otra víctima.
El optio mostró su aprobación con un gruñido. Los dos trotamundos andrajosos no sólo contaban con buenas armas, sino que además sabían manejarlas.
—Esto es otra cosa —dijo Romulus alzando el escudo ovalado por el mango horizontal. No habían llevado el equipo completo desde la última batalla de la Legión Olvidada, hacía ya cuatro años. Frunció el entrecejo. Le costaba no sentirse culpable por lo de Brennus, que había muerto para que él y Tarquinius pudieran escapar.
—¿Habéis participado en algún otro combate? —preguntó el legionario.
Antes de que Romulus tuviera tiempo de responder, el tachón de un escudo lo golpeó en la espalda.
—¡Adelante! —gritó el optio, empujándolos—. La línea de delante se está debilitando.
Empujando contra las filas delanteras, se aproximaron al enemigo arrastrando los pies. Docenas de gladii, espadas cortas romanas, se alzaron para entrar en acción. Los escudos se elevaron hasta que la única parte visible del rostro de los hombres fueron los ojos parpadeantes bajo el borde de los cascos. Se movían hombro con hombro, protegiéndose mutuamente. Tarquinius estaba a la derecha de Romulus, y el legionario parlanchín a su izquierda. Ambos eran tan responsables de su seguridad como él de la de ellos. Constituía una de las ventajas del muro de escudos. Aunque Romulus estuviese enfadado con Tarquinius, no consideraba que el arúspice fuera a incumplir su cometido.
No se había dado cuenta de lo mucho que habían diezmado sus filas. De repente, el soldado que tenía delante cayó de rodillas y un guerrero enemigo ocupó su lugar de un salto, lo cual pilló a Romulus por sorpresa. No llevaba armadura; sólo un casco frigio, un escudo ovalado y una tosca túnica. Una curiosa espada de hoja larga y curva era su única arma. Romulus pensó que se trataba de un peltasta tracio, lo cual volvió a sorprenderle.
Sin pensárselo dos veces, saltó hacia delante con la intención de estamparle el tachón del scutum en la cara. Erró el golpe y el tracio repelió el ataque con su propio escudo. Intercambiaron golpes durante unos instantes, intentando obtener una posición ventajosa. Era imposible, así que Romulus no pudo evitar envidiar la espada curva de su contrincante. Gracias a la forma que tenía, podía engancharse a la parte superior y los lados de su scutum y causar lesiones considerables. En cuestión de segundos, estuvo a punto de perder un ojo y ser herido en el brazo izquierdo.
Por su parte, Romulus le había hecho al tracio un corte superficial en el brazo con que empuñaba la espada. Esbozó una mueca de satisfacción. Aunque el corte no era grave, reducía su capacidad de lucha. La herida del peltasta rezumaba sangre, que le resbalaba hasta la empuñadura. El hombre soltó una maldición mientras se lanzaban estocadas y se herían mutuamente, pero ninguno logró superar el escudo del oponente. Romulus enseguida advirtió que el tracio hacía una mueca de dolor cada vez que levantaba el arma. Era una pequeña ventaja que no pensaba desaprovechar.
Adelantando la pierna izquierda y el scutum, Romulus lanzó un potente golpe en forma de arco que amenazó con decapitar a su rival. Al peltasta no le quedó más remedio que repelerlo o perder el lado derecho de la cara. Las dos hojas de hierro se encontraron y soltaron chispas. Romulus hizo bajar al otro hacia el suelo, y al oír que dejaba escapar un gemido comprendió que estaba perdido. Había llegado el momento de acabar con él, ahora que el dolor le resultaba insoportable. Aprovechando el impulso, Romulus embistió aplicando todo su peso al escudo.
Aquello fue demasiado para el peltasta, que cayó de espaldas, perdiendo el escudo. Romulus se agachó sobre él de inmediato, con el brazo derecho preparado para el golpe final. Intercambiaron una mirada breve, parecida a la que se dirigen el verdugo y su víctima. Romulus asestó con el gladius una rápida estocada hacia abajo y el tracio pasó a mejor vida.
Romulus se levantó y alzó el scutum justo a tiempo. Su enemigo ya había sido sustituido por un hombre melenudo y sin afeitar que vestía el uniforme militar romano. Otro de los hombres de Gabinius.
—Traidor —masculló Romulus—. ¿Ahora luchas contra los tuyos?
—Lucho por mi patria —contestó el soldado enemigo. Su respuesta en latín corroboró la teoría de Romulus—. ¿Qué coño haces tú aquí?
Romulus no supo qué responder.
—Seguir a César —gruñó—. El mejor general del mundo.
El comentario fue recibido con desprecio, y Romulus aprovechó la oportunidad. Embistió y clavó la espada por encima de la cota de malla del enemigo distraído hasta hundírsela en el cuello hasta el fondo. El hombre profirió un grito y cayó. Romulus atisbó brevemente las líneas enemigas. Se arrepintió de ello. Había soldados egipcios hasta donde alcanzaba la vista, y todos avanzaban con determinación.
—¿Cuántas cohortes tenemos aquí? —preguntó Romulus—. ¿Cuatro?
—Sí. —El legionario volvió a situarse a su lado. Debido al gran número de bajas, ahora formaban parte de la fila delantera. Junto con Tarquinius y los demás, se prepararon para recibir la siguiente acometida, una ola combinada de legionarios y nubios con armas ligeras.
—Pero diezmadas...
Sus nuevos enemigos tenían la piel negra e iban cubiertos con taparrabos y tocados con una única pluma larga. Su armamento consistía en grandes escudos ovalados de piel y lanzas de hoja ancha. Algunos, sin duda los más ricos, llevaban cintas decoradas en el pelo y brazaletes de oro. Pero aquellos individuos también llevaban arcos y espadas cortas en los cinturones de tela. Por encima del hombro de cada uno asomaba una aljaba. Como conocían el alcance limitado de la jabalina romana, se pararon a cincuenta pasos de distancia y colocaron tranquilamente las flechas en las cuerdas. Sus camaradas esperaban con paciencia.
A Romulus le alivió ver que los nubios no empleaban armas compuestas, como los partos. El asta de ese tipo de armas penetraba en los scuta sin problemas. Aunque tampoco es que le sirviera de consuelo.
—¿Cómo de precaria es nuestra situación, exactamente? —preguntó.
—Con la quinta cohorte que protege los trirremes, sumamos unos mil quinientos hombres. —El legionario advirtió la sorpresa de Romulus—. ¿Qué esperabas? —gruñó—. Muchos de nosotros llevamos siete años luchando. Galia, Britania y otra vez Galia.
Romulus miró a Tarquinius con expresión sombría. Aquellos hombres eran veteranos curtidos, pero la superioridad numérica del enemigo era abrumadora. La única respuesta que recibió fue un encogimiento de hombros a modo de disculpa. Apretó los dientes. Estaban ahí porque Tarquinius había desoído su consejo, insistiendo en que fuera al muelle y a la biblioteca. En cualquier caso, había visto a Fabiola. Si moría en aquella escaramuza, lo haría sabiendo que su hermana estaba sana y salva.
La primera ráfaga de flechas nubias salió disparada al aire y silbó al caer en forma de grácil y mortífera lluvia.
—¡Arriba escudos! —gritaron los oficiales.
Al cabo de un instante, la avalancha de proyectiles enemigos golpeó los scuta alzados con el característico ruido seco. Para alivio de Romulus, casi ninguno tenía la fuerza suficiente para atravesarlos, así que pocos hombres resultaron heridos. De todos modos, se le aceleró el pulso al ver que los extremos de algunas flechas de piedra y hierro estaban embadurnados con una pasta densa y oscura. ¡Veneno! La última vez que había visto aquello se enfrentaban a los escitas en Margiana. Bastaba un rasguño del extremo de púas para que un hombre muriera gritando de agonía. Romulus se sintió aún más orgulloso del scutum que empuñaba.
Antes de que los nubios empezaran a trotar hacia las líneas de César, llegó otra ráfaga. Enseguida apuraron el paso porque iban ligeros de armamento, a diferencia de los legionarios tránsfugas. Profiriendo gritos de guerra feroces, los guerreros enemigos pronto ganaron velocidad. Les seguían los ex soldados de Gabinius, quienes asestarían el golpe mortal. Romulus apretó los dientes y deseó que Brennus siguiera con ellos. La formación enemiga tenía por lo menos diez filas de profundidad, mientras que ahora las líneas de César eran de apenas la mitad.
En el momento justo, las bucinae lanzaron una serie de pitidos cortos. La orden llegó a gritos desde atrás.
—¡Retiraos a los barcos! —La voz era tranquila y comedida, lo cual encajaba poco con lo desesperado de la situación.
—Es César —explicó el legionario con una sonrisa de orgullo—. Nunca se deja vencer por el pánico.
Entonces las líneas empezaron a desplazarse lateralmente, hacia el puerto occidental. La distancia era corta, pero no podían bajar la guardia ni un instante. Al ver el intento de huida, los nubios gritaron enfurecidos y se abalanzaron otra vez hacia ellos.
—No os detengáis —gritó el centurión que estaba más cerca de Romulus—. Paraos justo antes de que ataquen. Manteneos en formación y haced que se replieguen. Luego seguid adelante.
Romulus vio los trirremes, que ascendían a unos veinte. Había sitio para todos ellos, pero ¿adónde irían?
Como de costumbre, Tarquinius ofreció una respuesta.
—Al Pharos. —Señaló el faro—. Ahí, el Heptastadion no mide más que cincuenta o sesenta pasos de ancho.
Con confianza renovada, Romulus sonrió de oreja a oreja.
—Podemos defenderlo hasta el día del juicio final.
Sin embargo, todavía no habían llegado a los barcos y, al cabo de un instante, los nubios atacaron a la formación romana con tal fuerza que las filas delanteras tuvieron que retroceder varios pasos. Los gritos llenaron el aire nocturno y los soldados maldijeron la mala suerte que los dioses les habían deparado. Romulus vio cómo a un legionario que tenía a la izquierda le atravesaban la pantorrilla con una lanza y caía agitándose con violencia. Otro sufría el horror de tener la hoja de una espada hendida en una mejilla y asomándole por la otra. La sangre brotó a chorros de las heridas cuando le retiraron el arma. El soldado soltó el scutum y la espada y se llevó ambas manos a la cara destrozada al tiempo que profería un grito apagado y desgarrador. Romulus perdió de vista a los dos heridos cuando un sinnúmero de nubios cargó con violencia contra su sección.
Unas bocas rojas y furiosas proferían insultos en una lengua extranjera. Los escudos de piel chocaban contra los scuta y las hojas anchas de las lanzas se balanceaban adelante y atrás, buscando carne romana. Romulus percibió el intenso olor corporal de los guerreros negros. Mató rápidamente al primer hombre que tuvo a su alcance deslizando el gladius bajo el esternón con un solo movimiento fácil. Le costó lo mismo despachar al siguiente contrincante, que prácticamente se abalanzó sobre la espada de Romulus. El nubio murió antes de que él se hubiera dado cuenta.
A la derecha de Romulus, Tarquinius también se deshacía de otros guerreros con facilidad; sin embargo, a su izquierda, el legionario parlanchín no lo tenía tan fácil. Acosado por dos nubios corpulentos, tardó poco en tener una lanza clavada en el hombro derecho, lo cual lo dejó lisiado. No pudo hacer nada para evitar que uno de sus enemigos le bajara el escudo mientras el otro le apuñalaba en el cuello. Fue lo último que hizo el nubio. Romulus le cercenó la mano derecha, la que aguantaba la lanza, y con un izquierdazo le abrió la carne de la entrepierna al hombro. Un legionario de la fila de atrás se adelantó para llenar el hueco y juntos mataron al segundo guerrero.
Los muertos fueron sustituidos de inmediato.
«Necesitamos caballería —pensó Romulus mientras seguía luchando—. O algunas catapultas.» Una táctica distinta que ayudara a su causa, que se estaba complicando por momentos. Unos cuantos legionarios habían alcanzado los trirremes y se apelotonaban a bordo, pero la mayoría permanecían enzarzados en una batalla que no podían ganar. El pánico embargó el corazón de los hombres, que retrocedieron por instinto. Los centuriones les rugieron que se mantuvieran firmes, y los portaestandartes sacudieron los mástiles, en un intento de recuperar la confianza, aunque sin éxito. Cedieron más terreno. Al oler la sangre, el enemigo redobló esfuerzos.
A Romulus aquello no le gustaba. Veía que la situación se desbarataba rápidamente.
—¡No os detengáis! —gritó una voz desde atrás—. Mantened la formación. Animaos, camaradas. ¡César está aquí!
Romulus se aventuró a echar una mirada por encima del hombro.
Una silueta ágil con una pechera dorada y la capa roja de general se abría paso a empellones para reunirse con ellos. El casco con el penacho de crin era especialmente elaborado, con filigrana de oro y plata en la zona de las mejillas. César llevaba un gladius con el mango de marfil ornamentado y un scutum normal. Romulus apreció un rostro estrecho de pómulos marcados, nariz aguileña y ojos penetrantes y oscuros. Las facciones de César le recordaban a alguien, pero no tuvo tiempo de pararse a pensar. Sin embargo, la actitud reposada de César le infundió ánimos. Al igual que los centuriones, estaba dispuesto a poner su vida en juego y, allí donde estuviera César, los soldados no saldrían corriendo.
Sorprendido, Tarquinius miró del general a Romulus y viceversa.
Romulus no era consciente de ello.
La noticia se extendió como un reguero de pólvora entre los miembros de la tropa. El ambiente cambió de inmediato y el pánico se disipó como neblina matutina. Los legionarios, revitalizados, desobedecieron órdenes y avanzaron en tropel, lo cual pilló por sorpresa al enemigo. Enseguida recuperaron el terreno perdido y se produjo una breve tregua. La zona que separaba las líneas estaba llena de cuerpos ensangrentados, hombres que se retorcían y armas abandonadas, por lo que ambos bandos se contemplaban entre sí con recelo. Las nubes de aliento despedían vapor y el sudor caía a raudales por los forros de fieltro de los cascos de bronce.
Había llegado el momento de César.
—¿Recordáis la batalla contra los nervios, camaradas? —preguntó a voz en grito—. Les derrotamos, ¿verdad?
Los legionarios rugieron a modo de aprobación. Su victoria contra aquella valerosa tribu había sido una de las más reñidas en toda la campaña de la Galia.
—¿Y Alesia? —continuó César—. Teníamos a los galos encima nuestro como nubes de moscas. ¡Y, aun así, los derrotamos!
Se oyeron más vítores.
—Incluso en Farsalia, cuando nadie habría apostado por nosotros —añadió César con dramatismo, englobándolos a todos con los brazos—, vosotros, camaradas míos, obtuvisteis la victoria.
Romulus advirtió que el rostro de los hombres se llenaba de un orgullo verdadero, que su determinación salía fortalecida. César era uno de ellos. Un soldado. Romulus notó cómo el respeto hacia el general se acrecentaba en su interior. Era un líder extraordinario.
—¡Cé-sar! —bramó un veterano de pelo entrecano—. ¡Cé-sar!
Todos se sumaron al grito, incluso Romulus.
Tarquinius también gritó.
César dejó que sus hombres le aclamaran durante unos instantes y luego les instó otra vez a dirigirse hacia los trirremes.
Casi lo consiguieron. Intimidadas por el contraataque de los romanos y las palabras audaces de César, las tropas egipcias dejaron de avanzar durante veinte segundos. El extremo del muelle pronto estuvo a tiro de piedra. Guiados por marineros, más centenares de legionarios habían embarcado y varios barcos bajos habían zarpado del puerto. Las tres bancadas de cada uno de ellos se hundían en el agua, desplazándolos hacia aguas más profundas. Al final, enfurecidos porque el adversario escapaba, los oficiales enemigos actuaron. Exhortando a sus hombres a que acabaran lo que habían empezado, avanzaron seguidos de una masa de soldados descontentos que amenazaban con una sola cosa: aniquilación.
—¡Desplegaos! —ordenó César—. Formad una fila delante de los trirremes.
Los hombres se aprestaron a obedecer.
Todo era demasiado lento, pensó Romulus con cierto terror. Las maniobras de ese tipo no podían hacerse bien con la hueste enemiga cercándolos a treinta pasos de distancia.
Tarquinius alzó la mirada al cielo estrellado en busca de alguna señal. ¿En qué dirección soplaba el viento? ¿Iba a cambiar? Necesitaba saberlo, pero no disponía de más tiempo.
Al cabo de un instante, los egipcios les alcanzaron. Atacar a una fuerza que estaba a punto de retirarse era una de las mejores formas de ganar una batalla, y lo intuyeron rápidamente. Las lanzas salieron disparadas y dieron el sangriento beso de la muerte a los legionarios que se giraban para correr. Los gladii que empuñaban los antiguos soldados de Gabinius atravesaron las anillas mermadas de la cota de malla o las vulnerables axilas; les arrancaron los escudos de las manos. Los cascos de bronce acabaron convertidos en piezas de metal torcido, y los hombres, con el cráneo abierto. Por encima de sus cabezas se oía el silbido de cientos de flechas y de las piedras lanzadas. A Romulus se le encogió el corazón al ver los pedruscos letales. Cuando estuvieran al alcance de los honderos enemigos, el número de bajas aumentaría de forma espectacular.
En esos momentos, el temor deformaba las facciones de la mayoría de los legionarios. Otros lanzaban miradas aterrorizadas al cielo y rezaban en voz alta. Los gritos de guerra de César eran inútiles. Básicamente, no bastaban para contener a los egipcios. La lucha se convirtió en un esfuerzo desesperado por no doblegarse del todo. De todos modos, Romulus seguía dando estocadas y provocando cortes aquí y allá, aguantando el tipo. Con una agilidad poco propia de su edad, Tarquinius hacía lo mismo. El soldado que se había colocado a la izquierda de Romulus también era un luchador avezado. Juntos formaban un trío demoledor, aunque de poco servía dada la gravedad de la situación.
A medida que las líneas romanas retrocedían, más hombres morían, lo cual debilitaba el muro de escudos. Al final éste se desintegró, y los nubios hicieron mella en el enemigo. Los centuriones, con sus capas rojas y petos característicos dorados, fueron el primer objetivo, de manera que sus muertes desanimaron aún más a los soldados. Pese a los denodados esfuerzos de César, la batalla enseguida se convertiría en una derrota aplastante. Al intuirlo, el general se retiró hacia el muelle. El temor enseguida embargó a sus cohortes. Algunos hombres eran derribados y pisoteados mientras sus camaradas corrían hacia la supuesta seguridad ofrecida por los trirremes. Otros caían al agua oscura desde el muelle, y el peso de la armadura los hundía en un abrir y cerrar de ojos.
—¡No lo conseguiremos! —gritó Tarquinius.
Romulus miró por encima del hombro. Sólo se podía subir a bordo de un determinado número de barcos a la vez y, teniendo en cuenta que los legionarios amedrentados no estaban dispuestos a esperar, los que más cerca estaban corrían el peligro de llevar sobrecarga.
—¡Imbéciles! —dijo—. Se hundirán. —No quiso dejarse vencer por el pánico—. ¿Qué podemos hacer?
—Nadar —repuso el arúspice—. Al Pharos.
Romulus se estremeció al recordar otra ocasión en la que habían huido a nado. Entonces Brennus se había quedado rezagado a orillas del río Hidaspo y había muerto solo. Él nunca había llegado a despojarse de la vergüenza de haber abandonado a su amigo, pero se obligó a ser práctico. Aquello había ocurrido en el pasado, y esto era el presente, pensó.
—¿Vienes? —preguntó al legionario que tenía a su izquierda.
Se produjo un asentimiento seco.
Como si fueran uno, se abrieron paso a empujones entre los soldados confundidos y aterrorizados que los rodeaban. En la confusión reinante, resultaba bastante fácil escapar de la maltrecha formación romana y dirigirse hacia la orilla. Tuvieron que avanzar con sumo cuidado. Resbaladizas por la sangre, las grandes losas de piedra estaban repletas de pedazos de cuerpos y equipamiento desechado. En cuanto dejaron atrás los almacenes en llamas, el trío avanzó en la penumbra. Por suerte, la zona estaba vacía. La lucha se había confinado a la zona de los trirremes, y a los comandantes egipcios no se les había ocurrido enviar soldados al oeste por el muelle para evitar huidas.
Su descuido poco importaba, pensó Romulus, volviendo la vista atrás hacia la matanza. El pánico desbocado había sustituido a la valentía anterior en los hombres de César. Desacatando las órdenes de sus oficiales, luchaban para huir. Señaló al segundo trirreme en el muelle.
—Ése va a hundirse.
El legionario se llevó una mano a los ojos y soltó un juramento.
—¡César va en él! —exclamó—. ¡Ojalá los putos egipcios acaben condenados en el Hades!
Romulus entrecerró los ojos hacia la luz, y por fin vio al general entre el gentío. A pesar de los gritos del trierarca —el capitán— y sus marinos, cada vez subían más soldados a bordo.
—¿Quién nos dirigirá si naufraga? —exclamó su compañero.
—Ya te preocuparás de él más tarde. Antes tenemos que asegurarnos de sobrevivir —replicó con sequedad Romulus, que se lo quitó todo excepto la andrajosa túnica militar. Enseguida volvió a ceñirse el cinturón, conservando así el gladius envainado y el pugio, el puñal que hacía las veces de arma y utensilio.
Tarquinius hizo lo mismo.
El legionario miró al uno y luego al otro. Acto seguido, mascullando imprecaciones terribles, los imitó.
—No soy muy buen nadador que digamos —confesó.
Romulus sonrió.
—Puedes agarrarte a mí.
—Un hombre tiene que saber cómo se llama quien va a salvarle el pellejo. Yo me llamo Faventius Petronius —dijo, tendiéndole el brazo derecho.
—Romulus. —Se sujetaron por el antebrazo—. Él se llama Tarquinius.
No había tiempo para más formalidades. Romulus se tiró al agua de pie y el arúspice fue detrás. Petronius se encogió de hombros y lo siguió. Estaban tan lejos de la batalla que los tres chapuzones pasaron inadvertidos. Entonces Tarquinius avanzó en diagonal hacia el puerto. Necesitaban un poco de luz para ver por dónde iban, pero tenían que mantenerse lo bastante alejados para evitar los proyectiles enemigos. Romulus, que llevaba a Petronius agarrado como una lapa, iba el último.
«Ojalá pudiera alcanzar el barco de Fabiola», pensó. No obstante, hacía rato que había sido engullido por la noche, seguramente rumbo a Italia. El mismo destino que llevaba tanto tiempo intentando alcanzar. A pesar de lo apurado de su situación, Romulus no se daba por vencido. Tarquinius le había predicho una y otra vez que regresaría a Roma. Aquel sueño era el que le hacía seguir nadando. En cada brazada, Romulus se imaginaba llegando a casa y reencontrándose con Fabiola. Sería como alcanzar el Elíseo. Después tenía asuntos pendientes que atender. Según Tarquinius, su madre hacía ya tiempo que había muerto, pero aún tenía que ser vengada. La forma de hacerlo era matando al comerciante Gemellus, su anterior amo.
Una serie de chapoteos, acompañados de gritos y chillidos, devolvió a Romulus al presente. Montones de legionarios saltaban del trirreme más alejado, que se iba a pique bajo el peso de tantos hombres. Su suerte en el agua no fue mejor que a bordo. La mayoría fueron arrastrados al fondo por la armadura, mientras que los que sabían nadar fueron alcanzados por los honderos y arqueros enemigos que ya se habían apostado en el Heptastadion.
Romulus hizo una mueca en vista de la delicada situación, pero poco podía hacer él.
Petronius tenía la mirada clavada en el drama que se desarrollaba ante ellos. Al cabo de un instante, se sujetó con más fuerza.
—Tranquilo —espetó Romulus—. ¿Piensas estrangularme?
—Lo siento —se disculpó Petronius, soltándose un poco—. Pero ¡mira! ¡César está a punto de saltar del barco!
Romulus giró la cabeza. Distinguió la silueta ágil que había animado a los legionarios con anterioridad, iluminada desde atrás por el resplandor procedente de la zona oriental del puerto. Ya no intentaba controlar a sus hombres. César también se veía obligado a huir. Se despojó del casco con el penacho transversal, de la capa roja y luego del peto dorado. César, que se hallaba rodeado de un grupo de legionarios, esperó a que estuvieran todos listos. Entonces, agarrando un puñado de pergaminos, saltó al mar desde la barandilla lateral. Sus hombres se arrojaron al mar con él y enviaron chorros de agua al aire. Con el debido cordón de protección, César empezó a nadar hacia el Pharos, la mano levantada para evitar que los pergaminos se mojaran.
—¡Por Mitra!, tiene un par de huevos —comentó Romulus.
Petronius se rio por lo bajo.
—César no le teme a nada.
Una lluvia de flechas y piedras salpicó cerca, lo cual les recordó que no era bueno que se entretuvieran allí. Si bien la mayoría de los soldados egipcios seguían atacando a las cohortes que se habían quedado en el muelle, otros corrían hacia el Heptastadion. Desde allí podían enviar ráfagas a los legionarios que estaban en el agua sin posibilidad de contraataque.
A Romulus le aterraba la puntería de los honderos. La luz que se reflejaba en la plácida superficie del puerto no era demasiado brillante. Dado que se encontraban por debajo del nivel de los muelles, oscurecidos hasta cierto punto por el Heptastadion, había pensado que su viaje sería relativamente seguro. Pero no. Los honderos, que colocaban en sus armas piedras la mitad de grandes que los huevos de gallina, las hacían girar vertiginosamente alrededor de su cabeza una o dos veces antes de lanzarlas. Tal vez transcurrían dos o tres segundos entre la primera y la segunda ráfagas. Una tercera y una cuarta les seguían rápidamente. El aire enseguida se llenó de proyectiles; al caer formaban chorros y salpicaduras de agua. Romulus vio que numerosos legionarios recibían pedradas en la cabeza. Se estremeció al oír los últimos impactos. O mataban en el acto o dejaban inconsciente a la víctima, que luego se ahogaba. Eso si una flecha no les atravesaba antes la mejilla o el ojo.
Los honderos y arqueros enemigos pronto necesitaron más objetivos. Gracias a la decisión de nadar mar adentro, el grupo de César seguía intacto, como ellos. Sin embargo, esa situación no iba a durar. Como en el Heptastadion no había tropas de César, los egipcios podían perseguirlos en paralelo, lanzándoles ráfagas de muerte con impunidad.
—¡Más rápido! —instó Tarquinius.
¡Chof, chof, chof! Un torrente de proyectiles y piedras cayó en el agua, ni a veinte pasos de distancia, por lo que a Romulus se le aceleró el pulso. En la nuca notaba la respiración de Petronius, cada vez más entrecortada. Los habían visto. Aceleró el ritmo de las brazadas intentando no mirar de lado.
—Esos honderos son capaces de alcanzar una paja a seiscientos pasos de distancia —masculló Petronius.
Las piedras caían cada vez más cerca. Romulus no pudo evitar mirar las siluetas bien delineadas de los enemigos, que volvían a cargar las hondas. Las risas resonaban en el ambiente cuando las tiras de cuero giraban de forma hipnótica alrededor de sus cabezas antes de volver a lanzar.
Afortunadamente, la isla por fin iba acercándose. César había aparecido en la costa y ya estaba vociferando órdenes, guiando a sus hombres para que defendieran su extremo del Heptastadion. Romulus exhaló un ligero suspiro de alivio. La seguridad resultaba cautivadora y, sin duda, habría un respiro en cuanto hicieran retroceder a los egipcios. Cuando eso ocurriera, obligaría a Tarquinius a contarle con pelos y señales la pelea acaecida en el exterior del burdel.
El arúspice, que seguía llevándoles la delantera, se giró para decir algo. Clavó su mirada en la de Romulus, con expresión dura y resuelta. A Tarquinius la voz se le quedó ahogada en la garganta, y ambos se limitaron a mirarse entre sí. El intercambio silencioso hablaba por sí solo y desencadenó una serie de sentimientos encontrados en el corazón de Romulus. «Le debo mucho —pensó—, pero por su culpa tuve que huir de Roma. De no ser por él, habría llevado otra vida.» Al recordar la sencilla espada de madera propiedad de Cotta, su ex entrenador del ludus, Romulus frunció el ceño. «A estas alturas, un rudis como aquél podría ser mío.»
Tarquinius se levantó. Había llegado al bajío.
Los honderos lanzaron gritos de frustración. Volvieron a cargar las armas y redoblaron esfuerzos para abatir al trío. Las piedras lanzadas de manera precipitada repiquetearon detrás de ellos sin causar daños.
Romulus pisó con las caligae y notó cómo sus pies chapoteaban en el barro. Petronius exhaló un gran suspiro de alivio. Dos brazadas más y él también haría pie. El veterano se soltó de Romulus y le dio una palmada en la espalda.
—Gracias, muchacho. Te debo una.
Romulus señaló la tropa de egipcios, que se agrupaba para realizar un ataque frontal completo a lo largo del Heptastadion.
—Tendrás un montón de oportunidades de devolverme el favor.
—¡Venid aquí! —gritó un centurión en ese preciso instante—. Todas las espadas cuentan.
—Mejor que le obedezcamos —aconsejó Tarquinius.
Fueron las últimas palabras que pronunciaría.
Con un zumbido hipnótico, una roca cortó el aire que había entre Romulus y Petronius. Dio de lleno en el lado izquierdo de la cara de Tarquinius y, por el sonido, quedó claro que le había roto el pómulo. Abrió la boca en un grito silencioso de agonía, giró la cabeza hacia un lado por la fuerza del impacto y cayó de espaldas al agua, que le llegaba a la cintura. Medio inconsciente como estaba, se hundió de inmediato.
2
Jovina
Cerca de Roma: invierno del 48 a.C.
—¡Fabiola! —la voz de Brutus rompió el silencio—. Enseguida estamos ahí.
Docilosa levantó un lateral de la tela para que su señora mirara al exterior desde la litera. Se estaba haciendo de día rápidamente, pero el grupo ya llevaba más de dos horas en marcha. Ninguna de las dos mujeres se había quejado de tener que madrugar tanto. Ambas estaban ansiosas por llegar a Roma, su destino. Lo mismo sentía Decimus Brutus, el amante de Fabiola. Julio César le había encomendado la misión urgente de deliberar con Marco Antonio, el jefe de Caballería. Se necesitaban más tropas en Egipto para levantar el bloqueo del que Fabiola y Brutus acababan de liberarse. La barricada enemiga seguía teniendo cautivos a César y a sus escasos miles de soldados en Alejandría.
Entre los cipreses altos que flanqueaban el camino, Fabiola sólo veía infinidad de tumbas de ladrillo. Al verlas, se le aceleró el pulso. Sólo quienes podían permitírselo se construían tales cenotafios en los accesos a Roma. Eran obras prominentes que no pasaban inadvertidas para ningún transeúnte, conservando así el frágil recuerdo de los muertos. Brutus tenía razón: estaban muy cerca. La Vía Apia, el camino hacia el sur, era el que contaba con más mausoleos, kilómetros y kilómetros; pero todos los caminos que llevaban a la capital estaban salpicados de ellos. Aquél, el camino procedente de Ostia, el puerto de Roma, no podía ser menos. Decorado con estatuas pintadas de los dioses y antepasados de los fallecidos, las tumbas constituían la última morada de matones y putas baratas. Pocos osaban pasar de noche por allí. Ni siquiera la luz tenue previa al amanecer reducía la amenaza de árboles susurrantes y estructuras que emergían sobre sus cabezas. Fabiola se alegraba de ir tan bien protegida: media centuria de los mejores legionarios y Sextus, su fiel guardaespaldas.
—Por fin podrás darte un baño —dijo Brutus, acercándosele con el caballo.
—¡Menos mal! —repuso Fabiola. Notaba la ropa pegada al cuerpo.
—El mensajero que envié ayer se asegurará de que todo esté preparado en la domus.
—¡Qué considerado eres, amor mío! —Dedicó una sonrisa radiante a Brutus.
Satisfecho como era de esperar, Brutus hizo trotar al caballo y se dirigió a la parte delantera de la columna. Al igual que César, no era un hombre que liderara desde atrás.
Fabiola retrocedió horrorizada al notar el inconfundible hedor a excrementos humanos. Denso y desagradable, le resultaba tan familiar como el del pan recién horneado, aunque mucho menos atractivo. No obstante, era el olor predominante en Roma, el que había olido toda su vida y el que había reaparecido en cuanto el grupo había llegado a poco más de un kilómetro de las murallas. Se debía a que miles de plebeyos de aquella metrópolis atestada no disponían de acceso al sistema de alcantarillado. El contraste con la pulcritud de Alejandría no podía ser más radical. No había echado de menos ese aspecto de la vida en la capital. Si bien la ligera brisa matutina hacía que el olor resultara menos desagradable que durante los sofocantes días del verano, ya estaba omnipresente.
Al comienzo Fabiola se había mostrado encantada de regresar. Cuatro años fuera de su ciudad natal era mucho tiempo. El más reciente de sus hogares temporales, Egipto, le parecía un lugar extraño cuyas gentes odiaban a sus futuros dirigentes romanos. Su resentimiento se había desvanecido ante la sorpresa de ver a Romulus en los muelles donde se libraba una batalla la misma noche en que había partido de Alejandría. Como es natural, Fabiola habría deseado quedarse a ayudarlo. Su hermano gemelo estaba vivo ¡y en el ejército romano! El hecho de que Brutus se negara a retrasar su partida le había causado un profundo disgusto. La situación era demasiado desesperada. Dada la angustia de Fabiola, se había disculpado; pero no había dado su brazo a torcer. A ella no le había quedado más remedio que ceder ante su decisión. Los dioses habían considerado oportuno mantener a Romulus con vida hasta ese momento y, con su ayuda, volvería a encontrárselo algún día. Ojalá hubiera entendido lo que su hermano le había gritado. Su llamamiento se había perdido entre el caos de la partida del trirreme; suponía que le había intentado comunicar la unidad en la que servía. A pesar de todo, el encuentro había dado a Fabiola un motivo de peso para seguir adelante en la vida.
Ahora, tras pasar más de una semana en lamentables condiciones, el viaje casi había tocado a su fin y, a pesar de la tela fina que cubría la litera, el aire del interior ya olía a excrementos.
A Fabiola se le revolvió el estómago al recordar el balde mugriento que ella y los demás esclavos habían tenido que usar en casa de Gemellus. «Nunca más —pensó orgullosa—. ¡Qué lejos he llegado desde entonces!» Incluso el burdel al que el comerciante la había vendido contaba con unos lavabos limpios, dentro de lo que cabe. Sin embargo, aquella pequeña mejora apenas compensaba la degradación que suponía el hecho de que hombres desconocidos la utilizaran para su satisfacción sexual. La dura realidad de la vida en el Lupanar bastaba para minar la moral de cualquier mujer, pero no la de Fabiola. «Sobreviví porque era lo que me tocaba», caviló. Dispuesta a vengarse de Gemellus, y habiendo descubierto la identidad del padre de ella y Romulus, había decidido huir de su nuevo oficio... como fuera.
La lista de hombres ricos que frecuentaban el prostíbulo fue lo que la salvó. Siguiendo el consejo de una prostituta amiga suya de que conquistara al noble adecuado, Fabiola había usado todos sus encantos para engatusar a varios candidatos que nada sospechaban.
Levantó la gruesa tela y miró disimuladamente a Brutus, que cabalgaba otra vez al lado de la litera. Sextus también estaba al alcance de la mano, como era habitual durante el día. Por la noche, dormía fuera, junto a la puerta. Fabiola inclinó la cabeza, siempre contenta de tener cerca a su guardaespaldas. Entonces Brutus la vio y enseguida le dedicó una radiante sonrisa. Fabiola le lanzó un beso. Soldado de profesión y fiel seguidor de César, Brutus era valiente y agradable. Tras realizar varias visitas al Lupanar, había caído de lleno en su trampa. Tampoco es que ése fuese el único motivo por el que Fabiola se había decidido por él, claro está.
La estrecha relación de Brutus con César era lo que la había ayudado a tomar la decisión final. ¿Había sido una corazonada? Fabiola todavía no sabía cómo calificarlo. Afortunadamente, su apuesta por Brutus como mejor candidato le había resultado de lo más provechosa. Hacía cinco años que se la había comprado al burdel, y él la había nombrado dueña y señora de su nuevo latifundio, o finca, cerca de Pompeya.
¡El anterior propietario de la finca había sido nada más y nada menos que Gemellus! Fabiola esbozó una sonrisa triunfal. Hasta el día de hoy, saber que se había arruinado le parecía una dulce venganza. Tampoco es que hubiera dejado pasar la oportunidad de matar a ese hijo de perra si hubiera tenido ocasión. Sus varios intentos por localizarlo habían fracasado estrepitosamente y, al igual que buena parte del pasado de Fabiola, Gemellus había quedado difuminado en su mente. Sin embargo, seguía teniendo unos recuerdos muy vívidos de la corta estancia en el ex latifundio de éste. A Fabiola se le encogieron las entrañas de miedo y miró a ambos lados del camino.
Los viajeros que iban y venían de la ciudad abundaban a tan escasa distancia de ésta. Los comerciantes tiraban de mulas cargadas de productos; los agricultores se dirigían a los mercados bulliciosos. Había niños que llevaban cabras y ovejas a pastar, leprosos que cojeaban ayudados de muletas improvisadas y veteranos desmovilizados que regresaban juntos a casa. Un sacerdote de aspecto irritado pasó en silencio junto a ellos seguido de una manada de acólitos con la cabeza rapada, sermoneándoles sobre algún aspecto religioso. Una fila de esclavos con grilletes en el cuello seguía penosamente a una figura musculosa que vestía un jubón de cuero y portaba un látigo de mango largo. La columna iba flanqueada de guardas armados: medidas de seguridad para evitar que los cautivos huyeran. Aquella imagen no era nada del otro mundo; al fin y al cabo, en Roma se necesitaba una cantidad ingente de esclavos. No obstante, Fabiola se encogió en la litera al pasar por delante de aquellos hombres y mujeres que arrastraban los pies, abatidos. Notó un sabor a hiel en la garganta. Más de cuatro años después, el mero hecho de pensar en Scaevola —un malvado cazador de esclavos al que había plantado cara— seguía aterrorizándola.
De todos modos, no iba a permitir que eso la detuviera.
Hasta que vio a Romulus en Alejandría, el mayor descubrimiento de Fabiola había sido que César era su padre. Se había quedado a solas con el general, que guardaba un asombroso parecido con su hermano, en una única ocasión. Y, aprovechando la oportunidad, él había intentado violarla. No había sido únicamente la expresión lujuriosa en los ojos de César lo que la había convencido de su culpabilidad. La dureza de sus palabras —«estate quieta o te haré daño»— todavía reverberaba en su interior. Sin saber muy bien por qué, al oírlas se había dado cuenta de que no era la primera vez que las pronunciaba. Convencida de ello en lo más profundo de su ser, desde entonces se había mantenido a la espera ojo avizor. Algún día tendría la oportunidad de vengarse.
Si bien César se enfrentaba en esos momentos a una de sus peores amenazas en Alejandría, Fabiola no quería que encontrara allí la muerte. Morir a manos de una turba extranjera frustraría su deseo de una venganza orquestada. Sin embargo, en cuanto César pudiera marcharse de Egipto, le esperaban más guerras. En África y en Hispania, las fuerzas republicanas seguían siendo fuertes. Regresar a Roma entonces ofrecía a Fabiola la oportunidad perfecta de urdir un plan; para reunir a los hombres que matarían a César si regresaba. Al igual que había hecho con Brutus, encontraría a muchos conspiradores si les decía que el general planeaba convertirse en el nuevo rey de Roma.
La mera idea resultaba repugnante a todo ciudadano vivo. Sin embargo, la domus de Brutus no era el lugar adecuado para urdir planes. Fabiola sonrió al pensar que confiaba en que los dioses la ayudarían a encontrar una base de operaciones mejor.
Transcurrieron varias semanas hasta que Fabiola se sintió lo bastante segura para aventurarse al exterior sin ir acompañada de Brutus. El hecho de entrar en Roma le había devuelto el miedo a que Scaevola quisiera vengarse. A Fabiola la embargaba una profunda sensación de pánico si salía sola. Por consiguiente, se contentaba con permanecer en la domus. Había un sinfín de cosas que hacer: mantener la casa en orden, dar banquetes para los amigos de Brutus y seguir las clases impartidas por el tutor griego al que había contratado. Fabiola también aprendió a leer y a escribir, lo cual le daba muchísima más seguridad en sí misma. Devoraba cualquier manuscrito que caía en sus manos. Entonces comprendió por qué Jovina había querido que sus prostitutas fueran analfabetas. La ignorancia las hacía más maleables. Cuando regresaba a casa exhausto, Brutus se quedaba impresionado por las preguntas perspicaces que Fabiola le hacía sobre política, filosofía e historia.
Desde que diera a Marco Antonio, el sustituto oficial de César, la noticia de que éste se encontraba en apuros, a Brutus se le había encomendado la gestión de la República junto con Antonio y otros partidarios del dictador. De todos modos, no habría tregua: en Roma había más agitación que nunca. El pueblo había estado manifestándose, desconcertado ante la falta de información sobre César, pues hasta la reaparición de Brutus, hacía más de tres meses que se desconocía su paradero. Alentados por unos pocos políticos ávidos de poder, los nobles descontentos que estaban gravemente endeudados exigían la compensación total a César, lo cual convertía en farsa su ley anterior para abolir parcialmente sus deudas. Algunos descontentos incluso se habían declarado a favor de los republicanos. Para colmo de males, cientos de veteranos de la legión preferida de César, la Décima, habían retornado a Italia y se sumaban al malestar. Exasperados ante el retraso en la concesión de dinero y tierras para su jubilación, se manifestaban con regularidad.
Marco Antonio, como de costumbre, había reaccionado con mano dura: había hecho traer tropas para dispersar a los primeros grupos de alborotadores y poco después se había derramado sangre en las calles. Brutus despotricaba ante Fabiola de que ese trato se asemejaba más al que recibían los galos rebeldes que al que se merecían los ciudadanos romanos. Si bien las tendencias rebeldes de los seguidores de Pompeyo habían ido aplacándose, Antonio había hecho bien poco para apaciguar a los veteranos. Su intento simbólico de pacificación había resultado ser un fracaso. Brutus, de natural más diplomático que el exaltado jefe de Caballería, se había reunido con los cabecillas de la Décima y los había apaciguado temporalmente. De todos modos, quedaba mucho por hacer para que la situación se estabilizara.
A comienzos de verano, a Fabiola le satisfacía que Brutus estuviera ocupado con otros asuntos, y que no hubiera ni rastro de Scaevola. Se le había ocurrido una idea estrafalaria y al final decidió visitar el Lupanar, el prostíbulo que había sido su hogar durante su época de meretriz. Sin embargo, Brutus no debía enterarse de nada de todo aquello. Por el momento, cuanto menos supiera su amante, mejor. Desgraciadamente, el hecho de que el sitio que iba a visitar tuviera que mantenerse en secreto implicaba que ninguno de los legionarios de Brutus la escoltaría. El temor se agolpaba en el interior de Fabiola ante la idea de caminar por las calles acompañada sólo de Sextus, pero consiguió disiparlo. No podía quedarse eternamente confinada entre las cuatro gruesas paredes de casa, y tampoco deseaba tener que depender de escuadras de soldados para salir a la calle.
Mantener el secreto resultaba de suma importancia.
Así pues, haciendo caso omiso de la mueca de desagrado de su criada Docilosa y de las quejas que masculló el optio al mando de los hombres de Brutus, ella y Sextus salieron al Palatino. En ese barrio residencial vivían, sobre todo, ricos; aunque, como en todas partes de Roma, también había muchas insulae, los bloques de pisos de madera donde vivía la gran mayoría de la población. Las insulae tenían tres, cuatro o incluso cinco plantas de altura, y los bajos solían albergar comercios de frente abierto. Eran un auténtico peligro debido a la escasa iluminación, la enorme cantidad de ratas y la falta de sistema de saneamiento, además de contar sólo con braseros para caldear el ambiente. Las enfermedades campaban allí a sus anchas y de vez en cuando se producían brotes de cólera, disentería o viruela. Asimismo, era habitual que las insulae se desmoronaran o se incendiaran y calcinaran a todos los inquilinos que vivían en su interior. La escasa distancia que había entre unas y otras suponía que entraba muy poca luz por las estrechas callejuelas, atestadas y llenas de barro. Sólo las vías públicas más importantes estaban pavimentadas, y había aún menos que tuvieran más de diez pasos de ancho. Todas ellas estaban cada día abarrotadas de ciudadanos, comerciantes, esclavos y ladrones, lo cual no hacía más que intensificar la sensación de claustrofobia.
Fabiola, habitante de la ciudad desde su nacimiento, había acabado amando los espacios abiertos que rodeaban su latifundio. Había dado por supuesto que seguía acostumbrada a las multitudes, hasta que Sextus y ella se habían separado cien pasos de la domus. Rodeada de gente por todas partes, enseguida le vino a la mente una imagen de Scaevola. Por mucho que lo intentara, Fabiola era incapaz de librarse de ella. Los pies dejaron de responderle y se quedó rezagada.
Al ver aquella cara de preocupación, Sextus se llevó una mano al gladius.
—¿Qué ocurre, señora?
—Estoy bien —respondió ella, cubriéndose mejor con la capucha de la capa—. Sólo he tenido malos recuerdos.
Él levantó la mano y se tocó la cuenca del ojo vacía, su particular recuerdo de la emboscada de Scaevola.
—Lo sé, señora —farfulló—. De todos modos, mejor que sigamos adelante. Que evitemos llamar la atención.
Fabiola lo siguió, decidida a no volverse a dejar dominar por el miedo. Al fin y al cabo, era media mañana, el momento más seguro del día, cuando la gente normal se dedicaba a sus quehaceres. Las mujeres y los esclavos compraban alimentos a los panaderos, carniceros y verduleros. Los vendedores de vino alardeaban y mentían sobre la calidad de sus productos, ofreciendo una cata a quien estuviera dispuesto a creerles. Los herreros trabajaban con dureza sobre el yunque mientras los carpinteros y alfareros vecinos intercambiaban chanzas frívolas alrededor de una copa de acetum. El hedor de las curtidurías y los talleres de los bataneros empañaba el ambiente. Los prestamistas se sentaban a mesas bajas, mirando con furia a los lisiados que observaban con avaricia sus pulcras pilas de monedas. Los golfillos mocosos corrían por entre la gente, persiguiéndose entre sí y robando lo que podían. Un día cualquiera en Roma.
Salvo por la gran cantidad de legionarios de Antonio, desde luego, pensó Fabiola. Precisamente era César quien había revocado la antigua ley que impedía la entrada en la ciudad de soldados. Teniendo en cuenta que la amenaza de disturbios era cons