Contenido
Presentación
Introducción
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Epílogo
Nota de la autora
Notas
Egipto siempre fue para mí como el sonido de una música mágica. Desde muy pequeña, oír «faraón» hacía volar mi imaginación a una época fantástica, aunque entonces desconocía incluso su significado. Por eso he querido escribir esta novela y compartir el sueño.
Introducción
Cuando llegó al taller de momificación, la Casa de la Purificación, a las afueras de la ciudad, le estaban aguardando. Llamó, y la puerta dejó escapar un sonido agónico al ser abierta. Un hombre alto y delgado, de rostro demacrado y cubierto únicamente con un raído faldellín, le franqueó el paso después de inclinarse ante él. De inmediato, el desagradable olor a muerte del interior le hizo sentir un ramalazo de repulsa, pero siguió al embalsamador, haciendo titilar a su paso la luz de las antorchas trabadas en los muros.
Karemheb no pudo reaccionar cuando, tras pasar al lado de una columna, una daga se le clavó en los riñones. Soltando una exclamación más de asombro que de dolor consiguió volverse para ver el rostro macilento de su enemigo. Hasta tuvo fuerza suficiente para sacar su ancha daga... antes de que el individuo que le había recibido clavase su puñal casi en el mismo lugar en que lo hiciera el otro, retorciendo el arma en su cuerpo.
Karemheb cayó de rodillas, los ojos nublados por el dolor, notando que la vida se le escapaba con rapidez. La tercera puñalada le acertó en medio del pecho y el guerrero, que había enfrentado a cientos de enemigos en las batallas, no pudo siquiera asestar un golpe a quienes le enviaban junto al dios Anubis, al mundo de los muertos. Sólo pudo clamar a su diosa:
—Sekhmet... protégeme...
Antes de que su alma se alejara creyó escuchar:
—No te abandonaré.
A mucha distancia de allí, la diosa Sekhmet lloró, una vez más, por la muerte de su fiel servidor. El joven soldado la sirvió con lealtad, la adoró con devoción desde que le consagrasen a ella, y donaba parte de sus ganancias a los sacerdotes de su templo en constantes ofrendas.
A pesar de su poder, nada podía hacer para anular el maleficio de Neheb Kau. No le estaba permitido a un dios interferir en las maldiciones de otro dios o de un demonio. Sin embargo, era consciente de que le debía algo a Karemheb por su dedicación, de modo que recorrió la amplia sala de columnas doradas hasta llegar a los aposentos de su esposo, el dios Ptah, para hablarle. Sus ágiles pies, enfundados en sandalias de oro, apenas rozaban, silenciosos, las refulgentes losetas de mármol nacarado.
El Espíritu que reside en todos los seres, el Obrero Divino, el Protector de las artes y de los joyeros, se encontraba recostado en su sillón favorito, junto a la balconada desde la que divisaba, allá abajo, muy abajo, el mundo de los humanos. Estaba trabajando en un brazalete de plata labrada. Sonrió al verla, pero al instante su ceño se frunció. Las lágrimas de su amada esposa siempre le afligían. La instó a sentarse y ella lo hizo a sus pies, reclinando su dorada cabellera sobre sus rodillas.
—¿Qué te apena, Sekhmet?
Ella le contó con el corazón desgarrado.
—Tú, esposo mío, que diste el hálito de la vida a todos los seres vivientes, concédeme este favor —rogó, al terminar.
—No debemos interferir.
—Y no lo haremos. Sin embargo, hay un modo de suavizar la maldición de Neheb Kau sobre mi protegido. Ella le ha quitado la vida, pero yo puedo devolvérsela.
El inicio de todo...
Fallad aceptó con reverencia el legado que le entregaban los dioses. Desde su más tierna infancia se esmeró en cumplir sus mandatos, en adorarlos como era debido. Ahora le recompensaban de un modo que él, para quien su máxima aspiración era procurar a su familia el lugar adecuado de descanso eterno, nunca imaginara.
Los dioses, reunidos en cónclave, le entregaban a él, un simple labriego sin cultura, una tablilla envuelta en tejido de oro: la tablilla de la vida eterna, para usarla cuando fuera su decisión. Era un modo majestuoso de formar parte para siempre de aquellos a los que veneró desde su nacimiento. Le costaba trabajo articular palabra pero tenía que decir algo a los que le obsequiaban con la inmortalidad.
—Mis dioses —murmuró con temor, sin atreverse a levantar su mirada—, soy un hombre inculto, que no sabrá descifrar los símbolos. —Sólo sabía de su existencia.
—Cuando decidas utilizar nuestro presente, sabrás hacerlo —repuso uno de los dioses—. Pero recuerda, Fallad, que solamente un alma pura podrá beneficiarse de nuestra dádiva. Si perecieras en las sombras de la corrupción y la iniquidad y usaras el conjuro de la estela, estarías esclavizado para siempre bajo el abrazo de Seth, en las negruras eternas.
Mientras anonadado, aterrado y mudo, acariciaba la suave tela dorada, las deidades desaparecieron, dejándole sumido de nuevo en la oscuridad de la noche del desierto.
Pasaron los años y Fallad nunca se atrevió a intentar leer aquella tablilla: el pavor a la posible maldición era siempre más fuerte que su curiosidad.
Y cuando le llegó la hora de la muerte y la sombra de Anubis revoloteó sobre su agotado cuerpo mortal, hizo llamar a su hijo, Fateemn (el inteligente), haciéndole guardián del regalo de las divinidades, contándole lo mismo que le dijeron a él sus Creadores.
Tampoco Fateemn, a pesar de ser un hombre justo, se atrevió a hacer uso de la sagrada estela, aunque buscó un hombre sabio para que escribiera su origen, guardando el papiro en el interior de la tela dorada.
Así transcurrieron los años. Y los siglos. El divino regalo pasó de padres a hijos hasta llegar a manos del faraón Djoser, hacia el año 2560 a.C., quien ordenó escribir su nombre como testimonio de posesión. Con el paso del tiempo llegó a manos de Snofru y después de Mykerinos. La tablilla desapareció en tiempos de Neuserré (sobre el 2300 a.C.), para reaparecer en los de Pepi I, volviendo a perderse de nuevo durante el reinado de Mentuhotep III.
En 1450 a.C., el faraón Tutmosis, uno de los más importantes del Imperio Nuevo, encontró aquella estela y su historia, contemplando con asombro los nombres de sus antecesores en el trono. Y aunque trató de ser un gobernante justo (mandó ampliar el templo de Amón en Karnak y erigir siete grandes obeliscos para hacerse merecedor de aquella gracia divina), al final de su vida, cuando el joven Amenhotep, su hijo, empezó a compartir con él el poder, se dio cuenta de que no quería arriesgarse a leer la tablilla. De todos modos, él sería inmortal una vez que navegara en la barca dorada, después de despedirse de su cuerpo en este mundo.
Temeroso de que la estela cayera en manos inadecuadas o incluso en las de sus enemigos, que no cesaban de hostigar Egipto, reunió a unos cuantos trabajadores en el más absoluto secreto, les llevó a la tumba que estaban finalizando para él y les indicó el lugar exacto donde deberían horadar la roca y construir una cámara secreta que sólo se abriría insertando un anillo de oro con el signo de la primera letra de su nombre en relieve, , trabajada en una preciosa piedra azul, allá donde los jeroglíficos hablaran de él. Tutmosis también dejó constancia de su posesión en el papiro.
En las sombras, los trabajadores acabaron su cometido y entonces volvió a reunirse con aquellos hombres que le fueron fieles.
Una noche sin luna, el grupo, comandado por el propio faraón, se internó en la tumba. Recorrieron el pasillo de la entrada, atravesaron la antesala y llegaron a la cámara sepulcral. El jefe de la cuadrilla indicó a Tutmosis el emplazamiento de la secreta cerradura y le entregó el anillo que un artesano, en la ignorancia, había forjado. El faraón lo insertó y una losa cuadrada se desplazó en silencio, franqueándoles el paso.
Sin una palabra, el soberano de Egipto penetró en la cámara secreta y sobre el altar erigido en medio de ella, donde presidía la estatua de Amón, depositó con suma reverencia la dorada tela que contenía la estela de los dioses y el papiro. Oró con fervor y luego ordenó a todo su séquito que entrara.
Sin excepción, acataron el mandato de su soberano, aunque ya conocían lo que les aguardaba. Nadie podría salir de allí. Ninguno de ellos volvería al exterior o el secreto dejaría de serlo. Sabían que el faraón proveería a sus familias con tesoros y cuidaría de ellos, de modo que se arrodillaron, apoyaron sus frentes en el suelo para orar a Amón y allí quedaron en silencio, atemorizados pero al mismo tiempo ilusionados, porque sus almas viajarían en la misma barca sagrada de Tutmosis cuando éste emprendiera el camino hacia la casa de los dioses.
El faraón salió de la recámara, volvió a insertar el anillo en el muro y ésta quedó sellada para siempre. Nunca, nadie, descubriría el regalo y la maldición de los dioses.
Pero como todo misterio, los rumores sobre la visita del faraón a su tumba, la desaparición de los trabajadores y el extraño anillo que nunca volvió a quitarse del dedo dieron paso a la leyenda. Siglos después de la muerte de Tutmosis, las madres seguían contando a sus hijos la historia del tesoro escondido en la tumba que acabarían por descubrir los arqueólogos de Victor Loret en 1898, y que fue numerada como la KV34 del Valle de los Reyes.
Pero tanto el supuesto tesoro como el sello de Tutmosis, al que llamaron El Ojo Azul... jamás fueron encontrados.
1
Uaset (Tebas). Año 1296 a.C.
El dios Ra comandaba en un cielo sin nubes.
Su refulgente y tórrida luz provocó una llaga más en la espalda del guerrero, que se humedeció los labios, resecos y cortados, y deseó, más que nada en el mundo, refrescar su garganta y su cuerpo dolorido. Pero aún no. No hasta haber cumplido el sacrificio ofrendado. Aún faltaba una hora larga para poder incorporarse, sacudirse la arena ardiente que se le clavaba en la espalda y dejar que Nofis, su fiel sirviente, cuidara sus heridas. Una interminable hora hasta que el dios Sol se sepultara como cada día en el horizonte, para renacer al alba. Mentalmente, mientras sentía el lacerante dolor en su hombro izquierdo y en su costado, pidió perdón por desear que Ra cediese paso a Nut, reina de la noche, lo antes posible.
Desde la distancia, protegiéndose en la sombra del porche de la tienda de campaña, Nofis se retorcía las manos, preocupado por la vida de su señor. Para él, la promesa de Karemheb era una verdadera locura y únicamente podía acarrearle la muerte o dejarle lisiado. Las heridas recibidas en la refriega contra aquellos forajidos del desierto, mugrientos hijos de Seth con los que se había enfrentado horas antes, no revestían mayor importancia. Su amo ya tenía cicatrices de anteriores enfrentamientos y éstas serían sólo un recuerdo en el futuro. Pero la exposición al sol podía volverle loco. Ra era la vida... y la muerte. Sabía de algunos que habían terminado completamente desquiciados después de vagar por el desierto. Además, las heridas podían infectarse y él no tenía los conocimientos de un médico, apenas sabía limpiar un corte y coserlo malamente. Pidió con toda humildad a la diosa de la noche su pronta aparición.
Nofis llevaba al lado de Karemheb desde que éste nació. Su madre, la hermosa Atit, llegó al poblado, cerca de la tercera catarata, hacía ya casi treinta años. Ciertamente, la encantadora Atit pagó su dedicación y sus servicios, pero Nofis habría cuidado de aquel cachorro berreón, tozudo y arrogante a medida que pasaba el tiempo, aunque la mujer no hubiera soltado ni una de las hermosas piedras de su collar. Y luego, cuando creció, convirtiéndose en un joven alto, esbelto, de tez cetrina y ojos grises, como los de su madre, Nofis se sintió orgulloso de él como un verdadero padre. Y ufano, aunque sufrió, cuando los soldados del faraón Horemheb, buscando nuevos brazos para defender el imperio, le reclutaron a pesar del llanto de su madre y sus vanos intentos de comprar su libertad. Se lo llevaron con quince años y regresó al poblado con veintidós, convertido en un soldado curtido, con heridas, honores y riquezas y con los títulos de Protector del Valle de los Reyes y Guardián del Valle de las Reinas. Un magnífico medallón de oro y lapislázuli y una gruesa cadena de oro, respectivamente, le destacaban como enseñas que no abandonaban desde entonces el pecho de Karemheb, luciéndolos con satisfacción pero sin engreimiento. Atributos que le comprometían ante el faraón y le distinguían en la Corte y entre el pueblo.
Karemheb, Atit y él mismo hubieron de trasladarse entonces a Tebas, dejando atrás el tranquilo pueblo donde vivieron hasta entonces. Ocuparon un palacete con jardines, un elevado número de habitaciones y un par de decenas de esclavos cedidos por el propio faraón que, a lo largo de los años, aumentaron según crecía la fortuna y la fama del joven.
La construcción era magnífica, engalanada por jardines y terrazas. Se accedía a su interior a través de dos patios flanqueados por columnas con capiteles florales. Una sala de audiencias, un salón, varias salas de baños y un sinfín de habitaciones, que asomaban a otros patios interiores, para la familia del Protector, sus invitados y sus criados. Las ventanas mostraban en sus dinteles finas pinturas de varias divinidades. La diosa Sekhmet era la que más se representaba en distintos aposentos. Pebeteros donde ardía el fuego constantemente alimentado de fragancias, mantenían el palacio de Karemheb iluminado y perfumado día y noche. Era, sin lugar a dudas, un paraíso en la tierra, enmarcado por piedra de las canteras de Egipto, trabajada por extraordinarios artesanos que habían logrado crear un inmejorable refugio para el guerrero.
Nofis no se quejaba de su suerte, por descontado. De ser un simple destripaterrones que araba la fértil tierra egipcia de sol a sol, rogando incesantemente que el Nilo regalase cada año el limo necesario que le proporcionara una cosecha suficiente, pasó a ser el hombre de confianza de su señor, responsable de cada esclavo y, lo que era más problemático, responsable de las cuentas del palacio. Podía llevar a cabo su trabajo gracias a que Karemheb contrató los servicios de un hombre sabio que le enseñó a leer y escribir y la aritmética que, con el tiempo, le capacitó como administrador de las propiedades. Al preguntar a su joven amo el motivo por el que gastaba su dinero en lugar de contratar directamente al maestro para esos menesteres, la respuesta fue concisa:
—Tú eres mi amigo, Nofis. Y en ti confío. ¿Y quién mejor que un amigo para dirigir y guardar mi casa?
No le falló. Antes hubiera dado su vida que fallarle. Llegó a convertirse en un hombre recto y honesto, aunque no sabio, con la suficiente pericia para desempeñar sus funciones a plena satisfacción de su señor.
Todas, menos una.
No le importaba bregar con los sirvientes libres ni con los esclavos, pero en lo que se refería a las jóvenes bellezas que trabajaban en el palacio, se sentía indefenso. Todas y cada una de ellas quería ocupar un sitio junto al amo y disfrutar de su cama. Muchas veces, el propio Karemheb hubo de poner orden. Incluso vender a alguna de las esclavas para desterrar las rencillas.
Nofis creía que ya debería haberse casado.
—Debería haberlo hecho, sí —refunfuñó, observando a la vez el campamento levantado a corta distancia.
Algunos de los hombres curaban sus heridas mientras otros, los peor parados, eran cargados en carros. Los pocos egipcios que perdieron la vida en el enfrentamiento descansaban ya, a buen recaudo, bajo la ardiente arena del desierto. Los cuerpos de los soldados serían rescatados días después para ser embalsamados, de acuerdo a su poder adquisitivo. A lo lejos, las laderas montañosas, erosionadas por los siglos, semejaban esqueletos picoteados por millones de pájaros.
Los ojos de Nofis vagaron a su alrededor. El inmenso desierto, dunas y más dunas de dorada arena, salpicada de cuando en cuando por plataformas tabulares, donde sólo podían encontrarse algunos pozos salobres y muy escasa vegetación. Tierra de serpientes y escorpiones. La tierra de Set, donde reinaba desde que asesinó a su hermano, Osiris. Un territorio despiadado, fiero y candente, constantemente castigado por Ra, donde los espejismos podían enloquecer a una persona y los granos de arena sepultarla por los siglos. Una tierra maldita, sí, pero a fin de cuentas, bendecida también por los dioses. Una tierra de faraones.
Ra era ya solamente medio círculo solar que se tragaba el horizonte y él dio gracias al dios por marcharse, sabiendo que al día siguiente regresaría revitalizado, en un nuevo ciclo, después de viajar por el mundo subterráneo de los muertos.
Minutos después, el horizonte se tornó en línea rojo sangre y la inmensidad de la arena, de un ocre intenso, perdió su brillantez para convertirse en una cama oscura que, poco a poco, se volvería fría y peligrosa. Entonces corrió hacia su amo.
Karemheb, de rodillas, no fue capaz de incorporarse cuando Nofis llegó hasta él lamentando entre reproches su locura. Dejó que el menudo hombrecillo le tomase por las axilas y apretando los dientes, para no gritar por el dolor que le produjo la herida del costado, consiguió ponerse en pie. Un vahído le obligó a apoyarse en los flacos hombros del sirviente.
—Vamos a la tienda antes de que te desmayes o no podré alzarte de nuevo. Mis huesos ya no son jóvenes, mi señor.
A pesar del malestar, del escozor de la piel quemada, de la sed insoportable, los resecos labios de Karemheb se curvaron en un atisbo de sonrisa. Nofis había nacido renegando y así moriría, pensó.
Medio arrastrándole hasta la tienda que habían ocupado durante una larga semana, esperando a los bandidos, consiguió ponerle a cubierto y le hizo recostar sobre una esterilla tejida con plantas acuáticas ya secas. Karemheb exhaló un suspiro de alivio. De inmediato recibió un pellejo de agua y bebió con mesura.
El interior de la tienda estaba en penumbra y un agradable olor a menta flotaba en el denso y caliente aire, casi irrespirable. Un par de esterillas para dormir, sus armas, algunas cestas con alimento y pellejos de agua era todo su mobiliario y el criado ahora, como nunca, echó de menos el lujo y las comodidades del palacio. Se hartaba ya de levantarse con la arena en los labios y dormirse con ella en las orejas y entre los dientes, pero su promesa a Atit de no abandonar al joven le había arrastrado a seguirle en aquella cacería de hombres. Por fortuna, todo había acabado y pronto regresarían a casa.
Nofis le quitó las sandalias y el faldellín con cuidado, dejándolo totalmente desnudo. Karemheb se tumbó boca abajo y le escuchó moverse bajo la lona, jurando en voz baja y haciendo sonar cestos y frascos. Oyó sus pasos ligeros y cortos y aguardó, sabiendo que ahora comenzaría a cuidarlo como a un bebé. Eso sí, sin dejar de protestar.
—No sé qué hacemos aquí, cuando podíamos estar en casa y tú recibirías las atenciones de tus esclavas en lugar de soportar mis burdas e inútiles manos de labrador —soltó, como para no defraudarle.
—Estoy bien —repuso con voz ronca y desmayada.
—¡Bien! —Nofis olvidó momentáneamente el frasco de crema a un lado y tomó el pellejo de agua, fijando su oscura mirada en el oscuro cabello de su amo—. ¿Bien? Ya sabía yo que el sol podría secar los sesos lo mismo que los momificadores secan las tripas del dios Apis. Tienes un corte en el hombro, un agujero en el costado, la piel quemada... ¿Y aún dices que estás bien, mi señor?
Karemheb guardó silencio, recibiendo el agua fresca sobre su cuerpo como una bendición. Una vez que Nofis eliminó la arena pegada a la piel y se sintió satisfecho, dedicó su atención a las heridas.
—La del hombro no es demasiado grave —dictaminó—, pero el boquete del costado va a necesitar aguja e hilo. Y va a doler.
—Calla y cose —ordenó Karemheb—. Lloras más que una vieja plañidera.
Indignado, el criado trajinó de nuevo por la tienda, maniobró entre los cestos y regresó a su lado. Volvió a sentarse en el suelo y restañó el corte en la parte posterior del hombro cubriéndolo después con una pomada que olía a rayos, para finalizar vendándolo con cierta maestría. Karemheb se mordió los labios, ahogando un gemido, al incorporarse un poco para pasarle los vendajes alrededor del pecho. No pudo reprimir un siseo de angustia al sentir la aguja en su costado y comenzar a coserle.
Finalizando Nofis la tarea, apretando de cuando en cuando un paño de lino sobre la herida, que no dejaba de sangrar, Karemheb estaba de nuevo completamente cubierto de sudor y su rostro tenía un tono ceniciento. Acabada la segunda cura, Nofis extendió más de aquel maloliente ungüento y colocó otro vendaje. Luego, tomó el frasco de crema a base de aceite y menta y comenzó a extenderlo con mucho cuidado sobre la piel, en círculos. Cauterizaría las quemaduras con rapidez.
Karemheb ansiaba el momento en que Nofis le dejase en paz. Sólo deseaba dormir veinte horas seguidas y abandonarse en los brazos de Nut para escapar del dolor y la fatiga. Las poco expertas manos de su criado masajearon el hombro sano y la base del cuello en tanto rezongaba de nuevo.
—¡Basta ya, Nofis! Tenía que hacerlo.
—Sé que se lo prometiste a la diosa Sekhmet, a la Grande, a la Soberana de Menfis, si te concedía la victoria. También yo ofrecí mis sacrificios si te salvaba la vida cuando vi a esos tres condenados hijos de Anubis atacarte por la espalda. Pero ¿quién te obligaba a cumplir la promesa sin antes curarte? Mandaste remendar a tus hombres heridos y enterrar los cadáveres y, sin embargo, tú te arriesgas a quedar inválido expuesto al sol.
A su pesar, Karemheb dejó escapar una corta carcajada que acabó en gemido agónico que el boquete del costado le lanzó como una punzada.
—Sekhmet es mi diosa principal desde mi nacimiento. Todo se lo debo a ella. El sacrificio merece la pena.
El criado acabó por encogerse de hombros.
—De poco vas a servirle al faraón si te mueres.
Acabó el masaje, cubrió el cuerpo del joven con un paño limpio y blanco y luego bajó la tela que cubría la entrada, afianzándola en el suelo con un par de piedras evitando que la arena del desierto penetrase durante la noche. Sabía que no era muy efectivo, pero evitaría al menos despertarse con las pestañas repletas de partículas.
Echó un último vistazo a su amo, torció el gesto al ver que se había quedado dormido y se acostó, cubriéndose a su vez, rezando a los dioses por ambos.
2
Excavaciones en Deir el-Bahari. Mayo de 1992
Fernando Rivet se secó el sudor que le corría por el rostro y se irguió. El calor comenzaba a ser ya insoportable y un hándicap al que sobreponerse. Sin embargo, estaban a un palmo de un nuevo descubrimiento en la historia de aquel Egipto milenario y oscuro y cualquier sacrificio era poco. Acabó de ascender la simple escalera de madera que le permitía entrar y salir del túnel excavado en la tierra y recorrió parte de la galería hacia el exterior, acariciando entre sus largos dedos la pieza que había cobrado hacía sólo unos instantes. Una pieza no demasiado importante en sí misma, si no fuera porque su hallazgo mostraba la cercanía de su objetivo. Si sus cálculos eran correctos, estaban a un paso de descubrir una tumba que podía comunicar con la de la reina Hatshepsut.
—¡Eva! —llamó.
La mujer, muy próxima a la salida, fijó en él su mirada y sonrió, saludándole con la mano. Estaba como él, cubierta de polvo y sudor. Su cabello rubio, recogido en una cola de caballo, aparecía apelmazado y sucio. La camisa caqui y amplia, que escondía sus elegantes formas, mostraba un rasgón en un hombro, y los pantalones largos, remangados sobre las pantorrillas, no habían corrido mejor suerte. A pesar de ello, a él le pareció espléndida. Su esposa llamaba la atención por su belleza incluso así, rebozada en tierra. Estiró el brazo sobre su cabeza y mostró la pieza cobrada, sonriendo al escuchar su exclamación y ver que, de inmediato, dejaba lo que estaba haciendo para unírsele.
Eva Toranzo desgranó una risa nerviosa en tanto él se pasaba la estatuilla de una mano a otra, poniéndola fuera de su alcance. Ella saltó, como lo haría un niño ante un caramelo, pero la estatura de su esposo se lo impedía y acabó por atizarle un golpe en el estómago, agarrando la reliquia cuando él gimió exageradamente y se dobló en dos.
—¡Si serás memo! —le dijo, aún riendo—. ¿Dónde la has encontrado?
—En el foso —señaló con la cabeza el final de la oscura galería, que se perdía más allá de las lámparas.
Ella se acercó a un foco de luz y la examinó con reverencia, acariciándola entre sus manos. Representaba al dios Set.
—El asesino de Osiris —musitó Eva con respeto, admirando el espléndido trabajo del artesano que lo pulió hacía siglos, representándolo como un galgo con las orejas cortadas, hocico y un rabo bífido y alargado—. ¡Oh, cariño, es una maravilla!
—Creo que he dado con la entrada a la tumba.
—Muéstramelo.
Apretando la estatua de Set contra su pecho, siguió a su esposo, sorteando materiales de excavación y la pequeña grúa que habían montado en el interior de la galería para extraer y eliminar los serones de tierra con que los operarios abrían el túnel. La emoción por el reciente descubrimiento les privó a ambos de escuchar el lamento del hierro que se vencía y que iba a originar una catástrofe que poco podían imaginar les acechaba.
Descendieron por la escalera hasta llegar al túnel inferior. Allí, la respiración se hizo más penosa y el calor, más sofocante por la proximidad de las lámparas que alumbraban el trabajo de los operarios, descansando a aquellas horas en el exterior.
Solos, recorrieron los escasos metros y se internaron, medio agachados, las cabezas rozando el irregular techo del angosto corredor. Los sonidos del exterior desaparecieron y la gruta se hizo más estrecha.
Por fin, Fernando se hincó de rodillas y ella le imitó cuando señaló el lugar en el que había encontrado la estatua.
—Esto parece... Parece...
—Sí. Es una estela, mi amor —acabó él, eliminando con sus propias manos despellejadas la tierra que cubría la piedra.
—¡Es la tumba! ¡Tiene que serlo, Fernando!
Eva se le abrazó, lágrimas de alegría surcando su cara tiznada. Él la estrechó con fuerza, besándola en la coronilla.
—Hay que avisar a los trabajadores. Debemos ampliar esta zona, dejar más espacio.
Ella le dio un sonoro beso en los labios.
—Esther tiene que ver esto —le dijo, entusiasmada—. Fernando, la niña tiene que verlo.
El chirrido de hierros les alertó a ambos, que se miraron extrañados. Un segundo después, se escuchó el estrépito de algo que caía y la gruta se inundaba de una nube de polvo que levantó la tierra al caer desde el exterior.
—¡Fernando!
El grito de Eva fue apagado por un nuevo desmoronamiento de tierra. La mano de su esposo la agarró de la muñeca y tiró de ella con tanta fuerza que sintió que se le descoyuntaba el hombro. Olvidando el dolor y sujetando la estatua de Set, se arrastró como pudo, tosiendo, acuciada por el polvo y la arena que obstruían su garganta.
Le pareció que alguien gritaba desde arriba, que les llamaba. Pero los sonidos quedaron amortiguados por la nueva andanada de tierra que se les vino encima, cubriéndoles.
Rivet retrocedió, tirando siempre de ella, intentando buscar un lugar donde guarecerse. El miedo paralizó a Eva unos instantes. Sus ojos, cegados por el polvo, echaron un rápido vistazo a la estatuilla y la apretó con más fuerza. No iba a dejarla allí por nada del mundo.
Cayeron ante ellos toneladas de tierra que apagaron las lámparas y les sumieron en la total oscuridad.
Se apretujaron en un recodo del túnel, luchando por respirar. Se abrazaron sin decir una palabra. Tampoco podían. El polvo lo cubría todo, les impedía respirar y la salida hacia el exterior ya no existía. En medio de la negrura, la mano de Eva buscó el rostro de su esposo y le acarició. Los labios masculinos dejaron un beso arenoso en sus dedos. Haciendo un esfuerzo para hablar, murmuró su nombre:
—Eva...
Fue su último aliento.
La galería se derrumbó estrepitosamente, enterrándoles a ambos.
Una semana después, Moses Connor, que dirigió las labores de rescate, encontró los dos cuerpos. Aún estaban abrazados y mantenían entre ellos la estatua del dios Set.
La niña que aguardaba fuera, una muñeca de cabellos rubios y largos, no dijo una palabra cuando vio las camillas en las que sacaban los cuerpos de sus padres.
El profesor Connor era un hombre curtido. A sus cincuenta años, había pasado por dos divorcios y la desaparición de un hijo en aguas del golfo Pérsico. Licenciado en Oxford, emprendió su carrera de egiptólogo a la edad de veintitrés años, contrariando a su padre —que deseaba otro médico en la familia— pero inflamado por el ánimo de su abuela, a la que siempre ilusionó la historia de Egipto. Sí, era un hombre curtido. Y sin embargo la mirada angustiada de aquella criatura que hacía una semana acababa de cumplir los diez años —justo el día en que se derrumbaba la galería que segaba l