La tentación del príncipe

Fragmento

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PRÓLOGO

Praga (Reino de Bohemia)

Febrero de 1858, orfanato de Saint André.

Annika Anderson estaba desesperada. Tenía diecisiete años. Una edad bastante prudente como para decidir qué hacer con su vida sin necesidad de depender de nadie. Y de lo que estaba completamente segura era de que quería salir de ese orfanato al que la habían llevado a la fuerza. Era consciente de que, cuando llegase el momento, su vida iba a ser totalmente distinta a lo que había sido hasta entonces. Pero incluso, aunque supiese que su camino iba a ser duro y tortuoso, lo prefería mil veces a soportar continuar en aquella prisión donde el tiempo pasaba tan despacio que a veces pensaba que las manillas del reloj se habían detenido para siempre.

Los muros del orfanato, enclavados en medio de un bosque donde un empinado acantilado se elevaba sobre el río Moldava, eran sometidos a los fieros embistes de los vientos del norte, y el aire provocaba tan estremecedores sonidos que nadie se atrevía a moverse mucho por miedo a que alguna de las paredes se viniese abajo. Era como si la construcción entera respirase.

Saint André tenía la apariencia de un impresionante castillo lúgubre y tétrico que había conocido tiempos mejores, ya que los signos de decadencia se veían por todas partes. Las fachadas descoloridas, las columnas descascarilladas, los escalones que subían a los dormitorios con varios peldaños rotos, y hasta había grietas en la barandilla de madera. En el amplio comedor donde se servían las comidas abundaban manchas oscuras y pegajosas en paredes y suelos, señales claras de que no solo el edificio era viejo y antiguo, sino que nadie se hacía cargo de limpiarlo y cuidarlo para que estuviera en condiciones. Los techos estaban llenos de humedad y la pintura se caía en pedazos. Los dormitorios no eran mejores, las sábanas desprendían el olor del amoniaco de los orines mezclados con la lejía de la lavandería con el que debían convivir. Pero lo peor de todo eran los vómitos que cubrían los suelos durante la noche, los nefastos sonidos de las convulsas arcadas…

Annika estaba allí por ser el resultado de una infidelidad. Su madre Olya tuvo la mala desdicha de enamorarse de un rico aristócrata. Olya siempre había dicho que de haberse sucedido las cosas de diferente manera se habrían casado. Annika al principio lo había creído, sin embargo, a medida que los años fueron pasando, la cruda realidad se hizo más que evidente. Él, Cameron Edwards Pávlov, jamás había tenido la intención de desposar a la humilde panadera. Y no pensaba hacerlo porque ya estaba casado.

Por lo menos, las únicas cosas buenas que Cameron tenía, según pensaba Annika, era que su nombre encabezaba las facturas pagadas y la pequeña cantidad de dinero que enviaba todos los meses a su madre. Por lo demás no sabía mucho de él, ni le importaba, aunque obviamente y porque no era sorda, había escuchado comentarios relacionados con su familia, sobre todo por tener una delgada línea indirecta con la casa de los Habsburgo. También por los sonoros escándalos que propiciaba su desconocido primo el príncipe Moritz Nikolai Petrov. Todos le nombraban con diversión y la anécdota, que durante mucho tiempo corrió de boca en boca por todo Praga, fue de una vez que había acudido a la ópera con una mujer casada. En mitad de un entreacto se había dejado caer por las cortinas del escenario hasta el salón inferior, desnudo de la cintura hacia abajo, cubierto solo por una camisa. Muchos murmuraron que el esposo de su amante los encontró en plena faena en el palco privado.

Las mellizas Evans, ambas tontas y cursis hasta decir basta, vecinas de Annika, le habían contado que habían conocido en persona al príncipe cuando coincidieron una vez en una comida benéfica en el mercado de la plaza de la ciudad vieja, y decían que era un joven guapísimo.

A Annika, en esos momentos lo que más le preocupaba era salir de Saint André. Y desde luego confiaba en no tardar mucho. Su padre se lo debía. Nunca en su vida se había atrevido a solicitarle nada, y escribirle para pedirle que la liberase de su encierro había sido más difícil de lo que había creído. Una vez más había tenido que dejar de lado su orgullo, sobre todo después de haberse quedado ronca de tanto decirle a su madre que jamás se rebajaría a pedirle ni un solo favor. Y ahora no solo había faltado a su promesa, si no que esperaba con ansias que llegase a recogerla.

Annika era una muchacha muy bonita, aunque nadie lo hubiese adivinado de verla en ese momento. Desde que fue arrastrada allí se había cubierto la espesa melena negra bajo un feo gorro de lana para impedir que alguien cortase su precioso cabello—con la venta del pelo se podía conseguir algo de dinero fácil—. Otra de las cosas que hacía que no llamase mucho la atención era sostener una actitud sumisa y recatada. Pero aquellos que realmente la conocían sabían que era una joven fuerte, luchadora y terca. Eso sí, su apariencia pequeña le hacía parecer más frágil de lo que en realidad era. Su boca carnosa y a un mismo tiempo delicada, la nariz recta, los pómulos altos y sus enormes y almendrados ojos azules hacían la delicia de todo el conjunto. Llevaba un abrigo holgado y desgastado por el que el húmedo frío se introducía helando todos los huesos de su cuerpo. Hasta hacía poco sus ropas habían sido prendas en buen estado, pero ahora lucían descosidas y sucias, maltratadas por la falta de higiene y por las peleas en las que se había visto involucrada esos días para que no se las robasen. En cuanto se descuidaba siempre había quien quería apoderarse de sus viejas botas y de los calcetines de lana, por eso, desde que había entrado en el orfanato, no había pegado ojo más que un par de horas seguidas. Por eso y porque una noche el indeseable del «Arañas» se había querido aprovechar de ella metiéndose en su cama. Annika había sido muy rápida en reaccionar y antes de que el joven se le pusiera encima logró echarle a patadas. Lo que menos le interesaba era buscarse un protector. Y por supuesto, de haberlo querido, jamás habría escogido a Thomas, el «Arañas». Él era un desalmado que se jactaba de haber fornicado con todas las muchachas de Saint André sin importar la edad que tuviesen.

Contra una de las paredes de adobe rojizo, Annika se encogió más en su desgastado abrigo sin quitar los ojos de encima del resto de los muchachos.

―No soy ninguna huérfana ―murmuró, sin saber cuántas veces había repetido esa palabra en aquellos meses. Sus pequeños dientes castañearon sin control y, aunque mantenía los puños cerrados con fuerza, sentía que era incapaz de mover los dedos con normalidad. Ni todas las chimeneas de Saint André juntas lograban calentar el interior del edificio.

Recordó el día que dos tipos entraron en su casa a la fuerza, poco después de que su madre muriese. Con engaños le hicieron subir en un viejo coche tirado por caballos. En el interior, una señora de aspecto obeso había tratado de tranquilizarla.

―No te preocupes pequeña, seguro que vas a estar aquí muy poco tiempo―le dijo.

Annika le creyó y en ningún momento dudó de su amabilidad. E incluso se había regocijado con su consuelo hasta que se abrieron las puertas del centro y como si fuese algo inservible, la colilla de un cigarro arrojada en plena calle, la abandonó a su suerte.

Pensando en aquello sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas otra vez. Echaba mucho de menos a Olya. No solo había sido una madre, también había sido una hermana, una amiga y su compañera.

El suave repiqueteo de una campana llenó el interior del salón y Annika se estremeció. Deseó volverse invisible y que la gobernanta, la que acababa de entrar con pasos rápidos, no la viese.

―¡Vamos muchachas, todas a lavarse! ―dijo la mujer alzando la voz para ser escuchada. Sus ojos de rata la encontraron enseguida y cabeceó para que siguiese su redondeado cuerpo―. Tú también, no te hagas la remolona, chiquita inmunda.

Como si decir aquello no hubiese bastado, se acercó a ella y la empujó con fuerza hacia el resto de las compañeras. Todas temían ese momento. Llegaban a la cámara de las duchas, se desnudaban en bancos situados contra las paredes y luego entraban juntas, igual que si fueran ganado, a una sala grande de azulejos que una vez habían sido blancos. Allí se colocaban sobre unos negros desagües que olían a lodo, les entregaban una pastilla de jabón y enchufaban a sus ateridos cuerpos con una manguera de agua.

Annika había tenido un encontronazo en aquel mismo lugar poco después de haber llegado. Había sido uno de los momentos más horrorosos por lo que había tenido que pasar, y todo por culpa de Molly, una muchacha que no tenía más años que ella. En aquella ocasión, se había restregado bien con el jabón y se había sentido orgullosa por haber controlado el llanto cuando el fuerte chorro de agua enrojeció su piel. No estaba acostumbrada a los lujos, pero tampoco a los maltratos. Cuando terminó de vestirse, se le cayó del bolsillo un precioso colgante de plata en forma de corazón. Económicamente no valía gran cosa, pero era el único recuerdo de Olya y en su interior guardaba un descolorido retrato de ella. Molly se lo robó y Annika, furiosa, se quejó a los cuidadores. Nadie hizo caso de ella y días más tarde, varias chicas la golpearon con violencia por acusona.

Las campanas sonaron de nuevo.

―Por favor, sácame de aquí ―imploró, caminando cabizbaja hacía el banco de las duchas.

En ese momento, Molly pasó junto a ella y se volvió a mirarla.

―¿Ya estás hablando otra vez sola?

Los labios de Annika se tensaron.

―¿Por qué no te metes en tus cosas?

Molly la miró fijamente con sus ojos de arpía. «Era fea con avaricia».

―¡Sigues siendo la novedad! —le respondió—. Cuando entre alguien más, dejarás de importarme.

Annika frunció el ceño y gruñó por lo bajo.

―¡Dejad de discutir y a las duchas!―ordenó la gobernanta. Las hizo poner en fila y una a una les dio sus respectivas pastillas de jabón.

Molly, con una fría sonrisa, se marchó al otro lado de la sala rodeada de sus amiguitas. Annika suspiró más tranquila y eligió el rincón más alejado.

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CAPÍTULO 1

La ciudad de Praga era un manto cubierto de nieve a pesar de estar en el mes de febrero. Parecía que ese año la primavera no tenía ningún deseo de hacer su presencia y al príncipe Moritz Nikolai Petrov no le molestaba en absoluto. Al contrario, le encantaban los días fríos en los que podía refugiarse en su casa al calor de un buen fuego, con un vaso de grüner veltliner en la mano. Y si la compañía era femenina, no podía pedir más.

En aquel momento ni estaba en su casa ni estaba acompañado por ninguna mujer. Por alguna extraña razón, su tío Cameron necesitaba hablar con él y le había citado en el vestíbulo del restaurante donde se habían reunido varias veces.

Nikolai era un hombre muy guapo. Había querido la naturaleza dotarle de un rostro fuerte y varonil que hacía temblar las piernas de las mujeres más confiadas. Su cabello, ensortijado y largo sobre sus hombros, era oro con finos mechones plateados. Las canas, muy adelantadas para sus treinta y cuatro años, lejos de aparentarle más edad le conferían una belleza inusual, lo volvían más atractivo. Sus rasgos eran poderosos, pómulos firmes, elegantes cejas de un ligero tono más oscuro que el cabello; una cara de piel bronceada donde sus ojos, de un tono verde esmeralda, contrastaban como un faro en la oscuridad de la noche.

―Príncipe Petrov, ¿deseáis que os acompañe hasta la mesa? ―preguntó el maître del restaurante, recibiéndolo con una firme reverencia.

―Estoy esperando a alguien ―respondió, sacando el reloj del bolsillo de su abrigo. Abrió la tapa de nácar―, debe de estar a punto de llegar.

El maître se aclaró la garganta.

―Si lo deseáis, podéis ocupar los sillones aquellos ―Le señaló un par de butacas situadas frente a una chimenea junto a la ventana. Desde allí se veía la calle y la ribera del río Moldava. Sus aguas plateadas bajo el cielo plomizo parecían un espejo empañado.

Nikolai asintió. Se dirigía a donde el maître le había indicado cuando Cameron ingresó en el vestíbulo sacudiéndose el abrigo.

―¡Nikolai! ¡Ya estás aquí! Espero no haberte hecho esperar mucho.

Nikolai se volvió a él y le dio un apretón de manos.

―Acabo de llegar. ¿Cómo estas, Cameron?

―Bien, muchacho. ¿Y tú? ¿Has tenido noticias de tus padres?

Nikolai negó con la cabeza y sonrió con sarcasmo.

―Sé que este año adelantaban su marcha a París, aparte de eso no sé nada. Parece que todo está cubierto con un halo de misterio. ―Se encogió de hombros―. ¿Quieres que pasemos al comedor o nos tomamos algo en el bar?

Cameron miró hacia el lugar donde estaba la barra de las bebidas.

―Da igual, es un poco largo lo que debo decirte. Lo que te apetezca más.

Nikolai frunció el ceño. Notaba a su tío bastante decaído y no era muy normal en él.

―Estoy muy intrigado contigo, me ha parecido muy raro que me mandases llamar en vez de pasar a visitarme a casa. Espero que no sea nada grave.

Cameron se quitó los guantes y le indicó el comedor con un movimiento de cabeza.

―Me parecía mejor charlar en un lugar donde nadie estuviese encima de nosotros. No me refiero a que tus sirvientes lo estén, pero prefiero algo más privado.

El maître, que había estado observándolos a cierta distancia, llegó presuroso para indicar la mesa que les habían preparado. El comedor a esas horas estaba bastante vacío, pero aunque no fuese así, siempre había sitio disponible para ellos. Les recogió los abrigos y les entregó los librillos del menú. Ni Cameron ni Nikolai se molestaron en mirarlos. Esperaron hasta que estuvieron solos.

El restaurante era un lugar espacioso y muy agradable. La luz entraba a través de las ventanas esparciendo la mañana por toda la estancia.

―¿Qué es lo que me tienes que decir con tanta urgencia?―preguntó Nikolai con un deje de intranquilidad. La paciencia no era una de sus mejores virtudes y su tío lo sabía.

―Annika está en Saint André.

Nikolai no escuchó bien y arqueó las cejas.

―¿Quién?

Cameron echó la espalda hacía atrás en su silla y un poco nervioso cogió la servilleta.

―Annika. ¿Cuántas Annikas conoces? Annika, mi hija.

―¡Ahh! ¿Y por qué está en el orfanato? ―inquirió con curiosidad.

El rostro de Cameron se transformó en una máscara de dolor y angustia.

―Olya ha muerto y Annika me ha escrito una carta.

Nikolai le miró anonadado. Cameron y él siempre habían congeniado, quizá porque su tío era el único de la familia que no era un pretencioso engreído siempre hablando de posición, dinero y poder. Era el esposo de su tía Irina Petrova y se habían casado por poderes y conveniencia. Habían engendrado dos altaneras niñitas malcriadas y consentidas con las que Nikolai apenas trataba. Aquella unión, en su día, había sido un enlace muy fructuoso entre dos de las familias más importantes de Europa, sin embargo aquel casorio sin amor se había ido convirtiendo en una guerra de jerarquías. Irina buscaba la influencia, riquezas y luchaba por seguir en el alto escalafón de la clase alta. Cameron, algo más romántico y humilde en pensamientos, se había enamorado de una panadera. Cuando Irina se enteró le obligó a separarse de su amante. Aunque todos en la familia Petrov, excepto Nikolai que en aquel entonces estaba fuera de la ciudad estudiando en Italia, conocían la existencia de la bastarda. Nunca hablaban de ella ni la nombraban, como si de esa manera borrasen de la faz de la tierra su existencia. Cuando Nikolai se enteró se convirtió en el paño de lágrimas de Cameron y al único que le hablaba de ella.

―Lo siento, Cameron, no sabía nada. ―Le compadeció―. ¿Cómo ha pasado?

―Al parecer de una pulmonía.

―¿Y qué vas hacer ahora?

―Olya era una mujer fuerte y luchadora. Siempre se preocupó por mantener a Annika apartada de toda esta mierda, pero no sé cómo o por qué, Irina se enteró de que había fallecido. Ya sabes cómo es ―agitó la cabeza con pesadez―, se las ha apañado para lograr que Annika acabe confinada allí.

―¿Estás seguro de que ha sido ella quien la ha encerrado? ―le preguntó. Quizá él no fuese el más indicado para dudar de su tía; sin embargo, no era de los que acusaban sin motivos o pruebas. Conocía Saint André de oídas y era uno de los peores sitios de Praga. Se trataba de un centro de acogida para niños huérfanos y para jóvenes ladronzuelos con necesidad de corregir sus modales, con una reputación desastrosa. Muy lejos de reformar a los moradores, era el lugar donde se formaban las nuevas bandas de rateros que llenaban las calles. Jóvenes con la única opción de delinquir para poder colmar el estómago. La gente de la ciudad se negaba a ofrecer puestos de trabajo a todo aquel que proviniera de ese lugar y la mayoría terminaba apareciendo bajo los puentes, en avanzados estados de desnutrición o incluso muertos.

Cameron asintió con pesar.

―Ha sido Irina, la conozco muy bien ―le aseguró―. Y si pudiese hacerme cargo de Annika no te tendría que estar contando esto ahora, pero sabes que me es imposible, Nikolai. Mientras mi esposa siga con vida eso es improbable, y ella tiene una salud de hierro.

―Y un genio de mil demonios ―añadió Nikolai, dándole la razón.

―Tú eres la única persona con la que yo puedo contar, Nikolai. Debes ayudarme.

―¿Ayudarte? ―preguntó extrañado. Sintió un escalofrío―. ¿De qué estamos hablando, Cameron? ¿En que podría ayudarte yo?

―Necesito que la saques de allí. Por favor, llévala contigo, dale tu apellido. ― Nikolai abrió sus ojos verdes como platos―. Estoy hablando en serio, Nikolai. Yo correré con todos los gastos.

―Pero…

―Eres el único que se atrevería a desafiar a la familia.

Nikolai le miró estupefacto. Cierto que era la oveja negra, pero tutelar a la bastarda de Cameron… era ir demasiado lejos incluso para él. Negó con la cabeza.

―Nikolai, te lo pido por favor ―insistió, llevándose con desesperación la mano a la boca―. Si no haces nada mi pequeña… ella… no sobrevivirá. Olya puso mucho empeño en hacer de ella una persona decente, pero metida allí lo único que conseguirá será calentar la cama de algún aprovechado y llenarse de pequeños bastardos.

Nikolai tragó con dificultad. No podía creer que su tío le estuviese pidiendo algo igual.

―No es cuestión de dinero… ¿Estás seguro de que Irina ordenó que la llevasen a Saint André?―insistió.

—Seguro.

—¿Lo has hablado con ella?

—¡No! Claro que no lo he hablado. Sabes que no puedo hacerlo.

—¿Y si estás confundido? Es posible que esta vez Irina no tenga nada que ver.

—Suponiendo que tengas razón, sigo necesitando que alguien se haga cargo de ella. Por favor, Nikolai, te lo suplico.

—Joder, ¿y qué hago yo con ella?

—Puedes enviarla a estudiar fuera si no la quieres cerca. La pobre ya ha sufrido lo suficiente por mi culpa. Si pudiera, yo personalmente me encargaría, pero… mis hijas no volverían a dirigirme la palabra nunca y con eso no podría vivir. Ya me quitaron el poder dar mi cariño a Annika, pero a mis otras hijas… No podría con ello.

Un camarero se acercó y colocó sobre la mesa un par de platos de porcelana china. Sirvió el vino y sacó la libreta para apuntar.

―Yo le aviso ―dijo Nikolai despidiéndole con sequedad. El hombre hizo una reverencia y se alejó. Nikolai se inclinó ligeramente hacía Cameron―. ¿Sabes lo que estás pidiéndome?

―No seas mezquino, Nikolai. Te estoy haciendo un favor. Con tu comportamiento harás que tus padres sepan que en verdad eres un hombre hecho y derecho, responsable y…

Nikolai soltó una carcajada carente de humor.

―Cameron, no soy un hombre responsable. Sabes perfectamente quien soy y lo que se dice de mí. ¡Hasta los chicos me definen como orgulloso y excéntrico! ¿Y mis padres? Para ellos no soy más que un provocador, un mujeriego con dinero que me creo capaz de cambiar el mundo saltándome todas las normas. Tú conoces mi manera de vivir. ¿Crees que criar a tu hija es lo más sensato? ¡Por Dios! ¡A veces Johnny me mete en la cama como si fuese un niño de lo borracho que llego a casa! No puedes pedirme que haga eso, que cambie de la noche a la mañana. Pídeme otra cosa, lo que quieras, pero eso no.

―¿Cuántas veces has soñado con avergonzar a Irina? —preguntó Cameron— ¿Qué mejor forma de hacerlo que poniendo a mi pequeña en el sitio que le pertenece? Piénsalo, Nikolai. Además, Annika es una muchacha perspicaz.

Nikolai suspiró sonoramente y agarró con fuerza la copa de vino.

―Me tientas, tío. Pero si hago eso, la familia se me va a echar encima como una jauría de galgos.

―¿Y temes eso? ―le retó Cameron.

Él negó con la cabeza y bebió un gran sorbo. El vino no le ayudó a relajarse, muy por el contrario, no estaba haciendo otra cosa que pensar en su futuro inminente. Y en cierta medida le divertía el hecho de imaginarse a la víbora de su tía rabiando a muerte cuando la bastarda alardeara ante ella en alguna reunión. Gimió y se acabó el resto de la bebida. Su padre iba a entrar en cólera, y esta vez él tendría toda la culpa. Se estremeció, pero su tío continuó suplicándole con los ojos acuosos, señalándole con el dedo.

―Nikolai, no permitas que el temor te impida pensar. Es como adoptar una mascota. Se sabe que tus caballos son los mejores cuidados y alimentados de toda la ciudad. ¿No me digas que no puedes hacer eso mismo con tu prima?

Con los ojos puestos en su tío, asintió con indecisión.

―Sabes que esto no lo haría por nadie, tío. Y puede que llegue arrepentirme de ello. Veremos qué sucede y qué nos depara el futuro. Sin embargo, no olvides nuca que si lo hago es por la estima que te tengo y nada más.

Cameron disimuló una exhalación de alivio y le sonrío con afecto. Sin esperar al camarero, él mismo volvió a llenar las copas.

―Sabía que no me ibas a defraudar. Gracias, Nikolai.

No muy convencido, brindó con él. No pudo evitar preguntarse si estaba haciendo lo correcto. Si él hubiese necesitado un favor importante, seguramente su tío se habría ofrecido él primero. Podía decir que era uno de sus mejores amigos, aunque tenía que reconocer que darle su palabra de hacerse cargo de Annika era probablemente lo más estúpido que había hecho en toda su vida. ¿Qué necesidad tenía él de adoptar a una muchachita?

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CAPÍTULO 2

Annika avanzó con prisa al dormitorio envuelta en una corriente de alegría que bullía en su interior. Apenas unos minutos antes le habían dicho que un hombre había acudido a buscarla, y ella estaba tan feliz de salir de allí que ni siquiera se paró a pensar que tal vez iba a conocer a su padre por primera vez.

Con el corazón galopando en su garganta, atravesó el ancho corredor dejando las camas a un lado y a otro hasta llegar a la de Molly. A esas horas no había nadie en el dormitorio y sabía perfectamente donde ella guardaba sus tesoros, como solía llamar al fruto de sus hurtos. No tardó en encontrar su colgante. Molly tenía varias joyas más, pero ella no les hizo caso. No era ninguna ladrona.

Corrió a buscar su abrigo y, sin una mirada de despedida, descendió las escaleras con agilidad, medio saltando, agarrándose de la barandilla. En el primer descansillo observó con expresión acongojada a algunas de las muchachas que charlaban frente a las aulas. Las compadecía de corazón. No todas eran tan malas como Molly.

***

Nikolai se mantuvo firme en el vestíbulo más frío en el que había estado nunca. Sus ojos claros recorrieron con aversión los azulejos grises que cubrían la sala. El lugar era más espantoso de lo que había oído hablar. Un sitio oscuro de altos techos de madera vieja. Un par de bancos contra una pared y un paragüero oxidado eran los únicos objetos que lo adornaban.

El director del centro era un completo arrogante que se había atrevido a decirle que enviarían a alguien a su casa para ver cómo se trataba a la niña. «¡Seguramente mil veces mejor que allí!», quiso decirle; sin embargo prefirió no contestarle. Su fulminante mirada había bastado para que el ansioso hombrecillo fuera a buscar a la pequeña.

Cada minuto que pasaba, más se arrepentía de estar haciendo ese favor. Cierto que le apenaba la suerte de la desdichada hija de la panadera, pero era Cameron, y no él, quién debía hacerse cargo de ella.

¡Se había vuelto completamente imbécil! Él, que no quería ataduras de ninguna clase, se iba a convertir en un tutor responsable. Gracias al cielo no estaba solo en eso y contaba con la ayuda de su querida amiga de la infancia, la hermosa lady April Danfort. Sus amigos también habían sido advertidos ya de la llegada de la chiquilla y, con toda seguridad, seguirían en alguna parte muertos de la risa. Los oía como si estuviesen con él en ese momento.

―¡El loco Nikolai tutor de una criatura!

Se maldijo una y mil veces mientras escuchaba como se abrían y cerraban puertas en el interior del orfanato. Podría haber enviado a alguien por ella, sin embargo le pareció justo, que siendo primos, fuese él en persona.

La gruesa puerta principal se abrió con un sonido chirriante, y salió una muchachita de mejillas pálidas y ojos azules. Parecía tan pequeña cuando se detuvo en el umbral que Nikolai creyó marearse. Se extrañó que tras aquellos meses metida en ese lugar estuviese todavía con vida. «¿Cómo habían podido llevar a la niña allí? ¡Maldita Irina!»

Ella le miró con recelo. Llevaba las manos unidas por delante de su cuerpo.

―¿Annika Anderson?―preguntó él después de aclararse la voz.

La muchachita asintió con la cabeza, sin moverse del sitio.

La observó con ojos entornados al tiempo que se acercaba a ella. Un gorro de lana en color blanco cubría la pequeña cabeza dejando a la vista un rostro blancuzco, cuyas mejillas iban adquiriendo el tono rojo del frío que flotaba en el vestíbulo.

Nikolai apretó con fuerza los puños enguantados de cuero oscuro contra sus piernas. La niña tenía una cara muy bonita, aunque no pudo precisar su edad. Parecía sana, puede que bastante delgada en el interior del austero abrigo que llevaba, pero era más alta de lo que le había parecido al verla atravesar la puerta. No sabía que decirle, así que expresó lo primero que se le vino a la cabeza.

―Soy el príncipe Moritz Nikolai Petrov, tu primo, y desde este momento también tu tutor.

Ella lo miró con curiosidad al principio, luego con una chispa de temor y reproche.

―¿Me va a sacar de aquí?

Le encontró un asombroso parecido con Cameron. Sus ojos eran idénticos. Asintió.

―Así es. ¿Cómo te encuentras?

Ella arrugó la nariz con disgusto.

―Más o menos bien, gracias.

―Entonces vámonos, el carruaje nos espera al final de la calle. ―Señaló la puerta con impaciencia―. Será mejor que salgamos cuanto antes de aquí. No soporto el hedor de este sitio.

El olor era inaguantable, una mezcla de humedad rancia y huevo podrido al que ella parecía haberse acostumbrado. La miró atentamente, leía la indecisión en su cara. No llevaba equipaje ni bolso de mano. Sus ropas estaban en un lamentable estado y el calzado sucio y lleno de barro.

―¿Vamos? ―insistió él.

Annika, con determinación, abrió la marcha hacia la puerta. Estaba por completo anonadada. Su primo, el mismo del que las hermanas Evans le habían hablado tanto, era el hombre más guapo que había visto nunca, y ¡había ido a buscarla! ¡A ella! Se sobresaltó cuando él volvió a romper el silencio.

―Cameron es mi tío, pero creo que ya lo sabes, ¿verdad?

Ella asintió.

Con un suspiro aliviado, Nikolai caminó a su lado. Era esbelta, sin llegar a ser alta. Le llegaba hasta el hombro y se movía con la agilidad de una gacela, casi con prisa. Ni una sola vez la vio mirar atrás, cosa que no le extrañó.

―Mi madre me ha hablado de usted en alguna ocasión ―dijo, sorprendiéndole―. Bueno, de toda su familia ―se corrigió.

―Casi prefiero no saber que te han contado.

La joven se encogió de hombros y volvió la cabeza a echarle un vistazo. Le recorrió de manera veloz, con cierta indiferencia en sus claros ojos azules.

Él se alegró de que Annika fuese todavía una mocosa. De haberle mirado así una dama se habría comenzado a preocupar por su aspecto, ellas solían darle un repaso más exhaustivo.

―Señor... excelencia, estoy confundida ―le confesó con la vista perdida al frente de nuevo―. No sé por qué había esperado que fuese Cameron quien viniera a buscarme. ¿Él le mandó venir por mí?

―En realidad sí. ―La vio arquear sus bonitas cejas cuando volvió a mirarle y se apresuró a explicar―. Tu padre necesita que alguien se haga cargo de ti, y yo estoy disponible.

―No lo entiendo. ¿Mi padre quiere que usted sea mi tutor? ―Se detuvo turbada. Se abrazó el cuerpo queriendo entrar en calor y alzó la cabeza hacía él― ¿Por qué?

Nikolai también la miró a los ojos.

―Si te parece hablamos mejor en el trayecto, si no entramos rápido en el coche te vas a congelar ―Para confirmar el frío que hacía, una ráfaga de viento les empujó con fuerza y tuvieron que luchar para no ser arrastrados. Nikolai cogió su brazo y la sostuvo hasta que pudieron iniciar la marcha de nuevo.

El vehículo estaba parado junto a la calzada, y, nada más acercarse, un cochero muy bien abrigado les abrió la puerta deteniendo su descarada mirada en ella. Después saludó a su patrón con un seco movimiento de cabeza.

―Johnny, es la señorita Annika Anderson ―La presentó, mientras la hacía entrar en el coche protegiéndola del viento.

Desde el interior, ella observó al chofer sin devolverle la sonrisa. Hacía mucho frío y no entendía que estaba pasando.

El sirviente no se ofendió e hizo una leve reverencia. En cuanto ella se deslizó hacia el fondo, se giró hacía su amo con una expresión de desconcierto. Llevaba con Nikolai muchos años. Era sirviente, cochero y, a veces, su conciencia. En su frente se dibujó una multitud de finas arrugas al fruncir el ceño.

―Por la forma de hablar del señor Pávlov pensé que su hija era más joven ―susurró.

―Yo también lo pensé ―respondió Nikolai preocupado. De reojo observó a Annika que había vuelto la cara hacía la ventanilla opuesta y observaba la calle―. Apenas he tenido tiempo de intercambiar palabras con ella.

―¿No se habrá confundido de muchacha, alteza?

Nikolai agitó la cabeza. Sus labios se curvaron en una sonrisa.

―No lo creo, tiene cierto parecido a él. Vayámonos ya, Johnny, estoy deseando llegar a casa. La visita al hospicio me ha revuelto el estómago.

―No me extraña, alteza, es el lugar más siniestro que he visto nunca. Aquí un día hay una masacre y no se entera nadie. ―Se encogió de hombros―. Tampoco se iba a perder gran cosa.

―Con un poco de suerte no lo veremos más ―le animó Nikolai.

Antes de reunirse con Annika, observó el edificio por última vez. El aire arrastraba hasta allí el olor de basura podrida. Le pareció ver caras en algunas de las ventanas inferiores. El sitio le ponía los pelos de punta.

El cochero esperó a que Nikolai subiera y cerró la puerta antes de alzarse al pescante. En el interior, las cortinillas de las ventanas se hallaban descorridas dejando penetrar una luz grisácea casi oscura. Todo estaba tapizado de terciopelo burdeos, inclusive el suelo. Fuera parecía que las fuerzas del mal habían despertado de un lento letargo de calma y quietud, y el viento racheado llevaba consigo finísimas gotas de lluvia que golpearon insistentes en el vehículo.

―¿Tienes frío? ―preguntó mirándola, al tiempo que tomaba posición en el asiento de enfrente. Ella estaba demasiado erguida y no apoyaba la espalda en el respaldo. Negó con la cabeza, pero él adivinó que mentía. El temblor de sus labios delataba su gesto―. Puedes relajarte, tenemos un camino algo largo por delante.

Ella se tensó todavía más.

―¿Dónde vamos?

―Hacia el Norte, a mi hogar. ―Golpeó el techo del carruaje con el puño cerrado y enseguida los caballos comenzaron a moverse sobre los adoquines hasta cruzar el portón de hierro. A partir de ahí el camino era de tierra con bastantes depresiones.

Él fingió no ver el miedo pintado en la mirada de Annika. Sus ojos eran de un azul gélido, hermosos.

―He notado que no llevas nada de equipaje.

―Cuando me trajeron aquí no me dejaron recoger nada, pero supongo que mis cosas seguirán estando en casa. ¿Por qué lo pregunta? —inquirió, arqueando una ceja de un modo bastante curioso.

Él se encogió de hombros. Lamentaba mucho el aspecto de la niña. Imaginaba que cuando vivía con Olya no habría ido tan desastrada como en ese momento. Puede que no hubieran tenido recursos como para vestirse con el lujo con el que lo hacían las hijas de Irina, pero habían tenido para vestir bien, aunque modestas.

―Lo pregunto por simple curiosidad ―respondió, agitando la cabeza―. Pero no importa, me haré cargo de ello. Tendremos que comprarte prendas en mejor estado.

Ella frunció el ceño y le miró molesta.

―No necesito nada, excelencia. Ya le he dicho que mis cosas deben estar en mi casa. Si pudiese llevarme allí se lo agradecería, aunque no me viene mal si me deja en el centro, ya me apaño yo para seguir el camino.

Él suspiró largamente. Se despojó los guantes y los arrojó a un lado sobre el asiento.

―Me temo que eso sea del todo imposible, Annika. ¿Sabes lo que significa que yo sea tu tutor? A partir de este momento vivirás en mi casa bajo mi protección. ―Las fosas nasales de la muchacha se dilataron, pero Nikolai continuó hablando, incomodo―. Imagino que estas algo reticente ya que no soy tu padre, pero estoy seguro de que terminarás acostumbrándote.

¿Algo reticente? ¿Acostumbrarse? Ella no podía creer

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