CAPÍTULO 1
Ciudad de Oro Verde, Argentina
—Pero ¿cómo se supone que debo hacer eso? —preguntó María Cristina con ojos asombrados.
—No lo sé. Yo no soy muy versado con la tecnología.
—Pues tampoco yo, Aníbal. Daniel te será de mayor utilidad; es un genio con las computadoras y con todo aquello que se asemeje.
María Cristina observó anonadada como su jefe negaba con la cabeza.
—No. Tú eres la que se encarga del tema de la electroforesis[1] y solo tú puedes hablar con el mundo acerca de lo que necesitamos. Además, eres la única que tiene un inglés más o menos aceptable.
—¡Por Dios, Aníbal! En realidad, es horrible. En la escuela me resultaba difícil prestar atención en las clases que nos daba una profesora inglesa y me la pasaba cortando figuritas para pegarlas en los deberes porque si no me aburría.
—No importa. Tú puedes hacer hablar hasta a las piedras, María Cristina. Confío en tu poder de comunicación.
Y sin decir más, el muy maldito desapareció por detrás de la puerta de su despacho.
«Mierda», pensó desesperada.
¿Cómo pretendía Aníbal que ella explicase a personas del resto del mundo lo que le urgía saber a su equipo cuando era tan ineficaz con los ordenadores? Podía sentarse frente a uno y manejar los programas necesarios para desarrollar la tarea diaria, pero era bastante torpe con el teclado y ni hablar del manejo de internet. Aun cuando era una chica joven que pertenecía a la generación digital, siempre se había sentido intimidada por todo eso. Y no hacía mucho por superarlo. Lo máximo a lo que se había atrevido era a buscar alguna información en Google o a contestar muy de vez en cuando algún correo del laboratorio. Por eso no entendía por qué su jefe la había elegido para llevar a cabo semejante tarea. ¡Y en inglés!
Aníbal debía estar chiflado. Adoraba a su jefe y le debía mucho. Cuando ella se había recibido de ingeniera agrónoma hacía dos años, había buscado trabajo por todos lados sin éxito y, cuando había llegado a pensar que debía tirar la toalla, Aníbal Galloni había surgido de la nada y le había ofrecido una oportunidad de trabajo inestimable en el laboratorio de la Facultad de Ingeniería Agronómica de la UNER[2] . Y ella había aceptado con los ojos cerrados.
Aníbal era un ingeniero exigente al extremo, lo cual había sido un gran estímulo debido a que a ella le gustaban los desafíos. Era buena para concretar cosas y relacionarse con la gente cara a cara. Adoraba estudiar y aprender con extremo detalle. Eso había valido para ganarse un buen lugar en su trabajo ya que, sin quejarse, era capaz de pasarse jornadas de más de quince horas sentada frente a un microscopio o a los geles de electroforesis analizando las proteínas de las diferentes muestras de semillas que las compañías de cereales de varias provincias del país les enviaban, o haciendo los complicados análisis estadísticos o innumerables pruebas para detectar la calidad y la pureza genética. Pero en el terreno digital, era un verdadero desastre. Internet y las redes sociales no le atraían y, además, le resultaban insoportables.
Entendía que la gente había perdido el poder de la palabra, del armado de las frases y hasta de las buenas lecturas, a causa de haber elegido idiotizarse frente a un ordenador o a la pantalla de un teléfono móvil. Hombres y mujeres de todas las edades se pasaban horas interminables con el traste atornillado a una silla, donde la comunicación con el otro parecía consistir en decir cualquier estupidez, incluso mentir de forma descarada. Y ella se negaba a eso, aunque varios la consideraran un sapo de otro pozo.
Adoraba viajar, meditar, leer, tener amigos, conocer gente de alrededor del mundo e incluso, muy de vez en cuando, disfrutar de algún compañero con derecho a roce. Pero siempre cara a cara. No quería ser esclava de nada, menos que menos de una computadora o de un teléfono o de cualquier cosa de esa índole.
Por eso, el pedido de Aníbal le resultaba atemorizante. Debía navegar en internet para encontrar a alguien en el mundo que la ayudase con el encargo de su superior.
La puerta del recinto se abrió y la voz de su amigo y colega Daniel la sacó de sus pensamientos.
—¡Hola, Crissy! ¡Estás preciosa hoy!
Se dio vuelta y le devolvió el cumplido con una enorme sonrisa. La había llamado por su apodo como solo la gente muy allegada a ella lo hacía.
Daniel Borras tenía veintiséis años y se había recibido de ingeniero agrónomo unos años antes que María Cristina y, desde el primer instante en que se vieron, habían congeniado. Se habían cruzado varias veces por los pasillos de la universidad, en donde habían mantenido grandes tertulias que, con el tiempo, habían dado lugar a una linda amistad.
—Por favor, Dani, necesito de tu ayuda —suplicó María Cristina casi con voz desfalleciente.
—¿Qué te sucede? —Su amigo se acercó y se detuvo a su lado.
—Adivina. —Y señaló a la pantalla.
Daniel emitió una carcajada.
—No me digas que Aníbal te ha pedido hacer lo que nadie ha logrado.
—No sé por qué te hace tanta gracia, cuando sabes que soy pésima en esto. Quizás tú puedas llevar adelante la solicitud que me hizo.
—¡Ni loco! —contestó y volvió a reír.
—¡Pero es que no sé ni por dónde empezar!
Su colega se sentó y la miró con cierta compasión.
—Te ayudaré con el inicio del programa, pero no más. Después deberás continuar por ti misma, Crissy. Este es un momento apoteótico en la historia del laboratorio ya que, por fin, te dignarás a aprender a manejar un programa de redes sociales, donde quizás encuentres a la persona que nos ayude a resolver semejante lío en el que estamos metidos. No puede ser que te cueste manejar un teclado en los tiempos que nos rodean. Tampoco puedes seguir con tu bloc de notas, anotando con un bolígrafo lo que te resulta útil. Parece que hubieses utilizado el teletransportador del capitán Kirk de la nave Enterprise y hubieses regresado de la prehistoria al siglo XXI.
—Eres un ingrato —refunfuñó María Cristina.
—No, querida. Pero si quieres seguir creciendo en el laboratorio, deberás dejar de lado tus pruritos y acomodarte a la tecnología moderna.
—¡Me sé manejar con ella! —protestó.
—Solo si se trata de las cuestiones cotidianas que llevas a cabo. Te falta aprovechar mucho más el uso de internet y las inestimables ventajas que tiene. Hay un montón de información útil disponible, además de ofrecerte la posibilidad de hallar gente con la que podrías dialogar sobre temas de nuestra profesión, como es el caso de lo que Aníbal te ha encomendado.
—Para que no te quejes, intentaré hacerlo. Pero al menos dime en dónde debo ingresar para comunicarme con personas de alrededor del mundo.
—Prende la computadora.
María Cristina lo miró con recelo.
—Sé muy bien cómo se hace. No hace falta que te hagas el sabelotodo conmigo.
Se acomodó en el asiento y apretó el botón de encendido del aparato que tenía frente a ella bajo la estricta mirada de Daniel.
Al cabo de unos segundos, el visor se había llenado de la imagen de un tigre blanco.
—¿Aquí también? —preguntó Daniel.
—Es mi animal favorito.
—Ya lo sé, mi amor. Si tienes la casa llena de cuadros y estatuillas de ese animal.
—Bueno, deja de distraerme y dime cómo sigo.
—Escribe tu contraseña.
—Espera que la busco.
María Cristina se levantó ante la expresión asombrada de su amigo y del interior de la cartera extrajo una libretita.
—¿No te la sabes de memoria? —inquirió Daniel perplejo.
—Cállate —advirtió ella, mientras escudriñaba en su anotador—. ¡Aquí está! —Y con sumo cuidado tecleó las letras y los números de la contraseña.
—Abracadabra —dijo su colega cuando aparecieron los diferentes íconos en la pantalla—. Ahora verás. —Y escribió el nombre de algo que dio lugar a una página que María Cristina no tenía idea de qué se trataba.
—No pretenderás que entienda eso —refunfuñó.
Daniel sonrió y asintió con la cabeza.
—Te he dado entrada a un programa de mensajería instantánea que te permitirá hallar usuarios de todo el mundo con los cuales podrás departir acerca de lo que necesites. Puedes incluso rastrearlos por categorías como oficios, profesiones, sexo, países y edades. Es muy completo.
Dicho esto, Daniel se levantó y se dirigió a la puerta del laboratorio. María Cristina lo miró con la cara desencajada.
—¡No esperarás que haga esto sola! —chilló desde su asiento.
—Es de la única manera que aprenderás, amor. ¡Nos vemos!
Y por segunda vez en la mañana, María Cristina fue abandonada a su suerte.
«Juro que los mataré», prometió furiosa.
Miró la pantalla y permaneció quieta durante un tiempo que le pareció eterno hasta que se obligó a suspirar. Tenía que lograrlo. Era una chica fuerte capaz de aceptar los desafíos que la vida le presentaba y este era uno que debía vencer. O no se llamaba María Cristina Cipriani.
CAPÍTULO 2
Se despatarró sobre la silla, agotada. Hacía ocho horas que intentaba comprender el manejo del programa y, por fin, María Cristina se atrevía a afirmar que había ganado la batalla. Si bien al principio había sido una tortura debido a su escaso dominio del inglés, con el paso de las horas había logrado comunicarse con ingenieros e ingenieras de diversas partes del mundo a los que les había presentado el problema que aquejaba a su equipo. Para ello, María Cristina había confeccionado un mensaje tipo en el que había detallado el pedido de ayuda para estandarizar una nueva técnica de electroforesis de semillas, la cual les había estado dando muchas dificultades. Las respuestas no habían tardado en aparecer y, al cabo de unas horas, María Cristina había dialogado con profesionales de Estados Unidos, Canadá, Inglaterra y Holanda, aunque la mayoría le había explicado de modo muy amable que la estandarización de esa técnica había estado trayendo problemas a muchos otros laboratorios lo cual significaba que, por el momento, encontrar una solución definitiva se hacía muy difícil.
Agotada y hambrienta, María Cristina se dirigió al baño. Le dolía la cabeza por el esfuerzo que había hecho por entender tantas cosas nuevas, no obstante se sentía satisfecha con su maltrecho inglés. Si bien había contado con la ayuda extra de un diccionario bilingüe en papel que tenía más años que Matusalén, también sus pobres conocimientos del idioma habían hecho lo suyo, ya que una tarea que en un principio había considerado imposible, se había transformado en una capaz de ser llevada a cabo.
Luego de tirar la cadena del sanitario, se lavó las manos y volvió al recinto. Apenas había ingresado, miró el reloj colgado en la pared que marcaba las seis de la tarde lo cual indicaba que había trabajado demasiado y era hora de regresar a su apartamento.
Empacó sus pertenencias y cuando iba a apagar el equipo, fijó la atención en la lista de profesionales que el programa había emitido, donde figuraban los nombres, el país de residencia y el correo de cada uno de ellos. A causa del tiempo que había tardado en entender el manejo del sistema, solo había conversado con seis o siete de esas personas, pero había un nombre que le había atraído de manera muy notoria desde el principio y que se había obligado a ignorar, debido a su deseo de respetar el orden de aparición de los diferentes profesionales para dialogar con ellos.
—Niko —balbuceó. Y sonrió.
Había algo en ese nombre que la inquietaba y no entendía el porqué. Y de súbito recordó lo que había leído en sus libros de metafísica acerca de la sincronicidad de la vida, que estipulaba que todo lo que sucedía en la existencia tenía una razón de ser y que debía ser posible descubrirse si se prestaba especial atención a las señales que la misma se encargaba de transmitir. Y en ese segundo, María Cristina decidió que ese nombre que titilaba ante sus ojos podía ser el del individuo que la ayudaría a obtener la tan ansiada respuesta que el personal del laboratorio necesitaba.
Dejó la cartera y los apuntes sobre la mesa y se sentó de nuevo. Recuperó el mensaje modelo que ella había enviado a los anteriores profesionales y se lo mandó a ese Niko. Mientras esperaba que el hombre (suponía que lo era debido al nombre, pero nada impedía que pudiese tratarse de una mujer) contestase, se dispuso a buscar alguna información sobre él en el programa. Y lo que localizó no la desanimó. Niko era un ingeniero electrónico danés de treinta y dos años que vivía en Jylland[3] .
Suspiró profundo y rogó que, aunque no fuese ingeniero agrónomo o químico, pudiese ayudarla con alguna información que fuese capaz de utilizar. Debía existir una razón para que el nombre le hubiese atraído tanto. ¡Ese sujeto debía tener algo para ella!
Apenas terminó de pensar en eso, apareció una respuesta en inglés:
“Hola, ahí. No puedo ayudarte. Necesito tomarme una taza de café. Quizás podamos hablar después”.
A medida que leía, las mejillas se le iban poniendo más rojas.
—Pero qué educado —exclamó con ironía.
Aunque era consciente de que el mundo estaba repleto de personas descorteses, no pudo evitar su enojo. La había despachado sin más, como si fuese una verdadera molestia. Sin duda, lo de la sincronicidad no había funcionado con ese tipo. Y le fastidiaba.
—Idiota —siseó y recogió sus bártulos por tercera vez.
Al echar una ojeada al aparato se dio cuenta de que ni siquiera le interesaba apagarlo. Ante la falta de uso, la computadora acabaría la sesión por sí sola hasta la mañana siguiente. Cuando estaba a punto de abrir la puerta para retirarse, escuchó un sonido. Si bien se parecía al que le había taladrado el cerebro todo el día y que había provenido de los correos de la gente con la que había hablado, este no era en exacto igual. Se acercó a la pantalla y al leer lo allí escrito, se quedó con la boca abierta por completo. Una vez más arrojó las cosas sobre la mesa y se sentó con furia.
«¡Ya vas a ver!», prometió.
Sacó el diccionario y empezó a teclear con el inglés que apenas le salía a raíz de la cólera que sentía:
“Señor Niko X:
Acabo de recibir su increíble misiva por internet.
Déjeme decirle que, si bien agradezco la honrosa consideración de su parte al querer invitarme a participar de un evento sobre sexo entre mujeres y animales, también me gustaría expresar mi opinión al respecto y de lo que pienso de usted.
Sin ninguna duda su generosa propuesta me confirma que es un tremendo idiota, mal educado y degenerado, que no solo se ha negado a hablar conmigo usando como excusa una cita con una estúpida taza de café, sino que, además, se ha hecho el gracioso y me ha mandado un monstruoso y aberrante correo que un mero psicópata podría haberse atrevido a escribir.
Estoy agradecida de que, por exclusivo mérito suyo, jamás hayamos llegado a intercambiar más palabras que estas, por lo que me permito, antes de despedirme, sugerirle que se meta el mensaje que me ha remitido entre medio de sus nalgas, bien adentro, y que nunca más en la vida ose comunicarse conmigo. De hacerlo, le prometo que someteré el caso a un escándalo internacional.
Sin otro particular, lo saluda,
María Cristina Cipriani
Ingeniera agrónoma. Laboratorio de electroforesis.
Facultad de Agronomía de Oro Verde, Entre Ríos”.
Llena de satisfacción, apretó el botón de enviar y con una sonrisa de oreja a oreja se levantó, recogió de nuevo sus pertenencias y se dirigió hacia la puerta. Al abrirla, se chocó con la silueta de Daniel que ingresaba al laboratorio.
—Venía a ver cómo te estaba yendo —dijo, pero apenas le vio la expresión de su cara, la de él se tornó taciturna—. ¿Qué te pasa? —preguntó—. Te conozco y estás que hierves.
—Tuve problemas con un estúpido.
—¿Cómo? Por favor, dime qué sucedió.
María Cristina inició el relato, segura del impacto que ocasionaría. Y así fue, porque a medida que detallaba el episodio, el rostro de Daniel se desencajaba un poco más. De seguro debía de estar tan furioso como ella con el imbécil europeo. Cuando culminó, esperó los exabruptos de su amigo contra el tipito.
—¿Y le mandaste esa ridícula contestación? —cuestionó en cambio mientras comenzaba a moverse de un lado a otro de la habitación.
María Cristina lo miró ofendida.
—¿Por qué me hablas así?
—¡Porque la escribiste con el distintivo de nuestro laboratorio! —gruñó su colega con rabia.
—¿Y qué tiene? —gritó enfurecida de que la mirase como si fuese una infradotada—. ¡Ese danés me insultó!
Daniel sacudió la cabeza de un lado a otro.
—¡No! Ese danés, como lo llamas, no te ha ofendido, sino que tú lo has hecho con él.
—Ah, bueno. ¡Ahora estamos bien! —chilló María Cristina fuera de sí—. ¿Y qué creías? ¿Qué me iba a quedar callada ante semejante despropósito?
—¡Sí! Porque ese tipo jamás te remitió una invitación.
—¿Cómo te atreves a decir eso?
—Porque el que lo hizo fue el mismísimo internet.
Ante las palabras de su amigo, María Cristina se quedó muda. ¿De qué mierda le estaba hablando?
—Me estás confundiendo, Daniel. ¡Explícate!
—Ven. —Y la obligó a sentarse frente a la computadora, con él a su lado. Como ella no había apagado el ordenador, todo estaba allí, salvo el correo que le había despachado a Niko—. Mira —dijo Daniel y señaló la pantalla con el dedo.
—¿Qué?
—Aquí está la supuesta invitación obscena.
—Sí. Y arriba está el nombre de Niko —indicó ella.
—Pues mira. —Daniel tomó el ratón, cliqueó sobre el texto pornográfico y, con un arrastre de la mano, lo apartó del mensaje que había debajo y que correspondía al que Niko le había enviado con el tema de la taza de café.
—¿Qué pasó? —murmuró sorprendida.
—Que dos mensajes diferentes se superpusieron y tú, del apuro, creíste que era uno solo. Al quedar el nombre del susodicho un poco por encima del aviso porno, a primera vista parece que fuese de él. Pero no es así, Crissy.
—¿Me estás diciendo que el sujeto nunca redactó nada insultante?
—No. Lo que recibiste fue una publicidad de internet. Nada más.
El corazón de María Cristina se detuvo. Había sido un patético error y ella, que representaba al laboratorio, había emitido una nota agresiva a un ingeniero de Dinamarca.
—Daniel, escucha —dijo ocultando su desesperación—. ¿Quién diablos conoce Dinamarca? ¡Si apenas aparece en el globo terráqueo! Estoy segura de que lo que escribí jamás arribará a desti