PRÓLOGO
Con un refresco en cada mano, Miryam comenzaba a arrepentirse de haber ido a aquella fiesta. En realidad, hacía rato que lo lamentaba. ¡Si ni siquiera era la fiesta de su instituto! Y aquella especie de almacén en el que habían organizado todo el sarao, tenía una acústica horrible y peor ventilación, pero a nadie más que a ella parecía importarle el sonido ratonero de la música o el calor. Todo el mundo se lo estaba pasando de miedo. «Menos yo», pensó. Esquivó por los pelos al chico que, de espaldas a ella, bailaba braceando como si le fuera la vida en ello. «¡Y pensará que lo hace bien!», se dijo.
Empujando las gafas hacia arriba con los mofletes, continuó mirando a su alrededor, tratando de localizar a su vecina. ¿Dónde demonios se había metido? «¿Por qué me hace esto?» pensó, agobiada por los constantes empujones y codazos que recibía y que poco a poco iban vaciando los vasos de plástico que sostenía, pringándole las manos… y los zapatos, comprobó consternada al sentir la humedad en el empeine del pie derecho.
—¿Buscas a tu amiga? —le preguntó desde detrás, un chico, muy cerca del oído.
Miryam volteó la cabeza y el sí que trepaba por su garganta se deshizo en su boca como una nuez de mantequilla sobre una tostada caliente, el corazón le golpeó con fuerza las costillas y una electrizante descarga le trepó por la espalda, erizándole la piel, al toparse con los increíbles y fascinantes ojos azules que, risueños, le devolvían la mirada.
Tragó saliva, se humedeció los labios, pero no dijo nada. Había olvidado la pregunta, el calor, la música, a Sonia y posiblemente hasta su nombre.
—¿Buscabas a tu amiga? —insistió el chico ante su silencio.
Incapaz de articular palabra, asintió con un atolondrado movimiento de cabeza, mientras contemplaba arrobada el rostro de aquel Adonis que ahora, además, le dedicaba una espectacular sonrisa que ya quisieran para sus anuncios los de Profidén.
—Pues tengo la sensación de que se ha olvidado de ti —dijo moviendo hacia atrás el pulgar, señalando algún punto a su espalda al tiempo que componía una cómica y cautivadora mueca.
Miryam tardó unos segundos en captar el gesto y algún otro en decidirse a apartar la vista y mirar frente a ella por encima del hombro del chaval. Al fondo, en la esquina, una pareja se comía a besos.
A pesar de la distancia y la falta de luz, no le costó reconocer la negra y ondulada cabellera de Sonia en la que en esos momentos se enterraban los dedos de su acompañante.
«¡La mato!», gritó para sus adentros, dejando escapar un disgustado gemido. «¿Qué se supone que voy a hacer ahora?». Se sentía como una idiota allí plantada, sosteniendo las bebidas mientras su amiga se daba el lote con a saber quién.
—Está con mi amigo Óscar —comentó el muchacho adivinando sus pensamientos. Aunque la aclaración no le servía de mucho ni mejoraba lo patético de su situación. ¡Sonia la había dejado tirada!
Dolida y deseando irse, buscó con la mirada un lugar en el que abandonar las consumiciones. Le había prometido no dejarla sola y a la primera de cambio le daba la patada. Apostaría la cabeza, sin miedo a perderla, que la repentina sed de su vecina, que la había llevado a ella hasta la barra del otro extremo del recinto, no había sido más que una maldita excusa para liarse con el tal Óscar.
—Trae —dijo el guapísimo rubio cogiendo los vasos por el borde.
Miryam, sorprendida de que el chico continuara a su lado, se los entregó sin protestar. Lo vio alejarse dando por hecho que ya no regresaría. Aun así, permaneció donde estaba, contemplando de arriba abajo su delgado y magnífico cuerpo, deteniéndose más tiempo del debido sobre el estupendo trasero enfundado en los desgastados Levi´s, hasta que desapareció entre la gente.
Con un extasiado suspiro y el intenso azul de aquellos ojos grabado en la retina, dio media vuelta dispuesta a marcharse.
—¡Ey, espera! —escuchó de nuevo su voz al tiempo que una mano, cálida y suave, se cerraba sobre la suya, reteniéndola. El contacto la estremeció de pies a cabeza y le puso del revés el estómago—. Vamos a bailar —propuso con la seguridad de quien sabe que nadie, que ninguna chica en su sano juicio, rechazaría su invitación.
¡Y aquella sonrisa! Él solo podría iluminar toda la nave con su deslumbrante sonrisa, pensó Miryam con el pulso desbocado, las piernas temblorosas y las palmas de las manos a punto de romper a sudar. Y temiendo despertarse de lo que sospechaba tenía que ser un sueño. El más dulce y perfecto de los sueños.
—Por cierto, me llamo Pelayo —se presentó rodeándole la cintura.
¡Se iba a derretir entre sus brazos!
—Miryam —consiguió decir, apoyando las manos sobre los hombros del chico, dejándose guiar al son de una melodía que se entremezclaba y confundía con los fuertes latidos de su corazón.
No quiso pensar, no quiso hacerse preguntas, tan solo quería disfrutar de la embriagadora sensación que suponía tener cerca a alguien tan perfecto, embotándole los sentidos con su fragancia, con su mirada, con su perenne sonrisa. Se sentía en una nube de la que no deseaba bajar por nada del mundo. «El chico más guapo del mundo está…».
—¿Qué haces bailando con la gorda? —La insidiosa pregunta de una despampanante rubia puso fin al mágico momento, devolviéndola a la cruda realidad. Ella no era la clase de chica con la que alguien como él estaría jamás. La rubia lo confirmó dedicándole una despectiva mirada antes de volverse hacia Pelayo con una expresión de reproche en su perfecto rostro de Barbie.
Un dolor agudo, lacerante, le atravesó el pecho cuando los brazos que la envolvían se apartaron de ella. Se sintió desamparada, vulnerable... «Estúpida», se dijo mientras lo veía alejarse agarrando a la otra del brazo.
Cerró los ojos para no verlo desaparecer y tragó saliva para deshacer el nudo de lágrimas que se le había formado en la garganta. ¡No iba a llorar! No delante de toda aquella gente a la que no conocía. ¡Tenía que salir de allí!
—Disculpa la interrupción —se excusó Pelayo retomando el baile como si nada hubiera pasado, con la sonrisa intacta y la mirada igualmente alegre.
Y entonces Miryam lo supo: se había enamorado.
CAPÍTULO 1
Con dedos ágiles, Pelayo tecleó las últimas palabras del acta de conciliación en el que había estado trabajando parte de la semana. Al terminar, la revisó por alto una última vez antes de guardarla. Satisfecho con el resultado, también se la envió por mail a Isabel, que se encargaría de imprimir las copias necesarias para la reunión con el cliente. Ordenó los papeles y carpetas que tenía sobre la mesa y echó una rápida ojeada al Lotus que envolvía su muñeca. Hacía rato que su jornada laboral debería haber finalizado, pero no le importó. Había terminado el maldito documento y en cuestión de minutos estaría de camino al metro, dispuesto a disfrutar del fin de semana, celebró apagando el ordenador.
Antes de levantarse, giró la cabeza de un lado a otro, despacio, e hizo rotar los hombros adelante y atrás. Tenía los músculos completamente agarrotados después de tantas horas frente al teclado. Necesitaba moverse, ya.
Cerró la puerta del despacho y, poniéndose el abrigo, avanzó por el pasillo de paredes blancas salpicadas de llamativas pinturas abstractas, para él sin pies ni cabeza pero que transmitían dinamismo y vitalidad al moderno bufete.
—¿Sigues aquí? —Se sorprendió al doblar la esquina y ver a Isabel tras la gran mesa de recepción—. Creí que no quedaba nadie.
—Estaba a punto de irme —anunció la mujer, sacando su pequeño bolso de uno de los cajones, mientras Pelayo se hacía con el único chaquetón que quedaba a la vista y que, con gesto caballeroso, extendió ante ella.
—¡Qué galante! —Sonrió agradecida, introduciendo los brazos en las mangas.
—Qué menos, tratándose de mi secretaria favorita —apuntó zalamero, acomodando la prenda sobre los enjutos hombros de la mujer.
—Me lo tomaré como un cumplido, aunque sea la única que ostenta el puesto en el despacho —señaló de buen humor alcanzando la salida.
—Ves, por eso eres mi favorita: siempre buscas el lado positivo de las cosas —añadió guiñándole un ojo desde el rellano.
Isabel sonrió divertida mientras apagaba las luces y echaba la llave. Aún lo hacía al entrar en el ascensor.
—¿Tienes planes para el fin de semana? —le preguntó Pelayo tras pulsar el botón de la planta baja.
—¿Vas a proponerme hacer algo juntos? —bromeó entornando los ojos con picardía, arrancándole una carcajada al joven abogado.
—Si así fuera, ¿dirías que sí? —inquirió con tono seductor y una amplia sonrisa en los labios. Ahora fue Isabel la que rio con ganas.
—Creo que a mi Germán no le haría ninguna gracia. —Los tacones de sus botas resonaron con ritmo castrense sobre el suelo de mármol del portal.
—Me rompes el corazón. —Teatral, Pelayo se llevó la mano al pecho con expresión compungida.
—Lo superarás —le aseguró condescendiente, siguiéndole el juego. Adoraba a aquel muchacho. A sus treinta años se había convertido en un gran abogado, serio, competente y trabajador. Pero también era un granuja de pelo rubio, ojos azules y deslumbrantes sonrisas que sabía cómo cautivar a las mujeres—. ¡Pórtate bien! —le advirtió con tono maternal alejándose sin más ceremonias. Hacía demasiado frío para quedarse a charlar en mitad de la acera.
—Siempre lo hago —afirmó con un nuevo guiño que refutaba sus palabras y un beso lanzado al aire a modo de despedida. La carcajada de Isabel lo acompañó unos metros calle abajo, ensanchando su sonrisa.
Subiéndose el cuello del abrigo y enterrando las manos en los bolsillos después, apuró el paso en dirección a la boca del metro esquivando al resto de peatones. Había sido un día largo y de mucho trabajo. ¡Y hacía un frío tremendo! Estaba deseando llegar a casa, desprenderse del traje y darse una reconfortante ducha de agua caliente antes de salir a reunirse con sus amigos; un grupo formidable con el que la diversión estaba asegurada. Aunque de vez en cuando añoraba los viejos tiempos, cuando sus compañeras de juerga solían ser Marina y la que, por aquel entonces, solo era la mejor amiga de esta, Silvia. Las echaba de menos.
A Silvia, su cuñada desde hacía unos años, la veía en el gimnasio y algunos domingos en las comidas familiares. Pero a su hermana, como un poco de suerte, la tenían en casa cada dos o tres meses y solo durante unos días que pasaban volando. La próxima vez que Marina viajara a Madrid les propondría salir de copas. Que Jandro se encargara del pequeño Iván, que de las chicas y la fiesta se ocupaba él. «Mañana mismo llamo a Marina y que se venga en cuanto pueda», decidió entusiasmado con la idea de volver a juntarse los tres solos, intentando hacerse un hueco en el atestado vagón.
Las persistentes y bobaliconas risitas que sonaron a su izquierda terminaron por llamar su atención y le hicieron volver la cabeza. Un par de adolescentes, demasiado maquilladas para su edad, cuchicheaban y reían mirándolo con descaro. El gesto coqueto de una de ellas le hizo sonreír. En esta ocasión se trataba de una sonrisa limpia, sin dobleces ni pretensiones, pero, como siempre, deslumbrante. La otra chica, quizás más tímida, había bajado la vista y lo observaba por entre las pestañas cargadas de rímel. Aunque le resultaban graciosas con su descaro, dejó de mirarlas, evitando darles pie a nada.
Aun así, las risas y los murmullos continuaron durante el resto del trayecto, junto con algún que otro comentario subido de tono más propio de un camionero que de unas chiquillas. Soportó el asedio con cara de póquer, como si no fuera con él la cosa, conteniendo las ganas de reír y, por momentos, asombrándose con algunas de las perlas que aquellas boquitas soltaban. Que lo despidieran con un desafinado silbido de admiración terminó por arrancarle una carcajada. Ya desde el andén, con las puertas del metro a punto de cerrarse, no pudo reprimir la tentación y les lanzó un beso que las chicas recibieron con nuevos silbidos, piropos y vítores.
Con la risa pegada aún en los labios, regresó al frío de la calle y caminó animado en dirección a su apartamento. Un piso pequeño, moderno y funcional en el que vivía desde hacía dos años. Era perfecto para un soltero empedernido como él. Le encantaba su independencia, el poder entrar y salir sin horarios ni rendir cuentas a nadie. Llevaba la vida que siempre había querido, sin complicaciones ni ataduras.
—¡Liiibreeee!, como el sol cuando amanece, yo soy liiibreeecomo el maaar...! —canturreó bajo el chorro del agua caliente, haciendo a un lado el papeleo, las demandas, las moratorias y todo lo que tuviera que ver con el trabajo; tocaba relajarse y divertirse. Y apurar en la ducha porque iba justo de tiempo.
El garito, visto desde fuera, parecía diminuto, ruidoso y hasta un tanto cutre, pero en realidad no estaba tan mal. Contaba con espacio suficiente y además tiraban las mejores cañas de Madrid. Esto lo había convertido no solo en parada obligatoria sino en el punto de encuentro del grupo, al que Pelayo divisó nada más entrar.
Quitándose la cazadora se hizo un hueco en la barra y pidió un tubo de cerveza.
—Pensábamos que ya no vendrías —comentó Rodrigo palmeándole la espalda a modo de saludo nada más se les acercó.
—¿Y quedarme un viernes en casa con la de mujeres guapas que hay por aquí? —dijo sonriendo a la morena que, a solo unos pasos, no le quitaba ojo, y tras escuchar su comentario, se mordía el labio inferior con intención—. ¡Ni loco!
—Hemos quedado para jugar un partido mañana a las diez y media, donde siempre, ¿te apuntas? —le preguntó Carlos, acaparando la atención de Pelayo.
—Contad conmigo —respondió olvidándose por completo de la chica. La noche era larga.
—Solo si hoy no mojas. —La advertencia provocó la risa de más de uno.
—Eso, que luego no rindes en el campo. —Ahora la carcajada fue general.
—¡Qué cabrones! Lo de la última vez fue algo puntual —se defendió de buen humor. «Puntual y memorable», se dijo recordando a la insaciable andaluza que unas semanas atrás lo había dejado para el arrastre—. El problema es que sois unos mataos y me necesitáis en forma para ganar.
El malintencionado comentario desató protestas y abucheos, y durante un buen rato lo convirtieron en el blanco de nuevas pullas que ponían en entredicho sus capacidades tanto dentro como fuera del terreno de juego.
—¿Qué le pasa, doctor? ¿A qué viene esa cara tan larga? —le preguntó a Óscar, una vez dejaron de meterse con él, al darse cuenta de que su mejor amigo se había mantenido al margen de la breve trifulca.
—Mal de amores — respondió alguien con sorna a su espalda.
—Sonia —adivinó Pelayo al instante.
Óscar asintió con un leve cabeceo antes de llevarse el vaso a los labios.
—Me ha invitado a un cumpleaños, mañana, en Moralzarzal —dijo tras tomar un largo trago de cerveza.
—Hace una semana te dice, por millonésima vez —puntualizó—, que necesita espacio, ¿y ahora te invita a una fiesta? —inquirió despectivo—. Esa tía tiene un problema serio. De verdad, no sé cómo la soportas. Hace tiempo que deberías haberla mandado a paseo —sentenció molesto por la forma en que Óscar se dejaba ningunear por aquella mujer.
—Para ti es fácil decirlo, nunca has estado enamorado —murmuró para que el resto no le escucharan. Lo que menos le apetecía en ese momento era soportar el choteo de sus amigos.
—No me vengas con esas, tío —espetó Pelayo airado—. Te ha dejado tantas veces que estoy seguro de que hasta tú has perdido la cuenta, pero sigues colgado de ella. No lo entiendo.
—Enamorado, que es muy diferente —se justificó—. Y sé que ella también me quiere…
—Bonita manera de demostrarlo.
—Por eso…
—Y por eso corta contigo cuando le conviene, muy lógico todo. ¡Sí, señor! Y lo peor de todo es que estás pensando en ir a esa fiesta. —Eso era evidente y el silencio de Óscar lo confirmaba—. En cuanto chasquea los dedos, corres hacia ella meneando el rabo —aseveró pesaroso.
—Esta vez será diferente.
—Permíteme que lo dude. —Había escuchado demasiadas veces, sino esa misma frase sí otras similares, y nunca era diferente—. La acompañarás y seguirás bailando al son que ella te marque. —Era un hecho, no un reproche—. ¡Joder, con la de tías que hay!
—En realidad, esperaba que tú me acompañaras —dijo ignorando el último comentario. De sobra sabía que para Pelayo sería impensable dedicarse en exclusiva a una sola mujer.
—¿Yo? —inquirió realmente sorprendido—. ¡No fastidies! ¿Ahora necesitas que te sostengan la vela?
—Me ha pedido tiempo para aclarar sus sentimientos y se lo voy a dar. —Aquello no había sonado a favor—. Si me acompañas, iré en calidad de amigo. Nada más. —Esta vez parecía convencido y con un poco de suerte, decidido a darle un escarmiento a su chica. ¡Podría ser divertido!
—Eso quiero verlo. —Sonrió malicioso—. Voy contigo, pero llevaremos mi coche. No me apetece quedarme tirado en la sierra si al final se te olvida que ahora solo sois amigos —dijo con retintín.
—Como quieras, pero puedes estar tranquilo porque eso no va a suceder —le aseguró apurando después el contenido de su vaso.
Pelayo también bebió dando por finalizada la conversación. A fin de cuentas, Óscar ya era mayorcito y él distaba mucho de ser un buen consejero sentimental; de hecho, su trabajo consistía en disolver matrimonios. Para él las mujeres eran como el buen vino: había que saborearlas antes de pasar a la siguiente. Resultaba ridículo decantarse por una sola botella cuando podía divertirse en una cata.
A la fuerza, había terminado por coger el hábito de madrugar y poco le importaba a su cerebro que fuera sábado o que hubiera dormido menos de dos horas. En cuanto los primeros haces de luz se colaron por entre la persiana y a pesar del cansancio acumulado, se despertó, al menos en parte. Bocabajo, con las piernas estiradas a lo largo y ancho del colchón, los brazos alrededor de la almohada e incapaz de mover un solo músculo, soltó un áspero quejido de protesta; debería haber regresado antes a casa. «¿En serio?», la socarrona pregunta surgió de manera espontánea en su cabeza. Poco a poco, sus labios se fueron curvando hacia arriba y su cuerpo, estimulado por los recuerdos de la fogosa noche, comenzó a reaccionar. «¡Naaah!», se respondió desperezándose. El polvo de esa noche bien merecía el sacrificio de unas horas de sueño; había sido bestial, pensó intentando recordar el nombre de la chica. ¿Patricia? ¿Paloma?... «A saber», tampoco tenía mayor importancia. Le había dejado claro que tan solo buscaba pasar un buen rato y ella había aceptado. ¡Fin de la historia!
Tras un nutritivo desayuno a base de huevos revueltos, tostadas, zumo de naranja y café, se dio una ducha, ordenó la habitación y preparó la bolsa de deporte controlando la hora para no llegar tarde. Se trataba de mero entretenimiento, pero la puntualidad era importante para él. Y le gustaba hacer deporte. Tres veces por semana iba al gimnasio y esquiaba siempre que tenía oportunidad, y aunque no era un forofo del deporte rey, le encantaban aquellos encuentros mañaneros para dar patadas a un balón.
A pesar del entusiasmo con el que se había levantado, la falta de descanso le pasó factura. Le costaba seguir el rápido ritmo del juego, fallaba en los pases y había desperdiciado varias oportunidades de sumar tantos para su equipo.
—¡Qué mal te sienta trasnochar! —se mofó el portero después de que Pelayo le lanzara la bola directamente a las manos.
—¡Qué mala es la envidia! —respondió de buen humor, en absoluto molesto por las pullas del grupo.
—La próxima vez recordaré traerte un reconstituyente.
Tampoco se inmutó ante las recriminaciones de su equipo tras la estrepitosa derrota; no hablaban en serio. Y él era el primero al que le gustaban las bromas y cuando estas iban dirigidas hacia su persona, las aceptaba de buen grado.
—¿Quién se apunta a picar algo esta noche y después un cine? —preguntó Rodrigo al salir de la ducha.
—Pelayo y yo tenemos planes —apuntó Óscar sin dar más explicaciones. Mencionar a Sonia sería motivo de pitorreo y no estaba de humor para soportar las tonterías de sus amigos.
—Sigue en cartelera Residente Evil: Extinction. —La sugerencia llegó desde las duchas.
—Me sirve.
—A mí también.
—Me voy, he quedado con Jandro para comer —comentó Pelayo mientras los otros elegían película y tasca para cenar—. ¿A qué hora paso a recogerte? —preguntó cargándose al hombro la bolsa de deporte.
—Sobre las diez estará bien —respondió distraído, terminando de secarse.
—Por cierto, no me has dicho de quién es el cumpleaños.
—De Miryam. La amiga de Sonia —añadió dándose cuenta de que Pelayo no identificaba el nombre—. Para mi desgracia, iban juntas a todas las fiestas —apuntó con una media sonrisa en los labios mientras el rubio fruncía los suyos tratando de hacer memoria.
—¿La… pelirroja de gafas? —preguntó sorprendido, cayendo en la cuenta al fin.
—Esa misma —confirmó Oscar, seguro de la imagen que su amigo estaba visualizando en ese momento. Sin embargo, prudente y respetuoso, había evitado mencionar el rasgo más evidente de Miryam por aquel entonces.
CAPÍTULO 2
—¿Te molesta que haya invitado a Óscar? —preguntó Sonia después de llevar un rato moviendo muebles para dejar espacio en el salón. Cuando esa mañana, de camino a Moral lo había mencionado, Miryam se limitó a guardar silencio dedicándole, eso sí, una mirada de censura.
—En absoluto, sabes que me cae fenomenal. Pero no me parece normal cómo lo tratas.
—¡Qué exagerada! —protestó la morena colocando la lámpara de pie junto a la chimenea.
—De exagerada nada. Eres como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer —la acusó Miryam guardando en la vitrina los portarretratos que su madre tenía desperdigados por toda la sala. Sería una fiesta tranquila, pero no quería arriesgarse a que alguno de ellos terminara roto.
—¡Bah! —Sonia se encogió de hombros desdeñosa—. Si no estuviera de acuerdo me lo diría —sentenció, restándole importancia al asunto.
—Sabes de sobra que no lo hará. Te adora y está deseando formalizar vuestra relación. Y ese es el problema, te aterra la idea y por eso lo dejas cada vez que sientes que la cosa se pone demasiado seria.
—¿Y qué si es así? No tengo prisa por convertirme en una novia convencional, aún soy joven para eso. No me veo con un añillo en el dedo y planificando el resto de mi vida.
—Quizás el día que te decidas sea él el que no quiera comprometerse.
—Eso no va a pasar, lo sabes tan bien como yo. —Sonrió con suficiencia—. Tú lo has dicho: me adora.
—Todos tenemos un límite, Sonia; Óscar también —le advirtió—. Pero tú sabrás lo que haces, es tu novio —concluyó, prefiriendo dejar el tema de lado. No sería ella quién le dijera cómo llevar su noviazgo, aunque pensara que su amiga se equivocaba.
—Creo que esto ya está. —Mirando a su alrededor, con las manos en las caderas, Sonia daba por finalizada la tarea y la conversación. Sabía cómo manejar a Óscar sin poner en peligro su relación y no necesitaba los consejos de su conservadora amiga.
A las diez en punto, Pelayo detenía su Audi A6 negro frente al portal de Óscar. Un minuto después, este aparecía enfundado en un grueso chaquetón y con una colorida bolsita de papel en la mano.
—¿Qué llevas ahí? —quiso saber Pelayo incorporándose al tráfico al tiempo que señalaba el paquete con el mentón sin desviar la mirada de la calzada.
—El regalo para Miryam —respondió a pesar de la obviedad, frotándose las manos con energía para hacerlas entrar en calor.
—¿Regalo? —Ahora sí lo miró, de forma fugaz y con los ojos muy abiertos antes de llevarlos de nuevo al frente.
—¿No le has comprado nada? —preguntó por preguntar, porque la respuesta era evidente.
—No. ¡Mierda! Ni se me pasó por la cabeza. —Se frotó la frente antes de deslizar los dedos por entre los rubios mechones que caían desordenados sobre ella. ¿Cómo se le había podido olvidar algo así? ¡Nadie iba a un cumpleaños sin regalo!
—¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco? —Que virara a la izquierda sin previo aviso y de forma un tanto brusca, obligó a Óscar a aferrarse al asidero de la puerta. Se estaba desviando de la ruta.
—No pienso presentarme con las manos vacías.
—Dudo que encuentres nada abierto a estas horas.
Pelayo no respondió, se limitó a mirarlo de soslayo con una petulante mueca en los labios, señal de que lo tenía todo bajo control.
Un cuarto de hora más tarde detenía el coche frente al VIP`S de la Calle de Velázquez.
—¿Un libro o bombones? —preguntó soltando el cinturón de seguridad, saliendo a toda prisa y dejando a Óscar con la boca abierta a punto de responder.
Desconocía los gustos literarios de la cumpleañera, o si le gustaba leer siquiera, así que mejor no arriesgar e ir a por lo seguro.
—¿Qué le has comprado? —lo interrogó el médico nada más regresó con una caja envuelta en papel de regalo y coronada con un llamativo y elaborado lazo rojo que, con seguridad, había conseguido camelando a la dependienta con su cara de niño bueno, su arrebatadora sonrisa y alguna absurda milonga que la chica se habría tragado sin problema.
—Bombones —reveló muy ufano—. ¿Qué? —protestó al ver la forma en que el otro apretaba los labios aguantando la risa.
—Nada. —Intentó sonar convincente—. Los bombones están bien. —Si no se hubiera tirado del coche casi antes de detenerse, le habría aclarado que Miryam seguía una equilibrada y estricta dieta que no incluía los dulces.
—¿Y tú que le has comprado, listillo? —Volvió a señalar la bolsa multicolor que descansaba a los pies de su amigo.
—Un osito de peluche.
—¡No fastidies! —bufó despectivo por lo pueril del obsequio. Su regalo distaba mucho de ser original, pero el de Óscar se llevaba la palma. ¿Cómo se le había ocurrido comprarle un muñeco a una mujer de…? ¿Cuántos años cumplía? ¡Ni idea!
—Le encantan los osos de peluche. De todos los tamaños, formas y colores —aclaró sonriendo, ahora sí, abiertamente.
—¿En serio? —Le asombraba más el hecho de que Óscar conociera sus gustos que el regalo en sí. Con toda probabilidad también sabría su edad. Aunque no debería sorprenderse, salir con la amiga le hacía disponer de información privilegiada que bien podría haber compartido con él.
El médico asintió divertido por la turbación del rubio. Le costaba creer que él, precisamente él, se hubiera despistado de aquella manera. Conocía a las mujeres y sabía la importancia que daban a los pequeños detalles. Eso, sumado a su cara