PRÓLOGO
—Patrón, el administrador ya está aquí.
—Dile que pase.
En un pueblo apartado de Londres, Inglaterra, un hombre sentado frente a su viejo escritorio pasó el dedo índice por la horrible cicatriz que le atravesaba el rostro. Una costumbre involuntaria que realizaba, sobre todo, cuando se encontraba inmerso en sus pensamientos; como en ese momento, en el que su cerebro era invadido por una lluvia de ideas mientras aguardaba por las noticias que el recién llegado le traía.
Si todo seguía según lo planeado, ya no faltaba mucho para dar por zanjado ese complicado asunto en el que venía trabajando desde hacía un par de años. Se relamió los labios al pensar en la deliciosa recompensa que recibiría a cambio de su paciencia.
—¿Y bien? —cuestionó sin rodeos a su visitante y, con un gesto de mano, lo invitó a tomar asiento.
—Todo ha salido tal y como lo ordenó. El tipo está endeudado hasta las cejas y nada podrá hacer para evitar que usted reclame lo que es suyo —expuso el viajero, y aceptó gustoso el vaso con licor que su anfitrión le ofreció—. No le queda cosa alguna de valor, excepto…
—¡Perfecto! Eso es todo lo que quería escuchar —interrumpió a su cómplice y, anticipando el triunfo, sonrió.
—Solo es cuestión de una, quizá dos, semanas para que se haga pública la noticia. Entonces el conde no podrá sostener la farsa y usted podrá asestar el golpe final.
CAPÍTULO I
—Mi muy estimado caballero, ¿qué lo trae por acá?
—Yo. —Nervioso, tragó saliva—. Necesito otro préstamo.
—¿Quiere otro préstamo? —Soltó una risa irónica—. ¿Acaso está demente? ¿Qué persona en su sano juicio confiaría su dinero a un caballero que está en la completa ruina? —El tono burlón que impregnó su voz solo sirvió para acrecentar la tensión en su interlocutor.
—¿Qué? ¿Cómo es que…?
—Un hombre que se precie de atender bien su negocio debe estar enterado de todo lo que le concierne, y esto, mi querido caballero, es de vital relevancia en torno a los asuntos que nos unen. —Sonrió, y el gesto hizo más evidente la horrible cicatriz que le atravesaba el rostro. La marca le concedía un aspecto siniestro; de ahí, el apelativo con el que era conocido y temido: el Cortado.
—Solo un par de monedas más. Estoy convencido de que esta noche la suerte está de mi lado —insistió el conde.
—Me gusta su optimismo, pero, como comprenderá, esto es una casa de juego, no una institución de caridad.
—¿Cómo se atreve a hablarme así? ¡Soy un conde…!
—Me atrevo porque, conde o no, me debe una suma importante de dinero —alegó confiado y un tanto irrespetuoso porque sabía que lo tenía en sus manos—. Está bien, conde, le prestaré lo que quiera, siempre y cuando liquide primero lo que ya me debe.
—Sabe que eso es imposible. No tiene caso andar con rodeos, ¿qué es lo que quiere? ¿Mi colección de arte, la plata, la vajilla…?
—¿Seguro que eso es todo lo que puede ofrecerme? Yo sé de algo que tiene más valor, al menos lo tiene para mí.
—¿No sé a qué…?
—Tengo entendido que tiene una hermosa hija…
—¡No! —aseguró al comprender lo que ese truhan sugería—. ¡Jamás dejaré que pongas tus sucias manos sobre ella, maldito miserable!
—Entonces no tendrás inconveniente en pagar tus deudas a más tardar mañana, ¿o sí? —Lo tuteó tal y como había hecho el conde con él; sacó del cajón de su desgastado escritorio una pistola y comenzó a acariciarla con las yemas de los dedos como si se tratase de la piel de una mujer—. ¿Necesitas que te recuerde lo que le pasa a los que no pagan? —Alzó la ceja en gesto amenazante, se inclinó hacia adelante y con el cañón del arma delineó la mandíbula del asustado caballero sentado frente a él.
—¡Eres un pervertido! ¡Es solo una niña! —Tomó por las solapas de la desgastada camisa a ese miserable que pretendía robarle lo que más amaba, pero antes de poder hacer nada, los dos hombretones fornidos que estaban junto a la puerta se lanzaron contra él y, después de propinarle un par de golpes que lo dejaron aturdido, lo sostuvieron a la espera de las órdenes de su amo.
—Eso, mi querido John, debiste pensarlo antes de pedirme prestado para poder mantener tu vicio. El juego es un poderoso enemigo, ¿no es así? Sobre todo, cuando no tienes con qué sostenerlo. —Sonrió mostrando una dentadura con dientes podridos, disparejos y amplios espacios entre sí debido a la falta de aquellos que habían sido caídos en batallas—. No soy de dar segundas oportunidades, así que el otorgarte un día más para conseguir lo que me debes es un gesto de generosidad y no veo que estés agradecido. Ahora vete y recuerda que mañana quiero mi dinero, si no, iré por lo que es mío. —Lo miró con malicia y desdén—. Quedas advertido.
»Muchachos, sean tan amables de escoltar al conde a la puerta —ordenó a sus hombres y no prestó la más mínima atención a las súplicas de ese tonto que tan fácil se había dejado embaucar.
«Pronto, lindura, pronto estarás en mis manos». Pensó en el angelical rostro de gráciles facciones que lo tenía obsesionado desde que la vio por primera vez.
Una vez en casa, John Cavendish, conde de Chester, se dirigió a su despacho y se sirvió una generosa cantidad de whisky. No paraba de darle vueltas a la conversación sostenida con el rufián ese al que apodaban el Cortado.
—¿Cómo se atrevió a pedirme a mi hija? —rugió furioso—. Eso solo sucederá sobre mi cadáver. —Llamó a su fiel mayordomo. Estaba convencido de que la decisión que había tomado mientras se dirigía a su casa era la más conveniente.
—¿En qué puedo servirlo?
—Ha llegado el momento, Lewis. —Se desplomó sobre el sofá—. No me queda nada. A partir de mañana, los acreedores vendrán y comenzarán a desmantelarlo todo a su paso.
—Lo siento mucho. Quizá…
—No, ya es muy tarde, no puedo retrasar más lo inevitable, Lewis. —Con infinita pena, miró el vaso que sostenía entre las manos—. Fui un insensato que no pensó en los demás, y ahora tendré que vivir con las consecuencias de mis acciones erróneas. Despierta a Ann Marie, tengo que ponerla a salvo.
—Padre, ¿a dónde vamos? —Ann Marie no pudo evitar cuestionar al hombre que la jalaba del brazo y la llevaba casi a rastras hacía una vieja carreta—. ¿Y el carruaje? ¿Qué está pasando? —Un tanto aturdida, trataba de seguir el paso de su progenitor sin tropezar con sus propias faldas.
No comprendía nada. El señor Lewis se había presentado en su habitación y, por órdenes de su padre, la instó a levantarse cuanto antes.
—¿Por qué me hizo vestir así?, ¿como si fuera una campesina? —insistió. El silencio de su progenitor solo contribuyó a incrementar el miedo y la ansiedad que la invadían—. Le suplico, padre, hable, diga algo. ¿Por qué tenemos que partir como ladrones que huyen en medio de la noche?
—No preguntes, niña, y camina más rápido —gruñó. Al llegar junto a su objetivo, la ayudó a subir.
Ann se acomodó en la desmadejada carreta, sumida en un mar de inquietudes que, al parecer, no tendrían respuesta. La madera comenzó a crujir en cuanto el vehículo se puso en movimiento. El camino estaba enlodado y eso hacía más difícil el trayecto.
Después de unos minutos de viaje en absoluto silencio, la calma fue interrumpida por el sonido de cascos de varios caballos. Se escuchaban cada vez más cerca, lo que indicaba que avanzaban hacía ellos a gran velocidad.
Su padre giró la cabeza hacía atrás y, disgustado, apresuró al par de bayos.
—¡Demonios! ¡Nos descubrieron! —Salió del camino para ocultarse en una arboleda—. Escucha bien, Ann, huye, corre lo más rápido que puedas y por nada te detengas. —La ayudó a descender de la carreta y depositó en las manos de su hija un costalito de cuero que contenía varias monedas.
—No voy a ir a ningún lado. Primero, explíqueme qué está sucediendo ¿Quiénes son esos tipos?
—Yo. Ellos…
—¡Dios! ¿Acaso son…? —Ann sintió el momento exacto en que un torrente frío recorrió su cuerpo. El terror se apoderó de ella al comprender. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar.
—Sí, son los hombres del Cortado —admitió el conde avergonzado.
—Padre, me prometió que no volvería a jugar. —Lo miró angustiada—. ¿Qué quieren? ¿Por qué nos persiguen?
—El Cortado me exigió que pagara lo que le debo a más tardar mañana, de lo contrario… —Tomó aire—. Vendrá por… ti.
Ann se cubrió la boca con una mano para ahogar el grito que guardaba su garganta.
—Vete, mi niña, ¡huye! Cuando llegues a Devonshire, ve a Chatsworth House. Tu tío te ayudará.
—¿Cómo me pide eso, padre? Yo jamás me iré sin llevarlo conmigo —protestó asustada—. No puedo abandonarlo.
—No hay tiempo, Ann. Para mí no hay escape posible. Escucha —la tomó de los hombros—, trataré de negociar con ese hombre, pero no puedo hacerlo contigo cerca. Si el Cortado sabe que estás en Devonshire bajo el amparo del duque, no se atreverá a buscarte y se conformará con cualquier otra cosa como pago.
No sintió remordimientos por mentir. Le tomó el rostro con ambas manos, la besó en la frente y añadió:
—En cuanto esto pase, iré por ti y juntos planearemos tu presentación en sociedad. Todo será maravilloso, como antes. Ahora, tienes que irte ya, mi niña.
Ann Marie comenzó a llorar, sentía que las rodillas le flaqueaban, por eso, su padre tuvo que darle un empujoncito para instarla a caminar y alejarse.
Asustada, la joven corrió sin parar hasta que sintió sus pulmones a punto de explotar. Se tomó un minuto para, entre bocanadas de aire, observar a su alrededor. Sintió un efímero alivio al constatar que no la habían seguido.
Aunque solo tenía quince años, tenía una vaga noción de lo que los hombres malos hacían con las mujeres. En varias ocasiones, había escuchado a hurtadillas, como las lavanderas o las doncellas comentaban horrorizadas algunas de las tantas atrocidades realizadas por esos maleantes regenteados por un demonio al que apodaban el Cortado.
Caminó sin rumbo fijo por horas. Cada vez que escuchaba el sonido de cascos, el corazón le daba un vuelco y con rapidez se ocultaba donde le fuera posible. La sensación de estar en constante asecho la mantenía con los nervios de punta y al borde del colapso.
Llegó a una posada y pidió una habitación; al momento de pagar, con horror descubrió que el costalito del dinero no estaba. Buscó una y otra vez entre sus ropas y el resultado fue el mismo. Reflexionó que quizá lo había perdido en una de las tantas caídas que tuvo mientras escapaba de sus perseguidores.
Sin contemplación alguna, el posadero la echó fuera, no sin antes advertirle con una sarta de palabrotas, que ella jamás había escuchado en su vida, que, si la veía merodeando por los alrededores, lo pasaría muy mal.
—¡Dios! ¿Ahora qué voy a hacer? No tengo dinero ni acompañante, y con estas ropas nadie me tomará por dama.
Desolada, se dejó caer en un claro y comenzó a llorar de forma estrepitosa. La actitud hostil del hombretón la había asustado al grado que echó a correr sin rumbo y sin detenerse hasta que su cuerpo ya no pudo más.
Entre lágrimas y sollozos, comprendió que no le quedaría más que pasar su primera noche fuera de casa, a la intemperie. No pudo evitar extrañar su mullida cama, su hogar, a su nana, a la doncella… Sobre todo, a su madre. Entonces escuchó el relinchar de un caballo. De un salto, se puso en pie y se dirigió a unos matorrales para ponerse a buen resguardo. Le llevó unos minutos caer en cuenta de que el animal no estaba a galope.
Caminó guiada por los sonidos que le resultaban un tanto familiares y, con regocijo, descubrió un establo que pertenecía a una granja. Esperó en las sombras y durante un tiempo se dedicó a vigilar la casa. En cuanto las luces se apagaron, se escabulló y llegó al cuarto de pasturas. Una vez allí, colocó su capa sobre las pacas para después acostarse en su improvisada cama.
Lloró por horas y durmió mal. Ante cada ruido, por insignificante que fuera, se sobresaltaba y el corazón le latía desbocado.
En cuanto el amanecer se vislumbró, abandonó el improvisado refugio para seguir su camino.
Vagó por días, ocultándose de los ojos curiosos; en una ocasión, se vio obligada a robar un pan que se enfriaba en la ventana de la cocina de una posada. Tragó el manjar como si no hubiera un mañana, y, dadas sus circunstancias, quizá no lo hubiera.
Intentó intercambiar hospedaje y comida a cambio de trabajo; como no sabía hacer las labores domésticas, los posaderos terminaban por echarla entre regaños y gritos.
Se preguntaba cómo había pasado de tener una vida privilegiada, tranquila y feliz, a vagar sola, sin rumbo y sin nada que llevarse a la boca.
Pensó en su madre, y eso la llenó de tristeza. Distinguida, dulce y grácil, ella era una mujer sin igual, que con su extraordinaria belleza y personalidad había cautivado a los hermanos Cavendish en un baile que se había celebrado, años atrás, en Chatsworth House.
Lucile Lancreré era toda una leyenda, incluso había matronas que todavía hablaban de ella en los salones. El que la joven dama prefiriera a John Cavendish, conde de Chester, por encima de Guillermo Cavendish, duque de Devonshire, había sido un gran escándalo del que se habló por meses. Se especuló que esa fue la causa del distanciamiento entre los hermanos y que el rechazo de ella hacia el duque había propiciado que este se casara por despecho con Jenna Whitpletton.
Para Ann Marie, la muerte de su madre, tres años atrás, fue un golpe terrible, pero tuvo más repercusiones en su padre, quien había caído en una depresión profunda y, como consecuencia, se dejó envolver en las garras del juego y las apuestas arriesgadas.
—Madre, no tienes idea de cómo me haces falta. Si no hubieras muerto, padre no habría jugado y esto no estaría pasando —sollozó mientras recorría el solitario camino.
Repasó en su mente, una vez más, las instrucciones del mozo de cuadra de una de las posadas por las cuales había pasado. Si el joven no se equivocaba, estaba a solo dos días de llegar a su destino.
No esperaba que su tío la recibiera con los brazos abiertos, pero al menos no la dejaría desprotegida. En cambio, la tía Jenna era otra cosa; para Ann Marie no era ninguna sorpresa el comportamiento frío y hostil de la dama hacia la hija de la mujer a la cual el duque había amado con locura.
Comprendía que por el momento, y dadas sus circunstancias, no le quedaba más remedio que acudir y apelar a la bruja que el hermano mayor de su padre tenía por esposa. Y qué decir de sus odiosos primos Neal y Lizza, que gozaban a lo grande y le hacían la vida imposible.
Lizza, dos años mayor que ella, era malcriada y frívola. Ann Marie no quería ni imaginar lo que pasaría cuando se hiciera pública la noticia de la ruina de su padre. Estaba segura de que su prima no dejaría pasar oportunidad de humillarla y recordarle su condición de recogida; de hacer hincapié en las diferencias que entre ambas existían y de exponerla a las burlas de sus tontas amigas.
Por desgracia, no podía desobedecer las órdenes de su padre. Le había prometido que esperaría pacientemente a que él apareciera en Chatsworth House para llevarla de vuelta a su hogar.
Aunque Ann no tenía interés alguno en encontrar marido, era consciente de que, si quería cumplir su sueño de tener un hogar lleno de niños, se necesitaba de un caballero para hacerlo posible.
El cuarto día de su improvisado viaje, el cielo se cargó de nubes y, en un instante, la lluvia no se hizo esperar. Ann se cubrió con su capa, pero el torrente era muy denso, apenas si podía ver unos metros delante de ella. Sintió gran alivio cuando divisó lo que, en apariencia, era una posada. Sin perder tiempo, corrió hacia un tejado para resguardarse.
—Esto no está funcionando, creo que se cuela más agua aquí dentro que en la lluvia —murmuró castañeando los dientes. La humedad y el frío comenzaban a calarle hasta los huesos—. Piensa, Ann, piensa…
Hasta ella llegaban los gritos y las risas del interior del lugar. Se fijó en el letrero que anunciaba: La dama traviesa.
Un amargo sabor le inundó la boca. No necesitaba ser muy lista para comprender que se encontraba a las puertas de un lugar de esos a los que tanto criticaban las matronas y el párroco en sus sermones de los domingos. Un sitio en el que las mujeres se vendían a cambio de unas monedas.
Su cabeza revolucionaba a toda velocidad a la búsqueda de una solución. El agua se había filtrado hasta sus ropas y el frío era insoportable.
Escuchó voces masculinas y eso la puso en alerta. Un tipo de abultado abdomen y calvo hablaba con uno flacucho y desgarbado mientras bajaban de sus monturas.
—El jefe se pondrá de muy mal humor porque no hemos conseguido más mercancía —alegó el flacucho.
—Sí. El viaje fue inútil y, para colmo de males, esta maldita lluvia no ayuda. Solo quiero quitarme esta ropa empapada y un buen tarro de cerveza.
Ann observó como entregaban sus caballos al mozo y caminaban en su dirección.
«Tengo que esconderme», pensó, miró a su alrededor y sin perder tiempo se ocultó tras un par de barriles en los que se almacenaba el agua de la lluvia. Esperaba que esos hombres entraran cuanto antes a la posada.
Sintió picor en la nariz y trató por todos los medios detener el estornudo, sin embargo, este escapó de ella con gran estropicio y alertó a los recién llegados.
—¡Mira nada más lo que tenemos aquí!
En un instante, Ann Marie fue jaloneada y puesta en pie. Horrorizada, descubrió el rostro curtido y desagradable del hombre calvo.
—Un manjar digno de los dioses —comentó el flacucho, colocado al lado del calvo.
—Es grande la tentación, pero tendremos que pasar, a leguas se ve que esta jovencita es carne fresca. Después de todo, no llegaremos con las manos vacías ante el jefe.
—No —protestó el otro—. No irás a…
—Oh, sí. Recuerda que el patrón paga el triple por las vírgenes.
La avaricia pintó en su rostro una desagradable sonrisa.
—No seas cruel, primero, disfrutemos de ella y luego se la llevas al patrón —insistió el flacucho.
—¡He dicho que no! ¿Acaso eres idiota? Mírala bien: carita de ángel, piel de seda, cuerpo esbelto y, lo mejor de todo: apesta a nuevo. El jefe nos pagará más que bien por esta.
—¡No! ¡Déjenme en paz!
Pateaba sin éxito alguno; el calvo la sujetaba por las muñecas y, en un santiamén, fue arrastrada al interior de la casona.
Sin pensar en lo que hacía y guiándose del instinto, mordió al tipo que la sujetaba. Lo ultimó que vio antes de que todo se volviera oscuridad fue la diestra del malnacido que la sostenía sin piedad.
Cuando abrió los ojos, Ann Marie se encontraba acostada en una cama no muy blanda. Intentó incorporarse y una mujer la persuadió de no hacerlo.
—Tranquila, pequeña, aún estás débil.
—¿Dónde estoy? —Intentó enfocar la vista, prestar atención a todo a su alrededor, pero la fiebre no le permitía ver con claridad.
—Estás en La dama traviesa.
—¿Dónde?
—No importa. Trata de descansar. Al despertar, te espera un duro golpe a superar.
—Ann —susurró sin comprender las palabras de la mujer.
—¿Qué?
—Mi nombre es Ann Marie Cavendish —repitió entre el duermevela.
—Descansa, dulce Ann. Descansa.
Antes de caer en la inconsciencia, la joven sintió una suave caricia sobre el cabello; eso la tranquilizó. Había algo en la voz de la mujer que le brindaba un tanto de paz y seguridad.
CAPÍTULO II
Ann Marie apenas si podía sostenerse en pie, escuchaba voces, sin embargo, los sonidos le resultaban huecos, como lejanos.
—Esta noche, mis queridos caballeros —anunció el dueño de la pocilga—, me complace informarles que contamos con carne fresca. Esta preciosura, recién llegada de las llanuras del norte, será toda la noche para aquel que ofrezca más.
Arrastró al improvisado escenario a la joven en cuestión para que los clientes pudieran apreciarla y, por ende, ofrecer grandes sumas de dinero por conseguirla.
—La puja empieza con dos libras.
—¡Dos libras! ¿Acaso estás loco? —protestó uno de los presentes.
—¡Es una virgen! —expresó, con soberbia, el presentador.
En instantes, el lugar se llenó de gritos y murmullos. La algarabía que la joven había causado en el público masculino que abarrotaba el lugar era más que evidente.
—Véanla bien, caballeros, ¿no es una preciosura? ¿Quién puede resistirse a esa carita angelical? —La tomó de forma brusca por la barbilla y le alzó el rostro para que los presentes pudieran observarla mejor.
Ann percibía, entre brumas, rostros distorsionados, sombras y manchones de color a su alrededor. No sabía qué le habían dado en la bebida que le obligaron a tomar, de lo único que tenía total certeza era que su vida nunca más sería la misma.
Mientras las pujas iban en aumento, Christopher Antoni Howard III, conde de Barton, observó con atención a la chica y supo que tenía que ser para él.
La angelical criatura envuelta en un camisón tan suave, casi transparente que se amoldaba a sus curvas, era una visión para quitar el aliento.
Cuando el regente de ese lugar de mala muerte, que sostenía por una de sus frágiles muñecas a la joven, la jaloneó, deseó subir al escenario y molerlo a golpes.
El sentido de protección y pertenencia se despertó en él; con determinación, se puso en pie y, con voz firme, planeó:
—Le doy quinientas libras.
El lugar se sumió por unos segundos en un silencio sepulcral para después convertirse en un auténtico caos. Algunos decían que el hombre estaba loco por ofrecer tanto dinero por una mujer, otros tantos alegaban que la muchacha bien lo valía.
—¡Hecho!
—No se adelante. Le daré el dinero, pero no será solo para cubrir esta noche con ella. Si acepta, la llevaré conmigo y nunca más volverá a verla —expresó mientras caminaba hacia el escenario.
—Por esa cantidad de dinero puede hacer con ella lo que le dé la gana.
—Mi secretario se encargará de darle lo que acordamos. —Tomó en brazos a la joven y, sin dilación, se dirigió a la habitación que tenía reservada.
La chica se abrazó a él como si se tratara de un animalito asustado, y eso lo devastó. Su código de ética le dictaba que ninguna mujer tenía que pasar por semejante suplicio. Aunque desconocía las circunstancias que la habían llevado a ese lugar, algo en su interior le decía que ella no estaba hecha para esa vida. Sintió que algo se revolvía en su interior al pensar en la posibilidad de que otro pudiera haberse hecho con ella.
—Tranquila. Estás a salvo.
La colocó sobre la cama y se permitió observarla a detalle. El cabello negro como la noche y la piel nívea, tan fina como la porcelana, lo dejaron atónito. Lo que más lo sorprendió fueron sus ojos de un tono aguamarina imposible de creer.
Desde el instante en que había comenzado la subasta, supo que tenía que tenerla solo para él, pero no solo una noche.
Sin poder resistir la tentación, le acarició el cabello y notó que la joven tenía los ojos vidriosos y las pupilas un tanto dilatadas; parecía ausente. Entonces comprendió que estaba drogada.
Por muy grande que fuera su deseo, jamás tendría intimidad con una mujer que no estaba en plena conciencia y uso de sus facultades.
—Descansa, preciosa. Mañana será otro día.
Un constante martilleo en las sienes despertó a Ann Marie; abrió los ojos, aturdida, recorrió la habitación con la mirada y no reconoció nada a su alrededor. Descubrió que no estaba sola, analizó al hombre que dormía en la banquilla junto a la ventana y trató de recordar, de entender qué había pasado; le resultó imposible. Entre más se forzaba, el dolor en su cabeza se incrementaba considerablemente.
Intentó incorporarse, ponerse en pie, pero un mareo se lo impidió; aún estaba débil por las fiebres y la mala alimentación. No estaba dispuesta a resignarse sin antes luchar, por lo que, decidida a salir, a si fuera a rastras, se bajó de la cama.
Un estridente ruido despertó a Christopher; el cuello y la espalda le dolían por la mala postura al dormir; la banca era muy pequeña para alguien de su estatura. Hizo unos cuantos estiramientos para calmar el agarrotamiento de sus músculos.
Recordó a la joven y de inmediato posó la mirada en la cama; casi le da un infarto al verla vacía. Por un instante, temió que ella hubiese escapado, y la posibilidad de que cayera en manos de un desalmado le ocasionó nauseas. Un quejido le indicó que ella estaba allí. La encontró en el piso; sin perder tiempo la tomó en brazos y la depositó en la cama.
—Tranquila, estás a salvo —repitió las palabras de la noche anterior.
Ann Marie observó al hombre que tenía frente a ella y la miraba con ternura. Nunca había conocido un rostro más bello y perfecto que ese. El cabello rubio oscuro contrastaba con los ojos del color de los zafiros, iguales a los que su padre le había regalado dos años atrás.
Sabía que debería sentirse aterrada por estar a solas con él, pero, por extraño e inexplicable que pareciera, no era así. La sensación de seguridad que ese hombre daba era abrumadora.
—¿Quién es usted? ¿Dónde estamos?
—Mi nombre es Christopher, Christopher Antoni Howard III, conde de Barton. —Hizo la correspondiente cortesía de saludo—. Estamos en un lugar llamado La dama traviesa, o algo así. Ahora es mi turno de regresarle las preguntas.
—Mi nombre es Ann Marie Cavendish. Mi padre es…
—El conde de Chester —terminó él.
—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso lo conoce?
—Solo de vista. Mi madre lleva una excelente relación con la duquesa de Devonshire.
—¿La tía Jenna?
—¿Puedo preguntar qué hace una dama como usted en un lugar como este?
No comprendía cómo era posible que una joven de sociedad term