PRÓLOGO
Las cazadoras de almas serán entregadas por los ángeles a sus superiores, en caso contrario, se considerará traición. Libro III, Capítulo 2 vers. 3.
Desde que recordaba, Lucien había cuidado de sus hermanos y, ahora, debía alejarse de ellos. A veces, la felicidad lo embargaba al saber que ambos tendrían una vida plena y satisfactoria al lado de las personas que amaban. Sin embargo, en otras ocasiones, albergaba en su corazón un resentimiento hacia ese nuevo mundo al que ya no pertenecía. Además, don Ángelo lo sometía a una espera sin fin, en pago por la salvación de Gerard. En esos momentos de sentimientos encontrados invertía el tiempo en desarmar motores de motocicletas. Se limpió las manos manchadas de grasa en un trapo que lanzó a los pies de la sombra.
—¿Qué haces aquí?
Le alivió la idea de que hubiera llegado el día de ajustar cuentas con el viejo. A Lucien no le gustaba arrastrar asuntos pendientes y, menos aún, con un bastardo de la categoría del rey de las sombras.
—Don Ángelo quiere verte —respondió el mensajero.
Lucien estudió la postura tensa del perdido y sus ganas de pelear. Evaluó las posibilidades de ganar y concluyó que no lo vencería con facilidad, apostaría un milenio a que esa marioneta infernal lo había visitado en compañía de unos cuantos amigos. El ángel, sin dejar de vigilar a la sombra, se vistió con otra ropa limpia que sacó de una taquilla metálica.
—No lo hagamos esperar.
Obedeció el mandato de don Ángelo, cumpliría lo que le pidiera, aunque no le agradara. Nunca jugaría con las vidas de Denis y Gerard.
Dos segundos más tarde, contemplaba la plaza de San Marcos. El lugar preferido del viejo, donde se dedicaba a su entretenimiento favorito. Escogía una paloma que sobrevolaba la turística plaza, la apuntaba con uno de los dedos y esta se lanzaba en un vuelo suicida hacia el suelo. Al verla morir, dibujaba una sonrisa pícara, como un niño ante una travesura sin importancia, mientras bebía un capuchino y elegía otra ave inocente.
—Me alegra verte, hace mucho que no me visitas —dijo igual que si fueran viejos amigos.
—He estado ocupado —mintió.
—Cierto y apestas a gasolina, querido niño —afirmó, y sus ojos mostraron una ironía que provocó que el caído frunciera el ceño.
A Lucien le disgustó que ese bastardo lo vigilara. Guardó silencio hasta que el camarero colocó sobre la mesa un capuchino y se retiró a servir a otros clientes. Tomó la taza y la retiró con desdén a un lado. El perdido sonrió al ver la arrogancia de ese muchacho. Se reconocía en él.
—¿Qué es lo que quiere?
—Tener una charla con un amigo.
—No somos amigos, así que no perdamos el tiempo.
—Tiempo es lo que nos sobra, querido niño.
Lucien estaba a punto de perder la paciencia. Don Ángelo poseía una mentalidad retorcida, incapaz de tolerar que un caído se sublevara sin tomar medidas contundentes. Observó a una de las aves y se dispuso a realizar el mismo juego, pero Lucien lo sujetó de la muñeca.
—Dígame por qué me ha hecho venir o me largo ahora mismo.
El arcángel oscuro se soltó del agarre de Lucien. Luego, lo inmovilizó con una gélida mirada.
—No consiento los malos modales. —Un fulgor rojizo apareció un instante en los ojos de don Ángelo. Con un leve aleteo de los dedos, sin rozarlo, oprimió con una fuerza invisible el cuello de Lucien. Durante unos segundos, el joven creyó que moriría en aquella plaza veneciana—. Vamos, no luches contra mí —le pidió soltándolo—. No puedes vencer. Tan solo quiero que busques a alguien.
—¿Quién es? —consiguió pronunciar, aunque su voz le sonó ronca.
—La mujer de la fotografía que te entregué. Se llama Cinthia, poco se sabe de ella, salvo que es una estafadora y…
—Y… —dijo Lucien ante el repentino silencio y desconfianza del viejo perdido.
—Una cazadora de almas.
—¿Está seguro? Ese linaje se extinguió hace varios eones.
—Hasta que nació ella.
Lucien no daba por cierta la historia, si bien no discutiría con el rey de las sombras. Le entregaría a esa mujer o bruja, de ese modo, cumpliría con su trato y jamás volvería a ver al viejo.
—¿Lo sabe?
—Ignora qué es y desconoce de nuestra existencia.
—¿Cómo ha dado con ella?
—Es una larga historia.
—No pienso correr el riesgo, si no me cuenta todo lo que sabe —mintió.
Don Ángelo evaluó al caído, cualquiera que poseyera a una cazadora vencería la batalla entre el cielo y el infierno. Los mortales, con su falta de humanidad, viajaban al infierno sin necesidad de corromperlos. Pero no era tan ingenuo, en manos de los ángeles, rompería el equilibrio entre las distintas fuerzas y se negaba a convertirse en el botones de ese hotel que era el Paraíso y el Averno.
—Es mi hija… —reconoció al fin.
—¿Cómo es posible?
—Por favor, mi querido niño, no pretenderás que te explique el cuento de las abejitas y las flores. —Lucien lo miró con intención de destrozarlo, en cambio, él reanudó su relato—. No es ninguna leyenda —explicó—. Las cazadoras de almas nunca mueren, solo agotan sus años mortales. Se reencarnan en nuevas vidas sin recordar las anteriores. Si alguna de ellas lo hiciera, perdería el don de cazar almas y se transformaría en una simple mortal.
—¿Quién sabe de su existencia?
—No estoy seguro…
—Si quiere que lo ayude, debe ser sincero —exigió Lucien al interpretar que le mentía.
Don Ángelo fijó los ojos en los del ángel. Dudó si poner en manos de ese muchacho la seguridad de su hija e incluso la de su propio reino. Lo tranquilizó comprobar que en su interior albergaba cansancio y soledad; carecía de ambición.
—Rafael la busca.
Todos conocían la crueldad del sustituto de Gabriel. Rafael no descansaría hasta que diera con ella, pero no se acobardó ante las palabras de la sombra. Todo lo contrario, sin saberlo le había dado la oportunidad de vengarse, tenían una cuenta pendiente. Por supuesto, sus dificultades aumentarían, si Rafael descubría que esa joven era la hija de don Ángelo. El arcángel la mataría con el único propósito de dañar a su enemigo. Se removió en la silla, porque la cicatriz de su pecho palpitó al revivir el recuerdo de cómo y quién lo hirió.
—¿Cuándo la encuentre qué hará con ella?
—Eso no te concierne —dijo con voz dura—. Tú solo tráela y recuerda que su voz es ambrosía a los oídos de un ser que en algún momento fue celestial. Algunos dicen que causa enajenación en un ángel, locura a un caído; mientras que a una sombra la vuelve inestable y peligrosa.
—¿Cómo puedo evitar la locura?
—No permitas que te toque o dominará tu voluntad, ¿entendido?
Lucien asintió y miró la fotografía una vez más. Era una muchacha sin un atractivo especial. Poseía unos ojos pardos y vivarachos endurecidos por las duras vivencias que había padecido en los últimos años. Su pelo castaño y largo disimulaba un rostro desigual. Su constitución distaba de ser perfecta; de corta estatura, costaba imaginar que fuera hija del corpulento rey de las sombras. Le resultaba difícil de admitir, y menos entender, que esa chica de aspecto anodino fuera un monstruo tan temible como una cazadora de almas.
I
CANTO DE SIRENA
Un consejo, señor, no se acerque nunca al lago... Y sobre todo, tápese los oídos si oye cantar la voz bajo el agua... la voz de la sirena.
Gastón Leroux
Durante toda la noche Cinthia buscó información sobre un nuevo objetivo; las consecuencias: ojos irritados y dolor de cuello. Marnie la Ladrona, como la apodaban en los círculos policiales, apagó el portátil sin esperar las indicaciones oportunas ni hacer una copia de seguridad.
La joven alzó los brazos sobre la cabeza y estiró la espalda, al tiempo que reflexionaba sobre el inspector Dubois. El policía, un cinéfilo obsesionado con antiguas películas, llevaba su caso. Cruzó las piernas en una postura oriental, mientras escuchaba el sonido de la lluvia estrellarse contra los cristales de las ventanas.
Hacía dos meses de su último golpe, y el hacker con el que trabajaba se negaba a meterse con un pez de la categoría de Petrov; el empresario multimillonario ruso había establecido su residencia en París. Poco se sabía de su víctima, salvo que poseía un Huevo de Fabergé valorado en noventa millones de dólares.
El sonido estridente del teléfono la devolvió a la realidad. Descolgó sin fijarse en quién la llamaba.
—Soy yo —respondió una impaciente voz masculina.
—Te he dicho muchas veces que no me llames si no es necesario. La policía…
—Olvida a la policía —la interrumpió con premura—. Estamos en un problema. —Cinthia descruzó las piernas y se sentó erguida en la silla—. Nuestro último golpe… el tipo… —vaciló en continuar—: … ha puesto precio a tu cabeza.
Desconfió de la absurda historia del hacker. Normalmente, sus víctimas preferían olvidar el robo, cobraban el seguro y después optaban por ignorar que las había engañado una muchacha sin atractivo que ejercía sobre ellos una inexplicable fascinación. Excepto el empresario francés, ninguna de sus víctimas se había tomado tan mal los robos. Además, se trataba de un simple Monet que en el mercado negro obtendría un tercio del valor. Desde luego, Jacob Bergue nunca aceptaría que una mujer como ella le hubiera robado su pequeño cuadro. Suponía que su ego y masculinidad se veían en entredicho ante tal hecho.
—No te preocupes tanto, nadie va…
—¡Lo dejo! No quiero más problemas —gritó—. Bergue es peligroso, muy peligroso —le recordó.
—¿Qué te preocupa tanto?
Ahora era uno de esos momentos en los que hubiera querido conocer al chico. Sin contacto físico no funcionaba el «superpoder». Desde niña, sometía la voluntad de los hombres con un simple roce de sus manos y unas cuantas palabras susurradas al oído, pero para ello, primero debía tocarlos.
—No te entregará a la pasma. —El silencio se hizo al otro lado la línea, tras un instante dijo—: Quiere meterte una bala en la cabeza. —Colgó sin despedirse.
Cinthia tomó consciencia de la magnitud de las palabras del hacker. También que debía olvidar al ruso, pero sus números bancarios exhibían un llamativo color rojo.
Esa noche iría de caza a uno de los locales de moda. Quizá diera con algún pardillo que hablara de alguna herencia familiar: un cuadro o una joya con la que comprar un billete a Estados Unidos. El Monet sería su seguro de vida.
Guardó el portátil y se dirigió al baño. No se tomaba demasiadas molestias en arreglarse. Su extraño don le daba la posibilidad de atraer al sexo masculino sin necesidad de usar faldas cortas, escotes generosos o perfumes caros. De todos modos, se vistió con unos vaqueros descoloridos, unos tacones rojos, un top de lentejuelas y se encaminó al local de moda de París. En la barra, pidió una copa y buscó a su posible víctima. Entonces, dio con un tipo que llamó su atención. Vestía con una cazadora de piel con un dibujo satánico. Debía haber sobornado al portero para que lo dejara pasar con esas pintas. Se apoyaba en la barra, ajeno a un grupo de estudiantes universitarias que lo señalaban lanzándole sonrisas sensuales. Cinthia se fijó en un enorme sello de oro en uno de los dedos de su mano izquierda. De un vistazo, apreció su valor. Se situó en la otra esquina de la barra, alejada de él y buscó información en el móvil sobre la joya. Los datos que obtuvo eran escasos: pertenecía a la aristocrática y renombrada familia Chevalier y su valor en el mercado superaba el millón de euros.
El motero ojeaba entre los clientes como si escudriñara con la mirada, sin embargo, daba la impresión de desear largarse de allí cuanto antes. Tras observar la falta de interés por las estudiantes, llamó al camarero.
—Ves al tipo de la cazadora, el que viste de ángel del infierno.
El barman torció los labios en un gesto de asentimiento por la comparación con el mítico grupo americano.
—¿El rubio?
—Ese —confirmó—. Ponle tu mejor bebida.
El camarero le sirvió un vodka y la señaló. El caído siguió la indicación del dedo del barman dispuesto a disuadir a la humana que se hubiera fijado en él. Si no encontraba a la cazadora, aceptaría la invitación y se alimentaría de la energía de la mortal. Entonces, reconoció a la cazadora al otro lado de la barra. Una sonrisa curvó sus labios dándole a su rostro una apariencia siniestra, pocas veces sonreía, su trabajo no le concedía dichas oportunidades, pero había tardado una semana en rastrear alguna pista de la hija del viejo. Reconoció que la muchacha escondía bien sus huellas, aunque tras pedir varios favores obtuvo algún indicio dónde buscar.
Por su parte, Cinthia observó complacida al ángel del infierno aproximarse a su telaraña. Su posible víctima poseía el cabello rubio, con tonalidades doradas y algunas cobrizas. Al sujetarlo en una coleta baja tras la nuca, le otorgaba más la imagen de un caballero de siglos pasados que un integrante de una banda de carretera. Al llegar a su lado, la miró con unos descarados ojos azules que la evaluaron de arriba abajo sin pudor y con insolencia. Cinthia sacó pecho y alzó el mentón, su actitud suscitó una sonrisa en su víctima que molestó a la joven.
—¿Cómo te llamas?
—Lucien. Gracias por la copa.
Cinthia intentó, sin conseguirlo, rozar su brazo. Necesitaba posar su mano unos minutos sobre él para someterlo a su voluntad.
—De nada, soy Cinthia. —Se acercó a él para besar sus mejillas y, de nuevo, se retiró un paso como si danzaran un antiguo baile. Pensó que si lo llevaba hasta la pista contaría con una oportunidad de tocarlo, así que le sugirió—: ¿Te gustaría bailar?
—Prefiero beber —afirmó, manteniéndose siempre apartado de ella.
Cansada de perder el tiempo, juzgó que pasaría al plan B. En un juego de manos, digno de un prestidigitador, echó un narcótico en su bebida.
Unos minutos más tarde, la música martilleaba el cerebro de Lucien, mientras que observaba el rostro de la bruja cubierto por una densa niebla. Se restregó los ojos para despejarse.
—No sé qué me pasa… —apenas podía pronunciar con claridad las palabras.
Cinthia aprovechó esos minutos para tocarlo. Entonces, Lucien se enardeció de fuego al escuchar la voz de la cazadora susurrarle al oído palabras empalagosas. En realidad, le pidió la dirección de su casa, pero su antigua alma celestial escuchó en su lugar un canto de sirena.
Cinthia consiguió meterlo en un taxi sin perder la ropa en el camino. La dirección era la de un hotel de tercera, el Forêt. La decoración hacía gala con su nombre, el verde predominaba en todas las tonalidades posibles de imaginar. La joven registró los bolsillos de su cazadora y encontró la llave de su habitación. Mientras tanto, Lucien la miraba con una fascinación bobalicona. Hasta ese día, sus víctimas se limitaban a sonreír, obedecer sus peticiones y nada más. Pero el dueño del sello con rubí quería besarla con una insistencia férrea sin que la droga lo hubiera dormido por completo. Logró abrir la puerta, tumbarlo en la cama al tiempo que las manos del motero tocaban ciertas partes de su anatomía que lejos de desagradarle le causaban una gran satisfacción. Cumplía con la premisa de no complicarse afectivamente con sus víctimas y nunca la había tentado vivir una aventura con ninguna. Su «superpoder» suponía un problema en muchos aspectos de su vida; también en el terreno sexual. La sensación de que su compañero de cama no la deseara realmente, sino por ese maldito don que la convertía en un monstruo, la alejaba de cualquier experiencia amorosa, aunque no era ajena al deseo sexual. Admirar su cuerpo musculoso supuso una experiencia gratificante hasta el punto de fantasear con la idea de besarlo.
—¡Dios! Tenían razón… —balbuceó Lucien.
Al caído se le cerró la garganta, incluso su percepción de la realidad era confusa. Quiso incorporarse y un terrible mareo lo postró en la cama. Sus recuerdos incluían un par de vodkas y esa cantidad de alcohol jamás lo aturdiría para perder el control sobre sí mismo. La sonrisa victoriosa de la cazadora lo ayudó a comprender qué sucedía.
—¿Me has drogado? —preguntó sin poder enfadarse.
—No digas tonterías.
La bruja acarició su rostro, el leve contacto arrasó la voluntad de Lucien y lo dominó por completo.
—Mi sirena… —dijo con voz enronquecida por la emoción a punto de perder la consciencia.
Cinthia se apoyó un momento en la pared y observó a su particular ángel del infierno tumbado en la cama. En el camino hasta allí, el motero había perdido la camiseta y casi los pantalones. No logró su objetivo y, en un acto de pura compasión, ella se los quitó. Decidida a ayudarlo de nuevo, lo liberó de los bóxers. Antes de taparlo con la sábana, se dijo: «Chica, disfruta del espectáculo».
UN DURO DESPERTAR
La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata.
Virginia Woolf
La luz atravesó la ventana del cuarto del hotel e iluminó el rostro de Lucien. El caído sentía un cansancio inusual que le restaba la voluntad de levantarse de la cama. Todo gracias a la droga que había ingerido. Los recuerdos, referentes a la noche anterior, lo golpearon con nitidez. Abrió los ojos, frunció el ceño y maldijo en todos los idiomas mortales y divinos a ese ser maligno que lo engañó como a un imbécil. Quiso incorporarse, pero lo había esposado a los barrotes de la cama, aunque la indignación aumentó al descubrir su desnudez. De un tirón rompió el cabecero y se asomó por la ventana; su Harley seguía en el aparcamiento del hotel. Si esa arpía se la hubiera robado, no tendría piedad el día que le pusiera las manos encima. No se acordaba de cómo lo esposó y, sobre todo, cómo terminó sin sus pantalones. Él, un caído, un ángel por vocación, un guerrero de Dios, había rogado a un engendro diabólico que lo amara. Entonces, vinieron a su mente retazos de unos momentos que le causaban un terrible bochorno.
«—¡Dios! Eres preciosa…».
La atrajo hacia él, sin reparar en las veces que lo empujaba rechazando su contacto.
«—Claro, lo que tú digas. Ahora, estate quieto, lo pasaremos bien, no te preocupes y déjame a mí».
Le respondió ella a la vez que le alzaba los brazos. No olvidaría jamás que su voz era pura ambrosía. En ese momento nada le importaba, excepto sentir su aniñado cuerpo junto al suyo.
«—Cinthia…».
Susurró con tanta pasión que sintió cómo la rabia dominaba todo su cuerpo.
«—Cariño, vamos a divertirnos».
Fue lo último que la oyó decir. Un instante más tarde, escuchó un sonido metálico; después, solo oscuridad.
Creía que él era quién la había localizado, por lo visto se equivocaba, ella lo cazó hasta el punto de adueñarse del sello Chevalier; la joya aún lo mantenía con un hilo invisible unido a sus hermanos.
Entró en el baño, y su enfado se incrementó al ver la despedida que la bruja había escrito con una barra de pintalabios en el espejo: «Cariño, gracias por tu regalo».
***
El caído no era el único que ideaba una manera de cazar a esa muchacha. Al mediodía, en la comisaría de la Prefectura de la Policía de París, la mitad de los oficiales se disponían a comer en un restaurante cercano. Germán, el oficial encargado de investigar los delitos de obras de arte, acabó su baguette de queso, pavo y lechuga con regusto a plástico revisando las notas sobre el caso. Se limpió la boca y hojeó los papeles que repasaba.
—¿Aún sospechas de que la tal Marnie es la responsable de los robos? —preguntó un norteño llamado Donatien, casado con una parisina cosmopolita que por mucho que se afanara en refinarlo no lo conseguiría nunca.
—Necesito ocupar mi tiempo libre…
—Si el comisario te pilla, te ganarás una bronca —lo interrumpió, sentándose en la mesa—. Hay otros casos que resolver —dijo, y señaló con uno de los dedos, con un claro desprecio, a los papeles—, este es uno de tantos. Amigo, no es bueno obsesionarse con el trabajo —terminó por decir mientras se metía en la boca una loncha de jamón que Germán había retirado de su bocadillo.
—No va a enterarse, ¿verdad?
Su compañero alzó los hombros en señal de aceptación y comió otra loncha sin decir una palabra más.
—Apostaría mi paga de un mes a que nuestra Marnie se ha metido en un lío —dijo Germán.
—¿Por qué?
—El tipo de su último trabajo no es un don nadie.
—¿Quién es?
—Bergue.
—¿Nuestro Bergue?
Donatien se golpeó el pecho para evitar atragantarse.
—Exacto.
—No son las mejores compañías para una dama —bromeó, después con la cara muy seria, añadió—: Bergue no se anda con minucias si lo despluman. El comisario lleva años tras él, pero es un cabrón listo. Ese tipo me da escalofríos, es peligroso y no le perdonará a esa chica que se la haya jugado. Por cierto, ¿qué le quitó Marnie?
—Un Monet.
—¡Joder!, eso debe de doler —dijo con una sonrisa complacida Donatien—. Tu Marnie aparecerá tarde o temprano flotando en el Sena.
Germán cerró el dosier. El caso Louvre, como llamaban a los delitos perpetuados por esa mujer, era un aguijón clavado en su expediente. Poco se sabía de ella, salvo que no usaba la violencia y las víctimas entregaban los objetos sin oposición. Germán barajaba la posibilidad de una droga que anulara la voluntad, sin embargo, en las víctimas no descubrieron trazas de sustancias con tal efecto. Quizá la droga desaparecía de la sangre con el paso de las horas. Fuera como fuese alguien más la buscaba.
En cierta forma admiraba su inteligencia. Robaba a gente cuya riqueza la habían obtenido manchándose las manos con el trabajo y la sangre de inocentes; ese comportamiento le arrancaba su simpatía. Algunos ciudadanos la catalogarían de Robin Hood moderna, sin su esencia, ya que no donaba el dinero a ningún indigente. Si bien aspiraba a atraparla, no quería que formara parte de la lista de autopsias en el depósito de cadáveres.
Camino de la comisaria, se preguntó qué haría Marnie. Quizá observara como él a un grupo de soldados armados, en previsión de un atentado terrorista, o a los turistas, incluso, al ruidoso tráfico de París.
***
Al otro lado de la Ciudad del Amor, Jacob contemplaba esa urbe, repleta de extranjeros que constituía un escondite perfecto donde desaparecer. Las vistas de la Torre Eiffel y los Campos de Marte alegrarían el humor de cualquiera menos el suyo. Anudó, con ímpetu, el cinturón de la bata de grueso algodón americano y se dispuso a tomar el desayuno. Entretanto, su secretario permanecía de pie a la espera de recibir órdenes. El empresario saboreó el café en una delicada taza de la mejor porcelana inglesa y dijo:
—¿Alguna noticia de ella?
—No, señor. Aunque creemos que se ha marchado de París.
Bergue confiaba en hallar una explicación al hecho de que una zorra, a la que casi no recordaba, lo sedujera con tal habilidad que le regalara su Monet. El cuadro carecía de transcendencia, ni siquiera entendía de arte. Tan solo lo adquirió por la posición que poseerlo le proporcionaba, en realidad, podía destruirlo. Sin embargo, le irritaba que averiguaran cómo lo habían timado.
—Aumenta la cantidad, quiero saber con quién trabaja.
—Sí, señor —respondió el secretario.
Jacob cumpliría pronto los cuarenta años, practicaba deporte asiduamente, tomaba alimentos saludables y vestía de las mejores sastrerías. No siempre fue así. Aún se acordaba de sus zapatillas desgastadas, el sabor salado y concentrado de las sopas de sobre y las facturas por pagar. El olor a desesperación, impotencia y pobreza de esa casa destartalada en la que creció y donde todo era postizo. Había logrado llegar a la cima y nada de lo que poseía era ficticio. Las rubias eran auténticas, las comidas naturales y los cuadros originales. Juró que nunca se rodearía de falsificaciones.
—No siempre fue así —repitió en voz alta. Luego, relegó sus recuerdos en pos de sus pensamientos—. Da igual dónde te escondas, pagarás caro el haberme robado.
***
Cinthia jamás se habría apoderado del Monet si hubiera sospechado las consecuencias. La joven volvía la cabeza una y otra vez tras su espalda. El miedo la hacía imaginar que cada persona con la que se cruzaba era un sicario con la orden de matarla. Frunció el ceño, enfadada; odiaba portarse de forma tan paranoica. Inconscientemente, tocó la cadena de la que colgaba el sello de los Chevalier. Apreció el roce frío y, al mismo tiempo, ardiente de la joya entre sus senos. Al menos, contaba con el anillo. Trabajaba con un anticuario en el barrio de Marais que no preguntaba sobre la procedencia del material. No le regatearía, se conformaba con lo suficiente para comprar un billete de avión que la sacara cuanto antes de París. Hasta ahora no había decidido adónde ir. Italia era una opción: turistas con los que mezclarse, piezas de arte con las que traficar y una ciudad soleada. Sí, Roma era un buen lugar en el que ocultarse de Bergue y sus esbirros. Se ciñó el cinturón del abrigo negro y pasó al local.
—¿Qué desea? —preguntó un anciano al que le cambió la cara al ver de quién se trataba—. ¿Por qué has venido aquí? ¿Quieres comprometerme?
—No sé a qué te refieres.
—Todos te andan buscando. —El dueño, un anciano gordo y con papada, se apresuró a cerrar la tienda—. La policía, los matones de Bergue…
—Tengo esto —dijo Cinthia, y acalló sus protestas.
La avaricia pudo más que la precaución y el anticuario se abalanzó encima del rubí como un ave rapaz sobre una presa. Se colocó la lupa de ojo y comprobó su calidad.
—¡Es magnífico! —dijo entusiasmado—. Puedo darte setenta mil.
—¡No me tomes por imbécil! —Valía cuatro veces más, pero con el doble se conformaba—. Necesito ciento cuarenta mil ni un euro menos.
El viejo se quitó la lupa y la miró fijamente, en sus ojos se reflejaba un auténtico temor. Esa muchacha siempre le había llevado piezas de calidad y fáciles de colocar, cierta compasión lo invadió al advertir su miedo, atónito, se regañó. Si actuaba como un buen samaritano, su negocio acabaría en la ruina. Los problemas de la chica le eran indiferentes hasta que la mano de Cinthia se posó en su hombro, entonces, escuchó una voz tan seductora que le alegró el corazón.
—Está bien, ciento cuarenta mil es un precio justo —se oyó de