CAPÍTULO 1
Nataly miró su teléfono móvil con preocupación; tenía ocho llamadas perdidas de Max.
Sabía que esas alturas él estaría furioso, pero no había podido atenderlo, porque la intervención que tenía programada para esa mañana se había complicado y se prolongó más de lo previsto. Marcó deprisa el número que aparecía insistentemente en su pantalla y esperó:
—¿Se puede saber por qué rayos no me habías contestado? Debiste salir del quirófano hace horas. —Max ni siquiera alzó la voz, pero no hizo falta, ella podía notar el enojo en su tono engañosamente suave.
—La operación se complicó, el chico tiene un problema cardiaco que no habíamos detectado…
—Siempre hay complicaciones, siempre hay imprevistos —la interrumpió él sin miramientos.
—¿Y para qué me necesitas? ¿Qué es más urgente que mi trabajo? —le espetó ella, también molesta por el tono de él.
—Estoy en el banco, esperándote desde hace una hora, para firmar los papeles de la casa.
«Doctora Hoffman, se la solicita en pediatría. Doctora Hoffman, se la solicita en pediatría». El llamado en el altavoz ocupó toda la atención de Nataly, que no escuchó el resto de la explicación de Max.
—Me están llamado, tengo que dejarte. Te llamaré en cuanto pueda. —Y colgó antes de escuchar siquiera el inicio del acalorado sermón de su esposo.
***
Abrió la puerta sigilosamente, tratando de hacer el menor ruido posible. Todo estaba a oscuras y tenía la recóndita esperanza de que Max aún no hubiera llegado, o tal vez, que ya estuviera dormido. Pero sus ruegos no fueron escuchados, y tan pronto cerró la puerta oyó el crujir de piel del sofá favorito de Max.
—El ejecutivo y el abogado estuvieron esperándonos por dos horas y media para firmar los papeles, y tú nunca apareciste. —Su voz ronca erizó la piel a Nataly.
Sabía que su aparente tranquilidad era el preludio de la tempestad.
—No pude llegar, discúlpame. Hubo un accidente en una escuela, y pediatría estuvo de locos.
En la penumbra alcanzó a ver que Max se frotaba la cara con una mano, en un ademán de enorme cansancio.
—Siempre hay un accidente, siempre hay una cirugía que se complica, siempre una emergencia o una junta con la directiva. Siempre estás tan ocupada, Nataly. No sé cómo podremos seguir así si tú siempre estás trabajando. —Ahora sí elevó un poco la voz, pero Nataly pudo ver que aún se estaba controlando.
—¿Qué quieres que haga? Así es mi trabajo.
—Ya te lo dije, no tienes que trabajar, yo puedo perfectamente cubrir todas tus necesidades sin ningún problema. ¿Quieres ropa, quieres autos, quieres viajar? —Había dejado el sofá y ahora estaba parado frente a ella—. Yo puedo dártelos.
Dio un paso y Nataly sintió que el corazón se le aceleró. Siempre que Max tocaba ese tema era motivo de peleas antológicas.
—No se trata de eso, y tú lo sabes. Amo mi trabajo. Me conociste así, sabías a lo que me dedico, no sé por qué ahora tienes que poner tantos reparos en ello.
—¡Porque tu trabajo está acabando con nuestro matrimonio!
Nataly se estremeció al escucharlo gritar.
—Prácticamente no nos vemos, no puedo contar contigo para nada, tengo que hacerlo todo yo solo. Ni siquiera te has dado el tiempo para que tengamos un hijo.
Bien, ahí estaba, el tópico inevitable: los hijos. Nataly siempre había pensado que no era precisamente maternal, pero no le desagradaba la idea de tener hijos. Sin embargo, siempre había dado prioridad a su carrera. Los hijos llegarían en su momento, en el momento perfecto… pero el tiempo corría, tenía 30 años y aún no encontraba ese «momento perfecto».
Max la había estado presionando al respecto desde hacía años, y cada vez era más insistente.
Y por otro lado estaban sus celos, esos celos que a veces, le parecía, rayaban en la obsesión. Sabía que él detestaba a sus compañeros de trabajo porque en todos creía ver la inevitable intención de seducirla. Más de una vez le había armado un escándalo por haberla encontrado en la cafetería o en los pasillos del hospital charlando alegremente con uno o varios compañeros de trabajo.
Cierto que Nataly tenía una manera de ser muy jovial, pero ella jamás le habría sido infiel: creía fervientemente en la fidelidad, basada en el amor, el compromiso y la lealtad por convicción, tanto que, estaba segura, si algún vez cometiera una estupidez como esa, jamás podría volver a mirar a Max a la cara.
Al último reproche de su esposo no supo qué contestar. Estaba cansada de su larga jornada de trabajo, pero, sobre todo, de esa discusión que se repetía una y otra vez.
—¿Sabes qué? Discutiremos esto en la mañana, en este momento estoy exhausta. —Pasó cerca de él para dirigirse a las escaleras, rumbo a la habitación, pero Max se lo impidió; la tomó del brazo y la obligó a mirarlo.
—Lo vamos a discutir ahora, y lo vamos a resolver de una vez por todas.
—No creo que venga al caso discutirlo ahora, Max. Estás alterado, y así no llegaremos a ninguna parte. —En ese punto ella temía perder el control de sus emociones.
—Lo vamos a discutir ahora —enfatizó él mirándola a los ojos—. Tenemos que llegar a un arreglo, Nataly, esto no puede continuar así. Yo quiero tener hijos, quiero una esposa, no un fantasma que entra y sale de la casa a deshoras y que tiene cosas mucho más importantes que hacer que estar conmigo. —Para entonces ya la tomaba de ambos brazos, y Nataly no podía esquivar la fuerza de su mirada.
Aunque le costara mucho admitirlo en voz alta, tuvo que reconocer que la razón asistía a Max en mucho de lo que decía. Su trabajo era muy demandante, con mucha frecuencia tenía que quedarse después de su turno debido a emergencias o a guardias de última hora. Max había sido muy paciente al principio, pero debía aceptar que ya llevaban varios años con ese ritmo, y estaba empezando a resultar cansado y tedioso, y no solo para él, aunque le costara admitirlo.
Pero amaba su trabajo, la fascinaba la medicina, y le encantaba dedicarse a los niños. Max le había echado en cara en diversas ocasiones el que fuera pediatra precisamente, pero no se diera el tiempo para tener sus propios hijos.
—¿Y cuál es ese arreglo al que quieres llegar? ¿Que deje mi trabajo? Sabes bien que no lo haré.
—¡Sí lo harás! Dejarás el hospital y te dedicarás a tu familia.
Ella se revolvió un poco y Max, que quería mostrarse flexible, la soltó.
—Puedes tener tu consulta privada, poner tus propios horarios. Sabes que yo estaré encantado de ayudarte si quieres tener tu propia clínica, solo te pido que tengas horarios fijos para tu trabajo, y que dediques tiempo a nuestro hogar.
—Sabes que eso no es tan fácil. Y no creo que nuestro hogar esté desatendido —dijo ella en su defensa.
—No es fácil porque tú no quieres que lo sea. —Aspiró profundo, tratando de calmarse—. No quieres dejar el hospital, y no entiendo por qué. Siempre dices que mis celos son irracionales, pero a veces pienso que no quieres irte porque tienes un amante.
—¡Tú sabes que eso no es cierto! ¡Jamás podría engañarte!
—¡Yo no sé nada, Nataly! Pasas hasta 30 horas seguidas en el hospital, en ese tiempo yo no puedo saber lo que haces o con quién.
Ambos se miraban con los ojos en llamas. Max, por la impotencia, y Nataly, porque no sabía qué responder a los reproches de su esposo. Respiró profundo. Estaba demasiado cansada, no solo físicamente.
—Es obvio que no vamos a llegar a ninguna parte con esta discusión. Hablaremos cuando ambos estemos más tranquilos. —Hizo ademán de dirigirse a las escaleras, rumbo a la habitación.
El apretó el mentón, en un último esfuerzo por contener su frustración.
—Mañana presentarás tu renuncia…
—No voy a renunciar…
—¡Mañana presentarás tu renuncia, o me encargaré de que sea el mismo hospital el que haga que te vayas!
—¿Y qué vas a hacer? ¿Utilizarás tus influencias? ¿Vas a amenazarlos para que me despidan? ¿Esa es tu manera de resolver esto?
—Haré lo que sea necesario, pero esto no puede seguir así.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿De verdad serías capaz de obligarme a dejar mi trabajo? —A pesar de que Max le había pedido muchas veces que dejara el hospital, no podía dar crédito a su última advertencia.
Él aspiró profundo y se pasó una mano por el rostro, evidenciando lo cansado que se sentía.
—¿Acaso no ves que es por el bien de nuestro matrimonio? Ojalá fueras más razonable, Nataly. Por supuesto que no querría forzarte a hacer algo que no desees, pero tienes que reconocer que estás siendo egoísta e intransigente.
—¿Intransigente? —Cerró la boca de pronto, pues no hallaba las palabras adecuadas para expresar su indignación—. Solo te diré una cosa: si te atreves a hacer que me echen, me iré, ¿me oyes? —La voz le temblaba por la ira.
Él dio un paso hacia ella, consternado, pero Nataly no podía ver su dolor. Se sentía completamente indignada por la sola idea de que Max la forzara a dejar su trabajo.
—Solamente quiero que estemos juntos, Nataly, que tengamos una familia completa, ¿acaso es eso tan malo?
—No es malo, en absoluto, pero la forma en que quieres lograrlo sí lo es. Soy una persona independiente, Max. Tengo una carrera, a la que he dedicado mi vida. Ya te he dicho que tendremos hijos, pero tienes que darme tiempo. ¿No te das cuenta de que no puedes controlar cada aspecto de mí y de mi vida?
—¡No pretendo controlarte!
—¡Por supuesto que sí! Quieres controlar mi trabajo, mis horarios, mis amistades. ¿Es que no confías en mí?
Max se la quedó mirando. Tuvo que reconocer que, definitivamente, no sabía cómo responder a ese último cuestionamiento. ¿Confiaba en Nataly? Sí, claro que sí, sabía que era una mujer íntegra, entregada y maravillosa, pero desconfiaba del mundo. ¡Sabía que eso era absurdo! Pero no podía evitarlo, la amaba demasiado.
Cuando se casaron pensó que, aunque ella era una joven y exitosa doctora, pasarían juntos mucho tiempo, construirían un hogar, tendrían una familia. Pero pronto las exigencias del trabajo de su esposa se convirtieron en una variable no deseada en la ecuación.
—Solo te estoy pidiendo que dediques más tiempo a nuestra relación, Nataly, eso es todo. Tienes que reconocer que he sido muy tolerante hasta ahora.
Sin poder evitarlo, ella puso los ojos en blanco. Ya habían discutido eso, más veces de lo que podía y quería recordar. Al mismo tiempo, se sentía dolida, pues él no había podido admitir siquiera que no confiaba en ella. Se dirigió a la escalera.
—Esta discusión no tiene sentido. Me voy a dormir.
Max pensó correr tras ella, pero lo dominó su frustración. Se sintió humillado por la forma en que ella se retiró, como si sus argumentos no tuvieran ninguna importancia para ella. Sintió que Nataly ya había decidido cuál quería que fuera el curso de su vida, y él no estaba incluido.
No quiso seguirla a la habitación. Se instaló en el sofá de su estudio, y ahí se quedó, dando vueltas, toda la noche.
CAPITULO 2
Cuando bajó a desayunar, Max ya se había ido.
Aunque lo había esperado durante un rato muy largo, él no había aparecido en su dormitorio la noche anterior. Nunca habían dormido en habitaciones diferentes y, aunque estaba molesta con él, lo había extrañado terriblemente. Además, el que hubiera decidido pasar la noche en otra parte de la casa solo significaba que estaba tan molesto que no podía soportar su presencia, mucho menos en su cama.
Al no verlo por la mañana sintió una mezcla de alivio y gran parte de decepción. Había pensado proponerle que esa noche fueran a cenar y hablaran del asunto como personas civilizadas. Pero era obvio que él no quería verla y se había marchado muy temprano.
Tratando de mantener la serenidad desayunó, luego se duchó, descansó un rato, y luego se preparó para ir al hospital. «Al menos el trabajo me distraerá» pensó, con cierta ironía.
Al llegar al hospital se dirigió a su casillero, se cambió de ropa y luego fue hacia al área de pediatría, que ese día estaba inusitadamente tranquila.
Iba a salir rumbo a la cafetería cuando la enfermera Walker la abordó:
—Doctora Hoffman, el doctor Penn quiere verla en su oficina.
Nataly no tenía la menor idea de cuál sería el motivo por el que el director del hospital querría hablar con ella.
—Buen día, doctor Penn. ¿Quería verme?
El médico se levantó al verla entrar. Asintió en silencio, y a ella le pareció que su gesto era de preocupación, pero no estaba segura.
—Siéntese, por favor, doctora.
Ella obedeció. Una idea se encendió en su mente, pero pensó que estaba siendo alarmista.
El doctor Penn se acercó a su escritorio y apoyó los codos en el borde.
—Doctora, usted sabe que se le valora mucho en este hospital, es un excelente elemento, preparada y dedicada. —Hizo una pausa, como si no supiera cómo continuar—. Es por ello que lo que voy a decirle me cuesta mucho trabajo, créame.
En ese momento, Nataly tuvo una revelación. Se puso tensa y miró al doctor Penn a los ojos, instándolo a continuar y terminar de una vez por todas con ese trance.
—Por decisión de la junta directiva, cuyas razones no me fueron informadas, me veo en la penosa necesidad de prescindir de sus servicios, doctora. Créame, siento tener que darle esta noticia, y me duele perder a un elemento tan valioso como usted, pero las decisiones ejecutivas en muchas ocasiones resultan incomprensibles.
Nataly sintió que su rostro se encendió, y por unos segundos no dijo nada. Así que Max había cumplido su amenaza, después de todo. Estaba indignada y humillada, pero, sobre todo, estupefacta, no podía creer que su esposo realmente hubiera utilizado sus contactos para dejarla sin trabajo.
Se puso en pie repentinamente y le dio la mano a Penn en señal de despedida.
—Gracias, doctor. Ha sido un privilegio trabajar con usted.
Él se la estrechó con fuerza y mirándola a los ojos le dijo:
—Créame que en verdad me apena perderla. Si necesita cualquier cosa, una recomendación o lo que sea, no dude en llamarme. Estaré encantado de apoyarla.
Ella sonrió tristemente, en un esfuerzo sobrehumano para contener las lágrimas.
Se dirigió de nuevo a su taquilla para recoger sus cosas. Por fortuna en el lugar no había nadie, pero a pesar de ello no se atrevió a dar rienda suelta a todas las emociones que la invadían.
Ni siquiera tuvo el valor de despedirse de sus compañeros en el área de pediatría ni de las enfermeras. Se sentía derrotada y humillada.
Subió a su automóvil, pero se quedó ahí, frente al volante, durante un rato muy largo, en shock. ¿Qué haría? ¿A dónde iría? Le había dicho a Max que lo dejaría si se atrevía a amenazar su trabajo, y aún así lo había hecho. ¿Qué seguiría? Sintió náuseas solo de pensarlo. Estaba furiosa.
Encendió el auto y empezó a manejar sin rumbo fijo; en una calle solitaria se detuvo y siguió pensando. Se dijo a sí misma que había puesto todo de su parte para que su matrimonio funcionara, había tratado de dividirse entre su trabajo y su esposo para dar a ambos el tiempo y la dedicación que merecían. Había tratado de llegar a un acuerdo con Max, pero él no la había comprendido. ¡Era tan egoísta!
Casi sin darse cuenta empezó a llorar.
***
Pasó mucho tiempo antes de que pudiera recobrar la compostura.
Estaba tan enfadada que ni siquiera quiso volver a su casa. Se dirigió a la oficina de Max. Estaba furiosa y sabía que seguramente no tendría total control de sus palabras, pero tenía que verlo y escupirle en la cara su resentimiento por lo que acababa de hacerle.
Sabía que Max tenía los contactos suficientes para hacer algo así, tenía mucho dinero y demasiados amigos influyentes, y era muy probable que hubiera empleado ambos para sabotearla.
No le dio tiempo a Susan, la asistente de Max, de anunciarla, entró como un torbellino a la oficina de su esposo, donde él sostenía una videoconferencia con alguno de sus socios.
—Te llamaré más tarde —le dijo a su interlocutor tan pronto la vio entrar.
Se puso en pie para recibirla. Por supuesto que sabía con certeza cuál era el motivo de su visita.
—Supongo que ya estarás satisfecho —le soltó a bocajarro, roja de ira y con voz trémula.
Max se irguió, tenso.
—No, no estoy satisfecho, pero no me dejaste otra opción.
—¿Otra opción? —gritó, interrumpiéndolo—. ¡Por favor, Max, hiciste que me despidieran!
—Yo traté de razonar contigo, fuiste tú quien no quiso hacer nada para solucionar nuestros problemas.
—¡Me pedías que dejara mi trabajo! —protestó ella con los puños apretados.
—¿Y era mucho pedir? —Él dejó su lugar detrás del escritorio y se dirigió hacia ella—. Ya tuvimos esta discusión, Nataly, por favor. Te he dado opciones, puedes tener tu propia clínica si así lo quieres. —Hizo ademán de tomarla del brazo, pretendía ser más conciliador, pero ella se apartó bruscamente.
—Sí, ya tuvimos esta discusión, y yo te advertí lo que haría si te atrevías a meterte con mi trabajo.
—No permitiré que te vayas. —Ahora sí parecía molesto, aunque en realidad estaba alarmado.
No podía concebir la idea de perder a su mujer, pero tampoco podía entender que el enojo de Nataly no fuera únicamente por su trabajo.
—No te das cuenta, Max, ya es bastante malo que me presiones, pero que me sabotees en mi carrera… Simplemente no puedo tolerarlo.
—Ya te dije que yo no pretendo controlarte —se defendió él, pero se detuvo porque, no tan en el fondo, sabía que ella tenía razón al suponer eso.
—Esto no tiene remedio —dijo ella, más para sí que para él, mientras avanzaba hacia la puerta sin darse la vuelta.
—Nataly, por favor, tenemos que…
—No, no, por favor. —Ella lo detuvo con un ademán de la mano—. En este momento no puedo h