La otra (Quinteto de la muerte 3)

Fragmento

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CAPÍTULO UNO

Lorena miró alrededor para constatar que no era la única impaciente y nerviosa. De hecho, si de impaciencia se trataba, probablemente su padre, Víctor, era el que llevaba la delantera, paseándose de un lado a otro de la sala de espera. Su madre, Camila, se apoyaba en el pequeño Claudio, su hermano menor, que de pequeño no tenía mucho, la verdad.

Un poco más allá, su tía María José cuchicheaba con Isabel, su prima y una de sus cuatro mejores amigas. Adriana, otra de sus amigas, descansaba en Juan, su marido, quien la besaba tiernamente en la frente para calmarla. Pamela, sentada a su lado, apretaba las manos, alterada, por lo que ella estiró su brazo sobre la espalda de la colorina y se arrimó a su lado. En el asiento del frente, la mamá de Pamela conversaba con su hermana y con las madres de Juan y Adriana.

Una puerta se abrió y reveló uno de los motivos de espera, y no el más importante. El gigante rubio se sacó la mascarilla sin dejar de fruncir el ceño y se acercó a María José.

—Mamá —susurró con un acento extraño—, está bien. Todo salió bien.

—¿Fran? —preguntó la mujer tomando la temblorosa mano de su yerno.

—Fran está bien, solo un poco adolorida. Pude hablar con ella cuando la sacaron de la anestesia, pero le pusieron algo para el dolor en el suero y se quedó dormida nuevamente.

—¿Y…?

—Perfectamente. Tienes un nieto maravilloso, mamá.

Una oleada de alivio recorrió la sala.

—Detalles, cuñado, detalles —pidió Isabel después de abrazar a su madre.

—Cuarenta y ocho centímetros y tres kilos doscientos cincuenta gramos —explicó Baran sonriendo—. El neonatólogo dice que probablemente pase una semana en la incubadora porque sus pulmones están inmaduros y no respira bien, que tal vez tenga reflujo porque su estómago no está preparado para recibir mucho alimento, pero que, dado su tamaño, que no es de un niño prematuro, para los seis meses ya habrá alcanzado el desarrollo normal.

—Todo un bebé ruso, mi nieto, ¿no? —María José sonaba tan tranquila que era imposible para los presentes concebir que era la misma mujer que llevaba horas rezando silenciosamente mientras su hija menor era sometida a una cesárea de emergencia—. ¿Le hicieron todas las pruebas?

—Absolutamente todas —aclaró Baran—. ¿Alguien le avisó a mi familia?

—Yo —respondió Adriana—. Llamé a Malik, dijo que él llamaría a Svetlana y a tus padres. Pietro se encargaría de llamar a John, y él a Tom y Teresa.

—Bien.

—¿Qué pasa, compadre? —preguntó Juan al ver que Baran no dejaba de fruncir el ceño.

—Francisca. Ni siquiera medicada y recién operada deja de ser…

—Descarada —dijeron Pamela y Lorena a coro, imitando el acento de Baran.

—¿Con qué salió ahora mi hermana? —preguntó Isabel.

—A que no adivinas cómo quiere llamar a Dimitri —dijo el ruso.

—Pues, Dimitri —replicó Adriana jocosa.

—De segundo nombre. —Baran lanzó una mirada asesina a la mujer que no se dejó intimidar—. Ni siquiera lo había pensado. Un nombre y dos apellidos suenan bastante bien para mí.

—En Chile la costumbre es dos nombres, dos apellidos —explicó Lorena—. Y en Rusia también, ese nombre raro tuyo… Bueno, ese nombre más raro tuyo… Ya sabes, el de tu papá.

—Estamos en Chile, no quiero ponerle nombre patronímico a mi hijo. —Baran lucía abatido, y Lorena se compadeció de él, sabía que cumpliría la voluntad de su esposa, no tendría otro remedio—. Y aquí hay quien no tiene dos nombres. La hermana de Juan, por ejemplo.

—Y a Juan le encantaría no tener segundo nombre —comentó Juan mostrando su acuerdo enérgicamente.

—¿Entonces? —preguntó Adriana impaciente—. ¿El segundo nombre de Dimitri?

—Baranovich —masculló Baran.

—¿Qué significa eso? —Pamela frunció levemente sus rojas cejas—. ¿Por qué no te gusta?

—Significa «hijo de Baran» —explicó Isabel ante el mutismo de su cuñado.

—Ahhh. —María José miró con dulzura a su yerno, apretó los dedos que aún tenía en su mano y le sonrió—. Eso es porque Fran quiere que todo el mundo sepa que es tu hijo.

—Créeme, mamá, una mirada al niño y todos van a saber que es mi hijo.

—¿Se parece a ti? —preguntó Lorena con un gesto travieso—. Voy a ir a alertar a todas las madres para que tengan cuidado y encierren a sus hijas bajo siete llaves de aquí a unos quince años.

—Trece —dijo Baran. Lorena lo miró interrogante—. Baranovich —agregó el ruso apuntándose. Lorena se rio y siguió atenta las preguntas de los otros.

No, Baran no sabía a qué hora podrían conocer al bebé, dependía del diagnóstico del neonatólogo. No, Adriana no podía ir a hablar con ese doctor de pacotilla para apresurar el trámite. No, Isabel no podía llevarlo al taller de mecánica de la familia apenas saliera del hospital. Sí, Juan estaba de acuerdo en que eso de llevar el nombre de tu padre no era lo mejor del mundo, pero más le valía a Baran no hacer nada que provocara la vergüenza de Dimitri, porque ya tomaría cartas en el asunto. Sí, las cuatro amigas estaban de acuerdo con Juan.

—¡Suficiente! —exigió Baran, levantando una mano después de muchas preguntas y cháchara innecesaria para él—. Voy a ir a ver cómo sigue Fran y más les vale no colarse en ninguna parte.

Lorena le hizo un par de morisquetas burlonas cuando él le dio la espalda. Se dio la vuelta para ver que sus amigas hacían exactamente lo que ella pensaba. Isabel parecía relajada, pero en realidad estaba lista para saltar a la pelea. Adriana lucía furiosa, solo contenida por la mano blanquecina de su esposo. Pamela estaba indignada, pero, era verdad como un templo, la colorina no diría nada de nada a nadie ni para salvar su vida.

Así había sido siempre, desde que eran pequeñas. Lorena sonrió al recordar esos tiempos, especialmente cuando la colorina hija de la secretaria de su tío Cristian se uniera al grupo.

Primero, habían sido ella y su prima Isabel. Casi desde recién nacidas, ambas mostraron el buen humor y disposición a las travesuras, habitual de su familia. Siempre se llevaron bien. Siempre se metían en problemas.

Después, llegó Francisca: perfecta, rubia, delicada, hermosa como un ángel. Parlanchina y metiche, atrevida y aventurera. Seguramente el porqué fue la primera en casarse y ser madre.

A continuación, había llegado Adriana. Gritando y pataleando, no quería ser amiga de Isabel, con quien cursaba los estudios básicos, pero terminaron convirtiéndose, primero, en aliadas y, después, en amigas del alma, cómplices. Lo que también explicaba que se hubiera terminado casando con el único amigo de Isabel. Porque, claro, para una mujer como Isabel era tan fácil conocer gente como muy difícil hacer amistad con el sexo opuesto. No porque no fuera simpática, muy por el contrario, sino que su hermosura era demasiada y todos terminaban enamorándose de ella. El problema era que no veían nada más que su bello exterior, y eso a Isabel no le gustaba.

Hubo un tiempo en el que fueron solo las cuatro, especialmente cuando nació su hermano Claudio, y ella, en ese momento lo comprendía, en un arranque infernal de celos estaba todo el día portándose muy mal y molestando al bebé.

Al final, había llegado Pamela. Catalina, su madre, consiguió el puesto de secretaria del tío Cristian y un día tuvo que llevar a su hija al trabajo, ya que no tenía con quien dejarla. Y por supuesto que la intrusa de Francisca había aprovechado que tenía algún reclamo que hacerle al papá para conocer a la niña nueva. Teniendo la misma edad, pronto fue evidente que serían muy unidas para el resto de su vida, especialmente cuando Cristian convenció a su empleada de inscribir a Pamela en la misma escuela en la que estudiaban todas ellas, cerca del taller.

A partir de ese día, las cinco fueron inseparables y les encantaba ponerse sobrenombres entre ellas. A Isabel y a Adriana las llamaban «las Grandes». Francisca y Pamela eran «las Chicas». Eso era porque las agrupaban por edad e iban en el mismo curso. Un muchacho llamado Pierre, hijo de un matrimonio propietario de una fuente de soda cercana y que iba en un curso intermedio entre las Grandes y las Chicas, comenzó a llamarlas así. Luego, fue cosa automática para ellas usar ese apodo. Lorena era «la Otra», ya que era la mayor de todas e iba en un curso diferente. Eso era lo que admitían en público al menos, pero entre ellas, las bromas no cesaban.

Cada vez que Isabel y Adriana discutían, lo que era mucho, ambas intentaban convencerla de ser su mejor amiga. Y Lorena se dejaba querer. Lo mismo pasaba con Pamela y Francisca, solo que las Chicas no discutían, sino que Franny se iba a sus prácticas de ballet y Pamela la buscaba a ella.

Por otro lado, su unión con la más joven de todas se daba de manera un poco más natural que con ninguna otra, dado el talento que ambas tenían para dibujar y crear, a veces, según la necesidad de Francisca, vestuario, escenarios, lo que fuera.

Así, Lorena siempre fue la Otra, aquella que era buscada cuando una pareja se separaba, aunque fuera solo por un par de minutos, la que servía de pegamento en el grupo, incluso entre las dos parejas.

A ella, muy traviesa desde pequeña, le encantaba. Especialmente cuando vieron una película, a escondidas, claro, porque no era nada apropiada para un grupo de niñitas impresionables, donde la protagonista dejaba a su marido para huir con otro hombre al que amaba y que la hacía mucho más feliz. Lorena se sentía orgullosa de ese detalle, ya que la elección de la mujer de la película era la misma que la de su madre, perseguir el amor a pesar de las convenciones sociales.

Cuando su amistad fue sólida como un bloque de granito, buscaron una manera de identificarse como grupo. En ese tiempo, y gracias a la intervención de su querido tío Ismael, las niñas pasaban el tiempo libre viendo películas antiguas.

Ismael, que no era su tío, sino que el trabajador más antiguo de Soublette e Hijos, el taller de mecánica propiedad de la familia de Isabel y Francisca, tenía cierta predilección por algunos actores, entre ellos, Alec Guinness. Para las niñas era Obi-Wan Kenobi, el maestro del joven jedi, pero para Ismael, era el mejor actor del universo, así que las incentivaba a ver sus películas.

De esa manera llegó aquella que las marcaría para siempre. «El Quinteto de la Muerte» Ninguna sabía si el nombre original, The Ladykillers, era apropiado para ellas, pero definitivamente, «El Quinteto de la Muerte» les sentaba bastante bien.

De partida, eran cinco. Segundo, eran muy vengativas. Nadie podía ir a molestar a ninguna de ellas y salir bien parado. Para hacer honor a la película, intentaban ser sarcásticas, irónicas y más inteligentes que su rival.

Su tío Cristian era el que las incentivaba a permanecer unidas, pese a las disputas entre ellas. «Ustedes son como los dedos de una mano», solía decir. «Cada una independiente de la otra, pero todas juntas forman la mano» Entonces Adriana había llegado con la mejor frase para describirlas: «Te metes con una y te metes con todas»

Lorena sonrió con melancolía al recordar a su tío, especialmente ese día, el día en que nacía su primer nieto. Habían pasado dos años y algo más desde la muerte de Cristian Soublette, y ella aún lo añoraba. Había sido el mejor tío del universo. En honor a la verdad, Lorena tenía que reconocer que era su único tío. Al menos, el único al que conocía, ya que su madre tenía un hermano a quien no había visto desde el día que supo que jamás sería feliz si rechazaba a Víctor Irribarren.

Lorena entendía a su madre y repudiaba a sus abuelos maternos, de la misma manera en que ellos rechazaron a Camila por enamorarse de un obrero, un soldador huérfano sin más familia que su hermana, estudiante de enfermería.

Además, Lorena adoraba a su padre. Era un hombre fuerte, que se hizo a sí mismo y se encargó de la hermana pequeña cuando perdieron a sus padres en un accidente automovilístico.

En ese tiempo, más de cuarenta años atrás, los Irribarren Marcoleta eran una familia feliz que vivía en el eterno verano de Iquique. Andrés era un trabajador asalariado como cualquiera. Alejandra era dueña de casa y mamá a tiempo completo. Víctor recién terminaba la enseñanza media y había dejado a su familia en busca de un mejor futuro para él. Por eso, se fue a vivir a la capital, hizo el curso más corto y con mejores posibilidades de buenos ingresos y buscó un modesto trabajo en la construcción. María José era una dulce y simpática muchachita de trece años, inteligente y buena estudiante. A pesar de la distancia con su hijo mayor, la familia era feliz.

Hasta el día que Alejandra quiso ir a La Tirana, un pueblo al interior de Iquique, donde se celebraba anualmente una enorme fiesta religiosa. Víctor nunca dejó de agradecer a los vecinos que ofrecieron cuidar a María José por un par de días.

Después del funeral de la pareja, organizado por los mismos vecinos y al que Víctor casi no llega por la distancia entre las ciudades, pasaron unos tiempos muy complicados para los hermanos. Víctor era mayor de edad, pero no María José, y las autoridades competentes no lo consideraban apropiado para entregarle la custodia de la niña. Presentando un frente unido y demasiada madurez para dos personas tan jóvenes, convencieron a un juez que les permitiera permanecer juntos.

Se fueron a vivir a Santiago, donde Víctor tenía trabajo seguro en una empresa constructora especializada en obras civiles, y consiguió otro limpiando oficinas. Arrendaron un ínfimo departamento de dos habitaciones y María José siguió con sus estudios secundarios, haciéndose cargo también de la casa y cuidando niños para ganar un dinero extra.

Víctor nunca tuvo ningún empacho al reconocer que el día de la investidura de su hermana, antes de comenzar su primera práctica clínica como estudiante de enfermería, lloró como un crío. Habían sido años muy difíciles, pero juntos lo habían conseguido.

Cuando María José, Coté para los amigos, estaba en el último año de la universidad, Víctor conoció a la hija de su jefe. Una muchacha hermosa, inteligente, dulce y noble. Y una artista increíble con una insospechada vena práctica, ya que todo su talento lo vertía en sus estudios de arquitectura. Algún día, ella y su hermano heredarían la empresa familiar, y ella se preparaba para ese momento.

Lo que nadie esperaba era que se enamorara del jefe de los soldadores, pero todos tenían claro que era una unión que no recibiría la aprobación de los padres de Camila.

Ella intentó razonar con sus padres, los desafió sutilmente y los amenazó con buscar a propósito quedar embarazada. Pero ellos no cedían.

Llegado a ese punto, Víctor quiso dejarla, no porque no la quisiera, sino porque temía que Camila finalmente eligiera la comodidad y la tranquilidad de una sólida fortuna familiar antes que pasar necesidades a su lado. Además, no quería ser quien la privara de una vida de lujos. No quería condenarla a la pobreza.

Pero Camila los sorprendió a todos al abandonar el hogar familiar y llegar al departamento que Víctor y María José compartían, solo con una maleta.

Al día siguiente, él se encontró cesante. Dos días después, el dueño de la empresa de la competencia le ofrecía un trabajo. Lo mejor fue que, conociendo el enorme talento de Camila y sus grandes ideas, también le ofreció un trabajo a ella, a pesar de que no tenía ningún título que lucir. Hay que decir que no lo hizo por la nobleza de su corazón, sino que fue la ciega ambición lo que lo guió. Pero a veces, para que la vida sonría a las buenas personas, también tiene que sonreírle a las malas, por lo que este hombre empezó a ganar los proyectos a los que postulaba en contra del padre de Camila y siempre por una idea genial de ella.

A una semana de abandonar a sus padres, Víctor y Camila eran marido y mujer.

Víctor y sus chicas, como gustaba llamar a su esposa y a su hermana, buscaron un departamento más grande para vivir todos juntos con comodidad. Por un par de años el arreglo funcionó muy bien, hasta que María José salió de la universidad y encontró un trabajo.

Hablaba de buscar un lugar propio porque sabía que Camila estaba inquieta, quería agrandar la familia; hablaba de necesitar independencia; hablaba de poder descansar bien, porque las vidas activas de su hermano y cuñada y sus turnos de noche no se llevaban bien. Hablaba de muchas cosas, hasta que ya no habló de nada más que del rubio, alto y guapo nieto de su paciente, que remeció su mundo hasta los cimientos y la conquistó con su eterna alegría y su sonrisa franca y abierta.

Menos de un año después, María José estaba casada y sostenía a su sobrina en brazos. Cristian Soublette quería un hijo, eso lo sabía todo el mundo, pero tentó al destino declarando que quería al menos un par de hermosas criaturas como Lorena.

Ayudados por la generosa familia Soublette, los Irribarren Arrigorriaga, es decir, Víctor y Camila, renunciaron a los trabajos que odiaban. Camila siguió con sus intereses en el arte y Víctor inició su propia empresa de soldadura con la que prosperó por los siguientes treinta años. Educó a sus hijos y les dio las alas para ser lo que quisieran. Incluso, llevaba varios años pasando por alto el hecho de que ninguno mostraba interés en su empresa, que ya se había resignado a tener que vender, y que tampoco se apresuraran a sentar cabeza y darle nietos.

Claudio, ocho años menor que Lorena, aún era intocable en ese sentido. «Y en casi todos », rumiaba siempre Lorena, ya que andaba por la vida como volantín sin cola, mostrando interés en todo y nada a la vez, excepto las chicas guapas.

Pero en esos momentos, a unas tres horas del nacimiento de Dimitri, y habiéndolo conocido a través de los vidrios de la incubadora, Víctor y Camila miraban con malos ojos a su hija mayor.

No era que reprobaran su vida. Lorena había salido tan artista como su madre y tan trabajadora como su padre y estaba labrándose un buen camino como diseñadora de modas. Tampoco miraban con malos ojos que ella se divirtiera, pero Camila siempre decía que algo de diversión era bueno, mucha era libertinaje. Y Lorena estaba a punto de caer en el bajo nivel de Sodoma y Gomorra.

Lorena sabía que sus padres jamás rechazarían a nadie que ella quisiera llevar a casa y que la ayudarían en todo lo que pudieran, especialmente en el cuidado de nietos, en plural. Cuando quiso aclararles que no tenía ninguna intención de casarse, replicaron que ser madre soltera no era malo.

Inmediatamente, Claudio preguntó que qué tal era ser padre soltero y Víctor, furioso, le dijo que un Irribarren no se comportaba con ese nivel de irresponsabilidad, que si Claudio dejaba embarazada a una niña, tendría que llevarla inmediatamente al Registro Civil para convertirla en su esposa, aprender a soldar y hacerse con la dirección de su empresa, tal como Isabel se hizo cargo del taller de mecánica de su padre.

Claudio estaba desconcertado.

—¿Está bien ser madre soltera, pero no padre soltero? —preguntó, y sus progenitores contestaron a coro que sí. Y Camila agregó que ellos no se hacían responsables por otros jóvenes, pero que sus hijos cumplirían.

Lorena se reía de la cara perpleja de su hermano cuando discutía ese punto con sus padres, hasta que su mamá le dijo que esperaba que ella se olvidara del bendito condón alguna vez en la vida, ya que sabía que con los ciclos irregulares de su hija, que ningún tratamiento había sido capaz de controlar, era el método anticonceptivo más eficaz.

—Mamá —dijo Claudio, solo por molestar a su hermana—, cuando una chica está dispuesta a acostarse con tres hombres distintos en la misma semana, debe tener cuidado con más cosas que solo quedar embarazada.

—¡No me importa si se acuesta con cinco! —gritó Camila sorprendiendo a todos—. ¡Con que uno la deje embarazada es suficiente!

—¿Y qué tal diez? —preguntó Lorena, dejándolos a todos con la respuesta en la boca al salir de la casa dando un portazo.

No había que ser un genio para entender que sus padres estaban desesperados por ser abuelos. Tampoco había que tener una inteligencia superior para comprender que Lorena no quería complacerlos.

¿Cómo, si por fin su carrera estaba yendo a donde quería?

Que nadie la malinterpretara, adoraba a su prima, quería mucho al esposo de ella, pero la llegada de Dimitri había metido bebés en la cabeza de todo el «equipo parental», como Claudio llamaba a los padres del Quinteto en su conjunto, incluyendo a sus dos miembros honorarios, Baran y Juan.

Por lo tanto, sabía que Adriana y Juan recibían las mismas insinuaciones de sus padres. A Isabel la dejaban tranquila porque María José tenía a Dimitri. En casa de Pamela nadie hablaba abiertamente de un posible embarazo de la colorina, pero Catalina, ya jubilada, se pasaba el día tejiendo y le había pedido patrones de ropa de bebé a Lorena para coser alguna prenda. Ella decía que se preparaba para la llegada de Dimitri, pero seguía fabricando ropa rosada, incluso después de que la ecografía confirmara el sexo del bebé.

—Mamá está cansada y quiero irme antes que quiebre su habitual silencio y empiece a pedirme nietos —dijo Pamela interrumpiendo los pensamientos de Lorena—. ¿Quieres que te lleve?

—Te lo agradecería —respondió Lorena cáustica—. Mamá ya se ha presentado con tres médicos, dos enfermeros y hasta con el jefe de seguridad del hospital. Todos muy guapos, pero no me interesan.

—¿A ti no te interesan? Todos son PP —preguntó Pamela burlesca, refiriéndose a la única condición que Lorena imponía para que le gustara un hombre, es decir, Pulso y Pene—. Tal vez los enfermeros bateen por el otro equipo, pero el guardia de seguridad está bastante bien.

—El guardia de seguridad es el que batea por el otro equipo —aportó Isabel cuando se unió a la conversación.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Adriana, dejando a su esposo con su madre al notar que había una reunión improvisada del Quinteto.

—Bueno, no me está mirando y me preguntó si ella —apuntó a su prima— era Lorena Irribarren…

—A mí también me miran los hombres. Que no sea tanto como a ti no quiere decir que no lo hagan —intervino Lorena en su propia defensa.

—La diseñadora de modas, creadora de la marca «I de Irresistible», quien confeccionó el vestido de novia más maravilloso del universo para la esposa de ese guapisísimo jugador de fútbol americano, ya saben, la empresaria esa, flacuchenta y horrible, que seguramente se compró tanto marido —terminó Isabel con una sonrisa franca y abierta que sus amigas acompañaron inmediatamente—. No sé qué es más impresionante, que clasifiquen a Anjelica Van der Meer como flacuchenta y horrible, que digan que su esposo es guapisísimo o que sepa que tú eres diseñadora de modas.

—Yo diría que es más impresionante que el tipo ese trate de hablar con Baran cuando acaba de ser papá —aportó Adriana.

—Sabe que es Baran Vinográdov —respondió Isabel— y seguramente no pierde la esperanza que al menos sea bi, dado que es bailarín de ballet y que, además, ande necesitado y sea infiel.

—Si me disculpan, voy a ir a marcar territorio —dijo Adriana de repente.

Entonces todas las amigas se giraron para mirar al guardia de seguridad sonreír coqueto a Juan, que buscaba desesperadamente a su esposa. Lorena, Isabel y Pamela se rieron del pálido rostro, normalmente moreno, y de la furia desplegada por Adriana.

—Definitivamente, creo que es hora de irse. —Lorena miró a Pamela y la colorina asintió en silencio.

—Luego vas a tener que aceptar que te prepare un automóvil, prima. —Isabel encabezó la retirada de todos, excepto Baran, quien había conseguido permiso para esperar a que su esposa despertara.

—Mi economía actual no me lo permite —aclaró la diseñadora.

—Pero al taller llegan vehículos de todos los precios —comentó Pamela—. ¿Cómo crees que pude comprar el mío? Dile a Diego que te busque algo bueno.

—Pero ustedes, gracias a la jefa aquí presente —apuntó a Isabel—, pueden pagarlo en cuotas descontadas de su sueldo, yo…

—También, si lo necesitas —intervino Isabel.

—¿Tan bien van las cosas? —preguntó Lorena, ocultando muy bien su envidia.

—Excelente. No le digan a Adriana, pero una de las mejores cosas que me pasaron el año pasado fue contratar a Diego e iniciar el negocio de comercialización de vehículos usados.

—Incluso mucho mejor que el de la certificación —añadió Pamela a las palabras de su amiga y jefa—. Ahora hacemos certificados solo a los que no quieren vendernos su automóvil.

—Pero no pongas esa cara, prima, a ti no te va nada mal tampoco. —Isabel sonrió de medio lado, la sonrisa Irribarren, como decía Lorena, ya que ella también sonreía igual, lo mismo que su tía.

—Económicamente aún no me va del todo bien. Con el hipotecario de mi departamento, el arriendo del local, el sueldo de la costurera que trabaja conmigo y el préstamo del banco para mi negocio, apenas llego a fin de mes —explicó Lorena, ya a un lado del pequeño automóvil azul de Pamela, mientras esperaban al equipo parental—. De hecho, mamá me llena el refrigerador y papá me paga algunas cuentas.

—¿Y el contrato con la cadena de grandes almacenes? —preguntó Adriana, que había alcanzado a sus amigas después de poner en su lugar al guardia coqueto.

—Estoy trabajando en ello, y el adelanto que conseguiste me sirvió mucho —explicó Lorena—, pero mientras no entregue todos los diseños no hay más dinero. Y como sabes, el grueso llegará a partir del próximo año, cuando mis diseños estén en las vitrinas. Trabajo como china, pero necesito un golpe publicitario enorme en estos momentos, para lo que no tengo presupuesto.

—Sé que rechazaste a Anjelica porque el trato no te beneficiaba —Isabel levantó una mano para acariciar el brazo de su prima—, pero me parecía que Tom…

—Me ofreció un préstamo sin intereses, pero no lo acepté. Era caridad —explicó Lorena ante el desconcierto de sus amigas.

—A mí no me queda nada de ahorros, sino yo invertiría en ti —dijo Adriana, ya que por muchos años había guardado gran parte de su sueldo, pero entre la inversión que hizo en el pequeño negocio de repostería de su hermana Blanca, los arreglos de la casa que compartía con Juan y la luna de miel, había vaciado su cuenta.

—Yo tengo algo —intervino Isabel—, te lo puedo prestar o podemos llegar a un acuerdo para una sociedad. Yo sería una socia tan silenciosa que ni sabrías que estoy ahí.

—Te lo agradezco, pero quiero hacerlo sola. —Lorena le sonrió a todas—. Debo aclarar que no me va tan mal, al contrario, tengo mucho trabajo, muchos encargos muy buenos, gracias al último desfile de modas en el que participé. Es solo que reinvierto cada peso que tengo, mis gastos son muy elevados y no puedo rebajar nada, así que me trago mi orgullo y dejo que mis padres me sigan ayudando en el ámbito personal. Estaba pensando en buscar alguna compañera de departamento. Ya saben que tengo dos dormitorios, aunque el segundo aún está ocupado con telas y cosas y me encanta sentarme ahí a diseñar, pero puedo llevármelo todo al taller y listo. ¿Habrá alguna interesada? —miró a Pamela, quien movió negativamente su cabeza.

—Lo siento, Lore —dijo la colorina—, no puedo dejar sola a mamá.

Al llegar a su departamento, Lorena se sentó a la barra de la cocina y comió cualquier cosa que pilló mientras prendía el computador para ver si tenía algún mensaje. Es decir, algún mensaje importante, porque los diez avisos publicitarios que encontró no le interesaron en lo más mínimo.

Malik, el amigo de Baran, envió un correo dirigido a todos ellos en el que explicaba que tanto la familia Vinográdov como los amigos de los recientes padres, viajarían a conocer a Dimitri en dos semanas. También transmitía el ofrecimiento de Pietro de llevar algún material que Lorena necesitara de París, Londres o Roma, ya que antes de ir a Chile, John y él visitarían a sus familias.

Ella respondió para agradecer y rechazar el ofrecimiento. Le habría encantado encargarles un montón de material, pero no podía.

Luego revisó algunos correos donde le pedían cita, que ella, con mucho pesar, tuvo que denegar. Ya llevaba algo de retraso en la colección otoño-invierno que estaba preparando, no podía aceptar más encargos.

El último correo que abrió era de una tal Gabriela Matus. Era bastante extraño, ya que daba por sentado que le daría una hora para atenderla el siguiente jueves, porque era el único día que podía asistir a su tienda, y además le exigía máximo sigilo en la confección que solicitaría. Por otro lado, le decía que estaba dispuesta a pagar lo que fuera por obtener un modelo de la línea «I de Irresistible-Exclusive», que le encantaría comprar todo el material en Europa, Francia específicamente, aprovechando los contactos que Lorena anunciaba tener en tales latitudes, lo cual no dejaba de ser providencial, considerando que Pietro podía hacer todas las compras y traerlas en tiempo récord y que ella podría poner el precio que quisiera.

No estaba totalmente segura, pero le parecía reconocer el nombre de la mujer, así que realizó una búsqueda en internet y lo que encontró no la decepcionó.

Gabriela era la menor del clan Matus, la única mujer, hija de un empresario multimillonario y de una ex Miss Chile. Tenía el pelo rubio, los ojos verdes, altísima y una figura de infarto. Muchos la considerarían más hermosa que la misma Isabel, y era muy, pero muy fotogénica, lo que era bueno, ya que dirigía la fundación filantrópica de su familia, asistía a todos los eventos importantes en Chile y también a algunos en el extranjero, por lo que salía en todas las publicaciones de mayor circulación del medio nacional y era referente obligado en todos los programas faranduleros de la televisión. Lorena leyó un comentario que le hizo mucha gracia. Un evento social no era nada si Gabriela Matus no asistía.

Miró su excesivamente repleta agenda, considerando los pro y los contra de aceptar la cita de la mujer. Le encantaría ser tan ordenada como Adriana y poder sentarse a escribir una lista, pero ella prefería pasear por el pasillo de extraña forma, que dividía su departamento en dos.

Cuando se cansó de recorrerlo de arriba abajo, se metió en su dormitorio y miró el ropero doble que ocupaba con toda su ropa. Le encantaba hacer eso cuando necesitaba pensar. La visión de las telas de múltiples colores clarificaba su mente.

Después entró al baño y ordenó sus cosméticos. Notó que casi no tenía crema de manos, por lo que salió a buscar la que guardaba de reserva en el otro baño, el que daba al pasillo, volvió sobre sus pasos, guardó el frasco y siguió paseando por su departamento hasta llegar al segundo dormitorio.

Cuando lo compró, con la ayuda de sus padres y de un crédito hipotecario, le pareció muy razonable que tuviera dos dormitorios y dos baños, ya que se instalaría ahí con su negocio. Además, le encantaba el edificio y la ubicación, lo suficientemente céntrico y cercano a las grandes tiendas y malls más importantes de la capital, pero aún en un barrio refinado que le ayudaría a dar la imagen que quería proyectar. Adoraba el departamento en sí, con su extraña forma y distribución, le permitía recibir a los clientes con comodidad y le daba privacidad en sus propios espacios, como el dormitorio y la habitación que cumplía con la triple función de ser living, comedor y cocina con barra americana.

Que fuera el último departamento que quedaba por vender, y, por lo tanto, tuviera un bonito descuento, también le había gustado mucho, claro.

Se sentó frente a su mesa de dibujo e hizo algunos trazos en el papel en blanco que tenía sobre ella. No sabía cuál podría ser el encargo de la señorita Matus, pero con su imagen en mente pensó en la paleta de colores que le serviría. Considerando su posición social, el vestido que necesitaba podía ser cualquier cosa, desde un traje de dos piezas para trabajar en la oficina de su fundación, hasta un vestido de gala, pasando por uno de cóctel, de… ¿de novia? ¿Podía ser un vestido de novia?

Dada la fama que había adquirido por diseñar ese tipo de vestidos y las veces que había aparecido en las revistas especializadas, no era extraño. Estaba muy feliz por ese aspecto de su negocio, que había empezado cuando su prima se casó con el mundialmente conocido coreógrafo Baran Vinográdov, aunque para ella era simplemente el nuevo primo a quien podía tomarle el pelo.

El broche de oro se lo había dado el vestido de Anjelica van der Meer. Pudo elegir a cualquiera, Vera Wang, por ejemplo. O Carolina Herrera, Armani, Chanel, cualquiera, pero la eligió a ella, y la seguía eligiendo para confeccionar su ropa de trabajo, sus vestidos de cóctel, y ya le había adelantado que luego tendría que pensar en ropa maternal.

A Anjelica le gustaba tanto lo que Lorena diseñaba para ella, que incluso intentó que se radicara en Estados Unidos y le ofreció una sociedad para que iniciara su propia casa de modas. Pondría todo el capital, compraría la propiedad que Lorena quisiera y donde quisiera, contrataría a tanto personal como fuera necesario. Abogados, contadores, publicistas, lo que Lorena necesitara… a cambio del 80% de la propiedad de la empresa y de dejar de lado la marca «I de Irresistible» por «VIP», algo que Lorena jamás haría, por lo que había rechazado el trato.

Anjelica trató de convencerla, le ofreció el 25% de la propiedad, incluso el 30%, pero lo que la empresaria no entendía era que «I» era ella, Lorena, sin importar si tenía cien costureras a su mando o ella daba hasta la última puntada.

Al enterarse de esto, y por el enorme cariño que le tenía a su prima Francisca, Thomas van der Meer le ofreció un préstamo sin condiciones, ni siquiera con fecha de caducidad, pero Lorena le dijo que lo único que necesitaba de cualquier miembro de su familia era que usaran la ropa que ella diseñaba y confeccionaba y que dijeran bien su nombre.

Lorena sonrió al pensar en los amigos de su prima y en los extraños giros que daba la vida. Casi cinco años antes, Francisca había partido a cumplir sus sueños y comenzó por estudiar en una reputada academia de ballet dirigida por un tiránico ruso que tenía el toque del rey Midas.

El primer día, la primera hora, de hecho, se había juntado con otro estudiante, John, y desde el primer instante se hicieron inseparables. Durante la hora de almuerzo sumó dos amigos más, ambos norteamericanos; ella, Teresa, de ascendencia cubana, él perteneciente a una de las familias más ricas del mundo. A pesar de eso, Thomas era un joven bastante sencillo, si se puede considerar así a alguien que viaja en su avión privado, regala diamantes para la Navidad y ofrece un número con bastantes ceros de préstamo sin ninguna condición.

Juntos destacaron en la academia, pero Francisca brillaba con luz propia hasta que incluso el director se rindió a sus pies, literalmente.

Con los años, y con el enlace de Baran y Francisca, los amigos de ambos comenzaron a reunirse más y más, trabando amistad también con el Quinteto y participando en la mayoría de los eventos importantes en la vida de todos.

Lorena levantó la mirada para fijarse en una fotografía tomada por Baran. En ella aparecían Francisca y Lorena con la Torre Eiffel de fondo. Suspiró recordando los meses que pasó en París.

Lo mejor, por supuesto, había sido la pasantía que Baran le consiguió en una casa de modas parisina. Excepto tener su propia marca, era el trabajo de sus sueños. Y casi se queda ahí, en teoría, había vuelto a terminar el vestido de novia de Adriana y a ayudarla con su matrimonio. Cerraría su departamento y luego regresaría a Francia. Pero la llegada de Dimitri había alterado los planes de todos, especialmente los de Francisca y Baran que decidieron regresar en forma indefinida a Chile al término del año escolar en la academia.

Malik y Pietro le dijeron que no tenían ningún problema en que se quedara con ellos, pero Lorena sabía que ellos tenían otros planes que los llevarían lejos de la capital francesa. Y ella pensaba que no se sentiría bien sin amigos en una ciudad bella pero ajena.

Y, muy en el fondo, tenía que reconocer que no era lo que ella, en verdad, quería. Sabía que trabajar en su propia marca era más difícil y un camino mucho más largo que intentar hacerse un espacio en una casa de modas ya establecida, pero era lo que ella quería.

Así que se quedó en Santiago y, en vez de ayudar ella a Adriana con su matrimonio, Adriana, siendo contadora de profesión y auto reconocida genio de los negocios, la ayudó a instalarse definitivamente, conseguir el contrato con una cadena de grandes almacenes que quería vender sus diseños en forma masiva y obtener el crédito bancario que la ayudó a comprar telas y otras cosas e instalarse en un local propio.

Además, en una de esas noches en que el Quinteto conversaba las cosas importantes de la vida como quien era el actor más guapo o por qué todos deberían acudir a Isabel para que ella jugara con sus vehículos, nació una de las mejores ideas que jamás escuchara.

Como estaba un poco alegre por el exceso de alcohol, no sabía quién había comenzado, pero al final tenía tres líneas de negocios muy distintivas. La primera era «Irresistible para todos» nombre con el que se comercializaría la colección que sacaría a través de los grandes almacenes.

Si eso iba bien, podría sacar «Súper Irresistible». Una línea de tallas especiales. No había duda en quien había aportado esa idea. Adriana, siempre acomplejada por su sobrepeso, incluso ahora cuando ya casi no existía, le había dicho que desde que la escuchaba al momento de elegir su ropa, se sentía más confiada, ya que ella, Lorena, tenía un excelente ojo para acentuar sus partes atractivas y ocultar aquellas que solo Juan podía amar.

La contadora estaba tan convencida de la genialidad de su idea que llamó al representante de los almacenes, sin permiso de Lorena, y se la vendió señalando que cada prenda vendría con consejos personalizados especificando el tipo de cuerpo a quien le sentaría bien. Al hombre le gustó lo suficiente como para ampliar el primer contrato de Lorena y que incluyera los consejos, y aceptó que, de alcanzar un determinado nivel de ventas, automáticamente cerrarían el siguiente trato.

Finalmente, estaba la que más le gustaba a ella, «I de Irresistible–Exclusive». Ella recibía a su potencial cliente y le presentaba sus diseños, aconsejándolo y guiándolo para conseguir lo mejor de lo mejor. Su clienta número uno era Anjelica, claro estaba, pero necesitaba más, mucho más. Sobre todo, era imperioso tener a alguien más cercano a su base de operaciones, ya que muchas de las que se interesaban en sus diseños observando a Anjelica, vivían en otro país y no todas contaban con los medios para enviar un avión privado a buscar lo que fuera que Lorena confeccionara.

Probablemente esa sería la función de Gabriela Matus en su vida. Ella le daría el impulso definitivo para despegar, primero en el medio nacional y luego para crecer hasta el infinito, hasta que su nombre, su marca, perdurara más allá que ella misma.

El timbre de la puerta interrumpió sus ensoñaciones.

Sin fijarse en quién era, abrió. Un hombre muy moreno, muy alto y muy guapo esperaba apoyado en la pared junto a la puerta. Vestía un añoso pantalón de mezclilla, una desenfadada camisa a cuadros y una excesivamente seductora chaqueta de cuero. Una botella de vino colgaba de su mano y su sonrisa debía estar prohibida en el mundo civilizado. Automáticamente, Lorena arqueó su espalda, se mordió el labio inferior y lo recorrió de pies a cabeza.

—Hola, guapo —saludó con voz enronquecida.

—Hola, preciosa. ¿Quieres pasar un buen rato?

—Siempre. —Lorena apuntó con la cabeza hacia el interior del departamento y cerró la puerta detrás del hombre.

Era lunes y ella no solía divertirse el lunes, pero a la vista del trabajo extra que acababa de aceptar, tal vez era una buena idea. Necesitaba relajarse, ya lo creía. Le quitó la botella, que estaba abierta y a medio consumir, dio un buen trago y desabrochó los botones de la camisa del hombre para revelar el pecho que recorrería lentamente con la lengua.

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CAPÍTULO DOS

Faltaban unos tres minutos para las cuatro de la tarde del jueves, cuando Lorena volvía caminando a su tienda después de un largo almuerzo. Llevó su mano al bolsillo trasero del pantalón, donde guardaba la llave, y tocó el borde de la cartulina que constituía la tarjeta de presentación del exquisito colombiano que acababa de conocer.

Tenía las intenciones de comprobar por ella misma si todo lo que se decía de ellos era verdad, así que debía realizar una llamada telefónica que se estaba haciendo imprescindible desde el martes en la mañana.

George, Geor, Gore…, no recordaba muy bien, quizás era simplemente Jorge, le había dicho, cuando se despidió después de la maratón sexual del lunes en la noche, que llevaban algo más de tres meses viéndose. De acuerdo a las normas de Lorena, ya había pasado su fecha de caducidad y, aunque lo pasaba bastante bien con él, nunca jamás rompía sus normas. Si no lo había llamado aún era porque no tenía un prospecto y ella no servía para estar sin un hombre al que recurrir en tiempos de necesidad. Pero con el chocolate colombiano de ojazos como la noche y, esperaba, un martillo entre las piernas que acababa de conocer, ya estaba lista.

Lorena era la primera en reconocer que no era una persona seria, excepto en la administración de su negocio; le gustaba sentir que estaba viva y una parte importante de eso era tener siempre un buen compañero de cama.

Según su experiencia, pasados los tres meses de relación, las cosas solían ponerse serias. No era tan libertina como para, realmente, acostarse con diez hombres diferentes en una semana, pero diez al año era harina de otro costal.

Así pues, su vida amorosa funcionaba más o menos así: Chica conoce a chico, conversan un poco de cosas mundanas y superficiales, salen a tomar un trago, tal vez a bailar, jamás a comer porque en torno a los alimentos uno tiende a hablar de más. Luego, chica y chico buscan una superficie lo suficientemente plana y fuerte para soportar el vaivén de sus cuerpos.

Si la cosa iba bien, podían dar el siguiente paso e intercambiar domicilio y seguir con el mambo horizontal en cualquiera de sus camas. Tres meses después, si Lorena los aguantaba tanto y si las cosas no se ponían serias por parte de ellos antes de tiempo, un dulce beso y un sentido adiós.

Si el chico era realmente bueno y era tan liviano de cuerpo como Lorena, podía haber una segunda parte, pero después de al menos un año de no verse.

A veces, también le daba alegría a su cuerpo de manera momentánea. Es decir, salía a bailar sola, con Isabel, Pamela o alguna otra, conocía a un tipo buenazo y vamos dándole, pero no consejo. Sin intercambio de nada, ni siquiera de fluidos corporales porque ella no los besaba jamás y exigía el uso del preservativo. Después, si te he visto ni me acuerdo.

Lorena era feliz y estaba satisfecha.

Pero no estaba ciega, por lo que notó al hombre trajeado que descendió del Lincoln negro y abrió la puerta trasera. Una delgada y larga pierna enfundada en una media de seda con los Manolos más espectaculares hizo su aparición, acompañada en seguida de su hermana gemela.

Después, la mujer más hermosa, elegante y sofisticada del universo completó el cuadro con su clásico Chanel rosado.

Lorena estaba acostumbrada a las mujeres hermosas, altas y delgadas. Aparte de las modelos con las que trabajaba, su prima era así y ella misma no lo hacía nada de mal. Su tía Coté era la mujer más elegante y sencilla del mundo, su madre era terriblemente sofisticada. Con Anjelica estaba acostumbrada a ver creaciones de las grandes casas llevadas como quien se pone su pijama más cómodo. Pero esa mujer…

Gabriela Matus era, en una palabra, espectacular.

—¿Señorita Irribarren?

¡Diablos!, además tenía una voz dulce y perfectamente modulada.

—Buenas tardes, señorita Matus. —Lorena no sabía si extender su mano o no, en ese momento no podía recordar cuál era la norma de cortesía que aplicaba.

De hecho, en ese instante no podía entender por qué esa criatura celestial la buscaba a ella, que, vestida con un pantalón de mezclilla roto en las rodillas, botas que definitivamente necesitaban jubilarse, una camiseta que nació siendo negra y en ese momento, con suerte, era gris, y su abrigo más grueso y más viejo, se sentía como un niño mendigando a la salida de una iglesia de los barrios altos.

El maquillaje de Gabriela era perfecto. Lorena no llevaba más que el delineador de sus ojos. Los diamantes en las orejas de Gabriela deslumbraban y las pesadas cadenas de platino seguramente le impedían el movimiento de sus manos. Lorena llevaba varias tiras de cuero y retazos de tela que ella misma había pegado o cocido, según como se sintiera. Gabriela tendía su mano, Lorena no supo cómo fue capaz de hablar.

—Encantada de conocerla —dijo Gabriela, aun esperando que Lorena le diera su mano—. He seguido su carrera por varios años y, a decir verdad, me encantan sus diseños, los encuentro originales y refrescantes, muy bien pensados y estructurados. Varias veces he considerado venir a verla, de hecho, quería que me hiciera un vestido el año pasado, pero justo se fue a París y no pudo ser. Pero esta es una oportunidad que no puedo dejar pasar.

Entonces Lorena pudo relajarse y sonreír. Que ella eligiera vestirse como una zarrapastrosa de vez en cuando no quería decir que no pudiera hacer que cualquier mujer pareciera salida de un cuento de hadas. Levantó su mano, estrechó brevemente la de Gabriela y la guió hasta la entrada de su tienda.

—Muchas gracias por sus amables palabras, señorita Matus. Por favor, acompáñeme al interior.

Abrió la puerta y prendió las luces. La estancia cálida y luminosa las recibió con el aroma de un excelente café brasileño. Lorena se dirigió inmediatamente al aparador y vertió el agua y encendió la cafetera. Por si acaso, también preparó el hervidor. Puso en una bandeja dos tazas de fina porcelana y se giró para mirar a su invitada.

—¿Prefiere té o café?

—Café, si es tan amable.

—Por supuesto. Por favor, tome asiento mientras está listo el café y yo voy a sacarme mi ropa de calle.

Para los casos de emergencia, como ese, Lorena tenía guardadas algunas prendas en la bodega de las telas. Entró en lo que consideraba su oficina, maldiciendo su ocurrencia de no tener un acceso directo a la bodega desde la sala de recepción. Isabel se lo había dicho, Adriana estuvo de acuerdo. Incluso su padre se lo comentó, pero Lorena rechazó la idea. No quería que sus clientes tuvieran la posibilidad de inmiscuirse donde no les correspondía. Lo malo era que ella tenía que darse la vuelta del perro a través de la sala de confección.

Se dio la ducha más corta de su vida, se puso el traje que mejor le sentaba, se maquilló rápidamente, dándole gracias… «¡Ah, no!», gritó para sí. «Yo aprendí esto sola». Calzó unos zapatos de taco altísimo que ella misma había modificado para combinar con el traje, y salió en el momento preciso en que la cafetera emitía un breve pitido.

—Justo a tiempo —comentó Gabriela—. Tal como a mí me gusta. Y el cambio es impresionante, si me permite el atrevimiento. Es exactamente lo que quiero, el porqué no voy directamente a Europa a buscar este vestido.

—Muchas gracias, señorita Matus. Y no se preocupe, atrevimientos como ese están no solo permitidos, sino que también son exigidos en este templo a la belleza femenina.

Con una delicada sonrisa, Lorena acercó la bandeja con las tazas de café que había preparado, le entregó la suya a Gabriela y fue a su lugar.

—¿No confecciona ropa de hombre?

—No es mi especialidad, pero cuando un espécimen realmente magnífico hace acto de presencia, yo hago una excepción.

—Como Baran Vinográdov.

—Oh, sí, el primo Barney es una excepción a todas las reglas.

—¿El primo Barney?

—Es una broma familiar. Me imagino que sabrá que su esposa es mi prima.

—Claro que sí. Una maravillosa bailarina, señorita Irribarren. ¿Cuándo vuelve a las tablas?

—Por favor, llámeme Lorena. —Gabriela sonrió aceptando tácitamente su propuesta—. Y en respuesta a su pregunta, me imagino que en un par de meses. Acaba de ser madre.

—Así escuché. Yo patrocino al Teatro Municipal… Es decir, no yo, sino que la fundación de mi familia. También conozco a su madre, Camila Arrigorriaga, una excelente artista plástica. Una lástima que no exponga más.

—A mamá le gusta pintar, no exhibirse.

—De todas maneras, quisiera saber si hace trabajos por encargo. Creo que ella tiene las destrezas necesarias para poder plasmar a mi bebé.

—¿Su bebé? —preguntó Lorena con una ceja arqueada. No tenía idea de que la mujer fuera madre, de hecho, creía que era soltera, por eso había preparado varias propuestas para un vestido de novia.

—Sí, mi Fifí —replicó la mujer con un gesto tierno—. Es una Pomerania de trece años y temo mucho que no le quede tanto tiempo en esta Tierra. —Gabriela pasó uno de sus blancos dedos por la delicada piel de la mejilla—. Padece el síndrome de Legg-Calvé-Perthes y quisiera hacerla retratar antes de que me deje. Sé que suena bastante hueco. —Lorena se mordió los labios, aparentemente no era tan buena como pensaba en ocultar sus pensamientos—. Y podría decir «qué mujer más banal», pero Fifí fue el último regalo de mi abuela, me la trajo directo de Alemania, y me ha acompañado casi la mitad de mi vida.

—Comprendo —murmuró Lorena, aunque no lo hacía en verdad, solo recurrió a lo que sabía—. Mi amiga Adriana es amante de los animales, tiene un perrito, no sé qué raza, se llama Reggie y es un auténtico incordio, bastante salvaje además, pero Adriana lo adora y vive tomándole fotografías.

—Yo misma tengo varios álbumes llenos de fotos de Fifí, pero lo que quiero es algo espectacular para poner en lo que será la oficina de mi nueva casa.

¿Nueva casa? Eso sonaba a planes de matrimonio. Lorena hizo el baile de la victoria mentalmente.

—¿Cuándo es el enlace? —preguntó Lorena atrevidamente.

—¡¿Cómo…?!

—No se preocupe, nadie me ha dicho nada, llámelo intuición femenina.

—Es un alivio. Aún no hemos hecho público el compromiso, Nachi no quiere hacer de esto un circo de tres pistas. Dice que invitar a dos ex presidentes a la boda es suficiente, que no quiere, además, salir a cada rato en las revistas y diarios.

—Por supuesto —concedió Lorena. «¿Nachi?», se preguntó. Fifí ya era bastante ridículo, aunque considerando que era un perro, pasaba. Pero ¿qué hombre que se precie deja que le digan Nachi? Sonaba al esposo de Fifí, no al de lady Gabriela.

—Si puedo hablar en confianza…

—Naturalmente.

—Estoy tan feliz con mi matrimonio. Nachi en verdad es perfecto. Yo sé que muchas mujeres dicen eso de sus novios, solo para después llevarse una enorme decepción. Pero Nachi… Ah, él es maravilloso. Pertenece a una de las familias de más raigambre en nuestro país, descendiente directo de uno de los más grandes héroes nacionales, cuya presencia en las Batallas por la Independencia de Chile alentaba corazones y azuzaba brazos. Y él, Nachi, es así. Está a un paso de convertirse en el gerente más joven de esta enorme multinacional dedicada a la exploración y explotación minera.

—¿La Corporación VDM?

—Justamente. Olvid

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