Menina del Louvre (La menina y el mosquetero 1)

Mavi Tomé

Fragmento

cap

A mis padres, por enseñarme a trabajar para alcanzar mis sueños

y por mostrarme la magia de la literatura.

A mi hermano Diego, por mostrarme el Meraki:

poner el alma en cada empresa.

A mi marido, Sergio, por creer en mí a pesar de todo,

por animarme a seguir escribiendo y por acompañarme en esta locura.

A ti, que aún no existes,

A Auri, por dar vida a Aurora. A Mar, por confiar en mí.

por enseñarme que se puede querer sin conocer.

A las dos, por estar ahí.

A Santiago, por haber inspirado el personaje de Artal.

Y a ti, que lees estas líneas:

gracias por permitirme abrir esta ventanita al mundo.

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PRÓLOGO

Madrid, principios de 1615

El Alcázar de Madrid se alzaba imponente sobre un promontorio, dominando el Manzanares. Tras sus ventanas, hacía ya horas que sus ocupantes se encontraban desarrollando sus quehaceres. Los alabarderos, ataviados con vestimentas que combinaban el amarillo y el granate, custodiaban puertas de acceso y escaleras; los cocineros se afanaban en perfeccionar sus creaciones para que los reales moradores, sobre todo el rey, tan frugal a la hora del almuerzo, quedaran satisfechos; las doncellas iban y venían, afanadas en la limpieza de las habitaciones, remiendo de vestidos, lavandería y las más variopintas tareas. No obstante, y aunque pueda parecer lo contrario, parecía que uno de sus propietarios estaba preocupado.

Felipe III, con su rubicunda y despejada frente, se hallaba sentado en su trono de madera de nogal, hábilmente abrillantado y tallado por expertas manos ebanistas. A sus casi treinta y siete años, podía vanagloriarse de seguir poseyendo una figura envidiable, herencia de su madre, doña Ana de Austria. Iba ataviado con unas calzas de tisú en color verde oscuro bordadas en plata, en tanto que sus ya de por sí delgadas y bien proporcionadas piernas veían su delgadez acentuada por la cobertura de unas medias de lana blanca, que hacían más sofocante el calor de aquel mes de mayo.

Mantenía una pierna cruzada sobre la otra y, sobre sus rodillas, un pergamino escrito y adornado con un membrete y el sello real. Su mano izquierda sujetaba el pliego mostrando un cierto temblor, en tanto que con la otra se rascaba la parte derecha de su frente.

Ante él, uno de sus consejeros, rodilla en tierra, lo observaba expectante, aguardando pacientemente a que Su Majestad terminase con su lectura y esperando las órdenes que tuviese a bien manifestarle.

Don Pedro de Guzmán, conde de Teba y marqués de Ardales, carraspeó para llamar sobre sí la atención del Monarca, inmerso en un impenetrable mutismo desde hacía ya casi media hora.

Felipe lo miró, clavando sus ojos azules sobre su súbdito, quien lo miraba de hito en hito.

—¿Sabéis qué es esto, don Pedro?

—Si Su Majestad no me lo dice, dudo mucho que yo pueda saberlo; y más, si es un secreto de Estado.

—No, mi buen don Pedro. O al menos, pronto dejará de ser un secreto.

Descruzó sus piernas y agarró el pergamino con ambas manos.

—En esta carta recibo la confirmación por parte de la reina regente de Francia, María de Médicis, por la que queda concertado el enlace de su hijo, el rey Luis XIII de Francia, con la infanta Ana María.

—El Tratado de Fontainebleau —manifestó don Pedro, dando a entender que estaba al corriente del asunto—. Lo sé, Majestad. Y debo decir que la labor de vuestro embajador en Francia, don Íñigo de Cárdenas, fue encomiable para llevar a buen puerto tales negociaciones.

—Don Íñigo alcanzó un gran acuerdo con la Reina Madre, desde luego; mas esa italiana es dura de carácter y desea en todo momento que su voluntad sea ley. —Bajó la vista para leerle a su cortesano los aspectos que más le habían llamado la atención de la misiva—. Es su deseo que la infanta se encuentre en Francia próximamente para celebrar su enlace en Burdeos, Dios mediante, en octubre. Asimismo, se me remiten las condiciones que ya quedaron fijadas hace dos años, en París, respecto a la dote de la infanta y de la futura consorte de mi hijo Felipe. —Se mordió el dedo índice, preocupado—. Pese a que sus respectivas uniones quedaron acordadas en 1611 y ya sepa quién será su futuro dueño y señor, dudo que la infanta esté preparada para vivir en una corte extranjera del boato y libertinaje de Francia.

—La infanta ha sido educada desde su más tierna infancia para ello, Majestad, y es conocedora de su destino —dijo el vasallo, tratando de confortar a su rey.

—Aún tiene problemas con el idioma...

—Pese a que su francés aún es bastante rudimentario, no dudo que pronto logrará dominarlo, Majestad.

—Es un enlace muy deseado, pues así aseguramos la alianza con Francia. Aunque dudo del gusto del rey Luis por Ana María. Ya sabéis que la infanta es muy tímida...

—Pero hermosa —puntualizó don Pedro—. La infanta desempeñará el papel de esposa y madre a la perfección.

—Aun así, no es sobre mi hija sobre quien quería hablaros, don Pedro.

El conde de Teba y marqués de Ardales miró fijamente a su rey, apretando el ala de su sombrero de fieltro con la mano izquierda.

—¿Os referís a...?

El rey asintió quedamente.

Se levantó del trono, dejando sobre el cojín adamascado del asiento la carta de la reina María. Con ademán lento y desganado, el Tercer Felipe se dirigió a la ventana que quedaba más próxima al trono, situada a su siniestra. Contempló el exterior, manteniendo su mirada absorta en un punto indeterminado del cielo.

Don Pedro alzóse igualmente y, con paso vacilante, se situó próximo al monarca, a una distancia prudencial.

—Con todos mis respetos, Majestad, aún es demasiado joven: solo tiene once años.

—Casi doce. Y mi hija, que está a punto de casarse, va camino de los catorce.

Don Pedro sintió su mirada celeste sobre él, como si quisiera evaluarlo. No parecía en aquel momento el monarca indolente y falto de inteligencia que reflejaban sus cronistas. Muy al contrario.

El labio inferior, grueso y herencia de los Austrias, le tembló ligeramente al preguntar:

—Ella... ¿sabe algo? ¿Le habéis hablado de sus orígenes?

—No, mi rey. Tal como ordenó Su Majestad, la muchacha solo piensa que es mi sobrina y que está destinada a servir a la infanta y futura reina, Ana María, como menina.

—Y... —El rey parecía nervioso, casi temblaba—. ¿Y cómo es? ¿Es... inteligente o es...?

En este punto, calló. Don Pedro sabía qué iba a preguntar, aunque supo responder hábilmente, sin hacer referencia a los temores del rey.

—Es muy inteligente, incluso más que cualquier hombre que yo conozca: habla con soltura latín, francés e inglés, tanto como su lengua materna. Incluso ha llegado a interesarse por los libros de Historia y Leyes que guardo en mi biblioteca, hasta tal punto que dedica varias horas al día a estudiarlos con ahínco.

—Conocimientos más propios de un rey que de una noble o cortesana... —admitió Felipe—. ¿La habéis iniciado ya en otras disciplinas?

—Majestad, se inició ella sola con diez años recién cumplidos —dijo don Pedro, no sin cierto orgullo—. Es muy intrépida con la equitación, sabiendo montar a lo amazona y a horcajadas. Y su dominio con la toledana o el florete está muy por encima del mío propio.

—Y... ¿se parece a...?

Don Pedro asintió, no sin cierta tristeza en su mirada.

Una lágrima rodó por la sonrosada mejilla del rey, que se la enjugó con sus blancos y largos dedos, casi al descuido.

Se dio la vuelta y volvió a sentarse en el trono.

—Bien —comenzó a decir, dubitativo—. Si es así, comenzaremos con los preparativos del enlace de mi hija, la infanta Ana María Mauricia, y prepararemos su intercambio con la infanta Isabel de Borbón, destinada a ser la esposa de mi hijo Felipe. Relizaremos la ceremonia en la frontera hispano-francesa.

—Si se me permite, Majestad, creo que el lugar adecuado para ello podría ser la isla de los Faisanes, situada en la desembocadura del Bidasoa y justo en la misma frontera entre ambos reinos.

—Sea. Hacédselo saber a nuestro embajador en Francia para que se lo transmita a la regente Médicis. —Calló un momento y tragó saliva antes de seguir—: En cuanto a la... muchacha, participadle que acompañará a la futura reina de Francia en calidad de menina.

—¿Llegó el momento entonces, Su Gracia?

—Llegó, don Pedro. Pero, por favor, aún no le habléis de sus orígenes. Aún no...

Y volvió a encerrarse en su consabido y acostumbrado mutismo.

Don Pedro esperó unos minutos y, acto seguido, asintió e, inclinándose todo lo que pudo, hizo una reverencia al rey Felipe III antes de salir del salón del trono, haciendo ondear su capa de color burdeos.

***

—¿Aurora?

La voz de don Pedro de Guzmán se confundió con el crujir de los goznes metálicos de la puerta de entrada a su biblioteca. El chirrido era francamente desagradable. Don Pedro emitió una mueca de disgusto. Mira que les había dicho a los criados que arreglaran aquel desperfecto; y aun así, nada. Tendría que volver a decírselo.

Echó un vistazo a su alrededor. Decenas de libros se agolpaban en las estanterías de caoba que cubrían las paredes de la estancia, enmarcando puertas y ventanas.

Sonrió con cierta vanidad. Pese a no ser uno de los grandes pares del Reino de las Españas, contaba con una envidiable colección, de no menos de mil ejemplares. En su haber aglutinaba desde tratados de Medicina y Filosofía, a compendios legales, pasando por grandes obras de la Literatura, tales como las de Garcilaso, o aquel inglés de nombre impronunciable que tanto éxito estaba cosechando en la Gran Isla, hasta crónicas guerreras e históricas.

Entonces, su mirada se fijó en la gran mesa de madera de pino, ovalada, que presidía la estancia. Sobre su limpia y brillante superficie se encontraba una gran cantidad de libros de diferente índole. Ella no podía estar lejos.

Volvió a llamar por nombre de mujer.

—¿Tío?

Una voz alegre le vino de las alturas. Alzó la vista.

Estaba sentada en el último peldaño de una de las escaleras hábilmente situadas para alcanzar los volúmenes de las baldas superiores. Sus largos cabellos castaños le caían en ondas sobre los hombros y la espalda, sujetos con una cinta de pelo a modo de diadema, que dejaba escapar algunos de los rizos de su ondulante flequillo. Iba ataviada con un sencillo vestido de algodón de color azul celeste, adornado en el pecho con un femenino lazo de color blanco. Sobre su falda, un libro abierto que sus dedos, más que sujetar, acariciaban.

Don Pedro sonrió.

—¿Otra vez aquí? ¿Habéis terminado vuestras lecciones?

—Sí, tío. Monsieur de Villeneuve dice que ya no tiene nada más que enseñarme y que solo me hace falta practicar. Y el señor De la Quadra ha finalizado antes la clase de esgrima, aquejado de dolor de espalda. —Sonrió divertida—. Mas yo creo que es porque le estaba ganando y tiene muy mal perder.

—Imagino. —Don Pedro rio de buena gana—. ¿Y ahora estáis...?

—Leyendo las crónicas de la Guerra de Sucesión Castellana y de la Guerra de Granada. Ayer tuve una discusión con Ana María sobre el papel de la Reina Católica en esas contiendas y estoy dispuesta a hacerle ver lo erróneo de sus argumentos.

—¿Ana María? —Don Pedro enarcó una ceja—. Querréis decir, pequeña dama, Su Alteza Real, la Infanta doña Ana María Mauricia.

—Bueno, sí —admitió la joven, frunciendo el ceño—. Aunque se me hace muy difícil llamar así a alguien a quien conozco casi desde la cuna.

—Tendréis que acostumbraros, Aurora —dijo su tío, con gravedad—. A eso, y a cosas peores.

Aurora lo miró fijamente, con sus ojos negros muy abiertos.

Don Pedro le hizo señal para que bajara, a lo que la muchacha obedeció sin manifestar oposición alguna, y sin soltar por un momento el libro que estudiaba.

El último peldaño lo saltó hábilmente, haciendo ondear su falda y cayendo al suelo con un golpe seco, de pie, manteniendo el equilibrio.

Don Pedro de Guzmán le arrebató dulcemente el libro que había estado leyendo hasta hacía pocos minutos. Lo hojeó unas cuantas veces y lo depositó sobre la mesa que dominaba la sala. Como ya hemos dicho, sobre la misma había otros seis u ocho libros que ahora, más de cerca, pudo identificar; reconoció el relativo a los Jueces y Fueros de Castilla, las Partidas del Rey Sabio, un par referentes a sabios y filósofos griegos, y uno de un tal Miguel de Cervantes, cuya obra estaba causando furor en la Corte en los últimos años. Aunque, para ser sincero, él no había procedido a su lectura. Tiempo habría de ello.

Alzó la vista, y la miró.

Seguía inmóvil junto a él, con ambas manos cruzadas sobre su regazo, observándolo con aquellos dardos negros que tenía por ojos. No era muy alta, y nada indicaba que fuese a crecer mucho más; sus formas no estaban aún desarrolladas, pero todo parecía indicar que cuando fuese adulta, se transformaría en una beldad. Ya era, de por sí, una niña preciosa.

—Aurora, decidme la verdad, ¿nunca os habéis preguntado por qué habéis de estudiar tantas y variadas materias, algunas más propias de varones que de hembras?

—¿Puedo hablar con libertad?

—Os lo ruego.

—Pues veréis, si os soy sincera, al principio no me resultó raro aprender latín, inglés o incluso francés. Si es cierto que estoy destinada a convertirme en menina de la infanta y, por ende, a vivir en una corte extranjera, era obvio prepararme para ello. Y puesto que Francia e Inglaterra son países vecinos, era bastante fácil adivinar que el enlace de Ana María... perdón, de la Infanta, se celebraría con una de estas dos naciones.

—¿Y sobre la hípica? ¿Qué pensáis?

—Confieso que soy feliz a lomos de un caballo y me resulta más cómodo montar a la manera de los hombres. He de reconocer que en alguna ocasión os he tomado prestados algunos de vuestros pantalones de montar para hacerlo más cómodamente. —En este punto, rio—. Aunque la infanta se escandalizara por ello y opinara que mi actitud era más propia de un varón.

—¿Y la esgrima?

—Ahí, confieso, tío, que no entiendo por qué me habéis hecho aprender el arte de la espada. Tía Juana opina que es un arte eminentemente masculino, pero... —Se sonrojó al decir esto—: Debo confesar que prefiero mil veces luchar con una espada a batallar con una aguja y pasar las tardes bordando.

Don Pedro estalló en una sonora carcajada, siendo acompañado en ella por la risa musical de su sobrina. Le gustaba esa franqueza, esa espontaneidad y frescura. Había llegado a quererla como a una hija, a falta de hijos propios durante los primeros tiempos de matrimonio. Y le apenaba, llegado el momento de separarse de ella, de su alegría.

—Sentaos, por favor.

La joven obedeció.

Los ojos de don Pedro la contemplaban con detenimiento, admirando la obra que el rey y él mismo habían creado. Porque aquella jovencita, tan hermosa como inteligente, era su obra; su hija, aunque no lo fuera de nombre. Su orgullo.

—Aurora, ¿cuál es la lección más valiosa de todas las que habéis aprendido?

—Saber cuál es la voluntad de Dios y de mi rey, y aceptarla de buena gana.

—Y en vuestro caso, ¿cuál creéis que es Su Voluntad?

Ahí tragó saliva. Sabía qué le estaba dando a entender su tío.

—En mi caso... Mi misión... Su Voluntad es que os deje... Y ya ha llegado el momento, ¿verdad, tío?

Don Pedro la miró asombrado. No pudo mentirle. Asintió.

—¿Y... hacia dónde habré de ir?

—Hacia Francia. La Infanta Ana María contraerá matrimonio con el rey Luis XIII de Francia, a ser posible, antes del mes de noviembre; aunque está previsto que la boda por poderes se celebre un par de meses antes aquí, en España.

—¿Habré de acompañarla entonces como menina?

—Así es...

—Tío, perdonad si estoy equivocada, pero tenía entendido que toda novia que contrajese matrimonio con la Familia Real de Francia tendría que dejar atrás todas las pertenencias de la Corte de donde proceda, ya sean vestidos o acompañantes. ¿Qué hay de nuevo en esta situación?

—En este caso, al hacer el intercambio con la hermana del rey Luis, se incluirá la cláusula de obviar tal costumbre, de forma que las dos novias puedan llevar consigo un pequeño séquito. Aun así, me extraña que os hayáis dado cuenta de ese dato...

—El que sea mujer no quiere decir que sea tonta...

No esperaba esa respuesta por parte de la muchacha. No porque fuese mujer, sino porque pensaba que era aún demasiado joven para darse cuenta de detalles eminentemente frutos del juego político. Tragó saliva y, en un claro gesto de tranquilizarla, cogió sus manos entre las suyas y las acarició.

Aurora miró fijamente a su tío, perdiéndose en el trasfondo de sus ojos. Había algo que rondaba su cabeza. Algo que su tía, en un arrebato de furia causado por la envidia de tener una sobrina casi de su misma edad que parecía acaparar las atenciones del marido, le había mencionado alguna vez. Sabía que, pese a que su tío la adorase, su tía Juana la detestaba y veía su presencia como un impedimento en su casa. Y eran esos celos los que hacían que la estancia de Aurora en aquella morada fuese para la joven un trance que, en ocasiones, se le antojaba demasiado amargo para tan tierna edad. En el fondo, a pesar de la tristeza que le producía separarse de su tío, sabía que alejarse de la casa y del país que la vio crecer sería para ella como un bálsamo.

—Tío... Sé que si me voy tendré que renunciar a dos cosas muy importantes.

Don Pedro de Guzmán asintió, asombrado una vez más ante la perspicacia de su sobrina.

—La primera es necesaria, si quiero proteger y servir a la que, dentro de poco, no solo será mi señora, sino también mi reina.

—Lo es. Tendréis que ser cautelosa, actuar en la sombra. Ese secreto solo podréis saberlo la reina y tú; y, si acaso, quien estiméis digno de vuestra total confianza.

—La segunda... no sé si quiero saberla...

—Aún no podéis...

—Lo sé... Por eso quiero que me prometáis una cosa.

Su tío la miró fijamente, atento a cualquiera de sus movimientos y de su petición.

—Si vuelvo a las Españas, ya sea por casamiento o incapacidad para seguir cumpliendo con mis funciones, quiero que me contéis la verdad, que me digáis quién soy realmente; y lo mismo si estimáseis que vuestra vida corre grave peligro. Si yo muero lejos de mi patria... —Tragó saliva. Su voz, ronca—. Por favor, traed mi cuerpo aquí.

—Se hará como digáis —prometió don Pedro.

Aun así, el noble sabía que no podía prometer aquello que no dependía de él. Y aunque creía que eso había servido para tranquilizar los temores de su sobrina, no era así.

Ella sabía perfectamente que esa promesa no era algo que estuviese en manos de su bienhechor, sino que dependía de instancias más altas y desconocidas para ella. Pero no debía atormentarse con ello: su vida había sido feliz, se le permitió ser educada para una misión mucho más alta que cualquier mujer de su condición podría conseguir en aquellos tiempos. Y sabía que no sería fácil.

Tío y sobrina se levantaron y, apretados en estrecho abrazo, salieron de la biblioteca en dirección a los aposentos de la joven. Debían preparar el viaje con todo lo necesario para sobrevivir y avanzar en tierra extraña. Tal vez la tía Juana pusiera el grito en el cielo al ver que lo que se introducía en los baúles de viaje no eran sólo miriñaques, redecillas y guardainfantes.

Pero ella no sería una mujer normal. No. No lo sería. No podía serlo.

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CAPÍTULO I

La corte del Louvre

París, 4 de abril de 1624

Las voces de los mercaderes se dejaban oír a lo largo y ancho de la rue Dauphine. El olor de especias como la pimienta, nuez moscada e incluso el tan codiciado cacao, se confundía con el de la carne y el pescado recién traído de la costa. Las telas multicolores se mezclaban con las frutas y verduras; algunas exóticas, otras del terreno.

A lo lejos, las altas torres de la Catedral de Nôtre-Dame dibujaban su silueta recortada en el horizonte, confundiéndose con la presencia grisácea de las nubes que cubrían la ciudad de París.

El vocerío de ciudadanos y foráneos llenaba la estrecha calle que conducía al Pont Neuf, el lugar donde la anterior regente, María de Médicis, había mandado instalar una estatua ecuestre de su marido, el malogrado Enrique IV, asesinado en 1610; un proyecto que culminó en 1618. Allí estaba el primer Borbón, con su mirada pétrea, dominando el Sena como coloso guardián de sus feudos parisinos.

Las campanas comenzaron a repicar señalando el mediodía.

Era la hora del cambio de guardia de los mosqueteros en el Louvre y algunos curiosos se acercaban a las verjas del Palacio del Louvre para ver la formación, así como la tocata de trompeta y las órdenes de los altos mandos. El cuerpo de mosqueteros era relativamente joven, creado para servir directamente como guardia personal de Su Majestad, el joven Luis XIII, de poco menos de veintitrés años.

Cada día se seguía el mismo ritual: desfile, custodia de puertas y, a una hora determinada, toque de corneta y posterior relevo. Ese cuatro de abril no fue una excepción, salvo por el hecho de que el Cardenal, Armand de Richelieu, se había acercado a los jardines para comprobar con sus propios ojos aquel espectáculo. Iba acompañado del teniente de los mosqueteros, Jean de Bérard, marqués de Montalet. Conversaban animadamente acerca del vestuario de los mosqueteros (que por entonces, carecían de uniforme), armas de las que disponían y ejercicios a realizar.

El cardenal preguntaba mucho, algo a lo que monsieur de Bérard no estaba muy acostumbrado, pues en aquella corte, la más grande de Europa, se estilaba no hacer preguntas, dado que las funciones de cada uno estaban perfectamente definidas y todos conocían qué hacer en cada momento. A pesar de todo, sabía que la curiosidad del cardenal no era artificiosa, sino que revestía tintes prácticos. No en vano, se había convertido en el hombre de confianza del joven monarca; hasta tal punto era valiosa su presencia para el rey, que este había nombrado al prelado Primer Ministro dos años antes. Malas lenguas aseguraban que igualmente había intercedido para atemperar las relaciones con su madre. Por esa razón, el militar debía estar a bien con el cardenal y no exteriorizar la posible incomodidad que pudieran producirle sus interrogantes.

El clérigo se paseaba por los alrededores de la puerta que daba acceso a los jardines con ambas manos cruzadas bajo las bocamangas de su roja túnica, observando con ojo perspicaz los movimientos de aquella nueva guardia. Y no solo se fijaba en sus ademanes sino también en sus rostros: todos eran jóvenes, de entre veinticinco y treinta años, a excepción de su teniente, que rondaba los cuarenta; y por lo que tenía entendido, todos procedían de familias nobles que se enorgullecían de que sus vástagos sirvieran a Su Majestad.

Llegó una nueva fila de reclutas que se situaron ante los que ya estaban allí, sacaron sus sables y rindieron honores al clérigo.

—¡Rompan fila! ¡Ar! —sonó la voz de monsieur de Bérard.

A esa orden quince de los treinta mosqueteros allí presentes comenzaron a esparcirse por el jardín, en diferentes direcciones.

Dos de ellos nos interesan especialmente, por lo que vamos a acercarnos a su posición.

Uno de ellos, alto, moreno de piel, y de edad no superior a los veintitrés años, procedía de los amplios campos de la Gascuña. Su boca, siempre presta a la risa, mostraba dos hileras de dientes blancos, en tanto que sus mejillas mostraban dos hoyuelos que se acentuaban más cuando sonreía. Sus cabellos eran de color castaño claro, peinados con una raya en medio y cortados a ras de los hombros. Por su juventud, aún no poseía vello facial que cubriera sus mejillas, por lo que estas se veían oscurecidas por apenas una leve pelusa.

El otro, un poco más bajo que su compañero, tenía unos veinticinco años y procedía del valle del Loira. Su cabello moreno no era corto, pero tampoco largo, pues le llegaba a la altura de los lóbulos de las orejas. Lucía un bigote perfectamente recortado y una perilla gruesa que ocultaba su barbilla y su mandíbula, pero no estaba unida al bigote ni cubría sus mejillas. Su piel era blanca y sus labios bien delineados y rosados.

En aquellos tiempos, aún no estaba establecido el uniforme azul que caracterizaría a los mosqueteros en tiempos venideros, si bien su ropa era parecida: casaca de cuero, más corta en el caso del más joven, a la altura del muslo en el caso del segundo; pantalones y botas altas de cuero. Las ropas del más joven eran de color marrón claro; las del mayor, de tonos oscuros. Los dos lucían un sombrero de fieltro, que en ese momento sujetaban con una mano, y sendas capas de color azul celeste.

—Vaya, fíjate, las Damas de la Reina ya han salido al jardín.

—Habrás de contenerte, Pierre; ya sabes que el teniente no quiere que confraternicemos con ellas.

—Lo sé, Artal, pero ¿y si ellas quieren tener amistad con nosotros?

El joven guiñó un ojo a su compañero, el cual sonrió levemente.

Un remolino de gasas y rasos ocupó los caminos de piedra de los jardines del Louvre, en grupo de seis o siete. Sus risas eran como gorjeos de gorriones y llamaron la atención del cardenal y la tropa, que aún se encontraba bajo el dintel de la puerta de salida a los jardines. Con paso apresurado, se dirigieron a una de las glorietas, al amparo de la sombra de los altos cipreses y setos del jardín, hábilmente recortados por las manos diestras de los jardineros y personal de palacio.

El cardenal las miró. Sentadas en un banco y junto al césped, se encontraban la reina y dos de sus damas. En honor a la verdad, y aunque fuese un hombre de Dios, Richelieu sabía apreciar la belleza y, a sus casi veintitrés años, Ana de Austria estaba en toda la plenitud de ella, con sus rubios cabellos recogidos en un moño en la nuca y sus sonrosadas mejillas brillantes.

Los mosqueteros también la miraban de reojo, extasiados ante aquella belleza más propia de los austríacos que de los españoles. No en vano, por sus venas corría sangre Habsburgo.

Ana de Austria fijó su mirada celeste en el rostro aguileño de Su Eminencia, quien saludó a la soberana con una leve inclinación de cabeza. La reina correspondió al saludo y siguió jugueteando con su abanico de nácar y encaje.

Los dos jóvenes mosqueteros no les quitaban el ojo de encima.

—¿Sabes, Artal? Me extraña mucho que el rey haya designado como cuerpo de protección de la reina tan solo a tres de nosotros. ¿Por qué un rey tiene a su alrededor a no menos de veinte guardias mientras que la reina solo dispone de tres? Y eso solo para vigilar sus pasos y sus habitaciones.

—La reina tiene un séquito bastante amplio, entre peinadoras, doncellas y lavanderas —dijo Artal—. Si alguien quisiera atentar contra ella, no tengo ninguna duda de que el golpe sería recibido antes por alguna de sus damas que por ella misma.

—Malas lenguas dicen que tiene su propia guardia personal, que actúa en la sombra.

—No me fiaría de tales rumores, Pierre.

—Tal vez sea cosa de Richelieu. Las propias damas de Su Majestad la reina afirman que la ama en la sombra... Una reina por otra...

—Tal vez...

No había duda de que el gascón se refería al supuesto y nunca confirmado affaire mantenido entre Su Eminencia y la madre del monarca. Los mentideros de la corte daban por ciertos tales rumores, elevándolos a la categoría de «secreto a voces», mas ellos, como miembros de la guardia, debían dirigirse en tales temas con la máxima corrección.

Ambos callaron y volvieron a mirar al grupo de damas, de entre las que destacaba la reina. La española se refrescaba con un abanico de encaje y nácar, cuyo brillo contrastaba con el de la gola de encaje que rodeaba su cuello. Lucía un collar de diamantes y zafiros, así como sendas pulseras de brillantes en ambas muñecas. Con lo que valían sus joyas, media ciudad habría podido alimentarse durante meses.

Una de las damas que rodeaban a la reina, la mayor de todas ellas, sacó un laúd y comenzó a tañer sus cuerdas, al tiempo que otras pocas se cogían de las manos y danzaban formando una rueda, próximas a Su Majestad. La reina se reía de forma estridente; una carcajada muy característica, tan suya, que resonaba en los pasillos del Louvre cada mañana.

—¡Oíd, oíd! ¡Las campanas de Nôtre-Dame repican!

Un huracán de vestidos se aproximó a las verjas del jardín para poder divisar mejor las altas torres de la catedral, aunque era tarea vana pues, desde aquella posición, poco podían vislumbrar, a no ser que se situaran en la entrada principal del palacio. Ante su presencia, los ciudadanos de París comenzaron a ensalzar la belleza de las jóvenes, que emitieron sonrisas de satisfacción.

Ana de Austria no se movió. Seguía sentada en su banco de granito, abanicándose y con la mirada perdida. Una de sus damas, que había permanecido apartada del grupo y casi oculta tras uno de los setos, se acercó para susurrarle algo al oído. La reina asintió con desinterés y, de forma sutil, dio a la joven permiso para retirarse.

Artal no pudo ver su rostro, pues la muchacha se marchó apresuradamente. Solo pudo vislumbrar su vestido, de un blanco inmaculado y sin ningún tipo de adorno a la vista, salvo un lazo que ornaba la zona del pecho. El largo también era diferente al del resto de vestidos que lucían las demás mujeres: no llegaba a ras del suelo, sino a los tobillos, de tal modo que los zapatos, tan blancos como el vestido, quedaban al descubierto. Se veía mucho más joven que la reina, al menos en lo tocante a su figura, pero no pudo acertar a determinar su edad concreta.

Tal como hizo acto de presencia, desapareció: discretamente, sin estridencias, con unos pasos que, más que andar, volaban sobre el suelo.

La mirada del mosquetero permaneció fija unos instantes en la figura de la joven desconocida.

—¿Quién será? —musitó como para sí.

—Creo que es una de las españolas —respondió Pierre.

—No creo haberla visto hasta ahora...

—¿No? Pues es raro... Aunque es cierto que del séquito español que acompañaba a la reina a su llegada a París, bien pocos quedan.

—Por no decir nadie...

Enmudecieron, observando al grupo.

En ese momento, monsieur de Bérard y el cardenal Richelieu se aproximaron a su posición con parsimonia, acompañados por cinco de sus compañeros. Charlaban animadamente sobre todo: la composición del cuerpo de mosqueteros y los nuevos árboles que habían sido plantados en el Louvre, cuestiones de seguridad y algunos otros temas más banales, como la belleza de las compañeras de la soberana. No se detenían tampoco en admirar las maravillas del extraordinario parque; sus pasos seguían avanzando, siguiendo el trazado de los caminos de albero. Todo indicaba que tenían intención de aproximarse a la reina para cumplimentarla.

Ambos compañeros los miraron, apoyando sus diestras sobre la empuñadura del florete, siempre presto a ser desenvainado cuando la ocasión lo requiriese.

—Creo que voy a pedir al teniente permiso para retirarme —le susurró Artal a Pierre—. Le preguntaré si puedo acceder a la biblioteca para consultar algunos libros de Medicina.

—¿Has seguido estudiando? —preguntó el joven gascón.

—Sí —frunció el ceño—. Aun así, mis obligaciones me impiden dedicarle tanto tiempo como debiera. No he avanzado demasiado en estas últimas semanas... —Suspiró.

—Me imagino —dijo Pierre con sorna—. Aunque el tiempo que crees desperdiciado en el estudio, han sabido aprovecharlo algunas damas de variada reputación.

Artal sonrió abiertamente, mostrando dos hileras de dientes blanquísimos que contrastaban con la oscuridad de su vello facial.

—Ahí, confieso que soy culpable —dijo Artal, alzando ambas manos—. Incluso mi hermano me ha reprendido por no haberme tomado en serio los estudios y dedicar más tiempo al goce de la carne.

—Ya sabes que Héctor tiene un alto sentido de la responsabilidad en el que las aventuras de alcoba no tienen cabida. Dime, ¿alguna vez se divierte?

Artal hizo una mueca. No le gustaba hablar mal de su hermano, al que admiraba y al que le debía su ingreso en el cuerpo.

En ese momento, el teniente pasó junto a ellos y el joven mosquetero llamó su atención. El maduro oficial lo miró. Lo conocía. Su propio padre se lo había recomendado y, pese a que en un primer momento el carácter del joven le hiciera recelar, lo cierto es que era un guardia valiente, siempre presto a asumir cualquier misión encomendada por su rey, haciendo honor al destacamento al que pertenecía. También contaba entre sus filas con su hermano mayor, Héctor de Briand, quien respondía de sus actuaciones.

—Mi teniente, ¿podría retirarme?

—Permiso concedido, monsieur de Briand.

—Si se me permite abusar de su confianza, señor mío, ¿da su permiso igualmente para acceder a la biblioteca de palacio?

El teniente volvió a asentir. Necesitaba que alguno de sus mosqueteros se iniciase en el saber de la Ciencia Médica y, dada la particular inclinación de Artal por el estudio, no se oponía a sus constantes incursiones entre los libros del Real Sitio. Bérard alzó una mano, dándole el beneplácito para retirarse, a lo que el joven procedente del Loira no pudo por más que corresponder con una inclinación que acompañó con un leve toque al ala de su sombrero.

Tras monsieur de Bérard, otro hombre mucho más joven que el oficial, de cabellos castaños y ojos verdes, miró con simpatía al soldado y le sonrió abiertamente. Era tan parecido a Artal que no podía caber duda alguna acerca de su parentesco, si bien su altura era algo mayor a la del mosquetero y su constitución más musculosa. Héctor de Briand recibió una sonrisa de reconocimiento por parte de su hermano menor sin abandonar por un instante sus andares marciales, que seguían a las insignes personalidades a las que custodiaba.

Artal extrajo su espada, rindiendo honores a su teniente y al cardenal, que se incorporó seguidamente al grupo, tras haber observado con fingido interés una de las ánforas que albergaban un macizo de rosales, como si quisiera dar así al jefe de los mosqueteros un espacio de privacidad para tratar con sus subordinados. El menor de los Briand esperó a que tan notables hombres siguieran su camino para envainar el arma, que se ocultó tras su funda de cuero con un chasquido metálico. Miró a Pierre, quien se despidió agitando la mano y, haciendo ondear su capa de color celeste, se retiró discreto en dirección al Louvre.

Pierre sonrió. Era un hombre extraño aquel Artal: pese al éxito del que hacía gala con las mujeres y tener fama de galán, en ocasiones no entendía su afición por perderse entre las páginas de libros polvorientos, más allá de las faldas de una linda joven. Aunque lo entendía: el día era para perfeccionarse y cumplir sus obligaciones; la noche, para el placer. Y si era entre las piernas de una mujer, mayor era la gloria.

El gascón volvió a mirar al grupo de las jóvenes damas de la reina, que aún permanecían junto a las verjas. Una de ellas parecía dedicarle una gran sonrisa, la llamada Eugenie, recientemente llegada al servicio de Su Majestad. Era una linda muchacha de unos veinte años, dotada con abundante cabellera rubia y ojos verdes. Si bien su rostro no era perfecto, siendo demasiado redondo para los cánones de la época, resultaba agradable a la vista.

El mosquetero le devolvió la sonrisa, guiñándole un ojo. La joven rio abiertamente; entretanto, sus compañeras se daban codazos unas a otras, haciéndose partícipes de la particular inclinación del gascón.

La reina ordenó silencio. Quería seguir escuchando cómo doña Estefanía, su dueña española, seguía tañendo el laúd.

En ese momento, Richelieu llegó a su posición.

—Alteza —dijo el Cardenal, inclinándose lo que pudo.

—Eminencia. —El vestido de satén azul marino y encaje crudo de su Majestad, doña Ana de Austria, crujió cuando la reina abandonó el banco. Acto seguido, se arrodilló ante Su Eminencia y besó su anillo—. Confío en que la visita esté resultando grata para vos.

—Muy satisfactoria, Majestad. El cuerpo de mosqueteros está actuando a la perfección y guarda el palacio de forma encomiable.

—Todo ello se lo debemos a su teniente, monsieur de Bérard, que está realizando una magnífica labor.

El aludido correspondió al cumplido de la reina con una inclinación de cabeza.

—Veo con agrado que Su Majestad ya no luce luto por el fallecimiento de su padre.

—Querido cardenal —terció la reina, con desgana—, hace ya largo tiempo de su muerte y es el traidor del tiempo el que nos ayuda a disipar la pena por la ausencia de nuestros seres queridos. Además, monseñor, hace tiempo que reflexioné que de nada vale guardar luto en una corte como la francesa, donde la ostentación y el boato brillan más que la sencillez...

—Y veo, no sin satisfacción, que vos lo aceptáis con gusto, Majestad —terminó Su Eminencia, señalando el valioso collar que adornaba el blanco cuello de la española.

La reina se llevó instintivamente una mano al cuello, contrariada, y miró con furia al purpurado.

Richelieu sonreía. Sus ojos claros, agudos y penetrantes, no podían apartar la vista de los de la reina. No había duda de que podía pasar por una de las mujeres más hermosas de toda Francia. Y lo cierto es que se parecía mucho a su padre, el Tercer Felipe; aunque mucho más alta que este, igual que su madre, la malograda Margarita de Austria-Estiria.

El labio inferior de la reina, de bastante grosor y fiel heredero del legado de los Austria, tembló ligeramente a consecuencia de la irritación que le producía el verse burlada. El hecho no dejaba de divertir al señor cardenal, tal vez por la ventaja que le daba su mayor edad y experiencia sobre los pocos años de la joven reina, que aún no terminaba de aprender a ocultar sus emociones ante la corte.

La contempló: su cuerpo, lleno de redondeces, estaba perfectamente formado y aparecía cubierto con un precioso vestido de satén azul marino, con adornos en encaje de color crudo e incrustaciones en pedrería, a juego con la gola que lucía en torno a su cuello. Sus manos, blanquísimas, exhibían varios anillos de rubíes y esmeraldas, posiblemente regalo de su esposo, Luis XIII.

Armand de Richelieu sonrió. Recordaba el día que en que la reina llegó a París; el pueblo la había vitoreado hasta quedar sin voz cuando, en compañía de su recién estrenado marido, se habían asomado a uno de los balcones de palacio para saludar a la multitud que los esperaba ansiosa. Formaban una pareja encantadora, ambos apuestos y llenos de dulzura. Él, el joven monarca hijo del gran Enrique IV, el Borbón sobre quien el pueblo había depositado todas sus esperanzas; ella, la princesa soñada, con su dulce sonrisa acompañando cada palabra y su belleza sacada de un cuento de hadas. Parecían tan enamorados, tan perfectos a ojos vista, que el futuro de Francia no parecía que fuese a enturbiarse nunca.

El rostro del clérigo se ensombreció ligeramente. Pese a que el pueblo pensaba que el rey amaba a su esposa española, no era cierto: desde el mismo momento en que se casó con ella, consideró una afrenta a su persona tal unión. Con catorce años, le repugnaba el simple hecho de estar a solas con Ana. Por la presión de la corte y sus más allegados, consumaron su matrimonio cuatro años después de su enlace. Aquellas visitas esporádicas dieron sus frutos: Ana de Austria quedó embarazada, pero su gestación no llegó a buen término. Un ligero traspiés a consecuencia de una carrera había dado al traste con las esperanzas de la reina de dar a luz al próximo rey Borbón. Tras aquel desgraciado accidente en que perdió al fruto de su vientre, Luis XIII parecía haberse alejado cada vez más de su mujer, haciéndola culpable de un aborto que ella jamás hubiera deseado, pues su posición en la corte se hacía más y más complicada. Hacía meses que las únicas palabras que se dedicaban eran las justas para tratar asuntos domésticos. El lecho de la reina estaba frío, alejado de las visitas del rey. Tal humillación pesaba como un lastre en la reina Ana, que veía cómo pasaban los años y no llegaba el tan ansiado heredero.

El cardenal lo sabía... Del mismo modo que sabía que la estabilidad de Francia llegaría con una tregua de la Real Pareja.

En ese momento, las cornetas volvieron a dejarse oír, rompiendo el incómodo silencio yacente entre los ilustres contertulios y sacando a Richelieu de su ensimismamiento.

La tañedora de la reina dejó de tocar el laúd y se incorporó.

A lo lejos, un numeroso grupo de nobles y cortesanos, ataviados con ropajes multicolores y los más variopintos sombreros de plumas, y rodeados por no menos de veinte mosqueteros, emergió del interior de palacio. En el centro del grupo, un hombre de largos y rizados cabellos negros, no demasiado alto y con un puntiagudo bigote, hablaba animadamente con ellos. Vestía una casaca celeste, bordada en oro, con botones de zafiros y pantalón corsario a juego. Las medias blancas que cubrían sus pantorrillas denotaban la delgadez de sus piernas.

Avanzaba sonriente, con las manos cruzadas tras la espalda, contemplando el jardín no sin cierto deleite. Hizo un comentario sobre el calor inusual que estaban experimentando aquel mes de abril y todos le dieron la razón. Y no era raro, pues se trataba ni más ni menos que de Luis XIII de Francia, hijo del malogrado Enrique IV y de la italiana María de Médicis (o Médici, como la llamaban por tierras italianas).

Ana de Austria observó a su marido y avanzó hasta encontrarse próxima a él. Llegada a su posición, se inclinó realizando una gran reverencia y agachando su cabeza. Su esposo la miró complacido y la ayudó a alzarse, sonriéndole ampliamente. Cualquiera que no conociera al rey de Francia, podría pensar que era uno de los muchos enamorados que le hacían la corte a la reina. Nada más lejos de la realidad...

—Ah, Richelieu —dijo el rey, reparando en la presencia del Primer Ministro.

El cardenal hizo una pequeña inclinación de cabeza, mostrando la diestra donde se encontraba el anillo que le otorgaron como muestra de su rango, anillo que Luis XIII se apresuró a besar sin la más mínima ceremonia.

—Espero que monsieur de Bérard os haya atendido como merece, Vuestra Eminencia.

—Sin duda, Sire. Ha sido de lo más instructivo ver la actuación y la importancia que el cuerpo de mosqueteros ocupa para con Vuestra Real Persona. Estoy pensando, incluso, en tomar su ejemplo para crear mi propia guardia personal.[1]

El rey Luis rio exageradamente, como si acabaran de contarle un chiste. Todos rieron a coro con él. La única que no reía era la reina.

—Aun así, me preocupa que la reina no goce de la misma protección que Vuestra Alteza.

—Oh, mi persona no es tan importante como la del rey. Él merece toda la atención posible.

—Sin embargo, estimo que Su Majestad debería gozar de más vigilancia —siguió Richelieu.

—¿Vigilancia? —El rey enarcó una ceja—. ¿Por qué, Richelieu? ¿Hay algo que no sepamos y vos sí?

—Sé de buena fuente que quiere fraguarse una alianza entre España e Inglaterra, casando a la hermana de la reina, la infanta María Ana, con el príncipe don Carlos, hijo y heredero de Jacobo I de Inglaterra y Escocia. Dicen las malas lenguas, que el amor caló hondo entre ambos jóvenes.

Los reyes rieron con ganas. El cardenal los miró asombrados.

—Richielieu, vuestras fuentes son realmente lentas. Tal compromiso, pese a llevar diez años fraguándose, se desestimó hace ya varios meses[2] —dijo Luis.

—¿Cancelado, Majestad?

—¿No lo sabíais? —dijo Ana de Austria, con sorna—. Mi hermana pidió a Carlos que se convirtiera al catolicismo a cambio de su mano. El príncipe, obviamente, se negó. Aunque dicen que los madrileños fueron los que realmente rechazaron la boda al tomarse Carlos ciertas libertades con la Infanta, hasta el punto de comprometer su honra. ¡Fijaos! Osó escalar a los aposentos de mi querida María Ana con ayuda de su hombre de confianza. La pobre huyó despavorida...

—Parece que vuestras fuentes, mi reina, son más fiables y rápidas que las mías. ¿Podríais decirme quién os informa con tanto celo? Me gustaría beneficiarme también de tal información.

—Oh, lo siento, Eminencia; mis fuentes son exclusivamente mías. Queden las vuestras a buen recaudo en tanto que yo me beneficio de las propias. Al fin y al cabo —se acercó al Cardenal y le susurró—, todos tenemos secretos en esta corte; Su Majestad el rey, el primero.

—Lo que está más que claro, señores míos —terció el rey—, es que el amor, en este caso, no triunfó. Y es una pena, porque en Nuestras Reales Personas tenemos el más vivo ejemplo de que el amor puede triunfar.

Ella fingió una sonrisa de secreta satisfacción y apretó la mano que le tendía su esposo, mirando a Richelieu con gesto triunfante. El clérigo frunció el ceño. Hacía falta algo más que una interpretación magistral para hacer que sus ojos pasasen por alto lo obvio.

Siguieron paseando por los jardines del Louvre, entre mirtos y fuentes que borboteaban sus juguetones chorros. Ana de Austria avanzaba cogida de la mano del rey, quien conversaba animadamente con el cardenal y sus cortesanos, sin tan siquiera mirarla.

—Entonces, Majestad, ¿vais a ampliar la guardia de la reina? No estaría bien que le sucediera algo. Imaginaos que se encuentra en estado de buena esperanza y le sucede alguna desgracia a ella y al Delfín de Francia.

Las pupilas azules de la reina lanzaron chispas al mirarlo.

Sabía que en las palabras del cardenal se ocultaba el veneno de la Médicis, la anterior regente que tanto daño hizo a Francia y a ella misma, con sus ansias de poder y los muchos y variados intentos por arrebatar el trono a su primogénito. Actualmente, se encontraba desterrada en Blois por orden de su hijo, el rey. Pero había otra razón, más oscura, más trivial, para averiguar la razón por la cual el cardenal hablaba en aquellos términos: malas lenguas aseguraban que Su Eminencia no solo había sido consejero político de la Reina Madre, sino que juntos habían compartido secretos y confidencias de alcoba, hasta tal punto que se decía que fueron amantes.

Si bien las intenciones de la Reina Madre eran muy distintas.

Lo que realmente pretendía María de Médicis era apartar a Ana del lado de Luis, al que creía embrujado por su esposa española. Tras casi diez años de matrimonio sin un heredero a la Corona y dos abortos, se le presentaba en bandeja la excusa perfecta para eliminar a la española de su camino e incitar al rey Luis a repudiarla para así recuperar su antigua condición de reina de Francia y buscar a una sustituta en el lecho conyugal que se amoldara a sus gustos y ambiciones. Las miras de Richelieu no iban en consonancia con las de la Médicis. Daba igual una reina que otra mientras la cuestión sucesoria quedara asegurada y, por ende, el bien de Francia.

—¿Lo juzgáis acertado, Richelieu? —inquirió Luis XIII, mirando a su Primer Ministro con altivez.

—Solo juzgo acertado lo que Vuestra Majestad estime como tal. —Armand de Richelieu agachó la cabeza.

—Puede que tengáis razón...

—Recordad, Majestad, que no es solo por la reina. Un heredero reforzaría vuestra posición ante Europa, desechando cualquier intento de golpe contra vuestro mando.

—La cuestión del heredero, Richelieu, queda en manos de Nuestras Reales Personas —dijo el rey, intentando zanjar definitivamente el tema. Estaba claro que no estaba en su ánimo seguir hablando de la procreación—. Los hijos vendrán cuando Dios quiera.

«Y cuando tú te dignes, por fin, a compartir nuestro lecho y a hacer algo más que quejarte del género femenino», pensó para sí la soberana.

La reina hizo un gesto que quiso ser cómplice del comentario de su esposo.

—En cuanto a su guardia, tenéis razón. Aumentaré ese número a seis, aunque tengo entendido, querida mía —la miró—, que Vos contáis con una ayuda inestimable en ese aspecto.

—Así es, Majestad...

—¿Cuándo podremos conocer a vuestro misterioso benefactor?

—Cuando él lo estime preciso, Sire. No está en mi ánimo el revelar su secreto por cuestiones de seguridad. Y aunque su presencia a mi lado valga lo mismo que diez hombres y no resulte necesario que nadie más me guarde, os agradezco vuestra deferencia para conmigo al aumentar mi guardia personal.

—¡Diez hombres! Válgame el Señor, Ana; si casi estoy por solicitaros su servicio en las filas de los mosqueteros. Con semejante Hércules, ¿para qué queremos un ejército?

El rey rompió a reír, acompañado por el eco de las risas de la corte, a las que se unió la reina.

—Dad las gracias a Su Eminencia —siguió el monarca—. Parece teneros en grande estima, aunque no lo parezca.

—Eminencia... —La reina hizo una leve reverencia al purpurado.

—Siempre al servicio de Vuestra Majestad.

Se miraron.

En honor a la verdad, Richelieu deseaba ganarse los favores de la joven reina. Y, quién sabe, tal vez algo más que simples favores políticos, otros más suaves encarnados en brazos de mujer. Rio para sí.

El rey soltó la mano de la reina y se dirigió hacia un macizo de camelias que recientemente habían plantado en los jardines. Sus cortesanos y el cardenal le siguieron.

La reina quedó sola, acompañada únicamente por monsieur Bérard, teniente de los mosqueteros, y monsieur Héctor de Briand, jefe de su guardia personal. Ambos se inclinaron ante ella cuando se volvió para mirarlos. Alzando una mano con lentitud, la reina les indicó que se levantaran.

—Tengo entendido, monsieur de Briand, que tenemos el privilegio de contar con vuestro hermano menor en palacio.

—Ya hará un año en junio, mi Señora. Y debo decir que no encontrará a otro mosquetero más leal y dispuesto que él. Eso sí, es un poco atolondrado, aunque es normal: aún es joven y, a su atractivo físico, hay que unir un alma noble y enamoradiza.

—No dudo que será tan honorable como su hermano —dijo la reina, entornando los ojos.

Héctor sonríole imperceptiblemente.

—Además, es muy hábil con la espada. Estaré encantado de contar con ayuda semejante en la Guardia de Su Majestad.

—Doy fe de sus palabras, mi Señora —intervino Jean de Bérard—. Podremos contar, igualmente, con sus conocimientos médicos. Ha mostrado una particular inclinación por la cirugía menor, lo cual podrá venirnos muy bien de cara a futuras contiendas.

—¿Créeis que habrá guerra, monsieur de Bérard? —preguntó la reina, preocupada.

—No es descartable, mi Señora. Recordad que los ingleses aún nos tienen inquina por poseer la Bretaña, que ansían desde tiempo inmemorial; y vuestros compatriotas españoles amenazan nuestras fronteras por el sur.

—Creía que la paz con España estaba más que consolidada desde la firma del Tratado de Madrid...

—La concesión de la zona de Chiavenna para vuestro padre fue una mera cuestión de formalidad, mi Señora —dijo Héctor—; y recordad que aún queda Flandes. Esa zona está en constante ebullición.

Callaron. Ana de Austria suspiró hondamente. Pese a ser francesa por matrimonio, le resultaba muy difícil separar sus sentimientos de las Españas. Era la hija del Piadoso Felipe III y, a pesar de haber renunciado a sus derechos a la Corona Española, se sentía unida a su país. Hablaba su idioma natal cada vez que podía, bien en compañía de sus damas españolas o cuando los embajadores de las Españas se dignaban a visitarla, y eso no sucedía muy a menudo. Nunca más allá... Se sentía sola, extranjera al fin y al cabo en el país que la había acogido. Máxime cuando se hablaba de guerras y contiendas que tenían a su país de origen como principal enemigo.

Miró a ambos militares. Se habían convertido en personas de confianza, sobre todo desde que hubo de recurrir a ellos para propiciar el armamento de su misterioso ángel protector, aquel que se ocultaba en las sombras para salvaguardar su integridad física.

Sonrió y, bajando la voz, les conminó a acercarse a ella un poco más. Quería hablarles muy en secreto, y nadie podía apercibirse de lo que quería comunicarles.

—Monsieur de Bérard, monsieur de Briand, creo que ha llegado el momento de encargar una nueva toledana y una nueva vizcaína.

—¿Su misterioso amigo no se defiende bien con el florete? —inquirió Bérard.

—Parece que no. Dice que es demasiado ligero para sus manos, mas puede defenderse con cualquier arma que tenga a mano.

—Poco profesional es si sus dedos no pueden sostener armas francesas.

—No es de maestros juzgar sin conocer —intervino Héctor—. Me gustaría que alguna vez comprobáseis su acero en lucha de iguales tal como recientemente hizo monsieur Briand.

Bérard miró a su lugarteniente. Héctor sonrió divertido, recordando aquel primer combate con el «amigo» de la reina; contienda que lo había sorprendido sobremanera.

—Es cierto, mi teniente. Si lo vierais luchar, tal vez no hablaríais de él tan a la ligera. Es más, creo que incluso le propondríais ingresar en el cuerpo.

—¿A un español? ¿Qué de bueno puede salir de las Españas?

—En este caso, y mejorando a la reina, Nuestra Señora, que de allí procede, os aseguro que mucho y muy bueno.

—Me intrigáis, monsieur de Briand. ¿Cuándo habéis tenido el gusto de conocer a tan insigne personaje? Y digo insigne, porque es estimado por la reina, mi Señora.

—Recientemente, monsieur. Tuve el placer de poner mi espada a su servicio, para probar sus habilidades, entrenando en un lugar secreto y ocultos de miradas indiscretas —miró a su superior—. Exceptuándoos a vos, creo ser sincero al decir que podría convertirse en la mejor espada de todo París.

—¡Válgame el Cielo, Héctor! —exclamó monsieur de Bérard—. ¿No estaréis exagerando? —miró a Héctor, quien negó rotundamente con la cabeza—. En todo caso, Señora, ¿cuándo tendremos el placer de conocerlo y probar nuestras espadas? Me escama la admiración de Héctor.

—Eso, señor mío, no depende de mí. Sino de «él».

Y dicho esto, siguió caminando en pos del rey, dejando a ambos militares con la palabra en la boca.

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CAPÍTULO II

En la biblioteca

La luz del sol se colaba a través de los grandes ventanales de las galerías del Palacio Real que daban a la ribera del Sena. Por sus pasillos, doncellas y sirvientes iban y venían atareados en su quehaceres. Unos llevaban ropa de cama y vestidos; otros, limpiaban y sacaban lustre a candelabros y apliques; o, simplemente, pasaban el rato, hablando con amigos y conocidos.

La biblioteca se situaba en la planta baja del llamado Pavillon Sully, en el margen derecho del Sena, el lugar donde se concentraba más la luz a lo largo de todo el día, elemento imprescindible para leer.

Artal avanzaba rápidamente por el pasillo, esquivando a todos los sirvientes que se le cruzaban. En ocasiones, se topaba con alguna que otra doncella que había gozado de sus favores en una de aquellas muchas noches de alcohol y excesos; las jóvenes, las más de las veces, solían dedicarle una sonrisa pícara y traviesa, a las que él correspondía con un guiño y un gesto de «nos vemos luego».

Llegó a la entrada de la sala y abrió una de las dos hojas de la enorme puerta de madera de nogal, pintada de blanco y oro. Ingresó en las estancias y cerró la puerta tras de sí.

Sonrió. Sin duda, aquel era su lugar preferido del Louvre a pesar de no haber inspeccionado la mitad del recinto, y eso sin contar con que los mosqueteros del rey tenían libertad de movimiento para ejercer sus labores de vigilancia y defensa.

La luz entraba a través de los grandes ventanales, iluminando tres grandes mesas redondas situadas en el centro de la estancia. Estaban rodeadas por sillas de asiento adamascado cuyos respaldos mostraban adornos labrados simulando filigranas vegetales, hechas por las manos de maestros ebanistas. Miles de libros se agolpaban en los estantes que se disponían desde el suelo hasta casi tocar el techo. Todos de diferentes tipos y colores, todos con letras doradas sobre sus lomos. Acarició con cariño los más cercanos. Le gustaban los libros. Qué pena que a las mujeres no les gustase la literatura y solo quedasen relegadas a simples novelas o poemas de amor cortés. No recordaba cuándo había sido la última vez que una mujer había mostrado su inclinación por las letras, exceptuando únicamente las continuas referencias que hacían a los amores de Lancelot y Ginebra. Siempre novelas rosas, siempre amoríos... Si hubiesen tenido otras inquietudes o miras más altas, tal vez sus relaciones hubieran sido un poco más largas; pero en cuanto las conocía verdaderamente y veía que bajo sus rizos y pelucas no había más que telas y cotilleos, se aburría de ellas. Algunas tardaban un mes. Otras, una semana. La mayoría, mucho menos. En todo caso, en la cama todas le parecían iguales.

Suspiró y miró en derredor suyo.

Aparentemente, el responsable de la biblioteca no estaba por allí. Decidió probar suerte y buscar los fascículos que le interesaban. El registro de los libros debía estar cerca.

Entonces reparó en que, sobre la mesa más próxima a su posición, se hallaban dos volúmenes, ambos escritos en lengua hispánica. Uno, bastante grueso, se titulaba El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, siendo su autor un tal Miguel de Cervantes; el segundo, unas crónicas sobre la Reconquista española. Le pareció extraño encontrarse con tales ejemplares en aquel lugar, a pesar de que sabía que aquella biblioteca contenía también textos en otras lenguas además de la francesa. Pero era una lectura demasiado específica y difícil de encontrar o de buscar para tenerla tan a la mano.

Un carraspeo llamó su atención desde las alturas. Dio un respingo. No estaba solo. Alzó la vista y miró en dirección al sonido.

Y la vio...

Iba ataviada con un vestido sencillo, de gasa blanca y mangas hasta el codo; por único adorno, un lazo blanco en el pecho. Su cabello, liso y de color castaño–rojizo, le caía en cascada hasta la mitad de la espalda.

El mosquetero reconoció en aquella joven a una de las damas de la reina; más concretamente, a la que hacía una hora había solicitado permiso para retirarse. Se sorprendió al verla sentada en el último peldaño de una de las escaleras de mano que se usaban para alcanzar los libros situados en los estantes superiores. Aunque lo que más llamó su atención fue que, sobre su regazo, sostenía un tomo de grandes dimensiones.

A ella también le extrañó verle allí a una hora en la que, se suponía, muchos estarían almorzando. Observó con fijeza el rostro del desconocido. Tenía unos ojos negros que brillaban bajo unas varoniles cejas; su boca estaba entreabierta bajo el paraguas de un bigote perfectamente recortado, en un gesto de mudo asombro al haberla encontrado allí. Su barbilla se ocultaba tras una perilla oscura y tupida, y un fino vello facial salpicaba sus mejillas.

Ella inclinó su cabecita hacia el lado derecho, como si esperase algo. Él se despojó de su sombrero y, cortésmente, hízole una reverencia. La joven le correspondió con un movimiento de cabeza y una involuntaria sonrisa. Jamás vio Artal sonrisa más bella y enigmática que aquella.

—¿Puedo ayudaros?

—Gracias. No, no creo.

El mosquetero se dio la vuelta y paseó por la estancia, tratando de no prestar atención a la joven. Aunque era inevitable, pues sus ojos se volvían irremediablemente hacia ella.

—Si lo que estáis esperando es a que regrese el encargado de la biblioteca, perdéis el tiempo: salió a comer hace unos minutos.

—Bueno es saberlo, mas tengo tiempo. Esperaré.

Se hizo el silencio entre ambos. Ella no dejaba de mirarle; él, tampoco. Jugueteaba con su sombrero de fieltro nerviosamente, en tanto que ella tamborileaba con sus dedos sobre el libro que tenía abierto sobre sus rodillas.

—¿Y vos? —preguntó Artal—. ¿Leyendo historias de caballería? ¿La historia de Lancelot del Lago y la bella Ginebra, tal vez?

Sonrió irónicamente, como si conociera la respuesta de antemano.

—¿Por qué todo el que me ve en la biblioteca piensa lo mismo? —Lanzó la pregunta al aire, contrariada, casi ofendida. Cerró el libro y le enseñó la cubierta—. Estaba leyendo un tratado de filosofía del sabio Averroes.

—¿Conocéis a Averroes? —inquirió el joven, visiblemente interesado.

Ella volvió a abrir el libro sobre su regazo y pasó un par de páginas, con gesto de hastío.

—Averroes es un compatriota mío, un gran sabio. Además de estudios en el campo de la Filosofía y la Religión, realizó importantes avances en el campo de la Medicina, paralelamente a Maimónides, otro sabio cordobés.

—¿Acaso os interesa la Medicina?

—Me interesa, sí. ¿Y a vos?

—También. De hecho, me disponía a buscar algún tratado de cirugía menor.

—¿Alguno en especial?

—Bueno... —Artal frunció el ceño; bajó un momento la vista, pensando, para volver a alzarla poco después, mucho más alegre—. Específicamente, alguno que hable sobre intervenciones quirúrgicas y cura de heridas producidas por armas de fuego y en combate.

Ella cerró el libro, se cruzó de brazos y comenzó a pensar. Mientras, se acariciaba el mentón, con gesto de singular concentración.

El mosquetero sonrió. Le parecía gracioso que aquella muchacha, apenas salida de la adolescencia, estuviera ayudándole a buscar un libro sobre Medicina. Si le hubieran dicho que una chica iba a darle lecciones de ese tipo, se habría reído del mensajero; aunque, visto desde otro punto de vista, no le molestaba. Al contrario, le agradaba aquella situación, un poco rara de por sí.

La joven dio una palmada.

—Creo que os podría interesar un tratado sobre el tratamiento de heridas por arma de fuego, de Ambroise Paré. Creo... —Alzó la vista, y paseó su mirada por las estanterías que la rodeaban—. Creo que lo he visto hace pocos minutos, cerca del de Averroes.

—Esperad, miraré en el registro y os ayudaré a buscarlo.

—No es necesario: ahí está.

Se puso de pie sobre el último peldaño y, sin soltar su libro, se alzó de puntillas sobre sus pies. En tanto que su mano izquierda se aferraba a una de las baldas de la estantería, manteniendo el brazo pegado al cuerpo para evitar que el libro que leía y que mantenía sujeto bajo su axila se le cayera, estiró su brazo derecho para alcanzar el libro que le hacía falta a aquel joven desconocido.

No llegaba... Hizo una mueca de disgusto. Estiróse toda ella, haciendo que tan solo uno de sus pies siguiera fijo en el peldaño, en tanto que el otro se suspendía en el aire. Así quería dar más amplitud al arco que su pequeño cuerpo formaba.

—Por Dios, dejadlo. Bajad y ya subiré yo a cogerlo. No me gustaría que os hiciérais daño —lo dijo con una mezcla de preocupación en su voz, al ver que la chica estaba más en el aire que sobre un punto de apoyo fijo. La escalera no dejaba de moverse.

—Ya casi lo tengo...Y...

Con un rápido movimiento de sus dedos índice y pulgar, se aferró al canto superior del volumen y, tirando hacia atrás, consiguió hacerse con él.

—¡Ya está! ¡Lo teng... ooooh!

El grito de triunfo lo precipitó todo y mudóse en uno de miedo y sorpresa. Fue todo en un instante: ella perdió pie, resbaló y se vio suspendida en el aire por unos momentos, a punto de dar con sus huesos en el suelo. Pensaba que se partiría la crisma, mas no fue así.

Velozmente, y como impulsado por un resorte, Artal soltó su sombrero y se colocó de un salto en la trayectoria de su caída. La sujetó con ambos brazos, pero perdió el equilibrio y ambos cayeron al suelo con un golpe seco. Ella, con su cuerpo cubriendo el del mosquetero; él, sirviéndole de lecho improvisado.

La joven se alzó un poco, incorporándose sobre sus codos y emitiendo gemidos de dolor; sus ojos, fuertemente cerrados. Al abrirlos, descubrió su rostro a un palmo del rostro de aquel joven desconocido; sus piernas, abiertas, con las del joven guardia entre ellas. Su vestido era lo suficientemente fino como para sentir el calor del cuerpo de aquel hombre bajo el suyo. Y de hecho, podía sentir algo más que su calidez... No podía dejar de mirarlo. Los ojos de él también la observaban fijamente, percibiendo cómo el rubor de virgen subía a sus mejillas tiñéndolas de rojo. Sintió que se ponía colorada desde el cuello hasta la raíz de sus cabellos. Un calor extraño anidó en su bajo vientre, que se encontraba en ese momento rozando el cinturón de cuero del mosquetero.

Ninguno de los dos supo determinar cuánto rato estuvieron en esa posición tan poco decorosa: si minutos o una eternidad. Sus mentes parecían haberse quedado bloqueadas en aquel instante supremo en el que dos cuerpos, de hombre y mujer, se encontraban por primera vez; y no de forma sexual.

Un mechón de pelo cayó sobre el rostro de la doncella. Instintivamente, Artal alzó la mano y volvió a colocarlo tras su oreja. La muchacha sintió cómo el calor encendía aún más su rostro. ¿Cómo responder a una situación así? Le habían enseñado muchas cosas en su vida, pero nunca le habían enseñado cómo comportarse con un hombre.

Impulsada por una fuerza extraña, se levantó rauda y recompuso la falda de su vestido que, con la caída, se había levantado. Afortunadamente, solo había dejado al descubierto poco menos de la mitad de sus muslos, que pronto quedaron cubiertos bajo la ropa, a salvo de los ojos del desconocido.

—Dios mío —dijo en español, como si no supiera la expresión equivalente en francés—. Os pido mil perdones, señor —aquí, sí que usó el francés—. Qué desastre...

Se agachó para recoger los libros que habían caído. A su alrededor, Paré y Averroes confraternizaban con Maimónides, Garcilaso o Thomas More; autores que, poco a poco, se reunían con Cervantes y las crónicas hispanas, que los esperaban sobre la mesa. El joven mosquetero leía los títulos sin salir de su asombro ante la lectura de una simple dama que, por fuerza de la costumbre, habría debido estar más inquieta por seducirle que por adquirir conocimientos.

La miró sin comprender. Se incorporó y se situó próximo a ella.

La joven sacudió un poco el polvo del tratado médico, limpió sus tapas cuidadosamente con el borde de la falda y se lo tendió ruborizada.

—Lamento mucho haber caído sobre vos y haberos hecho daño.

—En absoluto os preocupéis. Sois ligera como un pájaro.

—No os burléis, por favor...

—Perdonad que os haga esta pregunta, pero me ha parecido que hablabais en español.

—¿Cómo sabéis...? —preguntó ella, asombrada. Hasta la fecha, no había conocido a nadie por allí, a excepción de la reina y sus damas españolas, que lo hablasen.

—Conozco vuestra lengua gracias a mi bisabuela. Fue una de las damas que acompañaron a la reina Isabel de Valois a España para casarse con el Segundo Felipe. Al morir la reina, regresó a París y contrajo matrimonio con mi bisabuelo. Ellos pensaron que podría ser beneficioso para sus hijos aprender el idioma; y estos pensaron, a su vez, que igualmente lo sería para sus descendientes, entre los cuales se encuentra mi familia, hasta llegar a mis hermanos y a mí.

—Es extraño, si os soy sincera, escuchar que un francés conoce el castellano...

—¿Sois española?

La joven asintió, sonriendo, como si evocara su tierra lejana al confirmar su nacionalidad.

—¿Acaso sois dama de la reina?

—Menina.

—¿Menina?

—Bueno... Es la palabra portuguesa que usamos en la Corte Española para designar a las damas de compañía de la reina y las infantas.

Artal la miró fijamente.

Según tenía entendido, el séquito español de la reina Ana se componía de dos damas de origen español: una de ellas, doña Estefanía, era la que había sido aya de la reina cuando aún era infanta de España; seguía soltera, dedicada al cuidado de su señora. La última, no siempre estaba a la vista, puesto que se rumoreaba que era la que realmente custodiaba a la reina y llevaba su correspondencia personal con la Corte Española, así como protegía sus romances. Los rumores decían que se trataba de una mujer ya de edad; una especie de bruja vestida de negro, con el rostro lleno de verrugas y el pelo recogido en un rodete. Pero la verdad distaba mucho de los rumores. En honor a la verdad, la menina de la reina tenía el rostro de un ángel y los dos ojos negros más magníficos que el mosquetero había visto nunca en un rostro de mujer. Y había visto muchos...

Hizo ademán de tomar el libro de manos de la joven y, sin que ninguno quisiera o lo propiciara, sus dedos se rozaron. El mosquetero contempló aquellos dedos tan largos y blancos que sujetaban el volumen de medicina con tanta delicadeza. Ella, sin saber por qué, sintió un calor y un golpe en el pecho. Se miraron a los ojos, sin soltar el libro ni dejar de tocarse los dedos; apenas un roce, sin llegar a ser caricia. Ella volvió a inclinar la cabeza hacia a un lado en un gesto que el mosquetero adivinó le era muy peculiar e indicaba su particular tendencia al análisis de los gestos y ademanes de quienes tenía enfrente. Artal sonrió. La menina callaba; sus ojos, perdidos, contemplando aquella boca. Debía admitirlo: tenía una sonrisa preciosa.

Bajó la vista azorada y esbozó una risita en sus juguetones labios, que dibujó sendos hoyuelos en sus rosadas mejillas.

Lentamente, soltó el libro y apoyó ambas manos sobre su regazo. El mosquetero dibujó una mueca de disgusto, apenas perceptible. Ojalá aquel roce hubiera durado más...

—Creo... que será mejor que me marche. Ya he abusado bastante de la amabilidad de Su Majestad al ausentarme tan largo tiempo.

—Esperad un poco más, os lo ruego —pidió Artal, sin saber por qué.

—De verdad, no puedo quedarme —manifestó, mientras recogía uno por uno los libros que había depositado sobre la mesa y que apretó contra su pecho—. Tal vez en otra ocasión.

—Decidme al menos, ¿venís muy a menudo? ¿Habría alguna posibilidad de volver a veros? —preguntó Artal.

—Vengo siempre que puedo, cuando mis obligaciones para con Su Alteza no me retienen.

—¿Y vendréis mañana?

—Podría ser...

—¿A qué hora?

—Preguntáis mucho, mi señor. —Bajó la vista nuevamente.

—Os lo suplico.

—Sobre la una, tras la misa de doce en la Capilla Real.

—¿Os molestaría que os acompañase en vuestra jornada de estudio?

—Mientras no perturbéis mi lectura...

—No lo haré.

—Pues aquí me tendréis.

—Entonces... —Artal acercóse a ella y, haciéndose con la mano derecha de la joven, dijo—: Hasta mañana, mi señora.

Y diciendo esto, depositó un beso sobre el dorso de su mano. Era una mano pequeña, blanca, sin anillos; desprendía un suave aroma a azahar. Su piel era suave y delicada, brillante como la porcelana.

Ella volvió a sonrojarse y sintió un extraño escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Por alguna razón desconocida, Artal se resistía a separar sus labios de aquella piel, como si quisiera recrearse en su fragancia.

Esbozando una disculpa, la muchacha retiró su mano bruscamente y salió de la biblioteca con paso apresurado. Cerró la puerta tras de sí. Aún tardó unos minutos, en los que el mosquetero adivinó que permanecía apoyada con su espalda sobre la puerta de entrada en la biblioteca; pensó que la intención de la menina sería volver a entrar para lanzarse a sus brazos, como todas las mujeres a las que había conquistado previamente. No obstante, no lo hizo. A los pocos minutos, sus pasos ligeros se escucharon alejándose por el pasillo, con dirección a las habitaciones de la reina. A lo lejos, se escuchaba su voz hablando con alguien.

Artal sonrió y acarició el libro que ella le había buscado. Lo miró fijamente y casi pudo apreciar la huella imperceptible de sus dedos sobre las tapas de aquel grueso volumen forrado en cuero azul.

Se sentó ante la mesa para comenzar a estudiarlo, abriéndolo al azar por una de sus páginas. Intentó comenzar la lectura, aunque por razones desconocidas, el rostro de la muchacha se reflejaba en aquellas hojas, como si hubiera quedado impreso en ellas.

Era una mujer, una joven; como todas las mujeres, tendría algún punto débil que la condujera tarde o temprano a los brazos de cualquier hombre. Sin embargo, algo le decía que aquella mujer, casi niña, era muy diferente al resto de las que se había encontrado a lo largo de su vida. Parecía tener inquietudes y cerebro, dos cualidades que parecían no estar en consonancia con el género femenino de la época. Sería difícil atraerla, mas le encantaban los retos. Y mucho más, si tenían tintes amorosos.

Sonrió de nuevo y se propuso iniciar la lectura. De repente, levantó la cabeza bruscamente, abriendo mucho los ojos. Se había dado cuenta de un detalle aparentemente insignificante, mas importante para él.

—¡Válgame Dios! Ni siquiera le he preguntado su nombre...

Miró hacia la puerta por la que ella había salido. Sus pasos ya no se oían, por lo que no era probable alcanzarla. No importaba. Mañana la volvería a ver. O al menos, eso esperaba.

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CAPÍTULO III

Al servicio de su majestad

Aurora cerró la puerta tras de sí, rápidamente, impidiendo de aquel modo cualquier contacto visual con el joven mosquetero. Apoyó la espalda sobre la superficie de la puerta y trató de contener los latidos acelerados de su corazón. Instintivamente, alzó la mano donde aquel hombre había depositado un beso y la colocó ante sus ojos. No había marca alguna allí, pero sentía sobre su superficie la huella de aquellos labios que estaban parcialmente cubiertos por un bigote bien recortado.

Su cabeza se giró, como si esperase encontrar tras de sí al autor de aquella aparente desazón, anhelo que resultó infructuoso, pues la puerta se hallaba cerrada.

Apoyó su mano sobre el pecho y notó cómo su respiración iba regulándose poco a poco. Respiró profundamente; una, dos, tres veces, hasta que percibió cómo todo volvía a la normalidad. Cuando se sintió más tranquila, comenzó a caminar hacia las habitaciones de la reina, no sin antes volverse un instante hacia la puerta de la sala y murmurar un «Hasta mañana» con una sonrisa dibujada en sus rosados labios.

Las ventanas de la galería iluminaban las paredes de mármol rojizo y se colaban a través de las cortinas de tul que ocultaban el interior del palacio de ojos indiscretos. Se escuchaba el sonido del caudal del Sena y el gorjeo de los gorriones tras los cristales. Con la luz del sol, sus cabellos reflejaban brillos dorados y rojizos. Apretaba contra su pecho la montaña de libros que había recopilado de la biblioteca. Ignoraba si podría estudiarlos en profundidad dadas sus obligaciones para con Ana de Austria y el escaso tiempo del que disponía, pero eso no impedía el hecho de llevárselos a sus habitaciones para proceder a una lectura más tranquila de los mismos. Los condenados pesaban bastante, eso era cierto, aunque no podía ignorar que su tío le había dicho en más de una ocasión que los conocimientos pesaban.

«El saber no ocupa lugar, mi querida niña», solía decirle cuando se quejaba de las largas sesiones de estudio.

Sonrió al recordar a su bienamado tío. Sabía por las cartas que le escribía que se encontraba bien, contento por ver crecer a su hijo primogénito y por el nacimiento de su hija; incluso la tía Juana se había dignado a escribirle unas letras hacía años, haciéndole partícipe del natalicio de la niña y los progresos del niño. El hacha parecía haberse enterrado entre ambas y la lejanía de la muchacha contribuía a que la hostilidad para con ella se hubiera relajado. Aurora estaba contenta en Francia, sin lugar a dudas, a pesar de que le faltaba algo muy importante: el calor de una familia. Pese a que se conocieran desde pequeñas, la reina Ana y ella no eran amigas, aunque le constaba que la reina no podía confiar en otra persona que no fuese Aurora, y la joven menina sabía de sobras el porqué.

Oyó unos pasos a su espalda que resonaron con fuerza en las altas bóvedas de la galería. Instintivamente, se volvió, haciendo ondear sus largos mechones castaños.

Una risa de hombre la recibió, acompañada por la mirada de unos ojos de color verde que se vieron cercados por pequeñas arrugas. Sonrió al reconocer la mirada de Héctor de Briand, jefe de mosqueteros de la guardia personal de la reina.

Tenía casi treinta años y fama de ser uno de los miembros más atractivos del cuerpo de la guardia al servicio de los reyes. Era alto, de piernas largas, torso y brazos musculados, y manos grandes. Su cabello castaño claro se ocultaba bajo un gran sombrero de ala ancha; sobre sus mejillas, una barba tupida y bien recortada ocultaba su piel blanca. En su rostro, algunas pequeñas cicatrices que delataban sus intervenciones en empresas guerreras que el vello facial no conseguía ocultar.

Ambos se saludaron con una reverencia.

—Mademoiselle Aurora...

—Monsieur de Briand...

Se sonrieron. Héctor fue una de las primeras personas que conoció al llegar a París. Podía considerarlo como su único amigo y sabedor de todos los entresijos de la Corte. Y del secreto que tan celosamente guardaba la reina acerca de su protector, solo por unos pocos conocidos, entre los que se contaban Héctor y ella.

—¿Otra vez habéis estado en la biblioteca? —le preguntó, señalando los libros que portaba.

—Sí. Quería buscar unos libros que me hacían falta para seguir adelante con el estudio.

—Ya veo... —Héctor rio—. ¿Y qué ha sido esta vez? ¿Medicina? ¿Filosofía?

—Un poco de todo —corroboró ella—. Os ha faltado mencionar la Poesía, la Literatura y la Historia.

—No sé dónde guardáis tantos conocimientos, mi señora.

—El saber no ocupa lugar, mi señor —dijo ella, evocando a su tío.

Rieron con ganas. Sin lugar a dudas, los mejores momentos que pasaba en Palacio eran junto a Héctor.

El Jefe de la Guardia de Su Majestad sentía lo mismo. Se había acostumbrado a aquella pequeña damisela tan silenciosa como discreta, presta a la risa y siempre amable para quienes la necesitaban. Su sonrisa siempre lo animaba en los momentos en que más lo precisaba.

En un gesto de caballerosidad y sin que ella pudiera impedírselo, el mosquetero le arrebató su preciada carga con una mano, mientras que con la otra hacía un ademán para que siguiese con su camino. Aurora sonrió y le dedicó una graciosa reverencia.

Avanzaron lentamente por el pasillo que llevaba a los aposentos de Su Majestad.

—¿Ya se ha marchado el cardenal?

—No, sigue en los jardines en compañía del rey y del resto de la corte. Monsieur de Bérard ha preferido quedarse con ellos para estar al tanto de la seguridad y de cualquier posible incidencia.

—No podía estar en mejores manos —reconoció la menina.

—Desde luego que no —confirmó Héctor—. El cardenal se interesa mucho por la seguridad de Su Majestad. No en vano, es el Primer Ministro de la nación. Aunque esa repentina inclinación por nuestra reina me hace pensar que los rumores acerca de su próximo nombramiento como miembro del Consejo Real son algo más que eso.

—Creo que deberíais creerlos. Cuando el río suena...

—¿Sabéis algo más que yo pueda ignorar?

—Es posible... —confirmó Aurora, sonriendo.

—Contadme.

—Ya sabéis que no puedo...

—¿Acaso habéis recibido noticias de las Españas?

—Sí, y son preocupantes. La situación no es demasiado buena. El desplante sufrido por el príncipe Carlos de Inglaterra por la negativa de la infanta María Ana a contraer matrimonio ha sido interpretado por Inglaterra, o mejor dicho, por el duque de Buckingham, como una declaración de guerra. Creo que las cosas se tornarán difíciles en los próximos meses[3].

—¿Sospecháis que el duque pueda instigar al monarca inglés a tomar represalias para con vuestro país?

—No lo sospecho: estoy segura. —Frunció el ceño—. Sabéis de la fama de Buckingham y de su ascendencia para con el joven príncipe, e incluso con el rey Jacobo.

—Si España

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