El desafío del guerrero (Pyramiden 2)

Fragmento

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1

LA SELVA LACANDONA

Me dejé caer en el respaldo del helicóptero y volví la cabeza hacia el recinto arqueológico de Chichen-Itzá; el cielo se había cubierto de nubes de diferentes tonalidades y podía apreciarse una espiral de luz azul salir de lo alto de la pirámide que dispersaba las estelas de los aviones. Kukulkán, el Castillo de la Serpiente Emplumada brillaba con una fuerza que hacía pensar que todo había salido bien.

¡Bip, bip, bip, bip...!

¡Bip, bip, bip, bip...!

De pronto las alarmas del helicóptero empezaron a sonar. El piloto intentó «calmarnos», pero cuando nos dijo que perdíamos combustible y que no nos daría tiempo de llegar a la base, nos miramos acojonados. No nos quedaba más remedio que hacer un aterrizaje de emergencia, pero ¿dónde? A nuestro alrededor no había más que selva y árboles por todas partes. Era imposible hacer tierra.

Perdimos altura rápidamente. Y a partir de ahí lo único que recuerdo es ver bajar el aparato hacia la selva. Ahí creí que se había terminado todo. Recuerdo que pensaba: «Me voy a meter una hostia de cojones». Todo ocurrió muy rápido. Hubo un golpe muy fuerte y salí disparado del helicóptero. No pude calcular el tiempo que estuve inconsciente, pero cuando desperté seguía atado a los arneses del asiento, me dolía todo el cuerpo y mi nariz no paraba de chorrear sangre.

El panorama en el que me hallaba era desolador. Me encontré a don Manuel por un lado, medio inconsciente; a Juan por otro, que sangraba por la cabeza; y al subcomandante Tacho y a los soldados desperdigados por el suelo como fichas de dominó. Uno de los militares tenía la pierna destrozada y se le veía la tibia entera abierta; otro no paraba de sangrar por la boca, y venga a escupir sangre, hasta que finalmente dejó de moverse.

Lo primero que hice fue intentar desabrocharme del asiento para ayudarlos, pero no me pude soltar, ya que el anclaje estaba bloqueado. Lo único que podía hacer era gritar y pedir socorro. ¿Pero quién iba a oírme ahí en medio de la selva? Solo había serpientes venenosas, hormigas y mosquitos por todas partes.

Cuando pensaba que iba a terminar mis últimas horas devorado por hormigas carnívoras o como tentempié de cualquier otro animal salvaje, de pronto, de entre la espesura de la selva, emergieron hombres y mujeres con largas túnicas blancas y radiantes. Al verlos, lo primero que pensé, fue que habíamos muerto y que eran ángeles que habían venido a buscarnos. Pero, al fijarme mejor en los extraños seres, vi que portaban algo parecido a lanzas con puntas de flecha. No parecían para nada ángeles; tenían la piel oscura y el pelo lacio y negro. ¿Ángeles negros? Entonces, me di cuenta de que los «ángeles» no eran seres alados ni venían del cielo para guiar nuestras almas descarriadas al paraíso, ¡eran indígenas! Los nativos se acercaron al helicóptero o, mejor dicho, lo que quedaba de él, y lo examinaron sorprendidos como si fuese un aparato de otro planeta. Luego, se aproximaron a nosotros y nos miraron casi tan asombrados como cuando Colón y sus marineros desembarcaron por primera vez en estas tierras portando espadas y hablando de forma rara.

Tras el shock inicial, los indígenas arrancaron unas hojas de un vivo color verde de unos arbustos y prepararon un ungüento con el que cubrieron nuestras heridas. «JALALE, JALALE», no dejaban de repetirnos mientras nos daban a beber agua de unas calabazas. Luego cortaron unos palos largos con unos machetes y los ataron con lianas hasta formar unas especies de cestas, en las que cargaron nuestros cuerpos y nos llevaron a través de la selva. Una hora después llegamos a su poblado. Las chozas, que formaban un anillo alrededor de una choza más grande y de forma rectangular, estaban construidas con palos, hojas y fibras de palma. Algunos niños, al vernos, se ocultaron en las cabañas, mientras que otros se quedaron cobijados detrás de las piernas de sus madres, mirándonos con timidez. Don Manuel parecía comprender su dialecto y se comunicó con ellos mediante señas y algunas palabras que no entendí. Nosotros no comprendíamos nada de lo que decían, pero intuíamos que allí, alejados de los soldados, del tableteo de las ametralladoras y de todo ese mundo que habíamos dejado atrás, y al que no deseábamos volver, nos encontrábamos seguros, en paz.

Luego, se puso a llover con fuerza y nos llevaron a una de las cabañas. La vivienda era de forma circular y consistía en un cuarto principal, posiblemente utilizado como dormitorio, y otro cuarto en el centro de la choza donde había un fogón en el que una mujer indígena cocinaba algo envuelto en hojas de palma. El humo que salía del fuego era incómodo y me picaban los ojos, pero por otro lado mantenía alejados a los insectos y, además, como me contaron más tarde los propios indígenas, servía para ahumar y conservar la carne. Tras comer algo, tiraron unas mantas en el suelo y nos acostamos junto al calor de la lumbre. Lo último que recuerdo de esa jornada fue la visión de los indígenas que hablaban junto al fuego y trabajaban en sus quehaceres diarios, tejían fibras, curtían cuero o tallaban flechas, en silencio y en voz baja, sin hacer un exceso de ruido, buceando en la magia vital que los envolvía.

La mañana siguiente nos pasamos todo el día achicando el agua que entraba como ríos desbordados dentro de la cabaña. Terminamos abatidos y mojados, tiritando de frío mientras intentábamos que el agua no terminara por arruinar todo el conjunto. Cuando drenábamos agua para evitar males mayores, don Manuel no dejaba de repetirnos ese mantra que tenemos últimamente como señera: «Hemos venido a servir; sirves o no sirves».

Por suerte, en la comida, nos tomamos toda esta aventura con humor, hablando de cosas absurdas que nos hacían reír y observando cómo el ánimo, antes minado y por los suelos, se revolvía para intentar observar la vida con más alegría. Tuvimos la oportunidad de hablar y alzar la mirada para recordar por qué estábamos aquí y el porqué del trabajo que estábamos haciendo. Enseguida surgieron las palabras «compromiso» y «responsabilidad», acordándonos de lo que pasa en el mundo, de las guerras, de los conflictos y las injusticias, recordando el estadio primitivo en el que el ser humano aún se encuentra y animándonos en el trabajo interior y exterior para seguir colaborando con el progreso humano.

Es evidente que podríamos estar en algún lugar más confortable, mirando hacia otro lado mientras intentamos llevar una vida cómoda y apartada. Pero el sentido de responsabilidad y compromiso con nosotros mismos y con el mundo nos alejan de esa peregrina idea. Estamos aprendiendo a cuidarnos, a ser mejor cada día para ofrecer lo mejor, pero luego recordamos todo lo que hay por hacer y nos falta tiempo para ordenar nuestra vida con la vida.

Los siguientes cinco días fueron realmente duros. El primer día, como no paraba de llover, lo dedicamos a arreglar el tejado de la cabaña por el que había empezado a entrar agua. También dedicamos el tiempo a limpiar de maleza un pequeño camino que se introducía en la selva para poder realizar esas cosas tan escatológicas y tan necesarias para el normal funcionamiento del cuerpo humano. Los indígenas nos dieron algunas lecciones de cómo sobrevivir en la selva: nos enseñaron de dónde sacar agua potable, qué tipo de insectos podíamos comer, qué tipo de hojas podríamos frotarnos en el cuerpo para repeler a los mosquitos, también aprendimos de qué animales e insectos alejarnos y cómo pedir ayuda en caso de perdernos.

Nuestro plan era regresar a la civilización en cuanto se curaran nuestras heridas. Lo que no imaginábamos era que los días se convertirían en semanas en aquella aldea alejada de la mano del hombre. Tampoco sabíamos que la selva te enfrentaba a ti mismo, a tus miedos, a tus temores, a tus demonios personales; era como regresar a la escuela donde vuelves a aprender a ser completamente humilde ante la grandeza de todo cuanto te rodea.

Con el transcurrir de los días, el lugar se volvió más confortable y hermoso. Los amaneceres eran únicos, con los quetzales que cruzaban la selva húmeda y acariciaban los follajes como si fueran fantasmas alados, y qué decir de aquella bruma permanente que se apoderaba de la belleza volviéndola casi divina. Me emocionaba ver a los animales en su hábitat natural, libres y soberanos; algunos muy peligrosos. Pude ver osos hormigueros, una anaconda, varias boas constrictor, ranas venenosas, tarántulas, diferentes especies de hormigas, monos aulladores y jaguares. Lo mejor, sin duda, fue la gente que conocí: indígenas descontaminados de todo lo que representaba la civilización moderna, ingenuos como niños, pero con la sabiduría que les había proporcionado la Selva Madre. Tal vez fue el destino, o tal vez la casualidad, pero ¿cuántas probabilidades había de que los indígenas dieran con nosotros en esta vasta inmensidad de color verde? La verdad, no lo sé pero, si no hubiera sido por ellos, ahora mismo estaríamos muertos.

Tiempo después, descubrí que se trataba de una tribu de lacandones, descendientes de los mayas que habitaron en la selva en la frontera entre México y Guatemala. Los lacandones se llaman a sí mismos hach winik, que significa «verdaderos hombres». Con ellos conocí algunas de sus costumbres y de sus extraordinarias leyendas, muchas de ellas surgidas en torno a la selva sagrada. Un indígena lacandón, ya bastante anciano, me contó que hacía años vieron sobrevolar por encima de su poblado un aparato con forma de plato de comida, pero invertido. Aparecían cada dos por tres ¡y hasta se les veían las caras por las ventanillas! Los llamaban los «seres extraños», nunca dijeron extraterrestres, tal vez ni siquiera conocían esa palabra, pero hablaban de ellos como si fuera algo normal en sus vidas.

En esas semanas había prevalecido la fuerza y la constancia, la voluntad para aguantar las condiciones tan duras en las que estábamos viviendo. Con el transcurrir de los días, sentíamos que poseíamos todo lo que una persona pudiera tener para ser feliz, porque la felicidad nunca dependerá de las cosas que uno posea, sino de la actitud con la que uno se enfrenta a esas cosas. La sencillez y la humildad de tener poco nos ayudó a no tener que preocuparnos por las diez mil cosas de las que nos distraía la civilización moderna, haciéndonos profundizar en la existencia misma. Aquí la vida no tenía sentido si no era compartiéndola con los demás, para los demás, hacia los demás. La unidad que viví aquí no podía entenderse sin el conjunto que se representaba junto a los otros. El «yo», minúsculo e insignificante, aquí no tenía sentido sin el «tú».

En los últimos días, cierta ambición nacida de cierta necesidad se apoderó inevitablemente de nosotros. Esta surgió cuando, ante una enfermedad extraña, uno de los miembros se vio imposibilitado para caminar y tuvimos que esperar a que se recuperase. Fue una de esas infecciones capaz de tumbar a cualquiera sin poder moverse. Solo entonces nos dimos cuenta de la importancia de tener medicamentos en la selva pero, sobre todo, de la importancia de tener la higiene mínima, así como de un lavabo cerca para poder asearnos.

No sé cuantas semanas estuvimos en el poblado, quizás dos, o tres, no lo recuerdo bien pero, el día que abandonamos la aldea, el cielo se abrió y dejó de llover como si «algo» favoreciese nuestro viaje. Los indígenas nos guiaron a través de la frondosidad de la jungla. El sendero era tupido e incómodo, con plantas espinosas y raíces peligrosas que ralentizaban y entorpecían nuestra marcha. El arqueólogo no hacía más que tropezar y caerse. De pronto, el bigotes topó con una raíz y perdió el equilibrio, con tan mala suerte que soltó el machete, y el mango se encajó entre dos raíces con el filo apuntando hacia arriba, y fue a caer justo encima lo que le produjo un corte en el costado izquierdo. Menos mal que la punta del machete se le había roto el día anterior al golpear con él contra una roca y solo le cortó superficialmente, si no, tal vez el bigotes hubiera quedado ensartado en el machete como un pincho moruno. ¡Qué irónico! ¡Se salvó del accidente del helicóptero y en el momento de volver de nuevo a la civilización a punto estuvo de matarse en un ridículo accidente!

El último día de travesía llegamos a una pequeña aldea. Allí nos despedimos de los indígenas, no sin antes llorar de emoción por dejar atrás ese mundo hermoso y bueno en el que habíamos vivido, agradecidos a los lacandones, los «hombres verdaderos»

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2

BOSNIA HERZEGOVINA

Un mes después del accidente con el helicóptero, ya recuperados, y con las heridas cicatrizadas, tomamos un avión a Bosnia Herzegovina. Durante el trayecto, Juan me comentó que la siguiente pirámide que teníamos que activar se encontraba en Sarajevo.

—¿Pirámides en Europa? —le pregunté atónito.

—Sí.

—¿Y dónde se encuentran exactamente?

—En Visoko, una pequeña ciudad de Bosnia.

—Vaya... ¿Y qué altura tienen?

—La más grande mide unos doscientos veinte metros de alto.

—¿Qué? ¿Doscientos veinte metros? ¡Eso es mucho más que la pirámide de Keops! ¿En serio?

—Sí.

—Eso es... ¡Alucinante!

—Sin duda —dijo abriendo el portátil para mostrarme unos archivos fotográficos en los que podía verse una montaña enorme recubierta por vegetación. Observé las imágenes y, salvo porque algunas de las caras de la montaña tenían cierta forma triangular, me pareció una montaña común y corriente.

—¿Y cómo la descubriste? —le pregunté.

—Yo no la descubrí, la descubrió un amigo mío llamado Samir Osmanagich, un famoso arqueólogo estadounidense afincado en Bosnia. Un día me llamó y me dijo que había descubierto la mayor pirámide del mundo. Pensé que estaba loco, pero cuando fui a verla y la estudié, me di cuenta de que existían unos elementos comunes con todas las demás pirámides: la geometría, la orientación de sus caras a los cuatro puntos cardinales, pasadizos, cámaras interiores y túneles subterráneos.

—¿Y por qué no ha transcendido a los medios?

—Porque la arqueología ortodoxa no reconoce que hace miles de años pudieran existir civilizaciones tan avanzadas para construirlas. ¡Es una conspiración! ¡Una burda y jodida conspiración para mantenernos dormidos! —dijo cerrando el portátil con rabia—. Casi todo lo que nos enseñan sobre el origen de las civilizaciones antiguas y las pirámides es erróneo. Egipto no es el único lugar del planeta con construcciones piramidales; las hay por todo el continente africano, en España, en Indonesia, en China, en Europa… ¡En todo el mundo!

Cuando llegamos al aeropuerto, no tuvimos ningún problema en pasar la Calavera del Destino por la aduana ya que, con el recubrimiento de resina, el cráneo parecía un suvenir mexicano. Tras pasar el detector, rellenamos una declaración aduanera en la que indicamos nuestras pertenencias personales y todo el dinero que llevábamos en efectivo. Dos policías nos previnieron de no visitar algunas provincias conflictivas, ya que estaban produciéndose choques entre insurgentes y fuerzas de seguridad a diario, y, en los últimos meses, habían acontecido una serie de revueltas y alzamientos populares en Libia, Egipto, Túnez y Ucrania.

Al salir, un aire gélido golpeó nuestro rostro. Estábamos a cinco grados bajo cero y el viento helado atravesaba nuestros cuerpos como si fuesen d

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