Título original: The Provence Cure for the Brokenhearted
Traducción: Victoria Morera
1.ª edición: noviembre 2011
© 2010 by Bridget Asher
© Ediciones B, S. A., 2011 para el sello Vergara
Consell de Cent 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN EPUB: 978-84-666-5071-7
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Esta novela está dedicada al lector.
Durante este momento único sólo estamos tú y yo
Podría decirse que el dolor es una historia de amor contada desde el final hasta el principio.
O quizá no tenga nada que ver con esto. Quizá debería ser más científica. El amor y la pérdida de ese amor existen en igual medida. ¿Ningún físico romántico ha escrito nunca una ecuación como ésta?
O quizá debería explicarlo de esta manera: imagínate una bola de cristal con nieve dentro. Imagínate una casa diminuta en su interior. Imagínate a una mujer dentro de esa casa diminuta. Está sentada en el borde de la cama, agitando una bola de cristal con nieve dentro, y en el interior de esa bola de cristal hay una casa diminuta cubierta de nieve, y en su interior hay una mujer. Y la mujer está de pie en la cocina, agitando una bola de cristal, y dentro de esa bola de cristal...
Todas las buenas historias de amor tienen otro amor escondido en su interior.
Primera parte

1
Cuando Henry murió empecé a perder cosas.
Perdía llaves, gafas de sol, talonarios... Perdí un cucharón de la cocina y lo encontré en el congelador, al lado de una bolsa de queso rallado.
Perdí una nota que había escrito a la profesora de tercero de Abbot explicándole que había perdido sus deberes.
Perdía los tapones de los tubos de pasta de dientes y de los tarros de mermelada y guardaba estos objetos abiertos, sin tapa, aireándose. Perdía cepillos de pelo y zapatos, no sólo uno, sino los dos.
Me dejaba las chaquetas en los restaurantes, el bolso colgado del asiento de los cines y las llaves de casa junto a la caja de los supermercados. Después, me quedaba unos instantes en el asiento del coche, desorientada, intentando averiguar qué era lo que no iba bien, y entonces regresaba al supermercado y la cajera, al verme, agitaba las llaves por encima de la cabeza.
Algunas personas eran lo bastante amables para telefonearme y devolverme las cosas que había perdido. En otras ocasiones, cuando algo desaparecía yo retrocedía sobre mis pasos y me perdía a mí misma. «¿Qué hago otra vez en el centro comercial?» «¿Por qué he vuelto a la caja de la charcutería?»
Perdí el rastro de mis amigas, quienes tuvieron bebés, presentaron tesis, inauguraron exposiciones de arte y celebraron cenas y barbacoas...
Pero, sobre todo, perdí el rastro de largos períodos de tiempo. Los niños que esperaban el autobús escolar en la misma parada que Abbot, sus compañeros de clase y los de la liga infantil de fútbol crecían repentinamente. Abbot también crecía, y esto era lo que me resultaba más difícil de aceptar.
También perdí el rastro de períodos de tiempo cortos, como las últimas horas de una mañana o de una tarde. A veces, levantaba la vista y, repentinamente, se había hecho de noche, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. El punto clave era que la vida seguía sin mí. Dos años después de la muerte de Henry esta idea todavía me sorprendía, pero lo cierto era que se había convertido en una costumbre; era un hecho simple e inevitable: la vida seguía adelante y yo no.
De modo que no debería haberme sorprendido que Abbot y yo llegáramos tarde al brindis que teníamos que realizar las damas de honor en la boda de mi hermana. Abbot y yo nos habíamos pasado la mañana jugando al Manzana con Manzana, interrumpidos, sólo, por las llamadas telefónicas de La Pastelería.
—Jude... Jude ve más despacio. ¿Quinientas tartas de limón?
Me levanté del sofá donde Abbot estaba comiendo su tercer helado de la mañana; uno de esos helados líquidos en tubos de plástico y de vivos colores que tienes que abrir con unas tijeras; esos que, a veces, te hacen estornudar. Incluso este detalle me resultaba doloroso: Abbot y yo nos habíamos rebajado a comer jugo helado en tubos de plástico.
—No, no, estoy segura —continué yo—. Habría anotado el pedido. Al menos... ¡Mierda! Probablemente es culpa mía. ¿Quieres que vaya?
Henry no sólo había sido mi marido, sino también mi socio. Yo había crecido elaborando delicados pasteles, pensando que la comida era una especie de arte, pero Henry me convenció de que la comida era amor. Nos conocimos durante un curso de cocina y, poco después del nacimiento de Abbot, nos embarcamos en otra tarea de amor: La Pastelería.
Jude llevaba con nosotros desde el principio. Era una mujer menuda, habladora, con el pelo corto y aclarado y la cara en forma de corazón, y también era madre soltera. Constituía una extraña combinación de dureza y belleza. Fue nuestra primera empleada y tenía aptitudes naturales para el negocio: un gran sentido del diseño y facilidad para el marketing. Cuando Henry murió, ella subió de categoría. Henry se encargaba de la parte administrativa del negocio y, de no ser por Jude, estoy segura de que yo habría perdido la tienda. Jude se convirtió en la guía, en el timón. Hacía que las cosas siguieran funcionando.
Estaba a punto de decirle a Jude que estaría en la tienda en media hora cuando Abbot me tiró de la manga y señaló su reloj, cuya esfera tenía la forma de una pelota de béisbol. Quizá debido a mi desorientación, Abbot insistía en llevar el control del tiempo.
Cuando me di cuenta de que eran más de las doce, grité:
—¡La boda! ¡Lo siento! ¡Tengo que irme!
Y colgué el auricular.
—¡Tía Elysius se pondrá furiosa! —exclamó Abbot con los ojos muy abiertos.
Abbot se inclinó para rascarse una picada de mosquito que tenía en el tobillo. Llevaba puestos los calcetines de deporte blancos y parecía que estuviera moreno de los calcetines para arriba, como los jugadores de golf, pero en realidad estaba sucio de tierra.
—¡No si nos damos prisa! —exclamé yo—. Y coge la loción de calamina para no rascarte durante la ceremonia.
Corrimos como locos por nuestro pequeño apartamento de tres habitaciones. Encontré uno de mis zapatos de tacón en el armario y el otro en la enorme caja de los Legos, en la habitación de Abbot. Él se estaba peleando con su esmoquin de alquiler. Intentaba abrocharse los diminutos botones de los puños mientras buscaba la corbata de cierre de gancho y el fajín. Estas dos piezas las había elegido rojas porque era el color que Henry utilizó en nuestra boda. No estaba segura de que fuera saludable, pero no quería hacer hincapié en ello.
Me maquillé un poco y me puse el vestido de dama de honor por la cabeza. Me alegré de que no fuera el típico vestido horripilante de dama de honor. La verdad es que mi hermana tenía un gusto exquisito y aquél era el vestido más caro que yo me había puesto nunca, incluido el de mi boda.
Cuando rechacé el papel de primera dama de honor, aunque, para ser tristemente exacta, debería decir viuda de honor, mi hermana se sintió visiblemente aliviada. Ella sabía que yo lo único que haría sería fastidiarlo todo, de modo que, sin pensárselo dos veces, telefoneó a una antigua compañera de la universidad que era licenciada en empresariales y yo fui felizmente relegada a dama de honor a secas. A Abbot le encargaron llevar los anillos y, para ser sincera, yo ni siquiera me sentía preparada para el papel de madre del portador de los anillos. En el último momento, me inventé una excusa para no asistir a la cena de prueba que se celebró la noche anterior y al día de balneario y peluquería en grupo. Cuando tu marido ha muerto, te está permitido decir: «Lo siento, no puedo hacerlo.» Si tu marido ha muerto en un accidente de tráfico, como me ocurrió a mí, te está permitido decir: «Hoy no puedo conducir.» Puedes, simplemente, sacudir la cabeza y susurrar: «Lo siento», y los demás te disculpan de inmediato, como si eso fuera lo menos que pueden hacer por ti. Y quizá lo sea.
Sin embargo, mi hermana empezaba a cansarse de mis excusas y me hizo prometerle que estaría en su casa dos horas antes de la boda. Teníamos que ajustarnos a un programa estricto y éste establecía que las damas de honor teníamos que beber unas mimosas y realizar un brindis breve y personal por la novia. A Elysius le encantaba ser el centro de atención, pero yo no la criticaba por esto, porque era dolorosamente consciente de lo egoísta que era mi dolor. Mi hijo de ocho años había perdido a su padre. Los padres de Henry habían perdido a su hijo. Y Henry había perdido la vida. ¿Qué derecho tenía yo a utilizar una y otra vez su muerte como una excusa para escaquearme?
—¿Puedo llevar mi equipo de buceo? —me preguntó Abbot desde el otro extremo del pasillo.
—Ponlo en una bolsa con una muda —le dije mientras metía mis cosas en una maleta de fin de semana.
Mi hermana vivía en el campo, en Capps, a sólo veinte minutos de nuestro apartamento en Tallahassee, pero quería que la familia nos quedáramos a pasar la noche. Para ella aquel encuentro representaba la oportunidad de monopolizar la atención de mi madre y la mía, y lo alargaría tanto como le fuera posible; quizá para revivir el fuerte vínculo que una vez nos unió a las tres.
—Podrás bucear por la mañana, con el abuelo.
Abbot salió corriendo de su dormitorio y se deslizó patinando por el pasillo hasta mi habitación. Todavía llevaba puestos los calcetines de deporte y sostenía el fajín en una mano y la corbata de lazo en la otra.
—No consigo ponérmelos —me dijo.
Llevaba el cuello almidonado de la camisa levantado y le llegaba a las mejillas, como el año que se disfrazó de conde Drácula en Halloween.
—No te preocupes por eso, sólo llévalos. Allí habrá muchas señoras nerviosas y sin nada que hacer. Ellas te lo pondrán.
Yo intentaba abrocharme el collar de perlas que mi madre me había prestado para la ocasión.
—¿Dónde estarás tú? —me preguntó Abbot con un matiz ansioso en la voz.
Desde la muerte de Henry, Abbot se preocupaba por todo y se frotaba las manos continuamente, como si se las estuviera lavando con frenesí. Se trataba de un tic nuevo que reflejaba un poco de histeria. Mi hijo se había convertido en un germófobo. Habíamos acudido a un terapeuta, pero no había servido de nada. Abbot se frotaba las manos cuando estaba ansioso y también cuando notaba que yo estaba inquieta. Yo intentaba no mostrar mi inquietud delante de él, pero descubrí que no era buena fingiendo alegría, y mi alegría falsa lo ponía más nervioso que mi inquietud, lo que constituía un círculo vicioso. ¿Se sentía más vulnerable ahora que su padre no estaba? Yo sí.
—Yo estaré con las otras damas de honor haciendo lo que tienen que hacer las damas de honor —le expliqué para tranquilizarlo.
Fue entonces cuando me acordé de que tenía que llevar el brindis preparado. Lo había escrito en una servilleta de papel en la cocina y, cómo no, la había perdido y ya no me acordaba de lo que había escrito.
—¿Qué cosas bonitas podría decir de la tía Elysius? Tengo que pensar algo para el brindis.
—Ella tiene los dientes muy blancos y compra regalos muy bonitos —contestó Abbot.
—Belleza y generosidad —dije yo—. Eso me da ideas. Todo saldrá bien. ¡Vamos a divertirnos!
Abbot me miró para averiguar si estaba siendo sincera, como un abogado miraría a su cliente para comprobar si decía la verdad. Yo estaba acostumbrada a este tipo de escrutinio. Mi madre, mi hermana, mis amigas, mis vecinos, incluso los clientes de La Pastelería me preguntaban cómo estaba mientras intentaban descubrir la respuesta real en mi contestación. Yo sabía que debería haber seguido adelante con mi vida. Debería haber trabajado más, debería haber comido mejor, debería haber hecho ejercicio y tener citas. Cada vez que salía tenía que ir preparada para una emboscada de algún bienintencionado conocido dispuesto a ofrecerme su lástima, sus ánimos, sus preguntas y sus consejos. Yo insistía: «No, de verdad, estoy bien. ¡Abbot y yo estamos estupendamente!»
Sobre todo odiaba tener que esquivar las muestras de lástima delante de Abbot. Yo quería ser sincera con él, pero también quería protegerlo. Sin embargo, en aquel momento no fui sincera. Aquélla era la primera boda a la que asistía desde la muerte de Henry. Yo siempre lloraba en las bodas, incluso cuando no conocía mucho a los novios. Lloraba incluso en las de la televisión, y en aquel momento tuve miedo de mí misma. Si era capaz de lloriquear en la boda de una película, ¿cómo reaccionaría en la de mi propia hermana?
No pude mirar a Abbot. Si lo miraba, él sabría que estaba fingiendo. ¿Que íbamos a divertirnos? Esperaba, simplemente, sobrevivir.
Me puse delante del espejo de cuerpo entero que Henry había colgado en el interior de la puerta de mi armario. Henry estaba en todas partes, pero cuando surgía algún recuerdo, intentaba no recrearme en él. En aquel momento me acordé de que el espejo se cayó cuando él lo estaba colocando y estuvo a punto de hacerse añicos. Recrearse constituía una debilidad. Para evitarlo, había aprendido a fijar mi atención en cosas pequeñas y manejables para mí. En un intento desesperado, intenté abrocharme el collar de perlas con la ayuda de mi reflejo en el espejo.
—Me gustas más cuando no llevas maquillaje —comentó Abbot.
El collar resbaló hasta la palma de mi mano. ¿Se acordaba Abbot de que su padre solía realizar ese comentario? Henry decía que le encantaba mi cara desnuda; «... como el resto de tu cuerpo», añadía a veces susurrando.
Yo parecía mucho más vieja que dos años antes. La expresión «golpeada por el dolor» acudió a mi mente, como si el dolor pudiera, literalmente, golpearte y dejar una marca imborrable. Me volví hacia Abbot.
—Ven aquí —le dije—. Veamos cómo estás tú.
Dejé el collar en la mesita de noche y me acerqué a Abbot. Le doblé el cuello de la camisa, le alisé el pelo y apoyé las manos en sus huesudos hombros. Contemplé a mi hijo. Contemplé sus ojos azules, que eran como los de su padre, y sus oscuras pestañas. A pesar de que sólo era un niño, Abbot tenía la misma piel morena de Henry y también sus mejillas coloreadas. Me encantaban su barbilla huesuda y sus dos dientes de adulto, que resaltaban, de una forma extraña, en su boca, que todavía era la de un niño.
—Estás fantástico —le dije—. Como un millón de dólares.
—¿Como un portador de anillos de un millón de dólares?
—Exacto —le contesté.
Aparcamos al final del serpenteante camino de grava que conducía a la casa de mi hermana, maniobrando entre un montón de furgonetas: la del proveedor de la comida, la del florista, la del técnico de sonido... El camino seguía hasta más allá de la piscina y de la pista de tenis de tierra batida y desaparecía en el césped, entre el estudio nuevo y el viejo garaje. Elysius se iba a casar con un artista tímido y amable de renombre nacional que se llamaba Daniel Welding, y aunque vivían allí desde hacía ocho años, a mí siempre me sorprendía la grandiosidad de aquel lugar que ella consideraba su hogar. Aquel día la casa todavía resultaba más impactante. La boda se celebraría en el exterior, en la loma por la que Abbot y yo subíamos tan deprisa como podíamos. Estaba llena de hileras de sillas enlazadas con unas cintas de tul, y los votos se realizarían al lado de la fuente de inspiración japonesa, donde habían instalado un dosel emparrado con flores. También había una carpa blanca con una pista de madera para el baile.
Abbot llevaba sus cosas en una bolsa de tela que le regalaron en la biblioteca del barrio. La llevaba abierta y vi la corbata de lazo y el fajín entre el equipo de buceo: el tubo, la mascarilla y las aletas, que eran un regalo de mi padre. Yo tiraba con dificultad de mi maleta con ruedas, que traqueteaba detrás de mí como un perro viejo y obstinado.
Corrimos hasta el estudio para dejar allí nuestro equipaje, pero la puerta estaba cerrada con llave. Abbot miró por el cristal ahuecando las manos alrededor de sus ojos. Daniel pintaba cuadros enormes y el estudio tenía el techo alto y un soporte retráctil para los lienzos que se introducía en el suelo. De esta forma, no tenía que mantenerse en equilibrio en una escalera de mano para pintar las zonas superiores. En el altillo había un sofá cama donde Daniel descansaba a veces a mediodía y donde Abbot y yo dormiríamos aquella noche. Las obras de Daniel se vendían muy bien, por eso podían permitirse aquella casa, las dos entradas para coches, la loma cubierta de césped y el soporte para lienzos retráctil.
—¡Daniel está aquí! —exclamó Abbot.
—No puede ser, es el día de su boda.
Abbot llamó con los nudillos y Daniel abrió la puerta de cristal. Daniel era ancho de hombros, tenía el cabello entrecano y siempre estaba moreno. Su nariz, algo curvada y majestuosa, destacaba en su elegante cara. Se quitó las gafas y bajó la barbilla hacia su pecho. Su papada se plegó como un acordeón. Entonces nos miró: a mí, que iba desarreglada pero con un vestido precioso, y a Abbot, con su esmoquin a medio poner. Daniel sonrió ampliamente.
—¡Qué contento estoy de que estéis aquí! ¿Cómo te va, Abbot?
Daniel tiró de Abbot y le dio un gran abrazo. Eso es lo que Abbot necesitaba, grandes abrazos y afecto de hombres paternales. Yo era buena dando besos en la frente, pero me di cuenta de lo feliz que se sintió Abbot cuando Daniel lo levantó en alto. Ahora tenía una sonrisa embobada en la cara. Daniel también me abrazó a mí. Olía a cosméticos y champús caros y a jabones de importación.
—¿Hoy te dejan estar aquí? Además vas vestido como si fueras el fugitivo de una boda.
Abbot pasó junto a Daniel y entró en el estudio como hacía siempre, con una expresión maravillada. Le encantaban las estrechas escaleras que conducían al altillo, la máquina de café, las vigas a la vista y, desde luego, los enormes lienzos en varias etapas de evolución que estaban apoyados en las paredes.
—Se me ocurrió una idea, por eso he venido —explicó Daniel—. Dar una ojeada a los cuadros me tranquiliza.
—¿No deberías ir calzado? —le preguntó Abbot.
—¡Ah, sí! —Daniel señaló unos zapatos que estaban a un lado—. Verás, pintar con el traje puesto es una cosa, pero los zapatos están hechos a medida. Una vez, en el desierto, un zapatero me hizo ponerme de pie y descalzo encima de unos polvos y, a partir de las huellas, me fabricó unos zapatos especialmente para mí.
Éste era el tipo de historia que Daniel y Elysius contaban: un zapatero en el desierto que medía las huellas que tus pies descalzos habían dejado en unos polvos.
Abbot corrió hacia los zapatos, pero no los tocó. Yo sabía que lo estaba deseando, pero los zapatos estaban en contacto con el suelo y éste estaba plagado de gérmenes. Si los tocaba, tendría que lavarse las manos enseguida. El simple gesto de frotárselas no serviría.
—¿Dónde está Charlotte? —preguntó Abbot mientras volvía a fijarse en los cuadros.
Charlotte era hija del primer matrimonio de Daniel. El divorcio y la pelea por su custodia fueron muy desagradables y Daniel juró que nunca más volvería a casarse, no porque se sintiera desencantado, sino más bien apesadumbrado. Sin embargo, pocos meses después de la muerte de Henry, cambió de opinión. Entre una y otra cosa había, desde luego, una correlación. ¿Qué podía hacerte consolidar más el amor que el recuerdo de la fragilidad de la vida?
—Está en casa —contestó Daniel. Entonces se volvió hacia mí y añadió—: Intentando volar por debajo del radar.
—¿Cómo está? —le pregunté yo.
Charlotte tenía dieciséis años y estaba pasando por una fase punk que inquietaba a Elysius, aunque la verdad es que la palabra «punk» estaba pasada de moda. Ahora había términos nuevos para todo.
—Está estudiando para el examen preparatorio para la universidad, pero no sé, parece un poco... taciturna. Yo me preocupo por ella. Soy su padre y me preocupa. Ya sabes a qué me refiero.
Daniel me miró como si estuviéramos conspirando. Lo que quería decir era que yo sabía lo que era la maternidad desde dentro, no como Elysius, algo que él nunca admitiría, salvo de aquella forma velada.
—¿Éste qué representa? —preguntó Abbot.
Los cuadros de Daniel eran abstractos, caóticamente abstractos, y Abbot se había detenido delante de uno especialmente tumultuoso, con trazos gruesos, densos y desesperados. Parecía como si, en algún lugar del cuadro, hubiera un pájaro atrapado que quería escapar.
Daniel contempló el lienzo.
—Representa un barco mar adentro, con las velas desplegadas. Y también la pérdida.
—¡Tienes que animarte! —le dije a Daniel en voz baja.
Él apoyó la mano en mi hombro.
—¡Mira quién habla! —me susurró—. ¿Has vuelto a diseñar?
A mí me enorgullecía que Daniel considerara mi trabajo de pastelera como un arte. Él creía que el arte no era algo excepcional, sino que estaba al alcance de todos, y siempre ensalzaba mi trabajo. En aquel momento, me habló como si yo fuera una artista.
—Tienes que volver a crear. Es la mejor manera de pasar un luto.
Me sorprendió que hablara de mi luto de una forma tan directa, pero al mismo tiempo me alivió, porque estaba cansada de la compasión.
—No, todavía no he creado nada —le contesté.
Él asintió con la cabeza con una expresión seria.
—Tenemos que irnos, Abbot —dije yo.
Abbot se acercó a mí con desgana.
—Aunque tú no sepas por qué, tus cuadros hacen que las personas se sientan tristes —le dijo Abbot a Daniel.
—Ésa es una gran definición de lo que es el arte abstracto —replicó Daniel.
Abbot sonrió y se frotó las manos, pero entonces, como si se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo, se las metió en los bolsillos. Daniel no se dio cuenta, pero yo sí. Abbot estaba aprendiendo a disimular su problema. ¿Esto era un paso adelante o atrás?
—Llego tarde a las mimosas —comenté yo.
Daniel estaba contemplando un cuadro inacabado y se volvió hacia mí.
—Heidi... —Entonces titubeó—. He tenido que aplazar unos días la luna de miel para acabar las obras de una exposición. Elysius está furiosa. Cuando la veas, recuérdale que soy una buena persona.
—Lo haré —contesté—. ¿Podemos dejar esto aquí? —le pregunté señalando mi maleta y la bolsa de Abbot.
—Desde luego —contestó él.
—Vamos, Abbot —dije desenredando la corbata y el fajín del equipo de buceo.
Abbot corrió hacia la puerta.
—De verdad que me alegro mucho de veros —declaró Daniel.
—Yo también me alegro de verte —contesté yo—. ¡Feliz casi boda!
Como hacía ocho años que Elysius y Daniel vivían juntos en aquella casa, la boda parecía una extraña e inesperada decisión. Para mí, ellos no sólo estaban casados, sino que su matrimonio era algo sólido y duradero. Sin embargo, para mi hermana la boda era algo muy importante y, mientras atravesaba con Abbot el resplandeciente césped señalado con las marcas que había dejado el cortacésped, me invadió la culpabilidad por sentirme tan lejos del acontecimiento.
Al menos tendría que haber accedido a preparar su pastel de boda. En el pasado, yo tenía una apreciable y creciente reputación como diseñadora de pasteles. Todavía recibíamos pedidos de todos los rincones de Florida con un año o más de antelación. Las bodas eran nuestra especialidad, pero tras la muerte de Henry, me limité a preparar madalenas y tartas de limón a primera hora de la mañana y a encargarme del mostrador. Me juré que no volvería a ocuparme de ninguna boda; eran demasiado abrumadoras y las novias estaban demasiado implicadas en el evento. Me parecían ingratas, y tenía la impresión de que daban por sentado el amor, pero en aquel momento me avergonzó no haberme ofrecido a preparar el pastel de boda de Elysius y Daniel. Habría sido mi regalo, mi pequeña aportación.
Levanté la vista hacia las ventanas; las de la cocina y el salón estaban iluminadas con una luz dorada y brillante. Entonces me detuve.
—¿Qué pasa? —me preguntó Abbot.
Deseé dar la vuelta y regresar a casa. ¿Estaba preparada para aquello? Me di cuenta de que así era como me sentía yo respecto a la vida, como alguien paralizado en el césped de una casa enorme mientras contemplaba las bonitas ventanas detrás de las cuales las personas vivían sus vidas: llenaban los jarrones con flores, se cepillaban el cabello frente al espejo, soltaban carcajadas que se elevaban y se desvanecían en el aire... Y, entre ellas, la vida de mi hermana, rebosante de vitalidad.
—No pasa nada —le dije a Abbot.
Lo cogí de la mano y se la apreté. Él me devolvió el apretón, avanzó un paso y tiró de mí hacia la casa, la casa llena de los vivos.
De repente, la puerta trasera se abrió y apareció mi madre. Tenía el cabello de color miel, y lo llevaba recogido en su habitual moño. El tono y el brillo de su cutis la hacían parecer joven, lo que ella atribuía a la cara línea de cosméticos que utilizaba. Mi madre envejecía muy bien. Tenía el cuello largo y elegante, los labios carnosos y las cejas arqueadas. Me producía una extraña sensación haber sido criada por alguien que era mucho más guapa de lo que yo nunca llegaría a ser. Mi madre tenía una belleza majestuosa, pero en contraste con su porte real, su vulnerabilidad parecía más pronunciada. Las expresiones de su cara reflejaban dulzura y cansancio.
Vio que Abbot y yo subíamos por la loma.
—¡Acaban de enviarme a buscaros!
¿Mi hermana había enviado a mi madre a buscarme? Eso era malo. ¡Muy malo!
—¿Llegamos muy tarde?
—Pregunta mejor hasta qué punto está enfadada tu hermana.
—¿Me he perdido los brindis? —le pregunté esperando que fuera cierto.
Mi madre no me contestó. Cruzó la terraza y bajó los escalones. Su vestido de color café con leche se agitó a su alrededor. Era de un diseño elegante y dejaba al descubierto su clavícula. Mi madre es medio francesa y cree en la elegancia.
—¡Tenía que salir de la casa! —exclamó mi madre—. Y tú has sido mi excusa. Tengo órdenes directas de encontrarte y darte prisa.
Mi madre parecía inquieta, incluso un poco llorosa. ¿Había estado llorando? Ella es muy emocional, pero no llora con facilidad. Encaja perfectamente con la definición de persona mayor activa, pero aunque se mantiene siempre ocupada para aparentar satisfacción, a mí siempre me ha dado la impresión de que está a punto de estallar. En cierta ocasión estalló de verdad y desapareció durante un verano, aunque después regresó a casa. Aun así, cuando tu madre se ha ido dejándote atrás, aunque tuviera razón, te pasas el resto de la vida preguntándote si volverá a hacerlo. Mi madre se volvió hacia Abbot.
—¡Eres un chico realmente guapo!
Él se sonrojó. Mi madre causaba este efecto en todo el mundo: en el atribulado cartero durante las vacaciones, en el piloto que salía de la cabina para despedirse al final del vuelo, incluso en los estirados encargados de los restaurantes.
—¿Y tú cómo estás? —me preguntó echándome el cabello hacia atrás por encima de mi hombro—. ¿Dónde están las perlas?
—Todavía me faltan unos retoques —contesté yo—. ¿Cómo está Elysius?
—Te perdonará —dijo mi madre con voz suave.
Mi madre sabía que aquella situación era difícil para mí: una hija conseguía un marido mientras que la otra lo había perdido, de modo que intentaba actuar con delicadeza.
—Siento mucho llegar tarde —declaré con un tono de culpabilidad en la voz—. Perdí la noción del tiempo. Abbot y yo estábamos...
—Ocupados escribiendo el brindis para la tía Elysius —terminó Abbot—. ¡Yo la estaba ayudando!
Él también parecía sentirse culpable; mi compañero de conspiración. Mi madre sacudió la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Estoy hecha un lío! —exclamó intentando alisar los pliegues de su vestido. Entonces se echó a reír de una forma extraña—. No sé por qué reacciono de esta manera.
Se pellizcó el puente de la nariz para detener el llanto.
—¿Reaccionar a qué? —le pregunté yo sorprendida por su repentina crisis emotiva—. ¿Por la boda? Las bodas son una locura. Sacan fuera mucha...
—No es por la boda —replicó mi madre—, sino por la casa. Nuestra casa de la Provenza. Ha habido un incendio.
2
Cuando éramos niñas, mi hermana y yo solíamos ir con nuestra madre a la casa de la Provenza. Se trataba de breves períodos vacacionales que mi padre, un adicto al trabajo, no podía compartir con nosotras. Un verano, mi madre se fue sola a la casa y desde entonces no volvimos a ir juntas. Mi madre se echó a llorar, allí en el césped de mi hermana. Entonces me rodeó con los brazos y dejó que yo la sostuviera durante unos instantes. Me acordé de la casa d